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1era Edición |
ÍNDICE
·
TODAS LAS SANGRES (José María Arguedas)
·
COMO GUSTÉIS (William Shakespeare)
·
LA CASA DE LAS BELLAS DURMIENTES (Yasunari Kawabata)
TODAS LAS
SANGRES
El año de 1964 es el de la publicación más ambiciosa de José María
Arguedas; es el año de “Todas las Sangres”, en la que el autor
quiere representar la gran diversidad de elementos humanos que componen el
Perú, intenta crear un cuadro de la totalidad social del país basándose en sus
propias experiencias recogidas de todas las escalas y jerarquías del Perú que
él conoció directamente. Es la novela más extensa entre toda la producción
arguedasiana. En ella la trama se complica, los elementos se aglomeran,
dotándola de una gran consistencia narrativa. El núcleo narrativo se centra en
el escenario de una mina encontrada en el monte Apark´ora y en los
problemas que se suscitan acerca de su propiedad y explotación. El dueño es Don
Fermín Aragón de Peralta, hacendado y gran señor de antiguo, muy temido y
respetado, cuyos ideales son industrializar y modernizar el Perú para los
peruanos, utilizando como mano de obra a los indios. Contrariamente a él, su
hermano, Don Bruno, personaje de talante feudal, pretende la liberación de sus
indios a través de la caridad, pero desprecia las razones de la justicia y los
derechos humanos. La novela se inicia cuando el padre de los Aragón de Peralta
sube a tientas las gradas de piedra de una iglesia y desde allí maldice a sus
dos hijos. El anciano estaba borracho, pero aun así logró llegar hasta las
campanas. Luego de un rato de forcejeos, uno de sus hijos logró bajarlo
de la torre. Pero el viejo, obstinado como era, fue a su casa y bebió veneno
mezclado con aguardiente. Su criado, Anto, sospechó la resolución del viejo,
pero nada pudo hacer. A la muerte del padre, los hermanos, que hasta entonces
habían sido conocidos como los “caínes”, deciden reconciliarse. Como primera
muestra de ello, don Bruno decide prestar a su hermano sus indios para que lo
ayuden a conseguir el metal de la mina con mayor rapidez. Bruno, “bestia loca y
peligrosa”, según la opinión de su hermano Fermín, envía quinientos hombres de
su hacienda para los trabajos de la mina que su hermano Fermín ha hecho de su
propiedad. Don Bruno nombra al indio Rendón Willca capataz de sus colonos. Los
vecino de San Pedro tratan de impedir la venta de sus tierras, pero la desunión
que existe entre ellos los debilita y los hace vulnerables.
“Con el primer rayo
del sol, al día siguiente, ingresaron al inmenso patio de la hacienda los
quinientos jefes de familia, siervos de don Bruno. Entraron en orden. Llegaba
el sol, recreándose sobre las flores del gran pisonay solitario del patio. Un
muchacho, como de 17 años, tocaba el pututu del ayllu K´uychi, cabeza de los
siervos; en seguida, veintinueve mozos de las otras estancias hicieron gemir
sus pututos. La voz oscura de los caracoles repercutía en las montañas,
alcanzaba al sol y hacía vibrar las ramas del pisonay, que hizo caer al suelo
ya enrojecido, varias de sus flores, pesadas, color de sangre. El patrón
apareció sobre el alto comedor de la casa-hacienda. En fila, tenía delante de
sí a los treinta cabecillas. Don Adrían ocupaba el centro. Se arrodilló el
primero, y en cierto orden, como formando una onda, se arrodillaron todos los
demás.
– En el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo – rezó don Bruno, de pie.
Los indios
agacharon la cabeza.
- ¡Amén! – dijo el
mandón que se había arrodillado sobre una de las gradas de la escalera, cerca
del patrón.
- ¡Amen! –
repitieron los colonos.
– Hombres de mi
pertenencia – comenzó a hablar en quechua el propio don Bruno – Hombres de mi
tierras…
Con su poncho de
vicuña cubriéndole el cuerpo, tenía la expresión todopoderosa que impuso
silencio entre los señores del pueblo, a la hora del pésame.
– Habrá mita. Iréis
por turnos de doscientos cincuenta a trabajar en las minas de mi hermano. Irán
también los mozos. Seguían de rodillas los comuneros. Don Bruno se olvidó de
dar la orden para que se levantaran. El mandón le hizo una seña, que el patrón
no vio.
– Yo no necesito
las moyas; que cada indio tenga derecho a criar diez ovejas, cinco alpacas, dos
vacas, un caballo. Yo dispondré de los caballos si hay necesidad; compraré las
ovejas y las vacas si hay necesidad. Compraré a precio bueno. No quiero que los
hombres de mis tierras vayan a los pueblos. ¡Yo soy corrompido! No quiero que
los hombres de mis pertenencias sean corrompidos. ¡Levántate, Kóto! -
gritó, de repente, dándose cuenta que los “colonos” seguían de rodillas. Todos
los indios se pusieron de pie.
- ¡Yo hago
sufrir! Eso es pecado. Eso mancha, ensucia. Ustedes sufren. Son puros. En la
mita irán con Nemesio Carhuamayo, mi primer mandón y con Federico Olivas,
segundo mandón. No hablará ningún colono con los peones y obreros de mi
hermano, bajo pena de azote.
Los siervos en ese
instante levantaron la cabeza y algo en el cielo. Una tropa de loros pasó, muy
alto, gritando profundamente, y wayronk´os muy negros, de cuerpo lúcido,
zumbaban cerca de los maderos que sostenían el techo del gran corredor.
– Quince días cada
hombre y cada mes. Mi hermano está levantado un corral bien cercado para
ustedes; habrá techo adentro. Nadie llevará a sus mujeres. La mina no está
lejos; un día de camino. Yo iré a tomar cuentas al mandón cada semana. ¡Adrian
K´oto! Tú me respondes; en la mina como en la casa-hacienda, los hombres de mi
pertenencia pasarán al día, en silencio, oración y trabajo. Desde este día, en
cambio, el colono de “La Providencia”, podrá ser más rico que todos los
comuneros de todos los pueblos. El trabajo es orden de Dios para el “colono”;
sólo el señor tiene la desgracia; antes sus ojos está el camino del bien y del
mal, Adrian K´oto aunque no debías hablar conmigo, porque no tienes derecho, yo
he permitido que me hables. Obedece sin rabia a cambio de las recompensas que a
nombre de mi padre te ofrezco, sin que yo deba concederlas. Obedece sobre todo
mi orden de que los indios de mi pertenencia no hablen de la mina con los
borrachos asquerosos que allí trabajan. Dios cerró para ustedes el camino del
mal a cambio de la obediencia. K´oto, tú eres indio de entendimiento; tú sabes.
Tú me respondes. Si algo sé, si uno solo de mis indios aprende el vicio que
Dios prohibió para ustedes, tu sangre será poca para lamer las flores de mi
pisonay. Tú has visto que he colgado allí a unos cuantos indios para que los
azoten. A ti te haré abrir las venas, a pesar de que te quiero, Adrian K´oto.
Mira a tu padre “Pukasira”; lo pongo también de testigo.
Don Bruno concluyó
de hablar. El pisonay, entonces, abrió sus flores que se habían opacado
mientras él amenazaba. Pero, en cambio, el gran patio, los huertos y toda la
quebrada quedaron en silencio. Los ojos de don Bruno brillaban cristalinamente.
Don Adrian K´oto y todos los indios lo contemplaron, como si de veras, en cada
uno de ellos no hubiera alma que vibrara, sino nada más que un trozo de barro
seco. Varios minutos transcurrieron así, con un vacio de silencio que aislaba
al patrón de los indios, y aún a cada cosa de la hacienda. K´oto, por primera
vez, desde que los colonos lo eligieron cabecilla, sintió que don Bruno le era
algo extraño, que en él había un elemento perturbador que lo desorientaba. Don
Bruno concentró en él su atención; los dos andaban extraviados. K´oto desvió la
vista hacia el nevado, y luego, animado por su entusiasmo repentino, como si
algo amaneciera en el mundo, se inclinó reverente, y dijo:
- Padrecito mandón,
don Nemecio…
- ¡Háblame! -
le gritó al patrón - . Tienes licencia.
– Hijo de Dios,
wera´kochapatrón. Yo respondo. Yo te agradezco. Tendremos que bajar un poco de
las moyas para criar diez ovejas, cinco alpacas, dos vacas, un caballo. Hijo de
Dios:
una sola
pregunta, con la frente en el suelo, quiero atreverme a decirte.
– Tienes licencia.
- ¡Ahí está el
pisonay, atrás! Pero estoy viendo el manto de sus flores en el suelo. Derrama
tranquilo mi sangre sobre ese manto. Es poca y en el color de las flores ni se
verá. Derrámala si uno solo de tus colonos habla en la mina con asquerosos
hombres de otros pueblos. Pero, concédeme la bondad de tu corazón y danos
licencia para vender algo de nuestros animales a nuestros hermanos comuneros de
Paraybamba. Ellos no son colonos, pero hay lágrimas de niños y mujeres en sus
calles, en su iglesia; ya no les alcanza en alimento; la tierra se ha
empequeñecido…
Don Bruno iba a
interrumpir al cabecilla; en su rostro fue encendiéndose la ira. K´oto dejó de
hablar. El patrón dudó. El cabecilla le interrogaba, con una humildad que le
enfrió las entrañas.
“¿Qué hay de nuevo
en la humildad de esta criatura que no conoce el mundo? ¡Hay algo! ¡Algo
malo!”, reflexionó don Bruno.
– Tienes licencia
K´oto. Te escucho. Sigue - dijo, sin poder ocultar su ansiedad y su enojo.
