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1era Edición |
ÍNDICE
·
LA INVENSIÓN DE MOREL (Adolfo Bioy Casares)
·
LOS RÍOS PROFUNDO (José María Arguedas)
·
NOCHE DE REYES (William Shakespeare)
Obra del escritor argentino Adolfo Bioy Casares nacido el 15 de
setiembre de 1914 y fallecido en la misma ciudad en 1999.
Bioy Casares ha escrito varios de los libros clásicos de la literatura
fantástica latinoamericana. Entre ellos la invención de Morel (1940). Su libro más
celebrado, elaborado en la tradición de la isla del Dr. Moreau (1896) de H.G.
Wells. Sin embargo uno de sus trabajos tardíos, Dormir al sol (1973),
extrañamente desatendido por la crítica, es el que ha ido más allá de la
habitual calificación de “fantástica” que se otorga a su obra completa, pues
añade a lo sobrenatural una historia de amor –de estilo surrealista, si cabe
añadir- pero no solo hay irrealidad y exploración del amor, sino también una
parodia en la tradición del humor negro anglosajón.
Por otro lado, el recurso de lo fantástico no se embrolla en sí mismo
sino que reposa sobre una escritura sobria, extraída de un contacto del escritor
con su realidad urbana. No escribe a partir de una mitología fantástica pura,
sino que echa mano de su propia tradición urbana y la acondiciona en la clave
de lo irreal.
Si bien la obra de Bioy Casares sigue un camino diferente.
Comparte con los autores del boom no solo las marcas naturales de su
época sino la predisposición por la clave fantástica. A diferencia de Bioy en
cuya narrativa se mantienen puros los códigos originarios de la literatura
fantástica, entre los escritores del boom toma forma más bien, una tendencia
que cuestiona la ortodoxia de la literatura fantástica: lo real maravilloso,
estilo particular de narrativa en donde si bien está presente el código
fantástico, este se pone al servicio de temas políticos e históricos, verdadero
centro de intereses nativo de este movimiento. Allí radica la diferencia entre
ellos y Bioy, un escritor purista, huidizo de la cuestión histórica. En el
mundo de lo real maravilloso –donde destaca Cien años de Soledad de García Márquez;
El signo de las luces de Carpentier, La Guerra del fin del Mundo de Vargas
Llosa, entre muchos otros- lo característico es la reflexión sobre la historia
latinoamericana.
Pero no todos los autores del boom promovieron lo real maravilloso, strictu sensu. Cortázar, por ejemplo,
desarrolló una narrativa que pasaba sin contratiempo , por variedad de códigos
–fantástico, político, experimental, lúdico-, carente de detalles históricos en
sus temas, o manieristas en su estilo, tan usuales en el boom Bioy comparte con
Cortázar la inclinación por lo fantástico, pero su enfoque apolítico y su
desintereses experimental lo alejan del escritor de rayuela. Ideológicamente,
permaneció más cerca de escritores vinculados a la revista Sur:
Las hermanas Victoria y Silvina Ocampo, o Borges.
Veamos el contenido de la obra:
Siguiendo un consejo que le da en Calcuta Dalmacio Ombrellieri,
italiano, comerciante en alfombras, un hombre a quien persigue la justicia huye
en una barca a una isla desierta, probablemente a la de Willings, del
archipiélago de las Ellice, y comienza una vida de robinsonismo. Pero en esa
isla hubo gente, porque existen en ella algunas construcciones modernas más o
menos ruidosas. Debieron ser edificadas por individuos blancos hacia 1924, y
son una capilla, un “museo” y una pileta de natación. En esa última como no
excede del nivel del suelo, abundan las víboras, sapos, escuerzos e insectos
acuáticos.
Respecto al museo (así llamado arbitrariamente por Ombrellieri, que
conoce la isla), que podría ser muy bien un gran hotel o un sanatorio, estaba
bien construido y conservaba bastantes muebles y una biblioteca. Un día, el
solitario de la isla advierte la presencia de gente. Procura ocultarse, vive
como puede en la parte más inhóspita de aquella tierra, desde donde contempla
de cuando en cuando a los nuevos pobladores, que se han instalado en el museo y
van y vienen y hasta bailan entre pajonales ricos en víboras, al son del
pasodoble Valencia o de Té para dos, músicas que lanza a los
aires un poderoso fonógrafo.
Los intrusos le inspiran temor. No olvidan la posibilidad de que le
encuentre la Policía. La naturaleza en el sitio en que él está es terrible,
suelo pantanoso que inundan las mareas, cuyo asalta estuvo más de una vez a
punto de ahogarlo. El robinsonismo, de este personaje, se ejercita con
dificultades crecientes desde que llegaron aquellos invasores. ¿Cómo
presentarse ante ellos cubierto de andrajos, hambriento, pues las provisiones
que encontró en la despensa del museo se han acabado y se alimenta con algo de
caza y vegetales selváticos, casi siempre alucinado bajo el sol del trópico?
Lo más inesperado en tal situación, el amor, surge de repente. Una mujer
va todas las tardes a la puesta del sol, a sentarse solitaria sobre una roca,
para contemplar extática el mar. Él la observa, sin ser visto, día tras día. Es
una mujer joven, morena con aire de cíngara, que lleva un pañuelo de colores a
la cabeza.
El solitario no se decide a hablarle, después de algunas tentativas
después de algunas tentativas frustradas. Por el amor de ella hace versos y
recoge flores. La mujer silenciosa se llama Faustine, lo ve y no hace gran caso
del aparecido, que sigue escondiéndose, y así la espía, viendo como algunas
tardes se encuentra en las rocas con un hombre alto, barbudo, desgarbado,
deportista, que se llama Morel. Faustine y Morel hablan en francés.
Los intrusos de la isla vivían en el museo. Llega más gente, que allí,
en el propio edificio, son vigilados y oídos por aquella especie de fantasma
desharrapado, febril y temeroso, que es el enamorado de Faustine. Esas personas
conversan, proyectan mejoras y construcciones para la isla: una cancha de
pelota, un campo de tenis; otras veces el tema de las conversaciones,
generalmente lánguidas, era un viaje, una fiesta, un régimen alimenticio.
Además de Morel y Faustine, vivían en el amplio edificio una muchacha rubia,
Dora, muy risueña; un joven, Alec, de aire oriental y ojos verdes; otro joven,
moreno, de ojos brillantes y abundante cabellera, y una mujer, Irene, alta,
flaca, de brazos muy largos y “expresión de asco”.
El robinson lleva una vida fantástica en aquella casa, sin que nadie lo
vea, delirando siempre, en esa zona de inverosimilitud que gusta de cultivar el
novelista. Las escenas de puro y caprichoso imaginismo se suceden. Hay un
capitulo en que nuestro hombre, recuerda su vida en la época de la infancia, de
la que fija el dato de sus tardes en el Paseo del Paraíso de una ciudad que no
cita; luego, de un salto, los días anteriores a su detención, su proceso, su
fuga y los meses que llevaba en la isla.
El grupo de los habitantes del museo aumenta; comparecen otros
personajes que llegan en un barco cuyo capitán se entrevista con Morel. Se
organizan bailes, baños en la piscina, reuniones en el hall de la residencia.
El novelista moviliza, por fin a su héroe
para que de una manera coherente nos diga en que consiste la invención de
Morel. Este sabio, físico e investigador, se lo explica una noche a sus amigos.
Consiste en un sistema de aparatos que, reproduciendo con exactitud acciones y
figuras, y de estas lo que en realidad las constituye para la sensibilidad de
los demás, movimientos, voz, forma, color, olor, etc., suplanta con una versión
artificial de la vida, a la vida misma, que de este modo dejaría de ser
artificial. Morel perseguía la obtención de estas versiones o recreaciones,
incluso de seres que ya no existían, porque “en una parte o en otra estarán,
sin duda, la imagen, el contacto, la voz de los que ya no viven, ya que nada se
pierde”. Resalta que Morel había elegido esta isla para sus experimentos por
las excelentes condiciones naturales que le ofrecía bajo diferentes aspectos.
La imaginación morbosa del ex solitario de la isla Willings encuentra
entonces infinitos motivos para fantasear a base de las inauditas consecuencias
que podría reportar a la humanidad el invento de Morel. Porque si los ensayos
del sabio tienen éxito y los cálculos de sus papeles son ciertos, Morel ha
descubierto, nada menos, que el secreto de la inmortalidad. En las imágenes de
los seres que fueron ayer y los que hoy desaparecen-Faustine podría reaparecer
en imagen rediviva aunque se la matase…-y aun en los vivientes el cuerpo y el
alma podrían perpetuarse.
El hombre de la isla de Willings delira, viéndose en compañía de
Faustine en función de la imagen perpetuadora. Por ello, suplica (y así termina
la novela de Bioy Casares) a quien, con arreglo a los estudios de Morel,
produzca la integración de lo disperso que los busque a Faustine y a él. Él
estará en la conciencia de su amada.
Gran amigo de Jorge Luis Borges, hizo este último el prólogo a esta
novela, leamos a Borges:
“Stevenson, hacia 1882, anotó que los lectores
británicos desdeñaban un poco las peripecias y opinaban que era muy hábil
redactar una novela sin argumento, o de argumento infinitesimal, atrofiado José
Ortega y Gasset –La deshumanización del arte, 1925- trata de razonar el desdén
anotado por Stevenson y estatuye, en la página 96, que “es muy difícil que hoy
quepa inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad
superior”, y en la 97, que esa invención “es prácticamente imposible”. En otras
páginas, en casi todas las otras páginas, aboga por la novela “psicológica” y
opina que el placer de las aventuras es inexistente o pueril. Tal es, sin duda
el común parecer de 1882, de 1925 y aun de 1940. Algunos escritores (entre los
que me place contar a Adolfo Bioy Casares) creen razonable disentir. Resumiré,
aquí, los motivos de ese disentimiento.
El primero (cuyo aire de paradoja no quiero
destacar ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La
novela característica, “psicológica”, propende a ser informe. Los rusos y los
discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible suicidas
por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto
de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad… Esa libertad
plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela
“psicológica” quiere ser también novela “realista”: prefiere que olvidemos su carecer
de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad)
un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son
inaceptables como invenciones a las que, sin saberlo, nos resignamos como a lo
insípido y como una transcripción de la realidad; es un objeto artificial que
no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera variedad
sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del Quijote, le
impone un riguroso argumento.
He alegado un motivo de orden intelectual; hay
cosas de carácter empírico. Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es
capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si alguna primacía
tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas. Stevenson
es más apasionado, más diverso, más lúcido, quizás más digno de nuestra
absoluta amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son
inferiores. De Quincey, en noches de minucioso temor, se hundió en el corazón
de laberintos, pero no amonedo su impresión de unuterrable and self-repeating
infinities en fábulas comparables a las de Kafka. Anota con justicia Ortega y
Gasset que la “psicología” de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de
sus argumentos. A Shakespeare, a Cervantes, les agrada la antinómica idea de
una muchacha que, sin disminución de hermosura, logra pasar por hombre; ese
móvil no funciona con nosotros. Me creo libre de toda superstición de
modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o
deferirá de mañana; pero ninguna otra época posee novelas de tan admirable
argumento como The Turno of the Screw, como
Der Prozess, como Le Voyageur sur la Terre, como esta que ha logrado en Buenos
Aires, Adolfo Bioy Casares.
Las ficciones de índole policial –otro género
típico de este siglo que no puede inventar argumentos- refieren hechos
misteriosos que luego justifica e ilustra un hacho razonable; Adolfo Bioy
Casares, en estas páginas, resuelve con facilidad un problema acaso más
difícil. Despliega una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave
que la alucinación o el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo
postulado fantástico pero no sobrenatural. El temor de incurrir en prematuras o
parciales revelaciones me prohíbe el examen del argumento y de las muchas
delicadas sabidurías de la ejecución. Básteme declarar que Bioy renueva
literariamente un concepto que San Agustín y Orígenes refutaron, que Louis Auguste
Blanqui razonó y que dijo con música memorable Dante Gabriel Rossetti:
I
have been here before,
But
when or how I cannot tel:
I
know the grass beyond the door,
The
sweet keen smell,
The
sighing sound, the lights around
The shore…
(He estado aquí antes,
pero cuándo o cómo no
puedo precisarlo:
conozco el césped
detrás de la puerta,
el olor agudo y dulce,
el sonido de un
suspiro, las luces alrededor
de la orilla ...)
En español, son infrecuentes y aun rarísimas las
obras de imaginación razonada. Los clásicos ejercieron la alegoría, las
exageraciones de la sátira y, alguna vez, la mera incoherencia verbal; de
fechas recientes no recuerdo sino algún cuento de Las fuerzas extrañas y alguno
de Santiago Dabove: olvidado con injusticia. La invención de Morel (cuyo título
alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras
y a nuestro idioma un género nuevo.
He discutido con su autor los pormenores de su trama,
la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de
perfecta”.
Publicada en 1961, “Los ríos profundos” es considerada por
la crítica como una de las mejores obras de José María Arguedas. El
protagonista central de la novela es el niño Ernesto, quien ya había sido
protagonista en otro relato de Arguedas (“Agua”).
Ernesto, el niño narrador llega en compañía de su padre a la ciudad del Cusco.
Allí llegarán de noche,
y de inmediato Ernesto se ve sorprendido por el alumbrado eléctrico, por la
belleza de sus iglesias y por la majestuosidad de sus calles. Ahí, padre e hijo
entran en contacto con el viejo, hombre de avanzada edad, quien infundía
respeto, a pesar de su anticuada y sucia apariencia. Todas las personas
importantes lo saludaban con suma seriedad. Pero el padre de Ernesto lo odiaba
por la manera déspota y cruel con que trataba a sus indios. Ernesto salió de su
casa acompañando a su padre creyendo que viajarían a Abancay, pero después
descubriría que su destino seria el Cusco, ciudad imperial que los deja
atónito.
Su padre era pariente
del Viejo, pero eso no era obstáculo para que deseara para él el infierno. El
padre había trabajado para el Viejo como escribiente en las haciendas que este
poseía, de ahí que lo conocía muy bien. Apenas llegaron, el padre le enseña al
hijo los numerosos palacios y los restos arqueológicos del Imperio Incaico. El
Amaru Cancha, palacio de Huayna Cápac le agradó a Ernesto, a pesar que para él
no era más que una ruina que se iba desmoronándose por la cima. El padre le
cuenta todo lo que sabe de esos monumentos arquitectónicos que tantas veces él
había recorrido en sus viajes anteriores. Todo esto hace que Ernesto se
identifique con la cultura andina. Los maltratos que el Viejo infringe a sus
indios, le hacen recordar a Ernesto los que él ha visto, pues ha pasado su
niñez entre personas que maltrataban a los indígenas.
