PRESENTACIÓN

ADIOSES, AUSENCIAS Y RETORNOS


Dinos en pocas palabras y sin dejar el

sendero, lo más que decir se pueda, denso, denso.

MIGUEL DE UNAMUNO.



Todo libro como todo hombre encierra en sí mismo una historia; así, los Resúmenes de obras famosas tienen la suya. Una historia propia que se remonta veinte años atrás y en la cual mi vida se halla inmersa, una historia a la que estoy sujeto por un cordón umbilical del cual no he podido desligarme. Estos resúmenes son fruto de mi pasión por la literatura, una pasión más fuerte y más intensa que cualquiera que haya sentido alguna vez. En el verano de 1982 fui contratado por un prestigioso colegio que buscaba mejorar su servicio académico. Como profesor principal del curso de literatura me encontré con un alumnado que tenía un común denominador: las ansias de aprender y conocer con el menor esfuerzo.

Con el entusiasmo y la impetuosidad propios de la juventud, elabore un programa de lo más variado donde los alumnos pudieran tener acceso a autores peruanos, españoles, latinoamericanos y europeos. Como sucede siempre, y ahora con mayor intensidad, encontré alumnos reacios a la lectura de obras voluminosas de difícil entendimiento, que exigían del lector un esfuerzo inusual, ¿Qué hacer? ¿Cómo prescindir de los hexámetros homéricos, de los tercetos de Dante, de la magia maquiavélica de un Yago o de una lady Macbeth, de los intrincados monólogos interiores de un Faulkner o un Joyce? ¿Y qué de los cuantiosos cursos que nuestros alumnos llevan en la secundaria con sus tediosas, torturantes y estériles tareas? Pero también existía una verdad que aunque dolorosa para mí, era muy cierta: “No solo de literatura vive el hombre común”. Había entonces que encontrar una solución al problema. Un toque divino me trajo la feliz ocurrencia de contar en horas de clase las obras que a mis alumnos no podían leer. El aula se convirtió entonces en una suerte de oyentes ansiosos por escuchar las locuras de José Arcadio Buendía, los sueños mesiánicos de Antonio Conselheiro, la transformación de Gregorio Samsa en insecto, los trasnochados remordimientos de madame Bovary o la afilada prosa de Manual González Prada, convertido yo, apasionado y eufórico narrador, en el mango del estilete. Y qué decir de la emoción y satisfacción que producían los versos de Neruda, Vallejo, Chocano, Buesa, Bécquer, Baudelaire o Espronceda cuando salían de mis labios en mis intentos declamatorios; esa avidez de mis alumnos fue satisfecha con creces. Sin saber cómo ni en qué momento, fui elaborando argumento de las obras narradas que, con el tiempo, fueron convirtiéndose en contenidos más amplios y consistentes hasta llegar a los resúmenes tal como se les conoce hoy. Estos resúmenes, ya agrupados en libros, me enseñaron a vivir la literatura con una entrega total, a la manera flaubertiana: con la literatura todo, sin la literatura nada. Esta experiencia fue para mí contundente y definitiva para aferrarme a mi propia obsesión, la de regir mi vida a través de la literatura. La de vivir literariamente, una vida como la de aquellos escritores que han llenado mis desvelos y vigilias con sus obras, en suma, decidirme definitivamente a ser como ellos.

Mis amigos desde niño, fueron los libros; el amor de mi vida han sido y seguirán siendo ellos. Nada ni nadie (sólo Dios en mis desvaríos) pueden reemplazarlos. Los amores humanos son fugaces cometas que atraviesan el cielo; la literatura, como yo la vivo y entiendo, es eterna, ella me ha permitido entender y amar a tantos hombres de letras; algunos ya no están, pero no han dejado de estar: Luis Alberto Sánchez, Augusto Tamayo Vargas, Julio Ramón Ribeyro, Guillermo Ugarte Chamorro, César Calvo, Mario Florián, Moreno Jimeno o Gustavo Valcárcel ; otros permanecen todavía iluminando el parnaso cultural de nuestra patria con su voz y presencia infinita: Washington Delgado, Jorge Bacacorzo, Leopoldo Chiappo, Leopoldo Chariarse, Arturo Corcuera, Estuardo Núñez, Vicente Azar, Jorge Puccinelli, Paco Bendezú, Alejandro Romualdo, Alfredo Bryce, Cronwell Jara, Marcos Yauri Montero, Ricardo González Vigil, César Ángeles Caballero, Winston Orrillo, Jesús Cabel O Alberto Valcárcel. Tantos quedan sin nombrar, pero su voz de aliento y estimulo permanecen en mi corazón para que siga adelante en esta difícil y agotadora labor de hacer llegar la obras de tantos hombres inmortales a través de estos resúmenes hechos con tanta dedicación y amor. Las voces de intelectuales extranjeros, conocedores de este trabajo, se sumaron también con su apoyo incondicional: Eliécer Cárdenas y Carlos Calderón Chico, desde Ecuador; Gladys Rossel desde Costa Rica; Manuel Ruano desde Argentina o José Manuel Solá desde Puerto Rico, que con sus opiniones, juicios y críticas han enriquecido estos resúmenes de obras famosas. En el camino de elaboración de los catorce volúmenes que constituyen esta colección me he topado con muchas dificultades; entre ellas, el tener que leer diferentes traducciones de una sola obra para poder trabajar la síntesis con la mayor exactitud posible.

La juventud con que comencé a elaborar estos resúmenes ha quedado atrás, sepultada con sus alegrías efímeras y sus profundas desilusiones (funesta edad de amargas decepciones), pero la emoción y el espíritu juvenil de esos años me han enriquecido con la edad. Los consejos de Sánchez, Tamayo, Florián, Washington Delgado y Reynaldo Naranjo no fueron vanos; ellos me inculcaron la tenacidad para perseverar en la literatura, a pesar del desaliento que nos invade día a día en un mundo de atroz ignorancia, más inhumano, agitado y frívolo como el que nos toca vivir.

Incluyo en esta edición los numerosos juicios que los Resúmenes de obras famosas han merecido durante estos veinte años. Si bien la amistad puede teñir las opiniones favorablemente, lo cual resulta comprensible, debo confesar que todos ellos fueron emitidos antes que surgiera la amistad con los autores de estos comentarios. Hago esta salvedad porque a veces las maledicencias disfrazadas de negro azogue o vulgo bilis se truecan en otras pasiones aún más bajas y urticantes; aguijón y cilicio guiados por la envidia que busca herir injusta y gratuitamente.

No puedo concluir este prólogo sin contar lo anecdótico. Tres anécdotas siempre tengo presentes; la primera es que siendo profesor de una academia preuniversitaria en Chosica, tuve entre mis alumnos al hijo del poeta Víctor Mazzi, buena razón para que cada fin de semana recalara en la casa del poeta para enfrascarnos en amenas charlas literarias, sobre todo de poesía; cómo se le encendían los ojos cuando le citaba lis versos de “Canto Coral” de Romualdo. Todavía guardo la antología de poesía revolucionaria que me obsequio con una sobria dedicatoria. Prometió hacerme un comentario a los Resúmenes de Obras Famosas, lo cual cumplió después de muchísimos años. La segunda está relacionada con Luis Alberto Sánchez, quien me indicó que no valía la pena incluir a Narciso Aréstegui en estas antologías; cuando le manifesté que haciendo un balance sobre el juicio que él me había hecho sobre el escritor cusqueño en su literatura peruana, Aréstegui salía ganando con creces, me contesto muy serio y cambiando de tema: “Así…pues, entonces inclúyalo”; también Luis Alberto tuvo un gesto conmigo que me gratifico muchísimo. Dedico su espacio diario de Radioprogramas del Perú para hablar elogiosamente de los resúmenes de obras famosas.” He llegado a más de un millón de personas”, me dijo. El tercero de ellos y quizá el más curioso tuvo como protagonista a Julio Ramón Ribeyro, quien, a manera de ameno reproche, me dijo que por qué había incluido “La botella de chicha” si era un cuento malísimo. Le di a entender que a mí me gustaba y que consideraba que aquella era una buena razón para figurar en la selección que había hecho, pero que estaba dispuesto a eliminarlo si él hacía lo mismo desterrándolo para siempre de su obra. Ribeyro quedo desconcertado. Una risotada de César Calvo alivio en algo la tensión. Ya a solas con César, le dije que después de lo sucedido no creía que Julio Ramón emitiera juicio alguno sobre los Resúmenes de obras famosas. Calvo, con el rostro serio y el ceño fruncido, me miró fijamente y me lanzo una de sus típicas ocurrencias: “No te preocupes, flaco, si Ribeyro firma hasta lo que escribe”. A los pocos días me llamo el hermano de Julio Ramón diciéndome que éste quería verme. Ya en su departamento barranquino, mirando las tranquilas aguas del Pacifico, me leyó esas pocas líneas imborrables para mí que en este libro he transcrito fielmente. Lo que más me emocionó es que me llamara poeta. ¡Qué laudable generosidad! El lama había descendido desde su Himalaya.

Guillermo Delgado.
Mayo 13 de 2003.

viernes, 15 de febrero de 2013

VOLUMEN XIV

1era Edición




ÍNDICE

·         ELOGIO A LA LOCURA (Erasmo de Rotterdam)
·         ANA KARENINA (León Tolstoi)






ELOGIO DE LA LOCURA


Erasmo, junto con Lutero y San Ignacio de Loyola, es una de las tres máximas figuras de la historia espiritual de su generación, y también la más accesible de ellas. Erasmo, un europeo que se adelantó con mucho a su época y que se halla más cerca de la muestra que se la suya, es un precursor de la nuestra que de la suya, es un precursor de la contestación conciliar y posconciliar que en la actualidad caracteriza la vida de la Iglesia.

Es un hombre “revolucionario”, pero que no quiere una revolución, sino una renovación; él alzó la voz contra una serie de abusos que veía en la Iglesia, y con ello podría la primera piedra del edificio levantado por Lutero que condujo a la Reforma. A pesar de su clarividencia, Erasmo no vio hasta dónde llevarían sus ideas, no previó la ruptura que años más tarde se produciría en el seno de la Iglesia.