– La tierra se ha
empequeñecido en Paraybamba. Padrecito don Bruno, hijo de Dios; las madres
están matando a sus hijos recién nacidos porque los mozos están escapándose a
la costa, a tierras desconocidas. Colonos de “Providencia” les daremos lana,
ovejas, para que vendan… trigo para que coman. – Los colonos no venden.
¡Los colonos no tienen nada, K´oto! Todo es de mi pertenencia. ¿Quién te dio la
licencia para ir a Paraybamba? ¿No sabes que tu alma es también de mí, que yo
respondo por ella ante Dios, nuestro Señor?
Se quitó el
sombrero y se persignó.
- ¡Nemesio! Sube –
ordenó al mandón.
– Ahora tú – le
dijo a Olivas, el segundo mandón.
Desató el azote que
siempre llevaba amarrado a la cintura, cerca del revólver, cuando estaba en su
hacienda. Lo entregó a Olivas.
– Diez – le
ordenó-. Cinco en la cabeza, a este miserable, traidor, inútil- dijo, señalando
al primer mandón.
Olivas blandió en
seguida el azote y cruzó el rostro de Carhuamayo con un latigazo feroz.
Don Adrian se
arrodilló. Los veintinueve cabecillas y todos los indios se arrodillaron
despacio, como si trataran de que el patrón no advirtiera que se movían. Don Bruno
no lo advirtió. Vigilaba de costado el flagelamento de su primer mandón. Su
imponente cabeza gozaba y gemía:
- ¡Cinco de eso! -
repitió.
Olivas ensangrentó
las mejillas y la nariz de su jefe. Reventaron pequeñas venas en la cara de don
Nemesio, que era un mestizo sonrosado.
- ¡Basta!- ordenó
el patrón, descubriendo que los indios estaban de rodillas. Olivas iba a lanzar
los otros azotes sobre la espalda del mandón. Había tomado mucho impulso y
quedó desconsolado con el trenzado azote colgando de sus manos hacia el suelo.
Carhuamayo, con la
cara en que la sangre goteaba, permaneció muy erguido, los ojos pendientes de
la frondosa copa del pisonay. Al último azote, una calandria se posó en la más
alta rama; voló como llameando su pecho amarillo. Cantó dulcemente bajo los
cielos.
- ¡Licencia! – dijo
don Adrián, permaneciendo de rodillas.
– Habla. ¡Sin
levantarte! - contestó el patrón con expresión confusa.
- ¡Inocente don
Nemecio Carhuamayo! ¡Como la voz de la calandria! Más todavía. Mujeres de
Paraybamba han pasado el río. Chorreando agua llegaron a mi casa. Pidieron
misericordia. Están matando a sus hijos recién nacidos, hijo de Dios. Oye, oye
tranquilo al Señor Crucificado, patrón de tu hacienda; en tu corazón escúchalo.
¡Ahí está la sangre inocente de don Nemecio! Ya le está cayendo al pecho.
Paraybamba no es corrompido; sufre.
– Yo nací para
hacer sufrir… ¡Levántense! - gritó el patrón.
- ¿Sufren más los
paraybambas que nuestro Señor Crucificado? preguntó enseguida K´oto.
– Más, caballero
grande. ¿Ha tenido hijo de su sangre, el Señor?
- ¿Sufren más
que la Santísima Virgen?
- ¡Más! ¿Ella ha
matado a su hijo recién nacido, padrecito don Bruno?
La voz de la
calandria, que volvió a cantar, fue oída por don Bruno. Repitió el canto varias
veces seguidas y refrescó algo la ira que iba caldeando cada vez más al señor
de la hacienda.
Del lejano patio de
los molinos empezó a llegar una multitud de hombres y mujeres vestidos de
diferentes colores y formas de trajes. No podían pasar una puerta de madera que
cerraba el alto callejón de ingreso a la casa-hacienda. La solitaria calandria
voló del pisonay; la luz del venado sonreía en sus plumas amarillas y negras
que aleteaban en el aire. Cubrió el patio, todos los cielos, con su santo en
que lloraban las más pequeñas flores y el torrente del río, el gran precipicio
que se elevaba en la otra banda, atento a todos los ruidos y voces de la
tierra. Pero su vuelo, lento, ante los ojos intranquilos del gran señor a quien
le interrogaba un indio, iluminó a la multitud. Ni el agua de los manantiales
cristalinos, ni el lucero del amanecer que alcanza con su luz el corazón de la
gente, consuela tanto, ahonda la armonía en el ser conturbado o atento del
hombre. La calandria vuela y canta no en el pisonay sino en el pecho
ensangrentado del Carhuamayo, acariciándolo; en la frente insondable del patrón
que repentinamente se estremece, en los ojos de los colonos que miran a don
Nemecio con serenidad firme y triste. Se ha ido la calandria. Don Bruno
contesta. – ¡Indio! ¿Quién te ha enseñado? ¿De dónde sabes?
- Del rezo, patrón,
de los padres franciscanos que traes para que nos prediquen. De ti, gran
caballero; de ti también aprendemos.
-
¡Carhuamayo! - gritó don Bruno como si le hubieran lastimado- . Eres
inocente. Te pido perdón, como hijo de Dios. ¡Y tú! - le dijo,
volviéndose hacia Olivas -. ¡Fuera de aquí!
Le dio una patada
en los riñones.
- ¡Fuera! Yo no te
dije que le sacaras sangre. Lo hiciste por tu cuenta, desgraciado.
Lo persiguió a
puntapiés, porque Olivas no pudo encontrar la escalera. De un salto cayó cerca
de don Santos, y se escurrió, agachándose, entre el muro del corredor y los
colonos.
– Carhuamayo, mi
primer mandón, va a vigilarte K´oto. Te doy licencia para que vendas a los
Paraybamba ganado y alimentos. Los comuneros saben pagar deudas. K´oto, puedes
darles al fiado. Que no sufran más que nuestro Señor, si eso es posible, la
mita comienza el lunes. A Olivas voy a meterlo en el cepo de mi hacienda por
dos días y después lo voy a mandar a la cárcel del pueblo por otros dos días. Y
quedará libre… y marcado. Tendrá que irse a los pueblos corrompidos. Lo hemos
descubierto. Era Judas de su primer mandón, K´oto, tú me respondes por el alma
de mis indios.
– Padrecito grande.
Queda tranquilo. No habrá rabia.
–Yayayku,
hanak´pachapi kak´…
El patrón se
arrodilló en el piso y empezó a rezar. Los colonos, prosternados, corearon la
oración. La voz de la multitud hizo arrodillarse a los hombres que colmaban el
lejano callejón de los molinos. Don Nemecio sintió que la sangre, reseca ya, le
apretaba la piel”.
(“Todas Las Sangres”, José María Arguedas; Editorial Milla Batres
S.A. 1980; Págs. 35-40).
Los indios de don Bruno van a trabajar en “mitas”, sin cobrar
ninguna clase de sueldo, y sorprenden al resto de los obreros y empleados de la
mina por su enorme capacidad de trabajo. También demuestran su disciplina
aunque se interpongan ciertos contratiempos, como aquel en que al sexto día de
trabajo, Gregorio, en confabulación con el ingeniero Cabrejos Seminario,
interesados en retrasar el hallazgo del metal, intentan engañar a los indios
valiéndose del ardid de un legendario “amaru” que habita en la montaña y que es
hijo de ésta.
Según los facinerosos, el “amaru” está terriblemente enojado por
las continuas excavaciones que allí se están efectuando. Gregorio vuela a causa
de la explosión de un cartucho de dinamita; Rendón Willca acusa a Cabrejos
Seminario de la trágica muerte de Gregorio. Asunta, una muchacha honesta, que
un día rechazará los turbios propósitos de Cabrejos Seminario, lee, en el
cabildo de los vecinos sanpedranos, la carta de Gregorio en la que éste
denuncia al alcalde y a otros mercenarios como vendidos al ingeniero Cabrejos.
Los hacendados colindantes de la hacienda “La Providencia”. Lucas, Cisneros y
Aquiles, arquetipos del latifundismo, viendo que la actitud de don Bruno Aragón
de Peralta entraña peligro por su magnanimidad, instan a éste a moderar su
conducta, pero son déspotamente rechazados. Don Bruno Aragón de Peralta, tipo
paradojal, ama con locura y pasión desenfrenada a su concubina, Vicenta, una
agraciada mestiza y, en un arrebato de ira, dispara contra Felisa, su esposa,
cuando ésta, llevada por los celos, ingresa a la alcoba con el objeto de matar
a su rival. Luego de lenta y penosa agonía, muere doña Rosario, madre de los
Aragón de Peralta y es enterrada como una simple comunera en el cementerio de
Lahuaymarca. Rendón Willca dio un discurso sobre la tumba de la difunta,
llamándola “Señora madre doña Rosario de Lahuaymarca”, pidiéndole que hable por
los indios cuando éste enfrente de Dios. Le promete además que ellos irán
después tras ella para salvarla. Los indios oyeron incrédulos y felices las
palabras de Rendón Willca y se quedaron en el panteón mientras que los ex –
deudos se marchaban. Los alcaldes y cabecillas acompañaron a los hermanos
Aragón de Peralta y a sus sirvientes hasta la puerta del camposanto y después
retornaron a reunirse con la indiada.
“Llegó a oscuras el
metal de plata, la resurrección de las minas en la legendaria San Pedro de
Lahuymarca.
- Tú no vas – le
dijo don Bruno a Vicenta - No eres aún mi mujer legítima.
– Claro, señor. Yo
quedo en la hacienda.
– ¡De patrona!
Porque, eso sí, lo eres ya.
