PRESENTACIÓN

ADIOSES, AUSENCIAS Y RETORNOS


Dinos en pocas palabras y sin dejar el

sendero, lo más que decir se pueda, denso, denso.

MIGUEL DE UNAMUNO.



Todo libro como todo hombre encierra en sí mismo una historia; así, los Resúmenes de obras famosas tienen la suya. Una historia propia que se remonta veinte años atrás y en la cual mi vida se halla inmersa, una historia a la que estoy sujeto por un cordón umbilical del cual no he podido desligarme. Estos resúmenes son fruto de mi pasión por la literatura, una pasión más fuerte y más intensa que cualquiera que haya sentido alguna vez. En el verano de 1982 fui contratado por un prestigioso colegio que buscaba mejorar su servicio académico. Como profesor principal del curso de literatura me encontré con un alumnado que tenía un común denominador: las ansias de aprender y conocer con el menor esfuerzo.

Con el entusiasmo y la impetuosidad propios de la juventud, elabore un programa de lo más variado donde los alumnos pudieran tener acceso a autores peruanos, españoles, latinoamericanos y europeos. Como sucede siempre, y ahora con mayor intensidad, encontré alumnos reacios a la lectura de obras voluminosas de difícil entendimiento, que exigían del lector un esfuerzo inusual, ¿Qué hacer? ¿Cómo prescindir de los hexámetros homéricos, de los tercetos de Dante, de la magia maquiavélica de un Yago o de una lady Macbeth, de los intrincados monólogos interiores de un Faulkner o un Joyce? ¿Y qué de los cuantiosos cursos que nuestros alumnos llevan en la secundaria con sus tediosas, torturantes y estériles tareas? Pero también existía una verdad que aunque dolorosa para mí, era muy cierta: “No solo de literatura vive el hombre común”. Había entonces que encontrar una solución al problema. Un toque divino me trajo la feliz ocurrencia de contar en horas de clase las obras que a mis alumnos no podían leer. El aula se convirtió entonces en una suerte de oyentes ansiosos por escuchar las locuras de José Arcadio Buendía, los sueños mesiánicos de Antonio Conselheiro, la transformación de Gregorio Samsa en insecto, los trasnochados remordimientos de madame Bovary o la afilada prosa de Manual González Prada, convertido yo, apasionado y eufórico narrador, en el mango del estilete. Y qué decir de la emoción y satisfacción que producían los versos de Neruda, Vallejo, Chocano, Buesa, Bécquer, Baudelaire o Espronceda cuando salían de mis labios en mis intentos declamatorios; esa avidez de mis alumnos fue satisfecha con creces. Sin saber cómo ni en qué momento, fui elaborando argumento de las obras narradas que, con el tiempo, fueron convirtiéndose en contenidos más amplios y consistentes hasta llegar a los resúmenes tal como se les conoce hoy. Estos resúmenes, ya agrupados en libros, me enseñaron a vivir la literatura con una entrega total, a la manera flaubertiana: con la literatura todo, sin la literatura nada. Esta experiencia fue para mí contundente y definitiva para aferrarme a mi propia obsesión, la de regir mi vida a través de la literatura. La de vivir literariamente, una vida como la de aquellos escritores que han llenado mis desvelos y vigilias con sus obras, en suma, decidirme definitivamente a ser como ellos.

Mis amigos desde niño, fueron los libros; el amor de mi vida han sido y seguirán siendo ellos. Nada ni nadie (sólo Dios en mis desvaríos) pueden reemplazarlos. Los amores humanos son fugaces cometas que atraviesan el cielo; la literatura, como yo la vivo y entiendo, es eterna, ella me ha permitido entender y amar a tantos hombres de letras; algunos ya no están, pero no han dejado de estar: Luis Alberto Sánchez, Augusto Tamayo Vargas, Julio Ramón Ribeyro, Guillermo Ugarte Chamorro, César Calvo, Mario Florián, Moreno Jimeno o Gustavo Valcárcel ; otros permanecen todavía iluminando el parnaso cultural de nuestra patria con su voz y presencia infinita: Washington Delgado, Jorge Bacacorzo, Leopoldo Chiappo, Leopoldo Chariarse, Arturo Corcuera, Estuardo Núñez, Vicente Azar, Jorge Puccinelli, Paco Bendezú, Alejandro Romualdo, Alfredo Bryce, Cronwell Jara, Marcos Yauri Montero, Ricardo González Vigil, César Ángeles Caballero, Winston Orrillo, Jesús Cabel O Alberto Valcárcel. Tantos quedan sin nombrar, pero su voz de aliento y estimulo permanecen en mi corazón para que siga adelante en esta difícil y agotadora labor de hacer llegar la obras de tantos hombres inmortales a través de estos resúmenes hechos con tanta dedicación y amor. Las voces de intelectuales extranjeros, conocedores de este trabajo, se sumaron también con su apoyo incondicional: Eliécer Cárdenas y Carlos Calderón Chico, desde Ecuador; Gladys Rossel desde Costa Rica; Manuel Ruano desde Argentina o José Manuel Solá desde Puerto Rico, que con sus opiniones, juicios y críticas han enriquecido estos resúmenes de obras famosas. En el camino de elaboración de los catorce volúmenes que constituyen esta colección me he topado con muchas dificultades; entre ellas, el tener que leer diferentes traducciones de una sola obra para poder trabajar la síntesis con la mayor exactitud posible.

La juventud con que comencé a elaborar estos resúmenes ha quedado atrás, sepultada con sus alegrías efímeras y sus profundas desilusiones (funesta edad de amargas decepciones), pero la emoción y el espíritu juvenil de esos años me han enriquecido con la edad. Los consejos de Sánchez, Tamayo, Florián, Washington Delgado y Reynaldo Naranjo no fueron vanos; ellos me inculcaron la tenacidad para perseverar en la literatura, a pesar del desaliento que nos invade día a día en un mundo de atroz ignorancia, más inhumano, agitado y frívolo como el que nos toca vivir.

Incluyo en esta edición los numerosos juicios que los Resúmenes de obras famosas han merecido durante estos veinte años. Si bien la amistad puede teñir las opiniones favorablemente, lo cual resulta comprensible, debo confesar que todos ellos fueron emitidos antes que surgiera la amistad con los autores de estos comentarios. Hago esta salvedad porque a veces las maledicencias disfrazadas de negro azogue o vulgo bilis se truecan en otras pasiones aún más bajas y urticantes; aguijón y cilicio guiados por la envidia que busca herir injusta y gratuitamente.

No puedo concluir este prólogo sin contar lo anecdótico. Tres anécdotas siempre tengo presentes; la primera es que siendo profesor de una academia preuniversitaria en Chosica, tuve entre mis alumnos al hijo del poeta Víctor Mazzi, buena razón para que cada fin de semana recalara en la casa del poeta para enfrascarnos en amenas charlas literarias, sobre todo de poesía; cómo se le encendían los ojos cuando le citaba lis versos de “Canto Coral” de Romualdo. Todavía guardo la antología de poesía revolucionaria que me obsequio con una sobria dedicatoria. Prometió hacerme un comentario a los Resúmenes de Obras Famosas, lo cual cumplió después de muchísimos años. La segunda está relacionada con Luis Alberto Sánchez, quien me indicó que no valía la pena incluir a Narciso Aréstegui en estas antologías; cuando le manifesté que haciendo un balance sobre el juicio que él me había hecho sobre el escritor cusqueño en su literatura peruana, Aréstegui salía ganando con creces, me contesto muy serio y cambiando de tema: “Así…pues, entonces inclúyalo”; también Luis Alberto tuvo un gesto conmigo que me gratifico muchísimo. Dedico su espacio diario de Radioprogramas del Perú para hablar elogiosamente de los resúmenes de obras famosas.” He llegado a más de un millón de personas”, me dijo. El tercero de ellos y quizá el más curioso tuvo como protagonista a Julio Ramón Ribeyro, quien, a manera de ameno reproche, me dijo que por qué había incluido “La botella de chicha” si era un cuento malísimo. Le di a entender que a mí me gustaba y que consideraba que aquella era una buena razón para figurar en la selección que había hecho, pero que estaba dispuesto a eliminarlo si él hacía lo mismo desterrándolo para siempre de su obra. Ribeyro quedo desconcertado. Una risotada de César Calvo alivio en algo la tensión. Ya a solas con César, le dije que después de lo sucedido no creía que Julio Ramón emitiera juicio alguno sobre los Resúmenes de obras famosas. Calvo, con el rostro serio y el ceño fruncido, me miró fijamente y me lanzo una de sus típicas ocurrencias: “No te preocupes, flaco, si Ribeyro firma hasta lo que escribe”. A los pocos días me llamo el hermano de Julio Ramón diciéndome que éste quería verme. Ya en su departamento barranquino, mirando las tranquilas aguas del Pacifico, me leyó esas pocas líneas imborrables para mí que en este libro he transcrito fielmente. Lo que más me emocionó es que me llamara poeta. ¡Qué laudable generosidad! El lama había descendido desde su Himalaya.

Guillermo Delgado.
Mayo 13 de 2003.

viernes, 15 de febrero de 2013

VOLUMEN XIII

1era Edición



ÍNDICE

·         LA INVENSIÓN DE MOREL (Adolfo Bioy Casares)
·         LOS RÍOS PROFUNDO (José María Arguedas)
·         NOCHE DE REYES (William Shakespeare)






LA INVENSIÓN DE MOREL


Obra del escritor argentino Adolfo Bioy Casares nacido el 15 de setiembre de 1914 y fallecido en la misma ciudad en 1999.

Bioy Casares ha escrito varios de los libros clásicos de la literatura fantástica latinoamericana. Entre ellos la invención de Morel (1940). Su libro más celebrado, elaborado en la tradición de la isla del Dr. Moreau (1896) de H.G. Wells. Sin embargo uno de sus trabajos tardíos, Dormir al sol (1973), extrañamente desatendido por la crítica, es el que ha ido más allá de la habitual calificación de “fantástica” que se otorga a su obra completa, pues añade a lo sobrenatural una historia de amor –de estilo surrealista, si cabe añadir- pero no solo hay irrealidad y exploración del amor, sino también una parodia en la tradición del humor negro anglosajón.
Por otro lado, el recurso de lo fantástico no se embrolla en sí mismo sino que reposa sobre una escritura sobria, extraída de un contacto del escritor con su realidad urbana. No escribe a partir de una mitología fantástica pura, sino que echa mano de su propia tradición urbana y la acondiciona en la clave de lo irreal.

Si bien la obra de Bioy Casares sigue un camino diferente.

Comparte con los autores del boom no solo las marcas naturales de su época sino la predisposición por la clave fantástica. A diferencia de Bioy en cuya narrativa se mantienen puros los códigos originarios de la literatura fantástica, entre los escritores del boom toma forma más bien, una tendencia que cuestiona la ortodoxia de la literatura fantástica: lo real maravilloso, estilo particular de narrativa en donde si bien está presente el código fantástico, este se pone al servicio de temas políticos e históricos, verdadero centro de intereses nativo de este movimiento. Allí radica la diferencia entre ellos y Bioy, un escritor purista, huidizo de la cuestión histórica. En el mundo de lo real maravilloso –donde destaca Cien años de Soledad de García Márquez; El signo de las luces de Carpentier, La Guerra del fin del Mundo de Vargas Llosa, entre muchos otros- lo característico es la reflexión sobre la historia latinoamericana.

Pero no todos los autores del boom promovieron lo real maravilloso, strictu sensu. Cortázar, por ejemplo, desarrolló una narrativa que pasaba sin contratiempo , por variedad de códigos –fantástico, político, experimental, lúdico-, carente de detalles históricos en sus temas, o manieristas en su estilo, tan usuales en el boom Bioy comparte con Cortázar la inclinación por lo fantástico, pero su enfoque apolítico y su desintereses experimental lo alejan del escritor de rayuela. Ideológicamente, permaneció más cerca de escritores vinculados a la revista Sur:

Las hermanas Victoria y Silvina Ocampo, o Borges.      

Veamos el contenido de la obra:

Siguiendo un consejo que le da en Calcuta Dalmacio Ombrellieri, italiano, comerciante en alfombras, un hombre a quien persigue la justicia huye en una barca a una isla desierta, probablemente a la de Willings, del archipiélago de las Ellice, y comienza una vida de robinsonismo. Pero en esa isla hubo gente, porque existen en ella algunas construcciones modernas más o menos ruidosas. Debieron ser edificadas por individuos blancos hacia 1924, y son una capilla, un “museo” y una pileta de natación. En esa última como no excede del nivel del suelo, abundan las víboras, sapos, escuerzos e insectos acuáticos.

Respecto al museo (así llamado arbitrariamente por Ombrellieri, que conoce la isla), que podría ser muy bien un gran hotel o un sanatorio, estaba bien construido y conservaba bastantes muebles y una biblioteca. Un día, el solitario de la isla advierte la presencia de gente. Procura ocultarse, vive como puede en la parte más inhóspita de aquella tierra, desde donde contempla de cuando en cuando a los nuevos pobladores, que se han instalado en el museo y van y vienen y hasta bailan entre pajonales ricos en víboras, al son del pasodoble Valencia o de Té para dos, músicas que lanza a los aires un poderoso fonógrafo.

Los intrusos le inspiran temor. No olvidan la posibilidad de que le encuentre la Policía. La naturaleza en el sitio en que él está es terrible, suelo pantanoso que inundan las mareas, cuyo asalta estuvo más de una vez a punto de ahogarlo. El robinsonismo, de este personaje, se ejercita con dificultades crecientes desde que llegaron aquellos invasores. ¿Cómo presentarse ante ellos cubierto de andrajos, hambriento, pues las provisiones que encontró en la despensa del museo se han acabado y se alimenta con algo de caza y vegetales selváticos, casi siempre alucinado bajo el sol del trópico?

Lo más inesperado en tal situación, el amor, surge de repente. Una mujer va todas las tardes a la puesta del sol, a sentarse solitaria sobre una roca, para contemplar extática el mar. Él la observa, sin ser visto, día tras día. Es una mujer joven, morena con aire de cíngara, que lleva un pañuelo de colores a la cabeza.

El solitario no se decide a hablarle, después de algunas tentativas después de algunas tentativas frustradas. Por el amor de ella hace versos y recoge flores. La mujer silenciosa se llama Faustine, lo ve y no hace gran caso del aparecido, que sigue escondiéndose, y así la espía, viendo como algunas tardes se encuentra en las rocas con un hombre alto, barbudo, desgarbado, deportista, que se llama Morel. Faustine y Morel hablan en francés.

Los intrusos de la isla vivían en el museo. Llega más gente, que allí, en el propio edificio, son vigilados y oídos por aquella especie de fantasma desharrapado, febril y temeroso, que es el enamorado de Faustine. Esas personas conversan, proyectan mejoras y construcciones para la isla: una cancha de pelota, un campo de tenis; otras veces el tema de las conversaciones, generalmente lánguidas, era un viaje, una fiesta, un régimen alimenticio. Además de Morel y Faustine, vivían en el amplio edificio una muchacha rubia, Dora, muy risueña; un joven, Alec, de aire oriental y ojos verdes; otro joven, moreno, de ojos brillantes y abundante cabellera, y una mujer, Irene, alta, flaca, de brazos muy largos y “expresión de asco”.