En su pensamiento, de igual modo que en sus escritos, la filosofía de Cristo ocupa un lugar central. Él denomina así “a una síntesis de la teología y de la espiritualidad, síntesis hecha de conocimiento y de amor, alimentada por la meditación, la plegaria y la renunciación, coronada por la unión a Dios… Se trata de una filosofía, es decir, de un conjunto de principios coordenados y no de un mensaje irracional bueno para iluminados. No es, sin embargo, una filosofía como las demás: no es humana, sino divina; no es únicamente intelectual, sino que a pesar de su nombre resulta accesible a los más humildes. En fin, hace a Dios sensible al corazón, pide a la vez inferioridad y fraternidad, es sabiduría y vida”.

Para Erasmo, la fuente de la doctrina es el Evangelio; preconiza una vuelta al Evangelio, a su raíz y a Jesucristo. Cristo eligió esta filosofía, la única que alcanza el fin por todos buscando y que no es otro que la felicidad. Esta felicidad sólo se adquiere mediante una lucha espiritual, cuyas reglas da en su Enchiridion. Su religión no consiste en lo exterior, sino en lo interior: contrario a la austeridad del claustro, al ayuno y la abstinencia, para él la auténtica perfección reside en los impulsos interiores del alma, y no en el género de vida, alimento o el vestido; por otra parte, siempre persiste el respeto al Decálogo.

En sus obras, como en el Elogio de la Locura, Erasmo hace radicales afirmaciones, no detiene su pluma la atacar. Durante el Renacimiento, la Iglesia presentaba un lamentable estado; lo religiosos, y en particular los de las órdenes mendicantes, no se acordaban ya de las exigencias espirituales de los fundadores; gran número de sacerdotes empleaban para predicar un estilo declamatorio o propio de los charlatanes; los obispos y cardenales Vivian en medio del lujo y las comodidades, y en especial los propios papas. Y la gente del pueblo, los laicos, a causa de su misma ignorancia, se hallaban sumidos en las más degradantes supersticiones.

Contra todo ello arremete Erasmo, que detesta cuanto es irrazonable y puramente formal, “con lo cual el no estorbado crecimiento de la cultura medieval había sobrecargado y atestado el mundo del pensamiento… Pero su aversión a lo anticuado, que se ha vuelto inútil y vacío, se extendía a mucho más. Encontraba la sociedad, y especialmente la vida religiosa, llena de prácticas, ceremonias, tradiciones y concepciones, de las cuales el espíritu parecía haber huido. No las rechaza sin más ni más, ni totalmente; lo que le subleva es que sean a menudo practicadas sin comprensión y recto sentido. Pero para su espíritu susceptible en alto grado para lo necio y ridículo, y con su exquisita necesidad de elevado decoro y dignidad interior, toda aquella esfera de ceremonias y tradiciones se despliega como una inútil, es más, ofensiva escena de humana estupidez y egoísmo”.

Por ello Erasmo combate el fariseísmo de los clérigos y teólogos y se burla de los monjes, que por el hecho de haber pronunciado los votos de castidad, pobreza y obediencia se consideran situados en un estado de perfección que viene a ser para ellos como una especie de octavo sacramento, cuando en realidad la mayoría de estos monjes se entregan a todo aquello que se opone totalmente a sus votos, como la lujuria, la ambición y el autoritarismo.

De ahí que el laico no tenga nada que envidiar al religioso mientras respete el Decálogo, pues al fin y al cabo los votos han sido instituidos por los hombres. Preconiza que la única manifestación viva del espíritu es la caridad, y defiende una reforma, pero una reforma interior, de mentalidad, de verdadera comprensión del cristianismo. La piedad, la caridad, no son privilegio de los monjes, y por lo tanto los laicos pueden ejercitarlas con la misma eficacia que ellos, incluso más.

Lo que en realidad interesa a Erasmo es “la formación de un cristiano nuevo, no en el espíritu y las exigencias dogmáticas y teológicas, sino de acuerdo con una enseñanza evangélica sencilla, de vivencias reales, lo más lejos del formalismo y el rigorismo que una tradición había impuesto vaciando en buena parte de contenido la fe de Cristo”.

Así pues, “Erasmo quiere devolver el cristianismo de su época al cristianismo primigenio de Cristo, de sus Apóstoles, de los Evangelios, de San Pablo. Quiere borrar las alteraciones producidas en su interior por la tradición, las prácticas religiosas, las complicaciones teológicas. Todo animado por dos fuerzas eternamente vivas y dinámicas: el espíritu de libertad y el espíritu de caridad”.

Hay que volver a las fuentes primitivas de las Escrituras, y asimismo cristianizar la sabiduría pagana, para depurar la fe cristiana de cargas inútiles; hay que buscar la verdad, la sencillez y el amor, pero en Jesucristo, más allá de los dogmas y las interminables discusiones escolásticas. Sin embargo, no se debe entender que Erasmo aparte los dogmas de la fe; lo que realmente aleja es el dogmatismo, como actitud formal y conformista, carente de sustancia evangélica viva.

Todo esto va contra la conducta de gran parte de los cristianos de la época, y por ello Erasmo se alza enérgicamente contra los abusos que se cometían: la introducción de la política y del espíritu mundano en la Iglesia, la desmesurada ambición de los prelados, que les lleva a perseguir el dinero y los hombres, el fariseísmo hipócrita y la sustitución de la auténtica piedad por devociones ridículas o pueriles, la decadencia de la predicación, el abandono del ideal misionero, “Estigmatiza una concepción jurídica, militar y burocrática de la Iglesia, una religión demasiado exterior, la importancia excesiva concedida a observaciones de detalle. Ahí también, encuentra a los frailes, al menos a aquellos que trafican los méritos de los santos y calculan con astucia el valor de3 los actos de piedad”.

Esto le lleva a criticar duramente las devociones irreflexivas y las invocaciones interesadas, así como las peregrinaciones, que sin arrepentimiento no perdonan los pecados, y la falsa devoción a los santos y sus reliquias.

Más no se olvide que Erasmo no condena la piedad, ni los sacramentos y la liturgia, ni las instituciones, sino el formalismo, las devociones mecánicas y los abusos. Y tanto es así que él mismo declara: “Prefiero un musulmán sincero a un cristiano hipócrita”.

Interesantes son otras concepciones suyas, como por ejemplo una que es de candente actualidad: Erasmo se declara favorable al matrimonio de los sacerdotes, por supuesto siempre que ellos lo deseen, pero él personalmente prefiere el celibato. Le desagrada también ver a la Iglesia como una sociedad jerarquizada; para él la Iglesia no es eso, sino “la comunidad de los bautizados, el pueblo de Dios, el cuerpo místico de Cristo”.

Otros aspectos debemos tener en cuenta en el pensamiento de Erasmo, en quien se advierte “el comienzo de ese optimismo que juzga al hombre recto suficientemente digno de ser dispensado de fórmulas y de leyes fijas. Como Moro en su Utopía y Rabelais, Erasmo confía ya en los dictados de la naturaleza, que induce al hombre inclinado al bien, y a la que podemos seguir con tal de que estemos imbuidos de fe y piedad”.

Dos puntos fundamentales separaban a Erasmo de Lutero: la autoridad soberana del sentido privado en la interpretación delas Escrituras, y la justificación del hombre por la fe, independientemente delas obras. Son éstos los puntos básicos de la Reforma. Erasmo defiende, el libre albedrio del hombre frente al fatalismo de Lutero, Zuinglio, Melanchthon y de los anabaptistas, que lo negaban, y al mismo tiempo reconoce “como regla de fe en los dogmas de la religión y en la interpretación de las Escrituras, no el juicio individual, sino la tradición y la autoridad de la Iglesia universal”.

Erasmo afirma que “alguna cosa depende de nuestra voluntad y de nuestro esfuerzo: es una parte débil, que, comparada con la bondad gratuita de Dios, parece no existir siquiera. Nadie es condenado por su propia culpa; nadie se salva sino por beneficio de Dios”; frente a Lutero, para quien el hombre no es nada y Dios es todo, existiendo una oposición radical entre el hombre y Dios, sin el cual, por la gracia, no hay salvación posible.

Otra característica le separa de Lutero: Erasmo es un humanista, y como tal quiere conciliar Atenas y Jerusalén, el humanismo y el cristianismo. Para él el núcleo de la fe deben ser Cristo y el Evangelio; éste debe hallarse al alcance de todos, y para lograrlo no hay otro camino que el de las bonae litterae, es decir, una autentica cultura. Creía Erasmo a la civilización capaz de mejorar a los hombres y esperaba que “la vulgarización del estudio, de las bellas letras, de la ciencia, de la cultura desarrollaría las facultades morales del individuo al mismo tiempo que las de los pueblos”.

Trata, pues, de conciliar la antigüedad profana que renacía y el cristianismo que había formado y alimentado el mundo moderno. Contrariamente a Lutero, que suprime la Edad Media en la vida del cristianismo, y a Voltaire, que suprime el cristianismo. Erasmo intenta asociar la sabiduría pagana y la verdad cristiana. Para esto hay que reformar la Iglesia, pero esta reforma ha de realizarse de manera pacífica, sin quebrantar la unidad y sin que se motive ninguna guerra, “azote de las naciones y tumba de la justicia, tan contraria a la naturaleza humana como a la doctrina de Cristo”.

Erasmo, que en la Educación de un príncipe expulsó los deberes de un jefe de Estado y en el Manual del cristiano trazó el cuadro de la vida religiosa, en este Elogio de la locura quiso, según él mismo dice, “reproducir en forma festiva las ideas allí contenidas: advertir y no atacar; ser útil y no ofensivo; reformar las costumbres y no escandalizar, y en suma, seguir el consejo de Horacio de decir la verdad riendo”.

