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1era Edición |
ÍNDICE
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LA CIUDAD DE LOS TÍSICOS (Abraham Valdelomar)
·
CANAIMA (Rómulo Gallegos)
Valdelomar nace en Ica el 27 de abril de 1888. Vive su niñez en
Pisco,, puerto que
aparecerá en muchos de sus cuentos y ensayos. Estudia en el Colegio Guadalupe,
donde publica la revista La Idea Guadalupana. En 1905 se matricula en la
Universidad de San Marcos, pero al poco tiempo interrumpe sus estudios.
Su fama como narrador se inicia con el cuento “El beso de Evans” y las novelas La ciudad muerta y La ciudad
de los tísicos.
Valdelomar decide apoyar al movimiento populista que acompaña la
candidatura de Guillermo Billinghurst a la presidencia de la república. Cuando
este llegó a la presidencia, lo nombra director del diario oficial El Peruano y
más Tarde lo envía a Roma como miembro de la representación del Perú en esa
ciudad. Allí escribe su conocido cuento “El
caballero Carmelo”, que le vale el premio de la Nación de Lima en 1913.
Derrocado Billinghurst, Valdelomar renuncia a su cargo diplomático y vuelve a
Lima en 1914. Trabaja como periodista y empieza a hacerse llamar “El conde de Lemos”. Su vida personal
provoca escándalos por sus poses y gestos atrevidos que él mismo difunde. En
1916 funda la revista Colónida y
llega a dirigir tres números. En 1917 obtiene el premio del concurso del Círculo
de Periodistas por su Ensayo sobre la psicología del gallinazo. En agosto de
1919 fue elegido diputado regional. Ese mismo año muere en un accidente
ocurrido en Ayacucho.
Valdelomar es uno de los más destacados cuentistas y escritores
modernistas del Perú.
La ciudad de los
tísicos, novela que afirmó el éxito de Valdelomar como prosista, se
publica en Lima en dos entregas de la revista “Variedades” entre el 24 de junio y el 16 de setiembre de 1911.
La búsqueda de un refinamiento en el lenguaje artístico (esteticismo),
la musicalidad de su prosa y el marcado decadentismo (relacionado con una carga
negativa en el ambiente y en la vida interior de los personajes), son las
principales características que han llevado a calificarla como una novela
modernista.
Sin embargo, como lo afirma Enrique Anderson Imbert en su Historia de la literatura hispanoamericana
(1964), Valdelomar “se afirmó en su
propia tierra, la provincia, la vida familiar, paisaje y hombres vistos todos
los días. Así el modernismo se despojaba de ornamentos cosmopolitas y
fantásticos y en cambio adquiría objetos americanos”.
Un narrador anónimo comparte un recuerdo que lo agobia una tarde
lluviosa observa, en una tienda de perfumes de la capital, a una mujer rubia a
la que cree haber conocido antes, sin descubrir dónde. Averigua su dirección y
le envía su tarjeta con unos frascos de su perfume favorito.
“El recuerdo de aquella
mujer está íntimamente ligado a esta historia. Era una de esas mujeres que solo
se encuentran una vez en la vida, que dejan tras de sí un agradable recuerdo y
una misteriosa esperanza. Esta parecía un dibujo de Gosé. Gosé es el único
caricaturista como Boldini y La Gándara son los pintores de las grandes
mujeres. No importa de dónde sean. Ellos son franceses en la forma, en el
color, en la línea. Y Gosé es el único caricaturista de las mujeres, las niñas
de Tourain son muy “bonitas”, las de Fabiano muy francesas, las de Gerbault muy
grotescas. Caran D’Ache pintaba a las oficinistas; Roubille pintaba a las
descocadas y Sem a las célebres. Gosé, mas filosofo o más frívolo –la
frivolidad es una filosofía-, pinta simplemente a las mujeres.
Ésta, la de mi
historia, era uno de sus dibujos. Parecía una estampa litografiada en Munich.
Aquella esbeltez de talle, el cuello noble, rosado, surgiendo sobre el seno y
bajo el cabello rubio y la elegantísima severidad de su vestido. La tarde
lluviosa en la que la vi, llevaba un traje ceñido de terciopelo negro, con dos
rosas rojas en el pecho y otras dos en el sombrero negro de pieles. Parecía una
silueta de tinta china brillante, tinta de los dragones de Houkosay y de las
acuarelas de Utamaro. Una elegancia de terciopelo negro y rojo, porque su cara
de piel de melocotón maduro, no tenía los ojos -¿negros, azules, ópalos?-, los
ojos que se perdían bajo el ala curva del sombrero. Pero la boca, la fresca
boca, era de aquellas que no han nacido para la palabra sino para el gesto.