- ¡Corramos, hijo!
El potro te va a dejar. Sígueme de lejos - le dijo a su tercer mayordomo.
Don Bruno besó a la
mestiza, delante de la servidumbre, bajó de dos saltos la escalera, montó al
potro y lo espoleó. El animal se levantó en las patas traseras, dio, primero,
unos pasos elegantes, braceando en el patio, y luego partió al galope. Así cruzó
el gran patrón de la casa-hacienda, que era como una residencia amurallada.
Afuera del muro estaba el rancherío o caserío, donde residía la gente de
servicio.
A don Bruno le
acababa de decir su tercer mayordomo, que vigilaba día y noche a la madre de
los Aragón, que había dejado a la señora, poco antes de la madrugada, en
verdadera agonía; que ya tenía los ojos vidriosos y no reconocía ni a la Kurku
ni movía el cuerpo.
Pudo, sin embargo,
decir aún con voz como pronunciada por un fuelle todo horadado, “Matilde
Bruuuno”. Lo oyeron el minero y su mujer, porque llegaron dos horas antes que
el hijo menor, por la carretera y a pesar de que, como está convencido, el
mayordomo de don Bruno partió cuatro horas antes a “La Providencia” que el
empleado de Aparkora.
– Ha pronunciado tu
nombre y el de Matilde! El mío, no – dijo don Fermín, cuando don Bruno entró al
gran dormitorio de la casa, quitándose las espuelas en la puerta. Allí fue
trasladada la señora cuando empezó a dar muestras de agonía, ocho días antes de
su muerte.
Don Bruno estaba
vestido de negro. La gente de la villa lo vio cruzar las calles al paso
majestuoso del potro. Él no buscó ni contestó el saludo de los transeúntes. Iba
mudo y con el semblante cadavérico. Pero no pudo dejar de mirar el grupito de
arbustos de la plaza inmensa y pelada. “La vida y la muerte reciben y nacen de
esos arbolitos que ni el sol y las heladas queman ni la lluvia los alimenta lo
suficiente. Siempre sufren, como yo”, dijo.
– Pronunció mi
nombre y el de Matilde, porque ella es ángel y yo demonio - contestó a su
hermano. Se arrodilló junto a la cuja paterna, rezó largo rato, con la mano
izquierda de la señora cerca de su boca. La besó tres veces y la sostuvo entre
sus manos. La servidumbre había salido del dormitorio. Matilde y don Fermín
contemplaban algo rendidos a don Bruno que parecía no darse cuenta de la
deformidad “espantosa” de doña Rosario. “Ya no es rostro, decía ella. “Dios
mío, ya no es rostro”. Ningún ser vivo se vuelve tan horrible para morir”.
Porque la señora tenía los globos de los ojos, más que hinchados, inflados por
dentro con un líquido morado; las venas de su rostro mostraban ese mismo color,
tan intenso, que se destacaba sobre la piel que era una uniforme masa también
morada. Bruno levantó esa mano izquierda que la Kurku había ya cruzado con la
otra sobre el vientre abombado.
Cuando estaba
rezando el hijo menor, la señora emitió un ronquido seco, y murió. El siguió
rezando.
Matilde
reflexionaba junto a su marido, que permanecía de pie, en actitud firme y con
el rostro inexpresivo. “Bruno es fanático, insoportable, pero cautivante,
impuro y bueno. ¡Que no se me acerque! Ha besado esa mano”. Pero cuando él
volvió los ojos hacia ellos, no miró a su hermano, miró más lejos, y llamó con
voz potente.
– ¡Kurku! ¡Ven!.
Entonces don Fermín
descubrió que su hermano llevaba la vieja pistola al cinto. En un forro
especial de nonato, no del material especializado. “Parece arma de indio, así
como lo ha mandado forrar”, pensó.
- ¡Kurku! ¿No
vienes? Ella estaba muy atrás; la servidumbre y algunos vecinos que se habían
agolpado en la sala, no la dejaban pasar. Don Bruno al loro esculpido en la
puerta de la alacena empotrada. El pájaro amarillo se movía, como cuando él lo
contemplaba en la infancia. “¡Háblame!”, le dijo.
Pero la Kurku
corrió hacia la cama, sin tener en cuenta a Matilde y su esposo.
- ¡Arrodíllate
aquí! - le ordenó en quechua don Bruno, tomándola de la mano -. A mi
lado.
Ahora repite.
– Sí, patrón.
–“Perdón señora”
–“Perdón señora”
–“Perdón señor”
–“Perdón señor”
-“Para el maldito”
- ¡No! ¿Quién
maldito? – preguntó ella.
- ¡Para el maldito
Bruno! – repitió el hacendado, con tal energía, que la Kurku, ya helada,
pronunció:
- “Para el maldito
Bruno”
– “Perdón, Padre
mío Jesucristo”
– “Perdón, Padre
mío Jesucristo”
- “Para el maldito
Bruno”
- “Para el maldito
Bruno”
- “Que se condene”.
- ¡No es su culpa!
– gritó, sin moverse, la enana.
Seguía helada. Don
Bruno se atrevió a mirarla. Sí; era criatura de Dios, verdadera criatura, con
sus ojos, sus manos, su nariz y su cabello, su vientre, sus pechos. “¿Qué
hay? ¡Sólo su joroba, su ser Kurku! En lo demás es mejor, mejor que yo,
madre mía! A media que él reflexionaba, contemplándola, el rostro de la
Gertrudis iba deshelándose, bañándose de vida, de una especie de rubor. Inclinó
la cabeza para mirar mejor a don Bruno. “¡Flor horrible, llena de dulzura!”,
clamó él. Cruzó las manos de la muerte sobre el pecho. Luego puso su brazo,
delicadamente, en el hombro de la Kurku:
- “¡Misericordia,
Señor! – dijo.
Ella repitió la
frase.
–“Que el alma de
don Bruno se purifique con mi perdón”. Ella repitió más alto esta frase
-“Que por un tiempo
un cuchillo de hielo viva en su pecho, como martirio”.
-“Un cuchillo de
hielo en mi pecho. ¡Misericordia, Señor! “- dijo ella.
- ¡San Gabriel:
ésta es una mujer! - exclamó Matilde. Don Fermín la contuvo, apretándole
el brazo.
- ¡Vergonzoso;
ridículo! – dijo- . ¡Ya lo están oyendo desde afuera, a este fanático, a este
brujo! ¡Este hijo de la Inquisición! - pronunció las palabras con voz
audible.
– ¡Ten corazón! le
dijo Matilde.
Él enrojecido, pero
volvió a tomar su posición de “firmes”. “¡Después! “, lo oyó murmurar su
esposa.
– Sí, Gertrudis, tú
también cuchillo de hielo en tu pecho. Pero tú para siempre. Yo ya no, ya no.
Sólo por un tiempo, para expiar. ¡Anto! – grito don Bruno.
El criado se acercó
a la cama, despacio, con la cabellera revuelta.
– Pide por mí; tú
solo – le dijo don Bruno.
– Yo al seño; ella,
la Kurku, a la señora.
Don Bruno
dudó. – Bueno – dijo.
Anto habló en
quechua.
- El gran señor don
Andrés, ya todo, ha perdonado. Está tranquilo. Tú, padrecito, don Bruno, tienes
hijito, por bendición de él. No vas a penar en los montes gritando, arrastrando
cadenas…
La Kurku empezó a
gemir.
- ¿Cómo lo sabes,
Anto? - preguntó el hacendado.
– El gran señor me
habla; la gente habla. Bendición para ti. Don Bruno. Ahora tú, Gertrudis, con
valorcito, con tu corazón inocente, ruega.
- ¡Yo no inocente!
¡Yo no inocente! ¡Mátame don Fermín; tú que no tienes conciencia, patrón
grande! - gritó la Kurku, y corrió hacia el minero.
Palideció Matilde;
se aterrorizó. Don Bruno sacó su vieja pistola; levantó el gatillo de uno de
los cañones, y se dirigió paso a paso hacia la Kurku. - ¡Yo! Tengo la
obligación – dijo -. Es mi obra.
Anto se arrodilló
delante de la Kurku, protegiéndola.
– Tú, no, don Bruno
– dijo en quechua -. Desde nacida es así. Hija del diablo. ¡Kurku! A mi cama ha
ido, noches tras noches. Tentándome. Espera don Bruno. Cualquierito de estos
días. El demonio la va a arrastrar a su cueva.
-¡Basta!
Guarda el arma, Bruno. Respeta a tu madre. Basta de comedias. ¡Respeta a tu
madre! – pretendió ordenar don Fermín. - ¿Tú me dices eso, Fermín? Si no
eres más que un cachaco del infierno. No te arden los pecados. ¿Oíste a la
Gertrudis?
– La voz de la
lujuria.
– Puede ser. Pero
¿cómo sabe que tú no tienes conciencia?
- ¡Caínes!
¡Silencio! – gritó uno, en la sala -. Respeten al muerto.
- ¡Ah! La voz de
“El Gálico” – dijo don Bruno en voz alta – Aun así, obedezcámosle, porque es
peor que nosotros. K´atak´e, desde los pelos hasta las uñas, lo liquidaré
pronto. Perdóname, Matilde; soy de veras maldito. Pero “El Gálico” es hijo de
la sífilis, signo de Satanás. ¡Adelante, don Fabricio! Hermano mayor.
Pero la sala se fue
quedando vacía. No entró “El Gálico”. Casi en fila, quedaron únicamente los
jefes de los servidores de ambos hermanos, en la puerta del dormitorio.
No hubo pésames.