Con tales propósitos, pone en boca de la Locura un discurso en el cual esta nos dice que es hija de Pluto, único padre de los dioses y se los hombres, que la hizo nacer, no de su sesera, sino de la más hermosa y graciosa de las ninfas, la Juventud. La criaron a sus pechos la Embriaguez y la Ignorancia, y son sus compañeras Filaucia (amor de sí mismo), la Lisonja, el Olvido, la Pereza, la Voluptuosidad, la Ligereza, la Molicie, Como (dios de los festines) y el Sueño letárgico.

Pasa luego el autor a enumerar las ventajas que proporciona la locura y a explicar de qué modo se encuentra en todas partes. Es necesaria hasta para engendrar, pues si se debe la vida al matrimonio, este es hijo de la Ligereza, y en otro caso, procede del Placer, salsa de la locura. El encanto de los niños está en la atracción de la Locura, que quita el entendimiento: y nadie podría soportar la penosa y cargante vejez si la Locura no fuera compasiva y, en cierto modo, volviese a la infancia a quienes se hallan al pie del sepulcro. Si los mortales rompiesen todo comercio con la Sabiduría y viviesen perfectamente con la Locura, no envejecerían jamás y gozarían alegremente de una juventud perpetua.

Y, en realidad, eso es lo que hacen casi todos ellos, sea cual fuere su estado.

Para demostrar sus postulados, Erasmo, con intencionada sátira, profundidad de idea y amenidad de concepto, pasa revista a los diversos placeres y ocupaciones de los humanos, en cuyo fondo rara vez deja de aparecer la Locura protectora. Así, vemos desfilar por las interesantes páginas del libro, la voluptuosidad, la gula, la amistad masculina y femenina (que para subsistir, “ha de cerrar los ojos a los defectos”), el amor propio, la sabiduría, el heroísmo guerrero, los alquimistas, los jugadores, los creyentes supersticiosos, lo que se enorgullecen del noble origen, los artistas (predilectos esclavos del amor propio), los que se desviven por asuntos ajenos, los que de nada disfrutan por enriquecer a sus herederos, los gramáticos, los teólogos, los frailes y monjes, los predicadores, los dignatarios eclesiásticos, los reyes y príncipes, los cortesanos…

Cita el autor en apoyo de su tesis desde autores profanos, como Cicerón y Horacio, hasta textos de las Sagradas Escrituras, encabezados con el proverbio del Eclesiastés, según el cual “el número de los locos es infinito”, y termina con unos párrafos dedicados a los intérpretes fanáticos y equivocados de las doctrinas de Cristo.

Todo el libro es un primor de ironía y sagaz observación; pero es de lamentar que en los comentarios que el mordaz holandés regala a los supersticiosos, a los frailes y a los teólogos que se pierden en estériles y absurdas disputas se deslicen conceptos de dudosa ortodoxia y de criticismo, que han servido a muchos historiadores para incluir a Erasmo entre los precursores de la Reforma.

Merece notarse que el autor distingue donosamente dos clases de demencia: “una vomitada por los infiernos… para encender en el corazón de los mortales el ardor de la guerra, la sed insaciable del oro, de vergonzosos y criminales amores…”, y la otra, que dice la Locura- “emana positivamente de mí, es muy distinta de la primera y es el mayor bien que se puede anhelar. Ella se produce cada vez que una dulce ilusión libera el alma de los cuidados ardientes y la sumerge en un océano de delicias”.


“Si los sumos pontífices, que están en el lugar de Jesucristo, procuraran imitarle en su pobreza, en sus trabajos, en su doctrina, en su cruz y en su desprecio de la vida, si pensaran en el nombre de papa, que significa padre, y en título de santísimo, ¿Quién habría en la tierra más acongojado? ¿Quién pondría todo su empeño en alcanzar esa dignidad a toda costa, y quien, una vez alcanzada querría conservarla mediante el acero, el veneno y toda clase de violencias? ¡De cuántas ventajas se privarían si alguna vez entrara en ellos la sabiduría! ¿La sabiduría, dije? Bastaría un solo grano de esa sal de que habló Cristo. Tantas riquezas, tantos honores, tantos trofeos, tantas victorias, tantos cargos, tantas dispensas, tantos tributos, tantas indulgencias, tantos caballos, mulas y escoltas, tantos placeres… Ya veis qué tráfico, qué faena, qué océano de bienes he hecho tener en pocas palabras. Habría que poner en su lugar las vigilias, los ayunos, las lágrimas, las oraciones, los sermones, el estudio, la penitencia y otras mil suertes de enojos trabajos. ¿Qué sería entonces, no lo olvidemos, de tantos escribanos, copistas, notarios, abogados, promotores, secretarios, muleros, caballerizos, hosteleros zurcidores de voluntades, y añadiría alguno más vergonzoso, si no temiera herir vuestros oídos?; en suma, toda la ingente multitud que es tan onerosa- me equivoqué, quise decir honrosa- para la Sede Romana, quedaría reducida al hambre. Esto, ciertamente, seria inhumano y abominable, y aún sería mucho más detestable restituir el cayado y el zurrón a los supremos príncipes de la Iglesia, verdaderos luminares del mundo.

Hoy día, todo aquello que implica algún trabajo lo abandonan en manos de San Pedro y San Pablo, que tienen sobrado tiempo para ello. Pero todo cuanto sea esplendor y deleite lo recaban para sí. Y sin duda alguna es obra mía que no haya nadie que viva con más placidez y con menos cuidados, porque consideran que Cristo está muy satisfecho viendo cómo representan el papel de pastores, cómo se visten con sus ornamentos sagrados y casi teatrales, cómo ejecutan sus ceremonias, cómo reciben los tratamientos de Beatitud, Reverencia y Santidad y cómo reparten bendiciones y maldiciones. Piensan que hacer milagros es arcaico e impropio de estos tiempos; que enseñar al pueblo es penoso; que interpretar las Sagradas Escrituras es propio de escolares; que rezar es ocioso; que derramar lágrimas es de apocados y de mujeres; que trabajar es sórdido; que soportar la derrota es vergonzoso e indigno de quienes apenas admiten que los más grandes reyes besen sus santos pies; que morir es cosa dura; que ser crucificado es infamante. Las únicas armas que les quedan son las dulces bendiciones de que habla San Pablo, y que están muy inclinados a prodigar, llamadas interdicciones, suspensiones, agravaciones, anatemas, pinturas vengadoras, y aquel terrorífico rayo que con un solo gesto precipita las almas de los mortales más allá del Tártaro. Es un arma que los Santísimos padres en Cristo y los vicarios de Cristo contra aquellos que, tentados por el diablo, osan disminuir o menoscabar los patrimonios de San Pedro. Aunque éste haya dicho en el Evangelio: “Lo hemos dejado todo para seguirte”, le erigen en patrimonio tierras, ciudades, tributos, puertos y todo un reino. Para conservar todo esto, inflamado en el amor de Cristo, combaten con el hierro y con el fuego, no sin gran sacrificio de la sangre de los cristianos, y creen defender apostólicamente a la Iglesia, esposa de Cristo, cuando exterminan sin piedad a los que llaman sus enemigos. ¡Como si hubiera enemigos más encarnizados de la Iglesia que esos impíos pontífices, que con su silencio contribuyen a olvidar a Cristo, y lo invocan para sus granjerías, adulteran su enseñanza mediante interpretaciones forzadas y lo inmolan con su escandalosa conducta! Habiendo sido la Iglesia cristiana fundada con sangre, creen ser sus defensores llevándolo todo a sangre y fuego, como si pudiera faltarles alguna vez la protección de Cristo, que siempre defendió a los suyos a su manera.

Aunque la guerra sea tan feroz que esté hecha para las bestias y no para los hombres; tan insensata, que los poetas la pintan como un engendro de las Furias; tan funesta, que pervierte e impurifica las costumbres públicas; tan injusta, que los mayores criminales suelen hacerla mejor, y tan impía, que no tiene nada en común con Cristo, los pontífices, sin embargo, olvidando todo esto, practican lo contrario. Y así se ve entre ellos ancianos decrépitos; animados de un verdadero vigor juvenil, a quienes no les arredran los gastos, ni les fatigan los trabajos, ni les acobarda perturbar a su antojo las leyes, la religión, la paz y la humanidad entera. No les faltan doctos aduladores que a tan manifiesta insensatez llamen celo, piedad, fortaleza, demostrando por razonamiento que herir y arrancar con el hierro homicida las entrañas de sus hermanos es procedimiento laudable que deja incólume aquella suprema caridad que, según el precepto de Cristo, debe el cristiano a su prójimo.”

(“Elogio de la Locura”, Erasmo de Rotterdam; Editorial Bruguera S.A. – 1973. LIX, págs.: 231-235)   





ANA KARENINA

Novela de León Tolstoi publicada en 1875-1877. Se considera generalmente como la última novela de Tolstoi del primer estilo, y la primera en que se advierte, a pesar de una perfectísima obra de arte, la fractura espiritual a que las continuas crisis morales condujeron al escritor en aquella época. Como en “La guerra y la paz”, una parte del fondo está dedicado a la pintura del mundo aristocrático y al estudio psicológico de los tipos.

La obra se inicia cuando se desata una crisis en la casa de los Oblonsky, cuando Dolly se entera de una aventura amorosa de su esposo. La hermana de Esteban, Ana Karenina, llega a reconciliar a la pareja y a disuadir a Dolly de que pida el divorcio. Levine, amigo de Esteban, llega a Moscú para medir en matrimonio a Kitty, hermana de Dolly, joven de 18 años que lo rechaza porque ella ama al conde Wronsky, un valiente y apuesto oficial militar que no tiene intenciones de casarse.


Cuando Oblonsky le había preguntado por qué había venido a Moscú, Levin se sonrojó y le molestaba haberse sonrojado. ¿Pero acaso podía él responder: “Vengo a pedir la mano de tu cuñada”? Y, sin embargo, ese era el único objeto de su viaje.