“Mi padre no pudo
encontrar nunca dónde fijar su resistencia, fue un abogado de provincias,
inestable y errante. Con él conocí más de doscientos pueblos. Temía a los
valles cálidos y sólo pasaba por ellos como viajero; se quedaba a vivir algún
tiempo en los pueblos de clima templado. Pampas, Huaytará, Coracora, Puquio,
Andahuaylas, Yauyos, Cangallo… Siempre junto a un rio pequeño, sin bosque, con
grandes piedras lúcidas y peces menudos. El arrayán, los lambras, el sauce, el
eucalipto, el capulí, la tara, son árboles de madera limpia cuyas ramas y hojas
se recortan libremente. El hombre los contempla desde lejos y quien busca
sombra se acerca a ellos y reposa bajo un árbol que canta solo, con una voz
profunda, en que los cielos, el agua y la tierra se confunden.
Las grandes piedras
detienen el agua de esos ríos pequeños; y forman los remansos, las cascadas,
los remolinos, los vados. Los puentes de madera o los puentes colgantes y las
oroyas, se apoyan en ellas. En el sol, brillan. Es difícil escalarlas porque
casi siempre son compactas y pulidas. Pero desde esas piedras se ve como se
remonta el rió, cómo aparece en los recodos, cómo en sus aguas se refleja la
montaña. Los hombres nadan para alcanzar las grandes piedras, cortando el río llegan a ellas y duermen allí. Porque de ningún otro sitio se oye mejor el
sonido del agua. En los ríos anchos y grandes no todos llegan hasta las
piedras. Sólo los nadadores, los audaces, los héroes; los demás, los humildes y
los niños se quedan; miran desde la orilla, cómo los fuertes nadan en la
corriente, donde el río es hondo, cómo llegan hasta las piedras solitarias,
cómo las escalan, con cuánto trabajo, y luego se yerguen para contemplar la
quebrada, para aspirar la luz del río, el poder con que marcha y se interna en
las regiones desconocidas.
Pero mi padre decidía
irse de un pueblo a otro, cuando las montañas, los caminos, los campos de
juego, el lugar donde duermen los pájaros, cuando los detalles del pueblo
empezaban a formar parte de la memoria.
A mi padre le gustaba
oír huaynos; no sabía cantar, bailaba mal, pero recordaba a qué pueblo, a qué
comunidad, a qué valle pertenecía tal o cual canto. A los pocos días de haber
llegado a un pueblo averiguaba quien era el mejor arpista, el mejor tocador de
charango, de violín y de guitarra. Los llamaba, y pasaban en la casa toda una
noche. En esos pueblos sólo los indios tocan arpa y violín. Las casas que
alquilaba mi padre eran las más baratas de los barrios centrales. El piso era
de tierra y las paredes de adobe desnudo o enlucido con barro. Una lámpara de
kerosene nos alumbraba. Las habitaciones eran grandes; los músicos tocaban en
una esquina. Los arpistas indios tocan con los ojos cerrados. La voz del arpa
parecía brotar de la oscuridad que hay dentro de la caja; y el charango formaba
un torbellino que grababa en la memoria la letra y la música de los cantos.
En los pueblos, a
cierta hora, las aves se dirigen visiblemente a lugares ya conocidos. A los
pedregales, a las huertas, a los arbustos que crecen en la orilla de las
aguadas. Y según el tiempo, su vuelo es distinto. La gente del lugar no observa
estos detalles, pero los viajeros, la gente que he de irse, no los olvida. Las
tuyas prefieren los árboles altos, los jilgueros duermen o descansan en los
arbustos amarillos; el chihuaco canta en los árboles de hojas oscuras: el
sauco, el eucalipto, el lambras, no va a los sauces. Las tórtolas vuelan a las
paredes viejas y horadadas; las torcazas buscan las quebradas, los pequeños
bosques de apariencia lejana; prefieren que se les oiga a cierta distancia. El
gorrión es el único que está en todos los pueblos y en todas partes. El
viuda-pisk´o salta sobre las grandes matas de espino, abre las alas negras, las
sacude, y luego grita. Los loros grandes son viajeros. Los loros pequeños
prefieren los cactos, los árboles de espino. Cuando empieza a oscurecer se
reparten todas esas aves en el cielo; según los pueblos toman diferentes
direcciones, y sus viajes los recuerda quien las ha visto, sus trayectos no se
confunden en la memoria.”
(“Obras completas”, José María Arguedas:
Editorial Horizonte-1983- tomo III; págs.: 27-28)
Incansable viajero como
es, después de ver al Viejo, el padre se ve en la obligación de dejar al hijo
en un colegio internado de Abancay. De esta manera Ernesto, sacado de su medio
(el ayllu indio donde había transcurrido su infancia), se ve ahora preso en un
ambiente hostil. Antes de ser internado en aquel colegio, Ernesto junto a su
padre recorre varios pueblos: Yauyos, Cusi, Huancapi, Cangallo, Huamanga y
otros. En muchos de esos pueblitos escucha con gran regocijo los hyaynos que
los indios cantan. Para él fue el viaje más largo y extraño que había realizado
nunca. Tres departamentos tuvieron que atravesar para llegar a su destino. Gran
parte del viaje, el padre de Ernesto se decidió a despotricar del Viejo. “Es
siempre el mismo hombre maldito, le dijo”. Después de varios años de haber
viajado juntos, Ernesto y su padre tuvieron que separarse. El niño se queda en
aquel colegio sin saber que en los futuros meses vivirá en un ambiente de
represión sexual y culpa, su único refugio lo constituirán sus recuerdos de la
vida indígena en el ayllu, la magia de esa naturaleza que lo rodea ahora, sus
creencias, su música y sus valores. En aquel lugar, Ernesto conoce a personajes
de distintas razas y de clases sociales diferentes. Ahí aparecerá la figura de
Lleras, no sólo campeón de garrocha, de carreras de velocidad y back
insustituible del equipo de fútbol, sino también un matón que agrede
constantemente a sus compañeros; el Añuco, un chileno artero y temible que era
el único interno descendiente de una familia de terratenientes. De él se decía
que su abuelo había sido un gran hacendado, vicioso, jugador y galante. Lleras
y el Añuco hacían buena pareja, y el primero era como un protector para el
chileno. Un elemento de repulsión y enajenación de Ernesto en Abancay es, sin
lugar a dudas, la absurda violación a la cual Opa, una desquiciada blanca es
sometida constantemente por los estudiantes del colegio. La muchacha, llamada
Marcelina, constituye un símbolo sexual y uno de los meollos de ese infierno de
violencia que es el internado.
“En las noches, algunos
internos tocaban la armónica en los corredores del primer patio; otros
preferían esconderse en el patio tercero, para fumar y contar historias de
mujeres. El primer pato era empedrado. A la derecha del portón de entrada
estaba el edificio; a la izquierda sólo había una alta pared desnuda y húmeda.
Junto a esa pared había un gran caño de agua con un depósito cuadrangular de
cal y canto, muy pequeño. Viejos pilares de madera sostenían el corredor del
segundo piso y orillaban el patio. Tres focos débiles alumbraban el corredor
bajo; el pato quedaba casi en la sombra. A esa hora, algunos sapos llegaban
hasta la pila y se bañaban en la pequeña fuente o croaban flotando en las
orillas. Durante el día se escondían en las yerbas que crecían junto al chorro.
Muchas veces, tres o
cuatro alumnos tocaban huaynos en competencia. Se reunía un buen público de
internos para escucharlos y hacer de juez. En cierta ocasión cada competidor
tocó más de cincuenta huaynos. A estos tocadores de armónica les gustaba que yo
cantara. Unos repetían la melodía; los otros “el acompañamiento”, en las notas
más graves; balanceaban el cuerpo, se agachaban y levantaban con gran
entusiasmo, marcando el compás. Pero nadie tocaba mejor que Romero, el alto y
aindiado rondinista de Andahuaylas.
El patio interior de
recreo era de tierra. Un pasadizo largo y sin pavimento comunicaba el primer
patio con este campo. A la derecha del pasadizo estaba el comedor, cerca del
primer patio; al fondo, a un extremo del campo de juego, tras una pared vieja
de madera, varios cajones huecos clavados sobre un canal de agua, servían de
excusados. El canal salía de un pequeño estanque.
Durante el día más de
cien alumnos jugaban en ese pequeño campo polvoriento. Algunos de los juegos
eran brutales; los elegían los grandes y los fuertes para golpearse, o para
ensangrentar y hacer llorar a los pequeños y a los débiles. Sin embargo, muchos
de los alumnos pequeños y débiles preferían, extrañamente, esos rudos juegos;
aunque durante varios días se quejaban y caminaban cojeando, pálidos y
humillados.
Durante las noches, el
campo de juego quedaba en la oscuridad. El último foco de luz era el que
alumbraba la pared del comedor, a diez metros del campo.
Ciertas noches iba a
ese patio, caminando despacio, una mujer demente, que servía de ayudante en la
cocina. Había sido recogida en un pueblo próximo por uno de los Padres.
No era india; tenía los
cabellos claros y su rostro era blanco, aunque estaba cubierto de inmundicia.
Era baja y gorda. Algunas mañanas la encontraron saliendo de la alcoba del
Padre que la trajo al Colegio. De noche, cuando iba al campo de recreo,
caminaba rozando las paredes silenciosamente. La descubrían ya muy cerca de la
pared de madera de los excusados, o cuando empujaba una de las puertas. Causaba
desconcierto y terror. Los alumnos grandes se golpeaban para llegar primero
junto a ella, o hacían guardia cerca de los excusados, formando una corta fila.
Los menores y los pequeños nos quedábamos detenidos junto a las paredes más
próximas, temblando de ansiedad, sin decirnos una palabra, mirando el tumulto o
la rígida espera de los que estaban en fila. Al poco rato, mientras aún
esperaban algunos, o seguían golpeándose en el suelo, la mujer salía a la
carrera, y se iba. Pero casi siempre alguno la alcanzaba todavía en el camino y
pretendía derribarla. Cuando desaparecía en el callejón, seguía el tumulto, las
increpaciones, los insultos y los pugilatos entre los internos mayores.
Jamás peleaban con
mayor encarnizamiento; llegaban a patear a sus compinches cuando habían caído
al suelo; les clavaban el taco del zapato en la cabeza, en las partes más
dolorosas. Los menores no nos acercábamos mucho a ellos. Oíamos los asquerosos
juramentos de los mayores; veíamos cómo se perseguían en la oscuridad, cómo huían
algunos de los contendores, mientras el vencedor los amenazaba y ordenaba a
gritos que en la próxima noches ocuparan un lugar en el rincón de los pequeños.
La lucha no cesaba hasta que tocaban la campana que anunciaba la hora de ir a
los dormitorios; o cuando alguno de los Padres llamaba a voces desde la puerta
del comedor, porque había escuchado los insultos y el vocerío.
En las noches de luna
la demente no iba al campo de juego.
El Añuco y Lleras
miraban con inmenso desprecio a los contusos de las peleas nocturnas. Algunas
noches contemplaban los pugilatos desde la esquina del pasadizo. Llegaban
cuando la lucha había empezado, o cuando la violencia de los jóvenes cedía, y
por la propia desesperación organizaban una fila.
-¡A ver, criaturas! ¡A la fila! ¡A la fila!-
gritaba el Añuco, mientras Lleras reía a carcajadas. Se refería a nosotros, a
los menores, que nos alejábamos a los rincones del patio. Los grandes
permanecían callados en su formación, o se lanzaban en tumulto contra Lleras;
él corría hacia el comedor, y el grupo de sus perseguidores se detenía.
Un abismo de odio
separaba a Lleras y Añuco de los internos mayores. Pero no se atrevían a luchar
con el campeón.
Hasta que cierta noche
ocurrió algo que precipitó aún más el odio a Lleras. El interno más humilde y
uno de los más pequeños era Palacios. Había venido de una aldea de la
cordillera. Leía penosamente y no entendía bien el castellano. Era el único
alumno del Colegio que procedía de un ayllu de indios. Su humildad se debía a
su origen y a su torpeza. Varios alumnos pretendíamos ayudarle a estudiar,
inútilmente; no lograba comprender y permanecía extraño, irremediablemente
alejado del ambiente del Colegio, de cuanto explicaban los profesores y del
contenido de los libros. Estaba condenado a la tortura del internado y de las
clases. Sin embargo, su padre insistía en mantenerlo en el Colegio, con
tenacidad invencible. Era un hombre alto, vestido con traje de mestizo usaba
corbata y polainas. Visitaba a su hijo todos los meses. Se quedaba con él en la
sala de recibo, y le oíamos vociferar encolerizado. Hablaba en castellano, pero
cuando se irritaba, perdía la serenidad e insultaba en quechua a su hijo.
Palacitos se quejaba, imploraba a su padre que lo sacara del internado.
-¡Llévame al Centro
Fiscal, papacito!- le pedía en quechua.
-¡No! ¡En Colegio!- insistía
enérgicamente el cholo.
Y luego se iba. Dejaba
valiosos obsequios para el Director y para los otros frailes. Traía cuatro o
cinco carneros degollados y varias cargas de maíz y de papas.
El director llamaba a
Palacitos luego de cada visita del padre. Tras una larga platica, Palacitos
salía aún más lloroso que del encuentro con su padre, más humilde y acobardado,
buscando un sitio tranquilo donde llorar. A veces la cocinera podía hacerlo
entrar en su habitación, cuidando de que los Padres no lo vieran. Nosotros le disculpábamos
ante el profesor, y Palacitos pasaba la tarde hasta la hora de la comida, en un
extremo de la cocina, cubierto con algunas frazadas sucias. Sólo entonces se
calmaba mucho. Salía de la cocina con los ojos un poco hinchados, pero con la
mirada despejada y casi brillante. Conversaba algo con nosotros y jugaba. La
demente lo miraba con cierta familiaridad, cuando pasaba por la puerta del
comedor.
Lleras y Añuco se
cansaron de molestar a Palacitos. No era rebelde, no podía interesarles. Al
cabo de un tiempo, el Añuco le dio un puntapié y no volvió a fijarse en él.
Pero una noche, la
demente fue al patio de recreo en forma inusitada; debió de caminar con gran
sigilo, porque nadie la descubrió. De pronto oímos la voz de Palacitos que se
quejaba.
-¡No! ¡No puedo! ¡No
puedo, hermanito!
Lleras había desnudado
a la demente, levantándole el traje hasta el cuello, y exigía que el humilde
Palacitos se echara sobre ella. La demente quería, y mugía, llamando con ambas
manos al muchacho.
Se formó un tropel.
Corrimos todos. La oscuridad no era tan grande. Era una noche sin nubes y muy
estrellada. Vimos a Palacitos cerca de la puerta, dentro de la pared de madera;
en el suelo se veía también el cuerpo de la demente. Lleras estaba frente a la
puerta.
-¿Qué quieren, perros?-
habló a gritos-. ¡Fuera, fuera! ¡Aquí está el doctor Palacios, el doctor
Palacios!
