PRESENTACIÓN

ADIOSES, AUSENCIAS Y RETORNOS


Dinos en pocas palabras y sin dejar el

sendero, lo más que decir se pueda, denso, denso.

MIGUEL DE UNAMUNO.



Todo libro como todo hombre encierra en sí mismo una historia; así, los Resúmenes de obras famosas tienen la suya. Una historia propia que se remonta veinte años atrás y en la cual mi vida se halla inmersa, una historia a la que estoy sujeto por un cordón umbilical del cual no he podido desligarme. Estos resúmenes son fruto de mi pasión por la literatura, una pasión más fuerte y más intensa que cualquiera que haya sentido alguna vez. En el verano de 1982 fui contratado por un prestigioso colegio que buscaba mejorar su servicio académico. Como profesor principal del curso de literatura me encontré con un alumnado que tenía un común denominador: las ansias de aprender y conocer con el menor esfuerzo.

Con el entusiasmo y la impetuosidad propios de la juventud, elabore un programa de lo más variado donde los alumnos pudieran tener acceso a autores peruanos, españoles, latinoamericanos y europeos. Como sucede siempre, y ahora con mayor intensidad, encontré alumnos reacios a la lectura de obras voluminosas de difícil entendimiento, que exigían del lector un esfuerzo inusual, ¿Qué hacer? ¿Cómo prescindir de los hexámetros homéricos, de los tercetos de Dante, de la magia maquiavélica de un Yago o de una lady Macbeth, de los intrincados monólogos interiores de un Faulkner o un Joyce? ¿Y qué de los cuantiosos cursos que nuestros alumnos llevan en la secundaria con sus tediosas, torturantes y estériles tareas? Pero también existía una verdad que aunque dolorosa para mí, era muy cierta: “No solo de literatura vive el hombre común”. Había entonces que encontrar una solución al problema. Un toque divino me trajo la feliz ocurrencia de contar en horas de clase las obras que a mis alumnos no podían leer. El aula se convirtió entonces en una suerte de oyentes ansiosos por escuchar las locuras de José Arcadio Buendía, los sueños mesiánicos de Antonio Conselheiro, la transformación de Gregorio Samsa en insecto, los trasnochados remordimientos de madame Bovary o la afilada prosa de Manual González Prada, convertido yo, apasionado y eufórico narrador, en el mango del estilete. Y qué decir de la emoción y satisfacción que producían los versos de Neruda, Vallejo, Chocano, Buesa, Bécquer, Baudelaire o Espronceda cuando salían de mis labios en mis intentos declamatorios; esa avidez de mis alumnos fue satisfecha con creces. Sin saber cómo ni en qué momento, fui elaborando argumento de las obras narradas que, con el tiempo, fueron convirtiéndose en contenidos más amplios y consistentes hasta llegar a los resúmenes tal como se les conoce hoy. Estos resúmenes, ya agrupados en libros, me enseñaron a vivir la literatura con una entrega total, a la manera flaubertiana: con la literatura todo, sin la literatura nada. Esta experiencia fue para mí contundente y definitiva para aferrarme a mi propia obsesión, la de regir mi vida a través de la literatura. La de vivir literariamente, una vida como la de aquellos escritores que han llenado mis desvelos y vigilias con sus obras, en suma, decidirme definitivamente a ser como ellos.

Mis amigos desde niño, fueron los libros; el amor de mi vida han sido y seguirán siendo ellos. Nada ni nadie (sólo Dios en mis desvaríos) pueden reemplazarlos. Los amores humanos son fugaces cometas que atraviesan el cielo; la literatura, como yo la vivo y entiendo, es eterna, ella me ha permitido entender y amar a tantos hombres de letras; algunos ya no están, pero no han dejado de estar: Luis Alberto Sánchez, Augusto Tamayo Vargas, Julio Ramón Ribeyro, Guillermo Ugarte Chamorro, César Calvo, Mario Florián, Moreno Jimeno o Gustavo Valcárcel ; otros permanecen todavía iluminando el parnaso cultural de nuestra patria con su voz y presencia infinita: Washington Delgado, Jorge Bacacorzo, Leopoldo Chiappo, Leopoldo Chariarse, Arturo Corcuera, Estuardo Núñez, Vicente Azar, Jorge Puccinelli, Paco Bendezú, Alejandro Romualdo, Alfredo Bryce, Cronwell Jara, Marcos Yauri Montero, Ricardo González Vigil, César Ángeles Caballero, Winston Orrillo, Jesús Cabel O Alberto Valcárcel. Tantos quedan sin nombrar, pero su voz de aliento y estimulo permanecen en mi corazón para que siga adelante en esta difícil y agotadora labor de hacer llegar la obras de tantos hombres inmortales a través de estos resúmenes hechos con tanta dedicación y amor. Las voces de intelectuales extranjeros, conocedores de este trabajo, se sumaron también con su apoyo incondicional: Eliécer Cárdenas y Carlos Calderón Chico, desde Ecuador; Gladys Rossel desde Costa Rica; Manuel Ruano desde Argentina o José Manuel Solá desde Puerto Rico, que con sus opiniones, juicios y críticas han enriquecido estos resúmenes de obras famosas. En el camino de elaboración de los catorce volúmenes que constituyen esta colección me he topado con muchas dificultades; entre ellas, el tener que leer diferentes traducciones de una sola obra para poder trabajar la síntesis con la mayor exactitud posible.

