PRESENTACIÓN

ADIOSES, AUSENCIAS Y RETORNOS


Dinos en pocas palabras y sin dejar el

sendero, lo más que decir se pueda, denso, denso.

MIGUEL DE UNAMUNO.



Todo libro como todo hombre encierra en sí mismo una historia; así, los Resúmenes de obras famosas tienen la suya. Una historia propia que se remonta veinte años atrás y en la cual mi vida se halla inmersa, una historia a la que estoy sujeto por un cordón umbilical del cual no he podido desligarme. Estos resúmenes son fruto de mi pasión por la literatura, una pasión más fuerte y más intensa que cualquiera que haya sentido alguna vez. En el verano de 1982 fui contratado por un prestigioso colegio que buscaba mejorar su servicio académico. Como profesor principal del curso de literatura me encontré con un alumnado que tenía un común denominador: las ansias de aprender y conocer con el menor esfuerzo.

Con el entusiasmo y la impetuosidad propios de la juventud, elabore un programa de lo más variado donde los alumnos pudieran tener acceso a autores peruanos, españoles, latinoamericanos y europeos. Como sucede siempre, y ahora con mayor intensidad, encontré alumnos reacios a la lectura de obras voluminosas de difícil entendimiento, que exigían del lector un esfuerzo inusual, ¿Qué hacer? ¿Cómo prescindir de los hexámetros homéricos, de los tercetos de Dante, de la magia maquiavélica de un Yago o de una lady Macbeth, de los intrincados monólogos interiores de un Faulkner o un Joyce? ¿Y qué de los cuantiosos cursos que nuestros alumnos llevan en la secundaria con sus tediosas, torturantes y estériles tareas? Pero también existía una verdad que aunque dolorosa para mí, era muy cierta: “No solo de literatura vive el hombre común”. Había entonces que encontrar una solución al problema. Un toque divino me trajo la feliz ocurrencia de contar en horas de clase las obras que a mis alumnos no podían leer. El aula se convirtió entonces en una suerte de oyentes ansiosos por escuchar las locuras de José Arcadio Buendía, los sueños mesiánicos de Antonio Conselheiro, la transformación de Gregorio Samsa en insecto, los trasnochados remordimientos de madame Bovary o la afilada prosa de Manual González Prada, convertido yo, apasionado y eufórico narrador, en el mango del estilete. Y qué decir de la emoción y satisfacción que producían los versos de Neruda, Vallejo, Chocano, Buesa, Bécquer, Baudelaire o Espronceda cuando salían de mis labios en mis intentos declamatorios; esa avidez de mis alumnos fue satisfecha con creces. Sin saber cómo ni en qué momento, fui elaborando argumento de las obras narradas que, con el tiempo, fueron convirtiéndose en contenidos más amplios y consistentes hasta llegar a los resúmenes tal como se les conoce hoy. Estos resúmenes, ya agrupados en libros, me enseñaron a vivir la literatura con una entrega total, a la manera flaubertiana: con la literatura todo, sin la literatura nada. Esta experiencia fue para mí contundente y definitiva para aferrarme a mi propia obsesión, la de regir mi vida a través de la literatura. La de vivir literariamente, una vida como la de aquellos escritores que han llenado mis desvelos y vigilias con sus obras, en suma, decidirme definitivamente a ser como ellos.

Mis amigos desde niño, fueron los libros; el amor de mi vida han sido y seguirán siendo ellos. Nada ni nadie (sólo Dios en mis desvaríos) pueden reemplazarlos. Los amores humanos son fugaces cometas que atraviesan el cielo; la literatura, como yo la vivo y entiendo, es eterna, ella me ha permitido entender y amar a tantos hombres de letras; algunos ya no están, pero no han dejado de estar: Luis Alberto Sánchez, Augusto Tamayo Vargas, Julio Ramón Ribeyro, Guillermo Ugarte Chamorro, César Calvo, Mario Florián, Moreno Jimeno o Gustavo Valcárcel ; otros permanecen todavía iluminando el parnaso cultural de nuestra patria con su voz y presencia infinita: Washington Delgado, Jorge Bacacorzo, Leopoldo Chiappo, Leopoldo Chariarse, Arturo Corcuera, Estuardo Núñez, Vicente Azar, Jorge Puccinelli, Paco Bendezú, Alejandro Romualdo, Alfredo Bryce, Cronwell Jara, Marcos Yauri Montero, Ricardo González Vigil, César Ángeles Caballero, Winston Orrillo, Jesús Cabel O Alberto Valcárcel. Tantos quedan sin nombrar, pero su voz de aliento y estimulo permanecen en mi corazón para que siga adelante en esta difícil y agotadora labor de hacer llegar la obras de tantos hombres inmortales a través de estos resúmenes hechos con tanta dedicación y amor. Las voces de intelectuales extranjeros, conocedores de este trabajo, se sumaron también con su apoyo incondicional: Eliécer Cárdenas y Carlos Calderón Chico, desde Ecuador; Gladys Rossel desde Costa Rica; Manuel Ruano desde Argentina o José Manuel Solá desde Puerto Rico, que con sus opiniones, juicios y críticas han enriquecido estos resúmenes de obras famosas. En el camino de elaboración de los catorce volúmenes que constituyen esta colección me he topado con muchas dificultades; entre ellas, el tener que leer diferentes traducciones de una sola obra para poder trabajar la síntesis con la mayor exactitud posible.

