ÍNDICE
·
LA
AGONIA DE RASU ÑITI (José María Arguedas)
·
APOLOGÉTICO
EN FAVOR DE DON LUIS DE GÓNGORA (Espinoza Medrano)
·
TRADICIONES
PERUANAS (Ricardo Palma)
·
AL
PIE DEL ACANTILADO (Julio Ramón Ribeyro)
·
LA
BOTELLA DE CHICHA (Julio Ramón Ribeyro)
·
ÑA
CATITA (Manuel Ascencio Segura)
·
HEBARISTO
EL SAUCE QUE MURIÓ DE AMOR (Abraham Valdelomar)
·
ESPAÑA,
APARTA DE MI ESTE CÁLIZ (César Vallejo)
LA AGONIA DE RASU ÑITI
La
agonía de Rasu Ñiti”, publicado en 1962, constituye uno de los logros
narrativos más celebrados de José María Arguedas. La originalidad y grandeza
de Arguedas radica en haber convertido sus obras en la revelación de un mundo
que hasta entonces había permanecido ignorado o mitificado en las letras
peruanas. Arguedas se asume como intérprete de este mundo, y es a partir de
esta afirmación, que lanza una propuesta de carácter cultural con implicancias
económicas, sociales, políticas y religiosas. Su propuesta constituye un modelo
alternativo al de la cultura occidental; está fundada en valores extraídos de
la cosmovisión del mundo andino, la comunión con la naturaleza, el amor al
trabajo, la solidaridad y la justicia. Este descubrimiento-propuesta se va
dando en progresivos niveles de ampliación de la realidad abordada. A fin de
sistematizar esta apreciación mencionaré tres niveles: local, nacional e internacional.
En el nivel local la dicotomía se expresa en la lucha que sostienen indios y
blancos. Es el momento de “Agua” (1935), donde las contradicciones surgen de
una localidad serrana, al margen de la vida nacional. El nivel nacional se
refleja en “Yawar Fiesta” (1941), donde la realidad que interpreta Arguedas es
la de la sociedad peruana en su conjunto; la dualidad en pugna en este nivel es
la tierra y la costa. El tercer nivel se refleja al llegar a “Todas las
sangres” (1965) o “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, donde Arguedas se
aventura a la interpretación de una macro realidad: el sistema de relaciones
vigente entre países dependientes (como el nuestro) y el poder imperialista. En
esta sucesiva ampliación de universos, Arguedas no borra los conflictos
internos de cada nivel al subsumir una realidad en otra, por el contrario, los
enfatiza, los distiende al máximo, dándole así mayor vigor a su propuesta.
“La
Agonía de Rasu Ñiti” es una escena de ballet, con la danza del bailarín de la
altura (Dansak: bailarín); “Rasu Ñiti, que aplasta la nieve), con el cuadro
mágico de los concurrentes a este baile final, donde el oficiante, el dansak
“Rasu Ñiti”, está envuelto en las ricas vestimentas que lo particularizan: El
tapabala adornado con hilos de oro; la montera, sobre cuyas inmensas faldas,
entre cintas labradas, brillan espejos en forma de estrellas; sombrero, del
cual caía una rama de cintas de varios colores; pantalones de terciopelo y
zapatillas. La música que acompaña al dansak “Rasu Ñiti” se siente en variadas
tonalidades, y es interpretada por “Lurucha”, el arpista, y por don Pascual, el
violinista. “Rasu Ñiti” estaba tendido en el suelo de su habitación, sobre una
cama de pellejos. Por la única ventana, cerca del mojinete, entraba la luz del
sol que daba sobre un cuero de vaca que colgaba de uno de los maderos del techo
y, la sombra producida, caía a un lado de la cama del bailarín.
A
pesar de lo oscuro del ambiente, era posible distinguir las ollas, los sacos de
papas, los copos de lana, y aun los cuyes cuando salían algo espantados de sus
huecos y exploraban en el silencio. Cuando sintió que era ya el momento, se
levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de
dansak y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a
tocar las tijeras. La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz
en el corredor, corrieron a la puerta de la habitación cuando oyeron las
tijeras que sonaban más vivamente. Encontraron a “Rasu Ñiti” que se estaba
poniendo la chaqueta ornada de espejos. El bailarín pidió a su mujer que llamaran
al “Larucha” y a don Pascual, porque ya el corazón le avisaba que había llegado
el momento en que él tema que recibir al Wamani (Dios montaña que se presenta
en figura de cóndor). “Rasu Ñiti” sentía que el Wamani le estaba hablando
directamente al pecho; pero su mujer no podía oírlo. La mujer se inclinó ante
el dansak y le abrazó los pies. Estaba ya vestido con todas sus insignias, un
pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja de los pantalones
arenan bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que
era la casa del indio Huancayre, el gran dansak “Rasu Ñiti”, cuya presencia se
esperaba, casi se temía y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.
Cuando el bailarín interrogó a su
mujer sobre si veía al Wamani sobre su cabeza, ésta le contestó que sí, que era
de color gris y que la mancha blanca de su espalda estaba ardiendo. El tumulto
de la gente que venía a la casa del bailarín se oía ya muy cerca. Cuando las hijas
del danzarín, que habían ido a llamar al “Lurucha” y a don Pascual,
regresaron, Pedro Huancayre, el gran dansak “Rasu Ñiti”, ya tenía el pañuelo
rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi
salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran
montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino casi no
tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los
colores del traje y la rigidez de los músculos. “Rasu Ñiti” empezó a tocar las
tijeras. Cuando llegó Lurucha, el arpista del dansak, tocando, ya la fina luz
del acero era profunda; le seguía don Pascual, el violinista. El Lurucha, que
comandaba siempre el dúo, hacía estallar con su uña de acero las cuerdas de
alambre y las de tripa. Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok Sayku”,
el discípulo de “Rasu Ñiti”. También se había vestido; pero no tocaba las
tijeras. “Rasu Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los
pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño
grupo de gente. Cuando “Rasu Ñiti” sintió que ya el final se acercaba, pidió al
arpista que tocara. “Lurucha” tocó el “Jaykuy” (entrada) y cambió enseguida al
“Sisi Nina” (fuego hormiga), otro paso de la danza. “Rasu Ñiti” bailó,
tambaleándose un poco. Algunas personas del caserío entraron a la habitación
mientras los músicos y “Atok Sayku”, el discípulo de “Rasu Ñiti”, se cuadraban
contra el rayo de sol. “Rasu Ñiti” ocupó el suelo donde la franja del sol era
más baja; le quemaban las piernas, bailó sin hervor, casi tranquilo, el “Jay
kuy”; en el “Sisi Nina” sus pies se avivaron. A los pocos minutos el bailarín
sintió que el Wamani aleteaba fuertemente, y pensó entonces... “¡Ya! ¡Estoy
llegando! ¡Estoy por llegar! Danzó con más brío, hasta que sintió que se le
paralizaba una pierna.
El arpista cambió la danza al tono
del “Waqtay” (La lucha). “Rasu Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó
en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio;
pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta
sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes, como
perdiéndose en el vacío, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija
mayor, casi con júbilo. “El dios está creciendo”, -dijo “Rasu Ñiti”. Le faltaba
ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo. A los pocos minutos
cayó sentado, sin dejar de tocar las tijeras. La otra pierna se le había
paralizado. “Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el “Yawar Mayu”
(río de sangre), paso final que existe en todas las danzas de los indios.
El poco público allí presente
permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más
lejanos. “Rasu Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso; pero
el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse. Cayó sin control, hasta
tocar la tierra, quedó echado de espaldas. “¡El Wamani aletea sobre su frente”!
- dijo “Atok'Sayku”. “Lurucha” avivó el ritmo del “Yawar Mayu”. Parecía que
tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de
metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas, las cuerdas de
tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente. A la hija menor
le vino un ansia de cantar algo, cuando vio que los dedos de su padre, que aún
tocaban las tijeras, iban agotándose. Cuando “Atok'Sayku” exclamó que el Wamani
estaba ya sobre el corazón de “Rasu Ñiti”, éste dejó caer las tijeras, pero siguió
moviendo la cabeza y los ojos. Entonces el arpista cambió de ritmo y tocó el
“illapa vivon” (el borde del rayo). El violín no lo pudo seguir y don Pascual
hubo de adoptar la misma actitud rígida del pequeño público allí presente, con
el arco y el violín colgándole de las manos. “Rasu Ñiti” cerró los ojos, su
cuerpo, alumbrado por los espejos de la montera, se veía inmenso. “Atok'Sayku”
saltó junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando, tocando las tijeras que
brillaban. “Lurucha” tocó el! lucero Kanchi” (alumbrar a la estrella). “-¡El
Wamani aquí! !En mi cabeza! !En mi pecho! !Aleteando!. “Lurucha” inventó los
ritmos más intrincados y solemnes. “Atok'Sayku los seguía, se elevaba, sus
piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera ¡todo en su sitio! Nadie
volaba como ese dansak recién nacido. “-¡está bien!, -dijo Lurucha” -Wamani
contento, ahí está en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del
mediodía en el nevado, brillando”. Cuando alguien dijo que al oscurecer
enterrarían el cadáver de Pedro Huancayre, su hija menor exclamó: “-No
muerto. ¡Ajajayllas no muerto! !El mismo! !Bailando!”. “Lurucha” miró profundamente
a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado gran
cantidad de cañazo y le dijo: “-¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues,
necesita cóndor! !Dansak no muere! -Por Dansak el ojo de nadie llora. Wamani
es Wamani”.