La juventud con que comencé a elaborar estos resúmenes ha quedado atrás, sepultada con sus alegrías efímeras y sus profundas desilusiones (funesta edad de amargas decepciones), pero la emoción y el espíritu juvenil de esos años me han enriquecido con la edad. Los consejos de Sánchez, Tamayo, Florián, Washington Delgado y Reynaldo Naranjo no fueron vanos; ellos me inculcaron la tenacidad para perseverar en la literatura, a pesar del desaliento que nos invade día a día en un mundo de atroz ignorancia, más inhumano, agitado y frívolo como el que nos toca vivir.

Incluyo en esta edición los numerosos juicios que los Resúmenes de obras famosas han merecido durante estos veinte años. Si bien la amistad puede teñir las opiniones favorablemente, lo cual resulta comprensible, debo confesar que todos ellos fueron emitidos antes que surgiera la amistad con los autores de estos comentarios. Hago esta salvedad porque a veces las maledicencias disfrazadas de negro azogue o vulgo bilis se truecan en otras pasiones aún más bajas y urticantes; aguijón y cilicio guiados por la envidia que busca herir injusta y gratuitamente.

No puedo concluir este prólogo sin contar lo anecdótico. Tres anécdotas siempre tengo presentes; la primera es que siendo profesor de una academia preuniversitaria en Chosica, tuve entre mis alumnos al hijo del poeta Víctor Mazzi, buena razón para que cada fin de semana recalara en la casa del poeta para enfrascarnos en amenas charlas literarias, sobre todo de poesía; cómo se le encendían los ojos cuando le citaba lis versos de “Canto Coral” de Romualdo. Todavía guardo la antología de poesía revolucionaria que me obsequio con una sobria dedicatoria. Prometió hacerme un comentario a los Resúmenes de Obras Famosas, lo cual cumplió después de muchísimos años. La segunda está relacionada con Luis Alberto Sánchez, quien me indicó que no valía la pena incluir a Narciso Aréstegui en estas antologías; cuando le manifesté que haciendo un balance sobre el juicio que él me había hecho sobre el escritor cusqueño en su literatura peruana, Aréstegui salía ganando con creces, me contesto muy serio y cambiando de tema: “Así…pues, entonces inclúyalo”; también Luis Alberto tuvo un gesto conmigo que me gratifico muchísimo. Dedico su espacio diario de Radioprogramas del Perú para hablar elogiosamente de los resúmenes de obras famosas.” He llegado a más de un millón de personas”, me dijo. El tercero de ellos y quizá el más curioso tuvo como protagonista a Julio Ramón Ribeyro, quien, a manera de ameno reproche, me dijo que por qué había incluido “La botella de chicha” si era un cuento malísimo. Le di a entender que a mí me gustaba y que consideraba que aquella era una buena razón para figurar en la selección que había hecho, pero que estaba dispuesto a eliminarlo si él hacía lo mismo desterrándolo para siempre de su obra. Ribeyro quedo desconcertado. Una risotada de César Calvo alivio en algo la tensión. Ya a solas con César, le dije que después de lo sucedido no creía que Julio Ramón emitiera juicio alguno sobre los Resúmenes de obras famosas. Calvo, con el rostro serio y el ceño fruncido, me miró fijamente y me lanzo una de sus típicas ocurrencias: “No te preocupes, flaco, si Ribeyro firma hasta lo que escribe”. A los pocos días me llamo el hermano de Julio Ramón diciéndome que éste quería verme. Ya en su departamento barranquino, mirando las tranquilas aguas del Pacifico, me leyó esas pocas líneas imborrables para mí que en este libro he transcrito fielmente. Lo que más me emocionó es que me llamara poeta. ¡Qué laudable generosidad! El lama había descendido desde su Himalaya.