Iba a reírse, pero
saltamos sobre él. Y entonces llamó con voz desesperada.
-¡Auxilio, Padres,
auxilio!
La demente pudo
escapar. No se dirigió al callejón, astutamente, corrió hacia el otro extremo
del campo. Dos Padres vinieron al patio.
-Me han querido
huayquear, Padre- se quejó Lleras.
Los demás no pudieron
decir nada.
-¿Por qué?- preguntó
uno de los Padres.
-Ustedes saben, Padre,
que es un matón, un abusivo- contestó Romero, el mayor de todos.
-¿Qué he hecho? ¡Digan
qué he hecho!- preguntó cínicamente Lleras.
-Ha querido abusar de
Palacios, como un demonio, suciamente…
-¿Suciamente? ¿Qué es
eso?- preguntó uno de los Padres, con aparente ira.
-Pretextos, Padrecito-
contestó el Añuco-. Le tienen envidia por sus campeonatos.
-¡Estupideces de
malcriados! ¡A dormir! ¡Largo de aquí todos!- ordenó el Padre.
Lleras corrió primero.
Todos fuimos tras él.
Ya en el dormitorio,
Romero desafío a Lleras.
-Mañana en la noche-
dijo Lleras.
-¡Ahora mismo!- pido
Romero.
-¡Ahora mismo!-
clamamos todos.
Pero el Director empezó
a caminar frente al dormitorio.
Palacios no se atrevía
a mirar a nadie. Se acostó vestido y se cubrió la cabeza con las mantas.
El Añuco miró a Romero
antes de entrar en su cama, y le dijo:
-¡Pobrecito, pobrecito!
Romero estaba decidido
y no contestó al Añuco; no se volvió siquiera hacia él. Luego el Padre Director
apagó las luces. Y nadie más volvió a hablar.
A pesar de nuestra gran
ansiedad el desafío no pudo realizarse. El Director prohibió que durante la
semana fuéramos al patio interior.
Lleras y su amigo
fumaban en los sitios ocultos del corredor, o se paseaban abrazados. Nadie se
acercaba a ellos. El Añuco corría a la fuente, cuando oía croar a los sapos, y lanzaba
pequeñas piedras al depósito de agua, o daba golpes en los bordes del estanque,
con un palo largo de leña. “¡Malditos, malditos!”, exclamaba; y golpeaba
ferozmente. “Va uno, Lleras. Le rompí el cuerpo”, decía jubilosamente. Y venia
al pie del foco para ver si el palo tenía sangre.
Pasaron los días y
Romero perdió su coraje. Dejó de hablar sobre sus planes para derrotar a
Lleras, del método que iba a emplear para fundirlo y humillarlo. “Llegó por fin
la hora”, nos había prometido: “Le romperé la nariz. Han de ver chorreando
sangre a ese maldito”. Y podía haberlo conseguido. Romero era delgado, pero
ágil y fuerte; sus piernas tenían una musculatura poderosa; jugaba de centro half
en el equipo del Colegio; chocaba con adversarios más altos y gruesos y los
derribaba; o saltaba como un mono esquivando diestramente a grupos de
jugadores. Teníamos una gran fe en él. Sin embargo, fue callando día a día. Y
nadie quiso obligarlo. Lleras era mañoso, experimentado y feroz. “Si se ve
perdido puede clavarle un cuchillo a Romero”, dijo uno de los internos.
Pero Lleras tampoco
recordó el compromiso. El domingo siguiente salieron primero él y su amigo. No
los vimos en el pueblo ni en el campo de futbol.
No vinieron a almorzar al
Colegio. Dijeron después que habían ido a escalar montes y que consiguieron
llegar hasta las primeras nieves del Ampay.
Palacios huía de Lleras
y Añuco. Se protegía caminando siempre con nosotros; sentándose a nuestro lado.
Su terror hizo que confiara algo más en sus compañeros de clase.
-Si lo viera en mi
pueblo, con mi padre lo haría matar- me dijo en aquellos días en que
esperábamos la pelea. Temblaba un poco mientras hablaba. Y por primera vez vi
que una gran resolución endureció su mirada y dio a su rostro una expresión
resplandeciente. Sus mejillas enrojecieron.
Su padre vino a
visitarlo cuando el desafío se había frustrado. Poco después de la visita me
llamó a nuestro salón de clase. Junto a la mesa del profesor me habló en voz
muy baja.
-Oye, hermanito, dale
esto a Romero. Mi padre me lo ha regalado porque le he ofrecido pasar de año.
Y puso en mis manos una
libra de oro brillante, que parecía recién acuñada.
-¿Y si no quiere?
-Ruégale. Nadie sabrá.
Si no quiere, dile que me escaparé del Colegio.
Fui donde Romero. Lo
llevé al internado. Era cerca de las seis de la tarde y todos los alumnos
estaban en los patios. Le entregué la libra. Primero enrojeció, como ante un
gran insulto, luego me dijo: “No; yo no puedo aceptar; soy un perro”. “Tú ya
has humillado a Lleras- le contesté en voz alta- ¿No lo ves? Hace muchos días
que no impera como antes, que no abofetea a los chicos. Grita, resondra y
amenaza, pero no tiene el valor para tocarnos. Mejor que no peleaste. Le has
puesto un bozal sin haberle derrotado”. Y como siguió dudando y no levantaba
los ojos, yo continué hablándole. Me aturdía verle con la mirada baja, siendo
tan mayor y llevándome tantos grados de estudio. “¿No ves cómo Palacitos ha
cambiado?- le dije-. Tú tendrás la culpa si huye del Colegio”. Recibió la
moneda. Y se decidió a mirarme. “Pero no la voy a gastar- dijo-. La guardare
para recuerdo.” Luego pudo sonreír.
Y Palacios llegó a ser
un buen amigo de Romero. No de pronto, sino lentamente. Este hecho, por sí
mismo, se convirtió en una especie de advertencia a Lleras. Creo que desde
entonces Lleras decidió fugar del Colegio, aun teniendo en cuenta que debería
abandonar a Añuco, dejándolo tan inerme, tan bruscamente hundido.
La demente no volvió a
ir al patio oscuro, varias semanas.
Muchos internos se
impacientaron. Uno de ellos, que era muy cobarde, a pesar de su corpulencia,
llegó a maldecir. Le llamaban Peluca, porque su padre era barbero. Peluca se escondía
en los excusados y aun bajo los catres, cuando alguno de los Padres llevaba al
patio de juego los guantes de box. Tenía una constante expresión lacrimosa,
semejante a la de los niños que contienen el llanto.
-Peluca, no llores. No
seas así- le decían sus compañeros de clase y los internos. Él enrojecía de
ira; rompía sus cuadernos y libros. Y cuando lo exasperaban, llamándole en
coro, llegaba a derramar lágrimas.
-Peluquita, no seas
triste.
-Peluquita, traeré a mi
abuela para que te consuele.
-¡Agú, Peluquita!- le
decían.
Debía tener 19 ó 20
años. Su cuello era ancho, su nuca fuerte, como la de un toro; sus manos eran
grandes. Tenía piernas musculosas; durante las vacaciones trabajaba en el
campo. Al principio creyeron que podría boxear. Contaban los alumnos que
temblaba mientras le aseguraban los guantes; que su rival, a pesar de todo, lo
miraba con desconfianza. Pero cuando recibió el primer golpe en la cara, Peluca
se volvió de espaldas, se encogió y no quiso seguir luchando. Lo insultaron;
los propios Padres le exigieron, lo avergonzaron, con las palabras más
hirientes; todo fue inútil, se negó a dar la cara a su contendor. El Padre
Cárpena, que era aficionado al deporte, no pudo contenerse, le dio un puntapié
y lo derribó de bruces.
Sin embargo, en el
patio interior, cuando veía llegar a la demente, el Peluca se transfiguraba.
Aprovechaba el desconcierto del primer instante para que no le rezagaran.
Decían que entonces se portaba con una astucia que enloquecía a los demás. Y
luego huía al patio de honor, cerca de los Padres. Muchas veces, ciegos de ira,
lo otros internos pretendían separarlo de la demente, con terribles golpes;
pero decían que la demente lo abrazaba con invencible fuerza. Y Peluca salía de
los excusados entre una lluvia de puntapiés. Muy raras veces lo dejaban atrás;
y en una de aquellas ocasiones rompió la pared de madera de un solo puñetazo.
A la cuarta semana de
espera, luego del incidente de Palacitos y la opa, Peluca fue presa de gran
impaciencia. No hablaba, caminaba agitadamente; subía y bajaba las escaleras
que conducían a los dormitorios. Profería obscenas maldiciones. No oía los
insultos y las burlas con que acostumbraban herirlo.
-Oye, Peluca; oye,
bestia- le llamaban.
-¡Qué amorcito a la
demente!
-¡Se muere, se muere
por ella!
-¡Miren cómo llora!
Y reían todos.
Pero a él no le
importaba ya; estaba demasiado pendiente de su propia impaciencia.
El aislamiento de sí
mismo que el Peluca había logrado alcanzar a causa de la devoradora espera,
exasperó a los internos. Y lo atacaron, una noche, en el patio interior.
-Ya no nos oye el
Peluca- se quejaron varios.
-Hay que sacudirlo a
fondo- recomendó otro.
Entonces era noche de
luna. La tierra casi blanca del patio interior y las paredes encaldas
iluminaban el campo de juego. El Peluca entró al campo, solo. Los internos
formaron una especie de cerco tras él y
los encerraron. El Peluca no lo advirtió; siguió caminando en el patio, y
cuando se volvió, porque había llegado junto a los estudiantes que estaban
frente a él, vio que lo habían rodeado. Le empezaron a llamar entonces:
-¡Mueres, Peluca!
-¡Por la inmunda chola!
-¡Por la demente!
-¡Asno como tú!
-¡Tan doncella que es!
-¡La doncella!
¡Tráiganle la doncellita al pobrecito! ¡Al peluquita!
Quedó paralizado en el
centro del corro. Los internos siguieron gritándole. Luego él se repuso, y
acercándose al sitio donde estaban los alumnos más grandes, lanzó un juramento
con voz firme y ardiente.
-¡Silencio, k’anras!
¡Silencio!
Se paró frente a
Ismodes y le habló. Ismodes era cerdón y picado de viruela.
-¡Yo te he visto, k’anra!-
le dijo-. Te he visto aquí, en el suelo, junto a los cajones, refregándote
solo, como un condenado. ¡Casi te saltaban los ojos, chancho!
-Y tú ¡Anticristo!- le
dijo a Montesinos-. ¡Tú también, en el mismo sitio! Te refregabas contra la
pared, ¡perro!
Y fue señalando a todos
y acusándolos del mismo crimen.
A Romero le habló en
forma especial.
-Tú, a medianoche, en
tu cama; acezando como animal con mal de rabia. ¡Aullando despacito! ¡Sólo el
Lleras y yo somos cristianos valientes! ¡Te vas a condenar, k’anra! ¡Todos,
todos ustedes van a revolcarse en el infierno!
Nadie lo detuvo. Se fue
con la cabeza levantada, rompiendo el corro; orgulloso, como ninguno podía
mostrarse.
Los internos se
dispersaron, procurando no rozar mucho el suelo, no levantar ningún ruido; como
si en el patio durmiera un gran enemigo, un nakak’.
Durante el rosario,
después de la comida, lloraron algunos de los pequeños. El Padre Director se sorprendió
mucho. Pero se sintió muy satisfecho del sollozo intenso de los alumnos. Por
única vez el rosario fue coreado con gran piedad y fervor.
(págs. 50-57)
Ernesto tiene que ser un
silenciosos y pasivo espectador de los abusos que ahí se cometen, así como de
las injusticias que sufren otros. Sufre su amistad frustrada con Antero, quien
está a punto de convertirse en un hacendado opresor; siente en carne propia la
humillación diaria del padre Miguel por el único motivo de ser negro, así como
se revela al ver la absurda alianza entre el director del colegio, el padre
Linares y los militares que llegan con el fin de capturar a su jefa, doña
Felipa, y castigar a las indias. Entre tanto, Ernesto se mantiene en contacto
con la música de la naturaleza, con los ríos y los cantos de los pájaros; pero
también se siente desamparado y solo. Los niños más pequeños encuentran en un
juguete, una forma de olvidar el infierno que día y noche se cierne sobre
ellos. Es un trompo que instaura un universo de luz y armonía en el colegio. La
rebelión de las chicheras, encabezada por doña Felipa, se manifiesta por las
calles, reclamando que capturen a los ladrones que les roban. Todos los días
las avenidas se ven invadidas por las enfurecidas indias. Ernesto, por el amor
maternal que le inspira doña Felipa, se solidariza con la rebelión. El padre
Linares, enterado de este gusto, le da una fuerte zurra al muchacho: esto para
Ernesto es la prueba más palpante de que el corrompido cura mantiene a su
iglesia en contubernio con el feudalismo tradicional. Es por esos días en que
una peste de tifus ataca al pueblo y comienza a matar a los pobladores del
lugar. Al final, Ernesto abandona con sumo placer aquel nefasto colegio, con el
pleno convencimiento de que los indios lograrán vencer a la peste. Al igual que
en otras novelas de Arguedas, encontramos dos clases de indios: los k’oñams
degenerados y los comuneros inteligentes y fuertes.
El padre entró al
dormitorio y nos hizo rezar. Cuando iba a salir y se dirigía a la puerta, le
habló el pampachirino.
-Padre- le dijo-, me
han avisado que la fiebre está grasando en la otra banda. ¿Usted saber?
-¿Qué?- preguntó el
Padre.
-La fiebre, Padre; el
tifus. Está grasando en Ninabamba; dicen que está bajando a las otras
haciendas. Los colonos ya están comiendo los piojos de los muertos. Así es…
-¡Nada sé, nada sé! Serán
las chicheras que inventan historias para asustar a la gente. ¡Silencio!
Vuelvan a rezar.
Nos hizo rezar de nuevo.
Y su voz cambió. Imploraba con vehemencia. Se dio cuenta y cambió de tono, al
sonsonete de costumbre. Pero se santiguó al final, pronunciando las palabras
con solemnidad.
-Duerman tranquilos,
hijos.
Se despidió y fue a
pasos lentos hasta la puerta; apagó la luz.
Creí que los internos,
todos, se levantarán de sus camas o se sentarían para seguir preguntando y
averiguando sobre la peste. Que se reunirían alrededor de la cama del
pampachirino o del Chipro. Los había visto siempre alborotarse fácilmente,
exagerar los rumores, contar, inventar, deducir, casi en un estado de
competencia. Pero esta vez, se cubrieron la cabeza con las frazadas y se
callaron inmediatamente; se aislaron. Quedé solo, como debían estar los demás.
Todos habríamos visto a la peste, por lo menos una vez, en nuestros pueblos. Serían
los recuerdos que formaron un abismo entre una cama y otra.