El robinson lleva una vida fantástica en aquella casa, sin que nadie lo vea, delirando siempre, en esa zona de inverosimilitud que gusta de cultivar el novelista. Las escenas de puro y caprichoso imaginismo se suceden. Hay un capitulo en que nuestro hombre, recuerda su vida en la época de la infancia, de la que fija el dato de sus tardes en el Paseo del Paraíso de una ciudad que no cita; luego, de un salto, los días anteriores a su detención, su proceso, su fuga y los meses que llevaba en la isla.

El grupo de los habitantes del museo aumenta; comparecen otros personajes que llegan en un barco cuyo capitán se entrevista con Morel. Se organizan bailes, baños en la piscina, reuniones en el hall de la residencia. 

El novelista moviliza, por fin a su héroe para que de una manera coherente nos diga en que consiste la invención de Morel. Este sabio, físico e investigador, se lo explica una noche a sus amigos. Consiste en un sistema de aparatos que, reproduciendo con exactitud acciones y figuras, y de estas lo que en realidad las constituye para la sensibilidad de los demás, movimientos, voz, forma, color, olor, etc., suplanta con una versión artificial de la vida, a la vida misma, que de este modo dejaría de ser artificial. Morel perseguía la obtención de estas versiones o recreaciones, incluso de seres que ya no existían, porque “en una parte o en otra estarán, sin duda, la imagen, el contacto, la voz de los que ya no viven, ya que nada se pierde”. Resalta que Morel había elegido esta isla para sus experimentos por las excelentes condiciones naturales que le ofrecía bajo diferentes aspectos.

La imaginación morbosa del ex solitario de la isla Willings encuentra entonces infinitos motivos para fantasear a base de las inauditas consecuencias que podría reportar a la humanidad el invento de Morel. Porque si los ensayos del sabio tienen éxito y los cálculos de sus papeles son ciertos, Morel ha descubierto, nada menos, que el secreto de la inmortalidad. En las imágenes de los seres que fueron ayer y los que hoy desaparecen-Faustine podría reaparecer en imagen rediviva aunque se la matase…-y aun en los vivientes el cuerpo y el alma podrían perpetuarse.

El hombre de la isla de Willings delira, viéndose en compañía de Faustine en función de la imagen perpetuadora. Por ello, suplica (y así termina la novela de Bioy Casares) a quien, con arreglo a los estudios de Morel, produzca la integración de lo disperso que los busque a Faustine y a él. Él estará en la conciencia de su amada.

Gran amigo de Jorge Luis Borges, hizo este último el prólogo a esta novela, leamos a Borges:

“Stevenson, hacia 1882, anotó que los lectores británicos desdeñaban un poco las peripecias y opinaban que era muy hábil redactar una novela sin argumento, o de argumento infinitesimal, atrofiado José Ortega y Gasset –La deshumanización del arte, 1925- trata de razonar el desdén anotado por Stevenson y estatuye, en la página 96, que “es muy difícil que hoy quepa inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad superior”, y en la 97, que esa invención “es prácticamente imposible”. En otras páginas, en casi todas las otras páginas, aboga por la novela “psicológica” y opina que el placer de las aventuras es inexistente o pueril. Tal es, sin duda el común parecer de 1882, de 1925 y aun de 1940. Algunos escritores (entre los que me place contar a Adolfo Bioy Casares) creen razonable disentir. Resumiré, aquí, los motivos de ese disentimiento.

El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica, “psicológica”, propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad… Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela “psicológica” quiere ser también novela “realista”: prefiere que olvidemos su carecer de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones a las que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y como una transcripción de la realidad; es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del Quijote, le impone un riguroso argumento.

He alegado un motivo de orden intelectual; hay cosas de carácter empírico. Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si alguna primacía tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas. Stevenson es más apasionado, más diverso, más lúcido, quizás más digno de nuestra absoluta amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son inferiores. De Quincey, en noches de minucioso temor, se hundió en el corazón de laberintos, pero no amonedo su impresión de unuterrable and self-repeating infinities en fábulas comparables a las de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que la “psicología” de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos. A Shakespeare, a Cervantes, les agrada la antinómica idea de una muchacha que, sin disminución de hermosura, logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros. Me creo libre de toda superstición de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o deferirá de mañana; pero ninguna otra época posee novelas de tan admirable argumento como The Turno of the Screw,  como Der Prozess, como Le Voyageur sur la Terre, como esta que ha logrado en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares.

Las ficciones de índole policial –otro género típico de este siglo que no puede inventar argumentos- refieren hechos misteriosos que luego justifica e ilustra un hacho razonable; Adolfo Bioy Casares, en estas páginas, resuelve con facilidad un problema acaso más difícil. Despliega una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no sobrenatural. El temor de incurrir en prematuras o parciales revelaciones me prohíbe el examen del argumento y de las muchas delicadas sabidurías de la ejecución. Básteme declarar que Bioy renueva literariamente un concepto que San Agustín y Orígenes refutaron, que Louis Auguste Blanqui razonó y que dijo con música memorable Dante Gabriel Rossetti:

I have been here before,
But when or how I cannot tel:
I know the grass beyond the door,
The sweet keen smell,
The sighing sound, the lights around
The shore…

(He estado aquí antes,
pero cuándo o cómo no puedo precisarlo:
conozco el césped detrás de la puerta,
el olor agudo y dulce,
el sonido de un suspiro, las luces alrededor
de la orilla ...)

En español, son infrecuentes y aun rarísimas las obras de imaginación razonada. Los clásicos ejercieron la alegoría, las exageraciones de la sátira y, alguna vez, la mera incoherencia verbal; de fechas recientes no recuerdo sino algún cuento de Las fuerzas extrañas y alguno de Santiago Dabove: olvidado con injusticia. La invención de Morel (cuyo título alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo.


He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”.





LOS RÍOS PROFUNDOS


Publicada en 1961, “Los ríos profundos” es considerada por la crítica como una de las mejores obras de José María Arguedas. El protagonista central de la novela es el niño Ernesto, quien ya había sido protagonista en otro relato de Arguedas (“Agua”). Ernesto, el niño narrador llega en compañía de su padre a la ciudad del Cusco.

Allí llegarán de noche, y de inmediato Ernesto se ve sorprendido por el alumbrado eléctrico, por la belleza de sus iglesias y por la majestuosidad de sus calles. Ahí, padre e hijo entran en contacto con el viejo, hombre de avanzada edad, quien infundía respeto, a pesar de su anticuada y sucia apariencia. Todas las personas importantes lo saludaban con suma seriedad. Pero el padre de Ernesto lo odiaba por la manera déspota y cruel con que trataba a sus indios. Ernesto salió de su casa acompañando a su padre creyendo que viajarían a Abancay, pero después descubriría que su destino seria el Cusco, ciudad imperial que los deja atónito.

Su padre era pariente del Viejo, pero eso no era obstáculo para que deseara para él el infierno. El padre había trabajado para el Viejo como escribiente en las haciendas que este poseía, de ahí que lo conocía muy bien. Apenas llegaron, el padre le enseña al hijo los numerosos palacios y los restos arqueológicos del Imperio Incaico. El Amaru Cancha, palacio de Huayna Cápac le agradó a Ernesto, a pesar que para él no era más que una ruina que se iba desmoronándose por la cima. El padre le cuenta todo lo que sabe de esos monumentos arquitectónicos que tantas veces él había recorrido en sus viajes anteriores. Todo esto hace que Ernesto se identifique con la cultura andina. Los maltratos que el Viejo infringe a sus indios, le hacen recordar a Ernesto los que él ha visto, pues ha pasado su niñez entre personas que maltrataban a los indígenas.


“Mi padre no pudo encontrar nunca dónde fijar su resistencia, fue un abogado de provincias, inestable y errante. Con él conocí más de doscientos pueblos. Temía a los valles cálidos y sólo pasaba por ellos como viajero; se quedaba a vivir algún tiempo en los pueblos de clima templado. Pampas, Huaytará, Coracora, Puquio, Andahuaylas, Yauyos, Cangallo… Siempre junto a un rio pequeño, sin bosque, con grandes piedras lúcidas y peces menudos. El arrayán, los lambras, el sauce, el eucalipto, el capulí, la tara, son árboles de madera limpia cuyas ramas y hojas se recortan libremente. El hombre los contempla desde lejos y quien busca sombra se acerca a ellos y reposa bajo un árbol que canta solo, con una voz profunda, en que los cielos, el agua y la tierra se confunden.

Las grandes piedras detienen el agua de esos ríos pequeños; y forman los remansos, las cascadas, los remolinos, los vados. Los puentes de madera o los puentes colgantes y las oroyas, se apoyan en ellas. En el sol, brillan. Es difícil escalarlas porque casi siempre son compactas y pulidas. Pero desde esas piedras se ve como se remonta el rió, cómo aparece en los recodos, cómo en sus aguas se refleja la montaña. Los hombres nadan para alcanzar las grandes piedras, cortando el río llegan a ellas y duermen allí. Porque de ningún otro sitio se oye mejor el sonido del agua. En los ríos anchos y grandes no todos llegan hasta las piedras. Sólo los nadadores, los audaces, los héroes; los demás, los humildes y los niños se quedan; miran desde la orilla, cómo los fuertes nadan en la corriente, donde el río es hondo, cómo llegan hasta las piedras solitarias, cómo las escalan, con cuánto trabajo, y luego se yerguen para contemplar la quebrada, para aspirar la luz del río, el poder con que marcha y se interna en las regiones desconocidas.

Pero mi padre decidía irse de un pueblo a otro, cuando las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duermen los pájaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria.

A mi padre le gustaba oír huaynos; no sabía cantar, bailaba mal, pero recordaba a qué pueblo, a qué comunidad, a qué valle pertenecía tal o cual canto. A los pocos días de haber llegado a un pueblo averiguaba quien era el mejor arpista, el mejor tocador de charango, de violín y de guitarra. Los llamaba, y pasaban en la casa toda una noche. En esos pueblos sólo los indios tocan arpa y violín. Las casas que alquilaba mi padre eran las más baratas de los barrios centrales. El piso era de tierra y las paredes de adobe desnudo o enlucido con barro. Una lámpara de kerosene nos alumbraba. Las habitaciones eran grandes; los músicos tocaban en una esquina. Los arpistas indios tocan con los ojos cerrados. La voz del arpa parecía brotar de la oscuridad que hay dentro de la caja; y el charango formaba un torbellino que grababa en la memoria la letra y la música de los cantos.

En los pueblos, a cierta hora, las aves se dirigen visiblemente a lugares ya conocidos. A los pedregales, a las huertas, a los arbustos que crecen en la orilla de las aguadas. Y según el tiempo, su vuelo es distinto. La gente del lugar no observa estos detalles, pero los viajeros, la gente que he de irse, no los olvida. Las tuyas prefieren los árboles altos, los jilgueros duermen o descansan en los arbustos amarillos; el chihuaco canta en los árboles de hojas oscuras: el sauco, el eucalipto, el lambras, no va a los sauces. Las tórtolas vuelan a las paredes viejas y horadadas; las torcazas buscan las quebradas, los pequeños bosques de apariencia lejana; prefieren que se les oiga a cierta distancia. El gorrión es el único que está en todos los pueblos y en todas partes. El viuda-pisk´o salta sobre las grandes matas de espino, abre las alas negras, las sacude, y luego grita. Los loros grandes son viajeros. Los loros pequeños prefieren los cactos, los árboles de espino. Cuando empieza a oscurecer se reparten todas esas aves en el cielo; según los pueblos toman diferentes direcciones, y sus viajes los recuerda quien las ha visto, sus trayectos no se confunden en la memoria.”

(“Obras completas”, José María Arguedas: Editorial Horizonte-1983- tomo III; págs.: 27-28)


Incansable viajero como es, después de ver al Viejo, el padre se ve en la obligación de dejar al hijo en un colegio internado de Abancay. De esta manera Ernesto, sacado de su medio (el ayllu indio donde había transcurrido su infancia), se ve ahora preso en un ambiente hostil. Antes de ser internado en aquel colegio, Ernesto junto a su padre recorre varios pueblos: Yauyos, Cusi, Huancapi, Cangallo, Huamanga y otros. En muchos de esos pueblitos escucha con gran regocijo los hyaynos que los indios cantan. Para él fue el viaje más largo y extraño que había realizado nunca. Tres departamentos tuvieron que atravesar para llegar a su destino. Gran parte del viaje, el padre de Ernesto se decidió a despotricar del Viejo. “Es siempre el mismo hombre maldito, le dijo”. Después de varios años de haber viajado juntos, Ernesto y su padre tuvieron que separarse. El niño se queda en aquel colegio sin saber que en los futuros meses vivirá en un ambiente de represión sexual y culpa, su único refugio lo constituirán sus recuerdos de la vida indígena en el ayllu, la magia de esa naturaleza que lo rodea ahora, sus creencias, su música y sus valores. En aquel lugar, Ernesto conoce a personajes de distintas razas y de clases sociales diferentes. Ahí aparecerá la figura de Lleras, no sólo campeón de garrocha, de carreras de velocidad y back insustituible del equipo de fútbol, sino también un matón que agrede constantemente a sus compañeros; el Añuco, un chileno artero y temible que era el único interno descendiente de una familia de terratenientes. De él se decía que su abuelo había sido un gran hacendado, vicioso, jugador y galante. Lleras y el Añuco hacían buena pareja, y el primero era como un protector para el chileno. Un elemento de repulsión y enajenación de Ernesto en Abancay es, sin lugar a dudas, la absurda violación a la cual Opa, una desquiciada blanca es sometida constantemente por los estudiantes del colegio. La muchacha, llamada Marcelina, constituye un símbolo sexual y uno de los meollos de ese infierno de violencia que es el internado.


“En las noches, algunos internos tocaban la armónica en los corredores del primer patio; otros preferían esconderse en el patio tercero, para fumar y contar historias de mujeres. El primer pato era empedrado. A la derecha del portón de entrada estaba el edificio; a la izquierda sólo había una alta pared desnuda y húmeda. Junto a esa pared había un gran caño de agua con un depósito cuadrangular de cal y canto, muy pequeño. Viejos pilares de madera sostenían el corredor del segundo piso y orillaban el patio. Tres focos débiles alumbraban el corredor bajo; el pato quedaba casi en la sombra. A esa hora, algunos sapos llegaban hasta la pila y se bañaban en la pequeña fuente o croaban flotando en las orillas. Durante el día se escondían en las yerbas que crecían junto al chorro.

Muchas veces, tres o cuatro alumnos tocaban huaynos en competencia. Se reunía un buen público de internos para escucharlos y hacer de juez. En cierta ocasión cada competidor tocó más de cincuenta huaynos. A estos tocadores de armónica les gustaba que yo cantara. Unos repetían la melodía; los otros “el acompañamiento”, en las notas más graves; balanceaban el cuerpo, se agachaban y levantaban con gran entusiasmo, marcando el compás. Pero nadie tocaba mejor que Romero, el alto y aindiado rondinista de Andahuaylas.

El patio interior de recreo era de tierra. Un pasadizo largo y sin pavimento comunicaba el primer patio con este campo. A la derecha del pasadizo estaba el comedor, cerca del primer patio; al fondo, a un extremo del campo de juego, tras una pared vieja de madera, varios cajones huecos clavados sobre un canal de agua, servían de excusados. El canal salía de un pequeño estanque.

Durante el día más de cien alumnos jugaban en ese pequeño campo polvoriento. Algunos de los juegos eran brutales; los elegían los grandes y los fuertes para golpearse, o para ensangrentar y hacer llorar a los pequeños y a los débiles. Sin embargo, muchos de los alumnos pequeños y débiles preferían, extrañamente, esos rudos juegos; aunque durante varios días se quejaban y caminaban cojeando, pálidos y humillados.

