PRESENTACIÓN

ADIOSES, AUSENCIAS Y RETORNOS


Dinos en pocas palabras y sin dejar el

sendero, lo más que decir se pueda, denso, denso.

MIGUEL DE UNAMUNO.



Todo libro como todo hombre encierra en sí mismo una historia; así, los Resúmenes de obras famosas tienen la suya. Una historia propia que se remonta veinte años atrás y en la cual mi vida se halla inmersa, una historia a la que estoy sujeto por un cordón umbilical del cual no he podido desligarme. Estos resúmenes son fruto de mi pasión por la literatura, una pasión más fuerte y más intensa que cualquiera que haya sentido alguna vez. En el verano de 1982 fui contratado por un prestigioso colegio que buscaba mejorar su servicio académico. Como profesor principal del curso de literatura me encontré con un alumnado que tenía un común denominador: las ansias de aprender y conocer con el menor esfuerzo.

Con el entusiasmo y la impetuosidad propios de la juventud, elabore un programa de lo más variado donde los alumnos pudieran tener acceso a autores peruanos, españoles, latinoamericanos y europeos. Como sucede siempre, y ahora con mayor intensidad, encontré alumnos reacios a la lectura de obras voluminosas de difícil entendimiento, que exigían del lector un esfuerzo inusual, ¿Qué hacer? ¿Cómo prescindir de los hexámetros homéricos, de los tercetos de Dante, de la magia maquiavélica de un Yago o de una lady Macbeth, de los intrincados monólogos interiores de un Faulkner o un Joyce? ¿Y qué de los cuantiosos cursos que nuestros alumnos llevan en la secundaria con sus tediosas, torturantes y estériles tareas? Pero también existía una verdad que aunque dolorosa para mí, era muy cierta: “No solo de literatura vive el hombre común”. Había entonces que encontrar una solución al problema. Un toque divino me trajo la feliz ocurrencia de contar en horas de clase las obras que a mis alumnos no podían leer. El aula se convirtió entonces en una suerte de oyentes ansiosos por escuchar las locuras de José Arcadio Buendía, los sueños mesiánicos de Antonio Conselheiro, la transformación de Gregorio Samsa en insecto, los trasnochados remordimientos de madame Bovary o la afilada prosa de Manual González Prada, convertido yo, apasionado y eufórico narrador, en el mango del estilete. Y qué decir de la emoción y satisfacción que producían los versos de Neruda, Vallejo, Chocano, Buesa, Bécquer, Baudelaire o Espronceda cuando salían de mis labios en mis intentos declamatorios; esa avidez de mis alumnos fue satisfecha con creces. Sin saber cómo ni en qué momento, fui elaborando argumento de las obras narradas que, con el tiempo, fueron convirtiéndose en contenidos más amplios y consistentes hasta llegar a los resúmenes tal como se les conoce hoy. Estos resúmenes, ya agrupados en libros, me enseñaron a vivir la literatura con una entrega total, a la manera flaubertiana: con la literatura todo, sin la literatura nada. Esta experiencia fue para mí contundente y definitiva para aferrarme a mi propia obsesión, la de regir mi vida a través de la literatura. La de vivir literariamente, una vida como la de aquellos escritores que han llenado mis desvelos y vigilias con sus obras, en suma, decidirme definitivamente a ser como ellos.

Mis amigos desde niño, fueron los libros; el amor de mi vida han sido y seguirán siendo ellos. Nada ni nadie (sólo Dios en mis desvaríos) pueden reemplazarlos. Los amores humanos son fugaces cometas que atraviesan el cielo; la literatura, como yo la vivo y entiendo, es eterna, ella me ha permitido entender y amar a tantos hombres de letras; algunos ya no están, pero no han dejado de estar: Luis Alberto Sánchez, Augusto Tamayo Vargas, Julio Ramón Ribeyro, Guillermo Ugarte Chamorro, César Calvo, Mario Florián, Moreno Jimeno o Gustavo Valcárcel ; otros permanecen todavía iluminando el parnaso cultural de nuestra patria con su voz y presencia infinita: Washington Delgado, Jorge Bacacorzo, Leopoldo Chiappo, Leopoldo Chariarse, Arturo Corcuera, Estuardo Núñez, Vicente Azar, Jorge Puccinelli, Paco Bendezú, Alejandro Romualdo, Alfredo Bryce, Cronwell Jara, Marcos Yauri Montero, Ricardo González Vigil, César Ángeles Caballero, Winston Orrillo, Jesús Cabel O Alberto Valcárcel. Tantos quedan sin nombrar, pero su voz de aliento y estimulo permanecen en mi corazón para que siga adelante en esta difícil y agotadora labor de hacer llegar la obras de tantos hombres inmortales a través de estos resúmenes hechos con tanta dedicación y amor. Las voces de intelectuales extranjeros, conocedores de este trabajo, se sumaron también con su apoyo incondicional: Eliécer Cárdenas y Carlos Calderón Chico, desde Ecuador; Gladys Rossel desde Costa Rica; Manuel Ruano desde Argentina o José Manuel Solá desde Puerto Rico, que con sus opiniones, juicios y críticas han enriquecido estos resúmenes de obras famosas. En el camino de elaboración de los catorce volúmenes que constituyen esta colección me he topado con muchas dificultades; entre ellas, el tener que leer diferentes traducciones de una sola obra para poder trabajar la síntesis con la mayor exactitud posible.

La juventud con que comencé a elaborar estos resúmenes ha quedado atrás, sepultada con sus alegrías efímeras y sus profundas desilusiones (funesta edad de amargas decepciones), pero la emoción y el espíritu juvenil de esos años me han enriquecido con la edad. Los consejos de Sánchez, Tamayo, Florián, Washington Delgado y Reynaldo Naranjo no fueron vanos; ellos me inculcaron la tenacidad para perseverar en la literatura, a pesar del desaliento que nos invade día a día en un mundo de atroz ignorancia, más inhumano, agitado y frívolo como el que nos toca vivir.

Incluyo en esta edición los numerosos juicios que los Resúmenes de obras famosas han merecido durante estos veinte años. Si bien la amistad puede teñir las opiniones favorablemente, lo cual resulta comprensible, debo confesar que todos ellos fueron emitidos antes que surgiera la amistad con los autores de estos comentarios. Hago esta salvedad porque a veces las maledicencias disfrazadas de negro azogue o vulgo bilis se truecan en otras pasiones aún más bajas y urticantes; aguijón y cilicio guiados por la envidia que busca herir injusta y gratuitamente.

No puedo concluir este prólogo sin contar lo anecdótico. Tres anécdotas siempre tengo presentes; la primera es que siendo profesor de una academia preuniversitaria en Chosica, tuve entre mis alumnos al hijo del poeta Víctor Mazzi, buena razón para que cada fin de semana recalara en la casa del poeta para enfrascarnos en amenas charlas literarias, sobre todo de poesía; cómo se le encendían los ojos cuando le citaba lis versos de “Canto Coral” de Romualdo. Todavía guardo la antología de poesía revolucionaria que me obsequio con una sobria dedicatoria. Prometió hacerme un comentario a los Resúmenes de Obras Famosas, lo cual cumplió después de muchísimos años. La segunda está relacionada con Luis Alberto Sánchez, quien me indicó que no valía la pena incluir a Narciso Aréstegui en estas antologías; cuando le manifesté que haciendo un balance sobre el juicio que él me había hecho sobre el escritor cusqueño en su literatura peruana, Aréstegui salía ganando con creces, me contesto muy serio y cambiando de tema: “Así…pues, entonces inclúyalo”; también Luis Alberto tuvo un gesto conmigo que me gratifico muchísimo. Dedico su espacio diario de Radioprogramas del Perú para hablar elogiosamente de los resúmenes de obras famosas.” He llegado a más de un millón de personas”, me dijo. El tercero de ellos y quizá el más curioso tuvo como protagonista a Julio Ramón Ribeyro, quien, a manera de ameno reproche, me dijo que por qué había incluido “La botella de chicha” si era un cuento malísimo. Le di a entender que a mí me gustaba y que consideraba que aquella era una buena razón para figurar en la selección que había hecho, pero que estaba dispuesto a eliminarlo si él hacía lo mismo desterrándolo para siempre de su obra. Ribeyro quedo desconcertado. Una risotada de César Calvo alivio en algo la tensión. Ya a solas con César, le dije que después de lo sucedido no creía que Julio Ramón emitiera juicio alguno sobre los Resúmenes de obras famosas. Calvo, con el rostro serio y el ceño fruncido, me miró fijamente y me lanzo una de sus típicas ocurrencias: “No te preocupes, flaco, si Ribeyro firma hasta lo que escribe”. A los pocos días me llamo el hermano de Julio Ramón diciéndome que éste quería verme. Ya en su departamento barranquino, mirando las tranquilas aguas del Pacifico, me leyó esas pocas líneas imborrables para mí que en este libro he transcrito fielmente. Lo que más me emocionó es que me llamara poeta. ¡Qué laudable generosidad! El lama había descendido desde su Himalaya.

Guillermo Delgado.
Mayo 13 de 2003.

viernes, 15 de febrero de 2013

VOLUMEN XI

1era Edición



ÍNDICE

·         METAMORFOSIS (Ovidio)
·         RICARDO III (William Shakespeare)

·         LAS SUPLICANTES (Eurípides)






METAMORFOSIS

Obra de gran interés artístico y literario de Publio Ovidio Nason (42 a.C. – 19 d.C.). Poema épico latino escrito en hexámetros y dividido en 15 libros. La obra (una de las significativas de la literatura clásica latina) comprende, en más de doce mil versos, la narración de doscientas cuarenta y seis fabulas metamórficas, dispuestas cronológicamente, desde el caos hasta la transformación en estrella de Julio Cesar, escogidas entre el riquísimo repertorio de la tradición griega y entre las fábulas itálicas.


In nova fert animus mutadas dicere formas
corpora: di, coeptis (nam vos mutastis et illas)
adspirate meis primaque ab origine mundi
ad mea perpeetuum deducite tempora carmen.
                                 
“Mi inspiración me lleva a hablar de las figuras transformadas en cuerpos nuevos; dioses, sed favorables a mis proyectos (pues vosotros mismos ocasionasteis también esas transformaciones) y entrelazad mi poema sin interrupción desde los albores del origen del mundo hasta mi época”.


En este proemio no solo se dice qué va a contar (es evidente que metamorfosis), sino también cómo va a hacerlo. Para entenderlo no es suficiente, pues, una teorización sobre él ni sobre la trayectoria poetológica de Ovidio, sino que hay que leer todo el poema, un poema de cuyo contenido, el qué, ofrecemos un amplio resumen, indicando ocasionalmente fuentes y el tipo de nexos de los que se ha valido el poeta para enlazar episodios, atisbando, por tanto, algo del cómo; tal resumen facilitará la comprensión de las cuestiones que se aborden en esta introducción.
Veamos la síntesis de los 15 libros:


LIBRO I: Tras el breve proemio, se relatan los orígenes del mundo, eco de las doctrinas filosóficas estoicas y de Empédocles así como de Hesíodo, que también influyen en la creación del hombre y las Edades, sin olvidar a Arato. Una breve alusión al castigo de los Gigantes, de cuya sangre nace una estirpe de hombres (innovación de Ovidio) cuya maldad empeora la edad de hierro y, mediante uno de los recursos utilizados por el poeta para unir relatos (el de “recordar” algo), Júpiter informa a los dioses desacato y castigo de Licaón, con lo que nos encontramos ante una teodicea, pues la metamorfosis es el castigo al impío, castigo que se hace extensivo al género humano con el diluvio, del que solo se salvan gracias a su pietas (uno de los temas recurrentes en la epopeya) Educación y Pirra, quienes, una vez consultado el oráculo de Temis, arrojan hacia atrás piedras de las que nacen nuevos hombres y mujeres, mientras la tierra por si misma crea los diferentes animales, entre ellos la serpiente Pitón, gesta que rememoran los juegos Píticos; la mención del galardón de estos juegos, primero una corona de encina y después la de laurel, permite a Ovidio introducir, tras una disputa ideada por él entre Cupido y Apolo, la leyenda de Dafne y Apolo, en la que se establece la tipología de una joven casta amada y perseguida por un dios , oro de los temas recurrentes de las Metamorfosis; para evitar el acoso del dios, Dafne obtiene de su padre, el dios rio Peneo, el cambio de figura y se convierte en el laurel, que desde entonces unirá Apolo a su culto. Para consolar al padre, todos los ríos se reúnen en casa del Peneo salvo el Inaco, que llora la suerte de su hija Io, lo que da lugar al relato de su unión, forzada, con Júpiter, su conversión en vaca, pero manteniendo la consciencia de su condición humana (uno de los tres casos en que tal consciencia se da), a fin de ocultarla de Juno y el implacable odio de la diosa, que la pone bajo la vigilancia de Argos hasta que Mercurio, tras el relato-digresión de Pan y Siringe, que es una innovación de Ovidio como aition de la invención de la flauta pastoril y en el que Siringe repite el tipo Dafne, mata al guardián, lo que no impide que la vaca sea acosada por la Erinis y emprenda una loca carrera hasta Egipto, donde recobra su figura y es identificada con Isis, relato este de lo en el que Ovidio tiene en cuenta sobre todo el Prometeo encadenado de Esquilo Épafo, fruto de la unión Io-Júpiter, en una disputa de adolescentes sobre la autenticidad de los progenitores  de los que se muestran orgullosos, pone en duda que el Sol sea padre de Faetón, lo que impulsará a éste a ir al palacio del Sol , con lo que se deja abierta la vía para el libro siguiente.


LIBRO II: Más de la tercera parte está dedicada a Faetón, mezclando distintos modelos entre los que destaca Eurípides; comienza con la écfrasis del Palacio del Sol, inspirada en representaciones plásticas, y continúa con la obtención por parte del joven del carro de su padre; pese a las palabras del Sol, que, en una suasoria, intenta hacer desistir a su hijo de su empeño, este sube al carro y provoca la casi total conflagración del orbe, lo que da ocasión a Ovidio para ofrecer catálogos, al modo épico, de montes y ríos abrasados hasta que Júpiter fulmina al osado joven a petición de la Tierra. El dolor por su muerte provoca la metamorfosis en árboles de sus hermanas las Helíades y de su amigo y pariente Cicno en un cisne. Preocupado por los efectos de la catástrofe, Júpiter dirige su mirada a las tierras y se prenda de la arcada Calisto, episodio que tiene muchos puntos de unión con el libro I; es hija de Licaón, responde al tipo Dafne y, sobre todo, comparte con lo el ser fecundada por Júpiter y amostrar la cólera de Juno que la convierte en osa mientras mantiene su conciencia humana. Tras su metamorfosis deambula durante quince años hasta que se encuentra con su hijo Arcas que está a punto de darle muerte, acción que impide Júpiter catasterizando  a madre e hijo en la Osa Mayor y el Boyero. Con una complicada pirueta Ovidio inserta leyendas en las que se mezclan metamorfosis de aves y en aves, tal vez siguiendo a Beo, ocasionadas por la excesiva charlatanería; Cuervo-Coronis - Comeja - las hijas de Cécrope, lo que va a permitir no solo el relato de diferentes transformaciones sino, sobre todo, el cambio de escenario de la tesalia Larisa a Atenas (hijas de Cécropey Erictonio) y de allí a Lesbos (mención de Nictimene) y de nuevo una referencia a Coronis de Larisa, amada de Febo, quien castiga su infidelidad atravesándola con una flecha, pero arrebata de las llamas de la pira funeraria a su hijo Asclepio, que será educado por el centauro Quirón cuya hija Ocimoe, experta en vaticinios es transformada en yegua. El tema del castigo de la charlatanería continúa con Bato metamorfoseado por Mercurio que, dado su entusiasmo por Herse, permite un nuevo cambio de escenario y que, en perfecta composición anular, volvamos a las Atenas de las hijas de Cécrope y a la descripción de la primera de las alegorías, la envidia (Invidia), que actúa sobre Aglauro, transformada, como Bato, en piedra. Es este mismo dios alado el que, por orden de su padre, se dirige a Sidón para propiciar el rapto de Europa, lo que sirve de transición al libro siguiente.