Guillermo Delgado.
Mayo 13 de 2003.

viernes, 15 de febrero de 2013

VOLUMEN XII

1era Edición




ÍNDICE

·         TODAS LAS SANGRES (José María Arguedas)
·         COMO GUSTÉIS (William Shakespeare)
·         LA CASA DE LAS BELLAS DURMIENTES (Yasunari Kawabata)





TODAS LAS SANGRES


El año de 1964 es el de la publicación más ambiciosa de José María Arguedas; es el año de “Todas las Sangres”, en la que el autor quiere representar la gran diversidad de elementos humanos que componen el Perú, intenta crear un cuadro de la totalidad social del país basándose en sus propias experiencias recogidas de todas las escalas y jerarquías del Perú que él conoció directamente. Es la novela más extensa entre toda la producción arguedasiana. En ella la trama se complica, los elementos se aglomeran, dotándola de una gran consistencia narrativa. El núcleo narrativo se centra en el escenario de una mina encontrada en el monte Apark´ora  y en los problemas que se suscitan acerca de su propiedad y explotación. El dueño es Don Fermín Aragón de Peralta, hacendado y gran señor de antiguo, muy temido y respetado, cuyos ideales son industrializar y modernizar el Perú para los peruanos, utilizando como mano de obra a los indios. Contrariamente a él, su hermano, Don Bruno, personaje de talante feudal, pretende la liberación de sus indios a través de la caridad, pero desprecia las razones de la justicia y los derechos humanos. La novela se inicia cuando el padre de los Aragón de Peralta sube a tientas las gradas de piedra de una iglesia y desde allí maldice a sus dos hijos. El anciano estaba borracho, pero aun así logró llegar hasta las campanas. Luego de  un rato de forcejeos, uno de sus hijos logró bajarlo de la torre. Pero el viejo, obstinado como era, fue a su casa y bebió veneno mezclado con aguardiente. Su criado, Anto, sospechó la resolución del viejo, pero nada pudo hacer. A la muerte del padre, los hermanos, que hasta entonces habían sido conocidos como los “caínes”, deciden reconciliarse. Como primera muestra de ello, don Bruno decide prestar a su hermano sus indios para que lo ayuden a conseguir el metal de la mina con mayor rapidez. Bruno, “bestia loca y peligrosa”, según la opinión de su hermano Fermín, envía quinientos hombres de su hacienda para los trabajos de la mina que su hermano Fermín ha hecho de su propiedad. Don Bruno nombra al indio Rendón Willca capataz de sus colonos. Los vecino de San Pedro tratan de impedir la venta de sus tierras, pero la desunión que existe entre ellos los debilita y los hace vulnerables.


“Con el primer rayo del sol, al día siguiente, ingresaron al inmenso patio de la hacienda los quinientos jefes de familia, siervos de don Bruno. Entraron en orden. Llegaba el sol, recreándose sobre las flores del gran pisonay solitario del patio. Un muchacho, como de 17 años, tocaba el pututu del ayllu K´uychi, cabeza de los siervos; en seguida, veintinueve mozos de las otras estancias hicieron gemir sus pututos. La voz oscura de los caracoles repercutía en las montañas, alcanzaba al sol y hacía vibrar las ramas del pisonay, que hizo caer al suelo ya enrojecido, varias de sus flores, pesadas, color de sangre.  El patrón apareció sobre el alto comedor de la casa-hacienda. En fila, tenía delante de sí a los treinta cabecillas. Don Adrían ocupaba el centro. Se arrodilló el primero, y en cierto orden, como formando una onda, se arrodillaron todos los demás.

– En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo – rezó don Bruno, de pie.

Los indios agacharon la cabeza. 

- ¡Amén! – dijo el mandón que se había arrodillado sobre una de las gradas de la escalera, cerca del patrón.

- ¡Amen! – repitieron los colonos.

– Hombres de mi pertenencia – comenzó a hablar en quechua el propio don Bruno – Hombres de mi tierras…

Con su poncho de vicuña cubriéndole el cuerpo, tenía la expresión todopoderosa que impuso silencio entre los señores del pueblo, a la hora del pésame. 

– Habrá mita. Iréis por turnos de doscientos cincuenta a trabajar en las minas de mi hermano. Irán también los mozos. Seguían de rodillas los comuneros. Don Bruno se olvidó de dar la orden para que se levantaran. El mandón le hizo una seña, que el patrón no vio. 

– Yo no necesito las moyas; que cada indio tenga derecho a criar diez ovejas, cinco alpacas, dos vacas, un caballo. Yo dispondré de los caballos si hay necesidad; compraré las ovejas y las vacas si hay necesidad. Compraré a precio bueno. No quiero que los hombres de mis tierras vayan a los pueblos. ¡Yo soy corrompido! No quiero que los hombres de mis pertenencias sean corrompidos. ¡Levántate, Kóto!  - gritó, de repente, dándose cuenta que los “colonos” seguían de rodillas. Todos los indios se pusieron de pie.