Durante las noches, el campo de juego quedaba en la oscuridad. El último foco de luz era el que alumbraba la pared del comedor, a diez metros del campo.

Ciertas noches iba a ese patio, caminando despacio, una mujer demente, que servía de ayudante en la cocina. Había sido recogida en un pueblo próximo por uno de los Padres.

No era india; tenía los cabellos claros y su rostro era blanco, aunque estaba cubierto de inmundicia. Era baja y gorda. Algunas mañanas la encontraron saliendo de la alcoba del Padre que la trajo al Colegio. De noche, cuando iba al campo de recreo, caminaba rozando las paredes silenciosamente. La descubrían ya muy cerca de la pared de madera de los excusados, o cuando empujaba una de las puertas. Causaba desconcierto y terror. Los alumnos grandes se golpeaban para llegar primero junto a ella, o hacían guardia cerca de los excusados, formando una corta fila. Los menores y los pequeños nos quedábamos detenidos junto a las paredes más próximas, temblando de ansiedad, sin decirnos una palabra, mirando el tumulto o la rígida espera de los que estaban en fila. Al poco rato, mientras aún esperaban algunos, o seguían golpeándose en el suelo, la mujer salía a la carrera, y se iba. Pero casi siempre alguno la alcanzaba todavía en el camino y pretendía derribarla. Cuando desaparecía en el callejón, seguía el tumulto, las increpaciones, los insultos y los pugilatos entre los internos mayores.

Jamás peleaban con mayor encarnizamiento; llegaban a patear a sus compinches cuando habían caído al suelo; les clavaban el taco del zapato en la cabeza, en las partes más dolorosas. Los menores no nos acercábamos mucho a ellos. Oíamos los asquerosos juramentos de los mayores; veíamos cómo se perseguían en la oscuridad, cómo huían algunos de los contendores, mientras el vencedor los amenazaba y ordenaba a gritos que en la próxima noches ocuparan un lugar en el rincón de los pequeños. La lucha no cesaba hasta que tocaban la campana que anunciaba la hora de ir a los dormitorios; o cuando alguno de los Padres llamaba a voces desde la puerta del comedor, porque había escuchado los insultos y el vocerío.

En las noches de luna la demente no iba al campo de juego.

El Añuco y Lleras miraban con inmenso desprecio a los contusos de las peleas nocturnas. Algunas noches contemplaban los pugilatos desde la esquina del pasadizo. Llegaban cuando la lucha había empezado, o cuando la violencia de los jóvenes cedía, y por la propia desesperación organizaban una fila.
 -¡A ver, criaturas! ¡A la fila! ¡A la fila!- gritaba el Añuco, mientras Lleras reía a carcajadas. Se refería a nosotros, a los menores, que nos alejábamos a los rincones del patio. Los grandes permanecían callados en su formación, o se lanzaban en tumulto contra Lleras; él corría hacia el comedor, y el grupo de sus perseguidores se detenía.

Un abismo de odio separaba a Lleras y Añuco de los internos mayores. Pero no se atrevían a luchar con el campeón.

Hasta que cierta noche ocurrió algo que precipitó aún más el odio a Lleras. El interno más humilde y uno de los más pequeños era Palacios. Había venido de una aldea de la cordillera. Leía penosamente y no entendía bien el castellano. Era el único alumno del Colegio que procedía de un ayllu de indios. Su humildad se debía a su origen y a su torpeza. Varios alumnos pretendíamos ayudarle a estudiar, inútilmente; no lograba comprender y permanecía extraño, irremediablemente alejado del ambiente del Colegio, de cuanto explicaban los profesores y del contenido de los libros. Estaba condenado a la tortura del internado y de las clases. Sin embargo, su padre insistía en mantenerlo en el Colegio, con tenacidad invencible. Era un hombre alto, vestido con traje de mestizo usaba corbata y polainas. Visitaba a su hijo todos los meses. Se quedaba con él en la sala de recibo, y le oíamos vociferar encolerizado. Hablaba en castellano, pero cuando se irritaba, perdía la serenidad e insultaba en quechua a su hijo. Palacitos se quejaba, imploraba a su padre que lo sacara del internado.

-¡Llévame al Centro Fiscal, papacito!- le pedía en quechua.

-¡No! ¡En Colegio!- insistía enérgicamente el cholo.

Y luego se iba. Dejaba valiosos obsequios para el Director y para los otros frailes. Traía cuatro o cinco carneros degollados y varias cargas de maíz y de papas.

El director llamaba a Palacitos luego de cada visita del padre. Tras una larga platica, Palacitos salía aún más lloroso que del encuentro con su padre, más humilde y acobardado, buscando un sitio tranquilo donde llorar. A veces la cocinera podía hacerlo entrar en su habitación, cuidando de que los Padres no lo vieran. Nosotros le disculpábamos ante el profesor, y Palacitos pasaba la tarde hasta la hora de la comida, en un extremo de la cocina, cubierto con algunas frazadas sucias. Sólo entonces se calmaba mucho. Salía de la cocina con los ojos un poco hinchados, pero con la mirada despejada y casi brillante. Conversaba algo con nosotros y jugaba. La demente lo miraba con cierta familiaridad, cuando pasaba por la puerta del comedor.

Lleras y Añuco se cansaron de molestar a Palacitos. No era rebelde, no podía interesarles. Al cabo de un tiempo, el Añuco le dio un puntapié y no volvió a fijarse en él.

Pero una noche, la demente fue al patio de recreo en forma inusitada; debió de caminar con gran sigilo, porque nadie la descubrió. De pronto oímos la voz de Palacitos que se quejaba.

-¡No! ¡No puedo! ¡No puedo, hermanito!

Lleras había desnudado a la demente, levantándole el traje hasta el cuello, y exigía que el humilde Palacitos se echara sobre ella. La demente quería, y mugía, llamando con ambas manos al muchacho.

Se formó un tropel. Corrimos todos. La oscuridad no era tan grande. Era una noche sin nubes y muy estrellada. Vimos a Palacitos cerca de la puerta, dentro de la pared de madera; en el suelo se veía también el cuerpo de la demente. Lleras estaba frente a la puerta.

-¿Qué quieren, perros?- habló a gritos-. ¡Fuera, fuera! ¡Aquí está el doctor Palacios, el doctor Palacios!

Iba a reírse, pero saltamos sobre él. Y entonces llamó con voz desesperada.
-¡Auxilio, Padres, auxilio!

La demente pudo escapar. No se dirigió al callejón, astutamente, corrió hacia el otro extremo del campo. Dos Padres vinieron al patio.

-Me han querido huayquear, Padre- se quejó Lleras.

Los demás no pudieron decir nada.

-¿Por qué?- preguntó uno de los Padres.

-Ustedes saben, Padre, que es un matón, un abusivo- contestó Romero, el mayor de todos.

-¿Qué he hecho? ¡Digan qué he hecho!- preguntó cínicamente Lleras.

-Ha querido abusar de Palacios, como un demonio, suciamente…

-¿Suciamente? ¿Qué es eso?- preguntó uno de los Padres, con aparente ira.
-Pretextos, Padrecito- contestó el Añuco-. Le tienen envidia por sus campeonatos.

-¡Estupideces de malcriados! ¡A dormir! ¡Largo de aquí todos!- ordenó el Padre.

Lleras corrió primero. Todos fuimos tras él.

Ya en el dormitorio, Romero desafío a Lleras.

-Mañana en la noche- dijo Lleras.

-¡Ahora mismo!- pido Romero.

-¡Ahora mismo!- clamamos todos.

Pero el Director empezó a caminar frente al dormitorio.

Palacios no se atrevía a mirar a nadie. Se acostó vestido y se cubrió la cabeza con las mantas.

El Añuco miró a Romero antes de entrar en su cama, y le dijo:

-¡Pobrecito, pobrecito!

Romero estaba decidido y no contestó al Añuco; no se volvió siquiera hacia él. Luego el Padre Director apagó las luces. Y nadie más volvió a hablar.

A pesar de nuestra gran ansiedad el desafío no pudo realizarse. El Director prohibió que durante la semana fuéramos al patio interior.

Lleras y su amigo fumaban en los sitios ocultos del corredor, o se paseaban abrazados. Nadie se acercaba a ellos. El Añuco corría a la fuente, cuando oía croar a los sapos, y lanzaba pequeñas piedras al depósito de agua, o daba golpes en los bordes del estanque, con un palo largo de leña. “¡Malditos, malditos!”, exclamaba; y golpeaba ferozmente. “Va uno, Lleras. Le rompí el cuerpo”, decía jubilosamente. Y venia al pie del foco para ver si el palo tenía sangre.

Pasaron los días y Romero perdió su coraje. Dejó de hablar sobre sus planes para derrotar a Lleras, del método que iba a emplear para fundirlo y humillarlo. “Llegó por fin la hora”, nos había prometido: “Le romperé la nariz. Han de ver chorreando sangre a ese maldito”. Y podía haberlo conseguido. Romero era delgado, pero ágil y fuerte; sus piernas tenían una musculatura poderosa; jugaba de centro half en el equipo del Colegio; chocaba con adversarios más altos y gruesos y los derribaba; o saltaba como un mono esquivando diestramente a grupos de jugadores. Teníamos una gran fe en él. Sin embargo, fue callando día a día. Y nadie quiso obligarlo. Lleras era mañoso, experimentado y feroz. “Si se ve perdido puede clavarle un cuchillo a Romero”, dijo uno de los internos.

Pero Lleras tampoco recordó el compromiso. El domingo siguiente salieron primero él y su amigo. No los vimos en el pueblo ni en el campo de futbol. 

No vinieron a almorzar al Colegio. Dijeron después que habían ido a escalar montes y que consiguieron llegar hasta las primeras nieves del Ampay.

Palacios huía de Lleras y Añuco. Se protegía caminando siempre con nosotros; sentándose a nuestro lado. Su terror hizo que confiara algo más en sus compañeros de clase.

-Si lo viera en mi pueblo, con mi padre lo haría matar- me dijo en aquellos días en que esperábamos la pelea. Temblaba un poco mientras hablaba. Y por primera vez vi que una gran resolución endureció su mirada y dio a su rostro una expresión resplandeciente. Sus mejillas enrojecieron.

Su padre vino a visitarlo cuando el desafío se había frustrado. Poco después de la visita me llamó a nuestro salón de clase. Junto a la mesa del profesor me habló en voz muy baja.

-Oye, hermanito, dale esto a Romero. Mi padre me lo ha regalado porque le he ofrecido pasar de año.

Y puso en mis manos una libra de oro brillante, que parecía recién acuñada.

-¿Y si no quiere?

-Ruégale. Nadie sabrá. Si no quiere, dile que me escaparé del Colegio.

Fui donde Romero. Lo llevé al internado. Era cerca de las seis de la tarde y todos los alumnos estaban en los patios. Le entregué la libra. Primero enrojeció, como ante un gran insulto, luego me dijo: “No; yo no puedo aceptar; soy un perro”. “Tú ya has humillado a Lleras- le contesté en voz alta- ¿No lo ves? Hace muchos días que no impera como antes, que no abofetea a los chicos. Grita, resondra y amenaza, pero no tiene el valor para tocarnos. Mejor que no peleaste. Le has puesto un bozal sin haberle derrotado”. Y como siguió dudando y no levantaba los ojos, yo continué hablándole. Me aturdía verle con la mirada baja, siendo tan mayor y llevándome tantos grados de estudio. “¿No ves cómo Palacitos ha cambiado?- le dije-. Tú tendrás la culpa si huye del Colegio”. Recibió la moneda. Y se decidió a mirarme. “Pero no la voy a gastar- dijo-. La guardare para recuerdo.” Luego pudo sonreír.

Y Palacios llegó a ser un buen amigo de Romero. No de pronto, sino lentamente. Este hecho, por sí mismo, se convirtió en una especie de advertencia a Lleras. Creo que desde entonces Lleras decidió fugar del Colegio, aun teniendo en cuenta que debería abandonar a Añuco, dejándolo tan inerme, tan bruscamente hundido.

La demente no volvió a ir al patio oscuro, varias semanas.

Muchos internos se impacientaron. Uno de ellos, que era muy cobarde, a pesar de su corpulencia, llegó a maldecir. Le llamaban Peluca, porque su padre era barbero. Peluca se escondía en los excusados y aun bajo los catres, cuando alguno de los Padres llevaba al patio de juego los guantes de box. Tenía una constante expresión lacrimosa, semejante a la de los niños que contienen el llanto.

-Peluca, no llores. No seas así- le decían sus compañeros de clase y los internos. Él enrojecía de ira; rompía sus cuadernos y libros. Y cuando lo exasperaban, llamándole en coro, llegaba a derramar lágrimas.

-Peluquita, no seas triste.

-Peluquita, traeré a mi abuela para que te consuele.

-¡Agú, Peluquita!- le decían.

Debía tener 19 ó 20 años. Su cuello era ancho, su nuca fuerte, como la de un toro; sus manos eran grandes. Tenía piernas musculosas; durante las vacaciones trabajaba en el campo. Al principio creyeron que podría boxear. Contaban los alumnos que temblaba mientras le aseguraban los guantes; que su rival, a pesar de todo, lo miraba con desconfianza. Pero cuando recibió el primer golpe en la cara, Peluca se volvió de espaldas, se encogió y no quiso seguir luchando. Lo insultaron; los propios Padres le exigieron, lo avergonzaron, con las palabras más hirientes; todo fue inútil, se negó a dar la cara a su contendor. El Padre Cárpena, que era aficionado al deporte, no pudo contenerse, le dio un puntapié y lo derribó de bruces.

Sin embargo, en el patio interior, cuando veía llegar a la demente, el Peluca se transfiguraba. Aprovechaba el desconcierto del primer instante para que no le rezagaran. Decían que entonces se portaba con una astucia que enloquecía a los demás. Y luego huía al patio de honor, cerca de los Padres. Muchas veces, ciegos de ira, lo otros internos pretendían separarlo de la demente, con terribles golpes; pero decían que la demente lo abrazaba con invencible fuerza. Y Peluca salía de los excusados entre una lluvia de puntapiés. Muy raras veces lo dejaban atrás; y en una de aquellas ocasiones rompió la pared de madera de un solo puñetazo.

A la cuarta semana de espera, luego del incidente de Palacitos y la opa, Peluca fue presa de gran impaciencia. No hablaba, caminaba agitadamente; subía y bajaba las escaleras que conducían a los dormitorios. Profería obscenas maldiciones. No oía los insultos y las burlas con que acostumbraban herirlo.

-Oye, Peluca; oye, bestia- le llamaban.

-¡Qué amorcito a la demente!

-¡Se muere, se muere por ella!

-¡Miren cómo llora!

Y reían todos.

Pero a él no le importaba ya; estaba demasiado pendiente de su propia impaciencia.

El aislamiento de sí mismo que el Peluca había logrado alcanzar a causa de la devoradora espera, exasperó a los internos. Y lo atacaron, una noche, en el patio interior.

-Ya no nos oye el Peluca- se quejaron varios.

-Hay que sacudirlo a fondo- recomendó otro.

Entonces era noche de luna. La tierra casi blanca del patio interior y las paredes encaldas iluminaban el campo de juego. El Peluca entró al campo, solo. Los internos formaron una especie de cerco tras él  y los encerraron. El Peluca no lo advirtió; siguió caminando en el patio, y cuando se volvió, porque había llegado junto a los estudiantes que estaban frente a él, vio que lo habían rodeado. Le empezaron a llamar entonces:

-¡Mueres, Peluca!