LIBRO III: Esta totalmente dedicado a Tebas, pues comienza con Cadmo quien, al no encontrar a su hermana Europa, sigue las indicaciones del oráculo para fundar la ciudad, así como las de Palas a fin de, tras la muerte del dragón consagrado a Marte, sembrar sus dientes, simiente de hombres armados, que se matan entre si hasta que, pacificados por Cadmo, los sobrevivientes se convierten en sus colaboradores, con lo que Cadmo, casado con Harmonía, podría considerarse feliz si no fuera por las desgracias de su familia: su nieto Acteón, que, perseguido por Diana encolerizada por haberla visto bañarse desnuda, es metamorfoseado en un siervo que, con plena consciencia humana (como Io y Calisto de libros I y III), sufre el despedazamiento por obra de sus propios perros, cuyo catálogo se nos ofrece, también Sémele, hija de Cadmo, es víctima, como Io y Calisto, del odio de Juno, quien, bajo la apariencia de la nodriza Beroe, la convence de que pida a Júpiter, su amante, que se presente ante ella con los atributos divinos, es decir, con el rayo, por lo que muy a pesar suyo el dios la fulmina y el feto, que será Baco, completa su gestación en el muslo paterno. Cambia Ovidio el escenario terreno por el celeste y explica el porqué del poder adivinatorio de Tiresias, transición que propicia la inclusión del relato del amor de la ninfa Eco por Narciso y cómo, al verse desdeñada, se consume hasta convertirse solo en repetición de sonidos, mientras el joven, víctima de Némesis, se consume de amor por sí mismo y finalmente se convierte en la flor de su nombre. Puesto que Tiresias había predicho la desgracia de Narciso, la muerte del joven de gran renombre al adivino, con lo que volvemos a Tebas para conocer el infortunio de otro nieto de Cadmo: Penteo quien no haciendo caso de las palabras del vate, desprecia a Baco, el dios hijo de Sémele y protagonista del final del libro gracias al relato de Acetes que, como admonición a Penteo, refiere la impiedad de los marineros tirrenos; pero no es escuchado por el rey que será castigado por su primo, pues enloquece a sus seguidoras, entre las que está ágave, la madre de Prenteo, que despedaza a su hijo creyéndolo un jabalí, relato cuyo modelo son las Bacantes de Eurípides. Así triunfa el culto del dios entre las tebanas, que será tema de buena parte del libro siguiente.


LIBRO IV: Baco, es honrado por las tebanas, lo que da lugar a la inclusión de un himno en su honor y a que se ponga más de relieve la actitud contraria de las Minieides quienes, en lugar de participar en las celebraciones, se entretienen en sus tareas de costura contando historias, la mayoría de origen oriental y todas ellas de contenido amoroso. Una relata los amores de Piramo y Tisbe, precedente de las novelas de amor griegas, y cómo estos jóvenes se comunican a pesar de la oposición de sus familias y deciden huir para unirse, lo que provocará, tras una serie de malentendidos, la muerte de ambos; otra hace un resumen de la canción de Demódoco de la Odisea y relata el adulterio de Marte y Venus, delatado a Vulcano por el Sol, lo que determina que Venus como venganza provoque el amor del Sol por Leucótoe y los celos de Clitie, cuya declaración lleva al padre de Leucótoe a matar a su hija sin que el Sol pueda hacer otra cosa que convertirla en incienso, en tanto que Clitie, definitivamente repudiada por el Sol, contempla ininterrumpidamente el curso de éste y se convierte en heliotropo; una tercera, Alcitoe, tras desechar, como la primera, una serie de leyendas prácticamente desconocidas, se decide por la de Sálmacis y Hermafrodito, es decir, el amor que el hijo de Mercurio y Venus despierta en la naiyade quien, pese a ser rechazada, se adhiere al joven y consigue que sus cuerpos se confundan en uno solo, en tanto que la fuente en la que se han introducido se hace perniciosa por deseo de Hermafrodito. Con estos relatos creen las Minieides rechazar al “falso” dios, pero reciben su castigo de conversión en murciélagos, castigo que vuelve a poner de manifiesto el poder de Baco, de cuya crianza se jacta su tía Ino, lo que hace que Juno , deseosa de venganza, baje a los Lugares Infernales y consiga que la furia Tisifone enloquezca al marido de Ino, Atamante, quien, como Ágave con Penteo, mata a su hijo Learco y lo mismo hubiera hecho con Melicertes si Ino no se hubiera arrojado con el pequeño al mar, convirtiéndose en los dioses Palemon y Leucotea. El reproche que las compañeras de Ino hacen a Juno les acarrea ser metamorfoseadas por la diosa. Toda esta serie de desgracias (que han comenzado en el libro III) llevan al autodestierro a Cadmo y Harmonía quienes ya ancianos y con el mismo amor mutuo que Deucalión y Pirra, se convierten en apacibles serpientes, teniendo como gran consuelo el definitivo reconocimiento de la divinidad de su nieto Baco. La única excepción permite a Ovidio cambiar el escenario, pes Acrisio, que no reconoce a Baco, tampoco había querido admitir que de la unión de su hija Danae con Júpiter había nacido Perseo, quien tras haber dado muerte a la Górgona y petrificado a Atlas, sobrevuela Etiopía desde el aire ve a Andrómeda encadenada a una roca, como víctima inocente de un monstruo marino; enamorado de ella, obtiene la promesa de boda y enfrenta y vence al monstruo, episodio muy tratado en las tragedias griegas y romanas, amén del arte figurativo; cómo llegó ante Medusa y le cercenó la cabeza lo cuenta el héroe en el banquete de bodas que tendrá su continuación en el libro siguiente.


LIBRO V: Las palabras del recién casado se ven interrumpidas por la llegada de Fineo reclamando a su prometida, lo que da lugar a un combate entre Perseo y Fineo asistidos por sus respectivos partidarios, lucha descrita con aliento épico, pero con tintes de humor que llegan a la parodia y a la burla, y termina cuando Perseo petrifica a Fineo valiéndose de la cabeza de Medusa. Perseo abandona Etiopía con su esposa y hace uso de la cabeza de la Górgona para castigar a Preto y a Polidectes. Puesto que su hermano (al que había acompañado y protegido) ya no necesitaba ayuda. Palas se dirige al Elicón para contemplar la fuente Hipocrene y escucha de boca de una Musa el acoso a que las sometió Pireneo y cómo murió este. La presencia de unas urracas da pie a las Musas a indicar que son las Piérides, metamorfoseadas, jóvenes que las habían retado a una competición de canto; una Piéride, innominada y cuya canción brevemente se resume, canta la Gigantomaquia y el miedo que provocó. Tifoeo en los inmortales, obligados a refugiarse en Egipto bajo la apariencia de distintos animales. Caliope, portavoz de las Musas, inicia su canto con un himno a Ceres y, después de especificar que Tifoeo fue sepultado bajo la isla de Sicilia entona un extenso relato que tiene como hilo conductor el rapto de Prosérpina por obra de Plutón, en el que el modelo principal es el Himno homérico a Deméter , pero con la importante innovación de que, como en las Verrinas de Cicerón, el escenario es Sicilia, lo que hace que sea Cíane y no el Sol la que descubre el rapto y, ante su impotencia por no poder evitarlo, se deshaga en lágrimas y se convierte en fuente; Ceres, entretanto, busca a su hija, padece cansancio y sed, convierte en salamanquesa a un niño, el griego Ascálabo, por burlarse de su glotonería, vuelve a Sicilia, donde Cíane, aunque ya sin voz, le da indicios del rapto, por lo que la indignada Ceres priva de cosecha a las tierras, privación que lleva a Aretusa a suplicar por la tierra que la ha acogido y revelar a la diosa que ha visto a Prosérpina en el reino de Dite; Ceres se queja entonces a Júpiter, quien pone como condición para que Prosérpina vuelva con su madre que no haya tomado alimento alguno en los infiernos; pero si lo había hecho, como propala Ascálafo, al que Ceres convierte en búho; se recuerda a continuación la conversación de las Sirenas en aves y, por último, la decisión de Júpiter de que Prosérpina comparta el año entre su madre y su marido. Es entonces cuando a petición de Ceres, Aretusa cuenta cómo, acosada por el rio Alfeo, se convirtió gracias a Diana en una corriente de agua dulce que llegó desde la Elide hasta Siracusa. Tras esta narración, Ceres se dirige a Atenas donde da a Triptólemo un carro y le adoctrina de cómo sembrar el trigo por todo el mundo, lo que el joven hace, a pesar de la oposición del escita Linco, a quien se castiga convirtiéndolo en lince. Tras el canto de Calíope, las ninfas que actúan de jurado dan el triunfo a las Musas y a las Piérides, que no aceptan tal veredicto, las transforman las Musas en urracas.


LIBRO VI: El tema de la competición de las Musas y las Piérides, que no es sino el castigo de la jactancia de unas mortales que se consideran superiores a las divinidades, recuerda a Minerva su certamen, no de canto sino de habilidad en el bordado, con la lidia Aracne y los sendos tapices que cada una elabora, de igual perfección y belleza, igualdad que junto con las acusaciones a los dioses, mueve a la diosa a destruir el tapiz de su rival, por lo que Aracne, al no poder soportarlo, se ahorca pero es convertida en araña. El motivo de tal castigo, la jactancia, y la patria de Aracne son la razón que permite a Ovidio introducir  la historia de Niobe, la esposa de Anfíon el rey de Tebas, que se vanagloria de su poder y sobre todo del número de sus hijos, por lo que se considera superior a Latona y desprecia los honores que a la diosa se le rinden; tal soberbia lleva a Latona a impetrar de sus hijos, Apolo y Diana, la muerte de los hijos de Niobe, quien, a consecuencia del inmenso dolor, se convierte en una estatua de mármol de la que manan lágrimas. Este castigo se pone en relación con el que sufrieron los licios, convertidos en ramas por no permitir acercarse al agua a Latona y sus hijos sedientos, castigo que a su vez hace recordar el que Apolo infringió al sátiro Marsias, que se había atrevido a considerar los sones de su flauta más perfectos que los de la lira de Apolo. Se cierran estos relatos de temas concomitantes con el dolor que Tebas siente por Anfíon (que se había suicidado a causa de la muerte de sus hijos), junto al odio hacia Niobe, a quien sólo llora su hermano Pélope, del que se recuerda la razón de por qué tiene un hombro de marfil. Todos los reinos y ciudades importantes acuden a Tebas con la única excepción de Atenas, fórmula esta que, como en otras ocasiones, servirá para incluir un relato, en este caso el de Procne y Filomela, el más extenso de este libro, en el que se narra cómo el tracio Tereo, que había acudido a Atenas ante su suegro Pandíon en calidad de mensajero de su esposa Procne para llevar junto a ella a su hermana Filomela, se enamora locamente de su cuñada, la viola durante el viaje, evita la delación cortándole la lengua y la encierra; pero Filomena, buena bordadora (aunque quizá no tanto como Aracne), consigue hacer llegar a su hermana una tela que refleja lo sucedido; Procne, aprovechando las fiestas de Baco, libera a su hermana y, ya en el palacio, las dos conciben y ponen en práctica su venganza: matan a Iris, el pequeño hijo de Procne y Tereo, y se lo sirven como manjar a su padre quien, sabedor del hecho por su propia esposa, persigue a las hermanas; el episodio, que tiene como modelos las tragedias griegas y romanas sobre estos personajes y el banquete macabro ofrecido por Atreo a Testes tan del gusto de los trágicos romanos, así como las dudas de Medea antes de su venganza, tiene su culminación en la metamorfosis en aves de sus protagonistas. El libro termina con el rapto de otra ateniense, Ontia, por el tracio Bóreas; de esa unión nacerán Cálais y Zetes, que participaran en la expedición de los Argonautas con la que se inicia el libro siguiente.


LIBRO VII: Tras una brevísima alusión al viaje de ida de la nave Argo, se entra de lleno en el amor de Medea por Jasón, que conocemos gracias al monólogo de la propia heroína con sus dudas y decisión última de ayudarle dándole un ungüento que lo haga invulnerable a las tareas que se le imponen y adormeciendo el dragón que custodia el vellocino de oro, con ecos evidentes de Apolonio de Rodas y de la Medea de Eurípides. Ya de vuelta a Tesalia, Medea, como en los Regresos, rejuvenece a Esón con sus conocimientos de hechicería y practicas mágicas. Esta buena acción le dará el renombre suficiente para engañar a las hijas de Pelias y hacerlas participar en una ceremonia que, en lugar de rejuvenecer a su padre, le provoca la muerte. Las dos huidas de Medea, la primera de Tesalia a Corinto y la segunda, una vez consumada su venganza contra Jasón, de Corinto a Atenas, servirán para enumerar tanto los lugares que recorre como mitos prácticamente desconocidos. También huirá de Atenas después de intentar dar muerte a Teseo, héroe que acaba de ser reconocido por su padre Egeo y cuyas gestas se cantan. La alegría del padre por recuperar a Teseo se ve empañada por la guerra que contra los atenienses prepara Minos a consecuencia del asesinato de su hijo Andrógeo, guerra para la que el cretense solicita la ayuda del egineta Eaco, quien se la niega a causa de buena amistad con Atenas y, en cambio, la ofrece de buen grado a Céfalo, que acude a Egina a pedir fuerzas aliadas para Atenas. A ruegos de Céfalo, que se sorprende de la nueva población, Eaco le relata, basándose Ovidio sobre todo en Lucrecio y en las Geórgicas, la peste que asoló a Egina y cómo él obtuvo de su padre Júpiter que la diezmada población se incrementara gracias a la conversión de hormigas en hombres, los Mirmídones. Tras el descanso de la noche y cuando ya se aprestaban a partir, la curiosidad que despierta en el eácida Foco la jabalina de Céfalo insta a éste a recordar, reelaborando Ovidio el episodio de Ars, su matrimonio con Procris, la felicidad que compartían, felicidad que tuvo su momento crítico cuando él fue raptado por la Aurora y ésta le hizo creer en la infidelidad de Procris, la reconciliación simboliza por el doble regalo de Procris de un perro y una jabalina y cómo un malentendido la llevó a ella a creer en la existencia de una rival y a él a atravesar con su lanza, siempre certera, el pecho de su amada al confundirla con una fiera. Tras este relato y en compañía de sus aliados, Céfalo regresa a Atenas.


