PRESENTACIÓN

ADIOSES, AUSENCIAS Y RETORNOS


Dinos en pocas palabras y sin dejar el

sendero, lo más que decir se pueda, denso, denso.

MIGUEL DE UNAMUNO.



Todo libro como todo hombre encierra en sí mismo una historia; así, los Resúmenes de obras famosas tienen la suya. Una historia propia que se remonta veinte años atrás y en la cual mi vida se halla inmersa, una historia a la que estoy sujeto por un cordón umbilical del cual no he podido desligarme. Estos resúmenes son fruto de mi pasión por la literatura, una pasión más fuerte y más intensa que cualquiera que haya sentido alguna vez. En el verano de 1982 fui contratado por un prestigioso colegio que buscaba mejorar su servicio académico. Como profesor principal del curso de literatura me encontré con un alumnado que tenía un común denominador: las ansias de aprender y conocer con el menor esfuerzo.

Con el entusiasmo y la impetuosidad propios de la juventud, elabore un programa de lo más variado donde los alumnos pudieran tener acceso a autores peruanos, españoles, latinoamericanos y europeos. Como sucede siempre, y ahora con mayor intensidad, encontré alumnos reacios a la lectura de obras voluminosas de difícil entendimiento, que exigían del lector un esfuerzo inusual, ¿Qué hacer? ¿Cómo prescindir de los hexámetros homéricos, de los tercetos de Dante, de la magia maquiavélica de un Yago o de una lady Macbeth, de los intrincados monólogos interiores de un Faulkner o un Joyce? ¿Y qué de los cuantiosos cursos que nuestros alumnos llevan en la secundaria con sus tediosas, torturantes y estériles tareas? Pero también existía una verdad que aunque dolorosa para mí, era muy cierta: “No solo de literatura vive el hombre común”. Había entonces que encontrar una solución al problema. Un toque divino me trajo la feliz ocurrencia de contar en horas de clase las obras que a mis alumnos no podían leer. El aula se convirtió entonces en una suerte de oyentes ansiosos por escuchar las locuras de José Arcadio Buendía, los sueños mesiánicos de Antonio Conselheiro, la transformación de Gregorio Samsa en insecto, los trasnochados remordimientos de madame Bovary o la afilada prosa de Manual González Prada, convertido yo, apasionado y eufórico narrador, en el mango del estilete. Y qué decir de la emoción y satisfacción que producían los versos de Neruda, Vallejo, Chocano, Buesa, Bécquer, Baudelaire o Espronceda cuando salían de mis labios en mis intentos declamatorios; esa avidez de mis alumnos fue satisfecha con creces. Sin saber cómo ni en qué momento, fui elaborando argumento de las obras narradas que, con el tiempo, fueron convirtiéndose en contenidos más amplios y consistentes hasta llegar a los resúmenes tal como se les conoce hoy. Estos resúmenes, ya agrupados en libros, me enseñaron a vivir la literatura con una entrega total, a la manera flaubertiana: con la literatura todo, sin la literatura nada. Esta experiencia fue para mí contundente y definitiva para aferrarme a mi propia obsesión, la de regir mi vida a través de la literatura. La de vivir literariamente, una vida como la de aquellos escritores que han llenado mis desvelos y vigilias con sus obras, en suma, decidirme definitivamente a ser como ellos.

Mis amigos desde niño, fueron los libros; el amor de mi vida han sido y seguirán siendo ellos. Nada ni nadie (sólo Dios en mis desvaríos) pueden reemplazarlos. Los amores humanos son fugaces cometas que atraviesan el cielo; la literatura, como yo la vivo y entiendo, es eterna, ella me ha permitido entender y amar a tantos hombres de letras; algunos ya no están, pero no han dejado de estar: Luis Alberto Sánchez, Augusto Tamayo Vargas, Julio Ramón Ribeyro, Guillermo Ugarte Chamorro, César Calvo, Mario Florián, Moreno Jimeno o Gustavo Valcárcel ; otros permanecen todavía iluminando el parnaso cultural de nuestra patria con su voz y presencia infinita: Washington Delgado, Jorge Bacacorzo, Leopoldo Chiappo, Leopoldo Chariarse, Arturo Corcuera, Estuardo Núñez, Vicente Azar, Jorge Puccinelli, Paco Bendezú, Alejandro Romualdo, Alfredo Bryce, Cronwell Jara, Marcos Yauri Montero, Ricardo González Vigil, César Ángeles Caballero, Winston Orrillo, Jesús Cabel O Alberto Valcárcel. Tantos quedan sin nombrar, pero su voz de aliento y estimulo permanecen en mi corazón para que siga adelante en esta difícil y agotadora labor de hacer llegar la obras de tantos hombres inmortales a través de estos resúmenes hechos con tanta dedicación y amor. Las voces de intelectuales extranjeros, conocedores de este trabajo, se sumaron también con su apoyo incondicional: Eliécer Cárdenas y Carlos Calderón Chico, desde Ecuador; Gladys Rossel desde Costa Rica; Manuel Ruano desde Argentina o José Manuel Solá desde Puerto Rico, que con sus opiniones, juicios y críticas han enriquecido estos resúmenes de obras famosas. En el camino de elaboración de los catorce volúmenes que constituyen esta colección me he topado con muchas dificultades; entre ellas, el tener que leer diferentes traducciones de una sola obra para poder trabajar la síntesis con la mayor exactitud posible.

La juventud con que comencé a elaborar estos resúmenes ha quedado atrás, sepultada con sus alegrías efímeras y sus profundas desilusiones (funesta edad de amargas decepciones), pero la emoción y el espíritu juvenil de esos años me han enriquecido con la edad. Los consejos de Sánchez, Tamayo, Florián, Washington Delgado y Reynaldo Naranjo no fueron vanos; ellos me inculcaron la tenacidad para perseverar en la literatura, a pesar del desaliento que nos invade día a día en un mundo de atroz ignorancia, más inhumano, agitado y frívolo como el que nos toca vivir.

Incluyo en esta edición los numerosos juicios que los Resúmenes de obras famosas han merecido durante estos veinte años. Si bien la amistad puede teñir las opiniones favorablemente, lo cual resulta comprensible, debo confesar que todos ellos fueron emitidos antes que surgiera la amistad con los autores de estos comentarios. Hago esta salvedad porque a veces las maledicencias disfrazadas de negro azogue o vulgo bilis se truecan en otras pasiones aún más bajas y urticantes; aguijón y cilicio guiados por la envidia que busca herir injusta y gratuitamente.

No puedo concluir este prólogo sin contar lo anecdótico. Tres anécdotas siempre tengo presentes; la primera es que siendo profesor de una academia preuniversitaria en Chosica, tuve entre mis alumnos al hijo del poeta Víctor Mazzi, buena razón para que cada fin de semana recalara en la casa del poeta para enfrascarnos en amenas charlas literarias, sobre todo de poesía; cómo se le encendían los ojos cuando le citaba lis versos de “Canto Coral” de Romualdo. Todavía guardo la antología de poesía revolucionaria que me obsequio con una sobria dedicatoria. Prometió hacerme un comentario a los Resúmenes de Obras Famosas, lo cual cumplió después de muchísimos años. La segunda está relacionada con Luis Alberto Sánchez, quien me indicó que no valía la pena incluir a Narciso Aréstegui en estas antologías; cuando le manifesté que haciendo un balance sobre el juicio que él me había hecho sobre el escritor cusqueño en su literatura peruana, Aréstegui salía ganando con creces, me contesto muy serio y cambiando de tema: “Así…pues, entonces inclúyalo”; también Luis Alberto tuvo un gesto conmigo que me gratifico muchísimo. Dedico su espacio diario de Radioprogramas del Perú para hablar elogiosamente de los resúmenes de obras famosas.” He llegado a más de un millón de personas”, me dijo. El tercero de ellos y quizá el más curioso tuvo como protagonista a Julio Ramón Ribeyro, quien, a manera de ameno reproche, me dijo que por qué había incluido “La botella de chicha” si era un cuento malísimo. Le di a entender que a mí me gustaba y que consideraba que aquella era una buena razón para figurar en la selección que había hecho, pero que estaba dispuesto a eliminarlo si él hacía lo mismo desterrándolo para siempre de su obra. Ribeyro quedo desconcertado. Una risotada de César Calvo alivio en algo la tensión. Ya a solas con César, le dije que después de lo sucedido no creía que Julio Ramón emitiera juicio alguno sobre los Resúmenes de obras famosas. Calvo, con el rostro serio y el ceño fruncido, me miró fijamente y me lanzo una de sus típicas ocurrencias: “No te preocupes, flaco, si Ribeyro firma hasta lo que escribe”. A los pocos días me llamo el hermano de Julio Ramón diciéndome que éste quería verme. Ya en su departamento barranquino, mirando las tranquilas aguas del Pacifico, me leyó esas pocas líneas imborrables para mí que en este libro he transcrito fielmente. Lo que más me emocionó es que me llamara poeta. ¡Qué laudable generosidad! El lama había descendido desde su Himalaya.

Guillermo Delgado.
Mayo 13 de 2003.

sábado, 2 de febrero de 2013

VOLUMEN III


1era Edición


2da Edición


3era Edición


4ta Edición





ÍNDICE

·         LA AGONIA DE RASU ÑITI (José María Arguedas)
·         APOLOGÉTICO EN FAVOR DE DON LUIS DE GÓNGORA (Espinoza Medrano)
·         TRADICIONES PERUANAS (Ricardo Palma)
·         AL PIE DEL ACANTILADO (Julio Ramón Ribeyro)
·       LA BOTELLA DE CHICHA (Julio Ramón Ribeyro)
·       ÑA CATITA (Manuel Ascencio Segura)
·       HEBARISTO EL SAUCE QUE MURIÓ DE AMOR (Abraham Valdelomar)
·         ESPAÑA, APARTA DE MI ESTE CÁLIZ (César Vallejo)




LA AGONIA DE RASU ÑITI

La agonía de Rasu Ñiti”, publicado en 1962, constituye uno de los logros narrativos más celebrados de José María Arguedas. La origina­lidad y grandeza de Arguedas radica en haber convertido sus obras en la revelación de un mundo que hasta entonces había permanecido ignorado o mitificado en las letras peruanas. Arguedas se asume como intérprete de este mundo, y es a partir de esta afirmación, que lanza una propuesta de carácter cultural con implicancias económicas, sociales, políticas y religiosas. Su propuesta constituye un modelo alternativo al de la cultura occidental; está fun­dada en valores extraídos de la cosmovisión del mundo andino, la comunión con la naturaleza, el amor al trabajo, la solidaridad y la justicia. Este descubrimiento-propuesta se va dando en progresivos niveles de ampliación de la realidad abordada. A fin de sistematizar esta apreciación mencionaré tres niveles: local, nacional e inter­nacional. En el nivel local la dicotomía se ex­presa en la lucha que sostienen indios y blancos. Es el momento de “Agua” (1935), donde las contradicciones surgen de una localidad serra­na, al margen de la vida nacional. El nivel na­cional se refleja en “Yawar Fiesta” (1941), don­de la realidad que interpreta Arguedas es la de la sociedad peruana en su conjunto; la dualidad en pugna en este nivel es la tierra y la costa. El tercer nivel se refleja al llegar a “Todas las sangres” (1965) o “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, donde Arguedas se aventura a la interpretación de una macro realidad: el sistema de relaciones vigente entre países dependientes (como el nuestro) y el poder imperialista. En esta sucesiva ampliación de universos, Argue­das no borra los conflictos internos de cada nivel al subsumir una realidad en otra, por el contrario, los enfatiza, los distiende al máximo, dándole así mayor vigor a su propuesta.