La juventud con que comencé a elaborar estos resúmenes ha quedado atrás, sepultada con sus alegrías efímeras y sus profundas desilusiones (funesta edad de amargas decepciones), pero la emoción y el espíritu juvenil de esos años me han enriquecido con la edad. Los consejos de Sánchez, Tamayo, Florián, Washington Delgado y Reynaldo Naranjo no fueron vanos; ellos me inculcaron la tenacidad para perseverar en la literatura, a pesar del desaliento que nos invade día a día en un mundo de atroz ignorancia, más inhumano, agitado y frívolo como el que nos toca vivir.

Incluyo en esta edición los numerosos juicios que los Resúmenes de obras famosas han merecido durante estos veinte años. Si bien la amistad puede teñir las opiniones favorablemente, lo cual resulta comprensible, debo confesar que todos ellos fueron emitidos antes que surgiera la amistad con los autores de estos comentarios. Hago esta salvedad porque a veces las maledicencias disfrazadas de negro azogue o vulgo bilis se truecan en otras pasiones aún más bajas y urticantes; aguijón y cilicio guiados por la envidia que busca herir injusta y gratuitamente.

No puedo concluir este prólogo sin contar lo anecdótico. Tres anécdotas siempre tengo presentes; la primera es que siendo profesor de una academia preuniversitaria en Chosica, tuve entre mis alumnos al hijo del poeta Víctor Mazzi, buena razón para que cada fin de semana recalara en la casa del poeta para enfrascarnos en amenas charlas literarias, sobre todo de poesía; cómo se le encendían los ojos cuando le citaba lis versos de “Canto Coral” de Romualdo. Todavía guardo la antología de poesía revolucionaria que me obsequio con una sobria dedicatoria. Prometió hacerme un comentario a los Resúmenes de Obras Famosas, lo cual cumplió después de muchísimos años. La segunda está relacionada con Luis Alberto Sánchez, quien me indicó que no valía la pena incluir a Narciso Aréstegui en estas antologías; cuando le manifesté que haciendo un balance sobre el juicio que él me había hecho sobre el escritor cusqueño en su literatura peruana, Aréstegui salía ganando con creces, me contesto muy serio y cambiando de tema: “Así…pues, entonces inclúyalo”; también Luis Alberto tuvo un gesto conmigo que me gratifico muchísimo. Dedico su espacio diario de Radioprogramas del Perú para hablar elogiosamente de los resúmenes de obras famosas.” He llegado a más de un millón de personas”, me dijo. El tercero de ellos y quizá el más curioso tuvo como protagonista a Julio Ramón Ribeyro, quien, a manera de ameno reproche, me dijo que por qué había incluido “La botella de chicha” si era un cuento malísimo. Le di a entender que a mí me gustaba y que consideraba que aquella era una buena razón para figurar en la selección que había hecho, pero que estaba dispuesto a eliminarlo si él hacía lo mismo desterrándolo para siempre de su obra. Ribeyro quedo desconcertado. Una risotada de César Calvo alivio en algo la tensión. Ya a solas con César, le dije que después de lo sucedido no creía que Julio Ramón emitiera juicio alguno sobre los Resúmenes de obras famosas. Calvo, con el rostro serio y el ceño fruncido, me miró fijamente y me lanzo una de sus típicas ocurrencias: “No te preocupes, flaco, si Ribeyro firma hasta lo que escribe”. A los pocos días me llamo el hermano de Julio Ramón diciéndome que éste quería verme. Ya en su departamento barranquino, mirando las tranquilas aguas del Pacifico, me leyó esas pocas líneas imborrables para mí que en este libro he transcrito fielmente. Lo que más me emocionó es que me llamara poeta. ¡Qué laudable generosidad! El lama había descendido desde su Himalaya.

Guillermo Delgado.
Mayo 13 de 2003.

viernes, 15 de febrero de 2013

VOLUMEN XV

1era Edición




ÍNDICE

·         LA CIUDAD DE LOS TÍSICOS (Abraham Valdelomar)

·         CANAIMA (Rómulo Gallegos)







LA CIUDAD DE LOS TÍSICOS


Valdelomar nace en Ica el 27 de abril de 1888. Vive su niñez en Pisco,, puerto que aparecerá en muchos de sus cuentos y ensayos. Estudia en el Colegio Guadalupe, donde publica la revista La Idea Guadalupana. En 1905 se matricula en la Universidad de San Marcos, pero al poco tiempo interrumpe sus estudios.

Su fama como narrador se inicia con el cuento “El beso de Evans” y las novelas La ciudad muerta y La ciudad de los tísicos.

Valdelomar decide apoyar al movimiento populista que acompaña la candidatura de Guillermo Billinghurst a la presidencia de la república. Cuando este llegó a la presidencia, lo nombra director del diario oficial El Peruano y más Tarde lo envía a Roma como miembro de la representación del Perú en esa ciudad. Allí escribe su conocido cuento “El caballero Carmelo”, que le vale el premio de la Nación de Lima en 1913. Derrocado Billinghurst, Valdelomar renuncia a su cargo diplomático y vuelve a Lima en 1914. Trabaja como periodista y empieza a hacerse llamar “El conde de Lemos”. Su vida personal provoca escándalos por sus poses y gestos atrevidos que él mismo difunde. En 1916 funda la revista Colónida y llega a dirigir tres números. En 1917 obtiene el premio del concurso del Círculo de Periodistas por su Ensayo sobre la psicología del gallinazo. En agosto de 1919 fue elegido diputado regional. Ese mismo año muere en un accidente ocurrido en Ayacucho.

Valdelomar es uno de los más destacados cuentistas y escritores modernistas del Perú.     


La ciudad de los tísicos, novela que afirmó el éxito de Valdelomar como prosista, se publica en Lima en dos entregas de la revista “Variedades” entre el 24 de junio y el 16 de setiembre de 1911.