APOLOGÉTICO
EN FAVOR DE DON LUIS DE GÓNGORA
Esta obra apareció en Lima con el
título de “Apologético/ en favor de D. Luis de Góngora, / Príncipe de los
poetas Lyricos de España, contra Manuel/ de Faría y Souza, cavallero Portugués,
Que dedica/ al Excmo. S. Don Luis Méndez/ de Haro, Duque Conde de Olivares. /
Su Autor. / El Dr. Juan de Espinosa Medrano/ Colegial Real en el insigne Seminario
de San Antonio el Magno, / Cathedrático de Arte y Sagrada Theología en él, Cura
Rector/ de la Santa Iglesia Cathedral de la ciudad del Cusco/ cabeza de los
Reynos del Perú en el Nuevo mundo. Año/1662”. Su autor, el Doctor Juan de
Espinosa Medrano, nació en Calcauso, provincia de Antabamba, departamento de
Apurímac el 24 de Junio de 1629 (fecha más probable de su nacimiento).
Si bien el padre Juan de Ayllón,
es considerado el introductor del Culteranismo en el Perú, fue Espinosa Medrano
quien sobresale como máximo exponente de esta escuela. La primera y segunda
edición del “Apologético” se imprimió en Lima en 1662 y 1694, respectivamente,
ambas en la imprenta de Quevedo y Zárate; las dos últimas, la de 1925 y 1938 en
París, bajo la dirección del escritor y diplomático peruano Ventura García
Calderón quien, junto a Agustín Cortez de la Cruz, Clorinda Matto de Turner,
Luis Alberto Sánchez y Luis Jaime Cisneros, han dedicado mucho tiempo al
estudio de la vida y de la obra del “Lunarejo”; mote debido a un gran lunar
que tema en la mejilla izquierda. En “El Apologético”, con brillantez y
profundo conocimiento de la literatura universal, Espinoza Medrano analiza y
refuta las objeciones del portugués Manuel de Faría y Souza contra el estilo
literario de don Luis de Góngora, empleado especialmente en sus discutidas
obras “Las soledades” y “Fábula de Polifemo y Gal atea”. Y es que Espinoza al
defender el estilo literario de Góngora, estaba defendiendo el suyo propio,
esa manera de expresión innata que tenía, vigorosa y elegante, a diferencia de
lo común y trillado por entonces imperante. El libro se inicia con una
invocación donde Espinosa manifiesta que él no pide al lector que favorezca su
“Apologético”, porque él es consciente de que no habrá hombre docto a quien don
Luis de Góngora no le merezca respeto y admiración. Así mismo, considera que
quizá sea tardía la defensa que hace del poeta cordobés, pero habría que
comprender por otro lado, que cuando Manuel de Faría pronunció su censura,
Góngora ya había muerto y él aún no había nacido.
Da comienzo a su defensa, manifestando
que siempre el genio y la grandeza de un hombre provoca envidias e ignorancias
y, que aquél que habla mal de Góngora, lo hace por envidia o porque no lo
entiende...: “De don Luis de Góngora, nadie dijo mal, sino o quien le envidia,
o no le entiende: Si este último es culpa, pendencia tienen que reñir con el
sol muchos ciegos” (sic). Prosigue “El Apologético” replicando las objeciones
de Faría sobre el empleo de latinismos en el castellano y de los hipérbaton que
dice son excesivos en las obras de Góngora, que pasan de 600, cuando los grandes
poetas como Dante, Petrarca o Tasso, apenas alcanzaron hasta doce. Según
Espinoza, aquí Faría peca de ignorancia al confundir el significado de
hipérbaton y de desconocer los diferentes tipos de esta figura. Prosigue diciendo
que el error capital de Faría es afirmar que los hipérbatones en los libros de
los poetas Latinos sólo llegan a doce, cuando esto es absolutamente falso,
puesto que no existe poeta latino, que acierte a hablar medio verso sin ellas y
que en lo que dicen o escriben afloran por millares. En cuanto al empleo de las
metáforas, Espinosa dice que si esta figura fue muy usada en los estrados de la
oratoria, en la verbosidad de los históricos, la enseñanza de los padres y la
gravedad de los concilios, por qué no habría de usarla Góngora, sobre todo con
la valentía con que supo aplicarla a la poesía castellana. Cuando Faría
manifiesta que Góngora cayó en el error de usar en nuestro idioma lo que es
propio del latino, Espinosa lo refuta, poniendo como ejemplo, el hecho que
sobre Polifemo escribieron Homero en su “Odisea”, Virgilio en su “Eneida” y
Ovidio en su “Metamorfosis”. Y respecto a la censura que hace Faría a Góngora manifiesta:
“Atrevimiento fue conquistar Góngora frases nuevas, períodos exquisitos,
metáforas peregrinas, PERO FUE INSIGNE ATREVIMIENTO, que no hubiera ignorado el
mundo hazañas grandes, a no haber usado gigantes osadías”, (sic).
En otra parte de su libro, Faría
censura a Góngora el hecho de que algunas de sus obras hayan quedado
inconclusas, y dice “Sino díganme sus devotos, por qué no acabó las SOLEDADES,
PANEGIRICO y dos COMEDIAS, que tuvieron principio pero no tuvieron fin, ni aún
medio: y el Polifemo acabado tiene poquísima traza...” Espinosa refuta
diciendo que el hecho de que Góngora no hubiese dado fin a “Las Soledades”,
“Panegírico” y algunas comedias, no significa falta de capacidad en aquel
espíritu sino poca ambición de dar a la prensa sus escritos. Manifiesta que Virgilio
no acabó su “Eneida”, ni Lucano dio fin a su “Farsalia”, ni Claudiano concluyó
su “Rapto de Proserpina”, ni Ronsario su “Franciada”, ni muchos otros
clarísimos varones lograron poner fin a sus grandes obras, y que no por eso
perderán la corona, que sus gloriosas fatigas les ganaron. Dice el “Lunarejo”
que “no es el libro grande mejor por sus muchas hojas sino por lo que enseñan”,
y que “el árbol ha de apreciarse más por sus frutos y no por sus muchas ramas y
hojas”, y que “eso les quedó a los libros de Góngora: su linaje de árboles”.
Dice Espinosa, que para la crítica de Faría de Souza no quedó Poeta,
Comentador, ni varón insigne, por favorecido que fuese de las Musas y la Fama,
que no lastimase su pluma. Faría llegó a equiparar las “Lusiadas” de Luis Vaz
de Camoens con el Evangelio de San Juan, a lo cual el “Lunarejo” manifiesta...”
Ni entiende, ni conoce las escrituras quien con profanas poesías las parea”,
(sic), calificando a tal parangón como “ignorancia atrevida”.
Prosigue diciendo...” En fin, en
todas las materias yerra nuestro Faría harto más que Góngora en sus
hipérbatones. Pudiéramos compilar un libro entero de sus desaciertos, pero
bástenos conocerlo por gramático puro, mal filósofo, peor teólogo y pésimo
escriturista”. (sic)...” pero a los hombres del tamaño de don Luis no se ha de
calumniar si hay seso, sino cambiar las censuras en respeto. “Esa es la distancia
de los hombres grandes a los otros, porque de los que escriben con pocos
aciertos, se entiende que por yerro acertaron algo, y de los que con muchos
aciertos escriben, se entienden, o que nos hace entender, que se descuidaron,
para enseñamos que de menudencias no cuidan espíritus sublimes”. “Así, pues, a
quien mucho acertó no se le ha de ajar la veneración por tropiezos leves,
porque a la humanidad no es posible la perfección y el yerro en ellos es menos
de admirar que el acierto, y así la buena dicha consiste sólo en errar menos...
uno que otro...” (sic). Más adelante dice Faría:... “y pero sus secuaces, jamás
serán razonables, ni sus orejas juiciosas y científicas; y el ingenio no coloca
a nadie en el asiento de la verdadera gloria, yo venero a don Luis: y digo en
lo que escribo antes de aquel capricho, es excelentísimo y casi invencible en
muchas cosas, a lo menos en las burlas: y esto es, porque ésas no constan de
ciencia, sino de ingenio, y genio para ellas. Y si yo fuera enemigo de quien lo
alaba por lo otro, no le deseara mayor mal, que haberle descubierto el
juicio...” “Espinosa responde a través de su “Apologético” que imitar lo grande
siempre fue tan difícil como deseado. Muchos acometieron la empresa de
imitación a Góngora, pero sólo lograron viciar sus versos al tratar de
alcanzar tal honor; esto motivó a Faría para que dijese “inficionaron peor que
Góngora sus secuaces a España”. Espinosa confiesa que el ingenio de Góngora tan
soberanamente abstraído del vulgo, fue inimitable, o se dejó remedar poco, y
con dificultad. Que ese don tiene lo único, eso tiene de estimable el Sol, que
no admite émulo ni competencia. Termina diciendo el “Lunarejo” que a quien le
parezca fácil imitar a Góngora, la presunción sólo le durará hasta la
experiencia; y que el frustrado imitador estimará la hermosura de sus versos a
costa de su propia flaqueza y desengaño; que así decía Plinio el menor, que
entonces reconocía la sublimidad de los versos de Antonio, cuando él intentaba
emularlos. Dice además el “Lunarejo”, que la mayor gloria de don Luis ha sido
el escribir versos que todos anhelaban por imitar; y nadie o pocos logran
conseguir.
Concluye el “Apologético”
diciendo:... “Viva pues el culto y floridísimo Góngora, viva a pesar de las
envidias. Viva esta rara Ave, cuya pluma en altísimos vuelos remontada, no
nos deja columbrar si es Cisne de la Armonía de las Musas, o si es Águila de
todas las luces de Apolo, o es Fénix de todos los aromas de la erudición...