“La Agonía de Rasu Ñiti” es una escena de ballet, con la danza del bailarín de la altura (Dansak: bailarín); “Rasu Ñiti, que aplasta la nieve), con el cuadro mágico de los concurrentes a este baile final, donde el oficiante, el dansak “Rasu Ñiti”, está envuelto en las ricas vestimentas que lo particularizan: El tapabala adornado con hi­los de oro; la montera, sobre cuyas inmensas faldas, entre cintas labradas, brillan espejos en forma de estrellas; sombrero, del cual caía una rama de cintas de varios colores; pantalones de terciopelo y zapatillas. La música que acom­paña al dansak “Rasu Ñiti” se siente en variadas tonalidades, y es interpretada por “Lurucha”, el arpista, y por don Pascual, el violinista. “Rasu Ñiti” estaba tendido en el suelo de su habita­ción, sobre una cama de pellejos. Por la única ventana, cerca del mojinete, entraba la luz del sol que daba sobre un cuero de vaca que colgaba de uno de los maderos del techo y, la sombra producida, caía a un lado de la cama del baila­rín.

A pesar de lo oscuro del ambiente, era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana, y aun los cuyes cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. Cuando sintió que era ya el momen­to, se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras. La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, corrieron a la puerta de la habitación cuando oyeron las tijeras que sona­ban más vivamente. Encontraron a “Rasu Ñiti” que se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos. El bailarín pidió a su mujer que llama­ran al “Larucha” y a don Pascual, porque ya el corazón le avisaba que había llegado el momen­to en que él tema que recibir al Wamani (Dios montaña que se presenta en figura de cóndor). “Rasu Ñiti” sentía que el Wamani le estaba hablando directamente al pecho; pero su mujer no podía oírlo. La mujer se inclinó ante el dan­sak y le abrazó los pies. Estaba ya vestido con todas sus insignias, un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja de los pantalones arenan bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Huancayre, el gran dansak “Rasu Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

Cuando el bailarín interrogó a su mujer sobre si veía al Wamani sobre su cabeza, ésta le contestó que sí, que era de color gris y que la mancha blanca de su espalda estaba ardiendo. El tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín se oía ya muy cerca. Cuando las hijas del danzarín, que habían ido a llamar al “Lurucha” y a don Pas­cual, regresaron, Pedro Huancayre, el gran dan­sak “Rasu Ñiti”, ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resalta­ba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrar­lo; su rostro cetrino casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos. “Rasu Ñiti” empezó a tocar las tijeras. Cuando llegó Lurucha, el arpista del dansak, tocando, ya la fina luz del acero era profunda; le seguía don Pascual, el violinista. El Lurucha, que comandaba siempre el dúo, hacía estallar con su uña de acero las cuerdas de alam­bre y las de tripa. Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok Sayku”, el discípulo de “Rasu Ñiti”. También se había vestido; pero no tocaba las tijeras. “Rasu Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente. Cuando “Rasu Ñiti” sintió que ya el final se acercaba, pidió al arpista que tocara. “Lurucha” tocó el “Jaykuy” (entrada) y cambió enseguida al “Sisi Nina” (fuego hormiga), otro paso de la danza. “Rasu Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. Al­gunas personas del caserío entraron a la habita­ción mientras los músicos y “Atok Sayku”, el discípulo de “Rasu Ñiti”, se cuadraban contra el rayo de sol. “Rasu Ñiti” ocupó el suelo donde la franja del sol era más baja; le quemaban las piernas, bailó sin hervor, casi tranquilo, el “Jay kuy”; en el “Sisi Nina” sus pies se avivaron. A los pocos minutos el bailarín sintió que el Wamani aleteaba fuertemente, y pensó enton­ces... “¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! Danzó con más brío, hasta que sintió que se le paralizaba una pierna.

El arpista cambió la dan­za al tono del “Waqtay” (La lucha). “Rasu Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes, como perdién­dose en el vacío, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo. “El dios está creciendo”, -dijo “Rasu Ñiti”. Le falta­ba ya saliva. Su lengua se movía como re­volcándose en polvo. A los pocos minutos cayó sentado, sin dejar de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado. “Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el “Yawar Mayu” (río de sangre), paso final que existe en todas las danzas de los indios.

El poco público allí presente permaneció quieto. No se oían rui­dos en el corral ni en los campos más lejanos. “Rasu Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso; pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse. Cayó sin control, hasta tocar la tierra, quedó echado de espaldas. “¡El Wamani aletea sobre su frente”! - dijo “Atok'Sayku”. “Lurucha” avivó el ritmo del “Yawar Mayu”. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas, las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente. A la hija menor le vino un ansia de cantar algo, cuando vio que los dedos de su padre, que aún tocaban las tijeras, iban agotándose. Cuando “Atok'Sayku” exclamó que el Wamani estaba ya sobre el corazón de “Rasu Ñiti”, éste dejó caer las tijeras, pero si­guió moviendo la cabeza y los ojos. Entonces el arpista cambió de ritmo y tocó el “illapa vivon” (el borde del rayo). El violín no lo pudo seguir y don Pascual hubo de adoptar la misma actitud rígida del pequeño público allí presente, con el arco y el violín colgándole de las manos. “Rasu Ñiti” cerró los ojos, su cuerpo, alumbrado por los espejos de la montera, se veía inmenso. “Atok'Sayku” saltó junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando, tocando las tijeras que brillaban. “Lurucha” tocó el! lucero Kanchi” (alumbrar a la estrella). “-¡El Wamani aquí! !En mi cabeza! !En mi pecho! !Aleteando!. “Luru­cha” inventó los ritmos más intrincados y so­lemnes. “Atok'Sayku los seguía, se elevaba, sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera ¡todo en su sitio! Nadie volaba como ese dansak recién nacido. “-¡está bien!, -dijo Lurucha” -Wamani contento, ahí está en tu ca­beza, el blanco de su espalda como el sol del mediodía en el nevado, brillando”. Cuando al­guien dijo que al oscurecer enterrarían el cadá­ver de Pedro Huancayre, su hija menor excla­mó: “-No muerto. ¡Ajajayllas no muerto! !El mismo! !Bailando!”. “Lurucha” miró profunda­mente a la muchacha. Se le acercó, casi tamba­leándose, como si hubiera tomado gran canti­dad de cañazo y le dijo: “-¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! !Dan­sak no muere! -Por Dansak el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani”.



 APOLOGÉTICO EN FAVOR DE DON LUIS DE GÓNGORA

Esta obra apareció en Lima con el título de “Apologético/ en favor de D. Luis de Góngora, / Príncipe de los poetas Lyricos de España, contra Manuel/ de Faría y Souza, cavallero Por­tugués, Que dedica/ al Excmo. S. Don Luis Méndez/ de Haro, Duque Conde de Olivares. / Su Autor. / El Dr. Juan de Espinosa Medrano/ Colegial Real en el insigne Seminario de San Antonio el Magno, / Cathedrático de Arte y Sagrada Theología en él, Cura Rector/ de la Santa Iglesia Cathedral de la ciudad del Cusco/ cabeza de los Reynos del Perú en el Nuevo mundo. Año/1662”. Su autor, el Doctor Juan de Espinosa Medrano, nació en Calcauso, provin­cia de Antabamba, departamento de Apurímac el 24 de Junio de 1629 (fecha más probable de su nacimiento).

Si bien el padre Juan de Ayllón, es considerado el introductor del Culteranismo en el Perú, fue Espinosa Medrano quien sobre­sale como máximo exponente de esta escuela. La primera y segunda edición del “Apologéti­co” se imprimió en Lima en 1662 y 1694, res­pectivamente, ambas en la imprenta de Quevedo y Zárate; las dos últimas, la de 1925 y 1938 en París, bajo la dirección del escritor y di­plomático peruano Ventura García Calderón quien, junto a Agustín Cortez de la Cruz, Clorinda Matto de Turner, Luis Alberto Sánchez y Luis Jaime Cisneros, han dedicado mucho tiem­po al estudio de la vida y de la obra del “Lunare­jo”; mote debido a un gran lunar que tema en la mejilla izquierda. En “El Apologético”, con brillantez y profundo conocimiento de la literatura universal, Espinoza Medrano analiza y refuta las objeciones del portugués Manuel de Faría y Souza contra el estilo literario de don Luis de Góngora, empleado especialmente en sus discu­tidas obras “Las soledades” y “Fábula de Polifemo y Gal atea”. Y es que Espinoza al defender el estilo literario de Góngora, estaba defendien­do el suyo propio, esa manera de expresión innata que tenía, vigorosa y elegante, a diferen­cia de lo común y trillado por entonces impe­rante. El libro se inicia con una invocación don­de Espinosa manifiesta que él no pide al lector que favorezca su “Apologético”, porque él es consciente de que no habrá hombre docto a quien don Luis de Góngora no le merezca res­peto y admiración. Así mismo, considera que quizá sea tardía la defensa que hace del poeta cordobés, pero habría que comprender por otro lado, que cuando Manuel de Faría pronunció su censura, Góngora ya había muerto y él aún no había nacido.

Da comienzo a su defensa, mani­festando que siempre el genio y la grandeza de un hombre provoca envidias e ignorancias y, que aquél que habla mal de Góngora, lo hace por envidia o porque no lo entiende...: “De don Luis de Góngora, nadie dijo mal, sino o quien le envidia, o no le entiende: Si este último es culpa, pendencia tienen que reñir con el sol muchos ciegos” (sic). Prosigue “El Apologéti­co” replicando las objeciones de Faría sobre el empleo de latinismos en el castellano y de los hipérbaton que dice son excesivos en las obras de Góngora, que pasan de 600, cuando los gran­des poetas como Dante, Petrarca o Tasso, ape­nas alcanzaron hasta doce. Según Espinoza, aquí Faría peca de ignorancia al confundir el significado de hipérbaton y de desconocer los diferentes tipos de esta figura. Prosigue dicien­do que el error capital de Faría es afirmar que los hipérbatones en los libros de los poetas Lati­nos sólo llegan a doce, cuando esto es absolutamente falso, puesto que no existe poeta latino, que acierte a hablar medio verso sin ellas y que en lo que dicen o escriben afloran por millares. En cuanto al empleo de las metáforas, Espinosa dice que si esta figura fue muy usada en los estrados de la oratoria, en la verbosidad de los históricos, la enseñanza de los padres y la gra­vedad de los concilios, por qué no habría de usarla Góngora, sobre todo con la valentía con que supo aplicarla a la poesía castellana. Cuan­do Faría manifiesta que Góngora cayó en el error de usar en nuestro idioma lo que es propio del latino, Espinosa lo refuta, poniendo como ejemplo, el hecho que sobre Polifemo escribie­ron Homero en su “Odisea”, Virgilio en su “Eneida” y Ovidio en su “Metamorfosis”. Y respecto a la censura que hace Faría a Góngora manifiesta: “Atrevimiento fue conquistar Góngora frases nuevas, períodos exquisitos, metáforas peregrinas, PERO FUE INSIGNE ATREVIMIENTO, que no hubiera ignorado el mundo hazañas grandes, a no haber usado gi­gantes osadías”, (sic).