La vi por primera vez
en la tienda de perfumes de la capital, pero yo conocía a esa mujer sin saber
dónde. Algo había en ella que hablaba a mi memoria. Yo había llegado aquel día.
De la estación me había trasladado al hotel y de allí a la tienda de perfumes,
de guantes y de sedas del jirón central. Frente a mi mostrador atendían a la
dama el jefe de la casa y un dependiente. Su voz me hizo voltear la cara y
quedé impresionado. La dama reclamaba casi fuera de sí:
-¡Fleur de lys!... ¿Es
que no sabrán ustedes que soy la única que lo usa?
-¡Una verdadera locura,
señora! ¡Encargado especialmente, pero estos torpes empleados! ¡Haberle
vendido! ¡Una locura, señora, una verdadera locura!...
-¡Fleur de lys!
Poco después pasó
triunfal, como una reina ofendida, ante los empleados mudos, y me deslumbró.
-¡Fleur de lys! Aquella
dama no usará otro perfume; es caprichosa…
Ella desde la salida interrumpió
al dependiente:
-Por favor, Vivert,
búsquelo entre los que puedan tenerlo; ¡dare lo que quieran por el frasco!...
-Y se esfumó. Yo no sé
si alegre o triste. Pero intrigado, veía allí una aventura.
Yo tenía en el
fondo de mi maleta dos pomos de Fleur de lys. Pregunté:
-¿Dónde vive aquella
señora?...
- En la gran avenida
Villa Virginia…
Rápidamente se me
ocurrió y puse en práctica una idea: eran las cuatro o las cinco paseaba en la
avenida, perfumado con Fleur de lys. El coche se deslizó en los arenados y así
buscaría yo a la dama del perfume y la interrogaría con él. Ya desesperaba de
verla. Van a ser las seis y ella no aparecía, entonces dejé el coche en un
lugar del paseo e hice a pie una excursión a través de los bosques y jardines.
Ya caía el sol y me dirigía a la explanada, cuando una silueta me hace mirar
detenidamente al fondo del paseo. Era ella, no había duda alguna. Era ella que
venía en dirección opuesta a la mía. El aire dándome en la espalda favorecía mi
plan. Ya se acercaba, estaba a treinta pasos. ¿No sentía aun el perfume?
¿Quería disimularlo? Se acerca más; una racha de aire le marca los pliegues del
vestido y los lanza hacia atrás dándole la airada y triunfal actitud de la
Victoire de Samotrace, el perfume la envuelve, entonces su rostro se
transforma, palidece; la naricilla agita sus ventanas rápidamente y aspira como
un pajarillo en la campana neumática cuando principia a extraerse el aire. ¡Qué
delicioso momento! Mi perfume la embriagaba, la dominaba, la atraía. Y
avanzaba, avanzaba, avanzaba. Pasa cerca de mí, rozándome casi; me buscan sus
ojos y yo trato de no reconocerlo y sigo. Entonces ella tuerce por un
bosquecillo del paseo y vuelve tras de mí. ¿Es que se ha cansado del paseo? ¿Es
que me persigue, que la atraigo con el perfume? Camino, tuerzo por un
jardincillo, ella tuerce también y entonces volteo la cara. ¡Admirable! La
mujer, pálida, nerviosa me sigue, me sigue aprisa, como una fiera a un
corderillo, las narices abiertas, el cuerpo inclinado hacia delante. Sigo desviando
el camino y ella detrás. Entonces tengo miedo, de ser una loca o una
excéntrica, y principia a obsesionarme la dama vestida de negro.
Me arrepiento de
haberla provocado; ha sido una locura, una cosa impensada. Pero ella me sigue, tres
vueltas más y me alcanza. ¿Qué hacer? Cuando ya… Cruzo directamente casi
corriendo, ella apura el paso, y me va a tocar, y llego al coche:
-¡Arranca!
Un fuetazo. Los
caballos han partido violentamente y yo he sentido que me quitaban un gran peso
de encima.
-¿Y la dama?...”
(“La Ciudad de los
tísicos”, Abraham Valdelomar, en
“Obras completas”, Ediciones Copé, Lima 2001, tomo II, págs. 81-88)
Más tarde, el narrador anuncia que debe tomar el tren que lo conducirá
hacia la ciudad B.
Antes de emprender el viaje, el narrador comparte con el lector las
numerosas cartas de su amigo Abel Rossell, quien le escribe desde la ciudad B.