LIBRO VIII: El regreso de Céfalo a Atenas es simultáneo, y así se indica con el “entretanto” (otra de las fórmulas para unir episodios), con el asedio de Mégara por Minos; enamorada de éste Escila, tras varios soliloquios de conflicto en los que deja su impronta el de Fedra del Hipólito de Eurípides, decide ayudar al enemigo traicionando a su padre Niso, pero su acción no es recompensada; adherida a la nave de Minos es perseguida por su padre, convertido en águila marina, pero antes de ser alcanzada se transforma en el pájaro ciris. Al llegar a Creta, Minos encierra al hijo que su esposa había concebido del toro en el Laberinto y, de un modo muy rápido, pues ya había sido tratado el asunto por Cat. 64 y el propio Ovidio en Her. X, se cuenta que pasto del monstruo eran los rehenes atenienses hasta que Teseo lo mató con la ayuda de Ariadna, a la que abandonó en Día pese a haberle jurado que se casaría con ella. “Entretanto” Dédalo, que con su hijo Ícaro había sido encerrado en el Laberinto de su propia construcción, decide huir fabricando unas alas; adoctrina al joven, con consejos muy similares a los del Sol a Faetón, que Ícaro tampoco sigue y muere, pasaje que es igualmente una reelaboración del de Ars. Testigo del entierro de Ícaro es la perdiz, metamorfosis del sobrino asesinado por Dédalo, celoso de su habilidad. Después de lo concerniente a Creta y a Atenas y consolidado el gran prestigio de Teseo, Calidón pide su ayuda para abatir a un jabalí, enviado por Diana en venganza por haber sido preterida en las ofrendas de Eneo, y que es una empresa colectiva ya presente en la Ilíada y muy tratada por los trágicos griegos y romanos; lo más significativo es que Ovidio sigue la versión de que en la cacería participa Atalanta, de la que se enamora Meleagro, hijo de Eneo y Altra, y a la que le entrega el premio de haber abatido a la fiera aunque ella sólo la hubiera rozado; tal acción provoca el enfado de los Testíadas, tíos maternos de Meleagro, de lo que deriva un enfrentamiento que acaba con la muerte de estos a manos del joven y que motivará su propia muerte, pues su madre Altea, cumpliendo más los deberes de hermana que los de madre, echa al fuego el tizón a cuya existencia estaba ligada la vida de su hijo que, sin saber la razón, muere, en tanto sus hermanas, profundamente desconsoladas, son convertidas por la ya apaciguada Diana en pintadas. De vuelta de la cacería, Teseo y sus compañeros se detienen en casa de Aqueloo, estancia que dará lugar a una serie de relatos cuyo tema es el de la venganza de divinidades despreciadas comenzando con la del propio Aqueloo contra las Equínades, de una de las cuales, Perimele, se enamora y consigue que se transforme en isla; como oposición a ese desprecio e incidiendo en el tema de la hospitalidad, se incluye el precioso idilio de Filemón y Baucis, en el que se destaca la pietas in deos de estos ancianos,  frente al resto de sus vecinos, hacia Mercurio Júpiter, por lo que su casa se libra de una inundación y ellos obtienen vivir juntos hasta su conversión en árboles y ser honrados como dioses. Con este relato de factura calimaquea contrasta el de Erisicton, basado también en el alejandrino (Himno de Deméter), que cuenta cómo este despreciador de la encina en la que habita una humadriade es castigado por Ceres a ser acosado por el Hambre, la segunda alegoría descrita por Ovidio, que le lleva incluso a valerse de la capacidad de transformación de su propia hija, pero que no es suficiente pues termina autofagocitándose. Las palabras de Aqueloo de que él también puede cambiar de aspecto y la constatación de que le falta un cuerno preparan el primer relato del siguiente libro.


CACERÍA DE CALIDÓN

“Un bosque abundante en maderos, que ninguna época había talado, comienza desde una llanura y contempla labrantíos que van hacia abajo; una vez que los héroes llegaron allí, unos tienden las redes, otros quitan las cadenas a los perros, otros siguen las huellas marcadas de las patas y desean encontrar su propio riesgo. Había un valle profundo, a donde acostumbraban a despeñarse los riachuelos del agua de lluvia; las profundidades de la laguna las ocupa el flexible sauce y ligeras ovas y los juncos de los pantanos, los mimbres y cañas cortas bajo largas cañas. Desde aquí se lanza el jabalí excitado con violencia en medio de los enemigos como los fuegos surgidos de nubes que chocan. El bosque es abatido en su carrera y la golpeada arboleda produce un fragor; gritan lo jóvenes y en su mano derecha sostienen inclinadas hacia adelante las jabalinas que vibran por su abundante hierro. Él se precipita y dispersa los perros, a medida que cada uno le corta el paso en su furia, y con su golpe de través disemina a los que ladran.

En primer lugar la lanza disparada por el brazo de Equíon fue inútil y produjo una pequeña herida en el tronco de un arce; la siguiente, si no hubiera hecho uso de las fuerzas excesivas del que la envió, parecía que iba a clavarse en el lomo buscado: va más lejos; el autor del disparo el pagaseo Jasón. “¡Febo”, dice el Ampícida, “si te he rendido culto y te lo rindo, concédeme alcanzar con un certero dardo lo que busco!”. En lo que pudo, el dios accedió a su suplica: el jabalí fue golpeado por él, pero sin herida; Diana había quitado el hierro a la volandera jabalina, llegó la madera sin punta. Se excitó la cólera de la fiera y ardió no más suave que un rayo; salen chispas de sus ojos, incluso la llama rebulle en su pecho, y , como vuela una piedra agitada por un nervio tensado cuando se dirige a las murallas o a las torres llenas de soldados, así se lanza el homicida jabalí contra los jóvenes con certero ataque y abate a Hipalmon y a Pelagón, que protegían el extremo derecho; sus compañeros recogieron a los que yacían en tierra; pero Enésimo, hijo de Hipocoonte, no escapó a los golpes portadores de muerte: mientras temblaba y se disponía a volver la espalda, con la corva atravesada le abandonaron las fuerzas. Quizá también el Pilio hubiera perecido antes de la época de Troya pero, tomando apoyo de una lanza clavada, saltó a las ramas de un árbol que estaba cercano y, seguro, contempló al enemigo desde el lugar al que había huido. Éste frotando furioso los colmillos en el tronco de la encina, amenaza con la muerte y, confiado en sus renovadas armas, atravesó con su curvo hocico el muslo del gran Eurítida. En cuanto a los dos hermanos gemelos, todavía no celestiales luminarias, ambos destacados, ambos se desplazaban en caballos más blancos que la nieve, ambos lanzaban con el tembloroso movimiento de las hastas las jabalinas que vibraban a través de los aires; hubieran provocado heridas si el provisto de cerdas no se hubiera metido entre las sombrías espesuras, lugres no accesibles ni para las jabalinas ni para el caballo. Lo persigue Telamón y, sin precaverse en su deseo de avanzar, cayó de bruces retenido por la raíz de un árbol; mientras Peleo lo levanta, la Tegea colocó en la cuerda una rápida flecha y, curvando el arco, la lanzó; clavada la caña bajo la oreja de la fiera, rozó la parte de arriba de su cuerpo y con un poco de sangre enrojeció las cerdas. Sin embargo, ella no estaba más alegre por el éxito de su golpe que Meleagro; se cree que fue el primero en verlo y el primero en mostrar la sangre que había visto a sus compañeros y en decir: “Tendrás el honor merecido de tu valor”. Se ruborizaron los hombres y se alientan y se animan con el griterío y arrojan sin orden los dardos; la confusión es perjudicial para los lanzamientos y obstaculiza los golpes que persiguen. He aquí que, enfurecido contra su destino, el Arcadio portador de un hacha de dos filos dijo: “Aprended, jóvenes, qué mayor valor tienen las armas de un hombre ante las femeninas y concededme a mí esta actuación. Aunque la misma Latonia lo proteja con sus armas, mi diestra le dará muerte aun con Diana en contra” Hinchado con grandilocuente boca pronunció tales palabras y, alzando con ambas manos la segur de dos filos, se puso de puntillas apoyándose en la punta de sus extremidades; apresa la fiera al atrevido y le clavó los dos colmillos en la parte alta de las ingles, por donde está el camino más cercano a la muerte; cae Anceo y sus vísceras, enmarañadas en mucha sangre, fluyen deslizándose y la tierra se tiñó con su sangre. Iba en contra del enemigo el vástago de Ixíon, Pirítoo, agitando un venablo en su fuerte diestra; a éste le dice el Egida: “¡Deténte lejos, oh tú, parte de mi alma más querida para mí que yo! Es licito para los valientes combatir de lejos; su temerario valor ha perjudicado a Anceo.” Dijo y lanzó un pesado dardo de comejo con punta broncínea; al que estaba bien equilibrado y que habría de obtener lo deseado, se le interpuso la frondosa rama de un árbol cortado; también el Esónida lanzó una jabalina, que el azar alejó de aquél para matar a un perro que no lo merecía y, atravesado entre los ijares, a través de los ijares se clavó en la tierra.”

(“Metamorfosis”, Ovidio, Ediciones Cátedra (grupo Anaya, S.A. – Madrid, 2004; págs.: 482-485. (V.V. 329-414)



LIBRO IX: A petición de Teseo, el Aqueloo recuerda, aunque con dolor, que se enfrentó a Hércules por la mano de Deyanira, una Meleágride que, como ya especificara Ovidio en el libro VIII, no fue metamorfoseada; el resultado de tal enfrentamiento, parodia de los que hay en la Eneida, fue que el rio perdiera su cuerno, desde entonces tenido como la Cornucopia. Esa lucha lleva al poeta a tomar la palabra para relatar el intento del centauro Neso de violar a Deyanira cuando se ofreció a transportarla a la otra orilla del Eveno, por lo que Hércules lo atravesó con una flecha, lo que será la causa remota de la muerte del héroe, pues, transcurrido un tiempo, Deyanira, apenada porque Hércules se ha enamorado de Iole, envía a su marido, como vestimenta adecuada para hacer un sacrificio en el monte Eta, la túnica impregnada con la sangre de Neso mezclada con el veneno de la Hidra de Lerna que ella, engañada por el centauro, creía un filtro amoroso; tales vestiduras acarrean la muerte de Hércules, que por consenso de los dioses alcanza la apoteosis. Por su parte Alcmena cuenta a Iole la peripecia del nacimiento de su hijo Hércules, pese a la oposición de Juno y gracias a la astucia de su sierva Galántide, más tarde metamorfoseada en comadreja. Iole, a su vez, recuerda a su hermanastra Dríope, quien, al coger un loto acuático, ella misma se convirtió en otra variedad de loto. La triste conversación de las mujeres se ve interrumpida por la llegada de Iolao, que ha sido rejuvenecido por Hebe, la esposa divina de Hércules, que tiene el poder de rejuvenecer o de acelerar la madurez, como hará más tarde con los Alcmeónidas. Tal situación lleva a los dioses a reclamar la juventud para sus protegidos, pero Júpiter les recuerda que ni siquiera él puede rejuvenecer a Minos, lo que es una forzada transición para hablar de Mileto quien, sin que Ovidio diga claramente la razón, huye de Creta a Asia, fundada la ciudad de su nombre y es padre de Biblis y Cauno, con lo que se inicia la serie de amores fuera de la norma que terminará en el libro X con Mirra. En efecto, Biblis se enamora de su hermano, al que envía una “heroida”, si bien más breve que las de la colección ovidiana, rechazada por Cauno, que huye, la joven vaga errante hasta que se desintegra en agua. Este suceso, pese a lo muy conocido, no interesa en Creta, maravillada por otro hecho: Ligdo había ordenado a su esposa Telenusa que si el hijo que esperaba era una niña la matara; pero Telenusa, siguiendo las órdenes de Isis, hace creer a todos que Ifis es un varón hasta que le llega la edad casadera y se compromete con la joven Iante, conflicto que soluciona la diosa cambiando el sexo de Ifis, con lo que alegremente se celebra la boda.


LIBRO X: Himeneo, que se traslada de la boda de Ifis a la de Orfeo y Euridice, tiene un comportamiento muy diferente en ambos esponsales, pues sabe que la recién casada morirá pronto; Orfeo baja a los Infiernos y con su discurso y su canto obtiene que su esposa vuelva con él, pero no cumple la condición impuesta y Eurídice muere definitivamente, relato paralelo al de Geórgicas. Orfeo, al que no se le permite volver a descender, rechaza el amor femenino y canta ante un auditorio pleno de árboles, entre ellos Cipariso, quien, transido de dolor por haber matado a un ciervo de su predilección, decide morir y se transforma en el ciprés. El canto de Orfeo trata en principio de los jóvenes amados por dioses, citando brevemente a Ganimedes y deteniéndose más en Jacinto, el amado de Febo: mientras jugaban, el disco lanzado por Apolo rebota en la tierra y hiere mortalmente al joven sin que el dios pueda hacer otra cosa que convertirlo en flor de su nombre. El orgullo que siente Esparte por ser la patria de Jacinto es diametralmente opuesto a la vergüenza de la chipriota Amatunte por serlo de los Cerastas y las Propétides, cuya metamorfosis es un castigo de Venus, lo que va a permitir una transición en el canto de Orfeo a relatos localizados en Chipre y que tienen como personaje más importante del libro X a Venus, que hasta entonces no ha tenido un papel de gran relevancia en la epopeya. En Chipre se ubica el episodio de Pigmalión, el escultor que, enamorado de su propia estatua, es oído por Venus y puede unirse a su obra ya convertida en mujer, unión de la que nace Pafos. Cíniras, hijo de éste, sin saberlo y gracias a los oficios de la nodriza, se convierte en amante de su propia hija Mirra, personaje que había sido muy tratado en la poesía alejandrina y neotérica; cuando Cíniras conoce la identidad de la amante, quiere matarla y Mirra huye hasta Saba, donde se convierte en el árbol de su nombre; fruto del incesto es Adonis, que, una vez terminada su gestación dentro del árbol, sale de él y crece con una belleza tal que despierta el amor de Venus, un amor protector que la lleva a aconsejar al joven, gran aficionado a la caza, que evita las fieras salvajes y sobre todo los leones, odiosos para ella. Al preguntarle Adonis el motivo, ella le relata la historia de Atalanta e Hipómenes, a saber que Atalanta había prometido que solo se casaría con quien la venciese en la carrera, cosa que logró Hipómenes gracias a las manzanas que le diera Venus, quien, quejosa por la falta de agradecimiento de la pareja, les hizo profanar con el acto sexual el santuario de Cibeles, la cual los convirtió en los leones que tiran de su carro. Pese a tales advertencias, un jabalí mata a Adonis, al que Venus transforma en anémona, relato con el que finaliza el canto de Orfeo, quien, no obstante, seguirá siendo el protagonista de los primeros episodios del libro siguiente.