La búsqueda de un refinamiento en el lenguaje artístico (esteticismo), la musicalidad de su prosa y el marcado decadentismo (relacionado con una carga negativa en el ambiente y en la vida interior de los personajes), son las principales características que han llevado a calificarla como una novela modernista.

Sin embargo, como lo afirma Enrique Anderson Imbert en su Historia de la literatura hispanoamericana (1964), Valdelomar “se afirmó en su propia tierra, la provincia, la vida familiar, paisaje y hombres vistos todos los días. Así el modernismo se despojaba de ornamentos cosmopolitas y fantásticos y en cambio adquiría objetos americanos”.

Un narrador anónimo comparte un recuerdo que lo agobia una tarde lluviosa observa, en una tienda de perfumes de la capital, a una mujer rubia a la que cree haber conocido antes, sin descubrir dónde. Averigua su dirección y le envía su tarjeta con unos frascos de su perfume favorito.


“El recuerdo de aquella mujer está íntimamente ligado a esta historia. Era una de esas mujeres que solo se encuentran una vez en la vida, que dejan tras de sí un agradable recuerdo y una misteriosa esperanza. Esta parecía un dibujo de Gosé. Gosé es el único caricaturista como Boldini y La Gándara son los pintores de las grandes mujeres. No importa de dónde sean. Ellos son franceses en la forma, en el color, en la línea. Y Gosé es el único caricaturista de las mujeres, las niñas de Tourain son muy “bonitas”, las de Fabiano muy francesas, las de Gerbault muy grotescas. Caran D’Ache pintaba a las oficinistas; Roubille pintaba a las descocadas y Sem a las célebres. Gosé, mas filosofo o más frívolo –la frivolidad es una filosofía-, pinta simplemente a las mujeres.

Ésta, la de mi historia, era uno de sus dibujos. Parecía una estampa litografiada en Munich. Aquella esbeltez de talle, el cuello noble, rosado, surgiendo sobre el seno y bajo el cabello rubio y la elegantísima severidad de su vestido. La tarde lluviosa en la que la vi, llevaba un traje ceñido de terciopelo negro, con dos rosas rojas en el pecho y otras dos en el sombrero negro de pieles. Parecía una silueta de tinta china brillante, tinta de los dragones de Houkosay y de las acuarelas de Utamaro. Una elegancia de terciopelo negro y rojo, porque su cara de piel de melocotón maduro, no tenía los ojos -¿negros, azules, ópalos?-, los ojos que se perdían bajo el ala curva del sombrero. Pero la boca, la fresca boca, era de aquellas que no han nacido para la palabra sino para el gesto.

La vi por primera vez en la tienda de perfumes de la capital, pero yo conocía a esa mujer sin saber dónde. Algo había en ella que hablaba a mi memoria. Yo había llegado aquel día. De la estación me había trasladado al hotel y de allí a la tienda de perfumes, de guantes y de sedas del jirón central. Frente a mi mostrador atendían a la dama el jefe de la casa y un dependiente. Su voz me hizo voltear la cara y quedé impresionado. La dama reclamaba casi fuera de sí:

-¡Fleur de lys!... ¿Es que no sabrán ustedes que soy la única que lo usa?

-¡Una verdadera locura, señora! ¡Encargado especialmente, pero estos torpes empleados! ¡Haberle vendido! ¡Una locura, señora, una verdadera locura!...

-¡Fleur de lys!

Poco después pasó triunfal, como una reina ofendida, ante los empleados mudos, y me deslumbró.

-¡Fleur de lys! Aquella dama no usará otro perfume; es caprichosa…

Ella desde la salida interrumpió al dependiente:

-Por favor, Vivert, búsquelo entre los que puedan tenerlo; ¡dare lo que quieran por el frasco!...

-Y se esfumó. Yo no sé si alegre o triste. Pero intrigado, veía allí una aventura. 

Yo tenía en el fondo de mi maleta dos pomos de Fleur de lys. Pregunté:

-¿Dónde vive aquella señora?...

- En la gran avenida Villa Virginia…

Rápidamente se me ocurrió y puse en práctica una idea: eran las cuatro o las cinco paseaba en la avenida, perfumado con Fleur de lys. El coche se deslizó en los arenados y así buscaría yo a la dama del perfume y la interrogaría con él. Ya desesperaba de verla. Van a ser las seis y ella no aparecía, entonces dejé el coche en un lugar del paseo e hice a pie una excursión a través de los bosques y jardines. Ya caía el sol y me dirigía a la explanada, cuando una silueta me hace mirar detenidamente al fondo del paseo. Era ella, no había duda alguna. Era ella que venía en dirección opuesta a la mía. El aire dándome en la espalda favorecía mi plan. Ya se acercaba, estaba a treinta pasos. ¿No sentía aun el perfume? ¿Quería disimularlo? Se acerca más; una racha de aire le marca los pliegues del vestido y los lanza hacia atrás dándole la airada y triunfal actitud de la Victoire de Samotrace, el perfume la envuelve, entonces su rostro se transforma, palidece; la naricilla agita sus ventanas rápidamente y aspira como un pajarillo en la campana neumática cuando principia a extraerse el aire. ¡Qué delicioso momento! Mi perfume la embriagaba, la dominaba, la atraía. Y avanzaba, avanzaba, avanzaba. Pasa cerca de mí, rozándome casi; me buscan sus ojos y yo trato de no reconocerlo y sigo. Entonces ella tuerce por un bosquecillo del paseo y vuelve tras de mí. ¿Es que se ha cansado del paseo? ¿Es que me persigue, que la atraigo con el perfume? Camino, tuerzo por un jardincillo, ella tuerce también y entonces volteo la cara. ¡Admirable! La mujer, pálida, nerviosa me sigue, me sigue aprisa, como una fiera a un corderillo, las narices abiertas, el cuerpo inclinado hacia delante. Sigo desviando el camino y ella detrás. Entonces tengo miedo, de ser una loca o una excéntrica, y principia a obsesionarme la dama vestida de negro.