Los agentes de Cabrejos y el propio ingeniero habían logrado convencer a los
vecinos que Aragón ya no tenían poder, que habían perdido su grandeza. El juez
y el sub-prefecto de la provincia les garantizaron que se cambiarían a las
autoridades del distrito como a ellos les pareciera mejor, y que cualquier
juicio que iniciara Fermín Aragón por las tierras de “La Esmeralda” se
tramitaría de manera “especial”; que sería expedientes sin pies. El abogado de
Aragón de Peralta les confesó, sin escrúpulos, que renunciaría a defender a don
Fermín, y que este señor no encontraría ningún profesional que aceptara
representarlo, porque los ochos abogados de la cuidad habían sido contratados a
sueldo por Cabrejos.
(Págs. 209-213).
Anto, fiel servidor de don Bruno, se instala en Paukarpata, predio
que le acaba de ser cedido. Gertrudis, una enana contrahecha, también
amante ocasional de don Bruno de Aragón de Peralta y que se caracteriza por su
alma elemental llena de poética supersticiosidad, es entregada al alcalde de
Lahuaymarca, en tanto que Bruno nombra a Rendón Willka albacea del hijo que
tendrá con Vicenta y, al mismo tiempo, lo distingue nombrándolo administrador
de la hacienda.
El consorcio Wister – Bozart, pretende apropiarse de la mina para
su explotación y conseguir la totalidad de los beneficios. Una vez encontrada
la veta del metal, don Fermín tiene que luchar con la Wister para conservar su
yacimiento o al menos parte de él, pero sus esfuerzos son vanos porque el
consorcio domina en las esferas económicas y políticas del Perú y hace y
deshace todo cuanto se le antoja, de tal forma que a don Fermín le ofrece una
mínima participación de lo que había sido su mina y cancela cualquier posible
negociación.
El consorcio Wister – Bozart funda la compañía Aparcora Mines,
logrando la expropiación de las tierras colindantes y el uso de las aguas de
Lahuaymarca. Cabrejos Seminario regresa a San Pedro en calidad de gerente. Se
realiza una expropiación y los damnificados se amotinan, no permitiendo el
ingreso de las autoridades que van a hacer cumplir la orden. Frente a este
ensamblaje omnipotente están los indios comuneros, libres, encabezados por
Demetrio Rendón Willka, quienes, a su modo, también luchan contra el consorcio,
pero igualmente serán arrasados por él. Los fanáticos incendian la iglesia.
Desde la terraza de la mina los ingenieros veían arder la iglesia.
Asunta, convencida de que todos esos hechos catastróficos se deben a Cabrejos
Seminario, se dirige a casa del ingeniero y lo mata. El desconcierto y la
zozobra reinan en el ambiente. Asunta se declara culpable del crimen de
Cabrejos Seminario por lo que es conducida a la capital. El ingeniero Velazco,
que sustituye a Cabrejos Seminario en sus funciones gerenciales, manda apresar
a los obreros que no cesan de pedir clemencia para con los indios. Bruno de
Aragón y Peralta y los varayocs acuerdan reconstruir la iglesia, pues, temen la
ira de Dios. El sub-prefecto, un oscuro aventurero, insinúa a Cisneros ultimar
a Bruno. Los vecinos, frustrados todos sus intentos defensivos, abandonan
a San Pedro, y Anto, el fiel criado, vuela en pedazos al dinamitar un buldócer
de la Wister – Bozart. Bruno, exasperado por lo difícil de la situación, mata a
don Lucas y hiere gravemente a su hermano. Demetrio Rendón Willka, en cabildo
de colonos, recibe la administración de la hacienda, en tanto que Vicenta y su
hija salen de viaje. Cinco días después, los guardias fusilan a un indio,
a una mujer y a Demetrio Rendón Willka. En la novela aparecen todos los
problemas del Perú en plena ebullición en la época en que se fue escrita,
porque Arguedas se propuso abarcar la totalidad de las cuestiones sociales que
afectaban al hombre peruano de su momento.
El propio autor la consideró como la culminación de su obra, de
modo que las novelas anteriores constituirían los eslabones necesarios para
elaborar ésta última: “Todas Las Sangres” ha madurado durante
largos años. Es notoria en esta novela la ampliación de los componentes narrativos
arguedasianos en lo que respecta al elemento humano que, aún con predominio
notable de serranos, se ve incrementado con un gran número de personajes
costeños que participan con igual intensidad. Entre todos ellos hay que
destacar la significación del comunero Demetrio Rendón Willka, enviado por su
comunidad a estudiar a Lima, que se convierte en el líder del movimiento de
liberación de los indios. Muere fusilado, y ante el pelotón proclama la
continuidad de la lucha y profetiza la victoria futura. Su muerte produce una
fuerte conmoción en la naturaleza que llega a todos los personajes como un
mensaje de esperanza.
Comedia en cinco actos
en verso y prosa y verso de William Shakespeare, cuya fuente podemos rastrearla
en el cuento de Tomás Lodge “Rosalinda o
el áureo legado de Eufue”, que a su vez deriva del “Cuento de Gamelyn” atribuido a Geoffrey Chaucer (1340-1400). Por
su carácter pastoril, forma también trilogía con la “Aminta” de Torcuato Tasso y el “Pastor de Fido” de Giambattita Guarini, que pueden considerarse
los modelos de este género. “Como
gustéis”, sin embargo, es una obra más humana y más verídica, más profunda
y- lo que pareciera imposible, no tratándose de Shakespeare- más poética. Es
curioso anotar que hasta el bosque, que en Tomás Lodge es el de las Ardenas, en
Flandes, fue trocado por el de Arden, en el Warwickshire, de que Shakespeare
debía guardar gratos recuerdos de juventud por su proximidad con
Stratford-onavon, su pueblo natal. Además la madre del escritor inglés se
llamaba Mery Arden. Resulta patente la idea de idealizar este nombre, Dijérase
que guía la obra una satisfacción íntima y personal, un deseo de respirar el
autor la atmósfera para de su tierra, de tenderse a soñar y añorar sobre sus
campos, como Don Quijote, la “dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien
los antiguos pusieron nombre de dorados”. Veamos el contenido de la comedia.
Guillermo, duque de
Flandes, era un soberano muy estimado y querido de sus súbditos. Todos aquellos
que acudían a él para recibir justicia y protección eran acogidos con tal
amable benevolencia que daban gracias al cielo por haber puesto la corona del
ducado en la cabeza de una persona tan magnánima. Era, en una palabra, un
soberano óptimo, y hubiera continuado gobernando largos años si su hermano
menor, Federico, roído por la ambición y la envidia de la corona que el derecho
de primogenitura colocaba en la cabeza de su hermano, no hubiese conspirado
contra él.
Cierto día en que el
duque volvía a su capital de una partida de caza, vio que salía a su encuentro,
jadeante, uno de sus secretarios.
-¡Señor!- dijo éste
echándose a sus pies-. Debo comunicaros
una noticia dolorosa… Vuestro hermano…, poniéndose a la cabeza de un grupo de
magnates, se ha apoderado del castillo y ha hecho colocar soldados fieles a él
en todas las puertas de la ciudad… Señor, por amor del Cielo, no os acerquéis a
los muros; tienen la de orden de mataros… Yo mismo, al salir a avisaros, he
escapado por milagro a las flechas de los arqueros.
El duque Guillermo, sin
pestañear, miró a los hombres de su séquito.
-La víbora- dijo
después con resignada tristeza-, ha
empleado su diente venenoso… No pensaba que ocurriera tan pronto; pero estaba
seguro de esto había de llegar. La propia perfidia que han empleado servirá un día
para arruinar a los traidores; pero ese día está lejos aún, Señores, yo
establezco mi corte en el bosque de las Ardenas… Si alguno de vosotros quiere
seguirme, que me siga… La estación es buena, y las fieras son menos pérfidas
que ciertos hombres… Dejo a mi hermano la corona y el cetro y a todos vosotros
libres para escoger entre vuestro antiguo duque y el nuevo.
-Estaremos siempre a vuestro lado, señor- exclamaron todos los gentilhombres y servidores
que componían su séquito.
-Gracias, señores-
exclamó conmovido el duque Guillermo-, Diez
súbditos fieles valen por todo un reino.
El duque usurpador
tenía una hija llamada Celia; el duque Guillermo tenía otra de edad aproximada,
que se llamaba Rosalinda. Las dos primas habían crecido juntas y se amaban más
que dos hermanas. El propio Federico, que odiaba a su hermano, alimentaba por
la hija de éste un amor casi paternal. Guillermo conocía este cariño y cuando
los acontecimientos lo obligaron a huir, lo hizo convencido de que su Rosalinda
no corría ningún peligro viviendo en el castillo de su tío.
Rosalinda comprendió
casi al instante que algo grave había ocurrido en su familia; pero el afecto de
Celia fue para ella como una dulce medicina. Desde aquel momento trató a su tío
con cierta frialdad, y todas las noches rogaba al Señor que permitiese volver a
su padre; pero como comprendía que la fortuna de éste seria la desgracia de
Celia, rogaba en voz baja para que su amada prima no la pudiese oír.
La vida de las dos
primas se desarrollaba en común: las dos muchachas bordaban juntas, cantaban
juntas, jugaban juntas en el gran parque del castillo y juntas escuchaban los dichos
ingeniosos de maese Paragón, el alegre bufón de la corte, que bajo su corteza
de descarado cinismo, consagraba a las dos muchachas un afecto de perro fiel.
El duque Federico, como
todas las personas violentas, gustaba, más que de los cantos, la música y los
dichos ingeniosos, de los espectáculos de fuerza. Su pasión era la lucha, y
cuando encontraba un joven membrudo y ágil que fuese capaz de derribar a todos
sus competidores, lo nombraba su luchador personal y lo cubría de dones y favores.