La familia Levin y Cherbatzky, de la más antigua nobleza de Moscú, habían mantenido siempre relaciones de amistad. Cuando Levin estudiaba en la Universidad de Moscú, la intimidad se había estrechado, a causa de las relaciones de éste con el príncipe de Cherbatzy, hermano de Dolly y de Kitty, el cual era condiscípulo de Levin. En ese tiempo, Levin iba con frecuencia a casa de Cherbatzky, y por extraño que parezca, se enamoró de toda la casa, especialmente de la parte femenina de la familia. Había perdido a su madre sin haberla conocido, y como únicamente tenía una hermana de mucha más edad que él, en la casa Cherbatzky fue donde encontró ese hogar inteligente y honrado, propio de las antiguas familias nobles, del cual la muerte de sus padres le había privado. Todos los miembros de esta familia, principalmente las mujeres, le parecían rodeadas de una aureola misteriosa y poética. No solamente las encontraba sin defecto, sino que les suponía los más elevados sentimientos, las más ideales perfecciones. ¿Por qué habían de hablar esas tres criaturas un día francés y otro inglés? ¿por qué habían de tocar el piano por turno? (Las notas de este instrumento llegaban hasta el cuarto donde trabajaban los estudiantes) ¿por qué se sucedían en la casa los profesores de literatura de francés, de música, de baile, de dibujo? ¿Por qué, a ciertas horas del día, las tres señoritas, acompañadas de la señorita Linon, se habían de detener en carretela en el bulevar de la Taverskoi y, bajo la vigilancia de un lacayo de librea, pasearse con sus pellizas de raso? (Dolly llevaba una larga, Natalia una regular y Kitty una muy corta que dejaba al descubierto sus pantorrillas bien hechas, enfundadas en medias rojas); esas y muchas otras cosas le eran incomprensibles. Pero sabía que todo cuanto se hacía en esta misteriosa esfera era perfecto, y ese misterio contribuía a enamorarle.

Comenzó por enamorarse de Dolly, la mayor, durante sus años de estudio; ésta se casó con Oblonsky; entonces creyó que quería a la segunda, porque sentía la necesidad de amar a una de las tres sin saber bien a cuál. Pero Natalia, apenas hizo su entrada en el mundo, la casaron con el diplomático Lvof. Kitty era una niña cuando Levin salió de la Universidad. El joven Cherbatzky, poco después de su admisión en la marina, pereció ahogado en el Báltico, y las relaciones de Levin con su familia se hicieron más raras, a pesar de su amistad con Oblonsky. Al comentar el invierno, sin embargo, de regreso en Moscú después de pasar un año en el campo, vio de nuevo a los Cherbatzky, y entonces comprendió a cuál de las tres se inclinaba su corazón.

Nada más sencillo que pedir la mano de la joven princesa Chervatzky: con sus treinta y dos años, de buena familia, con su suficiente fortuna, tenía todas las probabilidades de ser considerado un buen partido, y probablemente hubiera sido bien acogido. Pero Levin estaba enamorado; Kitty le parecía una criatura tan perfecta, de tan ideal superioridad, y él, por el contrario, se juzgaba de un modo tan desfavorable, que no admitía la posibilidad de ser considerado digno de aspirar a esta alianza.

Después de haber pasado dos meses en Moscú como en un sueño, viendo diariamente a Kitty en las reuniones sociales a donde había vuelto a causa de ella, de pronto volvió al campo tan luego como se convenció de que tal matrimonio era imposible. ¿Qué posición social, qué porvenir conveniente y bien definido ofrecía él a los padres de la joven? Mientras que sus camaradas eran, unos, coroneles y ayudantes de campo, otros profesores distinguidos, directores de Banco y de ferrocarril, o presidentes del Tribunal como Oblonsky, ¿qué hacía él a los treinta y dos años? Se ocupaba de sus haciendas, criaba ganados, construía edificios para granjas y cazaba becacinas es decir, que había tomado el camino de aquellos que, a los ojos del mundo, no habían tomado el camino de aquellos que, a los ojos del mundo, no habían logrado encontrar otro mejor. No se hacía ilusiones sobre la opinión que de él se tendría, y creía pasar por un joven de poca capacidad.

Además, ¿cómo era posible que la poética y encantadora joven pudiera amar a un hombre tan feo y sobre todo tan poco brillante como él? Sus antiguas relaciones con Kitty, que a causa de su amistad con el hermano que ella había perdido eran las de un hombre hecho con una niña, le parecían un obstáculo más.

Se podía quizá, pensaba él, querer como amigo a un buen muchacho tan ordinario como él; pero para ser amado con un amor parecido al que él sentía era preciso ser bien parecido y poder ostentar las cualidades de un hombre superior. Es cierto que había oído decir que las mujeres frecuentemente enamoran de hombres feos y mediocres; pero él no lo creía y juzgaba a los demás por sí mismo, que no podía enamorarse más que de una mujer notable, bella y poética.

Con todo eso, después de haber pasado dos meses en el campo y en la soledad, se convenció de que el sentimiento que lo absorbía no se parecía a los entusiasmos de su primera juventud, y que él no podría vivir sin resolver este gran problema. ¿Sería aceptado? ¿sí o no? Después de todo, nada probaba que lo rechazaran.

Se encaminó, pues, a Moscú con la firme resolución de declararse y de casarse si era aceptado. Si no… ¡no podía prever lo que sucedería!


Al conocer a la adorable madame Karenina, Wronsky se siente de inmediato atraído por ella, y lo mismo le sucede a Ana. Ambos se enamoran y hacen todo lo posible por desengañar a Kitty. Ana, seguida por Wronsky, regresa a su casa en San Petersburgo, donde vive con su esposo Alejo Karenina y su hijo Sergio, en tanto el desilusionado Levine regresa a su casa de campo.

Kitty se enferma tras el humillante rechazo de Wrosnsky y, por prescripción médica, viaja al extranjero para ir a un balneario a tomar una cura de descanso. Allí se le ocurre la idea de convertirse en novicia religiosa. Kitty regresa a Rusia repuesta de su depresión y decidida a tomar los hábitos.


Las relaciones de Alejo Alejandrovitch con su esposa, en la apariencia no habían cambiado; lo único que se podía observar, era que Karerin estaba más abrumado de trabajo que nunca.

Así que llegó la primavera, se marchó, según su costumbre, al extranjero, a fin de reponerse de las fatigas del invierno con una cura de aguas.

Regresó en julio y volvió a sus ocupaciones con nueva energía. Su mujer se había instalado en el campo, en las cercanías de San Petersburgo, como antes. El permanecía en la ciudad.

Desde aquella conversación que tuvieron después de la velada en casa de la princesa Tverskoi, ya no se había hablado entre ellos de sospechas ni de celos; pero el tono burlón habitual de Alejo Alejandrovitch fue muy cómodo para él en sus relaciones con su esposa; su frialdad había aumentado, aunque no parecía conservar de la tal conversación más que cierta contrariedad; y aun ésta era apenas perceptible.

-No has querido darme explicaciones –parecía decir-; peor para ti, ahora te ves obligada a venir a mí, y yo a mi vez soy el que no quiere explicarse.

Y, con el pensamiento, se dirigía a su esposa como un hombre furioso por no haber podido apagar un incendio, y que dijera al fuego: ¡Arde, bueno, pero para ti!

Este hombre tan sutil, tan sensato cuando se trataba de la administración, no comprendía lo que esta conducta tenía de absurdo. No lo comprendía, porque la situación le parecía demasiado terrible para medirla o penetrarla. Prefirió enterrar en su alma el afecto que sentía por su esposa e hijo, como en un cofre sellado y con cerrojo. Hasta con su hijo adoptó una actitud singularmente fría; no le daba más nombre que el de joven, con aquel mismo tono irónico que empleaba para Ana.

Alejo Alejandrovitch aseguraba que nunca había tenido tantos asuntos importantes como aquel año; pero no decía que esos asuntos él mismo se los creaba, a fin de no tener que abrir el cofre secreto, que contenía sentimientos tanto más abrumadores cuanto más tiempo los había tenido encerrados.

Si alguno se hubiera tomado la libertad de preguntarle lo que pensaba de la conducta de su esposa, aquel hombre tranquilo y pacífico se habría encolerizado en vez de contestar. Por eso su fisonomía adquiría siempre un aire digno y severo cuando le preguntaban por la salud de Ana. Debido a los esfuerzos que hacía para no pensar en la conducta de su esposa, había logrado no pensar en ella.

La resistencia de verano de los Karenin estaba en Peterhof, y la condesa Lydia Ivanovna, que vivía allí lo más del año, mantenía relaciones de buena vecindad con Ana. Ese año, la condesa no quiso ir a Peterhof, y hablando un dia con Karenin, hizo algunas de Ana con Betsy y Wronsky. Alejo Alefandrocitch la detuvo con severidad, declarando que, para él, su esposa estaba por encima de toda sospecha. Desde entonces había evitado ver a la condesa. Decidido a no observar nada, no echaba de ver que muchas personas comenzaban a mostrar cierta frialdad con su mujer, ni había tratado de comprender por qué ésta había insistido en instalarse en Tsarkoe, en donde vivía Betsy, no lejos del campamento de Wronsky.

No se permitía a sí mismo reflexionar, y no reflexionaba; pero, a pesar de todo, sin explicarse consigo mismo, sin prueba ninguna, sabía que era engañado, no dudaba de ello y sufría profundamente.

Cuántas veces, durante sus ocho años de felicidad conyugal, se le ocurrió preguntarse, al ver matrimonio desavenidos: ¿Cómo es posible que los que tienen tal desgracia, no hagan lo posible por salir, a todo coste, de una situación tan absurda?

Y ahora que la desgracia llamaba a su puerta, no solamente no pensaba en el modo de librarse de ella, sino que se negaba a admitir la existencia de esa situación con su esposa, por la razón que le espantaba lo que había en ella de terrible y de contrario a la naturaleza.