Me arrepiento de haberla provocado; ha sido una locura, una cosa impensada. Pero ella me sigue, tres vueltas más y me alcanza. ¿Qué hacer? Cuando ya… Cruzo directamente casi corriendo, ella apura el paso, y me va a tocar, y llego al coche:

-¡Arranca!

Un fuetazo. Los caballos han partido violentamente y yo he sentido que me quitaban un gran peso de encima.

-¿Y la dama?...”

(La Ciudad de los tísicos”, Abraham Valdelomar, en “Obras completas”, Ediciones Copé, Lima 2001, tomo II, págs. 81-88)


Más tarde, el narrador anuncia que debe tomar el tren que lo conducirá hacia la ciudad B.

Antes de emprender el viaje, el narrador comparte con el lector las numerosas cartas de su amigo Abel Rossell, quien le escribe desde la ciudad B. En ellas, Rossell le cuenta historias fantásticas cuyos protagonistas son personajes extraños, todos enfermos de tisis, quienes atraen sobremanera la atención del narrador. La decisión de viajar nace, pues, de su necesidad de indagar a estos fascinantes personajes. Pero previamente el protagonista debe asistir a una cita con la mujer del perfume, quien lo ha invitado a su casa. El narrador descubrirá entonces la verdadera identidad de aquella misteriosa mujer.

Esta novela, como muchos críticos lo han señalado presenta una notable influencia modernista. El refinamiento verbal, el ambiente de misterio, la fantasía decadente, la imagen del artista y la mujer fatal son algunos tópicos modernistas que la novela expresa con claridad. Por otro lado, junto con la intromisión de elementos cosmopolitas (Valdelomar estuvo influenciado sobre todo por los escritores decadentistas de fines del siglo XIX y por Edgar Allan Poe) existe en la novela un intento por asumir una tradición propia, con lo cual Valdelomar se revela como un representante del llamado modernismo hispanoamericano.

El afán por asumir la tradición indígena y la europea se pone de manifiesto en la segunda parte con los relatos que evocan representaciones artísticas prehispánicas y coloniales. En este sentido la obra presenta una dimensión no solo estética sino también política, al ingresar de algún modo, al debate acerca de la tradición y la identidad nacional. Es preciso aclarar que el fragmentarismo de su estructura (que en un principio puede hacer que la novela parezca un tanto confusa) es una estrategia cuyo objetivo fundamental es capturar la atención y mantener el clima enigmático durante toda la novela.


LOS EXTRANJEROS

8 de diciembre, en B*.

Veamos esta misiva de la correspondencia de Abel Rossell:

“Y como mi casa, Villa Helena, tiene jardines alrededor del pabellón central, es recién construida y aún sin estrenar; puedo decir que ha sido construida para mí. Desde sus ventanas, amplias y sin barrotes, se domina todo, y la hiedra trepa en los alféizares como un enjambre de víboras.

Hoy, después de hacer la distribución de los muebles, he salido a pasear la población, ¿sabe usted? Parece un puerto de mar. Todos, o casi todos, son extranjeros y no hay dos del mismo pueblo: europeos, yanques, sudamericanos. Y, como nadie conoce a nadie, todos se reúnen y hacen fiestas y paseos, veladas y música; los tísicos son los que más se divierten, por lo mismo que tienen los días contados. Salir aquí es un suplicio, amigo mío. Solo se ve caras pálidas, ojos afiebrados, ojeras profundas. Y todavía en las caras puede uno equivocarse, porque hay algunas que tienen los carrillos encendidos pero en cambio los ojos las delatan y si no las delatarían las orejas transparentes o las uñas encorvadas o las manos filudas y cálidas.

He querido hacer un paso por los prados vecinos, he visto los arbustos que se pierden a lo lejos cargándose de racimillos rojos y olorosos, la verdísima alfalfa con sus flores celestes en la que el viento hace oleajes viscosos, y los surcos reventando, desgranándose como olas de un mar de tierra que viniera a morir en las faldas de los cerros. Y hay algo de fecundidad iniciada, algo que evoca vidas  frescas, hombres musculosos, arados de acero, bueyes pesados como aquellos de los ritos egipcios, y canciones virgilianas; todo esto como la anunciación de una falsa primavera, porque ahora se iniciaran las lluvias, las nevadas y las tempestades. El rayo se quebrará en el cielo y fulminará las cumbres, y el agua, precipitándose en torrentes sonorosos, caerá sobre los tejados y producirá  un ruido característico.

Voy ahora por el borde de un canal entre cuyos muros el río jura, maldice y se desespera, y suenan las piedras como el rechinar de monstruosas dentaduras, en medio de su prisión de muros  de cal y arena.