En otra parte de su libro, Faría censura a Góngora el hecho de que algu­nas de sus obras hayan quedado inconclusas, y dice “Sino díganme sus devotos, por qué no aca­bó las SOLEDADES, PANEGIRICO y dos COMEDIAS, que tuvieron principio pero no tuvieron fin, ni aún medio: y el Polifemo aca­bado tiene poquísima traza...” Espinosa refuta diciendo que el hecho de que Góngora no hu­biese dado fin a “Las Soledades”, “Panegírico” y algunas comedias, no significa falta de capa­cidad en aquel espíritu sino poca ambición de dar a la prensa sus escritos. Manifiesta que Vir­gilio no acabó su “Eneida”, ni Lucano dio fin a su “Farsalia”, ni Claudiano concluyó su “Rapto de Proserpina”, ni Ronsario su “Franciada”, ni muchos otros clarísimos varones lograron po­ner fin a sus grandes obras, y que no por eso perderán la corona, que sus gloriosas fatigas les ganaron. Dice el “Lunarejo” que “no es el libro grande mejor por sus muchas hojas sino por lo que enseñan”, y que “el árbol ha de apreciarse más por sus frutos y no por sus muchas ramas y hojas”, y que “eso les quedó a los libros de Góngora: su linaje de árboles”. Dice Espinosa, que para la crítica de Faría de Souza no quedó Poeta, Comentador, ni varón insigne, por favo­recido que fuese de las Musas y la Fama, que no lastimase su pluma. Faría llegó a equiparar las “Lusiadas” de Luis Vaz de Camoens con el Evangelio de San Juan, a lo cual el “Lunarejo” manifiesta...” Ni entiende, ni conoce las escritu­ras quien con profanas poesías las parea”, (sic), calificando a tal parangón como “ignorancia atrevida”.

Prosigue diciendo...” En fin, en todas las materias yerra nuestro Faría harto más que Góngora en sus hipérbatones. Pudiéramos com­pilar un libro entero de sus desaciertos, pero bástenos conocerlo por gramático puro, mal filósofo, peor teólogo y pésimo escriturista”. (sic)...” pero a los hombres del tamaño de don Luis no se ha de calumniar si hay seso, sino cambiar las censuras en respeto. “Esa es la dis­tancia de los hombres grandes a los otros, por­que de los que escriben con pocos aciertos, se entiende que por yerro acertaron algo, y de los que con muchos aciertos escriben, se entienden, o que nos hace entender, que se descuidaron, para enseñamos que de menudencias no cuidan espíritus sublimes”. “Así, pues, a quien mucho acertó no se le ha de ajar la veneración por tropiezos leves, porque a la humanidad no es posible la perfección y el yerro en ellos es me­nos de admirar que el acierto, y así la buena dicha consiste sólo en errar menos... uno que otro...” (sic). Más adelante dice Faría:... “y pero sus secuaces, jamás serán razonables, ni sus orejas juiciosas y científicas; y el ingenio no coloca a nadie en el asiento de la verdadera gloria, yo venero a don Luis: y digo en lo que escribo antes de aquel capricho, es excelentísi­mo y casi invencible en muchas cosas, a lo menos en las burlas: y esto es, porque ésas no constan de ciencia, sino de ingenio, y genio para ellas. Y si yo fuera enemigo de quien lo alaba por lo otro, no le deseara mayor mal, que haberle descubierto el juicio...” “Espinosa responde a través de su “Apologético” que imitar lo grande siempre fue tan difícil como deseado. Muchos acometieron la empresa de imitación a Góngo­ra, pero sólo lograron viciar sus versos al tratar de alcanzar tal honor; esto motivó a Faría para que dijese “inficionaron peor que Góngora sus secuaces a España”. Espinosa confiesa que el ingenio de Góngora tan soberanamente abstraí­do del vulgo, fue inimitable, o se dejó remedar poco, y con dificultad. Que ese don tiene lo único, eso tiene de estimable el Sol, que no admite émulo ni competencia. Termina dicien­do el “Lunarejo” que a quien le parezca fácil imitar a Góngora, la presunción sólo le durará hasta la experiencia; y que el frustrado imitador estimará la hermosura de sus versos a costa de su propia flaqueza y desengaño; que así decía Plinio el menor, que entonces reconocía la su­blimidad de los versos de Antonio, cuando él intentaba emularlos. Dice además el “Lunare­jo”, que la mayor gloria de don Luis ha sido el escribir versos que todos anhelaban por imitar; y nadie o pocos logran conseguir.

Concluye el “Apologético” diciendo:... “Viva pues el culto y floridísimo Góngora, viva a pesar de las envi­dias. Viva esta rara Ave, cuya pluma en altísi­mos vuelos remontada, no nos deja columbrar si es Cisne de la Armonía de las Musas, o si es Águila de todas las luces de Apolo, o es Fénix de todos los aromas de la erudición... Salve tú, Divino Poeta, Espíritu bizarro, Cisne dulcísimo. Coronen el sagrado mármol de tus cenizas los más hermosos lirios del Helicón. Descansen tus gloriosas Manes de serenísimos claridades, sirvan a tus huesos de túmulo ambas cumbres del Parnaso, de Antorchas todo el esplendor de los Astros, de lágrimas todas las ondas del Aganipe, de epitafio la Fama, de teatro el Orbe, de triunfo la Muerte, de reposo la Eternidad”. Así termina el “Apologético”, obra cumbre de la literatura hispanoamericana del Siglo XVII y uno de los mayores exponentes de la prosa cas­tellana, de todos los tiempos, a la que García Calderón considera “La más tersa y acicalada prosa del coloniaje peruano” y Luis Alberto Sánchez: “Un alegato literario-filosófico de la más culta erudición castellana”. A pesar de muchas oposiciones, Espinosa Medrano ocupó la silla Canongial como Canónigo Magistral el 24 de Diciembre de 1683. En 1687 se produce la vacancia del Arcedianato de la Catedral cuzqueña por promoción del mismo canónigo Juan Bravo Dávila del Arzobispado de Tucumán. Debía reemplazarlo el Doctor Espinosa Medrano, pero su salud empezó a mermar tan rápida­mente que ya no pudo ejercer el cargo por haber llegado tarde su nombramiento, sólo faltando pocos días para su muerte acaecida el 13 de Noviembre de 1688.



TRADICIONES PERUANAS

De la vasta producción del gran Tradicionista peruano Ricardo Palma, sobresalen sin lu­gar a dudas sus “Tradiciones peruanas” y dentro de éstas, “Don Dimas de la tijereta”, “El alacrán de Fray Gómez” e “Historia de un cañoncito”, merecen figurar entre las más ingeniosas del escritor limeño.
“Don Dimas de la Tijereta”.- Por los primeros años del siglo XVIII existía, en pleno Portal de Escribanos, un escribano llamado don Dimas de la Tijereta, famoso por sus embustes y Trocatin­tas. Todos los gremios tienen por patrono a un santo que ejerció sobre la tierra el mismo oficio o profesión; pero ni en el martirologio romano existe santo que hubiera sido escribano, de ahí, que los pobrecitos no tengan en el cielo camara­da que por ellos intercedan. La cosa es que don Dimas, a la vejez, se vino a enamorar hasta la coronilla de una muchacha de veinte años lla­mada Visitación. La moza era un pimpollo a carta cabal, que poseía una cintura pulida, la­bios colorados como guindas, dientes como almendrucos y ojos como dos luceros. Don Dimas era un amarrete de primera y tan pegado al oro de su arca como un ministro a la poltrona, pero no pensaba escatimar gastos por alcanzar el amor de la muchacha; le enviaba una arracada de diamantes con perlas como garbanzos, trajes de rico terciopelo de Flandes, que por aquel entonces costaban un ojo de la cara. Pero mientras más derrochaba Tijereta, más distante veía la hora en que Visitación hiciese con él una obra de caridad, y ésta resistencia le traía de cabeza, Visitación vivía en compañía de una vieja tía, a quien años más tarde encorozó la Santa Inquisición por rufiana y encubridora, haciéndola pasear por las calles en bestia de albarda, con chilladores delante y zurradores detrás. 
No tardó en darse cuenta la tía de las cualidades físicas de su sobrina, y desde ese día si la tía fue el anzuelo, la sobrina se convirtió en el cebo para pescar maravedíes a más de dos y más de tres acaudalados hidalgos. El escribano llegaba todas las noches a casa de Visitación, y después de saludarla le declaraba su amor. Ella le oía cortándose las uñas, recordando a algún boquirrubio que le echó flores y piropos al salir de la misa de la parroquia o canturreando para sí: “No pierdas en mí balas, / carabinero, / por­que yo soy paloma/ de mucho vuelo. Si quieres que te quiera/ me has de dar antes/ aretes y sortijas/ blondas y guantes”. Y así pasaron hasta seis meses aceptando Visitación los regalos pero sin dar a don Dimas adelanto alguno. Has­ta que una noche en que don Dimas se puso bravo con Visitación, ésta lo mandó rodar diciéndole que ya estaba cansada de tener ante los ojos la estampa de la herejía. Entristecido por su desventura, acabó don Dimas andando y perdi­do en sus cavilaciones hasta llegar al pie del cerrito de las Ramas. Decepcionado, don Dimas pronunció estas palabras: ...” ¡Venga un diablo cualquiera y llévese mi almilla a cambio del amor de esa caprichosa criatura!”. Satanás, que desde los antros más profundos había escucha­do las palabras del plumario, tocó la campani­lla, y al reclamo se presentó el diablo Lilit. Satanás había dado instrucciones a Lilit, uno de sus más fieles allegados, que vaya al cerro de las Ramas y que extendiera un contrato con don Dimas que abrigaba tanto desprecio por su alma; y que le consiguiera lo que pidiera, a cambio de su alma. Lilit al regresar al infierno, le entregó a Satanás un pergamino que decía lo siguiente: “Conste que yo don Dimas de la Tije­reta, cedo mi almilla al rey de los abismos en cambio del amor y posesión de una mujer. Item, me obligó a satisfacer la deuda de la fecha en tres años”. Y aquí seguían las firmas de las altas partes contratantes y el sello del demonio. Al entrar el escribano en su tugurio, grande fue su asombro cuando fue a abrirle la puerta nada menos que Visitación, la desdeñosa y remilgada moza, que ebria de amor, se arrojó en los brazos de Tijereta. Lilit había encendido en el corazón de la pobre muchacha el fuego de Lais, y en sus sentidos la desvergonzada lubricidad de Mesalina. Como no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague, pasaron, día por día, tres años como tres berenjenas, y llegó el día en que Tijereta tuviese que hacer honor a su forma. Sin darse cuenta ni cómo ni porqué, don Dimas se encontró transportado en el mismo sitio y hora en que se extendió el contrato. Al encararse con Lilit, el escribano empezó a desnudarse con toda flema; pero el diablo le dijo que eso no era necesario, pues, la ropa no aumentaría mucho su peso, y que a fin de cuentas, el poseía la fuerza necesaria para llevárselo vestido y calza­do. Tijereta replicó que si no se desnudaba no comprendía cómo podría saldar su deuda. El escribano ante la incertidumbre de Lilit siguió en la operación hasta sacarse la almilla o jubón interior, y pasándola a Lilit, le dijo: “...Deuda pagada y venga mi documento”.
Lilit se echó a reír con todas las ganas de que es capaz de reírse un diablo alegre y truhán. Don Dimas se apresu­ró a decirle que la prenda que le había dado se llamaba almilla, y que eso es lo que él le había vendido y a lo que estaba obligado a entregar. Le dijo al diablo que repasara bien el contrato y que se diera por bien pagado, ya que, al fin y al cabo, esa almilla le había costado una onza, como un ojo de buey, en la tienda de Pacheco. Lilit, desconcertado, se lo echó al hombro y lo llevó donde su amo para que se solucione el mal entendido. Afortunadamente para Tijereta, no se había introducido por entonces en el infierno el uso del papel sellado, y en breve rato vio fallada su causa. Con sólo la autoridad del “Diccionario de la lengua”, probó el tunante su buen derecho; y los jueces que fueron probable­mente literatos y académicos, ordenaron que sin pérdida de tiempo se le diese soltura, y que Lilit lo guiase por los vericuetos infernales hasta dejarlo sano y salvo en la puerta de su casa. Cumplióse la sentencia al pie de la letra, pero destruido el diabólico hechizo, se encontró don Dimas con que Visitación lo había abandonado, corriendo a encerrarse en un beaterío, siguiendo la añeja máxima de dar a Dios el hueso después de haber regalado la carne al demonio. Satanás, por no perderlo todo, se quedó con la almilla; y es fama que desde entonces los escribanos no usan almilla.