“¡Está grasando la
fiebre!”. La noticia resonaba en toda la materia de que estoy hecho. Yo había
visto morir con la peste, a cientos, en dos pueblos; en Querobamba y Sañayca.
En aquellos días sentía terror cuando alguna mosca caminaba sobre mi cuerpo, o
cuando caían, colgándose de los techos o de los arbustos, las arañas. Las
miraba detenidamente, hasta que me ardían los ojos. Creían en el pueblo que
eran la muerte. A las gallinas que cacareaban en el patio o en el corral, las
perseguían, lanzándoles trozos de leña, o de pedradas. Las mataban. Sospechaban
también que llevaban la muerte adentro, cuando cacareaban así, demostrando júbilo.
La voz de las gallinas, imprecisa, ronca, estallaba en el silencio que en todas
las casas cuidaban. El viento no debía llegar con violencia, porque en el polvo
sabían que venía la muerte. No ponían al sol los carneros degollados, porque en
la carne anidaba el chiririnka, una mosca azul oscura que zumba aun en la
oscuridad, y que anuncia la muerte; siente al que ha de ser cadáver, horas
antes, y ronda cerca. Todo lo que se movía con violencia o repentinamente era
terrible. Y como las campanas doblaban día y noche, y los acompañantes de los
muertos cantaban en falsete himnos que helaban la medula de nuestros huesos,
los días y semanas que duró la peste no hubo vida. El sol parecía en eclipse.
Algunos comuneros que conservaban la esperanza, quemaban el pasto y los
arbustos en la cima de los cerros. De día, la sombra del humo nos adormecía; en
la noche, la luz de los incendios descendía a lo profundo de nuestro corazón.
Veíamos con desconcierto que los grandes eucaliptos no cayeran también con la
peste, que dentro del barro sobrevivieran retorciéndose las lombrices.
Me encogí en la cama.
Si llegaba la peste entraría a los caseríos inmundos de las haciendas y mataría
a todos. “¡Que no pase el puente!”- grité.
Se sentaron algunos
internos.
-¡Eso es! ¡Que no pase
el puente!- dijo el pampachirino.
-Sí. Que se mueran los
del otro lado no más. Como perros- replicó el Chipro.
-Tú has dicho que se
están comiendo ya a los piojos de los muertos. ¿Qué es eso, hermanito? ¿Qué es
eso?
Mientras preguntaba al
pampachirino, se me enfriaba la sangre; sentí hielo en ese salón caldeado.
-Sí. Las familias se
reúnen. Le sacan al cadáver los piojos de la cabeza y de toda su ropa, y con
los dientes, hermano, los chancan. No se los comen.
-Tú dijiste que se los
comían.
-Los muerden, antes. La
cabeza les muelen. No sé si los comen. Dicen ellos “usa waykuy”. Es contra la
peste. Repugnan del piojo, pero es contra la muerte que hacen eso.
-¿Saben, hermano, que
el piojo lleva la fiebre?
-No saben. ¿Lleva la fiebre?
Pero el muerto, quien sabe por qué, se hierve de piojos, y dice que Dios, en
tiempo de peste, les pone alas a los piojos. ¡Les pone alas, hermanito! Chicas
dice que son las alas, como para llegar de un hombre a otro, de una criatura a
su padre o de su padre a una criatura.
-¡Será el demonio!-
dije.
-¡No! ¡Dios; Dios sólo
manda la muerte! El demonio tiene rabo; la muerte es más grande que él. Con el
rabo nos tienta, a los de sangre caliente.
-¿Tú le has visto las
alas al piojo enfermo?
-¡Nadie, nadie,
hermanito! Más que el vidrio dicen que es transparente. Y cuando el piojo se
levanta volando, las alas, dice, mueve, y no lo ven ¡Recemos, hermanitos!
-¡En silencio!- gritó
Valle-. ¡En silencio! - repitió suplicando.
-Como en la iglesia,
mejor, en coro- dijo, arrodillándose, el Peluca.
-¡Cállense! Parecen
gallinas cluecas- dijo Romero con voz firme-. Por la opa no más tanta
tembladera. No hay peste en ningún sitio. Las chicheras se defienden o se
vengan con la boca. ¡Ojalá las zurren de nuevo!
Ya nadie habló. Romeo
debió tranquilizar a muchos. El Peluca se acostó. Se durmieron todos. Algunos
gemían en el sueño. Yo escuché durante la noche la respiración de los internos.
Pasaron grupos de gentes por la calle. Oí, tres veces, pronunciar la palabra
peste. No entendí lo que decían, pero la palabra llegó clara, bien dirigida.
Algunos internos despertaron a medianoche; se sentaban y volvían a recostarse.
Parecían sentir calor, pero en mi cama seguía el frío.
Yo esperé el amanecer
sin moverme. Hubo un instante que me sacudí, porque creí que me había “pasado”,
de tanto contener mi cuerpo. No me fiaba de los gallos. Cantan toda la noche;
se equivocan; si alguno, por alterado, o por enfermo, canta, le siguen muchos,
arrastrados por el primer llamado. Esperé a las aves; a los jukucha pesk’os que
habitaban en el tejado. Uno vivía dentro del dormitorio, en el techo sin cielo
raso. Salía a la madrugada; brincaba de tijera a tijera, sacudiendo las
pequeñas alas, casi como las de un picaflor, y volaba por la ventana que
dejaban abierta para que entrara aire.
El ruiseñor se levantó
al fin. Bajó a un tirante de madera y saltó allí muchas veces, dándose vueltas
completas. Es del color de la ardilla e inquieto como ella. Nunca lo vi
detenerse a contemplar el campo o el cielo.
Salta, abre y cierra las alas,
juega. Se recreó un rato en la madera, donde caía la luz de la ventana. Le dio
alegría a mi corazón casi detenido; le transmitió su vivacidad incesante; pude
verle sus ojos, buscándolos. ¡Ni un rio, ningún diamante, ni la más noble
estrella brilla como aquella madrugada los ojos de ese ruiseñor andino! Se fue,
escapó por la ventana. La claridad del amanecer lucía, empezaba sobre las cosas
del dormitorio y en mí. Bajé de la cama y pude vestirme, en silencio.
Recordando a Chauca, cuando escapó para flagelarse en la puerta de la capilla,
abrí la puerta del dormitorio, empujándola hacia arriba, y no hice ruido.
Ya en el patio, el
cielo que iba iluminándose, con ese júbilo tierno que la naturaleza muestra en
los valles cálidos, al nacer el día, fue cautivándome. Pensé, entonces, que
debía hacer bailar, mejor, a mi zumbayllu, como en la madrugada en que por
primera vez me sentí una criatura del Pachachaca. “¡Lo rescataré!”- Dije- ¡Ahora
habrá aprendido quizá otros tonos, ya que ha dormido bajo la tierra!”.
Corrí al patio
interior. La puerta del pequeño callejón que conducía a la cocina y al cuarto
de la opa no estaba cerrada. Todos mis temores renacieron. “¡Ella!”, dije.
Entré al angosto
pasadizo. Llegué al pequeño patio donde guardaban la leña. Pasaba por allí la
acequia empedrada, de agua pestilente, de los excusados. La puerta del
cuartucho donde dormía la opa estaba entreabierta. La empujé. Me miró la
cocinera; parecía que ella también acababa de entrar; sus ojos se llenaron de
lágrimas.
Sobre unos pellejos
descansaba el cuerpo de la opa. Me acerqué. En la rama mocha de uno de los
troncos que sostenían el techo de malahoja y calamina, el rebozo de doña Felipa
se exhibía, cubriendo andrajos.
Le vi el rostro a la
enferma. Le vi los cabellos, de cerca, y la camisa mugrienta que le cubría el
pecho, hasta el cuello.
-¡Mamita!- le dije a la
cocinera-. ¡Mamita! ¡Adiós dile! ¡A mí también dime adiós!
Me arrodillé en el
suelo, ya decidido.
En los cabellos y en la
camisa de la opa pululaban los piojos; andaban lentamente, se colgaban de cada
hilo de su cabellera, de los que caían hasta el rostro y la frente; en los
bordes de la camisa y en las costuras, los veía en filas, avanzando unos tras otros,
hasta el infinito mundo.
-¿Imam? ¿Imam?-
preguntaba la cocinera.
-Tranquilízate; sal a
la puerta; de allí reza. Se está muriendo- le dije.
Ella lo sabía. Se
arrodillo y empezó a rezar el Padrenuestro, en quechua.
Como a la luz de un
gran sol que iluminara mi aldea nativa, vi claramente la cascada de agua
cristalina, donde los deudos de los muertos por la fiebre lavaban la ropa de
los difuntos; y el eucalipto ante cuya sombra lloraban en la plaza, mientras
hacían descansar a los féretros.
“A esta criatura que ha
sufrido recógela, Gran Señor- la cocinera, concluido el Padrenuestro, dirigió a
Dios su propio ruego, en quechua-. ¡Ha sufrido, ha sufrido! Caminando o
sentada, haciendo o no haciendo, ha sufrido. ¡Ahora le pondrás luz en su mente,
la harás ángel y la harás cantar en tu gloria, Gran Señor…!”
-Voy a avisar al Padre-
le dije-. No entres ya a la choza, hasta que vuelva yo.
En el patio de honor me
detuve. Sentí que millares de piojos caminaban sobre mi cuerpo, y me
calentaban. “¿Cómo le llevo el contagio, cómo le llevo?”, exclamaba, indeciso.
Pero había que salvar a otros. “Lo llamaré y correré”, dije.
Subí las gradas,
despacio, cuidando de no hacer rechinar la madera. Toqué la ventana del
dormitorio del Padre. Me oyó.
-Padre- le dije-. La
opa Marcelina ha muerto. ¡De tifus, Padre! ¡Hágala sacar del Colegio!
Bajé las gradas, casi a
la carrera.
La cocinera seguía de
rodillas, en la puerta de la choza.
Yo entré. Miré el
rebozo de doña Felipa, con repentina alegría. Lo bajé del tronco y se lo
entregué a la cocinera.
-Guárdamelo, señora, es
un recuerdo para mí- le rogué.
Se puso de pie y fue a
guardar la castilla en la cocina.
Cuando regresó, me
había sentado ya en el suelo, junto a los pellejos de la opa.
-Si yo me muero,
lavarás mi ropa- le dije a la cocinera.
Ella me miró extrañada,
sin contestarme.
Levanté los brazos de
la opa y los puse en cruz sobre el pecho; sus manos pesaban mucho. Le dije a la
cocinera que eso era extraño.
-¡Es lo tanto que ha
trabajado, que ha padecido!- me contestó.
Una chiririnka empezó a
zumbar sobre mi cabeza. No me alarmé. Sienten a los cadáveres a grandes
distancias y van a rondarles con su tétrica musiquita. Le hablé a la mosca,
mientras volaba a ras del techo: “Siéntate en mi cabeza- le dije-. Después escupes
en la oreja o en la nariz de la muerta”.
La opa palideció por
completo. Sus rasgos resaltaron.
Le pedí perdón en
nombre de todos los alumnos. Sentí que mientras hablaba, el calor que los
piojos me causaban iba apaciguándose; el rostro de ella embellecía, perdía su
deformidad. Había cerrado ya sus ojos, ella misma.
Llegó el padre.
-¡Fuera!- me gritó-.
¡Sal de allí, desgraciado!
-Yo ya no, Padre- le
rogué-. Yo ya no.
Me sacó, arrastrándome
del cuello. Dos hombres estaban detrás de él, con sabanas en las manos.
Envolvieron rápidamente a la muerta y la levantaron.
Se la llevaron a paso
ligero. Yo los seguí.
Uno de los hombres la
agarraba de la cabeza y el otro de los pies. Era aún la madrugada. En un
instante cruzaron el patio empedrado, entraron a la sombra de la bóveda. El
portero tenía abierto el postigo. Se fueron.
Estaba llorando cuando
el Padre me llevó a empujones, hincándome por la espalda con un trozo de leña,
hasta el pequeño estanque de cemento que había junto a los excusados. Desde
fuera ordenó que me desnudara. El portero me limpió el cuerpo con un trapo; me
cubrió con otra sabana y me llevó cargando a la celda todavía deshabitada del
Hermano Miguel.
Desde el corredor alto
vi ascender al sol, por las cimas de los precipicios, sobre la otra banda de la
quebrada.
Me acostaron en la cama
del Hermano. El Padre me empapó los cabellos con kreso y me envolvió la cabeza
con una toalla blanca.
-Ella fue con el Padre
Augusto a Ninabamba, hace ya como dos semanas- le dije-. Los vi pasar el puente
del Pachachaca. Doña Marcelina subió a la cruz de piedra, como un oso. Ya
estaba para morir, seguro, como yo, ahora.
-¡La desgracia, la bestia!
Se metería con los indios en al hacienda, con los enfermos- dijo el Padre,
estallando en ira, sin poder contenerme.
-¡Ya está la peste,
Padre, entonces! ¡Ya está la peste! Yo voy a morir. Hará usted que laven mi
ropa, que no la quemen. Que alguien cante mi despedida en el panteón. Aquí
saben- le dije.
-¡Infeliz!- me gritó-.
¿Desde qué hora estuviste con ella?
-En la madrugada.
-¿Entraste en su cama?
¡Confiesa!
-¿A su cama, Padre?
Me escrutó con los
ojos; había un fuego asqueroso en ellos.
-¡Padre!- le grité-.
¡Tiene usted el infierno en los ojos!
Me cubrí el rostro con
la frazada.
-¿Te acostaste? Di:
¿entraste a su cama?- seguía preguntándome. Acezaba; yo oía la respiración de
su pecho.
El infierno existe.
Allí estaba, castañeteando junto a mí, como un fuelle de herrero.
-¡Di, oye, demente! ¿Entraste
a su cama?
-¡Padrecito!- le volví
a gritar, sentándome-. ¡Padrecito! No me pregunte. No me ensucie. Los ríos lo
pueden arrastrar; están conmigo. ¡El Pachachaca puede venir!
-¿Qué?- dijo; se acercó
más aún a mí. Sentí el perfume de sus cabellos-. ¿No entraste, entonces, a su
cama? ¡No entraste! ¡Contesta!
Le sentí amedrentado;
creo que la confusión empezaba a marearlo. Era violento.
Me tomó de las manos. Y
volvió a mirarme, tanto, que le hice frente. Sus ojos se habían descargado se
esa tensión repugnante que lo hizo aparecer como una bestia de sangre caliente.
Le hablé, mirándolo:
-Recé a su lado- dije-.
Le crucé sobre el pecho sus manos. La he despedido en nombre de todos. Se murió
tranquila. Ya se murió, felizmente. Ahora, aunque me dé la fiebre, me dejará
usted irme donde mi padre.
-¡Siempre el mismo!
Extraviada criatura. No tienes piojos, ni uno. Te hemos salvado a tiempo. Quizá
no debí preguntarte cosas, esas cosas. ¡Ya vuelvo!