LIBRO XI: Como epilogo del anterior, se inicia este libro con la muerte de Orfeo, al que despedazan las Ménades tracias, despechadas por el desprecio del vate el sexo femenino; su sombra baja a los Infiernos y se reúne con Eurídice, en tanto que las tracias, como castigo, son metamorfoseadas por Baco que, además, abandona el país y se dirige con su cortejo a Lidia. Su ayo Sileno es apresado y llevado ante Midas, quien, seguidor de Baco, se lo devuelve al dios, por lo que obtiene el don de convertir en oro todo lo que toque, don que en nada le resulta provechoso y del que logra liberarse; su pésimo gusto artístico le hace considerar la flauta de Pan superior a la lira de Apolo, por lo que el dios le adorna con unas orejas de asno, también Apolo cambia de escenario tras el castigo; llega a Troya, donde con Neptuno ayuda a Laomedonte a levantar las murallas y, al no recibir el estipendio prometido, los dioses castigan al rey y le obligan a exponer a un monstruo a su hija Hesíone, liberada por Hércules, quien, al no recibir tampoco lo prometido, ataca la ciudad, castiga a Laomedonte y da a Hesíone en matrimonio a Telamón, cuyo hermano Peleo es ya el marido de Tetis, de la que se había apoderado siguiendo las indicaciones de Proteo y con la que había tenido a Aquiles. A Peleo, desterrado por haber matado a Foco, lo acoge en Traquis Céix, acogida que es creación de Ovidio y que sirve de soporte al relato de cómo Quíone se atreve a anteponerse a Diana y ésta la mata, muerte que ocasiona tal dolor en su padre Dedalión (cuyo parentesco con Céix es también invención del poeta) que se convierte en gavilán. Ante Peleo llega el pastor, parodia de un mensajero de tragedia, comunicando que el rebaño de Peleo ha sido atacado por un lobo, que será metamorfoseado en mármol. Céix, intranquilo por las desgracias que sobre su país se abaten, decide ir a consultar el oráculo de Apolo Clario a pesar de los temores de su esposa, en los que se pone de manifiesto el amor conyugal que ya se ha ensalzado en Deucalión y Pirra, Cadmo y Harmonía, Céfalo y Procris y Filemón y Baucis. Céix se va solo y perece en una tempestad, mientras Alcíone prepara todo para recibirlo y suplica continuamente a Juno, quien, no pudiendo soportarlo, ruega al Sueño, cuyo palacio y alegoría describe Ovidio, que haga sabedora a Alcíone de la muerte de Céix, encargo que cumple Morfeo apareciéndose en sueños ante la esposa con la figura y voz de Céix y comunicándole el naufragio, razón por la que Alcíone se dirige a la playa donde está el cadáver de Céix, que junto con su desconsolada esposa, son metamorfoseados en alciones, concluyendo así el relato más largo de las Metamorfosis. Termina el libro con las palabras de un anciano sobre la metamorfosis en somormujo de Ésaco, lleno de dolor por la muerte de Hesperie, que, como Eurídice, había muerto a consecuencia de la mordedura de un ofidio. Esta referencia al hermanastro de Héctor es el prólogo del bloque sobre Troya que, ya adelantado con Laomedonte, se desarrollará a partir del libro siguiente.


LIBRO XII: La ausencia de Paris de los funerales de Ésaco permite narrar los preparativos de la guerra de Troya y la detención de las naves griegas en Aulide con el prodigio de las serpientes, que ya aparece en la Ilíada, y el sacrificio de Ifigenia. Estos preparativos los difunde la Fama, última de las alegorías descritas por Ovidio. Tras una breve alusión a las primeras escaramuzas, se describe, en lo que se ha considerado una crítica antihomérica, el duelo entre Aquiles y Cicno, el invulnerable hijo de Neptuno que hace dudar a Aquiles de sus fuerzas hasta que lo estrangula y ve el cisne en que se convierte. La tregua que sigue la duelo se llena de conversaciones sobre Cicno, lo que induce a Néstor a relatar la historia del tesalio Ceneo, que, siendo antes la joven Cénide, había sufrido la violencia de Neptuno y como compensación obtuvo convertirse en varón. La condición de Lápita de Ceneo ocasiona el relato, en boca de Néstor, de los Lápitas y Centauros, el más extenso que conocemos sobre esta lucha con un catálogo de contendientes muy similar al de los compañeros de Fineo del libro V y cuyo carácter desagradable se ve interrumpido por el amor entre los Centauros Cílaro e Hilónome, que mueren uno en brazos del otro. También se recuerdan los últimos momentos de Ceneo, transformado en un ave desconocida. La ultima historia del anciano, forzada por la queja de Tlepólemo de que no ha mencionado a su padre Hércules, trata de cómo el Tirintio atacó Pilos y mató a todos los hermanos de Néstor, mereciendo especial atención la muerte de Periclímeno, también capaz de metamorfosearse por ser descendiente de Neptuno. Tras estos recuerdos la acción vuelve a situarse en Troya con la muerte de Aquiles a manos de Paris, acción propiciada por Apolo que así atiende los ruegos de Neptuno, dolido por la muerte de Cicno.


LIBRO XIII: Comienza con el Juicio de las armas de Aquiles, por las que rivalizan Áyax y Ulises, disputa que ya está en la Odisea y que fue tema de tragedias griegas y romanas, así como de tratamientos retóricos. Ovidio además refleja un proceso romano y organiza los dos discursos, el más tosco de Áyax y el más profesional de Ulises, de acuerdo con las normas de la retórica; el triunfo de Ulises lleva a Áyax al suicidio y de su sangre surge la misma flor a que dio nombre Jacinto. Las troyanas, vencidas y esclavas de los griegos, parten para el destierro y sufren una serie de avatares, ya tratados en la Iliupersis y en las tragedias de Eurípides con sus reelaboraciones romanas, cuyo hilo conductor son los sufrimientos de Hécuba. Así, tras advertirnos de que le pequeño Polidoro ha sido asesinado por su “protector” el tracio Poliméstor, se relata la muerte de Políxena, sacrificio que presencia Hécuba en una clara variante ovidiana; después de realizar las exequias de su hija y con el falso consuelo de que Polidoro está a salvo, la reina ve el cadáver del pequeño, por lo que decide vengarse de Poliméstor y escapa de la persecución de los tracios convertida en perra. Las desgracias de las troyanas no conmueven a la Aurora, pues llora la muerte de su hijo Memnón a manos de Aquiles; pide a Júpiter un honor para su hijo, honor que consistirá en que de la pira surjan las aves Memnónides. Con ello acaba la “Ilíada”, pues a continuación el interés se centra en Eneas y, por tanto, comienza la “Eneida” que continuará hasta bien avanzado el libro XIV. Después de una rápida mención a su salida de Troya, Eneas se detiene en casa del Anio, quien informa a Anquises de la suerte de su hijo y sus cuatro hijas que escapan de la persecución de Agamenón convertidas en palomas por Baco. En el cratero que, como despedida, Anio regala a Eneas están representadas las hijas de Oríon. Tras superar diferentes etapas, avistan Escila, la otrora bella joven (idea original de Ovidio) a la que Galatea contaba cómo la pretendía Polifemo, aunque ella amaba y era amada por Acris, amor que también es invención de Ovidio y que da lugar al primero de los tres triángulos insertos en la “Eneida” ovidiana; la tierna canción de amor de Polifemo,  parodia burlesca de Teócrito, contrasta con la furia de que hace gala contra Acis, que, sepultado bajo rocas, se convierte en el rio de su nombre. Ante Escila se presenta Glauco recientemente convertido en dios marino, según informa a la joven para enamorarla; la indiferencia de Escila decide a Glauco a acudir a Circe, a la que encuentra en el libro siguiente.


ESCILA

“Se dirigen a los cercanos campos de los feaces, cubiertos de fértiles frutales; alcanzan éstos el Epiro y Butroto, la Troya gobernada y reproducida por el adivino frigio. Después, sabedores del futuro, que en su totalidad les había vaticinado el Priámida Heleno con segura profecía, entran en Sicania. Ésta se extiende hacia el mar con tres alas, de las cuales el Paquino está vuelto en dirección a los austros portadores de lluvia, expuesto a los suaves zéfiros el Lilibeo, el Peloro dirige su mirada hacia las Osas privadas del agua del mar y hacia el bóreas. Por éste entran los teucros y, con los remos y un oleaje favorable, de noche la escuadra se adueña de la arena de Zancle. Escila hostiga el lado derecho, el izquierdo la nunca tranquila Caribdis; ésta devora y regurgita las barcas que ha engullido, aquélla está ceñida en su negro vientre de feroces perros y tiene rostro de doncellay, si no son inventadas todas las cosas que han transmitido los poetas, en algún otro tiempo también fue doncella. La solicitaron muchos pretendientes; ella, rechazándolos, iba junto a las ninfas del mar siendo muy grata para las ninfas del mar y les contaba los amores burlados de los jóvenes. A ella Galatea, mientras le deja sus cabellos para que los peine, le habla entre suspiros con tales palabras:

“Sin embargo a ti, doncella, te solicita una clase de hombres no ruda, y puedes negarte a éstos impunemente, como haces. Pero a mí, que tengo por padre a Nereo, que me dio a luz la azulada Doris, que también estoy protegida por una multitud de hermanas, no me fue permitido esquivar el amor del Cíclope a no ser mediante llanto”, y las lágrimas fueron un impedimento para la voz de la que hablaba. Cuando la doncella, dijo: “Cuéntame, queridísima mía, y no ocultes el motivo de tu dolor (soy de total confianza)” La nereida a su vez contestó a la hija de Crateide:


ACIS, GALATEA Y POLIFEMO

“Acis era hijo de Fauno y de una ninfa hija del Simeto, ciertamente gran placer de su padre y de madre, pero mayor todavía mío; pues a mí se había unido únicamente. Hermoso, y tras haber cumplido por segunda vez su octavo cumpleaños, distinguía sus tiernas mejillas con un bozo apenas visible; yo requebraba a éste, a mí el Cíclope sin límite alguno. Y, si preguntas si era más firme en ni el odio al Cíclope o el amor a Acis, no te lo puedo decir: el uno era igual al otro. ¡Ay, grande es el poder de tu reino, Venus protectora! En efecto, aquél, cruel y horrible para los mismos bosques y no visto por extranjero alguno sin castigo y despreciador del gran Olimpo y de los dioses, conoció qué es el amor y, preso por su deseo hacia mí, se abrasa olvidándose de sus animales y de sus cuevas. Y ya te preocupas, Polifemo, de tu figura, ya de agradar, ya peinas con rastrillos tus tiesos cabellos, ya te agrada recortar con la hoz tu erizada barba y contemplar en el agua tu fiero rostro y arreglarlo; y el deseo de matanza y la fiereza y la inmensa sed de sangre cesan, y llegan y se van seguras las barcas. Entretanto Télemo, que había llegado hasta el siciliano Etna, Télemo el Eurímida, al que ninguna ave había engañado, se presentó ante el terrible Polifemo y le dijo: “El único ojo que tienes en medio de tu frente te lo arrebatará Ulises.” Se echó a reír y le replicó: “Oh tú, el más tonto de los adivinos, te engañas, ya me lo ha arrebatado otra.” De este modo desprecia al que en vano le anuncia cosas verdaderas y o bien caminando a grandes pasos abruma con su peso la playa, o bien agotado vuelve a sus oscuras cuevas.

Se alza sobre el mar con su larga punta una colina en forma de cuña y el agua del mar fluye en tomo a sus dos laderas. Aquí sube el feroz Cíclope y se sienta en el medio, caminaban detrás los lanudos rebaños sin que nadie los guiara. Después de que puso ante sus pies el pino que le servía de cayado, apropiado para soportar antenas, y cogió la flauta compuesta de cien cañas, todos los montes sintieron las olas. Yo, escondiéndome en una roca y sentándome en el regazo de mi Acis, con mis oídos recogí de lejos tales palabras y escribí las frases oídas:
“Oh Galatea, mas blanca que las hojas de la nívea aleña, más brillante que el cristal, mas juguetona que un tierno cabritillo, mas pulida que las conchas desgastadas continuamente por el mar, más agradable que los soles del invierno, que la sombra del verano, más noble que las manzanas, más visible que el elevado plátano, mas resplandeciente que el hielo, más dulce que la uva madura y más suave que las plumas del cisne y que la leche prensada y, si no me esquivaras, más hermosa que un huerto regado; la misma Galatea más cruel que los indómitos novillos, más dura que la añosa encina, mas engañosa que las olas, mas escurridiza que las ramas del sauce y más tenaz que las blancas vides, mas inmóvil que estos escollos, más violenta que la corriente, mas orgullosa que el alabado pavo real, más cruel que le fuego, más áspera que los abrojos, más terrible que una osa preñada, mas sorda que los mares, más dañina que una serpiente pisada y lo que sobre todo querría poder quitarte, no solo mas esquiva que un ciervo acosado por sonoros ladridos, sino también que los vientos y la alada brisa (pero, si me conocieras bien, te arrepentirás de haber huido y tú misma condenarías tu demora y te esforzarías por retenerme). Tengo unas cuevas, parte de un monte, que cuelga en la roca viva, en las que no se siente el sol en medio del verano ni se siente el invierno; tengo frutales que cargan sus ramas; tengo uvas semejantes al oro en extensas viñas, las tengo también color purpura: para ti cuido estas y también aquellas. Tú misma con tus propias manos recogerás blandas fresas nacidas bajo la boscosa sombra, tu misma las silvestres cerezas del otoño y ciruelas, no solo las que son moradas por su oscuro jugo, sino también las de buena raza y que imitan la cera nueva; y no te faltarán siendo mi esposa las castañas, ni te faltaran los frutos del madroño: todos los arboles estarán a tu servicio. Todo ese ganado es mío; también muchas ovejas vagan errantes por los valles, a muchas la oculta el bosque, muchas están en las cuevas en sus establos y, si por casualidad me lo preguntaras, no te podría decir cuántas son. ¡Cosa de pobres es contar el ganado! No me des ningún crédito en lo que a las alabanzas de éstas se refiere: tú misma en persona puedes ver de qué modo apenas pueden rodear con sus patas su cargada ubre. Hay, camada menor, corderos en tibios rediles, hay también, de igual edad, cabritillos en otros rediles. Siempre hay a mi disposición nívea leche: parte de esta se reserva para ser bebida, el líquido cuajo endurece otra parte. Y no te tocarán sólo fáciles placeres y dones corrientes, gamos y liebres y un macho cabrío y un par de palomas y un nido arrancado de la copa de un árbol; he encontrado en los altos montes dos cachorros gemelos de una peluda osa, que podrían jugar contigo, tan semejantes entre sí que apenas podrías distinguirlos; los he encontrado y he dicho: “Guardaré éstos para mi dueña.” ¡Ya ahora mismo saca del azulado piélago tu blanca cabeza, ven ya, Galatea, y no desprecies mis regalos! Ciertamente yo me conozco y me he visto hace poco reflejado en las cristalinas aguas y, al verme, me ha agradado mi figura. Contempla qué grande soy, no es mayor que este cuerpo Júpiter en el cielo (en efecto vosotros soléis decir que reina un no sé qué Júpiter), una abundante cabellera cae sobre mi feroz rostro y sombrea mis hombros como un bosque, y no juzgues feo el que mi cuerpo esté muy abundantemente erizado de duras cerdas; feo es un árbol sin hojas, feo un caballo si no cubren su rojizo cuello las crines; la pluma protege a las aves, a las ovejas las embellece su lana; la barba y las híspidas cerdas hermosean el cuerpo de los hombres. Yo tengo un solo ojo en medio de mi frente, pero al modo de un gran escudo. ¿Y qué? ¿No ve es gran sol desde el cielo todas estas cosas? Sin embargo, el Sol es un disco único. Añade que mi padre reina en vuestro mar, te doy a éste como suegro. ¡Tan sólo compadécete de mí y escucha los ruegos del que te suplica! A ti sola he sucumbido y yo, que desprecio a Júpiter y al cielo y el rayo penetrante, a ti, nereida, te rindo culto: tu cólera es más violenta que el rayo. Y yo soportaría mejor este desprecio si esquivaras a todos; ¿pero por qué, rechazando al Cíclope, amas a Acis y prefieres a Acis a mis abrazos? Sin embargo, que se le permita a él agradarse a sí mismo y que, cosa que no querría, te agrade a ti, Galatea; con tal de que se me dé la oportunidad, se dará cuenta de que yo tengo fuerzas proporcionadas a tan gran cuerpo. Le arrancaré vivas las entrañas y esparciré sus miembros despedazados por los campos y por tus aguas (¡que así se una a ti!. Pues me abraso, y el fuego avivado hierve más violentamente y me parece llevar en mi pecho el Etna, que a él se ha trasladado con todas sus fuerzas: ¡Y tú, Galatea, no te conmueves!”.