El favorito del momento era un gigantesco mocetón, un tal Carlos, que se echaba
encima de cuantos tenían el valor de desafiarlo y con unas cuantas presas
resueltas los tiraba al suelo, infligiéndoles con frecuencia graves heridas. No
obstante, nunca faltaban competidores; como Carlos era el favorito del
usurpador, todos los jóvenes que seguían en su corazón fieles al duque legítimo,
esperaban causar una afrenta a aquél haciendo besar el suelo a Carlos; desafiar
a éste en la lucha era muy arriesgado, pero, al mismo tiempo, era un gesto a
favor del viejo duque que vivía en el corazón del bosque de las Ardenas con sus
fieles compañeros de destierro.
Siempre que tenía lugar
uno de estos desafíos, Rosalinda, a la que no gustaban, no obstante, los
espectáculos violentos, asistía a ellos con emocionada esperanza: hubiera dado
un tesoro por ver al luchador del duque tocar el suelo con la espalda, porque
pensaba que el hecho sería el primer paso para la vuelta de su padre; pero
hasta aquel momento, todas las peleas habían acabado con el triunfo de Carlos y
a la pobre Rosalinda no le quedaba otro recurso que retirarse sollozando a sus
habitaciones.
Un día se presentó en
la corte un nuevo luchador, un joven rubio, vestido como un campesino, pero de
facciones tan nobles que parecía un cortesano disfrazado.
-Será una de las acostumbradas montañas de carne que caen al primer
embate de Carlos- observó
con triste escepticismo Rosalinda.
-Te equivocas- la
corrigió Celia-. El nuevo campeón podrá
sucumbir ante la fuerza de nuestro luchador, pero es muy distinto de los otros.
Va vestido como un campesino; pero es rubio como los príncipes de las fábulas,
su semblante es atractivo y tiene unos encantadores ojos azules.
En efecto, cuando
Rosalinda llegó a la presencia del nuevo campeón, quedó como deslumbrada. Era
un joven hermoso como los ángeles y sus ojos azules inspiraban simpatía a la
primera mirada.
-¿Cómo os llamáis?-
preguntó Rosalinda, dominando su emoción.
-Rolando de Bois, para serviros- respondió el joven rubio-, hijo
de aquel Rolando de Bois que era uno de los más fieles servidores de vuestro
padre.
-Fuerte sois en verdad, señor de Bois, pero el luchador del duque, del
nuevo duque, es sin duda mucho más fuerte que vos, ¿No os convendría renunciar
a la lucha? He visto rodar por el suelo a verdaderos colosos ante el empuje de
Carlos… ¿Por qué no os volvéis a vuestra casa? Tal vez os aguarda una madre,
una hermana, que lloraría si volvieseis a casa en una litera.
-Ya no tengo madre y no he tenido nunca hermanas- respondió Rolando-. En casa sólo me espera un hermano y os aseguro que preferiría no
tenerlo… pero no temáis, que volveré por mis propios pies.
Antes de alejarse,
Rosalinda se quitó del cuello un crucifijo de oro, y tendiéndoselo a Rolando,
le dijo con el rostro encendido:
-Tomad esta crucecilla, señor de Bois. Os la doy para que os proteja.
-¡Gracias! ¡Gracias…!- balbució Rolando. Pero Rosalinda, arrastrada por Celia, había salido ya
de la sala.
Rosalinda no tuvo el
valor de asistir a la pelea; Celia la siguió desde la galería de una sala del
castillo e iba refiriendo las diferentes fases a su prima, la cual oraba ante
una imagen.
-Oye, los dos adversarios están frente a frente- anunció Celia, y la oración se estremeció en los
labios de Rosalinda.
-Carlos coge a Rolando por los hombros, lo dobla como un junco, lo
retuerce… Rolando está ya a punto de ceder…
Rosalinda se tapó los
oídos para no oír más. Pocos instantes después, brotó de la boca de Celia un
grito que no era de terror, sino de entusiasmo…
Por la expresión del
rostro de su prima, Rosalinda comprendió que había ocurrido algo nuevo.
-¿Ha caído?- preguntó
angustiada.
-¡Ha caído!- contestó
triunfante Celia-. No el joven rubio de
ojos azules, sino Carlos… Carlos tiene la espalda en tierra… ¡Mira! ¡Está en el
suelo!
De la muchedumbre que
se apiñaba en el patio del castillo brotó un aplauso atronador.
-¡Rolando ha vencido!- gritó Celia. Rosalinda se dirigió a la ventana, y asomándose por la
baranda, se puso a aplaudir y a gritar como una endemoniada.
-¡Bravo, Rolando! ¡Bravo! ¡Alabado sea Dios!
Entretanto, en la
tribuna de honor, desde la que asistía a la pelea, el duque Federico, lleno de
cólera por la derrota de su campeón, apretaba del modo menos amable posible las
manos del vencedor, y, como los aplausos de la multitud y los de Rosalinda no
cesaban, fue asaltado por la terrible sospecha de que aquellos aplausos iban
tal vez dirigidos no tanto al luchador victorioso cuanto al duque destronado.
-¿Sois acaso el hijo de Rolando de Bois?- preguntó al vencedor.
-Sí- respondió
con soberanía el joven-, y como él soy
fiel al duque Guillermo.
Los aplausos de la
multitud volviéndose frenéticos al oír estas palabras.
Mientras el pobre
Carlos se levantaba del suelo con la ayuda de sus asistentes, Federico se
volvió con dureza a Rolando para decirle:
-Hay victorias que pueden costarle la cabeza al vencedor. Acuérdate de
esto, joven.
Y embozándose con rabia
en su manto, se retiró al interior del castillo.
Con gran estupor de los
cortesanos que lo acompañaban, el usurpador, en vez de encaminarse a su
gabinete de trabajo, subió con pasos rápidos las grandes escaleras que llevaba
al primer piso, y abriendo con violencia la puerta, penetró, como un rayo, en
la sala en que se hallaban Rosalinda y Celia.
Las dos muchachas
hicieron tres reverencias, como exigía la etiqueta.
-Hasta ahora- gritó el
usurpador- he abrigado a la víbora en mi
seno, pero ahora basta. Hablo contigo, Rosalinda… Si cuando suene en las torres
del camino de ronda el toque de queda estás todavía en este castillo mío, o
dentro de los muros de ésta mi capital, mi verdugo te separará la cabeza del
tronco. Parte en seguida si amas la vida. Ve a unirte con el bribón de tu
padre, ve a unirte con el hijo de Rolando de Bois, por quien te has desollado
las manos aplaudiendo, ve adonde quieras, pero quítate para siempre de mi
vista. ¡He dicho!
Y atropellando a los
pocos cortesanos que tenía detrás, se retiró precipitadamente.
Rosalinda se echó
sollozando en brazos de Celia.
-¿Qué debo hacer?- le
preguntó entre sollozos.
-Qué debemos hacer, diría yo más bien. Tu suerte debe ser también la mía-
respondió Celia con gran firmeza-. Juntas
hemos crecido y juntas debemos desafiar los peligros.
-¡Gracias, Celia! ¡Gracias, hermana!- exclamó Rosalinda conmovida. Y en seguida, las dos muchachas se
pusieron a tramar su plan de fuga.
Saldrán del castillo
por una portezuela secreta antes del toque de queda y pedirán hospitalidad a
los pastores que vivían en los linderos del gran bosque. Dios les ayudaría a
huir y las alejaría de los peligros que no faltarían, ciertamente, a dos
muchachas como ellas, solas en el campo casi desierto.
Para reducir los
peligros al mínimo, pensó Celia en vestirse con las ropas toscas de una
pastorcilla, y Rosalinda, que era más alta que ella, determinó vestirse por
completo de hombre.
-Viendo a una pastorcilla acompañada de un hombre, nadie se atreverá a
hacernos daño- dijo Rosalinda-. Después
el Cielo nos hará descubrir pronto la corte silvestre de mi padre, y sin aún
debemos sufrir más, sufriremos en compañía de personas queridas. Sólo siento…
-¿Qué es lo que sientes?- preguntó con curiosidad Celia, mientras se ataba la rubia cabellera con
un pañuelo rojo de pastorcilla.
Rosalinda sentía cierto
embarazo para acabar su discurso…
-Rolando- balbució
por fin, mientras se abrochaba un bonito par de calzones de terciopelo azul que
empezaban a transformarla en un hermoso joven de aires atrevidos-. Siento no volver a ver a Rolando…
-Tonta- le
reprochó Celia, mientras se pasaba por las mejillas un colorete que,
corrigiendo la palidez ciudadana de su epidermis, la hacía semejante más a una
hija de los bosques-. Si quiere el
destino que Rolando sea tu marido, claro está que lo volverás a ver… Pero ahora
no puedes pensar en los hermosos jóvenes rubios, porque tú misma eres un
hermoso joven rubio… A propósito, ¿cómo te harás llamar…?
-Ganimedes- dijo
Rosalinda, que sentía una gran pasión por la mitología.
-¡Viva maese Ganimedes!- exclamó entusiásticamente Celia.
La idea de las
aventuras que iban a correr había llenado a las dos muchachas de un entusiasmo
que había borrado en sus corazones, de momento, la impresión del suceso
doloroso… Pero la hora de la partida se acercaba…
-Partamos- dijo Rosalinda
después de haberse mirado por última vez en el gran espejo-, pero no te oculto que me alegraría poder
saludar a Rolando…
En el corredor se dejó
oír una voz familiar.