“El alacrán de Fray Gómez”.- Fray Gómez hizo en la tierra milagros o mantas, sin darse cuenta de ellos y como quien no quiere la cosa. Sucedió que un día iba el lego por el puente, cuando un caballo desbocado arrojó sobre las losas al jinete. El infeliz quedó patitieso, con la cabeza hecha una criba y arrojando sangre por la boca y narices. Todo se convirtió en bullicio y alharaca. “-¡Se descalabró! ¡Que vayan a San Lázaro por el Santo óleo!” – gritaba - la gente. Fray Gómez acercóse pausadamente al que ya­cía en tierra, púsole sobre la boca el cordón de su hábito, echóle tres bendiciones, y sin más médico ni más botica el descalabrado se levantó tan fresco, como si golpe no hubiera recibido. “- ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Viva Fray Gómez!” exclamaron los espectadores. Y en su entusiasmo intentaron llevar en triunfo al lego. Este, para sustraerse a la popular ovación, echó a correr camino de su convento y se encerró en su celda. Aquel día estaba Fray Gómez en vena de hacer milagros, pues, cuando salió de su celda se en­caminó a la enfermería donde encontró a San Francisco Solano acostado sobre una tarima, víctima de una furiosa jaqueca. Lo auscultó él lego y le recomendó que tomara algún alimento, pues, lo encontraba muy débil. El santo se negó, pues, decía que no tenía apetito; la insistencia de Fray Gómez fue tal, que el enfermo para librarse de las exigencias que picaban ya en la majadería, ideó pedirle lo que hasta para el Virrey habría sido imposible de conseguir, por no ser la estación propicia para satisfacer el antojo. “Pues mire, hermanito, sólo comería con gusto un par de pejerreyes”, dijo el santo risueñamente. Fray Gómez metió la mano dere­cha dentro de la manga izquierda, y sacó un par de pejerreyes tan fresquitos que parecían acaba­dos de salir del mar. Y así, con los benditos pejerreyes, San Francisco quedó curado. Fray Gómez, que había nacido en Extremadura (España) en 1560, estaba una mañana en su celda, entregado a la meditación, cuando se le presen­tó un individuo algo desharrapado. Era un co­merciante cuyo negocio andaba de capa caída, y necesitando dinero para recuperarse y no te­niendo a quien recurrir, había optado por acudir a ver al fraile. Cuando Fray Gómez le manifestó que por qué había pensado que él podría tener la cuantiosa suma que necesitaba, el comerciante le respondió que tenía fe en que él no lo dejaría partir desconsolado.” La fe lo salvará, hermano. Espere un momento”, le contestó Fray Gómez.

Y paseando los ojos por las desnudas paredes de la celda, vio un alacrán que caminaba tranquila­mente sobre el marco de la ventana. Con una página que arrancó de un libro viejo, el fraile cogió con delicadeza al animalito y lo envolvió; dándoselo al comerciante le dijo: “Empeñe esta alhaja y no olvide devolvérmela dentro de seis meses”. El hombre se deshizo en agradecimien­tos y se encaminó a la tienda donde empeñó un bello prendedor figurando un alacrán, por qui­nientos duros. Con ese capital su comercio prosperó tan bien, que a la terminación del pla­zo de seis meses, pudo desempeñar la joya, que envuelta en el mismo papel en que la recibiera, se la devolvió a Fray Gómez. Este tomó el alacrán, lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó una bendición y dijo: “Animalito de Dios, sigue tu camino”. Y el alacrán echó a andar libremente por las paredes de la celda.

“Historia de un cañoncito”.- Según Palma no ha habido peruano que conociera bien su tierra y a los hombres de su tierra como don Ramón Castilla. Para él la empleomanía era la tentación irresistible y el móvil de todas las acciones de los hijos de la patria. Estaba don Ramón en su primera época de gobierno, y era el día de su cumpleaños (31 de agosto de 1849). Corpora­ciones y particulares acudieron al gran salón de Palacio a felicitar al supremo mandatario. Se acercó un joven a su excelencia y le obsequió, en prenda de afecto, un dije para el reloj. Era un microscópico cañoncito de oro montado sobre una cureñita de filigrana de plata: Un trabajo primoroso; en fin, una obra de hadas. El presi­dente agradeció, cortando las frases de la mane­ra peculiar muy propia de él. Pidió a uno de sus edecanes que pusiera el dije sobre la consola de su gabinete.
Don Ramón se negaba a tomar el dije en sus manos porque afirmaba que el cañoncito estaba cargado y no era conveniente jugar con armas peligrosas. Los días transcu­rrieron y el cañoncito permanecía sobre la con­sola, siendo objeto de conversación y de curio­sidad para los amigos del presidente, quien no se cansaba de repetir: “-¡Eh! Caballeros... ha­cerse a un lado..., no hay que tocarlo..., el cañoncito apunta,..., no sé si la puntería es alta o baja..., no hay que arriesgarse..., retírense..., no respondo de averías...”. Y tales eran las adver­tencias de don Ramón, que los palaciegos llega­ron a persuadirse de que el cañoncito sería algo más peligroso que una bomba o un torpedo. Al cabo de un mes el cañoncito desapareció de la consola, para ocupar sitio entre los dijes que adornaban la cadena del reloj de su excelencia. Por la noche dijo el presidente a sus tertulios: ¡Eh! Señores... ya hizo fuego el cañoncito..., puntería baja... poca pólvora..., proyectil dimi­nuto... ya no hay peligro... examínenlo”. Lo que había sucedido es que el artífice del regalo aspi­raba a una modesta plaza de inspector en el resguardo de la aduana del Callao, y que don Ramón acababa de acordarle el empleo. La tra­dición finaliza con una moraleja en la que Pal­ma manifiesta que los regalos que los chicos hacen a los grandes son, casi siempre, como el cañoncito de don Ramón. Traen entripado y puntería fija. Día menos, día más. ¡pum!, lanzan el proyectil.


AL PIE DEL ACANTILADO

Este es uno de los cuentos más renombrados del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, nacido en Lima el 31 de agosto de 1929. Inicia su producción literaria mientras estudia derecho y letras en la universidad. El cuento narrado en primera persona por el personaje principal, se inicia con una breve, pero minuciosa descrip­ción de los viejos baños de Magdalena, su playa y sus barrancos aledaños. En los tiempos en que no existían las playas de “Agua dulce” y “La Herradura”, aquellos baños fueron famosos, mas debido a la competencia de las otras playas, a la soledad y a los derrumbes, los últimos concesionarios del establecimiento abandona­ron los baños llevándose puertas, ventanas, ba­randas y tuberías; por ello, cuando Leandro lle­gó con sus hijos, sólo encontraron ruinas por todas partes y, en medio de todo, una higuerilla; esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados.
Al prin­cipio, no supieron qué comer, y vagaban por la playa buscando conchas y caracoles; luego, re­cogían muy-muy, que, hervidos, les servía de caldo. Días más tarde, descubrieron una caleta de pescadores en donde Leandro y Pepe, su hijo mayor, trabajaron durante algún tiempo, mien­tras Toribio, el menor, hacía la cocina. Cuando aprendieron el oficio, compraron cordeles, an­zuelos y comenzaron a trabajar por su propia cuenta: pescaban toyos, robalos y bonitos, que vendían en la paradita de Santa Cruz. La vida fue dura al comienzo, pero poco a poco fueron prosperando, llegando incluso a construir en una enorme grieta, entre las rocas, una modesta vivienda. Con gran maestría, Leandro y Pepe fueron sacando del mar fierros oxidados, restos de algún barco encallado, para construir un contrafuerte en la grieta a fin de evitar un posi­ble derrumbe. La casa se fue llenando de perros y gatos que quizá, atraídos por el olor a cocina, decidieron instalarse cerca de ellos; pero alguien más llegó un atardecer, sin hacer ruido, como si ningún desfiladero tuviera secretos para él. Era un hombre que llevaba un costal y que al ver que los zapatos de Leandro se encontraban en mal estado, se ofreció a componerlos. Los dejó como nuevos, y desde ese día trabajó para ellos, arreglando las cerraduras de las puertas, afilan­do anzuelos, etc. Todo aquello que necesitara ser reparado, caía en manos de Samuel; así se llamaba aquel extraño que al poco tiempo pasó a formar parte de la familia. En los días de verano gran cantidad de gente bajaba por allí para tomar baños de mar. Leandro con sus hijos limpiaban la playa de cáscaras, patillos que, enfermos, iban a enterrar el pico entre las piedras, a fin de que los veraneantes pudieran dis­frutar plenamente, es así que se les ocurrió co­brarles diez centavos por la entrada a la playa. Como los veraneantes se quejaron de la existen­cia de fierros en el mar, ellos se comprometie­ron a sacarlos, para que pudieran nadar plácida­mente. Pepe y Leandro se encargaron de tan ardua tarea. Toribio, en cambio, los veía traba­jar sin ninguna pasión. El mar no le interesaba y sólo tema ojos para la gente que venía de la ciudad. Cuando llegó el invierno, Pepe seguía luchando contra los fierros del mar. Había casi terminado su trabajo.
Tan sólo a ochenta metros de la orilla quedaba el armazón de una barcaza imposible de remover. Por más que Leandro le decía que sería necesario una grúa para sacarla, el muchacho batallaba con los fierros hasta el anochecer. Una tarde, cuando ya oscurecía, Leandro y Toribio no divisaban a Pepe; Toribio lo había visto cerca a la barcaza sacando la cabeza varias veces para respirar. Cuando liego la noche, Leandro, Samuel y varios pescadores entraron a buscarlo en diferentes caletas. Sólo al día siguiente lo encontraron. Leandro no quiso verlo. Alguien lo descubrió flotando vientre arriba, sobre el mar soleado. Al día siguiente lo enterraron en el cementerio de Surquillo. Llegó otro verano, y con él, mucha gente que comenzó a levantar casas en la parte alta del barranco.
Sus casas eran de cartón, de latas chancadas, de piedras, de cañas, de costales, de esteras, de todo aquello que podía encerrar un espacio y separarlos del mundo. Entre ellos había un sas­tre que tenía una hija llamada Delia; Toribio se veía a escondidas con ella, hasta que un día se marcharon y no volvieron. La barriada fue cre­ciendo, y cierto día, tres policías la atravesaron y persiguieron a Samuel. Cuando lo capturaron, se lo llevaron, torciéndole el brazo y dándole de varillazos lo introdujeron en un patrullero que aguardaba arriba, en la Pera del Amor. Samuel, hacía cinco años, había matado a una mujer con un formón de carpintero. Ocho huecos le hizo a esa mujer que lo engañó. Leandro pensaba que algún día Toribio regresaría y por eso construyó un cuarto grande para él. Toribio apareció, esta­ba huesudo y pálido, con esa cara madura que tienen los muchachos que comen mal y no sa­ben qué hacer de su vida. Leandro pidió qui­nientos soles porque no quería que el hijo que estaba esperando Delia, siguiera la misma suer­te que el anterior. Luego se fue. Cierto día llegó una notificación a la barriada, en la que se indi­caba que tenían un plazo de tres meses para salir del desfiladero; la misiva era enviada por la municipalidad. Todos los pobladores recurrie­ron donde Leandro por ser el más viejo del lugar y el más ducho. Contrataron un abogado quien les dijo que la municipalidad quería construir un nuevo establecimiento de baños; pero como esa tierra era del estado, nadie los sacaría de ahí. El abogado les dio coraje y ellos estaban felices. Así pasaron los meses, y en la primera mañana del invierno, un grupo de obreros comenzaron a echar abajo las viviendas.
Traían muchas máquinas, y se veían policías junto a un hombre alto y junto a otro más bajo, que escribía en un grueso cuaderno. Leandro habló con el hombre alto que era el juez encargado del desalojo. Este le hizo ver que los sacaban porque se habían posesionado de tierras del Estado. Desesperado, Leandro con otros pobladores se dirigieron a la ciudad en busca del abogado:... “¡Los juicios se ganan o se pierden! yo no tengo ya nada que ver. Esto no es una tienda donde se devuelve la plata si el producto está malo. Esta es la oficina de un abogado”. Discutieron largo rato pero al final tuvieron que regresar. La gente de la ba­rriada los recibió furiosa. Algunos culparon a
Leandro de su desgracia, y manifestaban que él se entendía con el abogado. Furioso, Leandro se refugió en su casa. Los tractores fueron despla­zando las casuchas como si fueran naipes, más los empecinados habitantes volvían a construir­las barranco abajo, para, al día siguiente, ver cómo las tumbaban nuevamente. Una semana después, los habían arrinconado frente al mar. Ahí, con piedras en las manos, se enfrentaron a los obreros. Leandro le dijo al capataz que vivía en aquel lugar desde hacía siete años y que no pensaba abandonarlo. El juez vino al día si­guiente y les dijo que en Pampa de Comas les había conseguido veinte lotes de terreno, y que dos camiones vendrían para recogerlos. Todos los pobladores estuvieron de acuerdo y, por más que Leandro trató de hacerles ver que don­de irían no había agua, ni trabajo y que sólo comerían arena, nadie le hizo caso y al poco rato todos habían desaparecido. Esa fue la últi­ma noche que Leandro pasó en su amado hogar. Se fue de madrugada para no ver lo que pasaba. Se fue cargando todo lo que pudo, con rumbo a Miraflores, seguido por sus perros, siempre por la playa, porque él no quería separarse del mar. Cuando llegó al gran colector que trae las aguas negras de la ciudad, sintió que alguien lo llama­ba; era Toribio quien iba acompañado de Delia quien estaba encinta. Caminaron largo rato por la playa hasta que Toribio que se había adelan­tado divisó una higuerilla.
Leandro estuvo mi­rando largo rato sus hojas ásperas, su tallo tos­co, sus pepas preñadas de púas que hieren la mano de quien intenta acariciarlas. Toribio le alcanzó una barreta y escarbando entre las pie­dras comenzaron a construir su nueva vivienda, (escrito en Huamanga en 1959).