ACIS
Habiendo enviado tales quejas en vano (pues yo veía todas las cosas), se levanta y, del mismo modo que un toro enfurecido porque se le ha arrebatado su vaca, no puede permanecer quieto y vaga por el bosque y los conocidos collados; cuando el salvaje nos ve a mí y a Acis, que nada sabemos y no tenemos nada semejante grita: “Os veo y haré que esta sea la última unión de vuestro amor.” Y fue tan grande aquella voz cuanto la debe tener el Cíclope encolerizado: el Etna se estremeció con el grito. Yo por mi parte, muerta de miedo, me sumerjo en el mar cercano; el héroe de Simeto había vuelto su espalda para huir y había dicho: “Ayúdame, Galatea, te lo suplico; ayúdame, padres, y acoged en vuestro reino al que está a punto de perecer”; le persigue el Cíclope y le lanza una parte que ha arrancado del monte y, aunque llega hasta él la punta de la roca, sin embargo, sepulta a Acis en su totalidad; yo a mi vez, única cosa que me estaba permitida hacer por el destino, conseguí que Acis asumiera las fuerzas de sus antepasados. Manaba sangre color de purpura de la mole, y al poco tiempo comenzó a desvanecerse el rojo y adopta el color de un rio turbio por las primeras lluvias y se limpia con el paso del tiempo; a continuación se abre la mole tocada y por las hendiduras surgen vivas y largas cañas y la cóncava boca del peñasco resuena con las olas que saltan, y, cosa admirable, de repente hasta la cintura sobresale un joven ceñido de cañas entrelazadas a sus recientes cuernos, el cual, si no fuera porque en más grande, porque era azulado en todo su rostro, sería Acis. Pero así también, con todo era Acis convertido en rio y la corriente conservó el antiguo nombre.”
(págs.: 694-701) (V.V. 720-899)




LIBRO XIV: Se abre con un nuevo triángulo amoroso ya que Circe, en lugar de ayudar a Glauco, pretende el amor del dios marino y, desdeñada, convierte a Escila en el monstruo que evitarán los Enéadas. Vuelve así la narración a la “Eneida”, con un breve resumen de los cinco primeros libros de la epopeya virgiliana y una mención a los Cercopes, habitantes de las islas Pitecusas, convertidos en monos por Júpiter. Mayor longitud concede Ovidio al descenso de Eneas al Orco en busca de la rama dorada guiado por la Sibila. A su vuelta oye la narración de Aqueménides, personaje ya creado por Virgilio pero que Ovidio utiliza para relatar, haciéndose eco de la Odisea, la estancia de Ulises en Sicilia y su encuentro con Polifemo. A imitación de Virgilio, Ovidio crea un personaje, Macareo, que será el narrador, reelaborando también la Odisea, de la conversión que Circe ocasionó a los compañeros de Ulises, quien obliga a la hechicera a devolverles su antigua forma; es también Macareo el que narra el tercer triángulo amoroso, a saber que Circe, deseosa del amor de Pico, fiel a su esposa Canente, transforma al rey en un pájaro carpintero, y que Canente se desvanece a causa de la nostalgia de su marido. Tras el relato de Macareo, la acción se centra en la lucha en territorio itálico entre Eneas y Tumo y la ayuda que éste solicita a Diomedes, quien, recordando las desgracias de sus compañeros, no quiere que sus súbditos corran peligro; el portador de la negativa es Vénulo, quien en su camino de vuelta conoce la razón por la que un pastor se convirtió en el acebuche. Tumo quema las naves de Eneas, que se convierten en ninfas marinas. La muerte de Tumo lleva aparejada la conversión de su ciudad, Ardea, en garza. Asistimos igualmente a la apoteosis de Eneas, que Venus impetra de Júpiter, con lo que finaliza la “Eneida” ovidiana y se da paso a las leyendas propiamente itálicas. Después de una rápida enumeración de los Reyes Latinos, el relato se detiene en dos divinidades romanas, Promona y Vertumno, ella diosa de los frutales y él dotado del poder de transformación del que se vale para acercarse a Promona y convencerla, mediante el ejemplo de Ifis y Anaxárete, de que se una a él. La lista de los reyes llega hasta Rómulo, el rapto de las Sabinas y el poder compartido con Tacio, a la muerte del cual Rómulo en solitario es el mejor de los gobernantes, por lo que se le premia con la apoteosis en el dios Quirino. Su esposa Hersilia es informada por Iris de la divinización de Rómulo y acude junto a su marido transformada en diosa Hora.


LIBRO XV: Sucesor de Rómulo es Numa, a quien sus ansias de saber llevan a Crotona, fundada por Miscelo de acuerdo con las órdenes de Hércules. En Crotona conoce Numa la doctrina de Pitágoras, cuyo largo discurso trata de las enseñanzas del filósofo, aunque no de las fundamentales, pero sobre todo del tema del cambio de forma, tema en el que tiene cabida la profecía de la grandeza de Roma. Una vez adoctrinado, Numa vuelve a su patria, acepta el reino y comparte su vida con Egeria. Ésta, incapaz de soportar el dolor que la muerte de su marido le produce, vaga por los bosques de Aricia, donde encuentra a Hipólito, ya Virbio, quien le cuenta su muerte arrastrado por los caballos, maldición de su padre Teseo que había dado crédito a las palabras de Fedra, y cómo Diana lo convirtió en Virbio, relato que sin embargo no consuela a Egeria, quien se deshace en lágrimas hasta que Diana la transforma en fuente. El prodigio de ésta metamorfosis es similar al asombro que produjo la aparición de Tages de la tierra abierta o el que despertó en Cipo la aparición de unos cuernos en su frente, fórmula, la del asombro, de la que se sirve Ovidio para contarnos cómo este pretor Cipo rechazó ser nombrado rey. A continuación el poeta invoca a las Musas para que le inspiren en su relato de la llegada de Esculapio a la Isla Tiberina y qué motivos aconsejaron su traslado desde Epidauro. Un forzado contraste entre la divinidad de Esculapio y la de César lleva a relatarnos la apoteosis y catasterismo de éste, cuyo mayor mérito no son sus gestas sino el ser padre de Augusto del que se predice que también alcanzará la divinidad a su muerte. Pero, como muy bien indica el epílogo, el único que de verdad alcanzará la inmortalidad será el propio Ovidio, que acaba su obra con un triunfante viviré.


El qué, por tanto, son las “figuras transformadas” que, como se puede deducir por la invocación a los dioses, pertenecen al mundo de la mitología, lo que ha permitido al poeta incluir episodios en los que no hay cambio de forma. Efectivamente, de los casi 250 mitos y leyendas que trata, “sólo” 175 aproximadamente presentan metamorfosis.




RICARDO III

Esta obra está basada en la disputa que sostuvieron la familia Lancaster que escogió por emblema la Rosa Encarnada, y la familia de York, que tomó por emblema la Rosa Blanca. La victoria correspondió al final a la familia de York, cuyo trono estuvo detentado por Ricardo, duque de Gloucester, que en adelante quedó para la posteridad, gracias, sobre todo, a William Shakespeare, como el tipo de la deformidad física y moral.


“GLOSTER.- Ya el invierno de nuestra desventura se ha transformado en un glorioso estío por este sol de York, y todas las nubes que pesaban sobre nuestra casa yacen sepultadas en las hondas entrañas del Océano. Ahora están ceñidas nuestras frentes con las guirnaldas de la victoria; nuestras abolladas armas penden de los monumentos: nuestros rudos alertas se han trocado en alegres reuniones; nuestras temibles marchas en regocijados bailes. El duro rostro del guerrero lleva pulidas las arrugas de su frente; y ahora, en vez de mostrar los caparazonados corceles, para espantar el ánimo de los feroces enemigos, hace ágiles cabriolas en las habitaciones de las damas, entregándose al deleite de un lascivo laúd. Pero yo, que no he sido formado para estos traviesos deportes ni para cortejar a un amoroso espejo…; yo, groseramente construido y sin la majestuosa gentileza para pavonearse ante una ninfa de libertina desenvoltura; yo, privado de esta bella proporción, desprovisto de todo encanto por la pérfida Naturaleza; deforme, sin acabar, enviando antes de tiempo a este latente mundo; terminando a medidas, y eso tan imperfectamente y fuera de la moda, que los perros me ladran cuando ante ellos me paro… ¡Vaya, yo, en estos tiempos afeminados de paz muelle, no hallo delicia en que pasar el tiempo, a no ser espiar mi sombra al sol, y hago glosas sobre mi propia deformidad! Y así ya que no pueda mostrarme como un amante, para entretener estos bellos días de galantería, he determinado portarme como un villano y odiar los frívolos placeres de estos tiempos. He urdido complots, inducciones peligrosas, válido de absurdas profecías, libelos y sueños, para crear un odio mortal entre mi hermano Clarence y el monarca. Y si el rey Eduardo es tan leal y justo como yo sutil, falso y traicionero, Clarence deberá ser hoy estrechamente aprisionado, a causa de una profecía que dice que J. será el asesino de los hijos de Eduardo. ¡Descended, pensamientos, al fondo de mi alma! ¡Aquí viene Clarence!” 

(“Ricardo III”, en Obras Completas de William Shakespeare. Aguilar, S.A – 1951; págs. 740-741)


El Jorobado se apodera del trono desembarazándose de sus principales adeptos y, gracias a una muchedumbre sobornada, se mantiene en él. “Ricardo III” no se publicó en vida del autor, sino en ediciones clandestinas, que corrieron sin su autorización. Shakespeare tomó el argumento de “Ricardo III” de una obra de Sir Thomas Moro, conocido por ser autor de “La utopía”. La obra aludida se titula “La historia del rey Ricardo”, escrita en 1513, por lo que de la referida obra se deduce, es, pues, seguro que Shakespeare consultará además las “Crónicas” de Hall y de Holinshed, que ya le habían servido para otras tragedias. Ello es indudable, pues existen pasajes casi copiados al pie de la letra y puestos en verso libre. En el centro del drama se halla el personaje del usurpador Ricardo, duque de Gloucester, apareció ya en Enrique IV, parte tercera. Ricardo, escondiendo bajo benignas apariencias sus diabólicos planes, hace que su hermano, Jorge, duque de Clarence, y lo ponga en prisión. Luego lo hace matar por sus sicarios y arrojarlo a una cuba de malvasía. Corteja a Ana, viuda de Eduardo, principie de Gales, en tanto ella sigue al féretro de su difunto marido, episodio que hace pensar en la famosa situación de la matrona de Efeso en el “Satiricón” de Petronio, porque Ana, después de haber insultado a Ricardo, cede a sus pretensiones de amor.  


“GLOSTER.- ¡Deteneos los que lleváis el cadáver, y dejadlo en la tierra! …
ANA.- ¿Qué negro nigromante ha evocado a este demonio para impedir las obras piadosas de caridad?

GLOSTER.- ¡Villanos, a tierra el cadáver, o, por San Pablo, que haré otro tal del que desobedezca!

CABALLERO 10 - ¡Milord, apartaos y dejad pasar el féretro!

GLOSTER.- ¡Perro descortés, detente cuando yo lo mande! ¡Quita tu alabarda de encima de mi pecho, o, por San Pablo, caerás a mis pies y te pisotearé por tu atrevimiento, mendigo! (Los conductores colocan el féretro en la tierra.)

ANA.- ¡Cómo! ¡Tembláis! ¿Tenéis todos miedo? ¡Ay! ¡No os culpo, pues sois mortales y los ojos mortales no pueden resistir la mirada del demonio! ¡Atrás, repugnante ministro del infierno! Tú no tenías poder sino sobre su cuerpo mortal, no sobre su alma! ¡Aléjate, por tanto!

GLOSTER.- ¡Dulce santa, por caridad, no estéis tan malhumorada!

ANA.- ¡Horrible demonio, en nombre de Dios, vete y no nos conturbes jamás! ¡Porque has hecho tu infierno de esta dichosa tierra, llenándola de imprecaciones y gritos de maldición! ¡Si gozas al contemplar tus viles acciones, ve aquí el modelo de tus carnicerías! ¡Las heridas de Enrique muerto abren sus bocas congeladas y sangran otra vez! ¡Avergüénzate, avergüénzate, montón de deformidades! ¡Porque es tu presencia la que hace exhalar la sangre de esas venas vacías y heladas, donde ni sangre queda ya! ¡Tú acción inhumana y contra Natura provoca este diluvio contranatural! ¡Oh Dios, que has formado esta sangre, venga su muerte! ¡Oh tierra, que has bebido esta sangre, venga su muerte! ¡Cielos, destruid con centellas al criminal; o bien, tierra, abre tu boca profunda y trágale vivo, como devoras la sangre de este buen rey, a quien asesinó su brazo, guiado por el infierno!

GLOSTER.- Señora, ignoráis las reglas de caridad, que exigen devolver bien por mal y bendecir a los que nos maldicen.

ANA.- ¡Villano, tú no conoces leyes divinas ni humanas, porque no existe bestia tan feroz que no sienta alguna piedad!

GLOSTER.- Yo no siento ninguna; luego no soy tal bestia.

ANA.- ¡Oh asombro! ¡El diablo diciendo la verdad!

GLOSTER.- ¡Todavía es más asombroso ver ángeles tan coléricos! Permitid, divina perfección de mujer, que me justifique en esta ocasión de tantos supuestos crímenes.

ANA.- ¡Permite, monstruo infecto de hombre, que te maldiga en esta ocasión por tantos crímenes comprobados!

GLOSTER.- ¡Mujer bellísima, cuya hermosura no es posible expresar, concédeme pacientemente algunos instantes para expresarme!

 ANA.- ¡Infame asesino, cuyo odio no puede concebirse, para ti no hay otra excusa sino que te ahorques!

GLOSTER.- ¡Por semejante desesperación me acusaría!

ANA.- ¡Y por la desesperación podrías excusarte haciendo contigo mismo una justa venganza de la injusta carnicería que has hecho en los demás!

GLOSTER.- ¿Y si yo no los hubiera matado?

ANA.- ¡Entonces no habrían muerto; pero lo están por ti, diabólico miserable!

GLOSTER.- Yo no he asesinado a vuestro marido.

ANA.- Pues qué, ¿vive entonces?

GLOSTER.- ¡No, ha muerto, y lo ha sido a manos de Eduardo!

ANA.- ¡Mientes por tu infame boca! ¡La reina Margarita ha visto tu corva espada asesina, humeante de sangre, que ya dirigías contra ella misma, de no haber desviado tus hermanos la punta!

GLOSTER.- ¡Fui provocado por su lengua calumniadora, que cargaba los crímenes de ellos sobre mis hombros inocentes!

ANA.- ¡Lo fuiste por tu alma sanguinaria, que nunca ha soñado más que en sangre y carnicería! Conque ¿no mataste al rey?

GLOSTER.- Os lo concedo.

ANA.- ¿Me lo concedes, puercoespín? ¡Entonces, que Dios te conceda también que seas condenado por esta acción maldita! ¡Oh! Era gentil, dulce y virtuoso.

GLOSTER.- ¡El elegido para el Rey del cielo que lo conserve!

ANA.- ¡Está en el cielo adonde tú no iras nunca!

GLOSTER.- ¡Que me agradezca, pues, el haberle enviado! ¡Había nacido para esa mansión más que para la tierra!

ANA.- ¡Y tú no has nacido para otra sino para el infierno!

GLOSTER.- O para un lugar bien distinto, si queréis que os lo diga.

ANA.- ¡Algún calabozo!