En ellas, Rossell le cuenta historias fantásticas cuyos protagonistas son
personajes extraños, todos enfermos de tisis, quienes atraen sobremanera la
atención del narrador. La decisión de viajar nace, pues, de su necesidad de
indagar a estos fascinantes personajes. Pero previamente el protagonista debe asistir
a una cita con la mujer del perfume, quien lo ha invitado a su casa. El
narrador descubrirá entonces la verdadera identidad de aquella misteriosa
mujer.
Esta novela, como muchos críticos lo han señalado presenta una notable
influencia modernista. El refinamiento verbal, el ambiente de misterio, la
fantasía decadente, la imagen del artista y la mujer fatal son algunos tópicos
modernistas que la novela expresa con claridad. Por otro lado, junto con la
intromisión de elementos cosmopolitas (Valdelomar estuvo influenciado sobre
todo por los escritores decadentistas de fines del siglo XIX y por Edgar Allan
Poe) existe en la novela un intento por asumir una tradición propia, con lo
cual Valdelomar se revela como un representante del llamado modernismo
hispanoamericano.
El afán por asumir la tradición indígena y la europea se pone de
manifiesto en la segunda parte con los relatos que evocan representaciones
artísticas prehispánicas y coloniales. En este sentido la obra presenta una
dimensión no solo estética sino también política, al ingresar de algún modo, al
debate acerca de la tradición y la identidad nacional. Es preciso aclarar que
el fragmentarismo de su estructura (que en un principio puede hacer que la
novela parezca un tanto confusa) es una estrategia cuyo objetivo fundamental es
capturar la atención y mantener el clima enigmático durante toda la novela.
LOS EXTRANJEROS
8 de diciembre, en B*.
Veamos esta misiva de
la correspondencia de Abel Rossell:
“Y como mi casa, Villa
Helena, tiene jardines alrededor del pabellón central, es recién construida y
aún sin estrenar; puedo decir que ha sido construida para mí. Desde sus
ventanas, amplias y sin barrotes, se domina todo, y la hiedra trepa en los alféizares
como un enjambre de víboras.
Hoy, después de hacer
la distribución de los muebles, he salido a pasear la población, ¿sabe usted? Parece
un puerto de mar. Todos, o casi todos, son extranjeros y no hay dos del mismo
pueblo: europeos, yanques, sudamericanos. Y, como nadie conoce a nadie, todos
se reúnen y hacen fiestas y paseos, veladas y música; los tísicos son los que
más se divierten, por lo mismo que tienen los días contados. Salir aquí es un
suplicio, amigo mío. Solo se ve caras pálidas, ojos afiebrados, ojeras
profundas. Y todavía en las caras puede uno equivocarse, porque hay algunas que
tienen los carrillos encendidos pero en cambio los ojos las delatan y si no las
delatarían las orejas transparentes o las uñas encorvadas o las manos filudas y
cálidas.
He querido hacer un
paso por los prados vecinos, he visto los arbustos que se pierden a lo lejos cargándose
de racimillos rojos y olorosos, la verdísima alfalfa con sus flores celestes en
la que el viento hace oleajes viscosos, y los surcos reventando, desgranándose
como olas de un mar de tierra que viniera a morir en las faldas de los cerros. Y
hay algo de fecundidad iniciada, algo que evoca vidas frescas, hombres musculosos, arados de acero,
bueyes pesados como aquellos de los ritos egipcios, y canciones virgilianas;
todo esto como la anunciación de una falsa primavera, porque ahora se iniciaran
las lluvias, las nevadas y las tempestades. El rayo se quebrará en el cielo y
fulminará las cumbres, y el agua, precipitándose en torrentes sonorosos, caerá
sobre los tejados y producirá un ruido característico.
Voy ahora por el borde
de un canal entre cuyos muros el río jura, maldice y se desespera, y suenan las
piedras como el rechinar de monstruosas dentaduras, en medio de su prisión de
muros de cal y arena.
Al regreso he pasado
por la casa de Margarita, Villa Rosada, un palacete rodeado de flores
exquisitas, de perfumes raros y de paisajes únicos. Margarita – está encantada
con su tisis de tercer grado. ¡Qué ojos; no los he visto más ardientes, ni he
visto labios más sensuales! Margarita se casará con Armando el jueves en la
capilla junto a la estación. Ella me lo acababa de contar contentísima, con un
gran impudor de su tuberculosis:
- Nos casamos, señor Rossell, nos casamos. No se admire; sí, estamos tísicos.