-¡Por la inmunda chola!

-¡Por la demente!

-¡Asno como tú!

-¡Tan doncella que es!

-¡La doncella! ¡Tráiganle la doncellita al pobrecito! ¡Al peluquita!

Quedó paralizado en el centro del corro. Los internos siguieron gritándole. Luego él se repuso, y acercándose al sitio donde estaban los alumnos más grandes, lanzó un juramento con voz firme y ardiente.

-¡Silencio, k’anras! ¡Silencio!      

Se paró frente a Ismodes y le habló. Ismodes era cerdón y picado de viruela.

-¡Yo te he visto, k’anra!- le dijo-. Te he visto aquí, en el suelo, junto a los cajones, refregándote solo, como un condenado. ¡Casi te saltaban los ojos, chancho!

-Y tú ¡Anticristo!- le dijo a Montesinos-. ¡Tú también, en el mismo sitio! Te refregabas contra la pared, ¡perro!

Y fue señalando a todos y acusándolos del mismo crimen.

A Romero le habló en forma especial.

-Tú, a medianoche, en tu cama; acezando como animal con mal de rabia. ¡Aullando despacito! ¡Sólo el Lleras y yo somos cristianos valientes! ¡Te vas a condenar, k’anra! ¡Todos, todos ustedes van a revolcarse en el infierno!

Nadie lo detuvo. Se fue con la cabeza levantada, rompiendo el corro; orgulloso, como ninguno podía mostrarse.

Los internos se dispersaron, procurando no rozar mucho el suelo, no levantar ningún ruido; como si en el patio durmiera un gran enemigo, un nakak’.

Durante el rosario, después de la comida, lloraron algunos de los pequeños. El Padre Director se sorprendió mucho. Pero se sintió muy satisfecho del sollozo intenso de los alumnos. Por única vez el rosario fue coreado con gran piedad y fervor.

(págs. 50-57)


Ernesto tiene que ser un silenciosos y pasivo espectador de los abusos que ahí se cometen, así como de las injusticias que sufren otros. Sufre su amistad frustrada con Antero, quien está a punto de convertirse en un hacendado opresor; siente en carne propia la humillación diaria del padre Miguel por el único motivo de ser negro, así como se revela al ver la absurda alianza entre el director del colegio, el padre Linares y los militares que llegan con el fin de capturar a su jefa, doña Felipa, y castigar a las indias. Entre tanto, Ernesto se mantiene en contacto con la música de la naturaleza, con los ríos y los cantos de los pájaros; pero también se siente desamparado y solo. Los niños más pequeños encuentran en un juguete, una forma de olvidar el infierno que día y noche se cierne sobre ellos. Es un trompo que instaura un universo de luz y armonía en el colegio. La rebelión de las chicheras, encabezada por doña Felipa, se manifiesta por las calles, reclamando que capturen a los ladrones que les roban. Todos los días las avenidas se ven invadidas por las enfurecidas indias. Ernesto, por el amor maternal que le inspira doña Felipa, se solidariza con la rebelión. El padre Linares, enterado de este gusto, le da una fuerte zurra al muchacho: esto para Ernesto es la prueba más palpante de que el corrompido cura mantiene a su iglesia en contubernio con el feudalismo tradicional. Es por esos días en que una peste de tifus ataca al pueblo y comienza a matar a los pobladores del lugar. Al final, Ernesto abandona con sumo placer aquel nefasto colegio, con el pleno convencimiento de que los indios lograrán vencer a la peste. Al igual que en otras novelas de Arguedas, encontramos dos clases de indios: los k’oñams degenerados y los comuneros inteligentes y fuertes.


El padre entró al dormitorio y nos hizo rezar. Cuando iba a salir y se dirigía a la puerta, le habló el pampachirino.

-Padre- le dijo-, me han avisado que la fiebre está grasando en la otra banda. ¿Usted saber?

-¿Qué?- preguntó el Padre.

-La fiebre, Padre; el tifus. Está grasando en Ninabamba; dicen que está bajando a las otras haciendas. Los colonos ya están comiendo los piojos de los muertos. Así es…

-¡Nada sé, nada sé! Serán las chicheras que inventan historias para asustar a la gente. ¡Silencio! Vuelvan a rezar.

Nos hizo rezar de nuevo. Y su voz cambió. Imploraba con vehemencia. Se dio cuenta y cambió de tono, al sonsonete de costumbre. Pero se santiguó al final, pronunciando las palabras con solemnidad.

-Duerman tranquilos, hijos.

Se despidió y fue a pasos lentos hasta la puerta; apagó la luz.

Creí que los internos, todos, se levantarán de sus camas o se sentarían para seguir preguntando y averiguando sobre la peste. Que se reunirían alrededor de la cama del pampachirino o del Chipro. Los había visto siempre alborotarse fácilmente, exagerar los rumores, contar, inventar, deducir, casi en un estado de competencia. Pero esta vez, se cubrieron la cabeza con las frazadas y se callaron inmediatamente; se aislaron. Quedé solo, como debían estar los demás. Todos habríamos visto a la peste, por lo menos una vez, en nuestros pueblos. Serían los recuerdos que formaron un abismo entre una cama y otra.

“¡Está grasando la fiebre!”. La noticia resonaba en toda la materia de que estoy hecho. Yo había visto morir con la peste, a cientos, en dos pueblos; en Querobamba y Sañayca. En aquellos días sentía terror cuando alguna mosca caminaba sobre mi cuerpo, o cuando caían, colgándose de los techos o de los arbustos, las arañas. Las miraba detenidamente, hasta que me ardían los ojos. Creían en el pueblo que eran la muerte. A las gallinas que cacareaban en el patio o en el corral, las perseguían, lanzándoles trozos de leña, o de pedradas. Las mataban. Sospechaban también que llevaban la muerte adentro, cuando cacareaban así, demostrando júbilo. La voz de las gallinas, imprecisa, ronca, estallaba en el silencio que en todas las casas cuidaban. El viento no debía llegar con violencia, porque en el polvo sabían que venía la muerte. No ponían al sol los carneros degollados, porque en la carne anidaba el chiririnka, una mosca azul oscura que zumba aun en la oscuridad, y que anuncia la muerte; siente al que ha de ser cadáver, horas antes, y ronda cerca. Todo lo que se movía con violencia o repentinamente era terrible. Y como las campanas doblaban día y noche, y los acompañantes de los muertos cantaban en falsete himnos que helaban la medula de nuestros huesos, los días y semanas que duró la peste no hubo vida. El sol parecía en eclipse. Algunos comuneros que conservaban la esperanza, quemaban el pasto y los arbustos en la cima de los cerros. De día, la sombra del humo nos adormecía; en la noche, la luz de los incendios descendía a lo profundo de nuestro corazón. Veíamos con desconcierto que los grandes eucaliptos no cayeran también con la peste, que dentro del barro sobrevivieran retorciéndose las lombrices.

Me encogí en la cama. Si llegaba la peste entraría a los caseríos inmundos de las haciendas y mataría a todos. “¡Que no pase el puente!”- grité.

Se sentaron algunos internos.

-¡Eso es! ¡Que no pase el puente!- dijo el pampachirino.

-Sí. Que se mueran los del otro lado no más. Como perros- replicó el Chipro.

-Tú has dicho que se están comiendo ya a los piojos de los muertos. ¿Qué es eso, hermanito? ¿Qué es eso?

Mientras preguntaba al pampachirino, se me enfriaba la sangre; sentí hielo en ese salón caldeado.

-Sí. Las familias se reúnen. Le sacan al cadáver los piojos de la cabeza y de toda su ropa, y con los dientes, hermano, los chancan. No se los comen.
-Tú dijiste que se los comían.

-Los muerden, antes. La cabeza les muelen. No sé si los comen. Dicen ellos “usa waykuy”. Es contra la peste. Repugnan del piojo, pero es contra la muerte que hacen eso.

-¿Saben, hermano, que el piojo lleva la fiebre?

-No saben. ¿Lleva la fiebre? Pero el muerto, quien sabe por qué, se hierve de piojos, y dice que Dios, en tiempo de peste, les pone alas a los piojos. ¡Les pone alas, hermanito! Chicas dice que son las alas, como para llegar de un hombre a otro, de una criatura a su padre o de su padre a una criatura.
-¡Será el demonio!- dije.

-¡No! ¡Dios; Dios sólo manda la muerte! El demonio tiene rabo; la muerte es más grande que él. Con el rabo nos tienta, a los de sangre caliente.
-¿Tú le has visto las alas al piojo enfermo?

-¡Nadie, nadie, hermanito! Más que el vidrio dicen que es transparente. Y cuando el piojo se levanta volando, las alas, dice, mueve, y no lo ven ¡Recemos, hermanitos!

-¡En silencio!- gritó Valle-. ¡En silencio! - repitió suplicando.

-Como en la iglesia, mejor, en coro- dijo, arrodillándose, el Peluca.

-¡Cállense! Parecen gallinas cluecas- dijo Romero con voz firme-. Por la opa no más tanta tembladera. No hay peste en ningún sitio. Las chicheras se defienden o se vengan con la boca. ¡Ojalá las zurren de nuevo!

Ya nadie habló. Romeo debió tranquilizar a muchos. El Peluca se acostó. Se durmieron todos. Algunos gemían en el sueño. Yo escuché durante la noche la respiración de los internos. Pasaron grupos de gentes por la calle. Oí, tres veces, pronunciar la palabra peste. No entendí lo que decían, pero la palabra llegó clara, bien dirigida. Algunos internos despertaron a medianoche; se sentaban y volvían a recostarse. Parecían sentir calor, pero en mi cama seguía el frío.

Yo esperé el amanecer sin moverme. Hubo un instante que me sacudí, porque creí que me había “pasado”, de tanto contener mi cuerpo. No me fiaba de los gallos. Cantan toda la noche; se equivocan; si alguno, por alterado, o por enfermo, canta, le siguen muchos, arrastrados por el primer llamado. Esperé a las aves; a los jukucha pesk’os que habitaban en el tejado. Uno vivía dentro del dormitorio, en el techo sin cielo raso. Salía a la madrugada; brincaba de tijera a tijera, sacudiendo las pequeñas alas, casi como las de un picaflor, y volaba por la ventana que dejaban abierta para que entrara aire.

El ruiseñor se levantó al fin. Bajó a un tirante de madera y saltó allí muchas veces, dándose vueltas completas. Es del color de la ardilla e inquieto como ella. Nunca lo vi detenerse a contemplar el campo o el cielo. 

Salta, abre y cierra las alas, juega. Se recreó un rato en la madera, donde caía la luz de la ventana. Le dio alegría a mi corazón casi detenido; le transmitió su vivacidad incesante; pude verle sus ojos, buscándolos. ¡Ni un rio, ningún diamante, ni la más noble estrella brilla como aquella madrugada los ojos de ese ruiseñor andino! Se fue, escapó por la ventana. La claridad del amanecer lucía, empezaba sobre las cosas del dormitorio y en mí. Bajé de la cama y pude vestirme, en silencio. Recordando a Chauca, cuando escapó para flagelarse en la puerta de la capilla, abrí la puerta del dormitorio, empujándola hacia arriba, y no hice ruido.

Ya en el patio, el cielo que iba iluminándose, con ese júbilo tierno que la naturaleza muestra en los valles cálidos, al nacer el día, fue cautivándome. Pensé, entonces, que debía hacer bailar, mejor, a mi zumbayllu, como en la madrugada en que por primera vez me sentí una criatura del Pachachaca. “¡Lo rescataré!”- Dije- ¡Ahora habrá aprendido quizá otros tonos, ya que ha dormido bajo la tierra!”.

Corrí al patio interior. La puerta del pequeño callejón que conducía a la cocina y al cuarto de la opa no estaba cerrada. Todos mis temores renacieron. “¡Ella!”, dije.

Entré al angosto pasadizo. Llegué al pequeño patio donde guardaban la leña. Pasaba por allí la acequia empedrada, de agua pestilente, de los excusados. La puerta del cuartucho donde dormía la opa estaba entreabierta. La empujé. Me miró la cocinera; parecía que ella también acababa de entrar; sus ojos se llenaron de lágrimas.

Sobre unos pellejos descansaba el cuerpo de la opa. Me acerqué. En la rama mocha de uno de los troncos que sostenían el techo de malahoja y calamina, el rebozo de doña Felipa se exhibía, cubriendo andrajos.

Le vi el rostro a la enferma. Le vi los cabellos, de cerca, y la camisa mugrienta que le cubría el pecho, hasta el cuello.

-¡Mamita!- le dije a la cocinera-. ¡Mamita! ¡Adiós dile! ¡A mí también dime adiós!

Me arrodillé en el suelo, ya decidido.

En los cabellos y en la camisa de la opa pululaban los piojos; andaban lentamente, se colgaban de cada hilo de su cabellera, de los que caían hasta el rostro y la frente; en los bordes de la camisa y en las costuras, los veía en filas, avanzando unos tras otros, hasta el infinito mundo.

-¿Imam? ¿Imam?- preguntaba la cocinera.

-Tranquilízate; sal a la puerta; de allí reza. Se está muriendo- le dije.

Ella lo sabía. Se arrodillo y empezó a rezar el Padrenuestro, en quechua.

Como a la luz de un gran sol que iluminara mi aldea nativa, vi claramente la cascada de agua cristalina, donde los deudos de los muertos por la fiebre lavaban la ropa de los difuntos; y el eucalipto ante cuya sombra lloraban en la plaza, mientras hacían descansar a los féretros.

“A esta criatura que ha sufrido recógela, Gran Señor- la cocinera, concluido el Padrenuestro, dirigió a Dios su propio ruego, en quechua-. ¡Ha sufrido, ha sufrido! Caminando o sentada, haciendo o no haciendo, ha sufrido. ¡Ahora le pondrás luz en su mente, la harás ángel y la harás cantar en tu gloria, Gran Señor…!”

-Voy a avisar al Padre- le dije-. No entres ya a la choza, hasta que vuelva yo.

En el patio de honor me detuve. Sentí que millares de piojos caminaban sobre mi cuerpo, y me calentaban. “¿Cómo le llevo el contagio, cómo le llevo?”, exclamaba, indeciso. Pero había que salvar a otros. “Lo llamaré y correré”, dije.

Subí las gradas, despacio, cuidando de no hacer rechinar la madera. Toqué la ventana del dormitorio del Padre. Me oyó.

-Padre- le dije-. La opa Marcelina ha muerto. ¡De tifus, Padre! ¡Hágala sacar del Colegio!

Bajé las gradas, casi a la carrera.

La cocinera seguía de rodillas, en la puerta de la choza.

Yo entré. Miré el rebozo de doña Felipa, con repentina alegría. Lo bajé del tronco y se lo entregué a la cocinera.

-Guárdamelo, señora, es un recuerdo para mí- le rogué.

Se puso de pie y fue a guardar la castilla en la cocina.

Cuando regresó, me había sentado ya en el suelo, junto a los pellejos de la opa.

-Si yo me muero, lavarás mi ropa- le dije a la cocinera.

Ella me miró extrañada, sin contestarme.

Levanté los brazos de la opa y los puse en cruz sobre el pecho; sus manos pesaban mucho. Le dije a la cocinera que eso era extraño.