Salve tú, Divino Poeta, Espíritu bizarro, Cisne dulcísimo. Coronen el sagrado
mármol de tus cenizas los más hermosos lirios del Helicón. Descansen tus
gloriosas Manes de serenísimos claridades, sirvan a tus huesos de túmulo ambas
cumbres del Parnaso, de Antorchas todo el esplendor de los Astros, de lágrimas
todas las ondas del Aganipe, de epitafio la Fama, de teatro el Orbe, de triunfo
la Muerte, de reposo la Eternidad”. Así termina el “Apologético”, obra cumbre
de la literatura hispanoamericana del Siglo XVII y uno de los mayores
exponentes de la prosa castellana, de todos los tiempos, a la que García
Calderón considera “La más tersa y acicalada prosa del coloniaje peruano” y
Luis Alberto Sánchez: “Un alegato literario-filosófico de la más culta
erudición castellana”. A pesar de muchas oposiciones, Espinosa Medrano ocupó la
silla Canongial como Canónigo Magistral el 24 de Diciembre de 1683. En 1687 se
produce la vacancia del Arcedianato de la Catedral cuzqueña por promoción del
mismo canónigo Juan Bravo Dávila del Arzobispado de Tucumán. Debía reemplazarlo
el Doctor Espinosa Medrano, pero su salud empezó a mermar tan rápidamente que
ya no pudo ejercer el cargo por haber llegado tarde su nombramiento, sólo
faltando pocos días para su muerte acaecida el 13 de Noviembre de 1688.
TRADICIONES
PERUANAS
De la vasta producción del gran
Tradicionista peruano Ricardo Palma, sobresalen sin lugar a dudas sus “Tradiciones
peruanas” y dentro de éstas, “Don Dimas de la tijereta”, “El alacrán de Fray
Gómez” e “Historia de un cañoncito”, merecen figurar entre las más ingeniosas
del escritor limeño.
“Don Dimas de la
Tijereta”.- Por los primeros años del siglo XVIII
existía, en pleno Portal de Escribanos, un escribano llamado don Dimas de la
Tijereta, famoso por sus embustes y Trocatintas. Todos los gremios tienen por
patrono a un santo que ejerció sobre la tierra el mismo oficio o profesión;
pero ni en el martirologio romano existe santo que hubiera sido escribano, de
ahí, que los pobrecitos no tengan en el cielo camarada que por ellos
intercedan. La cosa es que don Dimas, a la vejez, se vino a enamorar hasta la
coronilla de una muchacha de veinte años llamada Visitación. La moza era un
pimpollo a carta cabal, que poseía una cintura pulida, labios colorados como
guindas, dientes como almendrucos y ojos como dos luceros. Don Dimas era un
amarrete de primera y tan pegado al oro de su arca como un ministro a la
poltrona, pero no pensaba escatimar gastos por alcanzar el amor de la muchacha;
le enviaba una arracada de diamantes con perlas como garbanzos, trajes de rico
terciopelo de Flandes, que por aquel entonces costaban un ojo de la cara. Pero
mientras más derrochaba Tijereta, más distante veía la hora en que Visitación
hiciese con él una obra de caridad, y ésta resistencia le traía de cabeza,
Visitación vivía en compañía de una vieja tía, a quien años más tarde encorozó
la Santa Inquisición por rufiana y encubridora, haciéndola pasear por las
calles en bestia de albarda, con chilladores delante y zurradores detrás.
No
tardó en darse cuenta la tía de las cualidades físicas de su sobrina, y desde
ese día si la tía fue el anzuelo, la sobrina se convirtió en el cebo para
pescar maravedíes a más de dos y más de tres acaudalados hidalgos. El escribano
llegaba todas las noches a casa de Visitación, y después de saludarla le
declaraba su amor. Ella le oía cortándose las uñas, recordando a algún
boquirrubio que le echó flores y piropos al salir de la misa de la parroquia o
canturreando para sí: “No pierdas en mí balas, / carabinero, / porque yo soy
paloma/ de mucho vuelo. Si quieres que te quiera/ me has de dar antes/ aretes y
sortijas/ blondas y guantes”. Y así pasaron hasta seis meses aceptando
Visitación los regalos pero sin dar a don Dimas adelanto alguno. Hasta que una
noche en que don Dimas se puso bravo con Visitación, ésta lo mandó rodar
diciéndole que ya estaba cansada de tener ante los ojos la estampa de la
herejía. Entristecido por su desventura, acabó don Dimas andando y perdido en
sus cavilaciones hasta llegar al pie del cerrito de las Ramas. Decepcionado,
don Dimas pronunció estas palabras: ...” ¡Venga un diablo cualquiera y llévese
mi almilla a cambio del amor de esa caprichosa criatura!”. Satanás, que desde
los antros más profundos había escuchado las palabras del plumario, tocó la
campanilla, y al reclamo se presentó el diablo Lilit. Satanás había dado
instrucciones a Lilit, uno de sus más fieles allegados, que vaya al cerro de
las Ramas y que extendiera un contrato con don Dimas que abrigaba tanto
desprecio por su alma; y que le consiguiera lo que pidiera, a cambio de su
alma. Lilit al regresar al infierno, le entregó a Satanás un pergamino que
decía lo siguiente: “Conste que yo don Dimas de la Tijereta, cedo mi almilla
al rey de los abismos en cambio del amor y posesión de una mujer. Item, me
obligó a satisfacer la deuda de la fecha en tres años”. Y aquí seguían las
firmas de las altas partes contratantes y el sello del demonio. Al entrar el
escribano en su tugurio, grande fue su asombro cuando fue a abrirle la puerta
nada menos que Visitación, la desdeñosa y remilgada moza, que ebria de amor, se
arrojó en los brazos de Tijereta. Lilit había encendido en el corazón de la
pobre muchacha el fuego de Lais, y en sus sentidos la desvergonzada lubricidad
de Mesalina. Como no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague,
pasaron, día por día, tres años como tres berenjenas, y llegó el día en que
Tijereta tuviese que hacer honor a su forma. Sin darse cuenta ni cómo ni
porqué, don Dimas se encontró transportado en el mismo sitio y hora en que se
extendió el contrato. Al encararse con Lilit, el escribano empezó a desnudarse con
toda flema; pero el diablo le dijo que eso no era necesario, pues, la ropa no
aumentaría mucho su peso, y que a fin de cuentas, el poseía la fuerza necesaria
para llevárselo vestido y calzado. Tijereta replicó que si no se desnudaba no
comprendía cómo podría saldar su deuda. El escribano ante la incertidumbre de
Lilit siguió en la operación hasta sacarse la almilla o jubón interior, y
pasándola a Lilit, le dijo: “...Deuda pagada y venga mi documento”.
Lilit
se echó a reír con todas las ganas de que es capaz de reírse un diablo alegre y
truhán. Don Dimas se apresuró a decirle que la prenda que le había dado se
llamaba almilla, y que eso es lo que él le había vendido y a lo que estaba
obligado a entregar. Le dijo al diablo que repasara bien el contrato y que se
diera por bien pagado, ya que, al fin y al cabo, esa almilla le había costado
una onza, como un ojo de buey, en la tienda de Pacheco. Lilit, desconcertado,
se lo echó al hombro y lo llevó donde su amo para que se solucione el mal
entendido. Afortunadamente para Tijereta, no se había introducido por entonces
en el infierno el uso del papel sellado, y en breve rato vio fallada su causa.
Con sólo la autoridad del “Diccionario de la lengua”, probó el tunante su buen
derecho; y los jueces que fueron probablemente literatos y académicos,
ordenaron que sin pérdida de tiempo se le diese soltura, y que Lilit lo guiase
por los vericuetos infernales hasta dejarlo sano y salvo en la puerta de su
casa. Cumplióse la sentencia al pie de la letra, pero destruido el diabólico
hechizo, se encontró don Dimas con que Visitación lo había abandonado,
corriendo a encerrarse en un beaterío, siguiendo la añeja máxima de dar a Dios
el hueso después de haber regalado la carne al demonio. Satanás, por no
perderlo todo, se quedó con la almilla; y es fama que desde entonces los
escribanos no usan almilla.
“El
alacrán de Fray Gómez”.- Fray Gómez hizo en
la tierra milagros o mantas, sin darse cuenta de ellos y como quien no quiere
la cosa. Sucedió que un día iba el lego por el puente, cuando un caballo
desbocado arrojó sobre las losas al jinete. El infeliz quedó patitieso, con la
cabeza hecha una criba y arrojando sangre por la boca y narices. Todo se
convirtió en bullicio y alharaca. “-¡Se descalabró! ¡Que vayan a San Lázaro por
el Santo óleo!” – gritaba - la gente. Fray Gómez acercóse pausadamente al que
yacía en tierra, púsole sobre la boca el cordón de su hábito, echóle tres
bendiciones, y sin más médico ni más botica el descalabrado se levantó tan
fresco, como si golpe no hubiera recibido. “- ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Viva Fray
Gómez!” exclamaron los espectadores. Y en su entusiasmo intentaron llevar en
triunfo al lego. Este, para sustraerse a la popular ovación, echó a correr
camino de su convento y se encerró en su celda. Aquel día estaba Fray Gómez en
vena de hacer milagros, pues, cuando salió de su celda se encaminó a la
enfermería donde encontró a San Francisco Solano acostado sobre una tarima,
víctima de una furiosa jaqueca. Lo auscultó él lego y le recomendó que tomara
algún alimento, pues, lo encontraba muy débil. El santo se negó, pues, decía
que no tenía apetito; la insistencia de Fray Gómez fue tal, que el enfermo para
librarse de las exigencias que picaban ya en la majadería, ideó pedirle lo que
hasta para el Virrey habría sido imposible de conseguir, por no ser la estación
propicia para satisfacer el antojo. “Pues mire, hermanito, sólo comería con
gusto un par de pejerreyes”, dijo el santo risueñamente. Fray Gómez metió la
mano derecha dentro de la manga izquierda, y sacó un par de pejerreyes tan
fresquitos que parecían acabados de salir del mar. Y así, con los benditos
pejerreyes, San Francisco quedó curado. Fray Gómez, que había nacido en Extremadura
(España) en 1560, estaba una mañana en su celda, entregado a la meditación,
cuando se le presentó un individuo algo desharrapado. Era un comerciante cuyo
negocio andaba de capa caída, y necesitando dinero para recuperarse y no teniendo
a quien recurrir, había optado por acudir a ver al fraile. Cuando Fray Gómez le
manifestó que por qué había pensado que él podría tener la cuantiosa suma que
necesitaba, el comerciante le respondió que tenía fe en que él no lo dejaría
partir desconsolado.” La fe lo salvará, hermano. Espere un momento”, le
contestó Fray Gómez.