Después de su regreso del extranjero, Alejo Alejandrovitch había ido dos veces a ver a su esposa al campo; una vez a comer, la otra para pasar la noche con varios invitados, pero sin acostarse allí como lo había hecho los años anteriores.

El día de las carreras había sido para él un día muy ocupado; sin embargo, al hacer el programa de lo que haría aquel día, decidido a ir a Peterhof después de comer temprano, y de allí se dirigiría a las carreras, a las que asistiría la corte; era, pues, conveniente que le vieran en ellas. Igualmente, por decoro, había resuelto ir a ver a su esposa cada semana; por otra parte, era el 15 del mes, fecha en que entregaba a Ana el dinero necesario para los gastos de la casa.

Todo eso lo combinó con la fuerza de voluntad que le caracterizaba, y sin tolerar que su pensamiento fuera más allá.

La mañana de ese día fue para él de muchas ocupaciones: la víspera había recibido un folleto de un viajero célebre por sus excursiones a la China. El folleto iba acompañado de un billete de la princesa Lydia, en que le rogaba que recibiera a ese viajero, que le parecía, por varias razones, ser un hombre útil e interesante.

No habiendo podido Alejo Alejandrovitch terminar la lectura del folleto por la noche, concluyó de leerlo en la mañana. Luego vinieron las peticiones, los informes, las recepciones, los nombramientos, las revocaciones, las distribuciones de recompensas, las pensiones, los sueldos, la correspondencia, todo ese trabajo de los días que no son feriados, como decía Alejo Alejandrovitch, trabajo que lo ocupaba tanto tiempo.

En seguida, tenía sus tareas particulares: la visita de médicos y la de su administrador. Este último no le entretuvo mucho; no hizo más que entregarle dinero y un informe muy conciso sobre el estado de sus negocios, que aquel año no habían sido muy brillantes: los gastos resultaron muy crecidos y producían un déficit.


Consumada su unión con Wronsky, Ana comienza su nueva vida con muchos propósitos para el futuro. A la vez le confiesa su adulterio a Alejo Karenina, quien ya tenía sus sospechas; Alejo se entera así de que Ana espera un hijo de Wronsky.

Dedicado al cultivo del campo, Levine trata de encontrarle un significado a la vida. Emplea todas sus energías en formar una cooperativa cuyo sistema sea que los campesinos adquirieran en propiedad el campo que trabajan para que así se dediquen con entusiasmo a la tierra, la hagan rendir al máximo y dejen de ser esclavos de un amo. Al enterarse de que su hermano Nicolás está enfermo de tuberculosis y no tiene cura, Levine se percata de que toma el trabajo como un modo de evasión para evitar enfrentarse al terrible problema de la muerte, también reconoce que siempre amará a Kitty. La ambición que Wronsky ha puesto en su carrera rivaliza con sus sentimientos hacia Ana, pero es incapaz de elegir e inclinarse del todo por una de ellas, pues aún continúa enamorado de Ana. Al haber rechazado a su esposo, pero al mismo tiempo sintiéndose incapaz de depender de Wrosky, la situación de Ana es desesperante. Su vida es un verdadero caos.

Kitty y Levine, una vez resuelta favorablemente su situación amorosa, están dedicados a los  preparativos de su boda. Alejo Karenina, que ha tratado de mantener las apariencias en aras de la tranquilidad familiar, finalmente ha encontrado el valor necesario y ha decidido contratar un abogado para que inicie los trámites de divorcio. Ana da a luz una niña – hija de Wrosky – y enferma gravemente de fiebre puerperal. Creyéndola agonizante, Alejo la perdona y se siente santificado por este acto de piedad y caridad cristianas. De repente y cambiándose los papeles, Wronsky se siente humillado e intenta suicidarse.


Después de esta conversación, cuando Wronsky salió de la casa de Karenin, se detuvo en la escalinata preguntándose dónde estaba y qué tenía que hacer. Humillado y confuso, se sentía privado de todo medio de borrar su vergüenza, descarriado del camino que hasta entonces había seguido ufano y sin estorbos. Todas las reglas sobre las cuales había basado su vida, y que creía inatacables, resultaban falsas y engañosas. El marido engañado, ese triste personaje que había considerado como un obstáculo accidental, y a veces cómico, para su dicha acababa de ser elevado por ella a una altura que inspiraba respeto, y en vez de parecer ridículo se había manifestado sencillo, grande y generoso. Wronsky no podía dejar de comprender que los papeles se habían trocado. Sentía la grandeza, la rectitud de Karenin y su propia bajeza; ese marido engañado se mostraba magnánimo en su dolor, mientras que él se veía pequeño y miserable. Pero el convencimiento de su inferioridad con respecto a un hombre al que había injustamente despreciado, no constituía más que una pequeña parte de su dolor.

Lo que le hacía profundamente desgraciado era el pensamiento de ¡perder a Ana para siempre! Su pasión entibiada un momento, se despertó más violenta que nunca. Durante su enfermedad la había conocido mejor, y creía no haberla amado jamás como se merecía; era preciso perderla ahora que la conocía y realmente la amaba; ¡perderla dejándole el recuerdo más humillante! Recordaba con horror el momento ridículo y odioso en que Alejo Alejandrovitch le había descubierto el rostro cuando él lo ocultaba con las manos. De pie, inmóvil en la escalinata de la casa de Karenin, parecía no tener conciencia de lo que hacía.

-¿Llamaré a un isvoschik? –preguntó el portero.

-Sí, un isvoschik.

Cuando volvió a su casa después de tres noches de insomnio, Wronsky, sin desnudarse, se tendió en un sofá con los brazos cruzados sobre la cabeza. Las remembranzas, los pensamientos, las impresiones más extrañas se sucedían en su imaginación con una rapidez y lucidez extraordinarias. A veces, era una poción que quería dar a la enferma, y la cuchara se le vertía; otras veces veía las manos blancas de la comadrona; en seguida, la singular actitud de Alejo Alejandrovitch arrodillado en el suelo cerca de la cama.

“¡Dormir, olvidar!” –se decía con la tranquila resolución del hombre sano que sabe que puede hacerlo cuando está cansado, y al que le es fácil dormirse cuando lo desea. Sus ideas se confundían y sintió que caía en el abismo del olvido. De pronto, en el momento que se escapaba de la vida real, sintió como si las olas de un océano se agolparan sobre su cabeza, una violenta sacudida eléctrica, que le pareció hacerle estremecer el cuerpo sobre los muelles del sofá, y se encontró de rodillas, con los ojos tan abiertos como si no hubiese pensado en dormir, y sin sentir ya el menor cansancio.

-Usted puede arrastrar mi nombre por el lado.

Esas palabras de Alejo Alejandrovitch le resonaban en el oído. Lo veía delante de él, y veía también el semblante febril de Ana, y sus ojos brillantes que miraban tiernamente no a él, sino a su marido. Se veía su propia fisonomía ridícula y absurda, cuando Alejo Alejandrovitch le separó las manos del rostro; luego, dejándose caer de espaldas en el sofá cerrando los ojos, repitió:

“¡Dormir, olvidar!”

Entonces el rostro de Ana, tal como se le presentó en la memorable tarde de las carreras, se dibujaba más radiante todavía a pesar de tener los ojos cerrados.

-¡Es imposible, no puede ser! ¿Cómo quiere ella borrarlo todo de su recuerdo? ¡Yo no puedo vivir así! ¿Cómo nos reconciliaremos? –pronunciaba esas palabras en alta voz, sin conciencia.

Esta repetición maquinal impidió que resurgieran, durante algunos segundos, los recuerdos y las imágenes que le asaltaban el cerebro. Pero los dulces momentos del pasado y las humillaciones del presente recobraban pronto su imperio. “Descúbrete el rostro”, decía la voz de Ana. Separada las manos y se hacía cargo hasta qué punto había debido parecer humillado y ridículo.

Continuó acostado tratando de conciliar el sueño sin lograrlo, murmurando algún fragmento de frase para alejar las nuevas y desoladoras alucinaciones, que creía poder impedir que se renovasen. Escuchaba su propia voz que con extraña persistencia repetía: “No has sabido apreciarla, no has sabido apreciarla, no has sabido aprovechar, no has sabido aprovechar”.

“¿Qué es lo que me sucede? ¿Me estaré volviendo loco?” –se preguntaba-. “¡Tal vez! ¿Por qué se vuelve uno loco? y ¿por qué hay gentes que se suicidan?” Contestándose a sí mismo, abrió los ojos, mirando con extrañeza a su lado un almohadón bordado por su cañada Waria; trató de fijar sus pensamientos en el recuerdo de Waria, jugando con las borlas del almohadón; pero una idea diferente a la que le torturaba era otro martirio más.

“¡No, hay que dormir!” y acercando el almohadón, apoyó la cabeza en él, haciendo esfuerzos por mantener los ojos cerrados. De pronto se volvió a sentar estremeciéndose. “¡Todo ha concluido para mí! ¿Qué me queda por hacer?”, y vio en su imaginación lo que sería su vida sin Ana.

“¿La ambición? ¿Serpuhowskof? ¿La sociedad? ¿La corte? Todo eso podía significar algo quizá en otro tiempo, pero ahora no significa nada.”

Se levantó, se quitó el gabán, se desató la corbata para respirar con más facilidad, y comenzó a pasear por el cuarto “Así es como se vuelve uno loco” –se repetía—“Así es como se llega al suicidio… Para evitar la vergüenza” –añadió lentamente.