Pero no es en nosotros la alegría de vivir, sino la alegría de amar. La salud
ya no sirve en nosotros, los cuerpos están carcomidos pero el amor es todavía joven;
hemos asegurado el porvenir, que no es un problema, una cosa dudosa como en los
sanos de cuerpo. Para nosotros el porvenir es un día. Tal vez una mañana, quizás
una hora; podemos “quedarnos” antes de concluir nuestra conversación, pero el
amor en nosotros es tan grande que estamos seguros que nos durará hasta después
de la muerte. Y esto no pueden asegurar los otros mortales…
Y él:
- Nada tenemos que temernos. ¿Usted sabe? Margarita y yo éramos sanos,
buenos y fuertes. Nos amábamos. Una tarde ella – ya sabe usted como se comienza
– sintió un dolor agudo, acceso de tos y… manchó de sangre su pañuelo de
batista. Yo no tuve valor para dejarla y ¿quiere creer?... me alegraba de su
enfermedad porque los ojos le crecían, los labios le quemaban y me amaba más,
mucho más que antes… Se vino aquí y me vine yo… No fue desagradecida porque ya
tengo la tos y la fiebre y también he manchado mi pañuelo… ¡y hace tan poco
tiempo!...
Y sonriendo ha besado a Margarita en la boca.
Oscurece…”
(Ibídem,
págs. 98 – 100)
CANAIMA
Cuando Rómulo Gallegos dijo que había escrito sus
libros con el oído puesto sobre las palpitaciones de la angustia venezolana,
quiso decirnos que su afán era reflejar en sus páginas literarias, su ambiente,
por ser miembro en la obra de transformación de la sociedad que le competía al
escritor. “Canaima” es sin lugar a
dudas, la última obra de su momento cenital; obra en la que la naturaleza nos
llega a través de Gallegos más directamente, más en relación comunicativa con
el paisaje, mediante descripciones que podríamos llamar tradicionales, sino
fuera porque de vez en cuando alguna osada metáfora se escabulle el
“americanismo” en el lenguaje. Canaima es una divinidad de la salvaje y
misteriosa selva de las Guyanas, Dios frenético, principio y causa de todo mal,
que para los supersticiosos indios, disputa el mundo a Cajuna el bueno. La
obra, publicada en 1935, presenta las ciudades próximas a la selva y la selva
misma en la gran cuenca del Orinoco. El héroe y protagonista de la novela es
Marcos Vargas, hombre que ha experimentado desde su turbulenta infancia, la
atracción de la selva. A los veintiún años de edad, Marcos abandona su monótona
villa natal de Ciudad Bolívar y marcha a aquella inmensa y misteriosa región,
en donde la audacia es la clave del éxito.
“Cantaban los gallos que anunciaban el alba cuando
Marcos Vargas salía de Ciudad Bolívar, vía del Yuruari por el paso de Caruache
sobre el Corino. Acababa de cumplir los veintiún años, que lo hacían dueño de
sus actos, iba solo, la bestia que lo conducía no era suya, y dinero, ni lo
llevaba encima ni lo tenía en ninguna parte. Era un hombre con suerte por el
camino y ante la vida.
El camino no era todavía el de la aventura
temeraria a que se lanzaban los hombres animosos, no conducía al lejano mundo
de la selva fascinante, vislumbrado a través de los cuentos de los rionegros;
pero sí lo llevaba a encararse con la vida, hasta allí transcurría al arrimo
paterno, a luchar entre los hombres y contra ellos, y la emoción de sí mismo
ante el incierto destino era tan intensa que le parecía cual si nadie hubiese
ocurrido nunca cosa semejante.
Y así iba, cabalgando ensimismado, cuando lo
sorprendió, ya pasado el mediodía, la brusca aparición de uno de los
espectáculos predilectos de su espíritu.
Azul, de un azul profundo que hacía blanco el del
cielo, hermosos entre todos los ríos y con escarceos marinos del viento contra
la corriente, el Caroni arrastraba el resonante caudal de sus aguas entre
anchas playas de blancas arenas, y aquel que tanto sabía acerca de los grandes
ríos de Guayana y con las más ardientes imágenes se los tenía representados, no
como simples cursos de agua sino cual seres dotados de una vida misteriosa,
aunque ya algo de éste había visto, no pudo menos que detener bruscamente la
bestia, exclamando:
-¡Caroni! ¡Caroni! ¡Así tenía que ser el río de los
diamantes!
Entretanto, desde el corredor del paradero del
paso, en la misma margen izquierda,
alguien lo observaba y se decía:
-Ése debe de ser. ¡Buen plantaje de hombre tiene el
mozo!
Y luego, saliéndole al encuentro:
-¿Es usted Marcos Vargas?
-Así me dicen y yo lo repito. Para servirle.