Y
paseando los ojos por las desnudas paredes de la celda, vio un alacrán que
caminaba tranquilamente sobre el marco de la ventana. Con una página que
arrancó de un libro viejo, el fraile cogió con delicadeza al animalito y lo
envolvió; dándoselo al comerciante le dijo: “Empeñe esta alhaja y no olvide
devolvérmela dentro de seis meses”. El hombre se deshizo en agradecimientos y
se encaminó a la tienda donde empeñó un bello prendedor figurando un alacrán,
por quinientos duros. Con ese capital su comercio prosperó tan bien, que a la
terminación del plazo de seis meses, pudo desempeñar la joya, que envuelta en
el mismo papel en que la recibiera, se la devolvió a Fray Gómez. Este tomó el
alacrán, lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó una bendición y dijo:
“Animalito de Dios, sigue tu camino”. Y el alacrán echó a andar libremente por
las paredes de la celda.
“Historia de un cañoncito”.- Según
Palma no ha habido peruano que conociera bien su tierra y a los hombres de su
tierra como don Ramón Castilla. Para él la empleomanía era la tentación
irresistible y el móvil de todas las acciones de los hijos de la patria. Estaba
don Ramón en su primera época de gobierno, y era el día de su cumpleaños (31 de
agosto de 1849). Corporaciones y particulares acudieron al gran salón de
Palacio a felicitar al supremo mandatario. Se acercó un joven a su excelencia y
le obsequió, en prenda de afecto, un dije para el reloj. Era un microscópico
cañoncito de oro montado sobre una cureñita de filigrana de plata: Un trabajo
primoroso; en fin, una obra de hadas. El presidente agradeció, cortando las
frases de la manera peculiar muy propia de él. Pidió a uno de sus edecanes que
pusiera el dije sobre la consola de su gabinete.
Don
Ramón se negaba a tomar el dije en sus manos porque afirmaba que el cañoncito
estaba cargado y no era conveniente jugar con armas peligrosas. Los días
transcurrieron y el cañoncito permanecía sobre la consola, siendo objeto de
conversación y de curiosidad para los amigos del presidente, quien no se
cansaba de repetir: “-¡Eh! Caballeros... hacerse a un lado..., no hay que
tocarlo..., el cañoncito apunta,..., no sé si la puntería es alta o baja..., no
hay que arriesgarse..., retírense..., no respondo de averías...”. Y tales eran
las advertencias de don Ramón, que los palaciegos llegaron a persuadirse de
que el cañoncito sería algo más peligroso que una bomba o un torpedo. Al cabo
de un mes el cañoncito desapareció de la consola, para ocupar sitio entre los
dijes que adornaban la cadena del reloj de su excelencia. Por la noche dijo el
presidente a sus tertulios: ¡Eh! Señores... ya hizo fuego el cañoncito...,
puntería baja... poca pólvora..., proyectil diminuto... ya no hay peligro...
examínenlo”. Lo que había sucedido es que el artífice del regalo aspiraba a
una modesta plaza de inspector en el resguardo de la aduana del Callao, y que
don Ramón acababa de acordarle el empleo. La tradición finaliza con una
moraleja en la que Palma manifiesta que los regalos que los chicos hacen a los
grandes son, casi siempre, como el cañoncito de don Ramón. Traen entripado y
puntería fija. Día menos, día más. ¡pum!, lanzan el proyectil.
AL
PIE DEL ACANTILADO
Este es uno de los cuentos más
renombrados del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, nacido en Lima el 31 de
agosto de 1929. Inicia su producción literaria mientras estudia derecho y
letras en la universidad. El cuento narrado en primera persona por el personaje
principal, se inicia con una breve, pero minuciosa descripción de los viejos
baños de Magdalena, su playa y sus barrancos aledaños. En los tiempos en que no
existían las playas de “Agua dulce” y “La Herradura”, aquellos baños fueron
famosos, mas debido a la competencia de las otras playas, a la soledad y a los
derrumbes, los últimos concesionarios del establecimiento abandonaron los
baños llevándose puertas, ventanas, barandas y tuberías; por ello, cuando
Leandro llegó con sus hijos, sólo encontraron ruinas por todas partes y, en
medio de todo, una higuerilla; esa planta salvaje que brota y se multiplica en
los lugares más amargos y escarpados.
Al principio, no supieron qué
comer, y vagaban por la playa buscando conchas y caracoles; luego, recogían
muy-muy, que, hervidos, les servía de caldo. Días más tarde, descubrieron una
caleta de pescadores en donde Leandro y Pepe, su hijo mayor, trabajaron durante
algún tiempo, mientras Toribio, el menor, hacía la cocina. Cuando aprendieron
el oficio, compraron cordeles, anzuelos y comenzaron a trabajar por su propia
cuenta: pescaban toyos, robalos y bonitos, que vendían en la paradita de Santa
Cruz. La vida fue dura al comienzo, pero poco a poco fueron prosperando,
llegando incluso a construir en una enorme grieta, entre las rocas, una modesta
vivienda. Con gran maestría, Leandro y Pepe fueron sacando del mar fierros
oxidados, restos de algún barco encallado, para construir un contrafuerte en la
grieta a fin de evitar un posible derrumbe. La casa se fue llenando de perros
y gatos que quizá, atraídos por el olor a cocina, decidieron instalarse cerca
de ellos; pero alguien más llegó un atardecer, sin hacer ruido, como si ningún
desfiladero tuviera secretos para él. Era un hombre que llevaba un costal y que
al ver que los zapatos de Leandro se encontraban en mal estado, se ofreció a
componerlos. Los dejó como nuevos, y desde ese día trabajó para ellos,
arreglando las cerraduras de las puertas, afilando anzuelos, etc. Todo aquello
que necesitara ser reparado, caía en manos de Samuel; así se llamaba aquel
extraño que al poco tiempo pasó a formar parte de la familia. En los días de
verano gran cantidad de gente bajaba por allí para tomar baños de mar. Leandro
con sus hijos limpiaban la playa de cáscaras, patillos que, enfermos, iban a
enterrar el pico entre las piedras, a fin de que los veraneantes pudieran disfrutar
plenamente, es así que se les ocurrió cobrarles diez centavos por la entrada a
la playa. Como los veraneantes se quejaron de la existencia de fierros en el
mar, ellos se comprometieron a sacarlos, para que pudieran nadar plácidamente.
Pepe y Leandro se encargaron de tan ardua tarea. Toribio, en cambio, los veía
trabajar sin ninguna pasión. El mar no le interesaba y sólo tema ojos para la
gente que venía de la ciudad. Cuando llegó el invierno, Pepe seguía luchando
contra los fierros del mar. Había casi terminado su trabajo.
Tan sólo a ochenta metros de la
orilla quedaba el armazón de una barcaza imposible de remover. Por más que
Leandro le decía que sería necesario una grúa para sacarla, el muchacho
batallaba con los fierros hasta el anochecer. Una tarde, cuando ya oscurecía,
Leandro y Toribio no divisaban a Pepe; Toribio lo había visto cerca a la
barcaza sacando la cabeza varias veces para respirar. Cuando liego la noche,
Leandro, Samuel y varios pescadores entraron a buscarlo en diferentes caletas.
Sólo al día siguiente lo encontraron. Leandro no quiso verlo. Alguien lo
descubrió flotando vientre arriba, sobre el mar soleado. Al día siguiente lo
enterraron en el cementerio de Surquillo. Llegó otro verano, y con él, mucha
gente que comenzó a levantar casas en la parte alta del barranco.
Sus casas eran de cartón, de
latas chancadas, de piedras, de cañas, de costales, de esteras, de todo aquello
que podía encerrar un espacio y separarlos del mundo. Entre ellos había un sastre
que tenía una hija llamada Delia; Toribio se veía a escondidas con ella, hasta
que un día se marcharon y no volvieron. La barriada fue creciendo, y cierto
día, tres policías la atravesaron y persiguieron a Samuel. Cuando lo
capturaron, se lo llevaron, torciéndole el brazo y dándole de varillazos lo
introdujeron en un patrullero que aguardaba arriba, en la Pera del Amor. Samuel,
hacía cinco años, había matado a una mujer con un formón de carpintero. Ocho
huecos le hizo a esa mujer que lo engañó. Leandro pensaba que algún día Toribio
regresaría y por eso construyó un cuarto grande para él. Toribio apareció, estaba
huesudo y pálido, con esa cara madura que tienen los muchachos que comen mal y
no saben qué hacer de su vida. Leandro pidió quinientos soles porque no
quería que el hijo que estaba esperando Delia, siguiera la misma suerte que el
anterior. Luego se fue. Cierto día llegó una notificación a la barriada, en la
que se indicaba que tenían un plazo de tres meses para salir del desfiladero;
la misiva era enviada por la municipalidad. Todos los pobladores recurrieron
donde Leandro por ser el más viejo del lugar y el más ducho. Contrataron un
abogado quien les dijo que la municipalidad quería construir un nuevo
establecimiento de baños; pero como esa tierra era del estado, nadie los
sacaría de ahí. El abogado les dio coraje y ellos estaban felices. Así pasaron
los meses, y en la primera mañana del invierno, un grupo de obreros comenzaron
a echar abajo las viviendas.