Se fue, en forma
precipitada. Sentí que cerraba la puerta con llave.
Había que evocar la
corriente del Apurímac, los bosques de caña brava que se levantan a sus orillas
y baten sus penachos; las gaviotas que chillan con júbilo sobre la luz de las
aguas. ¿Y al Hermano Miguel? Su color prieto, sus cabellos que ensortijándose
mostraban la forma de la cabeza. Él no me hubiera preguntado como el Padre
Director; me habría hecho servir una taza de chocolate con bizcochos; me habría
mirado con sus ojos blancos y humildes, como los de todo ser que ama
verdaderamente al mundo.
Me cubrí la cabeza con
las frazadas y no pude contener el llanto. Un llanto feliz, como si hubiera
escapado de algún riesgo, de contaminarme con el demonio. Me senté después, ya
descansado, para examinar bien el pequeño cuarto, los cuadros religiosos que
colgaban de las paredes.
(págs. 179-1854)
NOCHE DE REYES
Comedia en cinco actos
y en verso y prosa de William
Shakespeare (1564-1616), escrita hacia los años 1599-1600, quizá
representado la noche de Epifanía del 1600 y publicada en el infolio de 1623.
La obra se conoce también como “Noche de
Epifanía”. Veamos el resumen de la obra.
Érase dos hermanos
gemelos, Sebastián y Viola, tan sumamente parecidos el uno a la otra, que a no
ser por la diferencia de vestido, correspondiente al sexo de cada uno, hubiera
sido imposible distinguirlos.
En un viaje que
hicieron por mar, tuvieron un grave contratiempo: naufragaron cerca de las
costas de Iliria, y aunque lograron tierra sanos y salvos, quedaron, sin
embargo, con la pena de no saber el uno de la otra, creyendo naturalmente que
habían perecido.
El capitán del barco,
salvado en el mismo bote que Viola, tuvo para ella toda clase de atenciones.
Conocía la Iliria, de donde era hijo y en donde había sido educado, y hacía no
más de un mes que saliera de allí. Contó, pues, a Viola que la ciudad estaba gobernada
por un duque tan noble de carácter como de nacimiento y que este duque estaba
enamorado de una hermosa condesa llamada Olivia; que Olivia había perdido padre
y madre en el decurso de aquel año y que, sumida en una profunda tristeza por
este acontecimiento, vivía desde entonces en el retiro sin admitir visitas de
nadie.
Viola había ganado
tierra salvando únicamente la vida, pero destituida de todo recurso. Al oír,
pues, el relato del capitán, entráronle deseos de conocer a la condesa Olivia y
ponerse a sus órdenes sirviéndole en calidad de dama de honor o de servicio,
hasta que se le ofreciese ocasión de hallar mejor situación en el mundo.
Manifestó, pues, estos deseos al capitán, pero éste la desengañó, diciendo:
-Difícil os va a ser
obtenerlo, pues la condesa no se pone al habla con nadie, ni aun con el duque
Orsino.
Ocurriósele entonces a
Viola la idea de disfrazarse de paje y entrar al servicio del duque, de quien
había oído hablar a su padre. Viola cantaba y tocaba varios instrumentos, con
lo cual ya tenía ganado terreno para obtener una plaza en el palacio de Orsino,
pues a éste le gustaba mucho la música. Por su parte el capitán prometió a
Viola no revelar a nadie quien ella era, ayudarla a procurarse un disfraz y aun
presentarla al duque Orsino.
Así se hizo, y a Viola
le salió todo a medida de sus deseos. Por su gracia, su hermosura y su noble
porte, era Viola el más elegante de los pajes, y estas cualidades atrajéronle
muy pronto el favor de Orsino. Aún no habían pasado tres días cuando el duque,
cautivado por el irresistible encanto de Cesáreo (tal era el nombre que tomara
el joven paje), confióle el secreto de su infortunado amor Olivia. Hasta
entonces había visto despreciadas todas sus demostraciones, todos los
mensajeros que le enviara habían sido rechazados: pensó Orsino pues que aquel
apuesto mancebo conseguiría lo que los demás no habían obtenido y que sería su
mejor intermediario. Dióle pues orden de presentarse a Olivia, y encargándole
que insistiese hasta ser recibido por la dama y que se obstinase en no partir
hasta no haber conseguido hablar con ella; obteniendo, que hubiese la
entrevista con la condesa, había de pintarle al vivo el amor de Orsino y las
penas que pasaba por no verse correspondido.
-¡Que el Cielo corone
tus esfuerzos! –díjole el duque al despedirlo;- que de ser así, vivirás tan
libre como tu amo y serás tan feliz como él.
Muy ajeno estaba el Duque a la contrariedad
que su recado había de causar al paje. ¡Pobre Viola!| Su corazón era ya cautivo
de la dulzura y encantadoras prendas del Duque: ¡con qué gusto pues hubiera
aceptado el amor que rehusaba Olivia! Pero se trataba de cumplir con su deber;
por lo cual mostrando gran serenidad, dijo:
-Cumpliré, lo mejor que
sepa, mi cometido, y si lograre hablar con la dama, sabrá ella cuán
ardientemente la amáis.
Aunque la condesa vivía
en la soledad y el retiro, apartada de todo cuanto puede hacer feliz la
existencia, los que la rodeaban no compartían aquella vida de privaciones y
austeridad. Su intendente Malvolio era un respetable personaje de severo
continente, enemigo de bromas y chanzas, censor severo de las costumbres ajenas
y muy pagado de sí mismo. Olivia le tenía en verdadero aprecio porque, aunque
era, como ella decía, un “enfermo de amor propio”, veía en él al hombre honrado
y de conciencia. Consecuencia de este estado de cosas fue un mal disimulado
odio de la turba de parásitos contra el intendente; odio que, tarde o temprano
había de estallar en guerra abierta y declarada.
El principal fautor de
los desórdenes era un bullicioso caballero llamado Tobías Belch, tío de Olivia,
que sentara domicilio en su palacio a la muerte de su hermano: esta tal no pensaba
más que en festines y regocijos, y su vida de disipación y crápula hubiera dado
al traste con el buen nombre de la casa y palacio de la condesa, si no se
hubiese puesto freno a su libertinaje. Tenía Tobías por compañero inseparable a
un frívolo cortesano, el señor Andrés Aguecheek, quien debajo de un tinte de
hombre corrido, pues chapurreaba tres o cuatro idiomas, encubría un fondo de
estupidez inconmensurable. No era que Tobías ignorase la fatuidad del señor
Andrés, al contrario, complacíase en mofarse de él, poniendo de relieve su
bobería; pero en su concepto aquel ridículo gentilhombre no hubiera sido el
marido menos conveniente para Olivia, por lo cual no perdía ocasión de atraerle
al palacio.
Completaba aquella
menguada compañía un tercer personaje, el bufón Festo. Como todos los juglares
de la época, era Festo un ser privilegiado, autorizado a manifestar su opinión
con una franqueza que no se hubiera tolerado a otro individuo de la especie
humana. La misma condesa, a pesar de su prestigio, no podía escapar a sus
mordaces diatribas: era que el bufón tenía gran arraigo porque ya en vida del
padre de Olivia había hecho las delicias del dueño de la casa, y actualmente la
hija escuchaba con indulgencia sus desplantes y aun reprendía a Malvolio cuando
éste intentaba duramente imponer silencio al bufón. A su cómico numen juntaba
Festo un don verdaderamente sobrehumano; poseía una voz de maravillosa dulzura:
en dondequiera que estuviese, alegraba el ambiente ya con alegres y regocijados
cantos, ya con patéticos y plañideros acentos.
María, la doncella de
la condesa, no sentía por Malvolio mayor simpatía que el resto de aquella
bulliciosa servidumbre. Muchacha viva y despierta, pronta siempre a chancearse,
detestaba como la más burda hipocresía el empaque y rígida severidad de
Malvolio.
-Es un asno pretencioso
–decía ella con el mayor descoco: -tiene tan grande estima de sí mismo, y se
cree tan perfecto, que, a su juicio, nadie puede verle sin quedarse prendado de
sus cualidades.
La vanidad del
intendente fue, en efecto, lo que facilitó a los cuatro conspiradores (el señor
Tobías, el señor Andrés, el bufón Festo y la doncella María) la ocasión de
tomar la revancha, jugando una humillante treta al pomposo Catón del palacio.
Al llegar Viola, en
calidad de paje, a la morada de Olivia vio que ya de primer momento se le
negaba la entrada, a lo que respondió que su resolución era quedarse en la
puerta hasta que hubiese cumplido su encargo, y como persistiese no haciendo
coso de la resistencia de Olivia, ésta la mandó entrar y consintió en
recibirla.
-Dame el velo –dijo
Olivia a María; -pónmelo a la cara; tendré que aguantar una de tantas embajadas
de Orsino.
Fue pues; introducida
Viola, acompañándola los cuatro o cinco servidores del duque.
-¿Cuál de las aquí
presentes es la respetable señora de la casa? –preguntó muy dignamente.
-Hablad conmigo, que yo
responderé por ella: ¿qué misión traéis? –preguntó secamente Olivia.
-¡Oh muy radiante,
perfecta e incomparable belleza!... –comienza a decir Viola con enfática
galantería, regodeándose en la ironía de sus fingidos elogios pues el espeso
velo que cubría la cara de Olivia le impedía ver a quién se dirigía. Sin
intimidarse ante la imponente dignidad de la condesa, pidióle permiso para
transmitirle su mensaje y hablarle a solas. Olivia quedó encantada de la
impertinencia y osadía de aquel mancebo, de su presencia de espíritu y de su
noble porte, por lo cual en vez de despedirlo sin miramiento, como había
pensado hacer, hizo retirar a su gente y le ordenó que le expusiese el objeto
de su visita.
Pero lo mismo fue
pronunciar Viola el nombre de Orsino que encerrase la condesa en su habitual
reserva. No le interesaba en absoluto saber de los sentimientos de Orsino, ni
aun de boca de aquel enviado, y así le atajó diciendo:
-¿No os queda más que
decirme?
-Señora condesa,
permitidme que vea vuestro semblante; -implora Viola, deseando curiosamente contemplar
a aquella mujer que tan prendado tenía al duque.
-¿Acaso os ha encargado
vuestro señor que examinéis mi cara? –pregunta Olivia a Viola, disimulando su
secreta satisfacción: -sabed que os apartáis de vuestro cometido; sin embargo,
no tengo inconveniente en complaceros; descorramos la cortina y podréis
contemplar el retrato: mirad, fijaos bien; así soy yo ahora. ¿Qué os parece?
¿es fiel el retrato?
Y quitándose el velo
que la cubría, aparece la condesa con todo el resplandor de su deslumbrante
belleza. Viola la contempla embebecida.
-¡Excelente, si todo lo
que se ve es obra de Dios! –responde Viola, -pues imposible parece que una tez
tan exquisita sea natural.
-El color es sólido,
señor mío, y capaz de resistir al viento y la lluvia, -replica Olivia.
-Es la belleza misma
artísticamente matizada y a la que la hábil y delicada mano de la naturaleza
misma ha dado los colores blanco y rojo. Señora, la más cruel de las mujeres
fuerais si os llevaseis este encanto a la tumba sin dejar una copia, por los menos,
en el mundo.
-¡Oh, señor! No tengo
tan duro corazón para permitirlo –responde Olivia con una amable ironía.
–Repartiré mi belleza en legados: se tomará inventario sin omitir detalle
alguno; en esta forma: dos labios bastante encarnados; dos ojos grises con sus
correspondientes pestañas; un cuello, una barba, y así de lo demás. Ahora bien,
decidme; ¿os han enviado acaso para avalorarme?
-¡Ah! ya comprendo;
estáis engreída –dice Viola. –Mi señor os ama; pero un tal amor merece
recompensa, aunque se os coronase como reina de la belleza.
-Sabe vuestro señor
cuáles son mis sentimientos –replica Olivia: -yo no puedo amarle; aunque me
conste que es noble, de elevada alcurnia, de costumbres intachables, de corazón
generoso, instruido, valeroso, amable y de grandes prendas físicas. No puedo
amarle: tiempo ha que debería estar desengañado.
-¡Ah señora! Si mi amor
hacia vos supusiese el ardor y las cuitas que sufre amándoos mi señor, no
comprendería absolutamente la justicia de vuestro desden; no me conformaría con
él –dice Viola.
-Y ¿qué haríais pues?
–pregunta la condesa.
-Construiría una cabaña
de sauce al pie de vuestro palacio, compondría coplas amorosas y las cantaría
en voz bien alta aun durante la noche, pronunciaría vuestro nombre para que lo
repitiese el eco de las colinas, y el viento mismo se vería obligado a llevar a
vuestros oídos mis plañideros acentos, diciendo: “¡Olivia, Olivia!” Y tened por
seguro que no os dejaría en paz hasta que no os apiadaseis de mí.
-¿Seríais capaz de
hacer todo esto? –dícele Olivia, con acento sarcástico, pero que deja entrever
la emoción que le causa el entusiasmo del paje. -¿Y cuál es vuestro origen?
-Superior a mi fortuna;
aunque mi posición es buena –responde Viola.
-Ea, -dice la condesa;
-volveos a vuestro amo; yo no puedo amarle: decidle además que no me envíe ya
más mensajeros, a menos que seáis vos mismo quien venga a darme cuenta de cómo
ha tomado él mi respuesta. Adiós, gracias de la molestia que os ha causado el
encargo. Tomad.
-Mil gracias señora; no
puedo aceptar, no soy un mensajero de los que se retribuyen; guardad esta bolsa
–responde Viola. –No soy yo, sino mi señor quien merece una recompensa. ¡Plegue
al Cielo que cuando llegue para vos la hora de amar, se convierta en diamante
el corazón de aquél a quien amareis y que vuestro amor, como ahora el de mi
señor, no encuentre más que desprecio! ¡Adiós cruel belleza!
Viola había
verdaderamente hecho cuanto podía por su señor, pero el único resultado que
había obtenido era cautivar para sí el corazón de la condesa. La imponente
Olivia, tan fría y tan altiva para el noble duque de Orsino, sintió que aquel
mancebo la fascinaba. Había rehusado el bolso de dinero que, según la costumbre
de la época, le ofreciera; pero ella no podía permitir que desapareciese por
mucho tiempo, quizá para siempre, sin un recuerdo suyo; por lo cual llamó a su
intendente.
-¡Malvolio! ¡Malvolio!
-A vuestras órdenes,
señora.
-Corre tras este
mensajero rezongón, el paje del duque de Orsino, que se ha dejado esta sortija.
Dile que no la quiero; que desengañe a su señor para que no se haga ilusiones
sobre mi amor, pues no he de casarme con él. Si a ese joven que si se pasa
mañana por aquí, le explicaré las razones que tengo para ello: ea, Malvolio,
date prisa.