-Manuel Ladera –dijo el otro presentándosele-.
Mucho gusto en conocerlo.
Era un hombre maduro, de aspecto afable, rico
propietario del Yuruari y dueño de uno de los mejores convoyes de carros que
para entonces recorrían los camonos de aquella región, siendo éste uno de los
negocios más productivos, por el alto valor de los fletes. Sin embargo, ahora
había decidido venderlo y Marcos Vargas iba a comprárselo, previo acuerdo
telegráfico de reunirse allí para cerrar el trato.
Dirigiéronse al mesón del paradero, donde los
esperaba el almuerzo ya pedido por Ladera y éste dijo al tomar asiento:
-Ya tuve el gusto de conocer a su padre, que era
uno de los hombres mejores de Guayana, si no el mejor. Hace unos catorce años
fuimos socios en un negocio de ganado que tuvimos por los llanos de Monagas.
A lo que repuso Marcos:
-Pues aquí tiene al hijo, que es de lo peorcito que
hay en Ciudad Bolívar, para jugarle limpio desde el principio.
-Que ya es algo que no se da todos los días, pues
ahora lo que se estila es el juego sucio. También he tenido el honor de conocer
a misia Herminia, su santa madre de usted.
-Santa es poco, don Manuel. Pero ya usted me amarró
con ese adjetivo para mi vieja.
-Me agrada oírlo expresarse así, porque un buen
hijo, aunque sea desconocido por lo demás, ya es para mí la mitad de un amigo
de toda mi estimación.
-Pues le cojo la palabra.
-Ligera la tiene usted, ya voy viendo.
-Aunque no sé si tengo derecho a llamarme buen
hijo, pues mi vieja hizo sacrificios por mi educación, de los cuales no sacó el
fruto que esperaba. Hipotecó su casa, resto de la herencia de mi abuelo, para
pagarme colegio de donde saliera yo hombre formal. Ella había oído decir que la
disciplina inglesa estaba muy recomendada en mi caso y para hacer la prueba se
gastó en un colegio de Puerto España unas cuantas libras, que ahora le están
haciendo falta. Pero resultó que en Trinidad no se olvida lo que se aprende en
Ciudad Bolívar cuando uno lo lleva en la sangre, y de allá regresé, hace pocos
meses, tan descompuesto como me fui.
-Ahora le estará pesando.
-Sí y no. Sí, por el dinero perdido de mi pobre
vieja; no, porque eso de las disciplinas inglesas o de donde sean, es relativo
y pasa con ellas como en las zapaterías, que unos se calzan de percha y otros a
la medida.
-¡A ver! Explíqueme eso.
-Quiero decir que a unos pueden imponerles con
reglamentos la disciplina que han inventado otros para el público grueso
–siguiendo mi comparación- porque están muertos por dentro y cualquiera les
sirve; mientras que otros, vivos hasta el fondo, tienen que escoger la suya por
sí mismos, viviendo su vida.
-¿Y usted es de esos que no tienen pie de percha?
-Por lo menos hasta ahora no me han servido las
medidas del montón.
-Está bien eso, Marcos Vargas. Ya veo que no tiene
usted cabeza por adorno solamente.
-La idea no es mía del todo. Por lo menos la
comparación con la zapatería es de mi viejo. Como en “Salsipuedes” también se
vendían zapatos…
Sonríe Manuel Ladera y Marcos prosigue:
-¿Por qué le cuento a usted esas cosas?
-Porque ya me había anunciado que era de lo
peorcito que hay en Ciudad Bolívar y tenía que demostrármelo.
-Pero con ganas de ser amigo suyo, a ver qué se me
pega de usted. Porque el que a buen árbol se arrima…
-El palo le cae encima.
-Eso está por verse. Yo me fío siempre a mis
repentes y el que me ha producido usted no puede ser mejor.
-Pues vamos a tratarnos con franqueza desde el
principio, porque algo de eso suyo tengo yo y ya me ha sucedido con usted. Y
entrando en el negocio que aquí nos reúne, ¿sabe por qué vendo mis carros?
-Me han dicho que desea descansar de la atención
que le causan, habiéndole ya producido bastante.