Traían muchas máquinas, y se
veían policías junto a un hombre alto y junto a otro más bajo, que escribía en
un grueso cuaderno. Leandro habló con el hombre alto que era el juez encargado
del desalojo. Este le hizo ver que los sacaban porque se habían posesionado de
tierras del Estado. Desesperado, Leandro con otros pobladores se dirigieron a
la ciudad en busca del abogado:... “¡Los juicios se ganan o se pierden! yo no
tengo ya nada que ver. Esto no es una tienda donde se devuelve la plata si el
producto está malo. Esta es la oficina de un abogado”. Discutieron largo rato
pero al final tuvieron que regresar. La gente de la barriada los recibió
furiosa. Algunos culparon a
Leandro
de su desgracia, y manifestaban que él se entendía con el abogado. Furioso,
Leandro se refugió en su casa. Los tractores fueron desplazando las casuchas
como si fueran naipes, más los empecinados habitantes volvían a construirlas
barranco abajo, para, al día siguiente, ver cómo las tumbaban nuevamente. Una
semana después, los habían arrinconado frente al mar. Ahí, con piedras en las
manos, se enfrentaron a los obreros. Leandro le dijo al capataz que vivía en
aquel lugar desde hacía siete años y que no pensaba abandonarlo. El juez vino
al día siguiente y les dijo que en Pampa de Comas les había conseguido veinte
lotes de terreno, y que dos camiones vendrían para recogerlos. Todos los
pobladores estuvieron de acuerdo y, por más que Leandro trató de hacerles ver
que donde irían no había agua, ni trabajo y que sólo comerían arena, nadie le
hizo caso y al poco rato todos habían desaparecido. Esa fue la última noche
que Leandro pasó en su amado hogar. Se fue de madrugada para no ver lo que pasaba.
Se fue cargando todo lo que pudo, con rumbo a Miraflores, seguido por sus
perros, siempre por la playa, porque él no quería separarse del mar. Cuando
llegó al gran colector que trae las aguas negras de la ciudad, sintió que alguien
lo llamaba; era Toribio quien iba acompañado de Delia quien estaba encinta.
Caminaron largo rato por la playa hasta que Toribio que se había adelantado
divisó una higuerilla.
Leandro
estuvo mirando largo rato sus hojas ásperas, su tallo tosco, sus pepas
preñadas de púas que hieren la mano de quien intenta acariciarlas. Toribio le
alcanzó una barreta y escarbando entre las piedras comenzaron a construir su
nueva vivienda, (escrito en Huamanga en 1959).
LA
BOTELLA DE CHICHA
Este cuento de Julio Ramón
Ribeyro fue publicado en el libro “Cuentos de circunstancias” en 1958. Luego,
con otras narraciones cortas como “La insignia”, “El banquete”, “Doblaje”, “Explicaciones a un cabo de
servicio” y “El tonel de aceite”, entre otros, “La botella de chicha” pasaría
a engrosar la antología de cuentos titulada “La palabra del mudo”. El cuento
narrado en primera persona nos presenta a un adolescente, que teniendo
necesidad de una pequeña suma de dinero y siendo imposible procurársela por
las vías ordinarias, decide hacer una pesquisa por el interior de su casa con
la esperanza de encontrar algún objeto vendible, o digno de ser empeñado. Lo
único que pudo encontrar fue una vieja botella de chicha, que hacía más de
quince años sus padres guardaban con mucha cautela para consumirla en algún
importante acontecimiento familiar. Había escuchado de sus padres que la
botella se abriría para cuando él se recibiera de bachiller, o para el día que
su hermana se casara. Pero los años pasaron sin que él se recibiera y sin que
la hermana se casara; lo cual motivó que esa botella fuera el objeto escogido
para su fechoría.
Con la botella bajo el brazo salió a la calle a buscar al futuro
comprador, pero al darse cuenta que había dejado la botella vacía sobre la
mesa, pues, había vertido el contenido en una pipa de barro, regresó a su casa
rápidamente y llenó la botella con vinagre, la cual alambró y encorchó, para
luego dejarla en el mismo lugar. Sus intentos por encontrar comprador fueron
vanos, y, después de recorrer durante media hora todas las chicherías y bares
de la cuadra, decidió ofrecerla en alguna casa particular. Fracasó nuevamente,
y así, humillado, resolvió regresar a su casa. En el camino pensó recompensarse
bebiéndose el contenido de la botella, pero consideró que privar a la familia
de saborear su tesoro era un acto de egoísmo, por lo cual decidió regresar el
contenido a la botella, y esperar a que su hermana se casara, o a que él se
recibiera. Cuando llegó a su casa ya había oscurecido y le sorprendió ver
algunos carros en la puerta y muchas luces en la ventana. Apenas había
ingresado en la casa cuando su madre lo interpeló para comunicarle que Raúl, su
hermano, había regresado después de años, y que había preguntado por él.
Cuando ingresó a la sala a ver a su hermano, quedó horrorizado al ver que sobre
la mesa central estaba la botella de chicha aún sin descorchar. Varias personas
se hallaban presentes. Su padre hizo alusión a la vieja botella de chicha,
agraciando a los invitados con una larga historia acerca de la botella,
exagerando la antigüedad de ésta. Ante tan sugestivo discurso los
circunstantes se relamieron los labios. La botella se descorchó, las copas se
llenaron y todos bebieron. Todos felicitaron a don Bonifacio, el anfitrión; el
agasajado agradeció a sus padres por haber reservado la botella para festejar
su retomo. El único que, naturalmente, no bebió una gota, fue el muchacho,
pues sabía que era vinagre lo que había en la botella. No podía explicarse lo
sucedido, los concurrentes estaban excitados y muchos de ellos dijeron que se
habían quedado con la miel en los labios y no faltó uno más osado que insinuara
a don Bonifacio si no tenía por allí otra botella escondida. Al ver que su
padre respondía que esas sorpresas se daban una sola vez en la vida, y, que
ante esto, los invitados se consternaban sinceramente, él dijo regocijadamente
que tenía una pipa de chicha que había comprado a un hombre por cinco soles. Se
precipitó a la cocina y extrajo la pipa que había escondido bajo un montón de
periódicos, cuando fue sorprendido por su madre. Se la entregó a su padre,
quien luego de observar la pipa con desconfianza, agregó que seguramente el hombre
lo había engañado. Don Bonifacio hizo circular la botija con desconfianza
entre los concurrentes, quienes ordenadamente la olían y después de hacer una
mueca de repugnancia, la pasaban a su vecino. Los comentarios fueron desastrosos:
“¡Vinagre!” “¡Me descompone el estómago!” “Pero ¿Es que esto se puede tomar?”,
“¡Es para morirse!”. Como las expresiones aumentaron de tono, don Bonifacio
sintió renacer en sí su función moralizadora de jefe de familia y tomando la
pipa con una mano, y al desconcertado muchacho de una oreja con la otra, se
dirigió a la puerta de calle. “Ya te lo decía.- ¡Te has dejado engañar como un
bellaco! Verás lo que se hace con esto!”! Abrió la puerta y con gran impulso
arrojó la pipa a la calle por encima del muro. Luego, don Bonifacio dijo a su
hijo un coscorrón y, frotándose las manos, se fue satisfecho, mandando al muchacho
a dar una vuelta por el jardín. El muchacho observó que en la acera pública la
magnífica chicha norteña, guardada con tanto esmero durante quince años y
respetada en tantos pequeños y tentadores compromisos, yacía extendida en una
roja y dolorosa mancha. Con desconcierto y tristeza vio como un automóvil la
pisó alargándola en dos huellas, una hoja de otoño naufragó en su superficie,
un perro se acercó, la olió y la meó.
ÑA CATITA
Una de las variantes del
romanticismo en Hispanoamérica fue el Costumbrismo, tendencia que reflejó las
costumbres de los pueblos en un proceso de cambio entre la colonia y la república.
Esta escuela tuvo su origen en España, donde uno de sus grandes exponentes fue
Mariano José de Larra, y se caracterizó por su espíritu satírico y mordaz. “Ña
Catita” es una comedia en cuatro actos, que fue representada el 30 de Agosto de
1856 en el Teatro de Variedades. Fue escrita por el denominado “Padre del
Teatro Peruano”, Manuel Ascencio Segura Cordero, quien naciera en la calle
Mestas en el barrio de Santa Ana, Lima, el 23 de Junio de 1805. En esta obra se
resume todo el humor y la chispeante gracia de Segura.
El personaje principal de la
obra es Catita, personaje limeñizado, hecho a su ambiente y tiempo, zurciendo intrigas
de amor entre las casas de balcones corridos y con típicos diálogos de nuestra
sociedad mestiza en un lenguaje acriollado de la costa peruana. En la sala de
su casa, Jesús y Rufina discuten acaloradamente sobre el destino de su hija
Juliana: “Pues bien haga usted de cuenta/ que no ha dicho chus ni mus. / Mi
hija no se ha de casar/ con un mozo estrafalario/ de cuyo trato ordinario/ se
tenga que avergonzar; / ni con ningún homo-bono, / que a su padre se parezca,/
que la empañe y la embrutezca”. El padre quiere para su hija un marido joven
como Manuel, en cambio su mujer no repara en eso y quiere a don Alejo, viejo
adinerado y gachón, como marido de Juliana. La indiferencia con que la muchacha
recibe las cortesías del vetusto galán, provoca las iras de la madre, quien
busca en Ña Catita, vieja chismosa y alcahueta, la ayuda para hacer cambiar el
giro de la situación.