-¡Es lo tanto que ha trabajado, que ha padecido!- me contestó.

Una chiririnka empezó a zumbar sobre mi cabeza. No me alarmé. Sienten a los cadáveres a grandes distancias y van a rondarles con su tétrica musiquita. Le hablé a la mosca, mientras volaba a ras del techo: “Siéntate en mi cabeza- le dije-. Después escupes en la oreja o en la nariz de la muerta”.

La opa palideció por completo. Sus rasgos resaltaron.

Le pedí perdón en nombre de todos los alumnos. Sentí que mientras hablaba, el calor que los piojos me causaban iba apaciguándose; el rostro de ella embellecía, perdía su deformidad. Había cerrado ya sus ojos, ella misma.

Llegó el padre.

-¡Fuera!- me gritó-. ¡Sal de allí, desgraciado!

-Yo ya no, Padre- le rogué-. Yo ya no.

Me sacó, arrastrándome del cuello. Dos hombres estaban detrás de él, con sabanas en las manos. Envolvieron rápidamente a la muerta y la levantaron.

Se la llevaron a paso ligero. Yo los seguí.

Uno de los hombres la agarraba de la cabeza y el otro de los pies. Era aún la madrugada. En un instante cruzaron el patio empedrado, entraron a la sombra de la bóveda. El portero tenía abierto el postigo. Se fueron.

Estaba llorando cuando el Padre me llevó a empujones, hincándome por la espalda con un trozo de leña, hasta el pequeño estanque de cemento que había junto a los excusados. Desde fuera ordenó que me desnudara. El portero me limpió el cuerpo con un trapo; me cubrió con otra sabana y me llevó cargando a la celda todavía deshabitada del Hermano Miguel.

Desde el corredor alto vi ascender al sol, por las cimas de los precipicios, sobre la otra banda de la quebrada.

Me acostaron en la cama del Hermano. El Padre me empapó los cabellos con kreso y me envolvió la cabeza con una toalla blanca.

-Ella fue con el Padre Augusto a Ninabamba, hace ya como dos semanas- le dije-. Los vi pasar el puente del Pachachaca. Doña Marcelina subió a la cruz de piedra, como un oso. Ya estaba para morir, seguro, como yo, ahora.

-¡La desgracia, la bestia! Se metería con los indios en al hacienda, con los enfermos- dijo el Padre, estallando en ira, sin poder contenerme.

-¡Ya está la peste, Padre, entonces! ¡Ya está la peste! Yo voy a morir. Hará usted que laven mi ropa, que no la quemen. Que alguien cante mi despedida en el panteón. Aquí saben- le dije.

-¡Infeliz!- me gritó-. ¿Desde qué hora estuviste con ella?

-En la madrugada.

-¿Entraste en su cama? ¡Confiesa!

-¿A su cama, Padre?

Me escrutó con los ojos; había un fuego asqueroso en ellos.

-¡Padre!- le grité-. ¡Tiene usted el infierno en los ojos!

Me cubrí el rostro con la frazada.

-¿Te acostaste? Di: ¿entraste a su cama?- seguía preguntándome. Acezaba; yo oía la respiración de su pecho.

El infierno existe. Allí estaba, castañeteando junto a mí, como un fuelle de herrero.

-¡Di, oye, demente! ¿Entraste a su cama?

-¡Padrecito!- le volví a gritar, sentándome-. ¡Padrecito! No me pregunte. No me ensucie. Los ríos lo pueden arrastrar; están conmigo. ¡El Pachachaca puede venir!

-¿Qué?- dijo; se acercó más aún a mí. Sentí el perfume de sus cabellos-. ¿No entraste, entonces, a su cama? ¡No entraste! ¡Contesta!

Le sentí amedrentado; creo que la confusión empezaba a marearlo. Era violento.

Me tomó de las manos. Y volvió a mirarme, tanto, que le hice frente. Sus ojos se habían descargado se esa tensión repugnante que lo hizo aparecer como una bestia de sangre caliente. Le hablé, mirándolo:

-Recé a su lado- dije-. Le crucé sobre el pecho sus manos. La he despedido en nombre de todos. Se murió tranquila. Ya se murió, felizmente. Ahora, aunque me dé la fiebre, me dejará usted irme donde mi padre.

-¡Siempre el mismo! Extraviada criatura. No tienes piojos, ni uno. Te hemos salvado a tiempo. Quizá no debí preguntarte cosas, esas cosas. ¡Ya vuelvo!

Se fue, en forma precipitada. Sentí que cerraba la puerta con llave.

Había que evocar la corriente del Apurímac, los bosques de caña brava que se levantan a sus orillas y baten sus penachos; las gaviotas que chillan con júbilo sobre la luz de las aguas. ¿Y al Hermano Miguel? Su color prieto, sus cabellos que ensortijándose mostraban la forma de la cabeza. Él no me hubiera preguntado como el Padre Director; me habría hecho servir una taza de chocolate con bizcochos; me habría mirado con sus ojos blancos y humildes, como los de todo ser que ama verdaderamente al mundo.

Me cubrí la cabeza con las frazadas y no pude contener el llanto. Un llanto feliz, como si hubiera escapado de algún riesgo, de contaminarme con el demonio. Me senté después, ya descansado, para examinar bien el pequeño cuarto, los cuadros religiosos que colgaban de las paredes.
(págs. 179-1854)  





NOCHE DE REYES


Comedia en cinco actos y en verso y prosa de William  Shakespeare (1564-1616), escrita hacia los años 1599-1600, quizá representado la noche de Epifanía del 1600 y publicada en el infolio de 1623. La obra se conoce también como “Noche de Epifanía”. Veamos el resumen de la obra.

Érase dos hermanos gemelos, Sebastián y Viola, tan sumamente parecidos el uno a la otra, que a no ser por la diferencia de vestido, correspondiente al sexo de cada uno, hubiera sido imposible distinguirlos.

En un viaje que hicieron por mar, tuvieron un grave contratiempo: naufragaron cerca de las costas de Iliria, y aunque lograron tierra sanos y salvos, quedaron, sin embargo, con la pena de no saber el uno de la otra, creyendo naturalmente que habían perecido.

El capitán del barco, salvado en el mismo bote que Viola, tuvo para ella toda clase de atenciones. Conocía la Iliria, de donde era hijo y en donde había sido educado, y hacía no más de un mes que saliera de allí. Contó, pues, a Viola que la ciudad estaba gobernada por un duque tan noble de carácter como de nacimiento y que este duque estaba enamorado de una hermosa condesa llamada Olivia; que Olivia había perdido padre y madre en el decurso de aquel año y que, sumida en una profunda tristeza por este acontecimiento, vivía desde entonces en el retiro sin admitir visitas de nadie.

Viola había ganado tierra salvando únicamente la vida, pero destituida de todo recurso. Al oír, pues, el relato del capitán, entráronle deseos de conocer a la condesa Olivia y ponerse a sus órdenes sirviéndole en calidad de dama de honor o de servicio, hasta que se le ofreciese ocasión de hallar mejor situación en el mundo. Manifestó, pues, estos deseos al capitán, pero éste la desengañó, diciendo:

-Difícil os va a ser obtenerlo, pues la condesa no se pone al habla con nadie, ni aun con el duque Orsino.

Ocurriósele entonces a Viola la idea de disfrazarse de paje y entrar al servicio del duque, de quien había oído hablar a su padre. Viola cantaba y tocaba varios instrumentos, con lo cual ya tenía ganado terreno para obtener una plaza en el palacio de Orsino, pues a éste le gustaba mucho la música. Por su parte el capitán prometió a Viola no revelar a nadie quien ella era, ayudarla a procurarse un disfraz y aun presentarla al duque Orsino.
Así se hizo, y a Viola le salió todo a medida de sus deseos. Por su gracia, su hermosura y su noble porte, era Viola el más elegante de los pajes, y estas cualidades atrajéronle muy pronto el favor de Orsino. Aún no habían pasado tres días cuando el duque, cautivado por el irresistible encanto de Cesáreo (tal era el nombre que tomara el joven paje), confióle el secreto de su infortunado amor Olivia. Hasta entonces había visto despreciadas todas sus demostraciones, todos los mensajeros que le enviara habían sido rechazados: pensó Orsino pues que aquel apuesto mancebo conseguiría lo que los demás no habían obtenido y que sería su mejor intermediario. Dióle pues orden de presentarse a Olivia, y encargándole que insistiese hasta ser recibido por la dama y que se obstinase en no partir hasta no haber conseguido hablar con ella; obteniendo, que hubiese la entrevista con la condesa, había de pintarle al vivo el amor de Orsino y las penas que pasaba por no verse correspondido.

-¡Que el Cielo corone tus esfuerzos! –díjole el duque al despedirlo;- que de ser así, vivirás tan libre como tu amo y serás tan feliz como él.   

 Muy ajeno estaba el Duque a la contrariedad que su recado había de causar al paje. ¡Pobre Viola!| Su corazón era ya cautivo de la dulzura y encantadoras prendas del Duque: ¡con qué gusto pues hubiera aceptado el amor que rehusaba Olivia! Pero se trataba de cumplir con su deber; por lo cual mostrando gran serenidad, dijo:

-Cumpliré, lo mejor que sepa, mi cometido, y si lograre hablar con la dama, sabrá ella cuán ardientemente la amáis.

Aunque la condesa vivía en la soledad y el retiro, apartada de todo cuanto puede hacer feliz la existencia, los que la rodeaban no compartían aquella vida de privaciones y austeridad. Su intendente Malvolio era un respetable personaje de severo continente, enemigo de bromas y chanzas, censor severo de las costumbres ajenas y muy pagado de sí mismo. Olivia le tenía en verdadero aprecio porque, aunque era, como ella decía, un “enfermo de amor propio”, veía en él al hombre honrado y de conciencia. Consecuencia de este estado de cosas fue un mal disimulado odio de la turba de parásitos contra el intendente; odio que, tarde o temprano había de estallar en guerra abierta y declarada.

El principal fautor de los desórdenes era un bullicioso caballero llamado Tobías Belch, tío de Olivia, que sentara domicilio en su palacio a la muerte de su hermano: esta tal no pensaba más que en festines y regocijos, y su vida de disipación y crápula hubiera dado al traste con el buen nombre de la casa y palacio de la condesa, si no se hubiese puesto freno a su libertinaje. Tenía Tobías por compañero inseparable a un frívolo cortesano, el señor Andrés Aguecheek, quien debajo de un tinte de hombre corrido, pues chapurreaba tres o cuatro idiomas, encubría un fondo de estupidez inconmensurable. No era que Tobías ignorase la fatuidad del señor Andrés, al contrario, complacíase en mofarse de él, poniendo de relieve su bobería; pero en su concepto aquel ridículo gentilhombre no hubiera sido el marido menos conveniente para Olivia, por lo cual no perdía ocasión de atraerle al palacio.

Completaba aquella menguada compañía un tercer personaje, el bufón Festo. Como todos los juglares de la época, era Festo un ser privilegiado, autorizado a manifestar su opinión con una franqueza que no se hubiera tolerado a otro individuo de la especie humana. La misma condesa, a pesar de su prestigio, no podía escapar a sus mordaces diatribas: era que el bufón tenía gran arraigo porque ya en vida del padre de Olivia había hecho las delicias del dueño de la casa, y actualmente la hija escuchaba con indulgencia sus desplantes y aun reprendía a Malvolio cuando éste intentaba duramente imponer silencio al bufón. A su cómico numen juntaba Festo un don verdaderamente sobrehumano; poseía una voz de maravillosa dulzura: en dondequiera que estuviese, alegraba el ambiente ya con alegres y regocijados cantos, ya con patéticos y plañideros acentos.

María, la doncella de la condesa, no sentía por Malvolio mayor simpatía que el resto de aquella bulliciosa servidumbre. Muchacha viva y despierta, pronta siempre a chancearse, detestaba como la más burda hipocresía el empaque y rígida severidad de Malvolio.

-Es un asno pretencioso –decía ella con el mayor descoco: -tiene tan grande estima de sí mismo, y se cree tan perfecto, que, a su juicio, nadie puede verle sin quedarse prendado de sus cualidades.

La vanidad del intendente fue, en efecto, lo que facilitó a los cuatro conspiradores (el señor Tobías, el señor Andrés, el bufón Festo y la doncella María) la ocasión de tomar la revancha, jugando una humillante treta al pomposo Catón del palacio.

Al llegar Viola, en calidad de paje, a la morada de Olivia vio que ya de primer momento se le negaba la entrada, a lo que respondió que su resolución era quedarse en la puerta hasta que hubiese cumplido su encargo, y como persistiese no haciendo coso de la resistencia de Olivia, ésta la mandó entrar y consintió en recibirla.

-Dame el velo –dijo Olivia a María; -pónmelo a la cara; tendré que aguantar una de tantas embajadas de Orsino.

Fue pues; introducida Viola, acompañándola los cuatro o cinco servidores del duque.

-¿Cuál de las aquí presentes es la respetable señora de la casa? –preguntó muy dignamente.

-Hablad conmigo, que yo responderé por ella: ¿qué misión traéis? –preguntó secamente Olivia.

-¡Oh muy radiante, perfecta e incomparable belleza!... –comienza a decir Viola con enfática galantería, regodeándose en la ironía de sus fingidos elogios pues el espeso velo que cubría la cara de Olivia le impedía ver a quién se dirigía. Sin intimidarse ante la imponente dignidad de la condesa, pidióle permiso para transmitirle su mensaje y hablarle a solas. Olivia quedó encantada de la impertinencia y osadía de aquel mancebo, de su presencia de espíritu y de su noble porte, por lo cual en vez de despedirlo sin miramiento, como había pensado hacer, hizo retirar a su gente y le ordenó que le expusiese el objeto de su visita.

Pero lo mismo fue pronunciar Viola el nombre de Orsino que encerrase la condesa en su habitual reserva. No le interesaba en absoluto saber de los sentimientos de Orsino, ni aun de boca de aquel enviado, y así le atajó diciendo:  

-¿No os queda más que decirme?

-Señora condesa, permitidme que vea vuestro semblante; -implora Viola, deseando curiosamente contemplar a aquella mujer que tan prendado tenía al duque.

-¿Acaso os ha encargado vuestro señor que examinéis mi cara? –pregunta Olivia a Viola, disimulando su secreta satisfacción: -sabed que os apartáis de vuestro cometido; sin embargo, no tengo inconveniente en complaceros; descorramos la cortina y podréis contemplar el retrato: mirad, fijaos bien; así soy yo ahora. ¿Qué os parece? ¿es fiel el retrato?

Y quitándose el velo que la cubría, aparece la condesa con todo el resplandor de su deslumbrante belleza. Viola la contempla embebecida.
-¡Excelente, si todo lo que se ve es obra de Dios! –responde Viola, -pues imposible parece que una tez tan exquisita sea natural.

-El color es sólido, señor mío, y capaz de resistir al viento y la lluvia, -replica Olivia.

-Es la belleza misma artísticamente matizada y a la que la hábil y delicada mano de la naturaleza misma ha dado los colores blanco y rojo. Señora, la más cruel de las mujeres fuerais si os llevaseis este encanto a la tumba sin dejar una copia, por los menos, en el mundo.

-¡Oh, señor! No tengo tan duro corazón para permitirlo –responde Olivia con una amable ironía. –Repartiré mi belleza en legados: se tomará inventario sin omitir detalle alguno; en esta forma: dos labios bastante encarnados; dos ojos grises con sus correspondientes pestañas; un cuello, una barba, y así de lo demás. Ahora bien, decidme; ¿os han enviado acaso para avalorarme?