-Sí, me han producido buen dinero y seguirán produciéndomelo;
pero la verdadera causa es otra y debo explicársela con toda franqueza: vendo
los carros porque José Francisco Ardavín se ha metido en el negocio. La eterna
calamidad de los caciques políticos, que son el azote de esta tierra, pues no
hay empresa productiva que no la quieran para sí solos. Ardavín, cuya mala fama
tal vez no le sea desconocida, se nos está atravesando en el camino, y como
entre él y yo median además circunstancias de orden íntimo, para evitar
rozamientos y complicaciones mayores, ya que a Dios gracias mis recursos me
permiten vivir tranquilo, he resuelto vender mis carros y dejarle el campo
libre por mi parte. Como usted comprenderá, estas confidencias poco comerciales
no tenía por qué hacérselas a mis posibles compradores, pero usted me ha caído
en gracia –es decir: en justicia- y no quiero que más adelante pueda decir que
lo enzanjoné en un negocio malo con los ojos tapados.
-¿Así es la cosa? –Se preguntó Marcos-. ¿Quiere
decir que es con los Ardavines, con los tigres del Yuruari, con quienes me las
voy a entender?
-Nada menos, joven.
-¡Ni nada más tampoco! ¡Compro los carros y salga
el sol por donde quiera!
Y Manuel Ladera, con arranque originado de la
admiración por la hombría temeraria, sentimiento de cuyo bárbaro imperio nadie
parecía librarse por allí:
-¡Así me gusta oírlo! –exclamó-. Yo me retiro del
negocio porque ya voy para viejo, no me falta de qué vivir tengo cría por la
cual he de mirar; pero usted está empezando y tiene que arrear para adelante,
hoy o mañana. Y para que de una vez comience a sacarle provecho a esa decisión
de hombre, voy a rebajarle trescientos pesos del precio que estaba pidiendo por
los carros. Aquí le tenía ya el recibo, de acuerdo con su telegrama aceptando
el precio. Vamos a corregirlo de una vez.
-¡Un momento, don Manuel! –Atajó Marcos-. Déjelo
así como está. Ya usted me ha explicado honradamente lo que tenía que
explicarme, y ahora me toca a mí decirle cómo es que le voy a comprar los
carros: fiados, para pagárselos con el mismo producto de ellos, sin fijarle
cantidad, porque será la mayor posible. Y en cuanto a los trescientos pesos de
la rebaja, ésos me los dará en efectivo, ahora mismo o en Upata, porque vengo
limpio.
Manuel Ladera se quitó las gafas, puestas para lo
del recibo, se echó sobre el respaldar de la silla y mientras limpiaba los
cristales, dijo:
-Mire, joven. Yo nunca he hecho negocios malos a
ciencia y paciencia, ni todavía tengo necesidad de hacerlos, a pesar de lo que
le he manifestado, pues llegado el caso extremo, suelto las mulas y los bueyes
en uno de mis potreros y casi no he perdido nada. Pero tampoco nadie me había
hecho hasta ahora una proposición como la que usted acaba de formular y…
¿quiere que le diga? ¡Me ha gustado! Son suyos los carros y aquí tiene ya los
trescientos pesos, porque un hombre como usted no puede andar sin dinero donde
tantos bribones cargan los bolsillos repletos.
Sacó la cartera, se los entregó en billetes, y éste
fue el primer dinero –y el primer amigo- que obtuvo Marcos Vargas por el camino
y ante la vida.”
(“Canaima”, Rómulo Gallegos;
Corporación Marca, S.A. - sin fecha. Págs. 22-26).
Marcos Vargas es un hombre violento, generoso con
los impulsos de justicia que lo llevan a solidarizarse con los trabajadores y
después con los indios. Pronto, con la ayuda de un comerciante, hombre honrado
que se convertirá en su protector, Marcos Vargas logra verse al frente de una
empresa de transportes.
Pero en aquellas tierras el ejercicio del poder es
semillero de discordias y corrupciones y la “ley
de la selva” rebasa la estricta realidad zoológica para ser aplicada por
una muchedumbre de aventureros, buscadores de oro y tiranuelos locales. No
tardó Marcos en medirse con uno de estos bandidos. Su protector cae asesinado y
él, que había jurado vengarlo, mata a su vez al criminal, atrayéndose el
resentimiento de la poderosa familia de los Ardavines, especialmente la ojeriza
de José Francisco, extraña figura de militarote, cobarde y fanfarrón, que
mantiene su poder por medio del terror y la corrupción. Los hermanos Aradavín,
José Gregorio y José Francisco, destruirán la empresa donde trabaja Marcos
Vargas, por lo que se ve obligado a abrirse camino en otras actividades, tales
como buscar oro o recolectar caucho. Internado en el espesor de la selva del
Orinoco, tendrá que luchar despiadadamente contra la naturaleza para evitar que
ésta lo devore. Paulatinamente, el extraño y maléfico encanto de la selva se
infiltra en él como en tantos otros, sin que el amor de Araceli, la hija del
más rico comerciante de la comarca, pueda ahuyentarlo. En el curso de una
crisis que lo impulsa a romper con todos los lazos del pasado, Marcos se
interna en las profundidades de la selva. Allí encontrarán término sus ansias
apasionadas de aventuras, al afincarse en el hogar de una tribu india obsesionada
por el confuso recuerdo de una grandeza perdida, seres que le dispensan una
entrañable acogida, simbolizada por el amor de la bella Aymara.