Vanas son las súplicas de la
muchacha que alega que un matrimonio sin amor y sólo por conveniencias no
puede terminar bien; la madre empecinada amenaza a Juliana con “despellejarla”
sino retribuye los arrumacos de don Alejo. Juliana se lamenta y es Mercedes,
su criada, quien atiende sus lágrimas. A ésta, pretende enviar con una nota a
Manuel, pero el muchacho aparece entonces por casualidad. La muchacha le
cuenta las dolosas intenciones de su madre creando un amargo desconcierto en el
muchacho, quien la abraza y le dice lo mucho que la quiere. En ese instante
entra dona Rufina acompañada de Ña Catita, armándose un alboroto de “Padre y
señor Mío”. Rufina llena de ira por la estoica actitud de Manuel quien defiende
su amor, lo bota de su casa; pero Manuel, muy firme, manifiesta que no se irá
mientras no hable con don Jesús. La aparición de don Alejo calma la tempestad.
Rufina, aún enfadada, pide a don Alejo hablar en privado. A petición de
Juliana, Manuel abandona la casa para volver por la noche a una cita
clandestina con su amada, petición que Juliana le hace llegar a través de
Mercedes. Rufina vuelve a tener otra discusión tirante con su marido, quien
insiste en que Manuel es el hombre indicado para su hija. Jesús encara a
Mercedes, que ella y José, el otro criado, andan por la calle desparramando las
frecuentes riñas que él sostiene con su mujer; la muchacha no se da por aludida.
Ña Catita se aprovecha de la desesperada situación en que se halla Manuel, y a
cambio de un plan que ella ha urdido para que él pueda huir con Juliana, le
saca algo de dinero, y le exige discreción sobre lo convenido. La muchacha, que
encuentra a su amante hablando con Ña Catita, lo interroga acerca de lo que
hablaba con aquella mujer que es “un aborto del infierno”, pero Manuel cumple
la promesa y no le confiesa su arreglo con la vieja alcahueta. El joven
enamorado logra convencer a Juliana para huir juntos; la chica se opuso al
comienzo, pero el amor por Manuel pudo más. Ambos son sorprendidos por don
Alejo, quien felizmente no ha logrado escuchar la conversación.
Ña Catita por otro lado ha urdido
otro plan; pero ahora con doña Rufina, para evitar que Manuel siga viendo a
Juliana. Esta consiente en que sin decir nada a don Jesús, se mudarán de casa,
la nueva casa la conseguirá don Alejo, quien de buena gana acepta la
proposición. Ña Catita y Rufina tratan de convencer una vez más a Juliana para
que se olvide de Manuel; otra vez el intento resulta infructuoso. Mientras
esperan que Mercedes prepare algún bocadillo para el siempre “bien dispuesto”
estómago de doña Catita, Rufina y la intrigante anciana, de chisme en chisme
“despellejan” media ciudad. Manuel acude de noche a recoger a Juliana para
escapar, pero la repentina aparición de Ña Catita, retiene a los prófugos.
Aparece don Jesús y enterado de todo, llama la atención a Manuel por haber
defraudado su confianza. En esos instantes, los criados pasan cargando muebles,
hecho que descubre el plan de doña Rufina, lo que no hace más que echar más
leña al fuego. Rufina trata de buscar protección en don Alejo, pero éste,
desenmascarado como cómplice de Rufina, es vilipendiado por el exacerbado don
Jesús. Un inesperado personaje aparece en escena: don Juan, amigo de muchos
años de don Jesús, que llega portando una carta para él, de su amigo Luis
Marta. Al ver a don alejo, don Juan muestra gran alegría pues se ha evitado el
trabajo de buscarlo para hacerle entrega de una carta de su esposa que vive en
el Cuzco. A Don Alejo, desenmascarada su supuesta soltería, no le queda más
remedio que irse. Le sigue en su fuga Ña Catita, a quien don Jesús larga un
sermón de “Padre y señor mío”:... “Cuidado como en su vida/ vuelva usted, ni
por candela, / por estas cercanías, / pues si por su mala estrella/ así no lo
verifica/ se expone usté a que le mande/ dar una buena paliza/ ¡Vaya usté a
enredar al diablo!...”Al final, gracias a don Juan, Rufina y Jesús se amistan.
La obra de Segura de facilidad expresiva, sin alcanzar altos kilates
literarios, capta ingeniosamente el escenario social de la clase media y lo
ofrece con chispa y desenvoltura naturales dentro del llamado “Teatro
nacional”.
Otras obras de la proficua pluma de Segura son: “La Pepa”, “Gonzalo
Pizarro”, “Amor y política”, “El sargento Canuto”, “Blanco Núñez de Vela”, “La
Saya y el Manto”, “La moza mala”, “A mí nadie me la pega”, “Dos para una” y “La
Pelimuertada”, cuyo personaje principal es Polimuerto, considerado por muchos
como la contraposición del “Niño Goyito”, de Felipe Pardo y Aliaga, con quien
sostuvo una gran rivalidad toda su vida. Algunos críticos observan que a Segura
a veces se le encuentra grosero, chusco, vulgar. La respuesta a esta objeción
la da la pluma del tradicionista Ricardo Palma, quien dice: “Los que esto
critican olvidan que cuando se pinta al pueblo debe pintársele tal cual es. Si
existe algo en las comedias de nuestro compatriota que ofenda a quisquillosos
lectores culpa será del original no del retrato”.
Los últimos años de Segura son
demasiado duros. Una serie de desgracias familiares van llenando su espíritu
de tristeza y de melancolía. El asma y otros achaques y dolámenes van
carcomiendo la materia ya gastada. El fin de su vida está cada vez más cerca
del fin. El clima de Chorrillos donde se había establecido le brinda un alivio
compasivo e ilusionante. Y así, el final llega lamentablemente en la madrugada del 18 de setiembre de 1871. Y aquél día hubo orfandad para Ña Catita, Sempronio, doña Rufina, don Bartolo, Anastasio y Canuto; todos
aquéllos personajes brotados de la imaginación del padre que moría.
HEBARISTO
EL SAUCE QUE MURIO DE AMOR
Valdelomar es uno de los escritores más completos de nuestra literatura;
cultivó con talento todos los grandes géneros literarios, dejando muestras
magistrales en la mayoría de ellos. En el cuento tenemos: “El palacio de
hielo”, “El caballero Carmelo”, “La Virgen de cera”, “Los hijos del sol”, “El
suicidio de Richard Tennyson”, “Tres senas, dos Ases”, “El beso de Evans”, “El
buque negro”, “La Paraca”, “El hipocampo de Oro”, “Finis disolatrix veri- tal”,
“La tragedia de un redoma”, “La ciudad sentimental: un cuento, un perro y un
asalto”, “El extraño caso del señor Huamán”, “Almas prestadas: Heliodoro, el
reloj, mi nuevo amigo”, etc. Novelas cortas como “La ciudad de los tísicos”.
En la biografía novelada: “La Marisca- la”. En la poesía destacan: “Tristitia”,
“El hermano ausente en la mesa pascual”, “Confiteur”. En el teatro: “La Maríscala”
(adaptación a la escena de su biografía novelada), “Verdolaga” (que,
lamentablemente, nos ha llegado muy incompleta). Y en el ensayo; “Belmonte, el
trágico” (inspirado en el diestro español Juan Belmonte, a quien la primera
guerra mundial trajera hasta nuestras tierras y a quien Valdelomar conoció).
En “Hebaristo, el sauce que murió de amor”, Valdelomar establece un paralelo
entre Evaristo Mazuelos, farmacéutico de P. (la ciudad donde acontece este
relato está indicada por la letra P; seguramente Valdelomar hace alusión a su
ciudad natal, Pisco) y aquél sauce corpulento y lozano aún que crecía al borde
de la parcela colindante con el estéril yermo, rodeado de “yerbas santas” y
“llantenes”. Debía llamarse Hebaristo y tener treinta años, porque tenía el
mismo aspecto cansino y pesimista, la misma catadura enfadosa y acre del joven
farmacéutico de “El amigo del pueblo”, establecimiento de drogas que se
hallaba en la esquina de la Plaza de Armas, junto al Consejo Provincial.
Evaristo Mazuelos, el farmacéutico de P. y Hebaristo, el sauce fúnebre de
la parcela eran dos vidas paralelas, dos cuerdas de una misma arpa, dos ojos de
una misma misteriosa y teórica cabeza, dos brazos de una misma desolada cruz,
dos estrellas insignificantes de una misma constelación. Mazuelos era huérfano
y guardaba al igual que el sauce, un vago recuerdo de sus padres. Así como el
sauce era árbol que sólo servía para cobijar a los campesinos a la hora cálida
del mediodía, Mazuelos sólo servía en la aldea para escuchar la charla de
quienes solían cobijarse en la botica; y así como el sauce daba una sombra
indiferente a los gañanes mientras sus raíces rojas jugueteaban en el agua de
la acequia, así él oía con desganada abnegación, la charla de los otros,
mientras jugaba, el espíritu fijo en una idea lejana, con la cadena de su
reloj, o hacía con su dedo índice gancho a la oreja de su botín de elástico,
cruzadas, unas sobre otras, las enjutas magras piernas. Mazuelos estaba
enamorado de Blanca Luz, hija del juez de Primera Instancia, una chiquilla de
alegre catadura, esmirriada y raquítica.