-¡Ah! ya comprendo; estáis engreída –dice Viola. –Mi señor os ama; pero un tal amor merece recompensa, aunque se os coronase como reina de la belleza.

-Sabe vuestro señor cuáles son mis sentimientos –replica Olivia: -yo no puedo amarle; aunque me conste que es noble, de elevada alcurnia, de costumbres intachables, de corazón generoso, instruido, valeroso, amable y de grandes prendas físicas. No puedo amarle: tiempo ha que debería estar desengañado.

-¡Ah señora! Si mi amor hacia vos supusiese el ardor y las cuitas que sufre amándoos mi señor, no comprendería absolutamente la justicia de vuestro desden; no me conformaría con él –dice Viola.

-Y ¿qué haríais pues? –pregunta la condesa.

-Construiría una cabaña de sauce al pie de vuestro palacio, compondría coplas amorosas y las cantaría en voz bien alta aun durante la noche, pronunciaría vuestro nombre para que lo repitiese el eco de las colinas, y el viento mismo se vería obligado a llevar a vuestros oídos mis plañideros acentos, diciendo: “¡Olivia, Olivia!” Y tened por seguro que no os dejaría en paz hasta que no os apiadaseis de mí.

-¿Seríais capaz de hacer todo esto? –dícele Olivia, con acento sarcástico, pero que deja entrever la emoción que le causa el entusiasmo del paje. -¿Y cuál es vuestro origen?

-Superior a mi fortuna; aunque mi posición es buena –responde Viola.

-Ea, -dice la condesa; -volveos a vuestro amo; yo no puedo amarle: decidle además que no me envíe ya más mensajeros, a menos que seáis vos mismo quien venga a darme cuenta de cómo ha tomado él mi respuesta. Adiós, gracias de la molestia que os ha causado el encargo. Tomad.

-Mil gracias señora; no puedo aceptar, no soy un mensajero de los que se retribuyen; guardad esta bolsa –responde Viola. –No soy yo, sino mi señor quien merece una recompensa. ¡Plegue al Cielo que cuando llegue para vos la hora de amar, se convierta en diamante el corazón de aquél a quien amareis y que vuestro amor, como ahora el de mi señor, no encuentre más que desprecio! ¡Adiós cruel belleza!

Viola había verdaderamente hecho cuanto podía por su señor, pero el único resultado que había obtenido era cautivar para sí el corazón de la condesa. La imponente Olivia, tan fría y tan altiva para el noble duque de Orsino, sintió que aquel mancebo la fascinaba. Había rehusado el bolso de dinero que, según la costumbre de la época, le ofreciera; pero ella no podía permitir que desapareciese por mucho tiempo, quizá para siempre, sin un recuerdo suyo; por lo cual llamó a su intendente.

-¡Malvolio! ¡Malvolio!

-A vuestras órdenes, señora.

-Corre tras este mensajero rezongón, el paje del duque de Orsino, que se ha dejado esta sortija. Dile que no la quiero; que desengañe a su señor para que no se haga ilusiones sobre mi amor, pues no he de casarme con él. Si a ese joven que si se pasa mañana por aquí, le explicaré las razones que tengo para ello: ea, Malvolio, date prisa.

-Voy al acto señora –dice el intendente, alejándose con su habitual empaque y de muy mala gana para cumplir su encargo.

No era que Viola hubiese ofrecido sortija alguna a la condesa, por lo cual fácilmente comprendió que Olivia se había enamorado de ella y quería darle una prueba de afecto. Lejos pues de complacerse en ello, vio que iba a ser causa de nuevos disgustos.

-¡Pobre mujer! –Decía para sí; -más le valiera amar un sueño… ¿Cómo acabará esto? Mi señor está perdido por ella; yo, pobre loca, no le quiero menos a él, y ella, en su error, parecer delirar por mí. ¿Qué sucederá pues? ¡Ah tiempo traidor! Tú te encargarás de arreglarlo todo. Difícil va a ser la solución de este enredo.

La perpetua enemiga que había reinado entre el intendente Malvolio y los turbulentos parásitos de la condesa, rompió por fin en abierta guerra. La misma noche del día en que el enviado del duque de Orsino se presentara en el palacio de Olivia, el señor Tobías y el señor Andrés habían estado bebiendo y cantando hasta muy avanzada: el bufón Festo juntóseles después, empezando por cantar solo con bastante arte, hasta que se juntaron los otros y aquel trío acabó en bulliciosa algazara. El ruido y la gritería de aquellos trasnochadores despertó a todos los pacíficos moradores del palacio, y María fue a suplicarles que se callasen y pusiesen fin al bullicio.

-¿Qué descompasada música es ésta? –exclamó la doncella. -¡A fe mía, que mi señora la condesa, ha dado ya orden al intendente que os eche a la calle!

Inútiles, empero, fueron todos sus esfuerzos por restablecer el orden e imponer silencio; ellos seguían riendo, y alborotando, pedían copa tras copa y chillaban a reventar: en vano insistía la doncella en ponerles silencio; era imposible hacerles entrar en razón. Vino Malvolio, pero no hicieron más caso de él que habían hecho de María, y a sus reconvenciones no dieron otra respuesta que unas desenvueltas coplas.

-¿Es que estáis locos, señores, o qué es lo que os pasa? –Exclamó justamente el indignado Malvolio, -¿a tal extremo llega vuestro desenfreno que ni el sentido común, ni el respeto a los demás os impone silencio en estas horas de la noche? ¿Os figuráis acaso que el palacio de mi señora la condesa es un bodegón, para que os permitáis trasnochar en él entonando coplas callejeras, dignas de tahúres de profesión, sin tener para nada en cuenta el lugar, las personas y la mesura propia de gente como vosotros?

-¡Eh, señor Malvolio!, ¡cuidado con las palabras; que no hemos faltado a la decencia y compostura con nuestras coplas! –exclama el señor Tobias.

-Señor Tobias –responde Malvolio, -perdonadme, pero voy a deciros la verdad. La condesa, mi señora, me ha encargado que os diga que aunque os da hospitalidad en su palacio como a pariente que sois de ella; no puede, sin embargo, consentir en vuestros desordenes. Si es que podéis mejorar de conducta, quedaos en hora buena, de lo contrario, le haréis favor abandonando el palacio.

-¡Adiós, querida mía, puesto que he de partir! –entona con voz quejumbrosa el chusco señor Tobías, en quien la severa reprimenda de Malvolio no hiciera la menor impresión.

-¡Pero, señor Tobías! –dícele María reconviniéndole.

-Sus ojos dicen muy claro que sus días son contados – prosigue el bufón cantando la ridícula copla.

Y a este tono se corean todas y cada una de las airadas reconvenciones de Malvolio: nada es capaz de cerrar la boca a aquellos desalmados. Malvolio, no pudiendo casi articular palabra, de puro coraje, abandona aquella indisciplinada tropa, amenazándoles con que su señora se enterará de todos sus desafueros.

-A la cólera del Señor Tobías, enfurecido por la amenaza de Malvolio, responde María, procurando calmarle: -tomad paciencia esta noche, pues desde que el duque de Orsino envió a su paje, mi señora la condesa, está hondamente preocupada. En cuanto al señor Malvolio, dejadlo para mí; que o yo soy una estúpida criatura, o voy a contar las cosas de tal manera que le tenga por un loco y sea objeto de la burla de todos; no dudo que conseguiré mi intento.

-¡Bravo, bravo! – Exclama el señor Tobías; -ya nos darás cuenta del resultado.

-¡Por Dios, señor, que es un puritano inaguantable!

-¡Ah!, si no fuese que me lo tomo a broma, os aseguro que le apalearía como a un perro – exclama brutalmente el señor Andrés.

-¿Porqué, porque es puritano? – Dice el señor Tobías, -pronto siempre a ridiculizar las desatentadas observaciones del señor Andrés, con todo y profesarse su más inseparable compañero. –Ya me dirás en qué poderosas razones te fundas para ello.

-Poderosas razones no las tengo; pero sí bastante buenas para convencerme –objeta el mentecato mostrándose amoscado.

Toma entonces la palabra María, exponiéndoles el modo de obrar de Malvolio, quien tiene tan excelente opinión de sus méritos, que cree que cautiva a todos los que le rodean: añade que este defecto les puede ofrecer una buena ocasión para vengarse de él. Declárales, pues, María su proyecto: dejará caer cerca de él algunas cartas amorosas escritas en términos vagos, pero con tales y tan característicos rasgos, que no podrá él menos de creer que es él a quien van dirigidas. El carácter de letra de María es tan semejante al de la señora Olivia, que ellas mismas los confunden fácilmente; por lo cual creerá Malvolio que son cartas escritas a él por la Condesa y que Olivia está enamorada de él.

El malicioso recurso de María era verdaderamente poco recomendable, pero sus cómplices no se paraban en tales escrúpulos; no tenían más idea que divertirse con el cómico espectáculo que iba a dar el relamido intendente pavoneándose de su conquista, y ser testigos presenciales de la vergonzosa humillación que sufriría al darse cuenta de su error.

No tardó María en poner manos a la obra, y Malvolio mordió en seguida el anzuelo. Tan pronto asaltó su vanidoso espíritu la absurda idea de que Olivia estaba enamorada de él, púsose a pensar y reflexionar lo que había de hacer cuando se viese elevado al alto rango de esposo de la condesa. Los conspiradores sorprendieron fácilmente las ambiciosas reflexiones del intendente, ayudándoles para ello un familiar de Olivia llamado Fabián, a quien María había oportunamente avisado de la llegada de Malvolio.

-Escondeos los tres en los bojes – díjoles María. – Malvolio baja por el pasero del jardín: hace cosa de media hora que se está pavoneando al sol y observando en su sombra, como en un espejo, los movimientos de su persona. Fijaos bien en él, pero en gracia de la comedia que vamos a representar, teneos quietos y procurad que no os vea. Tú, Fabián, quédate allá, -añade, dejando caer al suelo una carta; - ya viene el ratón y hay que cogerle en la trampa dejándole ver el cebo.

-Será casualidad, será chiripa, pero no dudo de ello, -murmuraba Malvolio paseando arriba y abajo dándose aires de solemnidad. –María me aseguró que su señora me tiene afecto, y yo he oído decir más de una vez a la propia Olivia que si tuviese jamás un capricho, había de ser para un hombre de mi temperamento. Además, nadie desconoce que Olivia me trata con mayor consideración que a ninguno de esos que forman parte de su séquito: 
¿qué se deduce de esto, pues, sino que puedo ser un afortunado consorte?

La imaginación de Malvolio iba haciendo castillos y más castillos y él paseaba por el jardín contoneándose como un pavo.

-¡Llegar a ser el conde Malvolio!.. –exclamó en su éxtasis de gloria.

Y púsose a pensar lo que había de hacer en la futura situación y la manera como había de conducirse cuando estuviese en funciones de conde consorte.

-Transcurrido tres meses de matrimonio y ya de asiento en mi puesto de honor –murmuraba gesticulando como si lo que soñaba fuese ya una realidad; -vestido con mi traje de terciopelo rameado, llamaré en torno mío a mis súbditos y paseando sobre ellos una mirada que dé a entender que conozco el terreno que piso y que tengo conciencia de mis deberes como deseo que la tengan ellos, llamaré a mi primo Tobías: fieles a mi mandato, siete de mis servidores, como movidos por un resorte, irán a buscarle: mientras le aguardo, frunciré el entrecejo, o bien daré cuerda a mi reloj, o estaré jugueteando con un… con un objeto cualquiera, seguramente una joya de valor. Al poco rato llega Tobías, se acerca, me saluda respetuosamente…

Así razonaba en voz baja el bueno de Malvolio, pero no tanto que no pudiese ser oído, mientras la jugarreta de sus adversarios seguía adelante.
-¿Y a un hombre así se le perdona la vida? –exclama airado el mismísimo señor Tobías que estaba oculto detrás de los bojes. Y prosiguió Malvolio fantaseando:

-…tiéndole entonces la mano procurando disimular mi familiar sonrisa con una mirada austera e imperiosa…

-¿Y creéis que Tobías tendrá bastante sangre fría para no romperos los dientes? –fulmina el invisible oyente.

-…diciéndole: “Primo querido, Tobías de mi vida, ya que la suerte ha querido que sea el dueño de vuestra sobrina, permitidme que os hable con franqueza: es preciso que enmendéis vuestras costumbres y pongáis coto a vuestro desenfreno: además no perdáis de vista que estáis malbaratando el tiempo con la compañía inseparable de este caballero imbécil…”

-Ese imbécil soy yo, no dudéis que se refiere a mí – murmura el señor Andrés.

-…un tal señor Andrés.

-¿No os decía yo que a mí se refería? Bien sé yo que muchos me tienen por imbécil – exclama el señor Andrés, convencido de su penetración.

Al llegar a este punto interrumpió Malvolio bruscamente el curso de sus imaginarias reconvenciones al señor Tobías, al darse súbitamente cuenta de la carta que María había dejado caer en el suelo.

-¿Qué es esto? ¿Una carta de…? – exclama azorado Malvolio: - ¡por vida! ¿Una carta de la condesa? Sí, de la misma… ésta es su letra, las ces, las úes, las tes son suyas…, así hace ella las pes mayúsculas. No hay que dudarlo, es de su puño.

Y lee en voz alta la dirección:

“Al ignorado amante, esta carta junto con mis más afectuosos saludos.” ¡Y son sus palabras! ¡Cera dichosa que cierras este pliego, con tu permiso lo abro! Y ¡qué distinción! ¡Sellado con su propio sello! Sí, verdaderamente, es de mi señora la condesa. ¿A quién irá dirigida esta carta?...

La carta era una sarta de desatinos, pero Malvolio empezó en seguida a quebrarse los sesos buscando un sentido obvio y favorable.


“Sabe muy bien el cielo
Que amo con ardor:
¿a quién?
Cállate boca: el velo
No corras del amor”  


-No; que no se corra el velo; que nadie se entere, -repite Malvolio, -“¿A quién?”… ¡Ah si éste fueses tú, Malvolio!


“Puedo mandar a quien mi alma adora,
Pero ¡silencio!... por puñal herido
De sangre inmune, cual el de Lucrecia,
Mi corazón el golpe ha recibido.
M, O, A, I mi voluntad gobierna.”


Ante estos misteriosos renglones quedó Malvolio profundamente pensativo. “Puedo mandar a quien mi alma adora”…; la cosa más natural del mundo: Olivia podía mandar a Malvolio porque a sus órdenes le tenía; pero las iniciales M, O, A, I. ¿qué significado podían tener?

-M… ¡Tate! Es mi letra inicial.

Fue un rayo de luz éste para el hombre de penetración en cuanto a las otras iniciales, no fue tan fácil la explicación, pues no correspondían por orden a lo que su inventiva le sugería; a pesar de lo cual no se desanimó Malvolio; por lo menos tuvo la satisfacción de comprobar que todas y cada una de ellas entraban en la composición de su nombre.