Se dirigió a la puerta que cerró, y después, con la mirada fija y los dientes apretados, se acercó a la mesa, tomó un revolver, lo amartilló y se puso a reflexionar. Permaneció dos minutos inmóvil con el revolver en la mano, la cabeza inclinada y la imaginación aparentemente absorta en un solo pensamiento, en una idea fija. –“Ciertamente” –se decía como resultado lógico de una serie de ideas claras y precisas, pero siempre girando alrededor de un círculo de impresiones que hacia una hora recorría para llegar por la centésima vez al mismo punto de partida. “Ciertamente” se repetía, sintiendo desfilar sin descanso la teoría de recuerdos de una dicha perdida, de un porvenir hecho imposible y de una vergüenza aplastadora. Apoyó el revólver en el lado izquierdo del pecho; apretó con fuerza la mono y tiró del gatillo. El formidable golpe que recibió en el  pecho le hizo caer, sin haber oído la menor detonación. Al tratar de agarrarse al borde de la mesa, soltó el revólver, vaciló y cayó al suelo, mirando sorprendido al derredor; su cuarto la pareció otro; los torneados pies de la mesa, la canasta de papeles, la piel de tigre en el suelo, no reconocía nada. Los pasos de su criado que acudía le obligaron a dominarse. Por último llegó a comprender que yacía en el suelo, y al verse sangre en las manos y en la piel de tigre, tuvo conciencia de lo que había hecho.

-¡Qué tontería, he errado el tiro! –murmuró incorporándose y buscando la pistola con la mano; el revólver estaba cerca de él.

Perdió el equilibrio y volvió a caer bañado en sangre.

El ayuda de cámara, persona elegante, que se quejaba con frecuencia ante sus amigos de lo delicado de sus nervios, al ver a su amo fue tal el terror que se apoderó de él, que le dejó tendido y salió corriendo en demanda de socorro.

Al cabo de una hora llegó Waria, cuñada de Wronsky, y con ayuda de tres médicos que mandó llamar, logró acostar en la cama al herido, constituyéndose en su enfermera.


Estos incidentes son muy importantes dentro del desarrollo de la novela. Tras la recuperación de Ana, los amantes parten al extranjero y Ana rechaza el divorcio – a pesar de que Alejo está de acuerdo- por miedo de perder a su hijo.

Levine y Kitty, luego de algunas dificultades en sus inicios, se adaptan a su vida de casados. La muerte de Nicolás afecta profundamente a Levine y se da cuenta de que la vida afectiva, por sí sola, vivida con sencillez y naturalidad, puede hacer que el hombre sea capaz de sobrellevar y vencer los duros problemas de la existencia. Al tiempo que llega a este descubrimiento, se entera de que Kitty está embarazada. Al regreso de su luna de miel en Italia, Ana y Wronsky van a San Petersburgo. Sensiblemente afectada al ver otra vez a su hijo, la pasión que Ana siente por Wronsky se convierte en la más violenta que jamás haya sentido por alguien. A pesar de las objeciones de su amante, con todo descaro Ana se presenta con él en el teatro, como un reto a las convenciones de la sociedad. Ridiculizada en la ópera, Ana le echa en cara a Wronsky su indiferencia y lo culpa de su sufrimiento, en tanto le reprocha su indiscreción. Lo sucedido pesa gravemente en su relación pero, ya reconciliados al menos temporalmente, se nuevo marchan a vivir al campo.

Escena de celos por parte de Levine, en ocasión de una fiesta de verano que se está celebrando en su casa de campo: un invitado le dedica más atención de la conveniente y Levine, irritado, le pide que se vaya. Dolly va de visita al castillo donde vive Ana y Wronsky; testigo del lujo y refinamiento en que vive Ana, Dolly encuentra que la suya, en cambio, es una existencia gris y opaca. Cuando Dolly le comenta a Ana que Wronsky está ansioso de independencia – él mismo se lo ha confesado en un momento en que han quedado a solas-. Ana le responde que ella confía en su belleza para así mantener el interés de Wronsky. Ana se molesta cada vez que su amante debe ausentarse, Wronsky, a su vez, a pesar de que ama a Ana, está dispuesto a sacrificar todo por ella menos su independencia. El siente especialmente pesadas las exigencias amorosas de Ana para retenerlo en casa. La solución sería que obtenga el divorcio y casarse, así no tendrían que recluirse y podrían frecuentar la sociedad. Un día discuten y finalmente llegan a un acuerdo. Ana escribe a Alejo Karenina para pedirle el divorcio y luego se instala en Moscú con Wronsky.


Wronsky dio un gran banquete al electo y al partido que triunfaba con él.
El conde, al asistir a las elecciones, había afirmar su independencia a los ojos de Ana y ser agradable a Swiagesky. Además, había mostrado empeño en cumplir los deberes que se imponía a título de gran propietario. Pero no sospechaba el interés apasionado que le inspirarían las elecciones y el buen éxito con que representaría su papel. Desde el primer momento consiguió conquistar la simpatía general, y no se engañaba al suponer que ya inspiraba confianza. Esta súbita influencia la debía en parte a la hermosa casa que ocupaba en la ciudad, que le había cedido un antiguo camarada suyo, el director del Banco de Kachin, a un excelente cocinero, a sus vínculos de amistad como compañero del gobernador, y sobre todo, a sus modales sencillos y afables con que se captaba las voluntades, a pesar de la reputación de soberbio que le atribuían. Todos cuantos le habían hablado aquel día, exceptuando Levin, parecían dispuestos a rendirle homenaje y a atribuirle el buen éxito de Newedowsky. Sintió cierto orgullo al decirse que dentro de tres años, si fuera casado, nada le impediría presentarse él mismo como candidato, e involuntariamente recordó el día en que, habiendo presenciado el triunfo de su jockey, se había decidido a correr él mismo. En la mesa colocó al gobernador a su derecha, como hombre respetado por la nobleza, cuyos sufragios había conquistado con su discurso, pero que para Wronsky seguía siendo Maslof Katka, su camarada en el cuerpo de pajes, a quien trataba como su protegido, y procuraba hacerle perder la timidez. A su izquierda hizo sentar a Newedowsky, hombre joven, de rostro impenetrable y desdeñoso, con el cual se mostró lleno de atenciones.

A pesar de su derrota personal, Swiagesky está encantado de que partido hubiese obtenido la victoria, y contó con gracia durante la comida varios incidentes de las elecciones, poniendo en ridículo al viejo tesorero. Oblonsky, contento por la satisfacción general, se divertía mucho. Así, cuando después de la comida se enviaron despachos en todas direcciones, puso uno a Dolly para dar gusto a todos, como dijo en confianza a sus vecinos de mesa. Pero Dolly, al recibir el telegrama, sintió pesar, suspirando por el rubio que había costado, y comprendió que su marido había comido bien, porque constituía una de sus debilidades hacer funcionar el telégrafo después de comer.

Se pronunciaron brindis con excelentes vinos que no tenían nada de ruso, se saludó al nuevo tesorero con el título de excelencia, a quien a pesar de su aire indiferente, ese título le deleitaba, como le deleita a una joven esposa oírse llamar señora.

Se brindó también por la salud del amable anfitrión y por la del gobernador.

Nunca hubiera esperado Wronsky ser en provincias el centro de una reunión tan distinguida.

Hacia el final de la comida redobló la alegría, y el gobernador rogó a Wronsky que asistiese a un concierto organizado por su esposa a beneficio de nuestros hermanos. (Era antes de la guerra Serbia.)

-Se bailará después y conocerás a nuestras bellezas que son notables.

-Not in my line –respondió Wronsky sonriendo; pero prometió ir.

En el momento en que empezaban a fumar, al levantarse de la mesa, el criado de Wronsky se aproximó a él, con una esquela en una bandeja, y le dijo:

-Viene del campo, ahora mismo la ha traído un mensajero.

El billete era de Ana, y antes de abrirlo Wronsky sabía su contenido. Se había prometido estar de vuelta el viernes, pero habiéndose prolongado las elecciones, era sábado y aún no había regresado. La carta debía estar llena de reconvenciones, y probablemente escrita antes de que llegase la que él la había mandado la víspera explicando su retraso. El contenido de la esquela era aún más doloroso de lo que suponía. Anny estaba muy enferma y el médico temía una inflamación. La carta decía:

“Pierdo la cabeza viéndome sola. La princesa Bárbara, en vez de ayudar, no sirve más que de estorbo. Yo te esperaba anteayer noche, y hoy mando a un mensajero para averiguar qué es de ti. Yo habría ido en persona si no temiese desagradarte. Dame una contestación cualquiera para que sepa lo que debo hacer.”

¡Hallándose la niña gravemente enferma, había querido ir ella misma!

El contraste entre este amor exigente y la deliciosa reunión que era preciso abandonar, causó muy desagradable impresión en Wronsky. Sin embargo, se puso en camino la misma noche por el primer tren.

Ana, antes de marcharse Wronsky a las elecciones, se había prometido hacer los mayores esfuerzos para soportar estoicamente la separación; pero la mirada fría e imperiosa con que él la anunció el viaje, la hirió, y sus buenas resoluciones se alteraron. Reflexionó sobre aquella mirada en la soledad, y la encontró humillante.

-Ciertamente tiene derecho a marcharse cuándo y cómo le parezca. ¿No tiene él todos los derechos, mientras que yo no poseo ninguno? Pero es poco generoso por su parte hacérmelo sentir. ¿Y de qué modo lo ha hecho sentir? ¿Con una mirada dura? Es un delito muy vago… sin embargo, en otro tiempo no me miraba así, y eso prueba que se va entibiando su amor.

Para aturdirse procuró distraerse acumulando quehaceres que la ocupasen el día. Por la noche tomaba morfina. Entre sus meditaciones pensó en el divorcio como el único medio de impedir que Wronsky la abandonase, porque el divorcio implicaba el matrimonio, y decidió no resistir más sobre ese punto como hasta entonces lo había hecho y acceder la primera vez que él la volviese a hablar de ello.

Así pasaron cinco días. Para matar el tiempo, paseaba con la princesa, visitaba el hospital, y, sobre todo, leía. Pero el sexto día al ver que Wronsky no regresaba, se debilitaron sus fuerzas. La niña, en ese tiempo, cayó enferma, pero bastante ligeramente para que la inquietud pudiese distraerla. Por otra parte, por más que Ana dijera, no podía disimular para su hija sentimientos que no experimentaba.