Al regreso he pasado por la casa de Margarita, Villa Rosada, un palacete rodeado de flores exquisitas, de perfumes raros y de paisajes únicos. Margarita – está encantada con su tisis de tercer grado. ¡Qué ojos; no los he visto más ardientes, ni he visto labios más sensuales! Margarita se casará con Armando el jueves en la capilla junto a la estación. Ella me lo acababa de contar contentísima, con un gran impudor de su tuberculosis:

-       Nos casamos, señor Rossell, nos casamos. No se admire; sí, estamos tísicos. Pero no es en nosotros la alegría de vivir, sino la alegría de amar. La salud ya no sirve en nosotros, los cuerpos están carcomidos pero el amor es todavía joven; hemos asegurado el porvenir, que no es un problema, una cosa dudosa como en los sanos de cuerpo. Para nosotros el porvenir es un día. Tal vez una mañana, quizás una hora; podemos “quedarnos” antes de concluir nuestra conversación, pero el amor en nosotros es tan grande que estamos seguros que nos durará hasta después de la muerte. Y esto no pueden asegurar los otros mortales…

Y él:

-       Nada tenemos que temernos. ¿Usted sabe? Margarita y yo éramos sanos, buenos y fuertes. Nos amábamos. Una tarde ella – ya sabe usted como se comienza – sintió un dolor agudo, acceso de tos y… manchó de sangre su pañuelo de batista. Yo no tuve valor para dejarla y ¿quiere creer?... me alegraba de su enfermedad porque los ojos le crecían, los labios le quemaban y me amaba más, mucho más que antes… Se vino aquí y me vine yo… No fue desagradecida porque ya tengo la tos y la fiebre y también he manchado mi pañuelo… ¡y hace tan poco tiempo!...

Y sonriendo ha besado a Margarita en la boca.

Oscurece…”

(Ibídem, págs. 98 – 100)







CANAIMA


Cuando Rómulo Gallegos dijo que había escrito sus libros con el oído puesto sobre las palpitaciones de la angustia venezolana, quiso decirnos que su afán era reflejar en sus páginas literarias, su ambiente, por ser miembro en la obra de transformación de la sociedad que le competía al escritor. “Canaima” es sin lugar a dudas, la última obra de su momento cenital; obra en la que la naturaleza nos llega a través de Gallegos más directamente, más en relación comunicativa con el paisaje, mediante descripciones que podríamos llamar tradicionales, sino fuera porque de vez en cuando alguna osada metáfora se escabulle el “americanismo” en el lenguaje. Canaima es una divinidad de la salvaje y misteriosa selva de las Guyanas, Dios frenético, principio y causa de todo mal, que para los supersticiosos indios, disputa el mundo a Cajuna el bueno. La obra, publicada en 1935, presenta las ciudades próximas a la selva y la selva misma en la gran cuenca del Orinoco. El héroe y protagonista de la novela es Marcos Vargas, hombre que ha experimentado desde su turbulenta infancia, la atracción de la selva. A los veintiún años de edad, Marcos abandona su monótona villa natal de Ciudad Bolívar y marcha a aquella inmensa y misteriosa región, en donde la audacia es la clave del éxito.


“Cantaban los gallos que anunciaban el alba cuando Marcos Vargas salía de Ciudad Bolívar, vía del Yuruari por el paso de Caruache sobre el Corino. Acababa de cumplir los veintiún años, que lo hacían dueño de sus actos, iba solo, la bestia que lo conducía no era suya, y dinero, ni lo llevaba encima ni lo tenía en ninguna parte. Era un hombre con suerte por el camino y ante la vida.

El camino no era todavía el de la aventura temeraria a que se lanzaban los hombres animosos, no conducía al lejano mundo de la selva fascinante, vislumbrado a través de los cuentos de los rionegros; pero sí lo llevaba a encararse con la vida, hasta allí transcurría al arrimo paterno, a luchar entre los hombres y contra ellos, y la emoción de sí mismo ante el incierto destino era tan intensa que le parecía cual si nadie hubiese ocurrido nunca cosa semejante.

Y así iba, cabalgando ensimismado, cuando lo sorprendió, ya pasado el mediodía, la brusca aparición de uno de los espectáculos predilectos de su espíritu.

Azul, de un azul profundo que hacía blanco el del cielo, hermosos entre todos los ríos y con escarceos marinos del viento contra la corriente, el Caroni arrastraba el resonante caudal de sus aguas entre anchas playas de blancas arenas, y aquel que tanto sabía acerca de los grandes ríos de Guayana y con las más ardientes imágenes se los tenía representados, no como simples cursos de agua sino cual seres dotados de una vida misteriosa, aunque ya algo de éste había visto, no pudo menos que detener bruscamente la bestia, exclamando:

-¡Caroni! ¡Caroni! ¡Así tenía que ser el río de los diamantes! 

Entretanto, desde el corredor del paradero del paso, en  la misma margen izquierda, alguien lo observaba y se decía:

-Ése debe de ser. ¡Buen plantaje de hombre tiene el mozo!

Y luego, saliéndole al encuentro:

-¿Es usted Marcos Vargas?

-Así me dicen y yo lo repito. Para servirle.

-Manuel Ladera –dijo el otro presentándosele-. Mucho gusto en conocerlo.

Era un hombre maduro, de aspecto afable, rico propietario del Yuruari y dueño de uno de los mejores convoyes de carros que para entonces recorrían los camonos de aquella región, siendo éste uno de los negocios más productivos, por el alto valor de los fletes. Sin embargo, ahora había decidido venderlo y Marcos Vargas iba a comprárselo, previo acuerdo telegráfico de reunirse allí para cerrar el trato.

Dirigiéronse al mesón del paradero, donde los esperaba el almuerzo ya pedido por Ladera y éste dijo al tomar asiento:

-Ya tuve el gusto de conocer a su padre, que era uno de los hombres mejores de Guayana, si no el mejor. Hace unos catorce años fuimos socios en un negocio de ganado que tuvimos por los llanos de Monagas.