Si Hebaristo, el melancólico sauce de la parcela en vez de ser plantado
en las afueras de P., hubiera sido sembrado como era lógico, en los grandes
saucedales, su vida no resultaría tan solitaria y trágica. Aquel sauce, como el
farmacéutico Mazuelos, sentía, desde muchos años atrás, la necesidad de un
afecto, el dulce beso de una hembra, la caricia perfumada de una unión
indispensable. Envejeció Evaristo, el enamorado boticario, sin tener noticias
de su amada Blanca Luz. Envejeció Hebaristo, el sauce de la parcela, viendo
secarse, estériles, sus flores en cada primavera. Solía, por instinto,
Mazuelos, hacer una excursión crepuscular hasta el remoto sitio donde el sauce,
al borde del arroyo, enflaquecía. Sentábase bajo las ramas estériles del sauce
y allí veía caer la noche. El árbol amigo que quizás comprendía la tragedia de
esa vida paralela, dejaba caer sus hojas sobre el cansino y encorvado cuerpo
del farmacéutico. Un día el sauce esperó vanamente la llegada de Mazuelos. El
farmacéutico no vino. Aquélla misma tarde el carpintero de P... enviado por el
dueño de la “Carpintería y confección de ataúdes de Rueda e hijos”, llegó con
una tremenda hacha y taló el sauce. Por la misma calle venían juntos el sauce
y el farmacéutico, ahora sí unidos para siempre. El sauce sirvió para el cajón
del farmacéutico.
El alcalde municipal señor Unzueta, tomó la palabra en el cementerio:
“Aunque no tengo las dotes oratorias que otros, agradezco el honroso encargo
que la sociedad de Socorros Mutuos ha depositado en mí, para dar el último
adiós al amigo noble y caballeroso, al empleado cumplidor y al ciudadano
integérrimo, que en este ataúd de duro roble”... y concluía: “Mazuelos tú no
has muerto. Tu memoria vive entre nosotros. Descansa en paz”. Al día siguiente
el dueño de la funeraria, llevaba al señor Unzueta una factura por un ataúd de
roble por 18.70 soles. El alcalde reclamó airadamente que el ataúd no era de
roble sino de sauce. El señor Rueda le dijo que era cierto; pero que entonces
como se vería en su discurso la frase “duro sauce” en vez de “duro roble”. El
alcalde pagó sin chistar.
ESPAÑA,
APARTA DE MI ESTE CÁLIZ
Libro del gran bardo peruano
César Vallejo, donde se condensa parte de la última creación poética del poeta
de Santiago de Chuco. Muchos son los exégetas consagrados a precisar el
contorno de la vida y el alcance de la poesía de Vallejo. Entre ellos Antenor
Orrego, Abraham Valdelomar, Xavier Abril, y entre los extranjeros, el francés
André Coyne, el catalán Luis Monguió y el italiano Roberto Paoli. Vallejo
empezó hacia 1915 rindiendo culto al Modernismo, mejor dicho, a ciertos
modernistas. Rubén Darío, Herrera y Reissig, algo de Nervo,
Lugones y Chocano. La influencia de Chocano
se advierte en algunos poemas de “Los Heraldos Negros”: “La oración del
camino”, “Huaco” y “Sonetos imperiales”. Este poemario surge como consecuencia
de la fuerte conmoción espiritual que le produjo la Guerra Civil Española,
iniciada en Julio de 1936. Vallejo sintió por el pueblo español agredido y
sangrante, combatiente por sus derechos y por su derecho a una vida justa, la
hermandad en el dolor y la solidaridad en la esperanza que eran sus dos básicos
y motivantes sentimientos en la existencia. Cuando ve que el pueblo español,
depositario de su esperanza, cae mutilado, desgarrado y agoniza, el acento de
su voz es profundo.
Vallejo vio en la resistencia del
pueblo español a las agresiones de que era objeto la posibilidad de una
victoria de ese pueblo, tras la cual, rotas sus cadenas, pudiera aplicarse a
las tareas de hacer su vida más dichosa, cumpliéndose así en tierra hispánica
un comienzo de la realización de la esperanza del poeta: la realización de la
dicha en esta tierra, la alegría en el trabajo, la liquidación del dolor de
vivir triste y aherrojado. De los sufrimientos que el pueblo español estaba
soportando, sentía Vallejo surgir la semilla de un mañana
mejor:..."¿Batallas? ¡No! ¡Pasiones! y pasiones precedidas/ de dolores con
rejas de esperanzas, / ¡de dolores de pueblo con esperanzas de hombres!” Del
sacrificio de los voluntarios de la república surgirá el día en que: “...Se
amarán todos los hombres/ y comerán tomados de las puntas de vuestros pañuelos
tristes/ y beberán en nombre/ de vuestras gargantas infaustas / Descansarán
andando al pie de esta carrera,/ sollozarán pensando en vuestras órbitas,
venturosos/ serán y al son/ de vuestro atroz retomo, florecido, innato/
ajustarán mañana sus quehaceres, sus figuras soñadas y cantadas!”! Estos
voluntarios de la república estaban dispuestos a:...’’padecer/pelear por todos
y pelear/ para que el individuo sea un hombre,/ para que los señores sean
hombres,/ para que todo el mundo sea un hombre, y para / que hasta los animales
sean hombres, / el caballo, un hombre, / el reptil, un hombre, / el buitre, un
hombre honesto, / la mosca, un hombre, y el olivo, un hombre/ y hasta el
ribazo, un hombre / y el mismo cielo, todo un hombrecito!”. La forma de
supervivencia que Vallejo expresa en sus poemas de “España, aparta de mí este
cáliz”, trasciende los límites de la sed de inmortalidad individual que, según
decía don Miguel de Unamuno, arde en todo su ser hispánico, y la trasciende en
el sentido de que enlaza la inmortalidad no con el individuo sino con la
corriente inextinguible de la vida del pueblo. Es el ideal de supervivencia
inocentemente ejemplificado por el Pedro Rojas, el obrero ferroviario. Pedro
Rojas es retratado como hombre universal y particular al mismo tiempo; es el
hombre particular, padre, marido, ferroviario; enfatizando su cultura
proletaria al escribir “¡Vivan los compañeros! Pedro Rojas”; pero es al mismo
tiempo la representación de la humanidad y, con su muerte, el Pedro Rojas,
héroe particular, rescatado del anonimato. Muere también con Pedro Rojas el
hombre universal, en la idea de que es toda la humanidad la que muere al morir
cada hombre: ...Solía escribir con su dedo grande en el aire: /“¡Vivan los
compañeros! Pedro Rojas”, de Miranda de Ebro, padre y hombre/ marido y hombre,
ferroviario y hombre, /padre y más hombre. Pedro y sus dos muertes.” Todo lo
vivo tiene que conmoverse ante la muerte de Pedro Rojas, la noticia tiene que
sacudir a todos los hermanados en el ideal:...’’Papel de viento, lo han matado:
¡pasa! / Pluma de carne, lo han matado: ¡pasa! / “¡Abisa a todos los compañeros
pronto!”. La violencia ejercida no es sólo al hombre particular, es a la
humanidad entera; lo han matado custodiando su ideal:...’’Palo en el que han
colgado su madero, / lo han matado; / ¡lo han matado al pie de su dedo grande! /¡Han
matado, a la vez, a Pedro, a Rojas!”.
El sentido de su muerte es darle
consistencia, corporeidad, sentido al mundo; el alma del mundo son los ideales
de la humanidad, que necesitan un cuerpo para echarse a andar, y ese cuerpo
está vivo en personajes sencillos, pictóricos de fe y de valor como Pedro
Rojas:...’’Registrándole, muerto sorprendiéronle/ en su cuerpo un gran cuerpo,
para/ el alma del mundo, / y en la chaqueta una cuchara muerta”. Lo que formó
parte de su cotidianidad permanece vivo. Sus símbolos nos hablan de los sueños
de este Pedro Rojas que abandonó su dulce vivir, para permitir que sus sueños,
y el de hombres como él, algún día se pudieran realizar:... “Pedro también
solía comer/ entre las criaturas de su carne, asear, pintar/ la mesa y vivir
dulcemente/ en representación de todo el mundo, / y esta cuchara anduvo en su
chaqueta,/ despierto o bien cuando dormía, siempre,/ cuchara muerta viva, ella
y sus símbolos. /Abisa a todos los compañeros pronto /¡Viban los compañeros al
pie de esta cuchara para siempre”. Pedro Rojas ha muerto, han matado al
revolucionario que se hizo revolucionario batallando con la vida, con sus
negativas, sus indecisiones, con la miseria y la destrucción:... “Lo han
matado, obligándole a morir/ a Pedro, a Rojas, al obrero, al hombre, a aquel/
que nació muy niñín, mirando al cielo, / y que luego creció, se puso rojo/ y
luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos”.
Los hombres como Pedro Rojas no
mueren, y su sensibilidad metafísica imprime mayor fuerza a la herencia de
ideales dejados al mundo, que se va a refugiar en el cadáver de este
revolucionario a quien le sobraba amor, dignidad y coraje para llenarse de
mundo:...’’Pedro Rojas, así, después de muerto, / se levantó, besó su catafalco
ensangrentado,/ lloró por España/ y volvió a escribir con el dedo en el
aire:/”¡ Viban los compañeros! Pedro Rojas”. /Su cadáver estaba lleno de mundo.