GLOSTER.- Para el lecho de vuestra alcoba.

ANA.- ¡Que el insomnio habite la alcoba donde reposes!

GLOSTER.- Así será, señora, hasta que repose con vos.

ANA.- Lo creo.

GLOSTER.- Y yo lo tengo por seguro… Pero, gentil lady Ana, acabemos este agudo asalto de nuestras inteligencias y discutamos de una manera más reposada. El causante de la prematura muerte de esos Plantagenets, Enrique y Eduardo, ¿no es tan censurable como su ejecutor?

ANA.- Tú has sido la causa y el efecto maldito.

GLOSTER.- ¡Vuestra belleza fue la causa y el efecto! ¡Vuestra belleza que me incitó en el sueño a emprender la destrucción del género humano con tal de poder vivir una hora en vuestro seno encantador!

ANA.- ¡Si creyera eso, homicida, te juro que estas uñas desgarrarían la belleza de mi mejillas!

GLOSTER.- ¡Jamás soportarían mis ojos ese atentado a la hermosura! ¡No la ultrajéis mientras yo esté presente! ¡Me ilumina, como el sol ilumina el mundo entero! ¡Es mi vida, mi vida!

ANA.- ¡Que una negra noche entenebrezca tu día, y la muerte tu vida!

GLOSTER.- ¡No blasfemes contra ti misma, bella criatura! ¡Tú eres mi día y mi vida!

ANA.- ¡Quisiera serlo para vengarme de ti!

GLOSTER.- ¡Es una injusta contienda el querer vengarte de quien te adora!

ANA.- ¡Es contienda justa y razonable quererme vengar de quien mató a mi esposo!

GLOSTER.- ¡El que te privó de tu esposo quiere procurarte otro mejor, señora!

ANA.- ¡Otro mejor no respira sobre la tierra!

GLOSTER.- ¡Vive y te ama con exceso!

ANA.- ¡Su nombre!

GLOSTER.- ¡Plantagenet!

ANA.- ¡Claro, ése era él!

GLOSTER.- ¡Uno del mismo nombre pero preferible por naturaleza!

ANA.- ¿Dónde está?

GLOSTER.- ¡Aquí! (Lady Ana le escupe el rostro.) ¿Por qué me escupes?

ANA.- ¡Ojalá fuera para ti mortal veneno!

GLOSTER.- ¡Jamás saldría veneno de sitio tal encantador!

ANA.- ¡Jamás caería sobre más inmundo sapo! ¡Fuera de mi vista! ¡Inficionas mis ojos!

GLOSTER.- ¡Tus ojos, dulce señora, han inficionado los míos!

ANA.- ¡Así fueran basiliscos, para darte la muerte!

GLOSTER.- ¡Yo también lo quisiera, para morir de una vez, pues ahora me matan con una muerte vivificante! ¡Tus ojos han hecho brotar de los míos amargas lágrimas, humillando sus miradas con abundantes gotas infantiles! ¡Estos ojos que nunca vertieron una lágrima de piedad, ni cuando York, mi padre, y Eduardo lloraron al oír los gritos desgarradores de Rutland, atravesado por la espada del horrible Clifford. ¡Ni cuando tu valeroso padre narraba como un niño la triste historia de  la muerte del mío, y se detenía veinte veces para gemir y sollozar, hasta el punto de que los que le escuchaban tenían mojadas sus mejillas como árboles empapados por la lluvia! ¡En estos tristes momentos, mis ojos varoniles desdeñaban una humilde lágrima! ¡Pues lo que esos pesares no pudieron hacer brotar entonces, lo ha realizado tu belleza, y mis ojos se ciegan de llanto!… ¡No he suplicado jamás ni a amigo ni a enemigo! ¡Jamás mi lengua logró aprender una dulce palabra de afecto! ¡Pero hoy tu hermosura es el precio de todo, mi orgulloso corazón suplica y mi lengua me obliga a hablar! (Lady Ana le contempla con desprecio.) ¡No muestres en tus labios ese desprecio, señora, pues se han hecho para el beso y no para el desdén! ¡Si tu vengativo corazón no puede perdonar, mira, aquí te entrego esta espada de acerada punta! ¡Si te place hundirla en mi sincero corazón y hacer salir al alma que te adora, ofrezco mi seno desnudo al golpe mortal, y humildemente te pido de rodillas que me des la muerte! (GLOSTER descubre su pecho. ANA le amenaza con la espada.) ¡No, no te detengas! ¡Yo he matado al rey Enrique!... ¡Pero fue tu belleza la que me impulsó! ¡Anda, decídete ahora! ¡Yo apuñalé al joven Eduardo…! (ANA dirige de nuevo la espada contra el pecho de GLOSTER.) ¡Pero fue tu cara celestial la que me guió! (ANA deja caer la espada.) ¡Alza otra vez la espada, o álzame del suelo!

ANA.- ¡En pie, hipócrita! ¡Aunque deseo tu muerte, no quisiera ser tu verdugo! 

GLOSTER.- ¡Pues mándame matarme, y te obedeceré!

ANA.- ¡Ya te lo he dicho!

GLOSTER.- ¡Eso fue en tu cólera! ¡Dímelo de nuevo, y, acto seguido, esta mano, que por tu amor mató a tu amor, matará por amor tuyo a un amante más sincero! ¡Tú serás cómplice de la muerte de ambos!

ANA.- ¡Quién conociera tu corazón!

GLOSTER.- ¡En mi lengua está representado!

ANA.- ¡Me temo que uno y otro sean falsos!

GLOSTER.- ¡Entonces, no hubo nunca un hombre sincero!

ANA.- Bien, bien; ceñíos vuestra espada.

GLOSTER.- ¿Hacemos, pues, las paces?

ANA.- Eso lo sabrás más tarde.

GLOSTER.- Pero ¿puedo vivir en la esperanza?

 ANA.- Los humanos viven de esperanzas.

GLOSTER.- Dignaos aceptar este anillo.

ANA.- Recibir no es conceder. (Se pone el anillo.)

GLOSTER.- ¡Mira cómo se ciñe mi anillo a tu dedo! ¡Así está circundado en tu seno mi pobre corazón! ¡Usa de ambos pues los dos son para ti! Y si tu pobre y devoto servidor puede solicitar aún un favor de tu graciosa mano, habrás confirmado su dicha para siempre.

ANA.- ¡Qué es ello?

GOLSTER.- Que tengáis a bien dejar estos tristes cuidados a quien esté más indicado para doliente, y os encaminéis a descansar a Crosby-Place, donde después que yo haya sepultado solemnemente a este rey en el monasterio de Chertsey y regado su tumba con mis lágrimas de arrepentimiento, iré con toda diligencia a ofreceros mis respetos. Por varias razones que ignoráis, os suplico me concedáis esta gracia.

ANA.- De todo corazón y me alegro mucho también de veros tan arrepentido. ¡Tressel, y vos, Berkley, acompañadme!

GLOSTER.- Dadme vuestro adiós.

ANA.- Es más de lo que merecéis. Pero apuesto que me enseñáis de tal modo a adular, imaginaos que os lo he dado ya (Salen Lady ANA, TRESSEL y BERKLEY.)

GLOSTER.- ¡Levantad el cuerpo, señores!

CABALLERO.- ¿Hacia Chertsey, noble lord?

GLOSTER.- ¡No, a White-Friars! ¡Esperadme allí! (Sale el resto del cortejo con el cadáver.) ¿Se ha hecho nunca de este modo el amor a una mujer? ¿Se ha ganado nunca de este modo el amor de una mujer? ¡Lo obtendré, pero no he de guardarla mucho tiempo! ¡Cómo! ¡Yo, que he matado a su esposo y a su padre, logro cogerla en momento del odio más implacable de su corazón, con maldiciones en su boca, lágrimas en sus ojos y en presencia del objeto sangriento de su venganza, teniendo a Dios y a su conciencia y a ese ataúd contra mí! ¡Y yo, sin amigos que amparen mi causa, a no ser el diablo en persona y algunas miradas de soslayo! ¡Y aún la conquisto! ¡El universo contra la nada! ¡Cómo! ¿Ha olvidado ya ese bravo príncipe Eduardo, su señor, a quien yo, no hará tres meses, apuñalé furiosamente en Tewksbury? ¡El más afable y apuesto caballero que pueda ofrecer jamás el espacioso mundo, moldeado por una Naturaleza dispuesta a la prodigalidad, joven, valeroso, prudente y digno, a no dudar, de la realeza! ¿Y todavía consiente ella en fijar en mí sus ojos, que he segado la dorada primavera de este dulce príncipe y reducido a su viuda a un lecho de soledad? ¿En mí, cuyo todo no iguala la mitad de Eduardo? ¿En mí, cojo y tan deforme? ¡Mi ducado contra el céntimo de un mendigo que hasta ahora me he equivocado al juzgar mi persona! ¡Por mi vida que, aunque yo no he podido lograrlo, ella me encuentra maravillosamente hermoso! ¡Voy a encargarme un espejo y a dar trabajo a una docena o dos de sastres, para estudiar las modas que han de adornar mi cuerpo! ¡Puesto que entrado en suerte conmigo mismo, mantengámosla con algún pequeño gasto! Pero primeramente acompañemos al camarada a su tumba, y después vayamos a llorarle ante mi amor. 

¡Brilla, sol bello, hasta que compre espejo que pueda ver mi sombra a tu reflejo!
(Sale.)

(Págs. 744-748)



Muerto Eduardo IV, Ricardo convertido en protector del reino durante la minoría de Eduardo V, conspira para usurpar el trono. Recluye al joven rey con su hermano Ricardo en la Torre de Londres, y con la ayuda del duque de Buckingham se hace proclamar rey. Hace asesinar en la Torre de Londres a los hijos de Eduardo IV, y quita de en medio a los pares no partidarios suyos: Hastings, Rivera y Grey. Para fortalecer su posición, el usurpador repudia a Ana para casarse con su joven sobrina, Elisabeth de York, hija de Eduardo IV, y, en una escena parecida a la de la conquista de Ana, persuade a la viuda de Eduardo IV, la reina Elisabeth, a consentir en el matrimonio. Buckingham se rebela ante la ingratitud de Ricardo, declarándose por el conde de Richmond, pero es capturado y condenado a muerte. Por fin las tropas del usurpador combaten con las de los rebeldes en Bosworth, y Ricardo después de una noche atormentada por la espantosa visión de sus víctimas que se le aparecen, es muerto en la batalla.


Fragores de combate. Movimiento de tropas. Entran
NORFOLK y soldados, CATESBY los sigue


CATESBY.- ¡Socorro, milord de Norfolk! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡El rey ha hecho prodigios sobrehumanos de valor, oponiendo un adversario a cada peligro! ¡Su caballo ha caído muerto, y combate a pie, buscando a Richmond por entre las fauces de la muerte! ¡Socorro, milord, o, de lo contrario, la batalla está perdida! (Fragor de lucha.)

Entra el REY RICARDO

REY RICARDO.- ¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!

CATESBY.- ¡Retiraos, milord; yo os traeré un caballo!

REY RICARDO.- ¡Miserable! ¡Juego mi vida a un albur y quiero correr el azar de morir! ¡Creo que hay seis Richmond en el campo de batalla! ¡Cinco he matado hoy, en lugar de él! ¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!

(Salen.)

Fragores. Entran el REY RICARDO y RICHMOND. Combaten los dos. RICARDO es muerto. Retreta marcha. Después entran RICHMOND, STANLEY, que lleva la corona, y otros varios lores con tropas.

RICHMOND.- ¡Loados sean Dios y vuestras armas, intrépidos amigos! ¡La jornada es nuestra! ¡El sanguinario perro ha muerto!

STANLEY.- ¡Valeroso Richmond, has cumplido bien tu misión! ¡He aquí la corona, tan largo tiempo usurpada, que he arrancado de las pálidas sienes de ese miserable asesino para ceñir tu frente! ¡Llévala, poséela, estímala en todo su precio!

RICHMOND.- ¡Gran Dios de los cielos, amén, responde a todo esto! Pero decidme: ¿vive el joven Jorge Stanley?

STANLEY.- Sí, milord; y está a salvo en la fortaleza de Leicester, adonde podemos retirarnos ahora, si gustáis.

RICHMOND.- ¿Qué hombres de nota han perecido en las otras filas?

STANLEY.- Juan, duque de Norfolk; lord Gualterio Ferrers, sir Roberto Brakenbury y sir Guillermo Brandon.

RICHMOND.- ¡Que sean sepultados sus cuerpos como conviene a su alcurnia! ¡Que se proclame el perdón para los soldados fugitivos que quieran sometérsenos! Y en seguida, conforme a nuestro juramento sagrado, uniremos la rosa blanca y la encarnada... ¡Sonría el Cielo, tanto tiempo enojado por sus odios, a esta hermosa unión! ¿Quién sería tan traidor que, al oírme, no dijese amén?... ¡Inglaterra ha estado mucho tiempo demente y se ha desgarrado a sí misma! El hermano derramaba ciegamente la sangre del hermano. El padre, en su furia, asesinaba a su propio hijo. El hijo, obligado, se convertía en verdugo de su padre. Y todo, por los divididos York y Lancaster, divididos en su fiera división. ¡Oh! ¡Ahora que Richmond e Isabel, los legítimos sucesores de ambas casas reales, se unan para siempre por la bella providencia de Dios! Y que sus herederos (¡Dios, si ésta es tu voluntad!) den a las generaciones futuras el rico presente de la paz de dulce mirada, con riente abundancia y plácidos días prósperos. ¡Enmohece, Altísimo Señor, el hierro de los traidores que quieran traernos otra vez esos sangrientos días y hacer llorar a la pobre Inglaterra raudales de sangre! ¡Que no vivan para gozar de la prosperidad de este suelo los que por traición tratasen de turbar la paz de este hermoso país! ¡En fin: las heridas de la guerra civil están cerradas; la paz reina de nuevo! ¡Que dure mucho tiempo pedimos a Dios! ¡Amén! (Salen.)

(Pág. 804)


Richmond asciende al trono con nombre de Enrique VII. El estilo de “Ricardo III” es claro y puro. A excepción de uno o dos diálogos en que menudean las sutilezas, juegos de palabras y anfibologías, tan abundantes en otras obras de Shakespeare, el lenguaje se mantiene en una fuerte elegancia. Ya se inicia en él la tendencia a la supresión de la rima, que más tarde ha de ser total; la escena de los dos asesinos está en prosa en su mayor parte. El léxico propende al menor número de palabras. Shakespeare, el trágico, se halla en los umbrales de plenitud de su talento. “Ricardo III” es una obra excepcional, y, como papel, uno de los más admirables de la escena figura aquella en que la vieja reina Margaret, viuda de Enrique VI, maldice a los demás personajes del drama, culpables de la pérdida de su marido y de los suyos; sus maldiciones, según nuestra el desenvolvimiento del drama, se cumplen, por lo que la figura de la anciana cobra casi la categoría de un Erinni. El estilo es amanerado y retórico, con repeticiones de comienzos de versos y otros artificios, tales como invectivas, imprecaciones, etc. De un extremo a otro lo recorre como un motivo dominante la palabra “sangre”. Pero el carácter de Ricardo es muy vigoroso, aunque poco sutil.  