-Y a maese Paragón, ¿no lo queréis saludar?- dijo la voz con tono de reproche; y segundos
después, el bufón hizo su aparición en traje de camino, llevando al hombro un
inmenso laúd. La vista de sus amitas disfrazadas así, no asombró al viejo
bufón…
-¡Oh, querido Paragón!- exclamó Rosalinda saliéndole al encuentro con los brazos abiertos-. Nos vemos obligadas a huir y a dejarte.
-Yo soy como vuestra sombra- respondió maese Paragón- y no me
perderéis tan fácilmente… En un bosque, un bufón es indispensable y un laúd es
un instrumento de primera necesidad. Vamos al bosque, hijitas…
Aquel día había sido
muy negro para el usurpador y la noche debía serlo aún más. Cuando a medianoche
fue a ver si Rosalinda había desobedecido su orden, ya no encontró a su
sobrina; pero tampoco a su hija, y cuando hizo llamar a maese Paragón, supo que
el bufón había desaparecido también.
Rolando de Bois se dirigió
alegremente hacia la casa de su hermano. Había vencido a Carlos y mortificado
con esta victoria al duque usurpador, y había herido, al mismo tiempo, el
orgullo de su hermano Oliverio, que lo trataba como a un perro, Oliverio,
olvidando que era el hijo primogénito de uno de los más fieles partidarios del
duque legítimo, se había pasado por interés al bando del usurpador.
Por el camino, Rolando
se tocaba de vez en cuando el pecho bajo el vestido y la camisa, para sentir
bajo sus dedos la fría caricia de la crucecilla de oro. El regalo de Rosalinda
le había traído la fortuna y Rosalinda… Cerrando los ojos Rolando veía de nuevo
el rostro de la muchacha en el momento en que le ofrecía su regalo, veía en el
momento de la victoria sus blancas manecillas que se agitaban desde la ventana…
“Quiero tomar esposa”, se decía Rolando, “pero aguardaré
a que el usurpador sea arrojado del trono y a que el duque Guillermo haya
recobrado su corona; entonces me presentaré a él y le pediré la mano de
Rosalinda. Soy quizá demasiado ambicioso, pero estoy seguro de que no dirá que
no al hijo de Rolando de Bois, al vencedor de Carlos…”.
Mientras formaba estos
castillos en el aire, saltando más bien que corriendo, se detuvo ante él, jadeante,
el viejo Adán, el fiel servidor de su padre.
-¡Rolando! ¡Rolando!- le gritó el viejo-. El cielo te ha puesto en mi camino… No vuelvas a casa, por caridad… Tu hermano
Oliverio se ha hecho instrumento de la venganza del duque, que está furioso
porque has abatido a su campeón; vuestra casa está llena de hombres emboscados…
Te cogerán, te mataran, hijo mío.
El viejo Adán estaba
consternado; el joven Rolando acogió en cambio la triste noticia con la mayor
serenidad. Un velo de tristeza cubrió tan sólo un momento su rostro sereno,
cuando dijo en un impulso:
-Una sola cosa siento: que tendré que estar algún tiempo sin ver a
Rosalinda.
Y sin más, tomó el
camino que llevaba hacia el bosque de las Ardenas, seguido por el viejo Adán,
que lo acompañaba jadeando como algunos perros de caza.
Al cabo de una hora de
camino, Rolando se quitó de la cintura un puñal y deteniéndose ante una gran
encina, grabó en su corteza, en bellas letras mayúsculas, un nombre: ROSALINDA.
Lo contempló satisfecho y después reemprendió la marcha, con gran asombro del
viejo Adán, que no había visto nunca enamorado a su joven amo.
Celia, fingida
pastorcilla, y Rosalinda, todavía más fingido maese Ganimedes, caminaron largo
trecho guiadas de la esperanza de poder encontrar algún alma buena que las
llevase a la corte misteriosa del duque Guillermo.
Con las piernas
cansadas y los zapatos estropeados por el mucho andar, las dos primas aceptaron
la hospitalidad que les ofreció un grupo de pastores que habitaba en los
linderos del bosque. Y con ellos se detuvieron largo tiempo.
Las dos muchachas
ayudaban a sus huéspedes en los trabajos más fáciles y menos fatigosos, y solas
o acompañadas por maese Paragón, se adentraban con frecuencia en el bosque.
También maese Paragón se había hecho muy popular entre los pastores; sus
chistes, sus alegres cancioncillas, eran la distracción de sus momentos de
reposo; su laúd impulsaba a los jóvenes a improvisar bailes sencillos y
graciosos.
Cierto día- casi un mes
había transcurrido desde la fuga-, las dos muchachas y maese Paragón
penetraron, siguiendo el curso de un arroyuelo de aguas cristalinas, mucho más
adentro en el bosque, y fueron a salir a un prado de hierba esmeraldina,
constelado de flores de todos los colores.
-¡Muchachas!- exclamó de
repente maese Paragón-. ¡Acercaos!
Las jóvenes acudieron y
miraron. En todos los troncos de las encinas y de las carrascas que circundaban
el claro del bosque, una mano había grabado con bellas letras mayúsculas un
nombre: ROSALINDA, ROSALINDA, cien veces ROSALINDA.
-Es mi nombre escrito- dijo con voz trémula Rosalinda cuando recobró fuerzas para hablar-. ¿Quién será el joven que lo ha escrito?
-También podría ser un viejo- observó maese Paragón-. Los
viejos también saben escribir.
Rosalinda no respondió
Cuando nuestros tres
amigos hubieron regresado a casa de los pastores, se guardaron bien de referir
su extraño descubrimiento, pero dos de sus huéspedes, que habían ido a
apacentar los rebaños a diversas localidades, comunicaron a todos los
convidados un descubrimiento análogo.
-¿Sabéis lo que me ha ocurrido?- dijo uno de los pastores mientras la casera servía la sopa-. Hoy he llevado mi rebaño junto al bosque de
abetos, en el que, como todos sabéis, está aquella fuente de aguas
fresquísimas. Al ir a beber, me he dado cuenta de que alguien había pasado
antes y se había distraído grabando en los troncos de los abetos un nombre de
mujer…
-¿Rosalinda?-
interrumpió otro pastor.
-Sí, Rosalinda. ¿Cómo lo sabes?
-Porque es el nombre que he encontrado escrito en todas las carrascas
que bordean el arroyuelo verde.
Maese Paragón, mientras
todos los convidados se maravillan de una coincidencia tan extraña, miró a los
ojos, primero de Celia, y después, por más tiempo, a Rosalinda.
-Es desde luego un enemigo de las plantas- dijo sin apartar la mirada de Rosalinda.
-Rosalinda o Teolinda- refunfuñó Jacobo, el más viejo delos pastores- el hecho es que ese galancete está echando a perder las plantas del
bosque. Desde mañana habrá que tener los ojos abiertos… Quien descubra al
hombre que se divierte en estropear las cortezas de los árboles que lo traiga
aquí…
-Pero nadie debe hacerle daño- interrumpió maese Ganimedes con voz sofocada.
-No tengáis miedo, maese Ganimedes- continuó el viejo Jacobo-. Vos
que venís de la ciudad y que sois más instruido que nosotros, lo juzgareis y le
impondréis el castigo merecido.
La búsqueda del
desconocido autor de aquel extraño vandalismo, no fue cosa de un día, pero una
mañana, mientras maese Paragón cantaba acompañándose al laúd una graciosa
cancioncilla en medio de una alegre rueda de jóvenes pastorcillos y de viejos
pastores, se oyeron a lo lejos unas voces.
-Lo hemos cogido- decía
una voz.
-Hemos cogido al azote del bosque de las Ardenas- gritaba otra.
Todos- Rosalinda y
Celia formaban parte también del auditorio- se volvieron hacia el lugar del que
provenían las voces y vieron a un pequeño grupo de pastores que empujaban a un
joven rubio con el vestido algo estropeado…
Los que escuchaban a
maese Paragón se encaminaron todos hacia los recién llegados.
Fue cuestión de un
instante. “Maese Ganimedes”,
olvidándose por un momento de que era un joven atrevido, tuvo que apoyarse en
Celia para no desvanecerse.
El prisionero de los
pastores, el azote del bosque, era Rolando.
Sus vestidos debían
haber sido una semana antes bellos y elegantes, pero las zarzas y las ramas del
bosque, los habían convertido en andrajos y jirones. Los restos de una camisa
le cubrían escasamente el pecho, en donde resaltaba, brillando al sol, una
crucecilla de oro que causó una gran impresión, especialmente en Celia y
Rosalinda.
Precisamente a ésta o,
para ser más exactos, a éste, esto es, a maese Ganimedes, le correspondió la tarea
de interrogar al prisionero. Rosalinda lo absolvió, alzando la voz lo mejor que
pudo y teniendo casi constantemente los ojos fijos en las hierbecillas verdes
del prado, y Rolando, en respuesta, narró su historia, la que conocemos y la
que todavía no sabemos.
Rosalinda, la hija del
duque Guillermo, le había dado aquella crucecilla de oro, que le había
permitido vencer al luchador más formidable del ducado, pero la ira del duque
Federico y la obsequiosidad cortesana de su hermano Oliverio, le habían
obligado a abandonar la casa paterna; el viaje había sido difícil y penoso,
porque en el bosque no habían encontrado nada que comer; su viejo y fiel
servidor había caído en una ocasión extenuado en tierra y lo habría precedido
sin duda al otro mundo, si no hubiese llegado milagrosamente a socorrerlo y a
aplacarle el hambre un grupo de personas que Rolando había tomado al principio
por bandoleros, pero en las cuales había reconocido después, con gran alegría,
a los partidarios del duque Guillermo. Recobradas las fuerzas, Rolando había
sido conducido al centro de un claro del bosque en el que tenia de momento su
corte el duque destronado; el viejo duque lo había recibido con gran
entusiasmo. La noticia de su victoria y de su persecución había llegado también
al corazón del bosque y suscitado allí la mayor admiración. Rolando se había
atrevido a pedirle al duque la mano de Rosalinda y el duque se la había
otorgado añadiendo: “Hay sin embargo un
obstáculo: Rosalinda no está conmigo, y no está tampoco con su tío. Ha huido y
nadie sabe dónde se halla. Si consigues descubrirla tráela aquí, que yo me
consideraré dichoso al bendecir vuestras bodas.” Desde aquel día, Rolando
había recorrido en todas direcciones el bosque de las Ardenas, para ver si
lograba poner los ojos sobre la divina Rosalinda, pero hasta aquel momento no
había sido afortunado y había desahogado su desdicha escribiendo en los troncos
de los árboles su adorado nombre.