“Si bien el poema “Himno a los voluntarios de la República” es un poema
realmente admirable, uno de los más grandes poemas del siglo XX, ay en este
libro un poema que, por su ímpetu, por su fuerza, por su energía, por su
brillantez, por su intensidad y por su rica ideología se convierte en el poema
más dramático de todo el libro. Está escrito como una carta, y eso nos da ya un
tono familiar y cotidiano. Como una carta a uno de los guerreros que pelean en
Madrid. El hombre que ha ido de su provincia a defender a la República; ese
hombre es Ramón Collar. Ramón Collar es el hombre cuya familia sigue unida a
pesar de su ausencia; la metáfora es evidente “prosigue tu familia soga a
soga”, obviamente más eufónica y menos simple que “prosigue tu familia eslabón
a eslabón”: ...”Aquí/Ramón Collar, /prosigue tu familia soga a soga, / se
sucede, / en tanto, que visitas, tú, allá a las siete espadas, en Madrid,/ en
el frente de Madrid”. La guerra, al margen de sus motivos y del lado en que se
lucha, rompe con lo cotidiano, despersonaliza, masifica fiera y dolorosamente a
los que son atrapados en ella; sin embargo, en el recuerdo de su familia, Ramón
Collar es devuelto a su ser cotidiano, sólo para ellos sigue siendo el yuntero,
el yerno de su suegro, el marido, el hijo... el querido Ramonete:...”¡ Ramón
Collar, yuntero/ y soldado hasta yerno de su suegro,/marido, hijo limítrofe del
viejo Hijo del Hombre!/ Ramón de pena, tú, Collar valiente,/ paladín de Madrid
y por cojones. ¡Ramonete,/ aquí/ los tuyos piensan mucho en tu peinado”. La
ansiedad es ya parte del hogar de Ramón Collar. Son seres habituados al llanto;
pero sobreponiéndose a su ausencia siguen luchando por la vida, con un tiempo
para sufrir y otro para continuar construyendo esforzadamente esa
cotidianidad, afirmación de la vida, que se yergue paralela a la destrucción y
a la muerte: ...¡Ansiosos, ágiles de llorar, cuando la lágrima!/¡Y cuando los
tambores, andan; hablan/ delante de tu buey, cuando la tierra!”. Pero hay
momentos en que la serenidad de los Collar se quiebra y surge el clamor
unificado:...” ¡Ramón!¡Collar! ¡A ti! ¡Si eres herido, / no seas malo en
sucumbir; refrenáte!”. Ramón Collar es un hombre noble; pero de hombres nobles
está hecha la dantesca llama de la guerra. Es el bueno, en esencia, arrojado a
una circunstancia de violencia. En ella sucumbe temporalmente su bondad, pero
para que pueda vivir siempre. Mientras eso sucede en el frente, en el hogar de
los Collar la desesperanza se va haciendo evidente. Han ido aprendiendo a convivir
con la ausencia; la vida continúa a pesar del amor profesado al ausente:...Aquí
tu cruel capacidad está en cajitas; / aquí, / tu pantalón oscuro, andando el
tiempo,/ sabe ya andar solísimo, acabarse;/ aquí./ Ramón, tu suegro, el
viejo,/ te pierde a cada encuentro con su hija!”. El adormecimiento del dolor
por la ausencia, hace que los Collar se acostumbren poco a poco a su lejanía.
Es una forma de traición, pero humanamente comprensible y sin culpas: “...Te
diré que han comido aquí tu carne,/ sin saberlo./ tu pecho, sin saberlo,/ tu
pie/ pero cavilan todos en tus pasos coronados de polvo!”. Hay tiempo para el
dolor, para la tierra y también para nombrar a Dios, mientras el lugar del
ausente va siendo ocupado lentamente: “...Han rezado a Dios, /aquí;/se han
sentado en tu cama, hablando a voces/entre tu soledad y tus cositas;/no sé
quién ha tomado tu arado, no sé quién/ fue a ti, ni quién, volvió de tu
caballo!”. Al final vuelve a resonar la dramática voz del poeta solidario con
los combatientes hasta el punto de sacralizar el acto sumo de absolver a Ramón
Collar llamándolo “hombre de Dios”: “...Aquí, Ramón Collar, en fin tu amigo. /
¡Salud, hombre de Dios, mata y escribe!”. Vallejo es el poeta del dolor humano,
dolor que se manifiesta como orfandad, tristeza, hambre, muerte y todo este
dolor lo dice con una fuerza expresiva que conmueve y desgarra. La visión de
la muerte de España como semilla de una nueva vida, de la nueva esperanza, se
encuentra repetidamente tanto en los poemas de Vallejo como en lo de otros
poetas que escribieron sobre la misma guerra (Rafael Alberti, Pablo Neruda,
Miguel Hernández, Altolaguirre y otros más) y responde a un sentimiento que
era general en las filas populares.
El testimonio que nos dejó ese gran
combatiente que se llamó Pablo Neruda en su libro “Confieso que he vivido’ es
por demás evidente:...”No ha habido en la historia intelectual una esencia tan
fértil para los poetas como la guerra española. La sangre española ejerció un
magnetismo que hizo temblar la poesía de una gran época”, en su poema “Masa”,
Vallejo nos presenta al combatiente, muerto en la batalla, al que un hombre,
dos, veinte, cien, mil, quinientos mil, requieren amorosamente que resista a la
muerte, que no les abandone, que se quede en la vida:...”Al fin de la
batalla,/y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre/y le dijo: “No
mueras; te amo tanto!”/Pero el cadáver ¡Ay! siguió muriendo...Se le acercaron
dos y repitiéronle: / “¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”/ Pero el
cadáver ¡Ay! siguió muriendo...Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos
mil, clamando: “¡Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!”./Pero el
cadáver ¡Ay! siguió muriendo...Entonces todos los hombres de la tierra/ le
rodearon, les vio el cadáver triste, emocionado; / incorporóse lentamente, /abrazó
al primer hombre; echóse a andar...”
Para Vallejo la vida y la muerte no se
oponen sino que se entrelazan esotéricamente y se integran en una dramática
unidad: el hombre en cada momento de su vida. Finalmente su imprecación, su
súplica transida de dolor y desesperación se manifiesta con toda intensidad en
el poema que da título al libro: “España, aparta de mí este Cáliz”:...’’Niños
del mundo, / Si cae España -dijo, es un decir/. Si cae/del cielo abajo su
antebrazo que hacen,/ en cabestro, dos láminas terrestres;/ niños, ¡qué edad
las de las sienes cóncavas/¡qué temprano en el sol lo que os decía!/qué pronto
en vuestro pecho el ruido anciano”/¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno!/
...¡Niños del mundo, está/ la madre España con su vientre a cuestas; / está
nuestra maestra con sus férulas,/ está madre y maestra,/cruz y madera, porque
os dio la altura, /vértigo y división, y suma, niños;/ está con ella, padres
procesales”/ ...Si cae digo, es un decir si cae/España, de la tierra para
abajo,/niños, ¡Cómo vais a cesar de crecer!/¡Cómo va a castigar el año al mes!/
¡Cómo van a quedarse en diez los dientes,/ en palote el diptongo, la medalla en
llanto!/¡Cómo va el corderillo a continuar/atado por la pata al gran
tintero!/¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto/ hasta la letra en que
nació la pena!”. El proceso de la valoración literaria de César Vallejo ha
merecido el enjuiciamiento por parte de críticos como Mariátegui, Luis Alberto
Sánchez y Antenor Orrego.
Los tres coinciden en afirmar que
Vallejo se despoja de todo ornamento retórico. Pocos artificios se retiran
tanto en la poesía de Vallejo como la construcción paralelística, predominando
en ésta la anáfora. Wolfgang Kayser, en su libro “Interpretación y análisis de
la obra literaria”, a prueba que “la construcción paralela se hace más intensa
cuando se subraya con la anáfora, esto es, la repetición de palabras
dominantes sintácticamente”. Veamos de qué manera emplea Vallejo la construcción
paralelística de tipo anafórico en el poema “Redoble fúnebre a los escombros de
Durango”:...’’Padre polvo que subes de España, (Al)/ Dios te salve, libere y
corone, (B1)/ padre polvo que asciendes del alma. (A2)/ Padre polvo que subes
del fuego, (A3)/ Dios te salve, te calce y dé un trono, (B2)/ padre polvo que
estás en los cielos. (A4)/ Padre polvo, biznieto del humo, (A5)/ Dios te salve
y ascienda a infinito, (B3)/ padre polvo, biznieto del humo. (A6)/ Padre polvo
en que acaban los justos, (A5)/
Dios te salve y devuelva a la tierra, (B4)/ padre polvo en que acaban los
justos. (A8)”...Y así sucesivamente transcurren los diez tercetos endecasílabos
asonantados. En los tercetos rima el primer verso con el tercero, siendo el
segundo libre. El esquema paralelístico de este poema sería el siguiente:
A1 B1 A2
A3 B2 A4
A5 B3 A6
A7 B4 B8
A9 B5 A10
A11 B6 A12
A13 B7 A14
A15 B8 A16
A17 B9 A18
A19 B10 A20
Otra predominancia en la obra de
Vallejo es el estilo enumerativo. En el poema “Himno a los voluntarios de la
República” tenemos un excelente ejemplo de enumeración predominantemente
asindética, es decir, sin conjunciones copulativas. Repárese en la serie
enumerativa: / “qué hacer, donde ponerme; corro, escribo, aplaudo, /lloró,
atisbo, destrozo, apagan, digo/ a mi pecho que acabe,...”! Otro interesante
modelo de estilo enumerativo nos lo da el poema “España, aparta de mí este cáliz”:
“...¡Bajad el aliento, y si/ el antebrazo baja,/ si las férulas suenan, si es
la noche,/ si el cielo cabe en dos limbos terrestres,/ si hay ruido en el
sonido de las puertas, / si tardo, /si no veis a nadie, si os asustan/ los
lápices sin punta, si la madre/ España cae -digo, es un decir-/Salid, niños del
mundo; id a buscarla!...” ¡En el poema “Invierno en la batalla de Teruel”, se
repite este elemento: “… Así responde el hombre, así, a la muerte, / así mira
de frente y escucha de costado,/ así el agua,/ al contrario de la sangre, es
de agua,/así el fuego, al revés de la ceniza, alisa sus rumiantes
ateridos”...”¡Y horrísima es la guerra, solivianta,/ lo pone a uno largo,
ojoso;/da tumba la guerra, da caer,/ da dar un salto extraño de antropoide! ”
Por otro lado, el empleo personalísimo del oximorón, la catacresis y la
antítesis es uno de los artificios retóricos más perturbadores de la poesía de
Vallejo. Un lector habituado a la lectura de la poesía tradicional al tropezar
con un poema de Vallejo se siente desconcertado, ante la constante acumulación
de aparentes contrasentidos.