En la noche del sexto día sintió un terror tan vivo ante la idea de que Wronsky la abandonase, que quiso ir adonde él estaba; pero acabó por contentarse con la cartilla que le envió por un mensajero. A la mañana siguiente se arrepintió de su impulso de nerviosa impaciencia al recibir una esquela de Wronsky explicándola la causa de su retraso. En seguida la asaltó otra inquietud que la hizo temer su llegada. ¿Cómo soportaría su mirada cuando supiese que su hija no había estado gravemente enferma? A pesar de todo, su vuelta era una felicidad. Quizá echaría de menos su libertad y le parecería pesada su cadena; pero estaría allí, le vería ella y no le perdería de vista.

Sentada bajo la lámpara, estaba leyendo un nuevo libro de Taine, escuchado las ráfagas de viento del exterior y aplicando el oído al menor rumor que le anunciase la llegada del conde. Después de haberse equivocado varias veces, oyó distintamente la voz del cochero y al rodar del coche bajo el peristilo. La princesa Bárbara que hacia un solitario con la baraja, también lo oyó. Ana se levantó; no se atrevió a bajar como lo había hecho ya dos veces, y sonrojada, confusa, inquieta por la acogida que él haría, se detuvo. Todas sus susceptibilidades se habían desvanecido, ya no temía más que el descontento de Wronsky, y contrariada al pensar que la niña se encontraba perfectamente, sentía rencor contra ella por haberse restablecido en el momento mismo en que mandaba su esquela. Pero ante la idea de que iba a volver a verle, todo otro pensamiento desapareció, y cuando llegó hasta ella el sonido de su voz, la alegría lo dominó todo y salió presurosa al encuentro de su amante.


Kitty da a luz un niño. Kerenina, bajo la influencia de su fanática y fiel amiga la condesa Lidia Ivanovna, se vuelve creyente pero usa su hipócrita fe para ocultar su humillación y soledad. En tanto se dicta el esperado divorcio, Ana y Wronsky viven un compás de espera en su relación, pero se irritan mutuamente. Ana siente que su amor se está enfriando, Wronsky está lleno de reproches porque en vez de intentar aliviar esa situación, el enfermizo amor de Ana la hace aún más difícil. Sin discutir su problema, cada uno aprovecha toda oportunidad para molestar al otro. Pensando en su decadente amor, Ana cree que esa situación sea debida a la existencia de “otra” en la vida de Wronsky, y sus celos la tornan pendenciera, pero Wronsky la ama fielmente. Sin embargo, a pesar de su mutua amargura y de esas tormentas, disfrutan de breves lapsos de ternura. La última pelea ocurre cuando Wronsky se niega a posponer su viaje al campo, a donde irá a ver a su madre, tocante a unas propiedades. Ana se niega a dejarlo ir asumiendo que Wronsky, en realidad, quiere ver a la atractiva princesa Sorokin que vive con la anciana condesa. “Te arrepentirás de esto”, lo amenaza cuando se pone en camino. Pero es ella quien se arrepiente de inmediato y manda un mensajero a que alcance a Wronsky y le entregue una nota donde se reconoce culpable y le pide que regrese para hablar y explicarse. Como Wronsky ya ha partido y el criado regresa con la nota, le envía un telegrama a casa de su madre, y el suspenso hace que se desespere. Ana entonces decide buscar consejo y consuelo en Dolly, y sus pensamientos durante el viaje son amargos y aturdidos. “¡Qué triste es esto del amor!”, piensa. “Ya he perdido a mi hijo Sergio y ahora pierdo a Wronsky”. El portero de la casa de Dolly le informa que Kitty está allí, y de inmediato se siente celosa del antiguo amor de Wronsky. Al principio Ana quiere mostrarse indiferente ante Kitty y ésta no quiere presentarse a saludar a Ana, pero Dolly la convence y la hostilidad de Kitty desaparece “ante el bello y simpático semblante de Ana. Las tres mujeres platican del bebé de Kitty hasta que Ana dice que debe irse pues muy pronto ella y Wronsky partirán para Moscú. Sonriente, Ana expresa que desearía ver de nuevo a Kitty pues se ha enterado de muchas cosas acerca de ella, por Levine, su esposo. “El viene a verme y yo lo quiero mucho”, dice Ana con obvia mala intención. Más  tarde Dolly señala que nunca había visto a Ana tan triste y abatida. Sintiéndose peor que antes, consciente de “haber sido afrentada y derrotada” por Kitty, Ana cree que todas las relaciones humanas están basadas en el odio. Ya en la casa lee un telegrama de Wronsky: “No puedo regresar antes de las diez”. Furiosa, decide ir a buscarlo a la estación del tren o, si no lo encuentra allí, ir hasta la propia casa de su madre. Lo que ella quiere es salir de la casa cuanto antes, hallar a Wronsky donde sea para darle su merecido y luego no regresar jamás. “Volveré a tomar el ferrocarril y me bajaré en una estación cualquiera”. Camino a la estación, los pensamientos se agolpan en su mente: Kitty, la fría pasión de Wronsky, su hijo Sergio, su amor por Wronsky y lo que ella, egoístamente, desearía de él. “¿Cambiarían las cosas si yo hubiera obtenido el divorcio?, se pregunta, y se responde: “No”. Jamás les traería la felicidad, sólo la ausencia y el tormento. “Yo provoqué su infortunio y el mío”, piensa. “La vida nos está separando… ¡Mi pequeño Sergio!... ¡También a él creí que lo amaba! ¡Mi afecto hacia él me enternecería a mí misma! Sin embargo, he podido vivir sin él, cambiando su amor por otra pasión; y mientras esta pasión por el otro estuvo satisfecha, no me quejé del cambio”. Al llegar a la estación, Ana evita a los demás pasajeros, ya que todo el mundo le resulta odioso, toma el tren y llega a su destino. Al bajar y preguntar por Wronsky, su cochero le entrega un mensaje de éste: “Lamento que tu carta no me haya encontrado en Moscú. Volveré a las diez”. “No, no te permitiré que me hagas sufrir de esta manera”, piensa Ana. Sumida en sus reflexiones camina a lo largo del andén. Finalmente, torturada interiormente por su situación, deseando vengarse de Wronsky y al mismo tiempo liberarse de todos y de sí misma, se arroja debajo de las ruedas de un tren.


“¡Ya se van aclarando mis ideas!” –se dijo Ana cuando se vio en la carretela rodando por un empedrado desigual -. “¿Qué era lo último en que estaba pensando? ¡Ah sí! En las reflexiones de Yashvin sobre la lucha por la vida, sobre el odio, que es lo único que une a los hombres… ¿Qué van ustedes buscando como placer?” – Pensó al ver una alegre comitiva en un coche tirado por cuatro caballos, que probablemente iba a pasar un día en el campo-. ¡No escaparán a su suerte!” –Y viendo a corta distancia a un obrero borracho conducido por un agente de policía-: “Eso es lo mejor para olvidar. Nosotros también, el conde Wronsky y yo, hemos probado el placer ¡y nos hemos encontrado muy por bajo de los supremos goces a que aspirábamos!” y por primera vez Ana consideró sus relaciones con el conde iluminada con la brillante luz, que de pronto le revelaba la vida-. “¿Qué ha buscado él en mí? ¡La satisfacción de la vanidad más bien que la del amor!”
Y las palabras de Wronsky, la expresión de perro sumiso que adoptaba su rostro en los primeros tiempos de sus relaciones, la venían a la mente y confirmaban este pensamiento-. “Buscaba ante todo el triunfo del buen éxito; me quería principalmente por vanidad. Ahora que ya no está orgulloso de mí, todo ha concluido. Habiéndome arrebatado todo lo que podía arrebatarme y no encontrando ya nada de qué vanagloriarse, le peso ya, y sólo se preocupa de hacer las consideraciones exteriores que me guarda. Si quiere el divorcio es únicamente con ese fin. Quizá me ame aún, ¿pero cómo? The zet is gone. En el fondo de su corazón sentirá un alivio al librarse de mi presencia. Mientras que mi amor se vuelve cada día mas egoístamente apasionado, el suyo se va apagando poco a poco. Por eso ya no estamos de acuerdo. Yo necesito atraerle y él necesita huir de mí. Al principio de nuestras relaciones, nos atraíamos ambos, marchábamos uno al lado del otro, ahora marchamos en sentido inverso. El me acusa de ser ridículamente celosa, yo también me acuso de ello; pero la verdad es que mi amor ya no está satisfecho.”

En el estado de perturbación en que se encontraba, Ana cambió de lugar en la carretela, moviendo los labios como si fuera a hablar. –“Si pudiera, trataría de ser para él una amiga razonable, y no una amante apasionada a quien su frialdad exaspera; pero no puedo transformarme. Estoy segura de que no me engaña y de que no está más enamorado de Kitty que de la princesa Sarokin, pero ¿qué me importa? Desde el momento en que mi amor le cansa, que no siente por mí lo que yo siento por él, ¿qué me importa su buen comportamiento? Casi preferiría su odio. Donde acaba el amor comienza la repugnancia; y éste es el infierno que sufro… ¿Qué barrio es éste que no conozco? Montañas, casas, siempre casas, habitadas por gentes que se detestan unas a otras… ¿Qué podría sucederme que me trajera felicidad? Supongamos que Alejo Alejandrovitch consienta en el divorcio, que me devuelva a Sergio y que yo me case con Wronsky.”