A lo que repuso Marcos:

-Pues aquí tiene al hijo, que es de lo peorcito que hay en Ciudad Bolívar, para jugarle limpio desde el principio.

-Que ya es algo que no se da todos los días, pues ahora lo que se estila es el juego sucio. También he tenido el honor de conocer a misia Herminia, su santa madre de usted.

-Santa es poco, don Manuel. Pero ya usted me amarró con ese adjetivo para mi vieja.

-Me agrada oírlo expresarse así, porque un buen hijo, aunque sea desconocido por lo demás, ya es para mí la mitad de un amigo de toda mi estimación.

-Pues le cojo la palabra.

-Ligera la tiene usted, ya voy viendo.

-Aunque no sé si tengo derecho a llamarme buen hijo, pues mi vieja hizo sacrificios por mi educación, de los cuales no sacó el fruto que esperaba. Hipotecó su casa, resto de la herencia de mi abuelo, para pagarme colegio de donde saliera yo hombre formal. Ella había oído decir que la disciplina inglesa estaba muy recomendada en mi caso y para hacer la prueba se gastó en un colegio de Puerto España unas cuantas libras, que ahora le están haciendo falta. Pero resultó que en Trinidad no se olvida lo que se aprende en Ciudad Bolívar cuando uno lo lleva en la sangre, y de allá regresé, hace pocos meses, tan descompuesto como me fui.

-Ahora le estará pesando.

-Sí y no. Sí, por el dinero perdido de mi pobre vieja; no, porque eso de las disciplinas inglesas o de donde sean, es relativo y pasa con ellas como en las zapaterías, que unos se calzan de percha y otros a la medida.

-¡A ver! Explíqueme eso.

-Quiero decir que a unos pueden imponerles con reglamentos la disciplina que han inventado otros para el público grueso –siguiendo mi comparación- porque están muertos por dentro y cualquiera les sirve; mientras que otros, vivos hasta el fondo, tienen que escoger la suya por sí mismos, viviendo su vida.

-¿Y usted es de esos que no tienen pie de percha?

-Por lo menos hasta ahora no me han servido las medidas del montón.

-Está bien eso, Marcos Vargas. Ya veo que no tiene usted cabeza por adorno solamente.

-La idea no es mía del todo. Por lo menos la comparación con la zapatería es de mi viejo. Como en “Salsipuedes” también se vendían zapatos…

Sonríe Manuel Ladera y Marcos prosigue:

-¿Por qué le cuento a usted esas cosas?

-Porque ya me había anunciado que era de lo peorcito que hay en Ciudad Bolívar y tenía que demostrármelo.

-Pero con ganas de ser amigo suyo, a ver qué se me pega de usted. Porque el que a buen árbol se arrima…

-El palo le cae encima.

-Eso está por verse. Yo me fío siempre a mis repentes y el que me ha producido usted no puede ser mejor.

-Pues vamos a tratarnos con franqueza desde el principio, porque algo de eso suyo tengo yo y ya me ha sucedido con usted. Y entrando en el negocio que aquí nos reúne, ¿sabe por qué vendo mis carros?

-Me han dicho que desea descansar de la atención que le causan, habiéndole ya producido bastante.

-Sí, me han producido buen dinero y seguirán produciéndomelo; pero la verdadera causa es otra y debo explicársela con toda franqueza: vendo los carros porque José Francisco Ardavín se ha metido en el negocio. La eterna calamidad de los caciques políticos, que son el azote de esta tierra, pues no hay empresa productiva que no la quieran para sí solos. Ardavín, cuya mala fama tal vez no le sea desconocida, se nos está atravesando en el camino, y como entre él y yo median además circunstancias de orden íntimo, para evitar rozamientos y complicaciones mayores, ya que a Dios gracias mis recursos me permiten vivir tranquilo, he resuelto vender mis carros y dejarle el campo libre por mi parte. Como usted comprenderá, estas confidencias poco comerciales no tenía por qué hacérselas a mis posibles compradores, pero usted me ha caído en gracia –es decir: en justicia- y no quiero que más adelante pueda decir que lo enzanjoné en un negocio malo con los ojos tapados.

-¿Así es la cosa? –Se preguntó Marcos-. ¿Quiere decir que es con los Ardavines, con los tigres del Yuruari, con quienes me las voy a entender?

-Nada menos, joven.

-¡Ni nada más tampoco! ¡Compro los carros y salga el sol por donde quiera!
Y Manuel Ladera, con arranque originado de la admiración por la hombría temeraria, sentimiento de cuyo bárbaro imperio nadie parecía librarse por allí:

-¡Así me gusta oírlo! –exclamó-. Yo me retiro del negocio porque ya voy para viejo, no me falta de qué vivir tengo cría por la cual he de mirar; pero usted está empezando y tiene que arrear para adelante, hoy o mañana. Y para que de una vez comience a sacarle provecho a esa decisión de hombre, voy a rebajarle trescientos pesos del precio que estaba pidiendo por los carros. Aquí le tenía ya el recibo, de acuerdo con su telegrama aceptando el precio. Vamos a corregirlo de una vez.

-¡Un momento, don Manuel! –Atajó Marcos-. Déjelo así como está. Ya usted me ha explicado honradamente lo que tenía que explicarme, y ahora me toca a mí decirle cómo es que le voy a comprar los carros: fiados, para pagárselos con el mismo producto de ellos, sin fijarle cantidad, porque será la mayor posible. Y en cuanto a los trescientos pesos de la rebaja, ésos me los dará en efectivo, ahora mismo o en Upata, porque vengo limpio.