LAS SUPLICANTES

Si Esquilo y Sófocles llegaron a ser clásicos todavía en vida, merced a la admirable compenetración de su arte con la idealidad del pueblo que los aplaudía, Eurípides, que durante mucho tiempo luchó con el fracaso escénico y que innovó y creó, adelantándose a su tiempo, ha quedado como el trágico por excelencia, así como un ejemplo estimulante para los dramaturgos europeos casi hasta nuestros días. De familia burguesa, probablemente acomodada, si es verdad que fue el primero que poseyó una biblioteca, jamás tomó parte activa en la política, aunque estaba al corriente de los acontecimientos por su interés de ciudadanos y de estudiosos. Tal vez el segundo destierro de Alcibíades lo introdujo a trasladarse a Pella (Macedonia), a la corte del rey Arquelao, que gustaba rodearse de los mejores ingenios de la época; allí compuso Eurípides  sus últimos dramas y allí murió.

Temperamento de solitario, inclinado a la meditación, inclinado a la meditación y a la melancolía, muy versado en el saber de los filósofos y de los sofistas, llevó al drama una nota sugestiva, proponiendo y debatiendo, según un punto de vista personal, importantes problemas morales y religiosos, relativos a la vida de la ciudad y de los pueblos. En este aspecto podría llamársele con toda justicia precursor del drama de tesis, aunque su inquieta investigación no desemboque jamás en soluciones claramente formuladas. Misógino, según sostiene la tradición, crea inolvidables figuras femeninas, desde Alceste a Medea, desde Fedra a Ifigenia; sus personajes están a menudo en conflicto con la ley, con la norma, con lo estipulado, pero las pasiones que lo dominan, en vez de elevarlo a grandeza heroica, los rebajan a patéticas víctimas del sentimiento. “Las suplicantes” es la tragedia de Eurípides inspirada en acontecimientos del año 424 a. de C., y compuesta con toda probabilidad en uno de los años sucesivos antes del 421. Pone en escena los acontecimientos posteriores a la mítica guerra de los siete contra Tebas, conducida por Adrasto, rey de Argos. Como los troyanos se negaban a restituir los cadáveres de los caídos, Teseo, rey de Atenas, se corrió a Adrasto y obligó a los tebanos a cumplir aquel deber religioso. Es cierta en la representación de este mito la alusión a la negativa que los tebanos hicieron en 424 a conceder una tregua a los atenienses, para recoger y enterrar a los muertos, después de la infausta batalla de Delfos. Las “suplicantes” que dan título al libro, son las madres de los guerreros caídos, que han llegado a Eleusis –donde se desenvuelve la escena de la obra- guiada por Adrasto y acompañada por los huérfanos, para pedir la ayuda a Atenas. El triste cortejo está postrado ante el templo de Démeter con las vendas sagradas de las suplicantes en vueltas en ramitos de olivo. Sale del templo la madre de Teseo, Etra, y, conmovida al oír los lamentos, manda llamar a su hijo. Este informado por Adrastro de que se ha perdido la guerra, y de la impía actitud de los vencedores, niega al principio su ayuda. La guerra fue provocada imprudentemente por Adrasto, despreciando la manifiesta voluntad divina, revelada por magos y adivinos. Que pague, pues, ahora el pueblo de Argos su estulticia y no pida que otro pueblo se exponga a un peligro mortal por él:


“ADR. Lo que muchos a caudillos han perdido. (Se echa a los pies de Teseo.) Más ¡oh tú, el capitán de Grecia más ilustre, oh rey de Atenas! Me avergüenzo, postrado en tierra, de tocar con mis manos tus rodillas 2, yo, un anciano ya, y antes monarca muy próspero y feliz. Más es fuerza que ceda ante mis cuitas. Salva mis muertos, por compasión de mí y de mi destino, y de estas madres cuyos hijos cayeron en la lucha y que llegan privadas de sus hijos a la blanca vejez; se han atrevido a venir hasta aquí, pisando tierra extraña moviendo a duras penas sus decrépitos miembros. Y no han venido aquí cual peregrinos a visitar los santos misterios de Deméter, no: están aquí para enterrar los cuerpos de aquellos de cuyas manos debían recibir, ya muertas las supremas exequias.

Cosa es muy sabia que la pobreza mire al potentado, y que el pobre, a su vez, dirija su mirada  hacia los ricos con ganas de emularlos y fomentar así deseos de riqueza; y lo es también que quienes son felices compadezcan a aquellos que padecen.

Y también el poeta debe crear sus propias obras envuelto el corazón en la alegría; si esto ocurre, si él mismo no es feliz, ¿hará que brote en otros la alegría? ¿Tendrá derecho a ello? Acaso me dirás: “¿Por qué te olvidas de la tierra de Penélope y quieres imponer a Atenas esta carga?” Mas yo puedo aclararte estos extremos: Esparta tiene un alma cruel, y es tortuosa. Y los demás estados, todos son mediocres e inseguros. Solo tu patria, pues, podría realizar esa tarea: conoce la piedad y hallado en tu un monarca bueno y joven. Privados de algo así, muchos estados conocen la ruina por carecer de un digno gobernante.

CORO. Yo te digo lo mismo que él te ha dicho: ¡por compasión, asume mis desgracias, rey Teseo!

TES. Con otros ya he tenido esta disputa. Ha habido quien sostuvo que los males abundan más que el bien en la vida; yo sostengo una tesis bien distinta: que hay más bienes que males. Si ello no fuera así, la vida humana no podría existir en este mundo. Y yo me inclino ante el dios que ordenó nuestra existencia, de confusa y salvaje que antes era; primero la razón, luego la lengua, heraldo de la mente, para poder hablar, él nos ha dado; diónos luego los frutos de la tierra; y que para éstos broten, hizo caer del cielo húmedas gotas que fecunden la tierra y su entraña refresquen; más tarde, recursos contra el frío, y para combatir del astro rey el fuego; nos enseñó a surcar la mar con naves e intercambian así entre nosotros los productos que nacen de la tierra.

Y aquello es incierto, lo que con claridad no conocemos, observando la llama y las entrañas, y el vuelo de las aves, los augures lo aclaran. Cuando un dios nos ha dado esta existencia, ¿no es capricho de niños decir que no es bastante? En ese caso, la razón humana pretende poder más que la divina, y llena de soberbia nuestra mente, nos creemos más sabios que los dioses. Me parece que tú eres de este grupo; en imprudencia, y seducido un día por las voces proféticas de Febo, entregaste tus hijas a extranjeros creyendo que los dioses existían; con una sucia sangre manchando la nobleza de tu estirpe, tu casa de ignominias has inundado. Y el sabio, es cosa clara, no debe unir el vicio a la inocencia, sino buscar para su propia casa uniones felices. Porque el cielo, uniendo los dos casas en un común destino, causa la ruina al bueno y al honrado, al tiempo que aniquila a los culpables. Empujando a la guerra a Argos entera, pese a que los profetas te advertían, insultarse a los dioses brutalmente y causaste la ruina a tu patria. Te dejaste arrastrar por jóvenes que aspiran a recibir honores y fomentan las guerras más injustas, llevando al ciudadano a la ruina. Uno aspira a mandar sobre la hueste, otros aspiran al poder para colmar así sus ambiciones; otros buscan, en fin, ganar dinero, y todo sin pensar en sus ciudades ni en el daño que así pueden causarles. [Porque hay tres clases de ciudadanos: hay los ricos, fardo inútil, que piensan solo en aumentar sus bienes; los pobres, a los cuales todo falta, y que son peligrosos, porque llenos de envidia y subvertidos por la perversa lengua de sus líderes, lanzan contra los ricos sus ataques. El centro es el que salva a las ciudades, pues conserva el sistema establecido.]

¿Cómo podría yo ser tu aliado? ¿Qué diría de honesto a mis paisanos? Marchaste enhorabuena; pues si erraste, acusa a tu destino y no a mi patria.

CORO. Se equivocó; pero eso es frecuente entre los jóvenes; debemos perdonarle sus errores.

ADR. No te elegí, Teseo, para que fueras juez de mis deslices; si a ti he venido es para que los sanes; tampoco para que, si en alfo he errado, me critiques por ello o me castigues. A ti he venido en busca de socorro. Y si te niegas, habré de contentarme con mi suerte. ¿Qué remedio? ¡Vamos, oh pobres ancianas! Y esta verde rama y estas coronas depositad en tierra, poniendo por testigos a los dioses, a la tierra, a la diosa Deméter, con su llama de fuego, y los rayos del Sol, de que nuestra plegaria ha sido inútil.”

(“Tragedias”, Eurípides Tomo II, Editorial Bruguera 1982. Págs. 17-19).



De nuevo y más piadosamente las madres suplican a Teseo y a su madre, y Etra interviene en favor de las suplicantes, recordando a Teseo que existe una ley común para todos los griegos que debe ser defendida, que defenderla honrará para siempre a Atenas. Teseo, que en esta obra es figura convencional, modelo de cordura y virtud, se rinde a las súplicas y a las razones de su madre y declara que enviará heraldos a Tebas para reclamar los cadáveres, y si no obtiene satisfacción propondrá al pueblo la guerra y el pueblo la aprobará. Él no es tirano de Atenas – así lo hace hablar Eurípides con uno de aquellos anacronismos patrióticos que le son familiares- si puede obligar al pueblo, pero él sabe guiarlo y el pueblo lo sigue. Después de un canto coral de gracias y alabanzas para Atenas, Teseo vuelve acompañado de un heraldo a quien ordena que comunique su requerimiento al tirado de Tebas, Creonte:


“TES. Tu oficio ha sido siempre transmitir las consignas recibidas, puesto al servicio mío y de mi patria, Cruza, por tanto, el agua del Asopo y del Ismeno, y al altivo señor de los Cadmeos darás este mensaje: “Teseo te invita a enterrar esos muertos; es un vecino tuyo, y se imagina pedirte lo que es justo. Hazte amigo del pueblo de Erecteo.” Y si acceden, entonces, de buen grado, vuelve sobre tus pasos; si se niegan, este será tu segundo discurso: “Acoged el desfile de mi cortejo armado.”

Allí se encuentran, junto al sagrado Calícoro, mis fuerzas, formadas ya y esperando la orden de partida. Que al conocer mi voluntad, con gusto Atenas ha asumido, y libremente la empresa que planeo. Pero ¿Quién es el que interrumpe mis palabras? Un heraldo cadmeo, yo diría, sin saberlo del todo claramente. Detente. A lo mejor te ahorrará el camino, si acaso se anticipa a mis deseos.

HERALDO. ¿Quién es vuestro monarca? ¿A quién debo anunciar yo las palabras de Creonte, una vez que ha caído ante las Siete puertas, herido por su hermano Polinices, Etéocles, su rey?

TES. Por lo pronto, extranjero, tu discurso ha comenzado ya con desaciertos al preguntar quién es aquí el monarca. Aquí no hay rey que mande en solitario; pues la ciudad es libre. Gobierna el pueblo con turnos que se cambian de año en año; sin privilegio alguno para el rico, pues el pobre aquí tiene igual prebenda.

HER. Con lo que dices me das ya una ventaja, como ocurre en los dados: pues la ciudad de donde yo procedo por un rey es regida en solitario, no por la multitud. No hay demagogos que, con su adulación y con sus mimos, la hagan navegar a la deriva buscando solamente tus ventajas. Aquel que hoy ha ganado sus favores y es hoy su predilecto, viene un día que causa su desgracia, disimulando entonces sus errores, inventa mil calumnias y logra así burlarse de las leyes. Por lo demás, la masa, que no razona nunca cabalmente, ¿Cómo va a pilotar la nave de un estado? Es el tiempo, no la improvisación, quien nos enseña. Un pobre jornalero, aunque no sea del todo un ignorante, jamás podrá ocuparse del estado, puesto que ha de atender a sus tareas. No hay duda: la nobleza suele salir muy mal parada cuando un hombre sin cuna y que antes no contaba para nada, hechizando a su pueblo con palabras, dignidades consigue y preeminencia.

TES. ¡Que fino es el heraldo! ¡Como sabe explicarse de pasada! Y puesto que ha sido tú quien ha empezado ese debate oral, debes oírme: me has incitado a que responda.

Nada hay más enemigo para un pueblo que un monarca: ante todo, es ese estado no habrá leyes comunes; y uno sólo es quien manda: la ley es cosa suya, y no existe, por tanto, la justicia. En cambio, si existe una ley escrita el débil tiene derecho igual al rico. El pobre acusará al más fuerte, si recibe un insulto. Así que, cuando tiene razón, el débil vence al poderoso. Ser libre, en cambio, consiste en preguntar: “¿Alguien desea, si lo tiene, ofrecer un consejo a nuestro pueblo?” Y entonces el que quiere se hace ilustre, y calla el que no quiere. ¿Puede haber más justicia en un estado?

Por lo demás, si el pueblo es quien gobierna, disfruta al ver robustos ciudadanos; cosa que le resulta intolerable para aquel que es rey: y manda ejecutar a los mejores, y a aquellos que imagina que son sabios, temiendo en todo instante por su trono. ¿Cómo, en suma, puede ser poderoso algún estado, cuando las espigas más fuertes y lozanas? Y ¿para qué educar en nuestro hogar doncellas que habrán de hacer el goce de un tirano, cuando quiera, buscándonos con ello sólo lagrimas? No, que antes me muera si he de ver cómo fuerzan a mis hijas.

Estos han de bastar contra tus propios dardos. Y ahora dime: ¿qué vienes a buscar en esta tierra? Lágrimas te costara si no fueras heraldo que una ciudad te envía, por la insolencia que hay en un lenguaje. Porque un heraldo debe simplemente transmitir el encargo recibido y regresar al punto hacia su tierra. Y que en otra ocasión Creonte envíe otro heraldo que sea más callado.

CORO. ¡Ay, ay! Cuando a un malvado prosperidad el destino le concede, insolente se muestra, como si el éxito tuviera que durarle eternamente.

HER. Tomo, pues, la palabra. En lo que atañe al debate que ya hemos sostenido, tú mantén tu postura y yo la mía. Todo el pueblo tebano, y yo en su nombre, os prohibimos que a Adrasto, en modo alguno, acojáis a la tierra. Si aquí se hallara antes de que se oculten los divinos rayos, échalo de esta tierra, borrando el sagrado misterio de estas ramas. No has de intentar, tampoco, recobrar esos restos por la fuerza, pues tú nada tienes que ver con la claridad argiva.

Si mi orden obedeces podrás, sin tempestades, la nave del estado conducir; de lo contrario, un vendaval de guerra sobre ti ha de caer, y sobre mí, y sobre tus aliados. Reflexiona; no vayas – irritado quizá por mis palabras - y aduciendo que tu ciudad es libre, dar a tu respuesta el tono hinchado de unos fuertes brazos. Que es la esperanza azote que ya a muchas ciudades ha enfrentado, llevando su coraje hasta el exceso.

Cuando la masa ha de votar la guerra nadie imagina que en ella morir puede, y se piensa más bien el vecino. Que si a la hora del voto la imagen la muerte tuviera ante sus ojos, enloquecida en su furor guerrero, jamás se hubiese Grecia arruinado. Y esto pese a que el hombre, de dos partidos, ha sabido siempre escoger entre el bueno y el que es malo, distinguir la bondad de la vileza, y como es preferible a la guerra la paz. Amiga de las artes ante todo, odia todo rencor y fomenta opulencia y nacimientos. Y tú quieres prestar tu auxilio a un enemigo muerto, recuperar sus restos y enterrarlos, cuando fue su ruina la soberbia. ¿Es que fue sin razón que un rayo destruyera a Capaneo, que, apostando escaleras en las puertas, juraba a voz en grito que arrasaría Tebas, quisiera o no quisiera el mismo al adivino aquel con carro y todo, o bien que los Caudillos Yazgan muertos delante de las Puertas, con los huesos desechos a pedradas? O presumes de ser más sabio que Zeus mismo, o reconoce que los dioses abaten a los viles. Los sabios, ante todo, han de amar a sus hijos, y después a sus mayores y a su patria, para hacerla feliz, no destruirla. ¡Que peligroso un jefe temerario o un capitán de barco sin prudencia! El sabio conoce la ocasión de ser prudente. Que, a mi juicio, todo el valor reside en la prudencia.
CORO. Bastante es ya el castigo que Zeus les ha mandado, vuestra injuria ya no era necesaria.