Mientras Rolando hacia
el relato de sus aventuras y de sus desventuras, no cesaba de mirar al joven
maese Ganimedes que lo interrogaba.
“Es ella, no es ella”, se decía mentalmente, y después concluía malhumorado casi en voz alta: “¡Necio que soy! Busco a una muchacha y éste
es un joven… El amor hace que pierda hasta la cabeza…”.
-Dejadme a solas con él- pidió maese Ganimedes cuando Rolando hubo dado fin a su relato.
-Sois un joven cruel- dijo con voz dura cuando quedaron solos-. Echáis a perder las plantas inocentes y si consiguierais encontrar a
vuestra Rosalinda no seríais capaz siquiera de abrir la boca.
-Tenéis razón, señor- respondió Rolando con tono sumiso-. Si
Rosalinda estuviese aquí delante de mí, no tendría el valor de decirle nada de
mi amor. He crecido en el campo como un campesino y nadie me ha enseñado los
bellos discursos que saben hacer los hombres educados en la corte… Pero la
quiero con toda mi alma.
Entonces Rosalinda se
dio a conocer con gran alegría del joven.
Pocos días después, los
dos prometidos pudieron llegar con Celia y maese Paragón a la corte silvestre.
El duque Guillermo se alegró mucho de haber vuelto a encontrar a su hija, y los
hizo desposar por un obispo, como exigía la etiqueta de los duques de Flandes.
“¿Y vivieron los dos
esposos largo tiempo felices en la paz del bosque?”.
Vivieron, en efecto,
felices durante muchos años, pero tuvieron que dejar bien pronto el bosque por
la corte, porque el duque Federico- el diablo no es nunca tan feo como lo
pintan- habiendo partido a la cabeza de un poderoso ejército para aniquilar la
corte silvestre, fue tocado por el camino de la gracia divina, y, renunciando a
su cruel represalia y a la corona mal adquirida, se retiró a una cueva a hacer
penitencia de sus pecados.
LA CASA DE LAS BELLAS DURMIENTES
Esta es la novela más
celebrada del escritor japonés Yasunari Kawabata, quien disfrutó de gran
popularidad en su país natal, y está considerado por sus compatriotas como un “tesoro humano” dentro del ámbito
literario nipón. Sus narraciones son de gran sensibilidad y expresan la esencia
de la mentalidad japonesa. Al tradicional estilo de la literatura de su país
une el contenido psicológico de la novela de la hora actual. Pertenece al grupo
de escritores identificados con el movimiento sensualista y es representante
del espíritu maduro de un nuevo Japón, dentro de las corrientes estéticas y
literarias europeas, introducidas en su país hacia el año 1880, que es cuando
allí comienza a publicar literatura europea, adquiriendo las letras niponas un
nuevo sentido a impulso energético. La notoriedad de Kawabata ha trascendido
las fronteras de su país, hasta hacerse acreedor al Premio Nobel de Literatura
de 1968, el primer japonés que ostenta este galardón en atención a “su maestría narrativa que expresa con gran
sensibilidad la esencia de la mentalidad japonesa”.
En “La casa de las bellas durmientes” (1960), Yasunari Kawabata nos
enfrenta ante el drama de la vejez y la muerte. Eguchi, un anciano de
sesentisiete años, llega a una casa cercana al mar donde se droga a hermosas
muchachas para que ancianos impotentes puedan acariciarlas y dormir junto a
ellas. La casa secreta despierta, dentro de su claridad, recuerdos ominosos a
Eguchi desde el momento mismo de su entrada, en que la patrona utiliza su mano
izquierda para abrir un cuarto y ostenta un pájaro mal diseñado en el obi que
viste; Eguchi recuerda los versos de una poetisa fallecida joven a consecuencia
de un cáncer, “la noche ofrece sapos,
perros negros y cadáveres de ahogados”. Era un verso que Eguchi no podía olvidar.
Al recordarlo, Eguchi se preguntaba si la muchacha dormida –no, narcotizada-
que le habían otorgado, y vaciló un poco en acudir a su lado. No le habían
dicho como la sumían en el sueño. En cualquier modo, pensó, estaría en un
letargo anormal, sin conciencia de cuanto ocurriera a su alrededor. Se sentía
cómodo en aquel lugar, sobre todo por la seguridad que le había transmitido la
encargada: “Todos los que acuden aquí son dignos de confianza”, le había dicho
la mujer. Yasunari Kawabata nos enfrenta ante lo horrible y lo feo representado
en este relato por la vejez.
“Eran las cortinas de terciopelo carmesí. El carmesí era aún más
profundo bajo la luz tenue. Parecía como si una delgada capa de luz flotara
ante las cortinas, y él se estuviera introduciendo en un fantasma. Había
cortinas en las cuatro paredes y también en la puerta, pero aquí estaban
recogidas hacia un lado. Cerró la puerta con llave, dejó caer la cortina y miró
a la muchacha. Ésta no fingía. Su respiración era la de un sueño profundo. Eguchi
contuvo el aliento; era más hermosa de lo que había esperado. Y su belleza no constituía
la única sorpresa. También era joven. Estaba acostada sobre el lado izquierdo,
con el rostro vuelto hacia él. No podía ver su cuerpo, pero no debía tener ni
veinte años. Era como si otro corazón batiese sus alas en el pecho del anciano
Eguchi.
Su mano derecha y la muñeca estaban al borde de la colcha. El brazo
izquierdo parecía extendido diagonalmente sobre la colcha. El pulgar derecho se
ocultaba a medias bajo la mejilla. Los dedos, sobre la almohada y junto a su
rostro, estaban ligeramente curvados en la suavidad del sueño, aunque no lo
suficiente para esconder los delicados huecos donde se unían a la mano. La
cálida rojez se intensificaba de modo gradual desde la palma a las yemas de los
dedos. Era una mano suave, de una blancura resplandeciente.
-¿Estás dormida? ¿Vas a despertarte?
Era como si lo preguntara con objeto de poder tocarle la mano. La tomó
en la suya y la sacudió. Sabía que ella no abriría los ojos. Con su mano
todavía en la suya, contempló su rostro. ¿Qué clase de muchacha sería? Las
cejas estaban libres de cosméticos, las pestañas bajadas eran regulares. Olió
la fragancia del cabello femenino. Al cabo de unos momentos el sonido de las
olas se incrementó, porque el corazón de Eguchi había sido cautivado. Se
desnudó con decisión. Al observar que la luz venia de arriba, levantó la vista.
La luz eléctrica procedía de dos claraboyas cubiertas con papel japonés. Como
si tuviera más compostura de la que era capaz, se preguntó si era una luz que
acentuaba el carmesí del terciopelo y si la luz del terciopelo daba a la piel
de la muchacha el aspecto de un bello fantasma; pero el color no era lo
bastante fuerte para reflejarse en su piel. Ya se había acostumbrado a la luz.
Era demasiado intensa para él, habituado a dormir en la oscuridad, pero al
parecer no podía apagarse. Vio que la colcha era de buena calidad.
Se deslizó quedamente bajo ella, temeroso de que la muchacha, aunque
sabía que seguiría durmiendo, se despertara. Parecía estar totalmente desnuda.
No hubo reacción, ningún encogimiento de hombros ni torsión de las caderas como
sugerencia de que ella notaba su presencia. Era una muchacha joven, y por muy
profundo que fuera su sueño, debería haber una especie de reacción rápida. Pero
él sabía que éste no era un sueño normal. Este pensamiento le impidió tocarla
cuando estiró las piernas. Ella tenía la rodilla algo adelantada, obligando a
las piernas de Eguchi a una posición difícil. No necesitó inspeccionar para
saber que ella no estaba a la defensiva, que no tenía la rodilla derecha
apoyada sobre la izquierda. La rodilla derecha se encontraba hacia atrás y la
pierna estirada. En esta posición sobre el lado izquierdo, el ángulo de los
hombros y el de las caderas parecían en desacuerdo, debido a la inclinación del
torso. No daba la impresión de ser muy alta.
Los dedos de la mano que el viejo Eguchi sacudió suavemente también
estaban sumidos en profundo sueño. La mano descansaba tal como él la dejara.
Cuando tiró la almohada hacia atrás, la mano cayó. Contempló el codo que estaba
sobre la almohada. “Como si estuviera vivo”, murmuró para sus adentros. Por
supuesto que estaba vivo, y su única intención era observar su belleza; pero
una vez pronunciadas, las palabras adquirieron un tono siniestro. Aunque esta
muchacha sumida en el sueño no había puesto fin a las horas de su vida, ¿acaso
no las había perdido, abandonándolas a profundidades insondables? No era una
muñeca viviente, pues no podía haber muñecas vivientes; pero, para que no se
avergonzara de un viejo que ya no era hombre, había sido convertida en juguete
viviente. No, un juguete, no: para los viejos podía ser la vida misma.