Manuel Ladera se quitó las gafas, puestas para lo del recibo, se echó sobre el respaldar de la silla y mientras limpiaba los cristales, dijo:

-Mire, joven. Yo nunca he hecho negocios malos a ciencia y paciencia, ni todavía tengo necesidad de hacerlos, a pesar de lo que le he manifestado, pues llegado el caso extremo, suelto las mulas y los bueyes en uno de mis potreros y casi no he perdido nada. Pero tampoco nadie me había hecho hasta ahora una proposición como la que usted acaba de formular y… ¿quiere que le diga? ¡Me ha gustado! Son suyos los carros y aquí tiene ya los trescientos pesos, porque un hombre como usted no puede andar sin dinero donde tantos bribones cargan los bolsillos repletos.

Sacó la cartera, se los entregó en billetes, y éste fue el primer dinero –y el primer amigo- que obtuvo Marcos Vargas por el camino y ante la vida.”

(“Canaima”, Rómulo Gallegos; Corporación Marca, S.A. - sin fecha. Págs. 22-26).



Marcos Vargas es un hombre violento, generoso con los impulsos de justicia que lo llevan a solidarizarse con los trabajadores y después con los indios. Pronto, con la ayuda de un comerciante, hombre honrado que se convertirá en su protector, Marcos Vargas logra verse al frente de una empresa de transportes.

Pero en aquellas tierras el ejercicio del poder es semillero de discordias y corrupciones y la “ley de la selva” rebasa la estricta realidad zoológica para ser aplicada por una muchedumbre de aventureros, buscadores de oro y tiranuelos locales. No tardó Marcos en medirse con uno de estos bandidos. Su protector cae asesinado y él, que había jurado vengarlo, mata a su vez al criminal, atrayéndose el resentimiento de la poderosa familia de los Ardavines, especialmente la ojeriza de José Francisco, extraña figura de militarote, cobarde y fanfarrón, que mantiene su poder por medio del terror y la corrupción. Los hermanos Aradavín, José Gregorio y José Francisco, destruirán la empresa donde trabaja Marcos Vargas, por lo que se ve obligado a abrirse camino en otras actividades, tales como buscar oro o recolectar caucho. Internado en el espesor de la selva del Orinoco, tendrá que luchar despiadadamente contra la naturaleza para evitar que ésta lo devore. Paulatinamente, el extraño y maléfico encanto de la selva se infiltra en él como en tantos otros, sin que el amor de Araceli, la hija del más rico comerciante de la comarca, pueda ahuyentarlo. En el curso de una crisis que lo impulsa a romper con todos los lazos del pasado, Marcos se interna en las profundidades de la selva. Allí encontrarán término sus ansias apasionadas de aventuras, al afincarse en el hogar de una tribu india obsesionada por el confuso recuerdo de una grandeza perdida, seres que le dispensan una entrañable acogida, simbolizada por el amor de la bella Aymara.


“Sólo el amor tenía sus fueros propios. En la churuata se convivía, más para el amor eran la soledad discreta y la Naturaleza plena: la curiara en el remanso del río o el campo raso lejos de la ranchería. De noche bogaban las parejas o se internaban por la espesura, tal vez en busca del nahual para el hijo: el espíritu del árbol o del animal o de la estrella fugaz que debe compenetrarse con el alma del indio desde el primer instante de su encarnación.

El nahual del cacique de la comunidad era el báquiro salvaje del cual tomaba su nombre de Ponchopire, acaso por haber sido engendrado y concebido en algún paraje de playa a tiempo que alguna manada de tales bestias bajara a abrevarse en el río, y el nahual de su hermana Aymara era el pez de este nombre, de carne exquisita, pero muy espinosa; cuya sería el aguaje que estremeció la curiara del amor en la quietud del remanso dormido.

No le eran desconocidos a Marcos Vargas ni las rudas costumbres ni los ingenuos misterios de aquella existencia, aunque hasta allí no había sido sino espectador de unos ratos y de todo aquello sólo había captado lo que estimulaba o complacía la curiosidad del civilizado. Mas si aún no compartía la convivencia maloliente bajo el techo de la churuata –dentro de la cual sólo existía la familia como algo distinto e independiente de la comunidad, mientras dormía, ocupando un sector de los dos círculos concéntricos de horcones que sostenían la cónica techumbre pajiza, abajo el chinchorro del hombre, más arriba el de la mujer y finalmente los de la prole- y si tampoco se había allanado todavía a la desagradable costumbre de comer con la mano, de una sola fuente donde todos metían las suyas nada limpias, de todos modos ya era uno más en la pesca por los remansos del Ventuari, con flecha o cerbatana, silencioso dentro de la concha, y en el ruedo que por las noches, a las primeras horas, formaba toda la comunidad en el centro de la churuata, sentados en el suelo, fumando los hombres el cigarrillo de tabarí mientras se referían las peripecias de la jornada, para que no hubiese experiencia de uno que todos no conociesen, pero sin mirarse a las caras, fijos los ojos en el suelo o en el aire, donde se deshacían las volutas del humo, porque las miradas de un hombre no pueden cruzarse con las de otro sin que sus nahuales se confundan o se destruyan mutuamente –así sean de animales o cosas afines o adversas entre sí-, casos ambos que serían la muerte, ya comenzando por aquella parte de la doble personalidad. Y esto, así como –entre otras muchas practicas supersticiosas- la de la que el piache se rodeara de oscuridad y de misterio para preparar el curare con sus innominadas lianas amargas y sus polvos de colmillos de serpientes, manipulaciones especialmente vedadas a las mujeres, porque los ojos de la hembra malogran los efectos del terrible veneno, ya Marcos Vargas aprendía a considerarlos no como tales supersticiones, sino como cosas sencillas, de un sentido natural y evidente.
Durante aquellas veladas, Aymara, sabrosa y arisca como apetecible y espinosa la carne del pez homónimo, ya sintiendo las urgencias de la mujer que despuntaba en ella, se refugiaba a lo más oscuro de la churuata para contemplar al racional, encendidos los ojos en lumbre de amor; pero si Marcos, buscándola entre el mujerío atento a la charla de los hombres, alcanzaba a descubrirla y se quedaba mirándola, ella rebullía y se acurrucaba más en la sombra, mezclando la risa con los gruñidos, anticipos del instinto con que suele entregarse la india voluptuosa y huraña.