LA BOTELLA DE CHICHA

Este cuento de Julio Ramón Ribeyro fue pu­blicado en el libro “Cuentos de circunstan­cias” en 1958. Luego, con otras narraciones cortas como “La insignia”, “El banquete”,  “Doblaje”, “Explicaciones a un cabo de servi­cio” y “El tonel de aceite”, entre otros, “La botella de chicha” pasaría a engrosar la antolo­gía de cuentos titulada “La palabra del mudo”. El cuento narrado en primera persona nos pre­senta a un adolescente, que teniendo necesidad de una pequeña suma de dinero y siendo impo­sible procurársela por las vías ordinarias, decide hacer una pesquisa por el interior de su casa con la esperanza de encontrar algún objeto vendi­ble, o digno de ser empeñado. Lo único que pudo encontrar fue una vieja botella de chicha, que hacía más de quince años sus padres guar­daban con mucha cautela para consumirla en algún importante acontecimiento familiar. Ha­bía escuchado de sus padres que la botella se abriría para cuando él se recibiera de bachiller, o para el día que su hermana se casara. Pero los años pasaron sin que él se recibiera y sin que la hermana se casara; lo cual motivó que esa bote­lla fuera el objeto escogido para su fechoría.
Con la botella bajo el brazo salió a la calle a buscar al futuro comprador, pero al darse cuenta que había dejado la botella vacía sobre la mesa, pues, había vertido el contenido en una pipa de barro, regresó a su casa rápidamente y llenó la botella con vinagre, la cual alambró y encorchó, para luego dejarla en el mismo lugar. Sus inten­tos por encontrar comprador fueron vanos, y, después de recorrer durante media hora todas las chicherías y bares de la cuadra, decidió ofre­cerla en alguna casa particular. Fracasó nueva­mente, y así, humillado, resolvió regresar a su casa. En el camino pensó recompensarse be­biéndose el contenido de la botella, pero consi­deró que privar a la familia de saborear su teso­ro era un acto de egoísmo, por lo cual decidió regresar el contenido a la botella, y esperar a que su hermana se casara, o a que él se reci­biera. Cuando llegó a su casa ya había oscureci­do y le sorprendió ver algunos carros en la puerta y muchas luces en la ventana. Apenas había ingresado en la casa cuando su madre lo interpeló para comunicarle que Raúl, su herma­no, había regresado después de años, y que había preguntado por él. Cuando ingresó a la sala a ver a su hermano, quedó horrorizado al ver que sobre la mesa central estaba la botella de chicha aún sin descorchar. Varias personas se hallaban presentes. Su padre hizo alusión a la vieja botella de chicha, agraciando a los invita­dos con una larga historia acerca de la botella, exagerando la antigüedad de ésta. Ante tan su­gestivo discurso los circunstantes se relamieron los labios. La botella se descorchó, las copas se llenaron y todos bebieron. Todos felicitaron a don Bonifacio, el anfitrión; el agasajado agradeció a sus padres por haber reservado la botella para festejar su retomo. El único que, natural­mente, no bebió una gota, fue el muchacho, pues sabía que era vinagre lo que había en la botella. No podía explicarse lo sucedido, los concurrentes estaban excitados y muchos de ellos dijeron que se habían quedado con la miel en los labios y no faltó uno más osado que insinuara a don Bonifacio si no tenía por allí otra botella escondida. Al ver que su padre res­pondía que esas sorpresas se daban una sola vez en la vida, y, que ante esto, los invitados se consternaban sinceramente, él dijo regocijada­mente que tenía una pipa de chicha que había comprado a un hombre por cinco soles. Se pre­cipitó a la cocina y extrajo la pipa que había escondido bajo un montón de periódicos, cuan­do fue sorprendido por su madre. Se la entregó a su padre, quien luego de observar la pipa con desconfianza, agregó que seguramente el hom­bre lo había engañado. Don Bonifacio hizo cir­cular la botija con desconfianza entre los concu­rrentes, quienes ordenadamente la olían y des­pués de hacer una mueca de repugnancia, la pasaban a su vecino. Los comentarios fueron desastrosos: “¡Vinagre!” “¡Me descompone el estómago!” “Pero ¿Es que esto se puede to­mar?”, “¡Es para morirse!”. Como las expresio­nes aumentaron de tono, don Bonifacio sintió renacer en sí su función moralizadora de jefe de familia y tomando la pipa con una mano, y al desconcertado muchacho de una oreja con la otra, se dirigió a la puerta de calle. “Ya te lo decía.- ¡Te has dejado engañar como un bella­co! Verás lo que se hace con esto!”! Abrió la puerta y con gran impulso arrojó la pipa a la calle por encima del muro. Luego, don Bonifa­cio dijo a su hijo un coscorrón y, frotándose las manos, se fue satisfecho, mandando al mucha­cho a dar una vuelta por el jardín. El muchacho observó que en la acera pública la magnífica chicha norteña, guardada con tanto esmero du­rante quince años y respetada en tantos pe­queños y tentadores compromisos, yacía exten­dida en una roja y dolorosa mancha. Con des­concierto y tristeza vio como un automóvil la pisó alargándola en dos huellas, una hoja de otoño naufragó en su superficie, un perro se acercó, la olió y la meó.


ÑA CATITA

Una de las variantes del romanticismo en Hispanoamérica fue el Costumbrismo, tenden­cia que reflejó las costumbres de los pueblos en un proceso de cambio entre la colonia y la repú­blica. Esta escuela tuvo su origen en España, donde uno de sus grandes exponentes fue Ma­riano José de Larra, y se caracterizó por su espíritu satírico y mordaz. “Ña Catita” es una comedia en cuatro actos, que fue representada el 30 de Agosto de 1856 en el Teatro de Varie­dades. Fue escrita por el denominado “Padre del Teatro Peruano”, Manuel Ascencio Segura Cor­dero, quien naciera en la calle Mestas en el barrio de Santa Ana, Lima, el 23 de Junio de 1805. En esta obra se resume todo el humor y la chispeante gracia de Segura.
El personaje prin­cipal de la obra es Catita, personaje limeñizado, hecho a su ambiente y tiempo, zurciendo intri­gas de amor entre las casas de balcones corridos y con típicos diálogos de nuestra sociedad mes­tiza en un lenguaje acriollado de la costa perua­na. En la sala de su casa, Jesús y Rufina discu­ten acaloradamente sobre el destino de su hija Juliana: “Pues bien haga usted de cuenta/ que no ha dicho chus ni mus. / Mi hija no se ha de casar/ con un mozo estrafalario/ de cuyo trato ordinario/ se tenga que avergonzar; / ni con ningún homo-bono, / que a su padre se parezca,/ que la empañe y la embrutezca”. El padre quie­re para su hija un marido joven como Manuel, en cambio su mujer no repara en eso y quiere a don Alejo, viejo adinerado y gachón, como marido de Juliana. La indiferencia con que la muchacha recibe las cortesías del vetusto galán, provoca las iras de la madre, quien busca en Ña Catita, vieja chismosa y alcahueta, la ayuda para hacer cambiar el giro de la situación.
Va­nas son las súplicas de la muchacha que alega que un matrimonio sin amor y sólo por conve­niencias no puede terminar bien; la madre empecinada amenaza a Juliana con “despellejarla” sino retribuye los arrumacos de don Alejo. Ju­liana se lamenta y es Mercedes, su criada, quien atiende sus lágrimas. A ésta, pretende enviar con una nota a Manuel, pero el muchacho apa­rece entonces por casualidad. La muchacha le cuenta las dolosas intenciones de su madre creando un amargo desconcierto en el mucha­cho, quien la abraza y le dice lo mucho que la quiere. En ese instante entra dona Rufina acom­pañada de Ña Catita, armándose un alboroto de “Padre y señor Mío”. Rufina llena de ira por la estoica actitud de Manuel quien defiende su amor, lo bota de su casa; pero Manuel, muy firme, manifiesta que no se irá mientras no ha­ble con don Jesús. La aparición de don Alejo calma la tempestad. Rufina, aún enfadada, pide a don Alejo hablar en privado. A petición de Juliana, Manuel abandona la casa para volver por la noche a una cita clandestina con su ama­da, petición que Juliana le hace llegar a través de Mercedes. Rufina vuelve a tener otra discu­sión tirante con su marido, quien insiste en que Manuel es el hombre indicado para su hija. Jesús encara a Mercedes, que ella y José, el otro criado, andan por la calle desparramando las frecuentes riñas que él sostiene con su mujer; la muchacha no se da por aludida. Ña Catita se aprovecha de la desesperada situación en que se halla Manuel, y a cambio de un plan que ella ha urdido para que él pueda huir con Juliana, le saca algo de dinero, y le exige discreción sobre lo convenido. La muchacha, que encuentra a su amante hablando con Ña Catita, lo interroga acerca de lo que hablaba con aquella mujer que es “un aborto del infierno”, pero Manuel cum­ple la promesa y no le confiesa su arreglo con la vieja alcahueta. El joven enamorado logra con­vencer a Juliana para huir juntos; la chica se opuso al comienzo, pero el amor por Manuel pudo más. Ambos son sorprendidos por don Alejo, quien felizmente no ha logrado escuchar la conversación.
Ña Catita por otro lado ha urdido otro plan; pero ahora con doña Rufina, para evitar que Manuel siga viendo a Juliana. Esta consiente en que sin decir nada a don Jesús, se mudarán de casa, la nueva casa la conseguirá don Alejo, quien de buena gana acepta la proposición. Ña Catita y Rufina tratan de convencer una vez más a Juliana para que se olvide de Manuel; otra vez el intento resulta infructuoso. Mientras esperan que Mercedes prepare algún bocadillo para el siempre “bien dispuesto” estómago de doña Catita, Rufina y la intrigante anciana, de chisme en chisme “despellejan” media ciudad. Manuel acude de noche a recoger a Juliana para escapar, pero la repentina aparición de Ña Catita, retiene a los prófugos. Aparece don Jesús y enterado de todo, llama la atención a Manuel por haber defraudado su confianza. En esos instantes, los criados pasan cargando muebles, hecho que descubre el plan de doña Rufina, lo que no hace más que echar más leña al fuego. Rufina trata de buscar pro­tección en don Alejo, pero éste, desenmascara­do como cómplice de Rufina, es vilipendiado por el exacerbado don Jesús. Un inesperado personaje aparece en escena: don Juan, amigo de muchos años de don Jesús, que llega portan­do una carta para él, de su amigo Luis Marta. Al ver a don alejo, don Juan muestra gran alegría pues se ha evitado el trabajo de buscarlo para hacerle entrega de una carta de su esposa que vive en el Cuzco. A Don Alejo, desenmascara­da su supuesta soltería, no le queda más reme­dio que irse. Le sigue en su fuga Ña Catita, a quien don Jesús larga un sermón de “Padre y señor mío”:... “Cuidado como en su vida/ vuel­va usted, ni por candela, / por estas cercanías, / pues si por su mala estrella/ así no lo verifica/ se expone usté a que le mande/ dar una buena paliza/ ¡Vaya usté a enredar al diablo!...”Al fi­nal, gracias a don Juan, Rufina y Jesús se amis­tan. La obra de Segura de facilidad expresiva, sin alcanzar altos kilates literarios, capta inge­niosamente el escenario social de la clase media y lo ofrece con chispa y desenvoltura naturales dentro del llamado “Teatro nacional”. 
Otras obras de la proficua pluma de Segura son: “La Pepa”, “Gonzalo Pizarro”, “Amor y política”, “El sargento Canuto”, “Blanco Núñez de Vela”, “La Saya y el Manto”, “La moza mala”, “A mí nadie me la pega”, “Dos para una” y “La Pelimuertada”, cuyo personaje principal es Polimuerto, considerado por muchos como la con­traposición del “Niño Goyito”, de Felipe Pardo y Aliaga, con quien sostuvo una gran rivalidad toda su vida. Algunos críticos observan que a Segura a veces se le encuentra grosero, chusco, vulgar. La respuesta a esta objeción la da la pluma del tradicionista Ricardo Palma, quien dice: “Los que esto critican olvidan que cuando se pinta al pueblo debe pintársele tal cual es. Si existe algo en las comedias de nuestro compa­triota que ofenda a quisquillosos lectores culpa será del original no del retrato”.
Los últimos años de Segura son demasiado duros. Una serie de desgracias familiares van llenando su espíri­tu de tristeza y de melancolía. El asma y otros achaques y dolámenes van carcomiendo la materia ya gastada. El fin de su vida está cada vez más cerca del fin. El clima de Chorrillos donde se había establecido le brinda un alivio compasivo e ilusionante. Y así, el final llega lamentablemente en la madrugada del 18 de setiembre de 1871. Y aquél día hubo orfandad para Ña Catita, Sempronio, doña Rufina, don Bartolo, Anastasio y Canuto; todos aquéllos personajes brotados de la imaginación del padre que moría.