-Voy al acto señora
–dice el intendente, alejándose con su habitual empaque y de muy mala gana para
cumplir su encargo.
No era que Viola
hubiese ofrecido sortija alguna a la condesa, por lo cual fácilmente comprendió
que Olivia se había enamorado de ella y quería darle una prueba de afecto.
Lejos pues de complacerse en ello, vio que iba a ser causa de nuevos disgustos.
-¡Pobre mujer! –Decía
para sí; -más le valiera amar un sueño… ¿Cómo acabará esto? Mi señor está
perdido por ella; yo, pobre loca, no le quiero menos a él, y ella, en su error,
parecer delirar por mí. ¿Qué sucederá pues? ¡Ah tiempo traidor! Tú te
encargarás de arreglarlo todo. Difícil va a ser la solución de este enredo.
La perpetua enemiga que
había reinado entre el intendente Malvolio y los turbulentos parásitos de la
condesa, rompió por fin en abierta guerra. La misma noche del día en que el
enviado del duque de Orsino se presentara en el palacio de Olivia, el señor
Tobías y el señor Andrés habían estado bebiendo y cantando hasta muy avanzada:
el bufón Festo juntóseles después, empezando por cantar solo con bastante arte,
hasta que se juntaron los otros y aquel trío acabó en bulliciosa algazara. El
ruido y la gritería de aquellos trasnochadores despertó a todos los pacíficos
moradores del palacio, y María fue a suplicarles que se callasen y pusiesen fin
al bullicio.
-¿Qué descompasada
música es ésta? –exclamó la doncella. -¡A fe mía, que mi señora la condesa, ha
dado ya orden al intendente que os eche a la calle!
Inútiles, empero,
fueron todos sus esfuerzos por restablecer el orden e imponer silencio; ellos
seguían riendo, y alborotando, pedían copa tras copa y chillaban a reventar: en
vano insistía la doncella en ponerles silencio; era imposible hacerles entrar
en razón. Vino Malvolio, pero no hicieron más caso de él que habían hecho de
María, y a sus reconvenciones no dieron otra respuesta que unas desenvueltas
coplas.
-¿Es que estáis locos,
señores, o qué es lo que os pasa? –Exclamó justamente el indignado Malvolio, -¿a
tal extremo llega vuestro desenfreno que ni el sentido común, ni el respeto a
los demás os impone silencio en estas horas de la noche? ¿Os figuráis acaso que
el palacio de mi señora la condesa es un bodegón, para que os permitáis
trasnochar en él entonando coplas callejeras, dignas de tahúres de profesión,
sin tener para nada en cuenta el lugar, las personas y la mesura propia de
gente como vosotros?
-¡Eh, señor Malvolio!,
¡cuidado con las palabras; que no hemos faltado a la decencia y compostura con
nuestras coplas! –exclama el señor Tobias.
-Señor Tobias –responde
Malvolio, -perdonadme, pero voy a deciros la verdad. La condesa, mi señora, me
ha encargado que os diga que aunque os da hospitalidad en su palacio como a
pariente que sois de ella; no puede, sin embargo, consentir en vuestros
desordenes. Si es que podéis mejorar de conducta, quedaos en hora buena, de lo
contrario, le haréis favor abandonando el palacio.
-¡Adiós, querida mía, puesto que he de partir! –entona con voz quejumbrosa el chusco señor
Tobías, en quien la severa reprimenda de Malvolio no hiciera la menor
impresión.
-¡Pero, señor Tobías!
–dícele María reconviniéndole.
-Sus ojos dicen muy claro que sus días son contados – prosigue el
bufón cantando la ridícula copla.
Y a este tono se corean
todas y cada una de las airadas reconvenciones de Malvolio: nada es capaz de
cerrar la boca a aquellos desalmados. Malvolio, no pudiendo casi articular
palabra, de puro coraje, abandona aquella indisciplinada tropa, amenazándoles
con que su señora se enterará de todos sus desafueros.
-A la cólera del Señor
Tobías, enfurecido por la amenaza de Malvolio, responde María, procurando
calmarle: -tomad paciencia esta noche, pues desde que el duque de Orsino envió
a su paje, mi señora la condesa, está hondamente preocupada. En cuanto al señor
Malvolio, dejadlo para mí; que o yo soy una estúpida criatura, o voy a contar
las cosas de tal manera que le tenga por un loco y sea objeto de la burla de
todos; no dudo que conseguiré mi intento.
-¡Bravo, bravo! – Exclama
el señor Tobías; -ya nos darás cuenta del resultado.
-¡Por Dios, señor, que
es un puritano inaguantable!
-¡Ah!, si no fuese que
me lo tomo a broma, os aseguro que le apalearía como a un perro – exclama
brutalmente el señor Andrés.
-¿Porqué, porque es
puritano? – Dice el señor Tobías, -pronto siempre a ridiculizar las desatentadas
observaciones del señor Andrés, con todo y profesarse su más inseparable
compañero. –Ya me dirás en qué poderosas razones te fundas para ello.
-Poderosas razones no
las tengo; pero sí bastante buenas para convencerme –objeta el mentecato
mostrándose amoscado.
Toma entonces la
palabra María, exponiéndoles el modo de obrar de Malvolio, quien tiene tan
excelente opinión de sus méritos, que cree que cautiva a todos los que le
rodean: añade que este defecto les puede ofrecer una buena ocasión para
vengarse de él. Declárales, pues, María su proyecto: dejará caer cerca de él
algunas cartas amorosas escritas en términos vagos, pero con tales y tan
característicos rasgos, que no podrá él menos de creer que es él a quien van
dirigidas. El carácter de letra de María es tan semejante al de la señora
Olivia, que ellas mismas los confunden fácilmente; por lo cual creerá Malvolio
que son cartas escritas a él por la Condesa y que Olivia está enamorada de él.
El malicioso recurso de
María era verdaderamente poco recomendable, pero sus cómplices no se paraban en
tales escrúpulos; no tenían más idea que divertirse con el cómico espectáculo
que iba a dar el relamido intendente pavoneándose de su conquista, y ser
testigos presenciales de la vergonzosa humillación que sufriría al darse cuenta
de su error.
No tardó María en poner
manos a la obra, y Malvolio mordió en seguida el anzuelo. Tan pronto asaltó su
vanidoso espíritu la absurda idea de que Olivia estaba enamorada de él, púsose
a pensar y reflexionar lo que había de hacer cuando se viese elevado al alto
rango de esposo de la condesa. Los conspiradores sorprendieron fácilmente las
ambiciosas reflexiones del intendente, ayudándoles para ello un familiar de
Olivia llamado Fabián, a quien María había oportunamente avisado de la llegada
de Malvolio.
-Escondeos los tres en
los bojes – díjoles María. – Malvolio baja por el pasero del jardín: hace cosa
de media hora que se está pavoneando al sol y observando en su sombra, como en
un espejo, los movimientos de su persona. Fijaos bien en él, pero en gracia de
la comedia que vamos a representar, teneos quietos y procurad que no os vea.
Tú, Fabián, quédate allá, -añade, dejando caer al suelo una carta; - ya viene
el ratón y hay que cogerle en la trampa dejándole ver el cebo.
-Será casualidad, será
chiripa, pero no dudo de ello, -murmuraba Malvolio paseando arriba y abajo
dándose aires de solemnidad. –María me aseguró que su señora me tiene afecto, y
yo he oído decir más de una vez a la propia Olivia que si tuviese jamás un
capricho, había de ser para un hombre de mi temperamento. Además, nadie
desconoce que Olivia me trata con mayor consideración que a ninguno de esos que
forman parte de su séquito:
¿qué se deduce de esto, pues, sino que puedo ser un
afortunado consorte?
La imaginación de Malvolio
iba haciendo castillos y más castillos y él paseaba por el jardín contoneándose
como un pavo.
-¡Llegar a ser el conde
Malvolio!.. –exclamó en su éxtasis de gloria.
Y púsose a pensar lo
que había de hacer en la futura situación y la manera como había de conducirse
cuando estuviese en funciones de conde consorte.
-Transcurrido tres
meses de matrimonio y ya de asiento en mi puesto de honor –murmuraba
gesticulando como si lo que soñaba fuese ya una realidad; -vestido con mi traje
de terciopelo rameado, llamaré en torno mío a mis súbditos y paseando sobre
ellos una mirada que dé a entender que conozco el terreno que piso y que tengo
conciencia de mis deberes como deseo que la tengan ellos, llamaré a mi primo
Tobías: fieles a mi mandato, siete de mis servidores, como movidos por un
resorte, irán a buscarle: mientras le aguardo, frunciré el entrecejo, o bien
daré cuerda a mi reloj, o estaré jugueteando con un… con un objeto cualquiera,
seguramente una joya de valor. Al poco rato llega Tobías, se acerca, me saluda
respetuosamente…
Así razonaba en voz
baja el bueno de Malvolio, pero no tanto que no pudiese ser oído, mientras la
jugarreta de sus adversarios seguía adelante.
-¿Y a un hombre así se
le perdona la vida? –exclama airado el mismísimo señor Tobías que estaba oculto
detrás de los bojes. Y prosiguió Malvolio fantaseando:
-…tiéndole entonces la
mano procurando disimular mi familiar sonrisa con una mirada austera e
imperiosa…
-¿Y creéis que Tobías
tendrá bastante sangre fría para no romperos los dientes? –fulmina el invisible
oyente.
-…diciéndole: “Primo
querido, Tobías de mi vida, ya que la suerte ha querido que sea el dueño de
vuestra sobrina, permitidme que os hable con franqueza: es preciso que
enmendéis vuestras costumbres y pongáis coto a vuestro desenfreno: además no
perdáis de vista que estáis malbaratando el tiempo con la compañía inseparable
de este caballero imbécil…”
-Ese imbécil soy yo, no
dudéis que se refiere a mí – murmura el señor Andrés.
-…un tal señor Andrés.
-¿No os decía yo que a
mí se refería? Bien sé yo que muchos me tienen por imbécil – exclama el señor
Andrés, convencido de su penetración.
Al llegar a este punto
interrumpió Malvolio bruscamente el curso de sus imaginarias reconvenciones al
señor Tobías, al darse súbitamente cuenta de la carta que María había dejado
caer en el suelo.
-¿Qué es esto? ¿Una
carta de…? – exclama azorado Malvolio: - ¡por vida! ¿Una carta de la condesa?
Sí, de la misma… ésta es su letra, las ces,
las úes, las tes son suyas…, así hace ella las pes mayúsculas. No hay que
dudarlo, es de su puño.
Y lee en voz alta la
dirección:
“Al ignorado amante,
esta carta junto con mis más afectuosos saludos.” ¡Y son sus palabras! ¡Cera
dichosa que cierras este pliego, con tu permiso lo abro! Y ¡qué distinción! ¡Sellado
con su propio sello! Sí, verdaderamente, es de mi señora la condesa. ¿A quién
irá dirigida esta carta?...
La carta era una sarta
de desatinos, pero Malvolio empezó en seguida a quebrarse los sesos buscando un
sentido obvio y favorable.
“Sabe muy bien el cielo
Que amo con ardor:
¿a quién?
Cállate boca: el velo
No corras del amor”
-No; que no se corra el
velo; que nadie se entere, -repite Malvolio, -“¿A quién?”… ¡Ah si éste fueses
tú, Malvolio!
“Puedo mandar a quien mi alma adora,
Pero ¡silencio!... por puñal herido
De sangre inmune, cual el de Lucrecia,
Mi corazón el golpe ha recibido.
M, O, A, I mi voluntad
gobierna.”
Ante estos misteriosos
renglones quedó Malvolio profundamente pensativo. “Puedo mandar a quien mi alma
adora”…; la cosa más natural del mundo: Olivia podía mandar a Malvolio porque a
sus órdenes le tenía; pero las iniciales M, O, A, I. ¿qué significado podían
tener?
-M… ¡Tate! Es mi letra
inicial.
Fue un rayo de luz éste
para el hombre de penetración en cuanto a las otras iniciales, no fue tan fácil
la explicación, pues no correspondían por orden a lo que su inventiva le
sugería; a pesar de lo cual no se desanimó Malvolio; por lo menos tuvo la
satisfacción de comprobar que todas y cada una de ellas entraban en la
composición de su nombre.
-Poco a poco, que sigue
prosa, -dice Malvolio, y lee:
“Si llegase a tus manos
esta carta, te ruego que reflexiones. Por mi destino soy, es verdad, superior a
ti, pero no te arredre la grandeza: en unos la grandeza es innata, se mecen en
cuna de oro; en otros adquirida; la conquistan con sus propios méritos; a otros
ella misma se impone. La suerte te abre sus brazos; para acostumbrarte a ser lo
que probablemente has de ser mas tarde, despójate de tu humilde exterior y transfórmate.
Sé hostil a los parientes, áspero para la servidumbre; procura hablar de
política, rodéate de una atmosfera de originalidad: esto es lo que te aconseja
la que por ti suspira. Acuérdate de la que alabó tus medias amarillas, que es
la misma que desea verte adornado con ligas cruzadas: acuérdate, te repito. No
cejes, que la fortuna te sonríe, te brinda para que la abraces; ea pues, no la
desperdicies; de lo contrario no pasarás de simple intendente, uno de tantos
hombres de servicio, indigno del beso de la fortuna. Adiós. La que quisiera
compartir su suerte con la tuya.
LA DICHOSA INFORTUNADA.”
Había una posdata que
decía:
“No puedes ignorar
quien soy: si consintieres en mi amor, me lo darás a entender con una sonrisa.
¡Son tan deliciosas tus sonrisas!... Sonríe, pues, siempre en mi presencia, te
lo pido por mi vida, querido.”
Esta carta, tan
ridículamente concebida, volvió loco a Malvolio: él no dudó ni un instante de
que era Olivia quien la había escrito. En su arrebato de locura, resolvió
cumplir al pie de la letra lo que en ella se le insinuaba, y lo primero que
hizo fue ir, sin pérdida de tiempo, a ponerse las medias amarillas y las ligas
cruzadas.
María estaba que no cabía
en sí de satisfacción al ver el resultado de su ardid, pues todo lo que en la
carta se recomendaba a Malvolio, era precisamente lo que más detestaba Olivia.
-Irá a ella de medias
amarillas, color el más antipático para la condesa; llevará ligas cruzadas,
moda que le parece repugnante; -decía la camarera llena de gozo y satisfacción.
-La hablará con boca de
risa, cosa que tan mal se compadece con el estado de ánimo de mi señora, sumida
como está en profunda melancolía: nada…; que no podrá menos de causarle asco y
repugnancia.
Así las cosas, entraron
María y su cómplices en las habitaciones interiores, ávidos de ver a Malvolio,
víctima inconsciente de sus ardides, comparecer delante de su señora la
Condesa, en su nueva y flamante indumentaria.