“Sólo el amor tenía sus fueros propios. En la
churuata se convivía, más para el amor eran la soledad discreta y la Naturaleza
plena: la curiara en el remanso del río o el campo raso lejos de la ranchería.
De noche bogaban las parejas o se internaban por la espesura, tal vez en busca
del nahual para el hijo: el espíritu del árbol o del animal o de la estrella
fugaz que debe compenetrarse con el alma del indio desde el primer instante de
su encarnación.
El nahual del cacique de la comunidad era el
báquiro salvaje del cual tomaba su nombre de Ponchopire, acaso por haber sido
engendrado y concebido en algún paraje de playa a tiempo que alguna manada de
tales bestias bajara a abrevarse en el río, y el nahual de su hermana Aymara
era el pez de este nombre, de carne exquisita, pero muy espinosa; cuya sería el
aguaje que estremeció la curiara del amor en la quietud del remanso dormido.
No le eran desconocidos a Marcos Vargas ni las
rudas costumbres ni los ingenuos misterios de aquella existencia, aunque hasta
allí no había sido sino espectador de unos ratos y de todo aquello sólo había
captado lo que estimulaba o complacía la curiosidad del civilizado. Mas si aún
no compartía la convivencia maloliente bajo el techo de la churuata –dentro de
la cual sólo existía la familia como algo distinto e independiente de la
comunidad, mientras dormía, ocupando un sector de los dos círculos concéntricos
de horcones que sostenían la cónica techumbre pajiza, abajo el chinchorro del
hombre, más arriba el de la mujer y finalmente los de la prole- y si tampoco se
había allanado todavía a la desagradable costumbre de comer con la mano, de una
sola fuente donde todos metían las suyas nada limpias, de todos modos ya era
uno más en la pesca por los remansos del Ventuari, con flecha o cerbatana,
silencioso dentro de la concha, y en el ruedo que por las noches, a las
primeras horas, formaba toda la comunidad en el centro de la churuata, sentados
en el suelo, fumando los hombres el cigarrillo de tabarí mientras se referían
las peripecias de la jornada, para que no hubiese experiencia de uno que todos
no conociesen, pero sin mirarse a las caras, fijos los ojos en el suelo o en el
aire, donde se deshacían las volutas del humo, porque las miradas de un hombre
no pueden cruzarse con las de otro sin que sus nahuales se confundan o se
destruyan mutuamente –así sean de animales o cosas afines o adversas entre sí-,
casos ambos que serían la muerte, ya comenzando por aquella parte de la doble
personalidad. Y esto, así como –entre otras muchas practicas supersticiosas- la
de la que el piache se rodeara de oscuridad y de misterio para preparar el
curare con sus innominadas lianas amargas y sus polvos de colmillos de
serpientes, manipulaciones especialmente vedadas a las mujeres, porque los ojos
de la hembra malogran los efectos del terrible veneno, ya Marcos Vargas
aprendía a considerarlos no como tales supersticiones, sino como cosas
sencillas, de un sentido natural y evidente.
Durante aquellas veladas, Aymara, sabrosa y arisca
como apetecible y espinosa la carne del pez homónimo, ya sintiendo las
urgencias de la mujer que despuntaba en ella, se refugiaba a lo más oscuro de
la churuata para contemplar al racional, encendidos los ojos en lumbre de amor;
pero si Marcos, buscándola entre el mujerío atento a la charla de los hombres,
alcanzaba a descubrirla y se quedaba mirándola, ella rebullía y se acurrucaba
más en la sombra, mezclando la risa con los gruñidos, anticipos del instinto
con que suele entregarse la india voluptuosa y huraña.
Ya Ponchopire se había fijado en esto y un día le
pregunto a Marcos:
-¿A ti gustándote Aymara, cuñao?
-Gustandome más que el piraricú del pescado de su
nombre.
-Pues cogiéndotela para ti después de su fiesta.
Y luego a la hermana, en su dialecto y como jefe de
la comunidad:
-Tú serás la mujer del racional. Saca de ese hombre
el mayor provecho para ti y para tu gente.