HEBARISTO EL SAUCE QUE MURIO DE AMOR

Valdelomar es uno de los escritores más completos de nuestra literatura; cultivó con talento todos los grandes géneros literarios, de­jando muestras magistrales en la mayoría de ellos. En el cuento tenemos: “El palacio de hielo”, “El caballero Carmelo”, “La Virgen de cera”, “Los hijos del sol”, “El suicidio de Ri­chard Tennyson”, “Tres senas, dos Ases”, “El beso de Evans”, “El buque negro”, “La Paraca”, “El hipocampo de Oro”, “Finis disolatrix veri- tal”, “La tragedia de un redoma”, “La ciudad sentimental: un cuento, un perro y un asalto”, “El extraño caso del señor Huamán”, “Almas prestadas: Heliodoro, el reloj, mi nuevo ami­go”, etc. Novelas cortas como “La ciudad de los tísicos”. En la biografía novelada: “La Marisca- la”. En la poesía destacan: “Tristitia”, “El her­mano ausente en la mesa pascual”, “Confiteur”. En el teatro: “La Maríscala” (adaptación a la escena de su biografía novelada), “Verdolaga” (que, lamentablemente, nos ha llegado muy in­completa). Y en el ensayo; “Belmonte, el trági­co” (inspirado en el diestro español Juan Belmonte, a quien la primera guerra mundial traje­ra hasta nuestras tierras y a quien Valdelomar conoció). En “Hebaristo, el sauce que murió de amor”, Valdelomar establece un paralelo entre Evaristo Mazuelos, farmacéutico de P. (la ciu­dad donde acontece este relato está indicada por la letra P; seguramente Valdelomar hace alu­sión a su ciudad natal, Pisco) y aquél sauce corpulento y lozano aún que crecía al borde de la parcela colindante con el estéril yermo, ro­deado de “yerbas santas” y “llantenes”. Debía llamarse Hebaristo y tener treinta años, porque tenía el mismo aspecto cansino y pesimista, la misma catadura enfadosa y acre del joven farmacéutico de “El amigo del pueblo”, estableci­miento de drogas que se hallaba en la esquina de la Plaza de Armas, junto al Consejo Provincial.
Evaristo Mazuelos, el farmacéutico de P. y Hebaristo, el sauce fúnebre de la parcela eran dos vidas paralelas, dos cuerdas de una misma arpa, dos ojos de una misma misteriosa y teóri­ca cabeza, dos brazos de una misma desolada cruz, dos estrellas insignificantes de una misma constelación. Mazuelos era huérfano y guarda­ba al igual que el sauce, un vago recuerdo de sus padres. Así como el sauce era árbol que sólo servía para cobijar a los campesinos a la hora cálida del mediodía, Mazuelos sólo servía en la aldea para escuchar la charla de quienes solían cobijarse en la botica; y así como el sauce daba una sombra indiferente a los gañanes mientras sus raíces rojas jugueteaban en el agua de la acequia, así él oía con desganada abnegación, la charla de los otros, mientras jugaba, el espíritu fijo en una idea lejana, con la cadena de su reloj, o hacía con su dedo índice gancho a la oreja de su botín de elástico, cruzadas, unas sobre otras, las enjutas magras piernas. Mazuelos estaba enamorado de Blanca Luz, hija del juez de Pri­mera Instancia, una chiquilla de alegre catadu­ra, esmirriada y raquítica.
Si Hebaristo, el me­lancólico sauce de la parcela en vez de ser plan­tado en las afueras de P., hubiera sido sembrado como era lógico, en los grandes saucedales, su vida no resultaría tan solitaria y trágica. Aquel sauce, como el farmacéutico Mazuelos, sentía, desde muchos años atrás, la necesidad de un afecto, el dulce beso de una hembra, la caricia perfumada de una unión indispensable. Enveje­ció Evaristo, el enamorado boticario, sin tener noticias de su amada Blanca Luz. Envejeció Hebaristo, el sauce de la parcela, viendo secar­se, estériles, sus flores en cada primavera. Solía, por instinto, Mazuelos, hacer una excursión crepuscular hasta el remoto sitio donde el sauce, al borde del arroyo, enflaquecía. Sentábase bajo las ramas estériles del sauce y allí veía caer la noche. El árbol amigo que quizás comprendía la tragedia de esa vida paralela, dejaba caer sus hojas sobre el cansino y encorvado cuerpo del farmacéutico. Un día el sauce esperó vanamen­te la llegada de Mazuelos. El farmacéutico no vino. Aquélla misma tarde el carpintero de P... enviado por el dueño de la “Carpintería y confección de ataúdes de Rueda e hijos”, llegó con una tremenda hacha y taló el sauce. Por la mis­ma calle venían juntos el sauce y el farmacéutico, ahora sí unidos para siempre. El sauce sirvió para el cajón del farmacéutico.
El alcalde muni­cipal señor Unzueta, tomó la palabra en el ce­menterio: “Aunque no tengo las dotes oratorias que otros, agradezco el honroso encargo que la sociedad de Socorros Mutuos ha depositado en mí, para dar el último adiós al amigo noble y caballeroso, al empleado cumplidor y al ciuda­dano integérrimo, que en este ataúd de duro roble”... y concluía: “Mazuelos tú no has muer­to. Tu memoria vive entre nosotros. Descansa en paz”. Al día siguiente el dueño de la funera­ria, llevaba al señor Unzueta una factura por un ataúd de roble por 18.70 soles. El alcalde recla­mó airadamente que el ataúd no era de roble sino de sauce. El señor Rueda le dijo que era cierto; pero que entonces como se vería en su discurso la frase “duro sauce” en vez de “duro roble”. El alcalde pagó sin chistar.