Y al pensar en Karenin, Ana le vio ante ella, con su mirada apagada, sus manos de venas azules, con sus falanges que crujían, y el recuerdo de sus relaciones con él consideradas tiernas en otro tiempo, la hizo estremecerse de horror. “Admitamos por un momento que se case; ¿me respetará Kitty por eso? ¿No se preguntará Sergio por qué tengo dos maridos? ¿Cambiará Wronsky de actitud para conmigo? ¿Podrán establecerse entre él y yo relaciones que me den, no digo la dicha, sino sentimientos que no sean una tortura? No –se respondió sin vacilar -, la escisión entre nosotros es demasiado profunda; él causa mi desgracia y yo hago la suya. Ya no podemos impedir eso… ¿Por qué supondrá esa mendiga son su niño que inspira piedad? ¿No estamos todos arrojados sobre este planeta para sufrir los unos por los otros?... Los alumnos vuelven del instituto… ¡mi querido Sergio!... a él también creí amarle, mi afecto por él me enternecía a mí misma. Sin embargo, he vivido sin él cambiando su amor  por el de otro, y mientras se ha visto satisfecha mi pasión por este otro no me he quejado del cambio.” –La satisfacía casi analizar sus sentimientos con esta implacable claridad -. “Respecto a eso, todos nos hallamos en el mismo cayo, yo, Pedro, el cochero, esos comerciantes, las gentes que viven en las riberas del Volga y que se atraen con anuncios pegados en la pared, todos por todas partes, siempre…”

-¿Hay que tomar el billete para Obiralowka? –preguntó Pedro al acercarse a la estación.

Le costó trabajo comprender esta pregunta; sus pensamientos estaban en otra parte y había olvidado a lo que iba.

-Sí –contestó al fin dándole el bolso y bajando de la carretela con el saquillo rojo en la mano.

Los detalles de su situación le acudieron nuevamente a la memoria al atravesar la multitud para dirigirse a la sala de espera. Sentada en un gran sofá circular esperando el tren, meditó sobre las diferentes resoluciones en que podía fijarse. Se presentó el momento en que llegaría a la estación, el billete que escribiría a Wronsky, lo que ella le diría al entrar en el salón de la vieja condesa, en donde quizá en aquel momento se estaba él quejando de las amarguras de la vida. La idea de que aún podía vivir feliz la pasó por la mente… ¡qué duro era amar y odiar al mismo tiempo! ¡Cómo le palpitaba el corazón amenazando estallar!

Sonó una campana, algunos jóvenes escandalosos, de aspecto vulgar pasaron por delante de ella. Pedro atravesó la sala y se le unió para acompañarla hasta el vagón. Los hombres agrupados cerca de la puerta guardaron silencio al verla pasar. Uno de ellos murmuró algunas palabras a su vecino; debía se alguna grosería. Ana tomó asiento en un coche de primera clase y puso su pequeño maletín sobre el asiento de paño gris marchito. Pedro se quitó su sombrero galoneado, con una sonrisa idiota en señal de adiós y se alejó. El inspector cerró la portezuela. Una dama ridículamente ataviada y que Ana desnudó en su imaginación para espantarse de su fealdad, corría por el andén seguida de una niña que reía con mucha afectación.

-“Esta niña es grotesca y ya es presuntuosa” –pensó Ana, y para no ver a nadie se sentó al lado opuesto del coche.

Un mujik sucio, con un gorro del que se escapaban mechones enmarañados, pasó cerca de la ventanilla inclinándose hacia la vía.

“Esa fisonomía no me es conocida” –se dijo Ana, y repentinamente se acordó de su pesadilla, y espantada corrió hacia la otra portezuela del vagón que el conductor abría para hacer entrar a un caballero y a una señora.

-¿Quiere usted salir?

Ana no respondió y nadie pudo notar bajo el velo que la cubría el rostro, el espantoso terror que la helaba la sangre. Volvió a sentarse, la pareja ocupó los asientos frente a ella, examinando discretamente, aunque con curiosidad, las particularidades de su traje. El marido la pidió permiso para fumar, y habiéndolo obtenido, manifestó a su mujer en francés que sentía mucha más necesidad de hablar que de fumar. Ambos hacían estúpidas observaciones con el fin de llamar la atención de Ana y trabar conversación con ella. Ana pensó:

“Esas gentes deben detestarse. ¿Podrían amar semejantes monstruos?”

El ruido, los gritos, las risas que siguieron a la segunda campanada, dieron ganas a Ana de taparse los oídos. ¿Qué era lo que podía hacerles reír? Después de la tercera señal, la locomotora silbó, el tren se puso en movimiento y el caballero hizo la señal de la cruz.

-“¿Qué es lo que da a entender con eso?” –pensó Ana, volviendo los ojos a otro lado con aire furioso para fijarse por encima de la cabeza de la señora en los vagones y los muros de la estación que pasaban delante de la ventanilla. El movimiento se fue haciendo más rápido. Los rayos del sol poniente penetraron en el coche, y una ligera brisa jugueteó con las cortinillas.

Ana, olvidando a sus compañeros de viaje, respiró el aire fresco y volvió a reanudar el hilo de sus reflexiones.

-“¿En qué estaba yo pensando? En que mi vida por cualquier lado que la considere, no puede ser más dolorosa. Todos nos hallamos condenados a sufrir, y no hacerles más que tratar de disimulárnoslo. ¡Pero cuando la verdad nos saca los ojos!”

-La razón ha sido dada al hombre para que rechace lo que le molesta –dijo la dama en francés, encantada de su frase.

Esas palabras correspondían al pensamiento de Ana.

“Rechazar lo que molesta” –repitió, y una ojeada dada al hombre y a su escuálida mitad, la hizo comprender que ésta debía considerarse como una criatura no comprendida, y que su obeso marido no la disuadía y se aprovechaba de ello para engañarla.

Ana escudriñaba en lo más profundo de sus corazones; pero; pero como no encontró nada que le interesara en esto, continuó en sus reflexiones.

Al llegar a la estación siguió a la multitud, tratando de evitar el contacto grosero de la gente bulliciosa, y se detuvo en el andén para preguntarse lo que debía hacer. Ahora, todo le parecía de difícil ejecución; empujada, golpeada, curiosamente observada, no sabía en dónde refugiarse. Al fin se le ocurrió detener a un empleado para preguntarle si no estaba en la estación el cochero del conde Wronsky con algún mensaje.

-¿El conde Wronsky? Hace poco han venido a recibir a la princesa Sarokin y a su hija. ¿Cómo es ese cochero?

En aquel mismo instante Ana vio dirigirse hacia ella al cochero Miguel enviado por ella, con un caftán nuevo, trayendo un billete con aire importante, y orgulloso por haber cumplido su misión.

Ana rompió el sobre y se le oprimió el corazón al leer:  
    
“Lamento que su billete de usted no me haya encontrado en Moscú. Volveré a casa a las diez.

                                                                                      WRONSKY”


-Eso es, me lo esperaba – dijo con sonrisa sardónica -. Puedes volverte a casa –dijo al joven cochero.

Esas palabras las pronunció lentamente y con dulzura, su corazón palpitaba con tal violencia que le impedía hablar.

“No, ya no te permitiré que me hagas sufrir de ese modo” –pensó dirigiendo esas palabras con amenaza al que la hacía padecer y continuó caminando por el andén.

“¡A dónde huir, Dios mío!” – se dijo al verse examinada curiosamente por las personas a quienes su tocado y su belleza llamaban la atención.

El jefe de la estación le preguntó si estaba esperando el tren. Un vendedor de kvas no apartaba los ojos de ella. Al llegar a la extremidad del andén, se detuvo. Unas señoras y unos niños hablaban riendo con un señor de anteojos, que probablemente habían venido a recibir. Aquellas señoras también callaron y se volvieron para ver pasar a Ana. Esta apresuró el paso. Un tren de mercancías que se acercaba hacía trepidar el andén. Se le antojó que se encontraba en un tren en movimiento. De pronto recordó al hombre aplastado el día en que ella había visto a Wronsky por primera vez en Moscú, y comprendió qué debía hacer. Con rapidez y ligereza bajó los peldaños que iban de la bomba situada al extremo del andén a los rieles, y caminó al encuentro del tren. Examinó fríamente la gran rueda de la locomotora, las cadenas, los ejes, tratando de medir la distancia que había entre las ruedas delanteras del primer vagón y las ruedas de atrás.

“Allí – se dijo, mirando la sombra proyectada por el vagón sobre la arena mezclada de carbón que cubría las traviesas -. Allí en medio, será castigado, y yo me veré libre de todos y de mi misma.”

Su pequeño maletín rojo que llevaba cogido por las asas, y le costó trabajo sacar de la muñeca, la hizo perder el momento de arrojarse bajo el primer vagón. Esperó el segundo. Una sensación semejante a la que experimentaba en otro tiempo antes de zambullirse en el agua del río, se apoderó de ella e hizo la señal de la cruz santiguándose. Este ademán familiar evocó en su alma una multitud de recuerdos de la juventud y de la infancia. La vida, con sus fugaces alegrías, brilló un segundo ante sus ojos; pero no los apartó del vagón, y cuando se presentó ante ella el espacio entre las dos ruedas tiró el saco, se encogió de hombros, y con los brazos extendidos, se echó de rodillas bajó el vagón como si hubiese querido quedar en posición de levantarse de nuevo. Tuvo tiempo para sentir miedo.

“¿En dónde estoy? ¿Por qué? – Pensó haciendo un esfuerzo para echarse hacia atrás; pero una mole enorme, inflexible, le dio un golpe en la cabeza y la tumbó de espaldas-: “¡Señor, perdonadme!” –murmuró al comprender la inutilidad de la lucha.

Un pequeño mujik, murmurando entre dientes, se inclinó hacia la vía de pie sobre el estribo del vagón. Y la luz que para aquella desgraciada había iluminado el libro de la vida con sus tormentos, sus traiciones y sus dolores, desgarrando las tinieblas, brilló con más vivo resplandor, vaciló y se apagó para siempre.



Profundamente abatido por la muerte de Ana, Wronsky se enrola voluntariamente para luchar contra los turcos, pues ya no le tiene apego a la vida. Levine encuentra al fin una respuesta a muchas de sus dudas y problemas existenciales: el secreto está en “vivir para el alma” y con la mayor bondad posible; la razón y el intelecto sólo oscurecen esta verdad tan sencilla, simple y natural. Y también comprende que la muerte es una parte inevitable de la vida; entonces cree en Dios. Levine, ahora, está en paz consigo mismo y su corazón se llena de felicidad.