En aquella crítica
situación en que se hallara Viola, cuando, salvada del naufragio, se lamentaba
de la supuesta muerte de su hermano, el capitán del barco perdido la consolara
diciendo que en lo más apurado del naufragio había visto a Sebastián agarrarse
a un palo que flotaba sobre las aguas, de manera que probablemente también él
se había salvado. Así era en efecto. Sebastián había sido recogido por otro
barco, cuyo capitán, llamado Antonio, prodigio toda clase de recursos a aquel
extranjero falto de todo lo necesario: túvole en su compañía por espacio de
tres meses y tomóle tan gran cariño, que al partir Sebastián para la corte de
Orsino, Antonio le acompañó hasta Iliria, para ayudarle en caso de correr algún
riesgo.
Antonio esta de
incognito en Iliria, no queriendo aparecer como quien era, por haber formado,
en otro tiempo, en las filas de los enemigos del duque de Orsino y hecho
estragos en su armada: al llegar pues allí y al invitarle Sebastián a pasearse
por la ciudad a visitar lo más notable de ella, respondióle Antonio que antes
de tomarse este placer, lo que más cuanta le tenía era hallar un hospedaje, en
donde estar a cubierto de toda sospecha y denuncia.
-El mejor para esté
objeto – dijo, - es la posada del Elefante, en los arrabales de la parte Sur de
la población. Voy, pues, allá a encargar comida para los dos, mientras vos
visitáis la ciudad para distraeros y al mismo tiempo instruir vuestra
inteligencia. Os espero pues, en la hostería dentro de una hora.
Además, presumiendo lo
escaso de recursos que andaba Sebastián ofrecióle el dinero que traía,
rogándole que lo aceptase por si se le ocurría comprar alguna chuchería: así
convenidos, separáronse el uno del otro, Antonio con dirección a la posada del
Elefante y Sebastián hacia la ciudad.
El palacio de los
Orsinos continuaba envuelto en una niebla de tristeza y melancolía, pues a
pesar de la buena acogida que le dispensara Olivia, el pajecito Cesáreo no
había sido más afortunado que sus predecesores, ni la Condesa había hecho más
caso de su mensaje que hiciera de los de aquellos. La amargura del desengaño
oprimía, pues, el corazón del duque, y para aliviar en algo su dolor, pidió que
le recreasen con algo de música.
-Cántame- dijo a
Cesáreo, -aquella antigua balada que oímos anoche: paréceme que me consoló de
mi pena más que otras coplas ligeras y de estribillos chispeantes.
-Señor – respondiéronle
los criados; -el que la cantaba está ausente; es el bufón Festo, el mismo que
en otros tiempos hacia también las delicias del padre de la condesa Olivia; sin
embargo, no está muy lejos, y podemos llamarle.
-Id, pues, por él –dijo
Orsino.
Compareció al poco rato
Festo y entonó su canción:
“Ven, muerte, ven amiga:
Crezca el ciprés cabe mi fría losa.
Vuela, vuela, mi vida
Que una cruel beldad
mandó a la fosa.
Mi mortaja de tejos guarnecida
Preparad sin demora:
Nadie mejor representó fallida
La vida, que yo ahora.
Nadie una flor sobre mi tumba vea:
Yacer quiero olvidado.
Nadie me llore; mi reposo sea
En lugar apartado.”
Este breve y
sentimental balada se apropiaba como la que más, al humor melancólico de que
era presa Orsino: al apartarse Festo de su presencia, terminado el canto,
siguió el Duque hablando con Viola (o, por mejor decir, con la que él creía su
paje Cesáreo) de su infausto amor hacia Olivia, y mandóle que fuese por última
vez a ver a la cruel Condesa suplicándola que se dignara escuchar a Orsino.
-Pero, es que no puede
amaros, señor –dícele.
-Ni yo puedo aceptar
esta respuesta –replica Orsino.
-Y, sin embargo, no os
queda otro recurso –dice Viola: -si no, reflexionad: Suponed por un momento que
hay una dama que siente por vos la misma pasión que sentís vos por Olivia, y
que vos no pudiendo corresponder a su amor, se lo decís claramente y la
desengañáis, ¿acaso no deberá aceptar la tal mujer vuestra respuesta?
Pero Orsino no concibe
que mujer alguna pueda amar como él ama: según él, el corazón de la mujer es
frívolo y no puede compararse en nada al del hombre. Viola protesta de tal
afirmación, pues ella siente cuán profundo es el secreto amor que le inspira el
Duque.
-Harto sé yo – dícele
Viola, -hasta dónde llega el amor de la mujer. Mi padre tenía una hija que
estaba enamorada de un hombre…
Y continuando su
narración en términos vagos y tan veladamente como puede, pónese a describir el
amor de aquella “hija de su padre” que el duque cree naturalmente ser una
hermana de cesáreo, y que en realidad no es otra que la propia Viola.
En fin, apretada por
Orsino, resuelve ir otra vez con un mensaje a Olivia.
La Condesa se hallaba
en el jardín: recibió al paje con tanta benevolencia como la primera vez, pero
declaróle que no se esforzase en abogar por su señor, pues todo fuera en vano.
-Sin embargo –añadió,
-si queréis presentarse una nueva petición, hacedla y os escucharé con mayor
placer que si oyera música de ángeles.
Pero Viola no había
cambiado de actitud desde la última entrevista; contestó, pues, que tenía un
solo corazón y que éste no lo poseería mujer alguna. Dicho esto, despidióse de
Olivia.
No faltó quien espiara
a la Condesa y al paje en su entrevista; éste tal fue el celoso y estúpido
señor Andrés Aguecheek. El señor Tobías, su compañero, había acariciado el
proyecto de casar a su sobrina con este gentilhombre corrompido, y por lo mismo
no perdía ocasión de incitar al señor Andrés a que hiciese el amor a Olivia.
Andrés derrochaba su fortuna en francachelas con el señor Tobias, esperando
desquitarse cuando obtuviese la mano de la Condesa. Vio, pues, con indignación
que dispensaba al enviado de Orsino más favor del que jamás le otorgara a él, y
manifestó sin rebozo al señor Tobías su intención de partir al instante.
Esforzáronse el señor
Tobias y Fabiano en calmar su indignación; dijéronle que Olivia había, sin
duda, notado su presencia en el jardín durante su conversación con Cesáreo, y
que si había prodigado sus favores al paje, era para exasperarle y sacarle de
sus casillas hiriéndole el amor propio hacho en aquella ocasión era tapar la
boca al paje con algún chiste y ocurrencia aguda y oportuna, que era lo que la
condesa esperaba de él, y que al no obrar así, había hecho bastante mal a su
causa: que no le quedaba más remedio que reparar su poca habilidad con algún
acto laudable de valentía o política.
-Lo que yo haga para
esto –respondió el señor Andrés –habrá de ser algo que me dé fama de valiente,
pues de político no tengo nada, y la política es cosa que detesto.
-Pues bien, empieza el
edificio de tu fortuna sobre la base de la valentía –replica Tobías con voz
ruidosa y jovial; -reta en desafío al paje; hiérele en once partes de su
cuerpo; mi sobrina no podrá menos de verlo y notarlo, y ten bien entendido que
nada cautiva más fuertemente el corazón de la mujer como la reputación de
intrépido, del hombre.
-No hay mejor medio que
éste, señor Andrés –dícele Fabiano.
-Me parece bien; pero
necesito un tercero que se encargue de llevarle mi reto: ¿hay alguno de
vosotros que acepte el encargo?
-Ea, escríbele en tonos
fuertes, sé breve y decisivo –dícele el señor Tobías.
Siguiendo el consejo de
sus amigos, retírase Andrés para redactar un cartel lo más injurioso e
inconveniente que puede, mientras a los dos gentileshombres se les ríen los
huesos ante la perspectiva de la comedia que se va a representar.
-Va a escribir una
carta maravillosa –dice Fabiano; -pero me parece que no seréis capaz de
entregarla…
-¿Cómo no? – Replica el
señor Tobias, -y no me contentaré con esto, sino que pondré en juego todos mis
recursos para incitar al jovencito imberbe a responder. Paréceme, sin embargo,
que ni a fuerza de bueyes, ni arrastrándolos con cuerdas será posible llevarlos
a puesto para que midan las armas.
Muy bien sabia el señor
Tobías que el señor Andrés era más cobarde que una araña; en cuanto al paje de
Orsino, parecíale demasiado de pasta de alfeñique para dar pruebas de audacia.
Redactó finalmente el
señor Andrés un cartel de desafío tan lleno de desatinos, que el señor Tobías
creyó conveniente no enviarlo a su destino.
-El modo de obrar del
joven hidalgo prueba que es inteligente y bien educado – dice. – Esta carta es
un monumento de ignorancia, y me parece que no va a inspirarle un adarme de
miedo; a las dos palabras de ver que es un mentecato el que la ha escrito. Voy
pues a comunicarle la provocación, de viva voz; haré la apología del valor del
señor Andrés e inculcaré al paje de Orsino una terrorífica idea de la rabia,
destreza, furor e impetuosidad de su contrincante: el paje es un chiquillo, y
fácilmente se convencerá con mis razones. Esto les espantará a ambos tan
horrorosamente que con la mirada se darán el uno al otro muerte como dos
basiliscos.
El plan del señor
Tobías se realizó puntualmente, y no tardó él en saborear, en compañía de
Fabiano, el éxito de su empresa. Hallaron el Viola que salía del palacio de Condesa,
y le comunicaron el reto del señor Andrés, previniéndole que el gentilhombre
estaba desesperado, y que por su bravura y despecho era un terrible adversario.
-Si estimáis en algo
vuestra vida –díjole el señor Tobías –llevad gran cuidado con vuestro
contrincante.
Al oír qué clase de
enemigo tenía que habérselas, alarmóse grandemente la pobre Viola: bien hubiera
ella querido sustraerse a aquel compromiso, pero el señor Tobías negóse a
aceptar excusa alguna.
-Voy a entrar de nuevo
en el palacio –dijo Viola, -y pediré una escolta a la condesa, pues yo no puedo
batirme; no sé siquiera manejar la espada. –Pero el señor Tobías se negó a ello
insistiendo en que había forzosamente de batirse, pues el señor Andrés tenía
razones muy fundadas para exigir una reparación de su honor ofendido, y en caso
de no querer aceptar, tendría que medir sus armas con el propio señor Tobías,
lo cual sería aún más peligroso.
-Pero, señor, todo este
asunto tiene tanto de descortés como de peregrino –replicó la pobre Viola temblando de miedo al verse en
aquel para ella tan inesperado trance. – Tened la bondad de preguntar a ese
caballero en qué se siente ofendido; pues, si alguna queja tiene de mí, de cosa
que le haya molestado, habrá sido por inadvertencia, jamás con intención de ofenderle.
-Por complaceros lo
haré –dice el señor Tobías. – Señor Fabiano, quedaos aquí con este señor hasta
que yo vuelva.
Va entonces el señor Tobías
en busca del señor Andrés, y hallándole en la calle, le pinta con los más vivos
colores la disposición belicosa en que se halla el paje y su maravillosa
habilidad en el manejo de la espada. Al señor Andrés le faltó poco para caer
muerto de miedo al oír tales alabanzas del valor y bizarría de su contrincante.
-Si hubiera sabido que
es tan intrépido y buen esgrimista –dice con voz entrecortada por el miedo
–primero le hubiera hecho colgar de un árbol que atreverme a retarle en
desafío: a fe mía que me da poco gusto el lance, y voy a transigir entregándole
Capileto, mi caballo gris.
-Voy, pues, a
proponérselo, aunque dudo que lo acepe; así está él de exasperado y ávido de
batirse. Sea como quiera, tened buen ánimo, que yo procuraré que no sea duelo a
muerte –dice el señor Tobías.
Y añade, riéndose
aparte.
-Voto a tal, que me
parece que voy a hacer trotar al caballo, de la misma manera que te he hecho
trotar a ti.
Entre éstas y éstas,
encontráronse con Viola y Fabián.
-El señor Andrés ofrece
su caballo como medio de transacción –dice por lo bajo Tobías a Fabián: -le he
dado a entender que el paje es el diablo en persona para batirse.
-La idea que el paje se
ha formado del señor Andrés no es menos terrorífica –responde el señor Fabián,
riéndose: -está tan pálido y desencajado como si tuviese un oso al alcance de
sus talones.
-Nada tengo que añadir
a lo que llevo dicho, señor –dijo entonces el señor Tobias a Viola. –El señor
Andrés ansía batirse porque ha de cumplir su juramento: ha reflexionado más
detenidamente el asunto, y opina que no hay que decir una palabra más sobre él:
desenvainad, pues, vuestra espada; pero únicamente para que él pueda cumplir su
juramento; él tendrá buen cuidado de no heriros; así lo ha jurado también.
-¡Qué el Cielo me
proteja! –murmuró aparte Viola. –Poca cosa me bastaría para revelar el secreto
de mi sexo.
-Si viereis que acomete
con furia, echad paso atrás –dice Fabián al oído a Viola.
Después volviéndose al
otro contrincante, que tiembla de pies a cabeza, dícele:
-¡Ea, señor Andrés, no
hay remedio! ¡Hay que batirse! Este gentilhombre quiere tirar de la espada,
aunque no sea más que para cumplir su palabra.
Las leyes del duelo le prohíben
hacer lo contrario; pero bajo palabra de caballero me ha prometido no haceros
daño alguno. ¡Ea a las armas!
-¡Quiera el Cielo que
cumpla su palabra! –murmura el señor Andrés.
-Os aseguro que me bato
contra mi voluntad –tartamudea Viola.
Entonces los
inflexibles padrinos arrastran a sus respectivos sitios a los infortunados
contrincantes, costándoles no poco trabajo impedir que abandonen
vergonzosamente el campo. Difícil cosa hubiera sido afirmar cuál de los dos
estaba más amedrentado: el señor Andrés temblaba como un azogado, mientras
Viola palidecía de sólo verse espada en mano. Peor afortunadamente para ambos,
interrumpióse bruscamente el combate antes de que hubiesen logrado cruzar las
espadas. Antonio el capitán de barco, acertó a pasar por allí; vio a Viola, y
creyó que era Sebastián, pues su vestido de paje era copia exacta del que
llevaba su hermano, y llevado de su constante deseo de salvar a Sebastián y
jugarse la vida por él, intervino en el lance diciendo al señor Andrés:
-Caballero, envainad la
espada. La ofensa que hayáis recibido de este joven, sea la que fuere, la tomo
yo por mi cuenta: si sois vos el que atacáis, yo os reto en su nombre.
-Y vos ¿Quién sois?
–pregúntale el señor Tobías, viendo con disgusto escapársele aquella ocasión de
solaz que se veía ya en las manos.
-¿Quién soy me
preguntáis? –responde Antonio con desenfado: -pues cualquiera, dispuesto, por
amor de este joven, a hacer más aun de lo que le habréis sin duda oído contar
en alabanza propia.