ESPAÑA, APARTA DE MI ESTE CÁLIZ

Libro del gran bardo peruano César Vallejo, donde se condensa parte de la última crea­ción poética del poeta de Santiago de Chuco. Muchos son los exégetas consagrados a precisar el contorno de la vida y el alcance de la poesía de Vallejo. Entre ellos Antenor Orrego, Abraham Valdelomar, Xavier Abril, y entre los ex­tranjeros, el francés André Coyne, el catalán Luis Monguió y el italiano Roberto Paoli. Va­llejo empezó hacia 1915 rindiendo culto al Mo­dernismo, mejor dicho, a ciertos modernistas. Rubén Darío, Herrera y Reissig, algo de Nervo,
Lugones y Chocano. La influencia de Chocano se advierte en algunos poemas de “Los Heral­dos Negros”: “La oración del camino”, “Huaco” y “Sonetos imperiales”. Este poemario sur­ge como consecuencia de la fuerte conmoción espiritual que le produjo la Guerra Civil Es­pañola, iniciada en Julio de 1936. Vallejo sintió por el pueblo español agredido y sangrante, combatiente por sus derechos y por su derecho a una vida justa, la hermandad en el dolor y la solidaridad en la esperanza que eran sus dos básicos y motivantes sentimientos en la existen­cia. Cuando ve que el pueblo español, deposita­rio de su esperanza, cae mutilado, desgarrado y agoniza, el acento de su voz es profundo.
Vallejo vio en la resistencia del pueblo español a las agresiones de que era objeto la posibilidad de una victoria de ese pueblo, tras la cual, rotas sus cadenas, pudiera aplicarse a las tareas de hacer su vida más dichosa, cumpliéndose así en tierra hispánica un comienzo de la realización de la esperanza del poeta: la realización de la dicha en esta tierra, la alegría en el trabajo, la liquida­ción del dolor de vivir triste y aherrojado. De los sufrimientos que el pueblo español estaba soportando, sentía Vallejo surgir la semilla de un mañana mejor:..."¿Batallas? ¡No! ¡Pasiones! y pasiones precedidas/ de dolores con rejas de esperanzas, / ¡de dolores de pueblo con esperan­zas de hombres!” Del sacrificio de los volunta­rios de la república surgirá el día en que: “...Se amarán todos los hombres/ y comerán tomados de las puntas de vuestros pañuelos tristes/ y beberán en nombre/ de vuestras gargantas in­faustas / Descansarán andando al pie de esta carrera,/ sollozarán pensando en vuestras órbi­tas, venturosos/ serán y al son/ de vuestro atroz retomo, florecido, innato/ ajustarán mañana sus quehaceres, sus figuras soñadas y cantadas!”! Estos voluntarios de la república estaban dis­puestos a:...’’padecer/pelear por todos y pelear/ para que el individuo sea un hombre,/ para que los señores sean hombres,/ para que todo el mundo sea un hombre, y para / que hasta los animales sean hombres, / el caballo, un hombre, / el reptil, un hombre, / el buitre, un hombre honesto, / la mosca, un hombre, y el olivo, un hombre/ y hasta el ribazo, un hombre / y el mismo cielo, todo un hombrecito!”. La forma de supervivencia que Vallejo expresa en sus poemas de “España, aparta de mí este cáliz”, trasciende los límites de la sed de inmortalidad individual que, según decía don Miguel de Unamuno, arde en todo su ser hispánico, y la trasciende en el sentido de que enlaza la inmor­talidad no con el individuo sino con la corriente inextinguible de la vida del pueblo. Es el ideal de supervivencia inocentemente ejemplificado por el Pedro Rojas, el obrero ferroviario. Pedro Rojas es retratado como hombre universal y particular al mismo tiempo; es el hombre parti­cular, padre, marido, ferroviario; enfatizando su cultura proletaria al escribir “¡Vivan los com­pañeros! Pedro Rojas”; pero es al mismo tiem­po la representación de la humanidad y, con su muerte, el Pedro Rojas, héroe particular, resca­tado del anonimato. Muere también con Pedro Rojas el hombre universal, en la idea de que es toda la humanidad la que muere al morir cada hombre: ...Solía escribir con su dedo grande en el aire: /“¡Vivan los compañeros! Pedro Rojas”, de Miranda de Ebro, padre y hombre/ marido y hombre, ferroviario y hombre, /padre y más hombre. Pedro y sus dos muertes.” Todo lo vivo tiene que conmoverse ante la muerte de Pedro Rojas, la noticia tiene que sacudir a todos los hermanados en el ideal:...’’Papel de viento, lo han matado: ¡pasa! / Pluma de carne, lo han matado: ¡pasa! / “¡Abisa a todos los compañe­ros pronto!”. La violencia ejercida no es sólo al hombre particular, es a la humanidad entera; lo han matado custodiando su ideal:...’’Palo en el que han colgado su madero, / lo han matado; / ¡lo han matado al pie de su dedo grande! /¡Han matado, a la vez, a Pedro, a Rojas!”.
El sentido de su muerte es darle consistencia, corporeidad, sentido al mundo; el alma del mundo son los ideales de la humanidad, que necesitan un cuer­po para echarse a andar, y ese cuerpo está vivo en personajes sencillos, pictóricos de fe y de valor como Pedro Rojas:...’’Registrándole, muerto sorprendiéronle/ en su cuerpo un gran cuerpo, para/ el alma del mundo, / y en la cha­queta una cuchara muerta”. Lo que formó parte de su cotidianidad permanece vivo. Sus símbo­los nos hablan de los sueños de este Pedro Rojas que abandonó su dulce vivir, para permitir que sus sueños, y el de hombres como él, algún día se pudieran realizar:... “Pedro también solía comer/ entre las criaturas de su carne, asear, pintar/ la mesa y vivir dulcemente/ en represen­tación de todo el mundo, / y esta cuchara anduvo en su chaqueta,/ despierto o bien cuando dor­mía, siempre,/ cuchara muerta viva, ella y sus símbolos. /Abisa a todos los compañeros pron­to /¡Viban los compañeros al pie de esta cucha­ra para siempre”. Pedro Rojas ha muerto, han matado al revolucionario que se hizo revolucio­nario batallando con la vida, con sus negativas, sus indecisiones, con la miseria y la destruc­ción:... “Lo han matado, obligándole a morir/ a Pedro, a Rojas, al obrero, al hombre, a aquel/ que nació muy niñín, mirando al cielo, / y que luego creció, se puso rojo/ y luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos”.
Los hombres como Pedro Rojas no mueren, y su sensibilidad metafísica imprime mayor fuerza a la herencia de ideales dejados al mundo, que se va a refugiar en el cadáver de este revolucionario a quien le sobraba amor, dignidad y coraje para llenarse de mundo:...’’Pedro Rojas, así, después de muerto, / se levantó, besó su catafalco ensangrentado,/ lloró por España/ y volvió a escribir con el dedo en el aire:/”¡ Viban los compañeros! Pedro Rojas”. /Su cadáver estaba lleno de mundo. “Si bien el poema “Himno a los voluntarios de la República” es un poema realmente admirable, uno de los más grandes poemas del siglo XX, ay en este libro un poema que, por su ímpetu, por su fuerza, por su energía, por su brillantez, por su intensidad y por su rica ideología se convierte en el poema más dramático de todo el libro. Está escrito como una carta, y eso nos da ya un tono familiar y cotidiano. Como una carta a uno de los guerreros que pelean en Madrid. El hom­bre que ha ido de su provincia a defender a la República; ese hombre es Ramón Collar. Ra­món Collar es el hombre cuya familia sigue unida a pesar de su ausencia; la metáfora es evidente “prosigue tu familia soga a soga”, obviamente más eufónica y menos simple que “prosigue tu familia eslabón a eslabón”: ...”Aquí/Ramón Collar, /prosigue tu familia soga a soga, / se sucede, / en tanto, que visitas, tú, allá a las siete espadas, en Madrid,/ en el frente de Madrid”. La guerra, al margen de sus moti­vos y del lado en que se lucha, rompe con lo cotidiano, despersonaliza, masifica fiera y dolorosamente a los que son atrapados en ella; sin embargo, en el recuerdo de su familia, Ramón Collar es devuelto a su ser cotidiano, sólo para ellos sigue siendo el yuntero, el yerno de su suegro, el marido, el hijo... el querido Ramonete:...”¡ Ramón Collar, yuntero/ y soldado hasta yerno de su suegro,/marido, hijo limítrofe del viejo Hijo del Hombre!/ Ramón de pena, tú, Collar valiente,/ paladín de Madrid y por cojones. ¡Ramonete,/ aquí/ los tuyos piensan mucho en tu peinado”. La ansiedad es ya parte del hogar de Ramón Collar. Son seres habituados al llanto; pero sobreponiéndose a su ausencia si­guen luchando por la vida, con un tiempo para sufrir y otro para continuar construyendo esfor­zadamente esa cotidianidad, afirmación de la vida, que se yergue paralela a la destrucción y a la muerte: ...¡Ansiosos, ágiles de llorar, cuando la lágrima!/¡Y cuando los tambores, andan; hablan/ delante de tu buey, cuando la tierra!”. Pero hay momentos en que la serenidad de los Collar se quiebra y surge el clamor unificado:...” ¡Ramón!¡Collar! ¡A ti! ¡Si eres herido, / no seas malo en sucumbir; refrenáte!”. Ramón Collar es un hombre noble; pero de hombres nobles está hecha la dantesca llama de la guerra. Es el bueno, en esencia, arrojado a una circunstancia de violencia. En ella sucumbe temporalmente su bondad, pero para que pueda vivir siempre. Mientras eso sucede en el frente, en el hogar de los Collar la desesperanza se va haciendo evidente. Han ido aprendiendo a con­vivir con la ausencia; la vida continúa a pesar del amor profesado al ausente:...Aquí tu cruel capacidad está en cajitas; / aquí, / tu pantalón oscuro, andando el tiempo,/ sabe ya andar solí­simo, acabarse;/ aquí./ Ramón, tu suegro, el viejo,/ te pierde a cada encuentro con su hija!”. El adormecimiento del dolor por la ausencia, hace que los Collar se acostumbren poco a poco a su lejanía. Es una forma de traición, pero humanamente comprensible y sin culpas: “...Te diré que han comido aquí tu carne,/ sin saberlo./ tu pecho, sin saberlo,/ tu pie/ pero cavilan todos en tus pasos coronados de polvo!”. Hay tiempo para el dolor, para la tierra y también para nom­brar a Dios, mientras el lugar del ausente va siendo ocupado lentamente: “...Han rezado a Dios, /aquí;/se han sentado en tu cama, hablando a voces/entre tu soledad y tus cositas;/no sé quién ha tomado tu arado, no sé quién/ fue a ti, ni quién, volvió de tu caballo!”. Al final vuelve a resonar la dramática voz del poeta solidario con los combatientes hasta el punto de sacralizar el acto sumo de absolver a Ramón Collar llamándolo “hombre de Dios”: “...Aquí, Ramón Collar, en fin tu amigo. / ¡Salud, hombre de Dios, mata y escribe!”. Vallejo es el poeta del dolor humano, dolor que se manifiesta como orfandad, tristeza, hambre, muerte y todo este dolor lo dice con una fuerza expresiva que con­mueve y desgarra. La visión de la muerte de España como semilla de una nueva vida, de la nueva esperanza, se encuentra repetidamente tanto en los poemas de Vallejo como en lo de otros poetas que escribieron sobre la misma guerra (Rafael Alberti, Pablo Neruda, Miguel Hernández, Altolaguirre y otros más) y respon­de a un sentimiento que era general en las filas populares.
El testimonio que nos dejó ese gran combatiente que se llamó Pablo Neruda en su libro “Confieso que he vivido’ es por demás evidente:...”No ha habido en la historia intelec­tual una esencia tan fértil para los poetas como la guerra española. La sangre española ejerció un magnetismo que hizo temblar la poesía de una gran época”, en su poema “Masa”, Vallejo nos presenta al combatiente, muerto en la bata­lla, al que un hombre, dos, veinte, cien, mil, quinientos mil, requieren amorosamente que resista a la muerte, que no les abandone, que se quede en la vida:...”Al fin de la batalla,/y muer­to el combatiente, vino hacia él un hombre/y le dijo: “No mueras; te amo tanto!”/Pero el cadá­ver ¡Ay! siguió muriendo...Se le acercaron dos y repitiéronle: / “¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”/ Pero el cadáver ¡Ay! siguió muriendo...Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, clamando: “¡Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!”./Pero el cadáver ¡Ay! siguió muriendo...Entonces todos los hombres de la tierra/ le rodearon, les vio el cadáver triste, emocionado; / incorporóse lenta­mente, /abrazó al primer hombre; echóse a an­dar...”
Para Vallejo la vida y la muerte no se oponen sino que se entrelazan esotéricamente y se integran en una dramática unidad: el hombre en cada momento de su vida. Finalmente su imprecación, su súplica transida de dolor y des­esperación se manifiesta con toda intensidad en el poema que da título al libro: “España, aparta de mí este Cáliz”:...’’Niños del mundo, / Si cae España -dijo, es un decir/. Si cae/del cielo abajo su antebrazo que hacen,/ en cabestro, dos láminas terrestres;/ niños, ¡qué edad las de las sienes cóncavas/¡qué temprano en el sol lo que os decía!/qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano”/¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno!/ ...¡Niños del mundo, está/ la madre España con su vientre a cuestas; / está nuestra maestra con sus férulas,/ está madre y maestra,/cruz y made­ra, porque os dio la altura, /vértigo y división, y suma, niños;/ está con ella, padres procesales”/ ...Si cae digo, es un decir si cae/España, de la tierra para abajo,/niños, ¡Cómo vais a cesar de crecer!/¡Cómo va a castigar el año al mes!/ ¡Cómo van a quedarse en diez los dientes,/ en palote el diptongo, la medalla en llanto!/¡Cómo va el corderillo a continuar/atado por la pata al gran tintero!/¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto/ hasta la letra en que nació la pena!”. El proceso de la valoración literaria de César Va­llejo ha merecido el enjuiciamiento por parte de críticos como Mariátegui, Luis Alberto Sánchez y Antenor Orrego.
Los tres coinciden en afirmar que Vallejo se despoja de todo orna­mento retórico. Pocos artificios se retiran tanto en la poesía de Vallejo como la construcción paralelística, predominando en ésta la anáfora. Wolfgang Kayser, en su libro “Interpretación y análisis de la obra literaria”, a prueba que “la construcción paralela se hace más intensa cuan­do se subraya con la anáfora, esto es, la repeti­ción de palabras dominantes sintácticamente”. Veamos de qué manera emplea Vallejo la cons­trucción paralelística de tipo anafórico en el poema “Redoble fúnebre a los escombros de Durango”:...’’Padre polvo que subes de España, (Al)/ Dios te salve, libere y corone, (B1)/ padre polvo que asciendes del alma. (A2)/ Padre polvo que subes del fuego, (A3)/ Dios te salve, te calce y dé un trono, (B2)/ padre polvo que estás en los cielos. (A4)/ Padre polvo, biz­nieto del humo, (A5)/ Dios te salve y ascienda a infinito, (B3)/ padre polvo, biznieto del humo. (A6)/ Padre polvo en que acaban los justos, (A5)/ Dios te salve y devuelva a la tierra, (B4)/ padre polvo en que acaban los justos. (A8)”...Y así sucesivamente transcurren los diez tercetos endecasílabos asonantados. En los tercetos rima el primer verso con el tercero, siendo el segun­do libre. El esquema paralelístico de este poema sería el siguiente:

A1               B1               A2     
A3               B2               A4
A5               B3               A6
A7               B4               B8
A9               B5               A10
A11              B6               A12
A13              B7               A14
A15              B8               A16
A17              B9               A18
                   A19              B10              A20

Otra predominancia en la obra de Vallejo es el estilo enumerativo. En el poema “Himno a los voluntarios de la República” tenemos un exce­lente ejemplo de enumeración predominante­mente asindética, es decir, sin conjunciones co­pulativas. Repárese en la serie enumerati­va: / “qué hacer, donde ponerme; corro, escri­bo, aplaudo, /lloró, atisbo, destrozo, apagan, digo/ a mi pecho que acabe,...”! Otro interesan­te modelo de estilo enumerativo nos lo da el poema “España, aparta de mí este cá­liz”: “...¡Bajad el aliento, y si/ el antebrazo baja,/ si las férulas suenan, si es la noche,/ si el cielo cabe en dos limbos terrestres,/ si hay ruido en el sonido de las puertas, / si tardo, /si no veis a nadie, si os asustan/ los lápices sin punta, si la madre/ España cae -digo, es un decir-/Salid, niños del mundo; id a buscarla!...” ¡En el poema “Invierno en la batalla de Teruel”, se repite este elemento: “… Así responde el hombre, así, a la muerte, / así mira de frente y escucha de costa­do,/ así el agua,/ al contrario de la sangre, es de agua,/así el fuego, al revés de la ceniza, alisa sus rumiantes ateridos”...”¡Y horrísima es la gue­rra, solivianta,/ lo pone a uno largo, ojoso;/da tumba la guerra, da caer,/ da dar un salto ex­traño de antropoide! ” Por otro lado, el empleo personalísimo del oximorón, la catacresis y la antítesis es uno de los artificios retóricos más perturbadores de la poesía de Vallejo. Un lector habituado a la lectura de la poesía tradicional al tropezar con un poema de Vallejo se siente desconcertado, ante la constante acumulación de aparentes contrasentidos.
El oximorón, la catacresis y la antítesis son viejas figuras retóri­cas empleadas por los líricos del Siglo de Oro Español. Entre el oximorón y la antítesis hay una sutil diferencia. El oximorón representa una intensificación de la antítesis. Antes de dar al­gunos ejemplos que encontramos en Vallejo, analicemos este soneto de Lope de Vega: “...Sosiega un poco, airado temeroso, /  humilde vencedor, niño gigante, /cobarde ma­tador, /niño gigante/ humilde vencedor, /firme inconstante! traidor leal, rendido victorioso Veamos algunos ejemplos de oximorón en Vallejo:...¡Oh, débiles” ¡Oh suaves ofendidos!/ que os eleváis, creceís/ y llenáis de poderosos débiles el mundo!’’...’’desde el duelo al que flu­ye el bien satánico”.

La catacresis, por otro lado, reside en la médula del estilo poético vallejiano. Puede decirse que gran parte de la fuerza expresiva de nuestro poeta proviene del insólito ayuntamiento de adjetivos y sustantivos que externamente no se corresponden y que, a veces, resueltamente se rechazan. Esta intensi­ficación de la catacresis enlaza a Vallejo con los innovadores de la nueva poesía. No olvidemos que un notorio sector de la poesía contemporá­nea profesa el alogicismo poético. Observemos los siguientes ejemplos: “...Niños, qué edad la de las sienes cóncavas/ qué temprano en el sol lo que os decía!/qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano/ qué viejo vuestro 2 en el cuader­no/cómo va a castigar el año al mes!” “...y en la chaqueta una cuchara muerta”... “camarada caballo entre hombre y fiera, / tus huesecillos de alto y melancólico dibujo”. “Un libro quedó al borde de su cintura muerta”. A continuación daré una gran variedad de figuras literarias de este poemario: DEPRECACION: “...Se le acercaron dos y repitiéronle: /”No nos dejes” ¡valor! vuelve a la vida!/ Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo”...’’Le rodearon millones de individuos,/ con un ruego común:”¡Quédate hermano!’’/Pero el cadáver ¡Ay! siguió murien­do”...”. Cuídate del leal ciento por ciento! / ¡Cuídate del cielo más acá del aire/ y cuídate del aire más allá del cielo!”. CONVERSION: “...Papel de viento, lo han matado: ¡pasa!/Pluma de carne, lo han matado ¡pasa!”...” Varios días, Gijón / muchos días, Gijón’/mucho tiempo, Gijón; / mucha tierra, Gijón; / mucho hombre, Gijóri' / y mucho dios, Gijón/ muchísimas Españas ¡ay!, Gijón Y, otra vez, sin saber que hacer, sin nada, déjame /desde mi piedra en blanco, déjame, /Y atacan a gemidos, los mendigos/matando con tan sólo ser mendigos”. COMPLEXION: “...El caballo, un hombre, / el reptil, un hombre, / el buitre, un hombre hones­to,...” “...Y a la explosión salióle al paso un paso, /y al vuelo a cuatro patas, otro paso / y al cielo apocalíptico otro paso...”. RETRUECA­NO: “... ¡Cuídate de la hoz sin el martillo!/ ¡Cuí­date del martillo sin la hoz!” “... ¿Batallas? ¡No! y pasiones precedidas / de dolores con rejas de esperanzas, / ¡de dolores de pueblo con esperan­zas de hombres!”  “... ¡Cuídate de las calaveras sin las tibias, / y de las tibias sin las calave­ras!”  “... ¡Cuídate del cielo más acá del aire/ y cuídate del aire más allá del cielo!”. CONCATENACION: “... distribuyendo Españas a los toros, /toros a las palomas metros de sangre, líquidos de sangre, / sangre a caballo, a pie, mural, sin diámetro”...” Y en el jardín biológico, más Málaga ¡\Málaga en vir­tud”...’’Herido mortalmente de vida, camara­da,/ camarada jinete, ...”. ELIPSIS: “... Proletario que mueres de universo, ¡en qué frenética armonía/ acabará tu grandeza, tu miseria, tu vorágine impelente, / tu violencia metódica, tu caos teórico y práctico, tu gana/ dantesca, españolísima, de amar, aunque sea a traición, a tu enemigo!” “… Hombre de Extremadura, /oigo bajo tu pie el humo del lobo, / el humo de la especie, / el humo del niño,/el humo solitario de dos trigos,/el humo de Ginebra, el humo de Roma, el humo de Berlín....” “... Acu­dieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil/ clamando: ‘Tanto amor, y no poder hacer nada contra la muerte!”...”Y luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus peda­zos...” EPITETO: “... Campesino caído con tu verde follaje por el hombre”. PLEO­NASMO:...’’Un libro quedó al borde de su cin­tura muerta, / un libro retoñaba de su cadáver muerto” “…Un día diurno, claro, atento, fér­til... “calzándote de imanes positivos, /vigentes tus creencias personales,...” EXECRA­CIÓN: “... Y quiero desgraciarme,...” POLIPOTE: “... el vaso de la sangre, me detengo, / detie­nen mi tamaño esas famosas caídas de ar­quitecto...”...”Oh dura pena y más duros peder­nales!”...” del explotado y del explotador contra los cuerpos débiles, lid en que el niño pega, / sin que le diga nadie que pegara ¡Málaga, que estoy llorando!/Málaga que lloro y lloro, /PARADOJA: “... humea ante mi tum­ba la alegría dantesca, españolísima, de amar, aunque sea a traición, a tu enemigo”...   “a Teresa, mujer, que muere porque no mue­re,...”...  “¡Málaga sin defensa, donde nació mi muerte dando pasos/ y murió de pasión mi nacimiento”. ANTÍTESIS: ... “mi pequeñez en traje de grandeza!”... “en España, en Madrid, están llamando/ a matar, voluntarios de la vida...”... “por el que te mató la vida y te parió la muerte...”... “el caber de una vida en una muerte!”...”en descanso tu paz, en paz tu guerra”. EXCLAMACION: ... “El mundo exclama:” ¡Cosas de españoles! “Y es ver­dad”...” ¡Oh vida! ¡Oh tierra” ¡Oh España!”. SI­NECDOQUE:... “¡Viban los compañeros! Pe­dro Rojas”... “¡El poeta saluda al sufrimiento armado!”. EPIFONEMA:...  “Todo acto o voz genial viene del pueblo/ y va hacia él...” ME­TÁFORA: ... “de la activa, hormigueante eternidad”...  “y que luego creció, se puso ro­jo”...”el mundo está español hasta la muer­te”... IMPOSIBLE:... “Entrelazándose hablarán los muslos, los tullidos andarán!/verán ya de regreso, los ciegos/ y palpitando escucharán los sordos!/Sabrán los ignorantes, ignorarán los sabios! EPANADIPLOSIS: ... “pelear por to­dos y pelear”... “acabaron de llorar, acabaron...” REDUPLICACIÓN:... “bajo el mal, bajo la co­bardía, bajo la historia cóncava indecible,...” ¡Málaga, que lloro y lloro!”...” ¡Gritó” ¡Gritó! ¡Gritó su grito nato, señorial”...” están andando, hermano, están andando”... “¡Tu zapato dere­cho! ¡Tú zapato!”. INTERROGACIÓN:... “¿Quién va, bajo la nieve? ¡Están matando! No/ Precisamente, / va la vida obleando, con su se­gunda soga. ANÁFORA:...  “¡Muerte y pasión de paz, las populares!/ ¡Muerte y pasión guerre­ras entre olivos, /entendámonos!”... “por el analfabeto a quien escribo, / por el genio descalzo y su cordero, /por los camaradas caídos, / sus ceni­zas abrazadas al cadáver de un camino!”... “Sobre la espuma lila, de uno en uno, /sobre hu­racán estático y más lila,...”...De su olor para arriba ¡ay de mi polvo, camarada!/ De su pus para arriba, ¡ay! de mi férula, teniente!/De su imán para abajo, ¡ay! de mi tumba!”...  “Así res­ponde el hombre, así, a la muerte, /así mira de frente y escucha de costado, así el agua, al contrario de la sangre, es de agua, /así el fuego, al revés de la ceniza, alisa sus rumiantes ateri­dos”.