-Poco a poco, que sigue prosa, -dice Malvolio, y lee:


“Si llegase a tus manos esta carta, te ruego que reflexiones. Por mi destino soy, es verdad, superior a ti, pero no te arredre la grandeza: en unos la grandeza es innata, se mecen en cuna de oro; en otros adquirida; la conquistan con sus propios méritos; a otros ella misma se impone. La suerte te abre sus brazos; para acostumbrarte a ser lo que probablemente has de ser mas tarde, despójate de tu humilde exterior y transfórmate. Sé hostil a los parientes, áspero para la servidumbre; procura hablar de política, rodéate de una atmosfera de originalidad: esto es lo que te aconseja la que por ti suspira. Acuérdate de la que alabó tus medias amarillas, que es la misma que desea verte adornado con ligas cruzadas: acuérdate, te repito. No cejes, que la fortuna te sonríe, te brinda para que la abraces; ea pues, no la desperdicies; de lo contrario no pasarás de simple intendente, uno de tantos hombres de servicio, indigno del beso de la fortuna. Adiós. La que quisiera compartir su suerte con la tuya.

LA DICHOSA INFORTUNADA.”  


Había una posdata que decía:

“No puedes ignorar quien soy: si consintieres en mi amor, me lo darás a entender con una sonrisa. ¡Son tan deliciosas tus sonrisas!... Sonríe, pues, siempre en mi presencia, te lo pido por mi vida, querido.”


Esta carta, tan ridículamente concebida, volvió loco a Malvolio: él no dudó ni un instante de que era Olivia quien la había escrito. En su arrebato de locura, resolvió cumplir al pie de la letra lo que en ella se le insinuaba, y lo primero que hizo fue ir, sin pérdida de tiempo, a ponerse las medias amarillas y las ligas cruzadas.

María estaba que no cabía en sí de satisfacción al ver el resultado de su ardid, pues todo lo que en la carta se recomendaba a Malvolio, era precisamente lo que más detestaba Olivia.

-Irá a ella de medias amarillas, color el más antipático para la condesa; llevará ligas cruzadas, moda que le parece repugnante; -decía la camarera llena de gozo y satisfacción.

-La hablará con boca de risa, cosa que tan mal se compadece con el estado de ánimo de mi señora, sumida como está en profunda melancolía: nada…; que no podrá menos de causarle asco y repugnancia.

Así las cosas, entraron María y su cómplices en las habitaciones interiores, ávidos de ver a Malvolio, víctima inconsciente de sus ardides, comparecer delante de su señora la Condesa, en su nueva y flamante indumentaria.

En aquella crítica situación en que se hallara Viola, cuando, salvada del naufragio, se lamentaba de la supuesta muerte de su hermano, el capitán del barco perdido la consolara diciendo que en lo más apurado del naufragio había visto a Sebastián agarrarse a un palo que flotaba sobre las aguas, de manera que probablemente también él se había salvado. Así era en efecto. Sebastián había sido recogido por otro barco, cuyo capitán, llamado Antonio, prodigio toda clase de recursos a aquel extranjero falto de todo lo necesario: túvole en su compañía por espacio de tres meses y tomóle tan gran cariño, que al partir Sebastián para la corte de Orsino, Antonio le acompañó hasta Iliria, para ayudarle en caso de correr algún riesgo.

Antonio esta de incognito en Iliria, no queriendo aparecer como quien era, por haber formado, en otro tiempo, en las filas de los enemigos del duque de Orsino y hecho estragos en su armada: al llegar pues allí y al invitarle Sebastián a pasearse por la ciudad a visitar lo más notable de ella, respondióle Antonio que antes de tomarse este placer, lo que más cuanta le tenía era hallar un hospedaje, en donde estar a cubierto de toda sospecha y denuncia.

-El mejor para esté objeto – dijo, - es la posada del Elefante, en los arrabales de la parte Sur de la población. Voy, pues, allá a encargar comida para los dos, mientras vos visitáis la ciudad para distraeros y al mismo tiempo instruir vuestra inteligencia. Os espero pues, en la hostería dentro de una hora.

Además, presumiendo lo escaso de recursos que andaba Sebastián ofrecióle el dinero que traía, rogándole que lo aceptase por si se le ocurría comprar alguna chuchería: así convenidos, separáronse el uno del otro, Antonio con dirección a la posada del Elefante y Sebastián hacia la ciudad.

El palacio de los Orsinos continuaba envuelto en una niebla de tristeza y melancolía, pues a pesar de la buena acogida que le dispensara Olivia, el pajecito Cesáreo no había sido más afortunado que sus predecesores, ni la Condesa había hecho más caso de su mensaje que hiciera de los de aquellos. La amargura del desengaño oprimía, pues, el corazón del duque, y para aliviar en algo su dolor, pidió que le recreasen con algo de música.

-Cántame- dijo a Cesáreo, -aquella antigua balada que oímos anoche: paréceme que me consoló de mi pena más que otras coplas ligeras y de estribillos chispeantes.

-Señor – respondiéronle los criados; -el que la cantaba está ausente; es el bufón Festo, el mismo que en otros tiempos hacia también las delicias del padre de la condesa Olivia; sin embargo, no está muy lejos, y podemos llamarle.

-Id, pues, por él –dijo Orsino.

Compareció al poco rato Festo y entonó su canción:

“Ven, muerte, ven amiga:
Crezca el ciprés cabe mi fría losa.
Vuela, vuela, mi vida
Que una cruel beldad mandó a la fosa.
Mi mortaja de tejos guarnecida
Preparad sin demora:
Nadie mejor representó fallida
La vida, que yo ahora.
Nadie una flor sobre mi tumba vea:
Yacer quiero olvidado.
Nadie me llore; mi reposo sea
En lugar apartado.”


Este breve y sentimental balada se apropiaba como la que más, al humor melancólico de que era presa Orsino: al apartarse Festo de su presencia, terminado el canto, siguió el Duque hablando con Viola (o, por mejor decir, con la que él creía su paje Cesáreo) de su infausto amor hacia Olivia, y mandóle que fuese por última vez a ver a la cruel Condesa suplicándola que se dignara escuchar a Orsino.

-Pero, es que no puede amaros, señor –dícele.

-Ni yo puedo aceptar esta respuesta –replica Orsino.

-Y, sin embargo, no os queda otro recurso –dice Viola: -si no, reflexionad: Suponed por un momento que hay una dama que siente por vos la misma pasión que sentís vos por Olivia, y que vos no pudiendo corresponder a su amor, se lo decís claramente y la desengañáis, ¿acaso no deberá aceptar la tal mujer vuestra respuesta?

Pero Orsino no concibe que mujer alguna pueda amar como él ama: según él, el corazón de la mujer es frívolo y no puede compararse en nada al del hombre. Viola protesta de tal afirmación, pues ella siente cuán profundo es el secreto amor que le inspira el Duque.

-Harto sé yo – dícele Viola, -hasta dónde llega el amor de la mujer. Mi padre tenía una hija que estaba enamorada de un hombre…

Y continuando su narración en términos vagos y tan veladamente como puede, pónese a describir el amor de aquella “hija de su padre” que el duque cree naturalmente ser una hermana de cesáreo, y que en realidad no es otra que la propia Viola.

En fin, apretada por Orsino, resuelve ir otra vez con un mensaje a Olivia.

La Condesa se hallaba en el jardín: recibió al paje con tanta benevolencia como la primera vez, pero declaróle que no se esforzase en abogar por su señor, pues todo fuera en vano.

-Sin embargo –añadió, -si queréis presentarse una nueva petición, hacedla y os escucharé con mayor placer que si oyera música de ángeles.

Pero Viola no había cambiado de actitud desde la última entrevista; contestó, pues, que tenía un solo corazón y que éste no lo poseería mujer alguna. Dicho esto, despidióse de Olivia.

No faltó quien espiara a la Condesa y al paje en su entrevista; éste tal fue el celoso y estúpido señor Andrés Aguecheek. El señor Tobías, su compañero, había acariciado el proyecto de casar a su sobrina con este gentilhombre corrompido, y por lo mismo no perdía ocasión de incitar al señor Andrés a que hiciese el amor a Olivia. Andrés derrochaba su fortuna en francachelas con el señor Tobias, esperando desquitarse cuando obtuviese la mano de la Condesa. Vio, pues, con indignación que dispensaba al enviado de Orsino más favor del que jamás le otorgara a él, y manifestó sin rebozo al señor Tobías su intención de partir al instante.

Esforzáronse el señor Tobias y Fabiano en calmar su indignación; dijéronle que Olivia había, sin duda, notado su presencia en el jardín durante su conversación con Cesáreo, y que si había prodigado sus favores al paje, era para exasperarle y sacarle de sus casillas hiriéndole el amor propio hacho en aquella ocasión era tapar la boca al paje con algún chiste y ocurrencia aguda y oportuna, que era lo que la condesa esperaba de él, y que al no obrar así, había hecho bastante mal a su causa: que no le quedaba más remedio que reparar su poca habilidad con algún acto laudable de valentía o política.

-Lo que yo haga para esto –respondió el señor Andrés –habrá de ser algo que me dé fama de valiente, pues de político no tengo nada, y la política es cosa que detesto.

-Pues bien, empieza el edificio de tu fortuna sobre la base de la valentía –replica Tobías con voz ruidosa y jovial; -reta en desafío al paje; hiérele en once partes de su cuerpo; mi sobrina no podrá menos de verlo y notarlo, y ten bien entendido que nada cautiva más fuertemente el corazón de la mujer como la reputación de intrépido, del hombre.

-No hay mejor medio que éste, señor Andrés –dícele Fabiano.

-Me parece bien; pero necesito un tercero que se encargue de llevarle mi reto: ¿hay alguno de vosotros que acepte el encargo?

-Ea, escríbele en tonos fuertes, sé breve y decisivo –dícele el señor Tobías.

Siguiendo el consejo de sus amigos, retírase Andrés para redactar un cartel lo más injurioso e inconveniente que puede, mientras a los dos gentileshombres se les ríen los huesos ante la perspectiva de la comedia que se va a representar.

-Va a escribir una carta maravillosa –dice Fabiano; -pero me parece que no seréis capaz de entregarla…

-¿Cómo no? – Replica el señor Tobias, -y no me contentaré con esto, sino que pondré en juego todos mis recursos para incitar al jovencito imberbe a responder. Paréceme, sin embargo, que ni a fuerza de bueyes, ni arrastrándolos con cuerdas será posible llevarlos a puesto para que midan las armas.

Muy bien sabia el señor Tobías que el señor Andrés era más cobarde que una araña; en cuanto al paje de Orsino, parecíale demasiado de pasta de alfeñique para dar pruebas de audacia.

Redactó finalmente el señor Andrés un cartel de desafío tan lleno de desatinos, que el señor Tobías creyó conveniente no enviarlo a su destino.

-El modo de obrar del joven hidalgo prueba que es inteligente y bien educado – dice. – Esta carta es un monumento de ignorancia, y me parece que no va a inspirarle un adarme de miedo; a las dos palabras de ver que es un mentecato el que la ha escrito. Voy pues a comunicarle la provocación, de viva voz; haré la apología del valor del señor Andrés e inculcaré al paje de Orsino una terrorífica idea de la rabia, destreza, furor e impetuosidad de su contrincante: el paje es un chiquillo, y fácilmente se convencerá con mis razones. Esto les espantará a ambos tan horrorosamente que con la mirada se darán el uno al otro muerte como dos basiliscos.

El plan del señor Tobías se realizó puntualmente, y no tardó él en saborear, en compañía de Fabiano, el éxito de su empresa. Hallaron el Viola que salía del palacio de Condesa, y le comunicaron el reto del señor Andrés, previniéndole que el gentilhombre estaba desesperado, y que por su bravura y despecho era un terrible adversario.

-Si estimáis en algo vuestra vida –díjole el señor Tobías –llevad gran cuidado con vuestro contrincante.

Al oír qué clase de enemigo tenía que habérselas, alarmóse grandemente la pobre Viola: bien hubiera ella querido sustraerse a aquel compromiso, pero el señor Tobías negóse a aceptar excusa alguna.

-Voy a entrar de nuevo en el palacio –dijo Viola, -y pediré una escolta a la condesa, pues yo no puedo batirme; no sé siquiera manejar la espada. –Pero el señor Tobías se negó a ello insistiendo en que había forzosamente de batirse, pues el señor Andrés tenía razones muy fundadas para exigir una reparación de su honor ofendido, y en caso de no querer aceptar, tendría que medir sus armas con el propio señor Tobías, lo cual sería aún más peligroso.

-Pero, señor, todo este asunto tiene tanto de descortés como de peregrino –replicó  la pobre Viola temblando de miedo al verse en aquel para ella tan inesperado trance. – Tened la bondad de preguntar a ese caballero en qué se siente ofendido; pues, si alguna queja tiene de mí, de cosa que le haya molestado, habrá sido por inadvertencia, jamás con intención de ofenderle.
-Por complaceros lo haré –dice el señor Tobías. – Señor Fabiano, quedaos aquí con este señor hasta que yo vuelva.

Va entonces el señor Tobías en busca del señor Andrés, y hallándole en la calle, le pinta con los más vivos colores la disposición belicosa en que se halla el paje y su maravillosa habilidad en el manejo de la espada. Al señor Andrés le faltó poco para caer muerto de miedo al oír tales alabanzas del valor y bizarría de su contrincante.

-Si hubiera sabido que es tan intrépido y buen esgrimista –dice con voz entrecortada por el miedo –primero le hubiera hecho colgar de un árbol que atreverme a retarle en desafío: a fe mía que me da poco gusto el lance, y voy a transigir entregándole Capileto, mi caballo gris.

-Voy, pues, a proponérselo, aunque dudo que lo acepe; así está él de exasperado y ávido de batirse. Sea como quiera, tened buen ánimo, que yo procuraré que no sea duelo a muerte –dice el señor Tobías.

Y añade, riéndose aparte.

-Voto a tal, que me parece que voy a hacer trotar al caballo, de la misma manera que te he hecho trotar a ti.

Entre éstas y éstas, encontráronse con Viola y Fabián.

-El señor Andrés ofrece su caballo como medio de transacción –dice por lo bajo Tobías a Fabián: -le he dado a entender que el paje es el diablo en persona para batirse.

-La idea que el paje se ha formado del señor Andrés no es menos terrorífica –responde el señor Fabián, riéndose: -está tan pálido y desencajado como si tuviese un oso al alcance de sus talones.

-Nada tengo que añadir a lo que llevo dicho, señor –dijo entonces el señor Tobias a Viola. –El señor Andrés ansía batirse porque ha de cumplir su juramento: ha reflexionado más detenidamente el asunto, y opina que no hay que decir una palabra más sobre él: desenvainad, pues, vuestra espada; pero únicamente para que él pueda cumplir su juramento; él tendrá buen cuidado de no heriros; así lo ha jurado también.

-¡Qué el Cielo me proteja! –murmuró aparte Viola. –Poca cosa me bastaría para revelar el secreto de mi sexo.

-Si viereis que acomete con furia, echad paso atrás –dice Fabián al oído a Viola.

Después volviéndose al otro contrincante, que tiembla de pies a cabeza, dícele:  

-¡Ea, señor Andrés, no hay remedio! ¡Hay que batirse! Este gentilhombre quiere tirar de la espada, aunque no sea más que para cumplir su palabra. 

Las leyes del duelo le prohíben hacer lo contrario; pero bajo palabra de caballero me ha prometido no haceros daño alguno. ¡Ea a las armas!

-¡Quiera el Cielo que cumpla su palabra! –murmura el señor Andrés.

-Os aseguro que me bato contra mi voluntad –tartamudea Viola.