La fiesta de Aymara a que se refirió Ponchopire era
la ceremonia con que se celebraría su entrada en la pubertad. Ya las ancianas,
las grandes madres de la tribu, venían observándola detenidamente, y cuando
advirtieron que ya declinaba la última luna de la Aymara núbil, ésta fue
encerrada en una garita de palma construida al efecto a cierta distancia de la
churuata, dentro de la cual permanecía aislada y sometida a riguroso ayuno
hasta el plenilunio próximo. En el momento de cerrarse aquella especie de
crisálida donde se operaría la misteriosa transformación, todas las mujeres de
la tribu prorrumpieron en llanto por la Aymara a quien no verían más y por la
que saldría de allí, apta para las tremendas delicias del amor que perpetúa la
dura existencia del indio.
Luego, en seguida, comenzaron los preparativos para
la fiesta. De las cementeras, a las espaldas de las indias, venían los guayanes
colmados de yuca, no descansaban los brazos preparando el mañoco y el piraricú
que se consumiría en la gran comilona, ni quedó por allí casimba donde pronto
no estuviese fermentando la yucuta, en tanto que los hombres se ocupaban en la
confección de las tinturas de curare, chica, drago y conopia, con las cuales,
pintándose, adorna el indio su desnudez. Y mientras las guarichas se dedicaban
a aquellas alegres faenas, las viejas taciturnas y celosas de la tradición,
montaban guardia dia y noche en torno a la clausura de palma donde se está
efectuando el misterio.
Pero Marcos Vargas, haciendo esta vez burlas del
rito, se dio sus mañas para que no se fuese tan severo el ayuno de su
prometida, pues ni de ésta los huesos –decía- ni de su nahual las espinas era
lo que le gustaba. Y así fue para Aymara menos dura la anticipada expiación de
sus pecados de mujer.
La antevíspera del plenilunio señalado, cuando ya
se habían reunido allí todas las comunidades vecinas adonde llegó la noticia de
la fiesta, al ocultarse el sol, comenzó la algazara que de allí en adelante
formaría toda la indiada en torno a la garita, en tanto que se entregaba al
festín de mañoco y yucuta y a fin de que la recluida no pudiese conciliar el
sueño.
Dios noches y dos días sin tregua duró aquel
tormento y a tiempo que comenzaba el otro de la luna llena, con cuya aparición
terminaría el retiro purificador de Aymara, cesó de pronto la algarabía,
sobrevino un silencio imponente, se abrió la garita y junto con el astro
luciente, apareció, quebrantada por el ayuno y el insomnio, pero ya propicia al
amor, la nueva mujer de la tribu.
Y comenzó el baile, que todavía sería tormento para
ella, aplicado por los hombres: la prueba del látigo.
Girando en torno a la guaricha, pintarrajeados de
negro y de rojo y otra vez con gran algazara de cantos y gritos y provistos de
bejucos de mamure, cada hombre debía propinarle dos azotes y luego uno a sí
mismo, acaso porque en culpas del amor dos terceras partes son de la mujer.
-Dándole suavecito cuñao –recomendábales Marcos
Vargas, que junto con ellos bailaba y azotaba-. No maltratándome mucho a la
guaricha.
No le asentaban demasiado la mano, pero eran tantos
los verdugos que ya Aymara estaba a punto de soltar el llanto. Sin embargo, a
través de las lágrimas asomadas a sus ojos había miradas sonrientes cuando era
Marcos quien aplicaba los azotes.
La prueba del látigo no duró mucho, pero el baile
ya no terminaría en toda la noche. Ya la luna estaba en la mitad del cielo y la
embriaguez se había apoderado de toda la indiada. Enronquecidos y con aire de
alucinados danzaban continuamente al destemplado compás de un canto bárbaro y
desapacible, sin ritmo ni melodía, al son de los yapururos.
Pero hacía rato que Aymara no estaba allí. Aquella
noche también la curiara de Marcos Vargas bogó hacia la alta soledad de los
remansos del Ventuari, sobre cuyas aguas flotaban los nahuales…”
(págs. 234-237).
Esta novela, escrita en tercera persona y bajo la
perspectiva del autor, es en realidad un vasto y complejo cuadro de costumbres.
La secuencia empleada por Gallegos es lineal, continua, pero abunda en
discursos, digresiones, y tesis morales en boca de los personajes que a veces
no hacen más que retardar el desarrollo de la obra. La obra en sí, cumple con
su labor: describir el paisaje de la bocas del Orinoco, la difícil vida de esos
lares, así como el comercio, el transporte carretero, las chucherías, las minas
y la abigarrada población allí existente, mezcla de europeos, criollos,
norteamericanos, indios y negros.