ADR. Miserable…

TES: Silencio, Adrasto, y contén tu lenguaje; no hables antes que yo, porque este heraldo no está aquí para hablarle a tu persona sino a la mía. Soy yo, pues, quien debe contestarle. Y primero contestaré a su primer insulto: yo no sé de Creonte que sea mi señor, ni que su imperio fuera tal que pudiera a Atenas obligar a hacer tal cosa. Hacia arriba corrieran las corrientes si iba yo a permitir que me intimide. Esta guerra, además, yo no la impongo: no marché en son de guerra contra Tebas unido a estos argivos. Si quiero que estos muertos reciban sepultura no es por causar un mal a vuestra patria ni imponeros batallas homicidas: es para que se cumpla la ley griega. Y ¿Qué hay de vergonzoso en mi deseo? Si algún daño os han hecho los argivos, muertos ya están; repelisteis su ataque honrosamente. Para ellos la deshonra; la justicia está a salvo.

Dejad, pues, que la tierra recubra a los caídos; que cada cosa vuelva a su origen, el espíritu al cielo, el cuerpo al polvo; que este cuerpo no es nuestro, sólo se nos cedió para habitarlo, y luego ha de acogerlo de nuevo aquella que una vez le dio la vida. ¿Te imaginas, si los muertos no entierras, que así castigas a Argos? Pues no es así; privar de sepultura a un cuerpo muerto, negándole el honor que le es debido, es algo que interesa a toda Grecia; incluso los espíritus más bravos ven con terror que triunfe e esta costumbre. Viniste a mi profiriendo palabras de amenaza, ¿y teméis que la tierra es su seno reciba a unos cadáveres? Y ¿qué teméis que ocurra? ¿Qué socaven la tierra si en ella los entierras? ¿O que es su seno engendren unos hijos que puedan vindicarlos? Es algo absurdo y el malgastar palabras discutir de un terror tan vano y sin sentido. ¡Locos! Mirad más bien hacia el destino humano. Nuestra existencia es un luchar sin tregua; y la dicha, unos la alcanzan con presteza, otros más tarde, y otros la tienen ya. Y entretanto, los dioses ¡como gozan! El infeliz los colma de presentes para alcanzar felicidad, y el rico los enaltece, temeroso del cambio de fortuna. Sabiendo estas verdades, no debemos tomarnos muy a pecho un moderado insulto y que al vengarlo, no hiramos a la patria.

¿La conclusión? Entrega esos cadáveres a quien desea sepultarlos cumpliendo una misión caritativa. Si no, la cosa es clara: acudiré a enterrarlos por la fuerza. Pues no podrá decirse jamás entre los griegos que por mi culpa, o bien por culpa de la ciudad de Atenas, la antigua ley divina fue violada”.

(págs. 24-29)



Pero lo que impide un heraldo tebano, que viene para imponer que las suplicantes sean expulsadas. Creonte está decidido a no devolver los cadáveres de los caídos, no por súplicas ni por amenazas. Pero antes de que el heraldo exponga su mensaje se enciende entre él y Teseo una curiosa disputa acerca de los méritos de la democracia y los de la tiranía, disputa que, privada de importancia tanto para acción escénica como, aún más, para el arte, se propone evidentemente exponer ideas sentidas por el poeta, conjuntamente como el propósito de rellenar y animar una trama dramática muy poco consistente. Teseo manifiesta al heraldo su propósito de oponerse por la fuerza a la injuria, si Tebas no se rinde a las razones de humanidad y piedad, que expone extensamente. El heraldo se va, pronunciando amenazas. En el estásimo que, con ruptura de la unidad de tiempo, se debe suponer cantando cuando la guerra esté ya terminada, pero no todavía cuando se ignora su resultado, el coro expresa ansiedad y temor por el resultado de la lucha, sentimientos dominados al fin por la confianza en la justicia. Llega un mensajero para llenar los ánimos de alegría; la batalla campal bajo las murallas de Tebas ha sido ganada. El heraldo, un esclavo de Capaneo, que es uno de los siete héroes caídos, ha visto el combate desde lo alto de una torre y lo describe prolijamente. Teseo  con su maza ha realizado prodigios. El rey vencedor, por su gran cordura, no ha abusado de la Victoria. Se ha limitado a pedir los cadáveres de los caídos y después de haber enterrado los de los soldados muertos y haber rendido a todos a todos, con sus propias manos, los honores fúnebres, está a punto de llegar junto con los jefes supervivientes. El canto que ahora eleva del coro está mezclado de gozo y dolor; gozo por la victoria de Atenas, y dolor por el luto que se renueva a la vista de restos amados: he aquí a Teseo a la cabeza de un largo cortejo fúnebre que trae siete féretros, dos de ellos están vacíos, porque el cuerpo de Polínice ha quedado en Tebas y el de Anfiarao ha sido tragado por un abismo. Se eleva el lamento del coro y de Adrasto. Teseo, dejando pasar el primer desfogue de su dolor, pide al rey argivo que le hable de cada uno de los héroes muertos, y Adrasto teje en florido y brillante discurso el elogio de los cinco cuyos cadáveres han sido traídos (Capeneo, Eteocles, Hipomedonte, Partenopeo y Tideo). Teseo manifiesta a su intención de elevar dos piras distintas: una sola para Capaneo – sagrado por haber sido fulminado por Zeus - en el mismo lugar donde ahora se halla, junto al templo de Démeter; la obra, común para los cuatro restantes, un poco más apartada; y se aleja seguido de Adrasto. Los esclavos preparan la pura de Capaneo y el coro reanuda el fúnebre lamento. Lo interrumpe una visita inesperada. Sobre la alta roca que es alza junto al templo y domina la ya construida pura, aparece Evadna, la consorte de Capaneo. Va vestida de fiesta con el vestido de bodas.

Viene para celebrar nuevas bodas de la muerte, y se arrojará desde lo alto sobre la hoguera de su esposo. Y ella cumple este acto de amor supremo, ante los ojos de su padre, el escenario el anciano Ifito, quien al no hallarla en casa ha venido a buscarla. El anciano llora tiernamente la nueva desgracia, pues ya ha sido privado de un hijo, el valerosísimo Eteóclo, caído en la guerra. Y se presenta otro cortejo fúnebre: lo forman los hijos de los caídos, los cuales con Adrasto y con Teseo, traen las urnas que contienen las cenizas. Se renueva el llanto en el cual toman los niños parte principal, invocan a sus padres fuerzas para vengarlos. Teseo augura a los jóvenes argivos el cumplimiento de la venganza, y se dispone a marchar entre las alabanzas y las muestras de gratitud de Adrasto, pero en la cúspide del templo aparece la diosa Atenea. Impone a Teseo que entierre en el Ática las cenizas de los suyos. Esas cenizas serán pacto alianza eterna entre Atenas y Argos. Los argivos obtendrán con el tiempo su vindicta. Teseo promete obedecer a la diosa


IF.
¡Ay de mí! ¿Por qué no se concede a los mortales ser joven dos veces viejo? Si en casa algo no marcha, lo arreglamos meditando de nuevo sobre el tema. Pero esto ya no reza con la vida. Si dos veces se fuera anciano y joven, los errores que un día comenten, al disponer de una existencia doble, podríamos al punto de corregirlos. En mi caso, yo, al ver que en torno mío sus hijos engendraba todo el mundo, moría en mi deseo por tenerlos. Más si hubiera vivido mi destino, si supiera, por propia experiencia, que es para un padre ver morir a un hijo, jamás me hubiera visto este en este trance, yo he engendrado a un hijo, yo que he engendrado a un hijo tan ilustre y que ahora me ha sido arrebatado. Pobre de mí. ¿Qué puedo hacer  ahora? ¿Regresar a mi casa y ver en ella ese vacío inmenso en mi existencia? ¿Dirigirse al hogar de Capaneo? Querido me era en vida de mi hija, pero ya no existe aquella niña que de besos cubría mis mejillas y el rostro me inundaba de caricias. Nada es tan dulce para un pobre anciano que una hija. El varón tiene un espíritu más noble, sí, pero está menos dado al halago. Así que ahora mismo ¿no vais a conducirme a mi morada y a encerrarme en un cuarto tenebroso donde de hambre  consuma mi existencia? ¿De qué me ha de servir tocar los huesos de mi hijo? ¡Ah, como te aborrezco, si, vejez implacable! ¡Con qué encono contemplo al que pretende su existencia alagar con pociones y brebajes, procurando desviar el curso de su vida, para así no morir! Antes debería, al ver que su existencia es algo inútil, morir dejando el puesto a aquel que es joven.
(Sale. Reaparecen Adrasto, Teseo y los hijos.)

CORO.
Contemplad el fúnebre cortejo de mis hijos, restos de los muertos transportados. Recibidlos, doncellas de esta anciana desvalida que ha perdido sus fuerzas bajo el peso del dolor que siente por sus hijos. Mucho tiempo ha vivido, mucho tiempo, y consumida por la dura pena. ¿Qué dolor para el hombre puede darse más duro que contempla la muerte de los hijos?

LOS HIJOS.
Traigo, traigo, madre infeliz, de la pira los restos de mi padre, fardo que mi dolor hace aún más grave. ¡Cabe en tan poco espacio lo que amaba!

CORO.
¡Ay, ay! Provocas, hijo, el llanto por los muertos a tu querida madre. ¡En vez de aquellos cuerpos que en Micenas la gloria coronada, un puñado tan sólo de ceniza!

HIJOS.
¡Sin hijos te has quedado, si, sin hijos! Y yo, infeliz de mí, abandonado por mi pobre padre viviré en la orfandad, heredaré una casa solitaria, lejos del brazo de quien me dio la vida.

CORO.
¡Ay, ay! ¿Adónde ha ido a parar el dolor de mis partes? ¿Y adonde la dulzura de mi entraña al darnos a la luz? ¿Adónde los cuidados de esta madre, mis parpados sin sueños, los dulces besos que en el rostro os daba?

HIJOS.
Son trabajos perdidos, madre mía.

CORO.
Los ha acogido el éter; fundidos en la pira, entre cenizas, volando han descendido al reino de los Hades.

HIJOS.
¿Oyes los lamentos de tus hijos? ¿Podré vengarme un día, escudo en mano …

CORO.
…de muerte? Así fuera, hijo querido.

HIJOS.
Aun sin un dios bien podrías vengar a tu padre.

CORO.
Mi dolor no se calma. Más basta de lamentos e infortunios, Basta ya de dolores que me afligen.

HIJOS.
Todavía las aguas del Asopo han de verme, armando con el bronce, al frente de mis huestes de Danaides…

CORO.
…vindicando la muerte de tu padre.

HIJOS.
Creo que aún te estoy viendo, padre mío…

CORO.
…besando tus mejillas con ternura.

HIJOS.
Los consejos aquellos que me dabas ¡disueltos en el aire!

CORO.
Doble el dolor causando: la pena por tu madre, y la añoranza del padre, que no habrá de dejarte.

HIJOS.
¡Ese dolor tan fuerte me arruina!

CORO.
Deja que contra el pecho oprima las cenizas.

HIJOS.
Tus terribles palabras provocan, al oírlas, mis lamentos. Heriste mis entrañas.

CORO.
Has partido, hijo mío, dulce orgullo; no te verá ya más tu amada madre.

TESEO. ¡Adrasto, y vosotras, oh mujeres argivas! Mirad a esos mancebos: en sus brazos sostienen los despojos mortales de sus padres, cuyos cuerpos al fin han rescatado. Yo y la ciudad de Atenas les hacemos entrega de estos restos. Conservad el recuerdo del servicio que ahora hemos prestado, viendo lo que de mi habéis conseguido. Repetidlo también a vuestros hijos: que honren a esta ciudad; que de padres a hijos se transmita el recuerdo del bien que os hemos hecho. Que Zeus sea testigo, y el resto de los dioses que viven en el cielo, del beneficio que ahora recibisteis de nosotros.

ADR. Buena nota tomamos, oh Teseo, de cuantos beneficios has colmado a nuestra tierra argiva al prestarle el apoyo que pedía. Eterna gratitud te deberemos. Peri esta noble ayuda con la misma moneda hay que pagarte.

TES. ¿Puedo haceros aún otro servicio?

ADR. Salud: bien la mereces tú y también tu patria.

TES. Así sea; y para tu lo mismo deseo.

(Aparece Atenea.)

ATENEA. Escucha ahora, Teseo, los consejos que va a darte Atenea, y que has de hacer por el bien de tu patria: no concedas así, tan fácilmente, a estos mozos los restos de sus padres para llevarlos a la tierra argiva. Que a cambio de tu esfuerzo y el de Atenas te presten, ante todo, un juramento. Y esa promesa, bien puede hacerla Adrasto. Siendo, como es, su príncipe, es también la persona pertinente para jurar en nombre de todos los argivos. Y sea el juramento que jamás los argivos enviarán a esta tierra contingentes armados, y si un día una tercera fuerza llegará a provocarla, le harán frente oponiéndole sus picas. Si contra el juramento vuestra ciudad atacaran, lanza una maldición a la agresora y habrá de conocer la infamia y la ruina.

¿Dónde ha de recogerse la sangre de las víctimas? Escucha: existe en tu palacio un trípode de bronce que un día, cuando Heracles los cimientos de Troya destruyera, al ir a realizar otro trabajo, te pidió que ofrendaras en el templo de Apolo. Vierte en él la sangre de tras reses y grava en el fondo del juramento; luego has de entregarlo al dios de Delfos y así será perenne testimonio ante la Grecia toda. El agudo cuchillo que la sangre vertiera al degollar las siete piras. Y si un día atacan la ciudad, muéstraselo, pues causará pánico en sus filas, y un retorno fatal. Cumplido mi precepto, permite que se lleven los cadáveres. Y el espacio donde el fuego purificó los cuerpos, conviértelo en recinto sagrado  de la diosa junto a la encrucijada del Itsmo. Esto es lo que te ordeno; y a los argivos digo lo siguiente: hombres ya, arrasareis la villa Ismena, vengando así la muerte de quien os diera el ser. Tú Egaleo, sucediendo a tu padre, serás el nuevo jefe, y el hijo de Tideo, a quien su padre dio el nombre de Diomedes, y que vendrá de Etolia. Tan pronto el pelo os haya la mejilla oscurecido, a la broncínea hueste de los dánaos contra la villa de las Siete Puertas, a la ciudad de Cadmos, conduciréis. Y amargo habrá de serles vuestro ataque, cachorros de león, destructores de Tebas: no habrá de suceder de otra manera. Descendientes os ha de llamar Grecia, y el tema habréis de ser de los futuros cantos: tal guerra emprenderéis con el favor divino.

TES. Atenea, Señora, obedezco sumiso tus palabras. Bajo tu protección errar no puedo. Haré que Adrasto el juramento preste. Pero tú dirige bien mis pasos. Porque si tu bendices a mi patria, su futuro fa de ser siempre risueño.

CORO. Vamos, Adrasto, y nuestro juramento prestemos a Teseo y su pueblo: su heroico sacrificio por nosotros es justo que reciba un homenaje.”

(Págs. 41-46)