Entonces los inflexibles padrinos arrastran a sus respectivos sitios a los infortunados contrincantes, costándoles no poco trabajo impedir que abandonen vergonzosamente el campo. Difícil cosa hubiera sido afirmar cuál de los dos estaba más amedrentado: el señor Andrés temblaba como un azogado, mientras Viola palidecía de sólo verse espada en mano. Peor afortunadamente para ambos, interrumpióse bruscamente el combate antes de que hubiesen logrado cruzar las espadas. Antonio el capitán de barco, acertó a pasar por allí; vio a Viola, y creyó que era Sebastián, pues su vestido de paje era copia exacta del que llevaba su hermano, y llevado de su constante deseo de salvar a Sebastián y jugarse la vida por él, intervino en el lance diciendo al señor Andrés:

-Caballero, envainad la espada. La ofensa que hayáis recibido de este joven, sea la que fuere, la tomo yo por mi cuenta: si sois vos el que atacáis, yo os reto en su nombre.

-Y vos ¿Quién sois? –pregúntale el señor Tobías, viendo con disgusto escapársele aquella ocasión de solaz que se veía ya en las manos.

-¿Quién soy me preguntáis? –responde Antonio con desenfado: -pues cualquiera, dispuesto, por amor de este joven, a hacer más aun de lo que le habréis sin duda oído contar en alabanza propia.

-Muy bien, pues si vos sois un valiente, aquí tenéis a vuestro hombre; conmigo habréis de batiros – dícele el señor Tobías, quien, a pesar de sus defectos, no tenía nada de cobarde.

Cruzáronse esta vez en serio las espadas, pero el duelo se vio también interrumpido por la presencia de unos oficiales que venían a arrestar a Antonio por orden del duque Orsino: el capitán no había sabido ocultarse con el cuidado que era menester para no ser conocido como antiguo enemigo del duque, y no había salvación posible para él.

-Ved cuán caro he comprado el placer de encontraros –dijo Antonio a Viola, tomándola por Sebastián; -pero ya no hay remedio; pagaré con la vida mi temeridad. Y ahora, ¿qué vais a hacer vos? La necesidad me obliga a pediros que me devolváis el dinero que os presté. Creed que la pena que tengo por lo que os sucede es mayor que la que experimento por lo que veo venir sobre mí. Pero, tened buen ánimo, que os saldréis de todo.

-¡Ea, señor, es hora de partir! –dijo a Antonio uno de los oficiales que habían venido a prenderle: Viola miraba estupefacta a Antonio, pues no recordando haberle visto en su vida, no podía comprender el significado de sus palabras.

-Permitidme que os suplique de nuevo que me devolváis parte del dinero –añadió Antonio, con visible sentimiento.

-¿Qué dinero, señor? –repuso Viola. –En atención a la bondad de que acabáis de dar prueba, y sobre todo por la lástima que me inspira vuestra actual situación, estoy dispuesto a prestaros algo de mi modesto haber: mi fortuna no es mucha; pero la partiré con vos; tomad la mitad de lo que poseo.

Ofendido quedó Antonio por la aparente ingratitud de aquel a quien prestara él tan grandes servicios: como bien nacido que era, tenía repugnancia a hacer gala de sus generosidades; pero ante la actitud de Viola que se obstinaba en desconocerle, creyóse obligado a referir que había salvado del naufragio a aquel joven y que después le había dado grandes pruebas de afecto e interés. En el discurso de su narración pronunció el nombre de Sebastián, que él creía ser el del paje; con ello comprendió Viola el enigma; pero no tuvo tiempo para responderle, pues los oficiales se lo llevaron sin darle lugar.

El nombre Sebastián, salido de los labios de Antonio, fue un repentino iris de esperanza que brilló en el corazón de la joven Viola. Sabía muy bien ella cuánto se parecía a su hermano; además, al disfrazarse había tomado exacto modelo de la indumentaria que Sebastián usaba habitualmente; el mismo corte, el mismo color y los mismos adornos. ¡Quién sabe, (decía para sí) si la tempestad, en medio de su ira, se apiadó de Sebastián y el infeliz está salvo!...

-Es sencillamente un despreciable muchacho y sin honor, cobarde como una liebre –exclama el señor Tobías al ver que se aleja Viola: - su perversidad se manifiesta en la manera como abandona a su amigo en la desgracia y reniega de él: por lo que respecta a su cobardía, preguntad a Fabiano.

-¡Un cobarde de baja estofa; cobarde de convicción! –exclama Fabiano confirmando la apreciación del señor Tobías.

-¡Por mi honor! – Exclama entonces Andrés, -voy tras él y le pego.

-Sí, hazlo: apaléale bien, pero sin sacar la espada –añade el señor Tobías.

-Si no fuese porque… -vocifera el señor Andrés, echándoselas de valiente.

-Veremos a ver lo que pasa –dice Fabiano.

-Apostaría cualquier cosa que no pasará nada; no llegará la sangre al río –replica el señor Tobías en tono burlón.

Triste y pensativo había quedado Olivia al oír de boca del paje Cesáreo, al despedirse de ella, que no habría mujer alguna que poseyese jamás su corazón. Parecióle que en la grave dignidad de Malvolio había de encontrar un lenitivo a su pena, y con este intento hízole llamar.

-Ya viene, señora –dice la vivaracha María, -pero tan extrañamente vestido, que no dudo de que está loco.

-¿Por qué? ¿chochea acaso? –pregunta Olivia.

-No, señora, no chochea; pero le da la manía de sonreír continuamente: bueno sería que Vuestra Merced tuviese alguien a su lado al recibir su visita, pues no dudo de que está algo descentrado –dice María.

-Ea: tráemelo.

Al comparecer María acompañando a Malvolio, quedó la condesa consternada al notar el extraño cambio que se había operado en su intendente, a quien viera antes siempre tan formal y juicioso en sus ademanes y en sus palabras. Adelantóse Malvolio, con menudo paso y gesticulando de peregrina manera para mostrar una graciosa afabilidad; contraía sus macilentas mejillas y sus severas líneas con ridículos visajes que aspiraban a ser cautivadoras sonrisas; sus delgadas piernas agarrotadas dentro de unas medias amarillo vivo, estaban adornadas con ligas entrecruzadas desde el tobillo hasta las rodillas. No dudó ni un momento Olivia de que el buen intendente había perdido el juicio, sobre todo al ver que respondía a sus preguntas con incomprensibles razones. En realidad no hacía más que repetir los conceptos de la carta que recogiera del suelo, y que para Olivia, que ignoraba toda aquella comedia, eran un enigma.

Malvolio seguía saludando y haciendo visajes; enviaba furtivos besos a Olivia, indicando a María que se retirara. Afligíase Olivia al pensar en el cambio repentino que había sufrido aquella cabeza, antes tan ordenada, de su intendente cuya honradez y fieles servicios en tan gran estima tenía. Dio, pues, orden a sus familiares que le atendiesen con particular cuidado, y llamó, por medio de María, al señor Tobías para darle las precisas instrucciones que el caso requería.

Encantado esta Malvolio al ver el interés de la condesa y la importancia que se daba a su persona, y seguía entregado, cada vez con mayor ahínco, a sus halagüeñas reflexiones sobre la altura a que soñaba haber llegado.

Convencido estaba de que la condesa se había enamorado de él y de que al llamar al señor Tobías no tenía otra intención que proporcionar a su intendente una ocasión de ejercer su severidad hacia el caballero, según le aconsejaba la carta. Al entrar María y tras ella el señor Tobías, adoptó Malvolio una actitud de soberano desdén, como viendo llegada la ocasión de cebarse sobre su víctima: a María y al señor Tobías se les reían los huesos y al ver el maravilloso éxito de la jugarreta, animábanse cada vez más a continuar la chanza. Fingiendo que creían haber Malvolio perdido la razón, atáronle y le encerraron en una habitación obscura: después el bufón Festo se presentó con piadosa y lastimera voz fingió ser el cura que venía a visitarle en su aflicción. Sostuvo con Malvolio una larga disputa, en la que el infeliz dio a entender bien a las claras que estaba en su sano juicio. Pero Festo (o el señor Topas, pues tal era el nombre que había tomado para aquella farsa), no quería darle esperanza alguna de libertad y se despidió de él sin haberle prestado el más pequeño alivio ni consuelo.

Al señor Tobías empezaba a parecerle que la broma había ya durado lo bastante y que era ya tiempo de poner en libertad a Malvolio, tan pronto como pudiese hacerse sin inconveniente alguno. No se le ocultaba el vivo disgusto que recibiría la Condesa si se enteraba de la verdad de lo que sucedía; por otra parte, reconocía que era demasiado malquisto de la Condesa para llevar adelante por más tiempo e impunemente la broma: suplicó, pues, al bufón que hablase a Malvolio con voz natural. Festo entonó una de sus coplas como si acabase de llegar; conocióle Malvolio y llamóle en su auxilio suplicándole se apiadase de él, diciéndole:

-Bufón mío, si quieres hacer méritos conmigo, proporcióname una candela, una pluma, tinta y papel: te prometo por quien soy que te lo agradeceré toda mi vida.

Complugóse el bufón en torturar un poco más al intendente antes de cumplir su encargo. Por fin fue a buscar lo que Malvolio deseaba, y se lo trajo.

Malvolio escribió una carta, que el bufón se encargó de llevar a su destino. El contenido de la misma probaba bien a las claras la cordura del que la escribiera, aunque estaba justamente indignado de los malos tratos que se le habían dado. Olivia ordenó que se le pusiera inmediatamente en libertad. Al comparecer de nuevo Malvolio en presencia de la Condesa y reprocharle amargamente por la carta que él suponía haberle escrito y por la manera indigna como le habían burlado, aseguróse Olivia que la tal carta no era absolutamente obra suya, sino que la había escrito María.

Tomó entonces la palabra Fabián, diciendo:

-Confieso francamente que el señor Tobías y yo somos quien ha hecho esta broma a Malvolio en venganza de ciertos actos de rudeza y descortesía que hirieron nuestra sensibilidad. La que redactó la carta fue María a instancia del señor Tobías, en recompensa de lo cual él ha pedido su mano. La alegre y chismosa agudeza con que se ha llevado todo este asunto, debe excitar más bien la risa que provocar la venganza, si se examinan y aquilatan las faltas cometidas por ambas partes.

-¡Ay de mí!, ¡y cómo se han burlado de este pobre inocente! –exclamó Olivia.

-¡Guay de vosotros, vil canalla!, ¡y cómo voy a vengarme de vuestras villanías! –exclamó desesperado Malvolio, mientras Olivia ponía a las carcajadas de los demás con estas palabras.

-Verdaderamente no merecía tan mala pasada.

Olivia, en su deseo de hablar de nuevo con el paje Cesáreo, mandó al bufón a buscarle; pero habiendo éste hallado casualmente en la calle a Sebastián, tomóle por Viola y dióle el recado de la Condesa. Las palabras del bufón fueron un misterio para Sebastián, cuya sorpresa subió de punto al ver que arremetía contra él un gentilhombre, que parecía estar loco y que dándole un golpe en la espalda, le decía:

-¿Conque otra vez por aquí, señor?; ea, tomad ésa.

-Y tú ésta, y ésta y ésta otra –replica Sebastián correspondiéndole con sendos puñetazos en la espalda. -¿Será, vive Dios, esta ciudad una jaula de locos?

Sorprendido quedó el señor Andrés y vivamente despechado viendo que el joven a quien había tomado por un cobarde mentecato tenía tan gran fuerza de puños. El señor Tobías interpúsose en favor de su temeroso amigo: tanto él como Sebastian habían ya desenvainado la espada y preparábanse a librar serio combate, cuando Olivia, avisada por Festo, acudió presurosa a poner paz.

-¡Detente Tobías –díjole severamente; -te lo mando por tu vida; detente!

Luego, volviéndose a Sebastián, y tomándolo por Cesáreo, pídele por favor que perdone la grosería de su pariente y que se digne entrar en su palacio.

-O me he vuelto loco, o estoy soñando –murmura Sebastián, estupefacto al oír que la bella Condesa se le dirige como a un amigo muy querido.

Pero, ya fuese sueño, ya realidad, la escena era muy agradable, y él hubiera querido que tan dulce ilusión durara para siempre.

-Si esto es soñar, no quiero interrumpir tan dulce sueño –decía para sus adentros.

El bello y apuesto mancebo no fue menos sensible a los encantos de la condesa, y al ofrecerle ésta su mano, consintió no sólo con gusto, sino también con ansia. Bien hubiera deseado pedir consejo a su excelente amigo Antonio, el capitán del barco; pero érale imposible porque al volver, a la hora convenida, a la hospedería del Elefante, ya no halló en ella al capitán. Como ignoraba que el infeliz hubiese sido arrestado por los oficiales del duque, no acertaba a explicarse su desaparición.

Aún no habían transcurrido dos horas desde la celebración de los esponsales de Olivia con Sebastián, cuando Orsino, acompañado de Viola se encaminó hacia la morada de la Condesa: antes de llegar a ella encontráronse con los oficiales del duque que traían preso a Antonio, dando este encuentro nueva ocasión a enigmáticas situaciones.

Antonio tomó otra vez a Viola por Sebastián y le reprochó duramente su ingratitud. Viola negó con todas sus fuerzas haber conocido al capitán antes de lance con el señor Andrés, del cual tan galantemente le librara. Afirma Antonio que hacía tres meses que vivían juntos, a lo cual declaró el duque que el capitán debía estar loco, por cuanto hacia tres meses que el paje estaba a su servicio.

Olivia, terciando en el debate, creyó reconocer en Viola al joven que acababa de elegir por esposo y le hizo quedar estupefacto al darle el nombre de tal. Llamaron por testigo al sacerdote que los casara, el cual confirmó lo dicho por Olivia. Tocóle después el turno al duque, quien se indignó al ver la falsedad y traición de Viola, pues se figuraba que su paje había aprovechado la ocasión del mensaje cerca de Olivia, para sustraerle el amor de la condesa.

Así estaban las cosas, cuando llegó Sebastián. Hermano y hermana reconociéronse entonces con no menor estupefacción. Comprendió Antonio que estaba equivocado al calificar a Sebastián de monstruo de ingratitud. Después de todo Olivia se entregaba a un joven que la adoraba y que no tenía absolutamente intención de renegar de su mujer.

El único que se afligía verdaderamente era Orsino al convencerse de que ya no le quedaba esperanza alguna de poseer a Olivia. Allí había, en cambio, una encantadora joven, dispuesta a casarse con él: consintió, pues, en aceptar aquel desquite, y la fidelidad de Viola se vio recompensada.

-Puesto que por tiempo me habéis llamado “señor” –le dijo el duque; -tomad desde luego mi mano, y de hoy en adelante seréis la dueña y señora de vuestro señor y amo.

Pidió entonces la condesa a Viola y Orsino que la considerasen siempre como hermana, e invitóles a celebrar la boda en su palacio el mismo día que ella celebrase la suya con Sebastián. Hecho esto, la alegre comparsa penetró regocijada en el palacio, mientras el bufón cantaba solo estas coplas:

Cuando yo era un rapazuelo,
¡Venga viento y venga lluvia!...
Pero todo me era juego;
Desafiaba yo la furia
Pícaros elementos,
Pensando en su eterna lucha.
Ya cuando me asomó el vello
¡Venga viento y venga lluvia!...
Cerramos puertas por miedo
Al ladrón a quien escudan   
Los pícaros elementos,
Pensando en su eterna lucha.
Para mí el mundo ya es viejo
¡Venga viento y venga lluvia!...
No importa si, como espero
(Y es justo que lo presuma),
Este entretenido cuento
Os dio placer y ventura.