-Muy bien, pues si vos
sois un valiente, aquí tenéis a vuestro hombre; conmigo habréis de batiros – dícele
el señor Tobías, quien, a pesar de sus defectos, no tenía nada de cobarde.
Cruzáronse esta vez en
serio las espadas, pero el duelo se vio también interrumpido por la presencia
de unos oficiales que venían a arrestar a Antonio por orden del duque Orsino:
el capitán no había sabido ocultarse con el cuidado que era menester para no
ser conocido como antiguo enemigo del duque, y no había salvación posible para
él.
-Ved cuán caro he
comprado el placer de encontraros –dijo Antonio a Viola, tomándola por
Sebastián; -pero ya no hay remedio; pagaré con la vida mi temeridad. Y ahora,
¿qué vais a hacer vos? La necesidad me obliga a pediros que me devolváis el
dinero que os presté. Creed que la pena que tengo por lo que os sucede es mayor
que la que experimento por lo que veo venir sobre mí. Pero, tened buen ánimo,
que os saldréis de todo.
-¡Ea, señor, es hora de
partir! –dijo a Antonio uno de los oficiales que habían venido a prenderle:
Viola miraba estupefacta a Antonio, pues no recordando haberle visto en su
vida, no podía comprender el significado de sus palabras.
-Permitidme que os
suplique de nuevo que me devolváis parte del dinero –añadió Antonio, con
visible sentimiento.
-¿Qué dinero, señor?
–repuso Viola. –En atención a la bondad de que acabáis de dar prueba, y sobre
todo por la lástima que me inspira vuestra actual situación, estoy dispuesto a
prestaros algo de mi modesto haber: mi fortuna no es mucha; pero la partiré con
vos; tomad la mitad de lo que poseo.
Ofendido quedó Antonio
por la aparente ingratitud de aquel a quien prestara él tan grandes servicios:
como bien nacido que era, tenía repugnancia a hacer gala de sus generosidades;
pero ante la actitud de Viola que se obstinaba en desconocerle, creyóse
obligado a referir que había salvado del naufragio a aquel joven y que después
le había dado grandes pruebas de afecto e interés. En el discurso de su
narración pronunció el nombre de Sebastián, que él creía ser el del paje; con
ello comprendió Viola el enigma; pero no tuvo tiempo para responderle, pues los
oficiales se lo llevaron sin darle lugar.
El nombre Sebastián,
salido de los labios de Antonio, fue un repentino iris de esperanza que brilló
en el corazón de la joven Viola. Sabía muy bien ella cuánto se parecía a su
hermano; además, al disfrazarse había tomado exacto modelo de la indumentaria
que Sebastián usaba habitualmente; el mismo corte, el mismo color y los mismos
adornos. ¡Quién sabe, (decía para sí) si la tempestad, en medio de su ira, se
apiadó de Sebastián y el infeliz está salvo!...
-Es sencillamente un
despreciable muchacho y sin honor, cobarde como una liebre –exclama el señor
Tobías al ver que se aleja Viola: - su perversidad se manifiesta en la manera
como abandona a su amigo en la desgracia y reniega de él: por lo que respecta a
su cobardía, preguntad a Fabiano.
-¡Un cobarde de baja
estofa; cobarde de convicción! –exclama Fabiano confirmando la apreciación del
señor Tobías.
-¡Por mi honor! – Exclama
entonces Andrés, -voy tras él y le pego.
-Sí, hazlo: apaléale
bien, pero sin sacar la espada –añade el señor Tobías.
-Si no fuese porque…
-vocifera el señor Andrés, echándoselas de valiente.
-Veremos a ver lo que
pasa –dice Fabiano.
-Apostaría cualquier
cosa que no pasará nada; no llegará la sangre al río –replica el señor Tobías
en tono burlón.
Triste y pensativo
había quedado Olivia al oír de boca del paje Cesáreo, al despedirse de ella,
que no habría mujer alguna que poseyese jamás su corazón. Parecióle que en la
grave dignidad de Malvolio había de encontrar un lenitivo a su pena, y con este
intento hízole llamar.
-Ya viene, señora –dice
la vivaracha María, -pero tan extrañamente vestido, que no dudo de que está
loco.
-¿Por qué? ¿chochea
acaso? –pregunta Olivia.
-No, señora, no
chochea; pero le da la manía de sonreír continuamente: bueno sería que Vuestra
Merced tuviese alguien a su lado al recibir su visita, pues no dudo de que está
algo descentrado –dice María.
-Ea: tráemelo.
Al comparecer María
acompañando a Malvolio, quedó la condesa consternada al notar el extraño cambio
que se había operado en su intendente, a quien viera antes siempre tan formal y
juicioso en sus ademanes y en sus palabras. Adelantóse Malvolio, con menudo paso
y gesticulando de peregrina manera para mostrar una graciosa afabilidad;
contraía sus macilentas mejillas y sus severas líneas con ridículos visajes que
aspiraban a ser cautivadoras sonrisas; sus delgadas piernas agarrotadas dentro
de unas medias amarillo vivo, estaban adornadas con ligas entrecruzadas desde
el tobillo hasta las rodillas. No dudó ni un momento Olivia de que el buen
intendente había perdido el juicio, sobre todo al ver que respondía a sus
preguntas con incomprensibles razones. En realidad no hacía más que repetir los
conceptos de la carta que recogiera del suelo, y que para Olivia, que ignoraba
toda aquella comedia, eran un enigma.
Malvolio seguía
saludando y haciendo visajes; enviaba furtivos besos a Olivia, indicando a
María que se retirara. Afligíase Olivia al pensar en el cambio repentino que
había sufrido aquella cabeza, antes tan ordenada, de su intendente cuya
honradez y fieles servicios en tan gran estima tenía. Dio, pues, orden a sus
familiares que le atendiesen con particular cuidado, y llamó, por medio de
María, al señor Tobías para darle las precisas instrucciones que el caso
requería.
Encantado esta Malvolio
al ver el interés de la condesa y la importancia que se daba a su persona, y
seguía entregado, cada vez con mayor ahínco, a sus halagüeñas reflexiones sobre
la altura a que soñaba haber llegado.
Convencido estaba de
que la condesa se había enamorado de él y de que al llamar al señor Tobías no
tenía otra intención que proporcionar a su intendente una ocasión de ejercer su
severidad hacia el caballero, según le aconsejaba la carta. Al entrar María y
tras ella el señor Tobías, adoptó Malvolio una actitud de soberano desdén, como
viendo llegada la ocasión de cebarse sobre su víctima: a María y al señor Tobías
se les reían los huesos y al ver el maravilloso éxito de la jugarreta,
animábanse cada vez más a continuar la chanza. Fingiendo que creían haber
Malvolio perdido la razón, atáronle y le encerraron en una habitación obscura:
después el bufón Festo se presentó con piadosa y lastimera voz fingió ser el
cura que venía a visitarle en su aflicción. Sostuvo con Malvolio una larga
disputa, en la que el infeliz dio a entender bien a las claras que estaba en su
sano juicio. Pero Festo (o el señor Topas, pues tal era el nombre que había tomado
para aquella farsa), no quería darle esperanza alguna de libertad y se despidió
de él sin haberle prestado el más pequeño alivio ni consuelo.
Al señor Tobías
empezaba a parecerle que la broma había ya durado lo bastante y que era ya
tiempo de poner en libertad a Malvolio, tan pronto como pudiese hacerse sin
inconveniente alguno. No se le ocultaba el vivo disgusto que recibiría la
Condesa si se enteraba de la verdad de lo que sucedía; por otra parte,
reconocía que era demasiado malquisto de la Condesa para llevar adelante por
más tiempo e impunemente la broma: suplicó, pues, al bufón que hablase a
Malvolio con voz natural. Festo entonó una de sus coplas como si acabase de
llegar; conocióle Malvolio y llamóle en su auxilio suplicándole se apiadase de
él, diciéndole:
-Bufón mío, si quieres
hacer méritos conmigo, proporcióname una candela, una pluma, tinta y papel: te
prometo por quien soy que te lo agradeceré toda mi vida.
Complugóse el bufón en
torturar un poco más al intendente antes de cumplir su encargo. Por fin fue a
buscar lo que Malvolio deseaba, y se lo trajo.
Malvolio escribió una
carta, que el bufón se encargó de llevar a su destino. El contenido de la misma
probaba bien a las claras la cordura del que la escribiera, aunque estaba
justamente indignado de los malos tratos que se le habían dado. Olivia ordenó
que se le pusiera inmediatamente en libertad. Al comparecer de nuevo Malvolio
en presencia de la Condesa y reprocharle amargamente por la carta que él
suponía haberle escrito y por la manera indigna como le habían burlado,
aseguróse Olivia que la tal carta no era absolutamente obra suya, sino que la
había escrito María.
Tomó entonces la
palabra Fabián, diciendo:
-Confieso francamente
que el señor Tobías y yo somos quien ha hecho esta broma a Malvolio en venganza
de ciertos actos de rudeza y descortesía que hirieron nuestra sensibilidad. La
que redactó la carta fue María a instancia del señor Tobías, en recompensa de
lo cual él ha pedido su mano. La alegre y chismosa agudeza con que se ha
llevado todo este asunto, debe excitar más bien la risa que provocar la
venganza, si se examinan y aquilatan las faltas cometidas por ambas partes.
-¡Ay de mí!, ¡y cómo se
han burlado de este pobre inocente! –exclamó Olivia.
-¡Guay de vosotros, vil
canalla!, ¡y cómo voy a vengarme de vuestras villanías! –exclamó desesperado
Malvolio, mientras Olivia ponía a las carcajadas de los demás con estas
palabras.
-Verdaderamente no
merecía tan mala pasada.
Olivia, en su deseo de
hablar de nuevo con el paje Cesáreo, mandó al bufón a buscarle; pero habiendo
éste hallado casualmente en la calle a Sebastián, tomóle por Viola y dióle el
recado de la Condesa. Las palabras del bufón fueron un misterio para Sebastián,
cuya sorpresa subió de punto al ver que arremetía contra él un gentilhombre,
que parecía estar loco y que dándole un golpe en la espalda, le decía:
-¿Conque otra vez por
aquí, señor?; ea, tomad ésa.
-Y tú ésta, y ésta y
ésta otra –replica Sebastián correspondiéndole con sendos puñetazos en la
espalda. -¿Será, vive Dios, esta ciudad una jaula de locos?
Sorprendido quedó el
señor Andrés y vivamente despechado viendo que el joven a quien había tomado
por un cobarde mentecato tenía tan gran fuerza de puños. El señor Tobías
interpúsose en favor de su temeroso amigo: tanto él como Sebastian habían ya
desenvainado la espada y preparábanse a librar serio combate, cuando Olivia,
avisada por Festo, acudió presurosa a poner paz.
-¡Detente Tobías
–díjole severamente; -te lo mando por tu vida; detente!
Luego, volviéndose a
Sebastián, y tomándolo por Cesáreo, pídele por favor que perdone la grosería de
su pariente y que se digne entrar en su palacio.
-O me he vuelto loco, o
estoy soñando –murmura Sebastián, estupefacto al oír que la bella Condesa se le
dirige como a un amigo muy querido.
Pero, ya fuese sueño,
ya realidad, la escena era muy agradable, y él hubiera querido que tan dulce
ilusión durara para siempre.
-Si esto es soñar, no
quiero interrumpir tan dulce sueño –decía para sus adentros.
El bello y apuesto
mancebo no fue menos sensible a los encantos de la condesa, y al ofrecerle ésta
su mano, consintió no sólo con gusto, sino también con ansia. Bien hubiera
deseado pedir consejo a su excelente amigo Antonio, el capitán del barco; pero
érale imposible porque al volver, a la hora convenida, a la hospedería del
Elefante, ya no halló en ella al capitán. Como ignoraba que el infeliz hubiese
sido arrestado por los oficiales del duque, no acertaba a explicarse su
desaparición.
Aún no habían
transcurrido dos horas desde la celebración de los esponsales de Olivia con
Sebastián, cuando Orsino, acompañado de Viola se encaminó hacia la morada de la
Condesa: antes de llegar a ella encontráronse con los oficiales del duque que
traían preso a Antonio, dando este encuentro nueva ocasión a enigmáticas situaciones.
Antonio tomó otra vez a
Viola por Sebastián y le reprochó duramente su ingratitud. Viola negó con todas
sus fuerzas haber conocido al capitán antes de lance con el señor Andrés, del
cual tan galantemente le librara. Afirma Antonio que hacía tres meses que vivían
juntos, a lo cual declaró el duque que el capitán debía estar loco, por cuanto
hacia tres meses que el paje estaba a su servicio.
Olivia, terciando en el
debate, creyó reconocer en Viola al joven que acababa de elegir por esposo y le
hizo quedar estupefacto al darle el nombre de tal. Llamaron por testigo al
sacerdote que los casara, el cual confirmó lo dicho por Olivia. Tocóle después
el turno al duque, quien se indignó al ver la falsedad y traición de Viola,
pues se figuraba que su paje había aprovechado la ocasión del mensaje cerca de
Olivia, para sustraerle el amor de la condesa.
Así estaban las cosas,
cuando llegó Sebastián. Hermano y hermana reconociéronse entonces con no menor
estupefacción. Comprendió Antonio que estaba equivocado al calificar a
Sebastián de monstruo de ingratitud. Después de todo Olivia se entregaba a un
joven que la adoraba y que no tenía absolutamente intención de renegar de su
mujer.
El único que se afligía
verdaderamente era Orsino al convencerse de que ya no le quedaba esperanza
alguna de poseer a Olivia. Allí había, en cambio, una encantadora joven,
dispuesta a casarse con él: consintió, pues, en aceptar aquel desquite, y la
fidelidad de Viola se vio recompensada.
-Puesto que por tiempo
me habéis llamado “señor” –le dijo el duque; -tomad desde luego mi mano, y de
hoy en adelante seréis la dueña y señora de vuestro señor y amo.
Pidió entonces la
condesa a Viola y Orsino que la considerasen siempre como hermana, e invitóles
a celebrar la boda en su palacio el mismo día que ella celebrase la suya con Sebastián.
Hecho esto, la alegre comparsa penetró regocijada en el palacio, mientras el bufón
cantaba solo estas coplas:
Cuando yo era un rapazuelo,
¡Venga viento y venga lluvia!...
Pero todo me era juego;
Desafiaba yo la furia
Pícaros elementos,
Pensando en su eterna
lucha.
Ya cuando me asomó el vello
¡Venga viento y venga lluvia!...
Cerramos puertas por miedo
Al ladrón a quien escudan
Los pícaros elementos,
Pensando en su eterna
lucha.
Para mí el mundo ya es viejo
¡Venga viento y venga lluvia!...
No importa si, como espero
(Y es justo que lo presuma),
Este entretenido cuento
Os dio placer y
ventura.