Ya Ponchopire se había fijado en esto y un día le pregunto a Marcos:

-¿A ti gustándote Aymara, cuñao?

-Gustandome más que el piraricú del pescado de su nombre.

-Pues cogiéndotela para ti después de su fiesta.

Y luego a la hermana, en su dialecto y como jefe de la comunidad:

-Tú serás la mujer del racional. Saca de ese hombre el mayor provecho para ti y para tu gente.

La fiesta de Aymara a que se refirió Ponchopire era la ceremonia con que se celebraría su entrada en la pubertad. Ya las ancianas, las grandes madres de la tribu, venían observándola detenidamente, y cuando advirtieron que ya declinaba la última luna de la Aymara núbil, ésta fue encerrada en una garita de palma construida al efecto a cierta distancia de la churuata, dentro de la cual permanecía aislada y sometida a riguroso ayuno hasta el plenilunio próximo. En el momento de cerrarse aquella especie de crisálida donde se operaría la misteriosa transformación, todas las mujeres de la tribu prorrumpieron en llanto por la Aymara a quien no verían más y por la que saldría de allí, apta para las tremendas delicias del amor que perpetúa la dura existencia del indio.

Luego, en seguida, comenzaron los preparativos para la fiesta. De las cementeras, a las espaldas de las indias, venían los guayanes colmados de yuca, no descansaban los brazos preparando el mañoco y el piraricú que se consumiría en la gran comilona, ni quedó por allí casimba donde pronto no estuviese fermentando la yucuta, en tanto que los hombres se ocupaban en la confección de las tinturas de curare, chica, drago y conopia, con las cuales, pintándose, adorna el indio su desnudez. Y mientras las guarichas se dedicaban a aquellas alegres faenas, las viejas taciturnas y celosas de la tradición, montaban guardia dia y noche en torno a la clausura de palma donde se está efectuando el misterio.

Pero Marcos Vargas, haciendo esta vez burlas del rito, se dio sus mañas para que no se fuese tan severo el ayuno de su prometida, pues ni de ésta los huesos –decía- ni de su nahual las espinas era lo que le gustaba. Y así fue para Aymara menos dura la anticipada expiación de sus pecados de mujer.
La antevíspera del plenilunio señalado, cuando ya se habían reunido allí todas las comunidades vecinas adonde llegó la noticia de la fiesta, al ocultarse el sol, comenzó la algazara que de allí en adelante formaría toda la indiada en torno a la garita, en tanto que se entregaba al festín de mañoco y yucuta y a fin de que la recluida no pudiese conciliar el sueño.
Dios noches y dos días sin tregua duró aquel tormento y a tiempo que comenzaba el otro de la luna llena, con cuya aparición terminaría el retiro purificador de Aymara, cesó de pronto la algarabía, sobrevino un silencio imponente, se abrió la garita y junto con el astro luciente, apareció, quebrantada por el ayuno y el insomnio, pero ya propicia al amor, la nueva mujer de la tribu.

Y comenzó el baile, que todavía sería tormento para ella, aplicado por los hombres: la prueba del látigo.

Girando en torno a la guaricha, pintarrajeados de negro y de rojo y otra vez con gran algazara de cantos y gritos y provistos de bejucos de mamure, cada hombre debía propinarle dos azotes y luego uno a sí mismo, acaso porque en culpas del amor dos terceras partes son de la mujer.

-Dándole suavecito cuñao –recomendábales Marcos Vargas, que junto con ellos bailaba y azotaba-. No maltratándome mucho a la guaricha.

No le asentaban demasiado la mano, pero eran tantos los verdugos que ya Aymara estaba a punto de soltar el llanto. Sin embargo, a través de las lágrimas asomadas a sus ojos había miradas sonrientes cuando era Marcos quien aplicaba los azotes.

La prueba del látigo no duró mucho, pero el baile ya no terminaría en toda la noche. Ya la luna estaba en la mitad del cielo y la embriaguez se había apoderado de toda la indiada. Enronquecidos y con aire de alucinados danzaban continuamente al destemplado compás de un canto bárbaro y desapacible, sin ritmo ni melodía, al son de los yapururos.

Pero hacía rato que Aymara no estaba allí. Aquella noche también la curiara de Marcos Vargas bogó hacia la alta soledad de los remansos del Ventuari, sobre cuyas aguas flotaban los nahuales…”

(págs. 234-237).


Esta novela, escrita en tercera persona y bajo la perspectiva del autor, es en realidad un vasto y complejo cuadro de costumbres. La secuencia empleada por Gallegos es lineal, continua, pero abunda en discursos, digresiones, y tesis morales en boca de los personajes que a veces no hacen más que retardar el desarrollo de la obra. La obra en sí, cumple con su labor: describir el paisaje de la bocas del Orinoco, la difícil vida de esos lares, así como el comercio, el transporte carretero, las chucherías, las minas y la abigarrada población allí existente, mezcla de europeos, criollos, norteamericanos, indios y negros.