Semejante vida era, tal vez, una vida que podía tocarse con confianza. Para los
ojos cansados y présbitas de Eguchi, la mano vista de cerca era aún más suave y
hermosa. Era suave el tacto, pero no podía ver la textura.
Los ojos cansados advirtieron que en los lóbulos de las orejas había el
mismo rojo, cálido y sanguíneo, que se intensificaba hacia las yemas de los
dedos. Podía ver las orejas a través del cabello. El rubor de los lóbulos de
las orejas indicaba la frescura de la muchacha con una súplica que le llegó al
alma. Eguchi se había encaminado hacia esta casa secreta inducido por la curiosidad,
pero sospechaba que hombres más seniles que él podían acudir aquí con una
felicidad y una tristeza todavía mayores. El cabello de la muchacha era largo,
probablemente para que los ancianos jugaran con él. Apoyándose de nuevo sobre
la almohada, Eguchi lo apartó para descubrir la oreja. El cabello de detrás de
la oreja tenía un resplandor blanco. El cuello y el hombro eran también jóvenes
y frescos; aún no mostraban la plenitud de la mujer. Echó una mirada a la
habitación. En la caja sólo había sus propias ropas; no se veía rastro alguno
de las de la muchacha. Tal vez la mujer s las había llevado, pero Eguchi tuvo
un sobresalto al pensar que la muchacha podía haber entrado desnuda en la
habitación. Estaba aquí para ser contemplada. Él sabía que la habían adormecido
para este fin, y que esta nueva sorpresa era inmotivada; pero cubrió su hombro
y cerró los ojos. Percibió el olor de un niño de pecho en el olor de la
muchacha. Era el olor a leche de un lactante, y más fuerte que el de la
muchacha. Era imposible que la chica hubiera tenido un hijo, que sus pechos
estuvieran hinchados, que los pezones rezumaran leche. Contempló de nuevo su
frente y sus mejillas, y la línea infantil de la mandíbula y el cuello. Aunque
ya estaba seguro, levantó ligeramente la colcha que cubría el hombro. El pecho
no era un pecho que hubiese amamantado. Lo tocó suavemente con el dedo; no
estaba húmedo. La muchacha tenía apenas veinte años. Aunque la expresión
infantil no fuese por completo inadecuada, la muchacha no podía tener el olor a
leche de un lactante. De hecho, se trataba de un olor de mujer, y sin embargo,
era muy cierto que el viejo Eguchi había olido a lactante hacía un momento.
¿Habría pasado un espectro? Por mucho que se preguntara el porqué de su
sensación, no conocería la respuesta; pero era probable que procediera de una
hendidura dejada por un vacío repentino en su corazón. Sintió una oleada de
soledad teñida de tristeza. Más que tristeza o soledad, lo que le atenazaba era
la desolación de la vejez. Y ahora se transformó en piedad y ternura hacia la
muchacha que despedía la fragancia del calor juvenil. Quizás únicamente con
objeto de rechazar una fría sensación de culpa, el anciano creyó sentir música
en el cuerpo de la muchacha. Era la música del amor. Como si quisiera escapar,
miró las cuatro paredes, tan cubiertas de terciopelo carmesí que podría no
haber existido una salida. El terciopelo carmesí, que absorbía la luz dl techo,
era suave y estaba totalmente inmóvil. Encerraba a una muchacha que había sido adormecida, y a
un anciano.
-Despierta, despierta –Eguchi sacudió el hombro de la muchacha. Luego le
levantó la cabeza.
Un sentimiento hacia la muchacha, que surgía en su interior, le impulsó
a obrar así. Había llegado un momento en que el anciano no podía soportar el
hecho de que la muchacha durmiera, no hablara, no conociera su rostro y su voz,
de que no supiera nada de lo que estaba con ella. Ni una mínima parte de su
existencia podía alcanzarla. La muchacha no se despertaría, era el peso de una
cabeza dormida en su mano; y sin embargo, podía admitir el hecho de que ella
parecía fruncir ligeramente el ceño como una respuesta viva y rotunda. Eguchi
mantuvo su mano inmóvil. Si ella se despertaba debido a tan pequeño movimiento,
el misterio del lugar, descrito por el viejo Kiga, el hombre que se lo había
indicado, como “dormir con un Buda secreto”, se desvanecería. Para los ancianos
clientes en quienes la mujer podía “confiar”, dormir con una belleza que no se
despertaría era una tentación, una aventura, un goce en el que, a su vez,
podían confiar. El viejo Kiga había dicho a Eguchi que sólo podía sentirse vivo
cuando se hallaba junto a una muchacha narcotizada.
Cuando Kiga visitó a Eguchi, su mirada se posó en el jardín. Había algo
rojo sobre el musgo marrón del otoño.
-¿Qué puede ser?
Salió para verlo. Las bolas eran frutas rojas de Aoki. Había un gran
número de ellas en el suelo. Kiga recogió una y, jugando con ella, habló a
Eguchi de la casa secreta. Dijo que acudía allí cuando la desesperación de la
vejez le resultaba insoportable.
-Parece haber pasado mucho tiempo desde que perdí la esperanza en
cualquier mujer. Hay una casa donde duermen a las mujeres para que no se
despierten.
¿Sería que una muchacha profundamente dormida, que no dijera nada ni
oyera nada, lo oía todo y lo decía todo a un anciano que, para una mujer, había
dejado de ser hombre? Pero ésta era la primera experiencia de Eguchi con una
mujer así. Sin duda, la muchacha había tenido muchas veces esta experiencia con
hombres viejos. Entregada totalmente a él, sin conciencia de nada, en una
especie de profunda muerte aparente, respiraba con suavidad, mostrando tal vez
acariciarían todas las partes de su cuerpo, otros sollozarían. La muchacha no
se enteraría en ninguno de ambos casos. Pero ni siquiera este pensamiento
indujo a Eguchi a la acción.
Al retirar la mano de su cuello tuvo tanto cuidado
como si manejara un objeto frágil; pero el impulso de despertarla con violencia
aún no le había abandonado.
Cuando retiró la mano, la cabeza de ella dio una suave media vuelta, y
también el hombro, por lo que la muchacha quedó boca arriba. Eguchi se apartó,
preguntándose si abriría los ojos. La nariz y los labios brillaban de juventud
bajo la luz del techo.
La mano izquierda se movió hacia la boca; parecía a punto de meter el
índice entre los dientes, y él se preguntó si sería un hábito de la muchacha
cuando dormía, pero sólo la acercó dulcemente a los labios y nada más. Los
labios se abrieron un poco, mostrando los dientes.”
(“La Casa de las bellas durmientes”, Yasunari Kuwabata; Ediciones Orbis S.A. – 1983; págs. 14-19)
La vejez contrasta,
tácitamente, en cada uno de los capítulos de “Las bellas durmientes”: “La
pureza de la virgen era como la fealdad del anciano” comenta Kawabata.
Aunque contienen variaciones, las cinco partes de esta obra constituyen el
desarrollo de un solo tema: el enfrentamiento del deterioro físico con el
florecimiento de la juventud de las muchachas desnudas. Se contrastan lo feo y
lo bello, malignidad y virtud percibidos a través de los sentidos. La habilidad
de Kawabata para un mismo tema, el encuentro del protagonista con distintas
muchachas, parecería inagotable para descubrir el frágil erotismo de Eguchi
cuyo goce es más bien estético, visual y olfativo, qué táctil frente a las
deslumbrantes desnudeces de las bellas durmientes, si todo ello no lo condujera
hacia la muerte. La búsqueda de la identidad, en buena cuanta la trama
principal de la novela, sólo puede llevar al personaje hacia el encuentro de la
muerte; primero, la de uno de los ancianos que frecuentan la casa; luego, la de
una de las bellas durmientes. Pero es ante la propia muerte del protagonista
ante lo que Kawabata nos enfrenta, en quien pesan tanto los recuerdos cuando se
encuentra ante cada una de estas vírgenes. Los somníferos que toma para dormir,
que se le ofrecen en las almohadas de la camas, y su deseo de tomar él mismo la
dosis de lo que se le administra a las muchachas es un símbolo del propio deseo
de muerte del protagonista enfrentado ante un destino sin solución. A la vez
que deseo de muerte hay un rechazo ante este umbral desconocido, Eguchi se
niega a que lo ayude la patrona en una de sus visitas cuando están mojadas las
piedras del piso de entrada. Ese rechazo no es otra cosa que temor pues, Eguchi
mismo dice en un pasaje en que se siente la presencia del invierno muerto: “Un anciano vive a las puertas de la muerte”.
Vemos así que la lascivia no sólo se conforma con la simple belleza, sino que
necesita otra fatídica excitación. Y entonces se produce el trágico juego entre
el erotismo y la muerte: Eguchi se extasía y se excita ante el cadáver de la
muchacha con quien ha yacido.
El amor es una de las
constantes esenciales en las obras de Kawabata. Pero después que el escritor ha
penetrado en “el mundo de los demonios”,
el amor se transforma, cambia radicalmente de sentido. En “La casa de las bellas durmientes” ya no es un amor límpido,
transparente, casi químicamente puro, como lo era, por ejemplo, en su otro
libro que lleva por título “País de
nieve”, sino un amor convulso, turbio, trágicamente obsceno. La pureza se
ha convertido en densidad, y la clara luz de los paisajes refulgentes se ha
transformado en una atmosfera enrarecida, en una sofocante tensión de
habitación cerrada. “La casa de las
bellas durmientes” es una gran novela, quizá la más universal de las obras
de Kawabata. Y no sólo por su perfección formal, sino también por su erotismo
casi religioso y por la extraña y patética belleza que emana de sus páginas.