  - ¡Yo hago sufrir! Eso es pecado. Eso mancha, ensucia. Ustedes sufren. Son puros. En la mita irán con Nemesio Carhuamayo, mi primer mandón y con Federico Olivas, segundo mandón. No hablará ningún colono con los peones y obreros de mi hermano, bajo pena de azote.

Los siervos en ese instante levantaron la cabeza y algo en el cielo. Una tropa de loros pasó, muy alto, gritando profundamente, y wayronk´os muy negros, de cuerpo lúcido, zumbaban cerca de los maderos que sostenían el techo del gran corredor. 

– Quince días cada hombre y cada mes. Mi hermano está levantado un corral bien cercado para ustedes; habrá techo adentro. Nadie llevará a sus mujeres. La mina no está lejos; un día de camino. Yo iré a tomar cuentas al mandón cada semana. ¡Adrian K´oto! Tú me respondes; en la mina como en la casa-hacienda, los hombres de mi pertenencia pasarán al día, en silencio, oración y trabajo. Desde este día, en cambio, el colono de “La Providencia”, podrá ser más rico que todos los comuneros de todos los pueblos. El trabajo es orden de Dios para el “colono”; sólo el señor tiene la desgracia; antes sus ojos está el camino del bien y del mal, Adrian K´oto aunque no debías hablar conmigo, porque no tienes derecho, yo he permitido que me hables. Obedece sin rabia a cambio de las recompensas que a nombre de mi padre te ofrezco, sin que yo deba concederlas. Obedece sobre todo mi orden de que los indios de mi pertenencia no hablen de la mina con los borrachos asquerosos que allí trabajan. Dios cerró para ustedes el camino del mal a cambio de la obediencia. K´oto, tú eres indio de entendimiento; tú sabes. Tú me respondes. Si algo sé, si uno solo de mis indios aprende el vicio que Dios prohibió para ustedes, tu sangre será poca para lamer las flores de mi pisonay. Tú has visto que he colgado allí a unos cuantos indios para que los azoten. A ti te haré abrir las venas, a pesar de que te quiero, Adrian K´oto. Mira a tu padre “Pukasira”; lo pongo también de testigo.

Don Bruno concluyó de hablar. El pisonay, entonces, abrió sus flores que se habían opacado mientras él amenazaba. Pero, en cambio, el gran patio, los huertos y toda la quebrada quedaron en silencio. Los ojos de don Bruno brillaban cristalinamente. Don Adrian K´oto y todos los indios lo contemplaron, como si de veras, en cada uno de ellos no hubiera alma que vibrara, sino nada más que un trozo de barro seco. Varios minutos transcurrieron así, con un vacio de silencio que aislaba al patrón de los indios, y aún a cada cosa de la hacienda. K´oto, por primera vez, desde que los colonos lo eligieron cabecilla, sintió que don Bruno le era algo extraño, que en él había un elemento perturbador que lo desorientaba. Don Bruno concentró en él su atención; los dos andaban extraviados. K´oto desvió la vista hacia el nevado, y luego, animado por su entusiasmo repentino, como si algo amaneciera en el mundo, se inclinó reverente, y dijo:

- Padrecito mandón, don Nemecio…

- ¡Háblame! -  le gritó al patrón - . Tienes licencia. 

– Hijo de Dios, wera´kochapatrón. Yo respondo. Yo te agradezco. Tendremos que bajar un poco de las moyas para criar diez ovejas, cinco alpacas, dos vacas, un caballo. Hijo de Dios:
 una sola pregunta, con la frente en el suelo, quiero atreverme a decirte. 

– Tienes licencia. 

- ¡Ahí está el pisonay, atrás! Pero estoy viendo el manto de sus flores en el suelo. Derrama tranquilo mi sangre sobre ese manto. Es poca y en el color de las flores ni se verá. Derrámala si uno solo de tus colonos habla en la mina con asquerosos hombres de otros pueblos. Pero, concédeme la bondad de tu corazón y danos licencia para vender algo de nuestros animales a nuestros hermanos comuneros de Paraybamba. Ellos no son colonos, pero hay lágrimas de niños y mujeres en sus calles, en su iglesia; ya no les alcanza en alimento; la tierra se ha empequeñecido…

Don Bruno iba a interrumpir al cabecilla; en su rostro fue encendiéndose la ira. K´oto dejó de hablar. El patrón dudó. El cabecilla le interrogaba, con una humildad que le enfrió las entrañas.

“¿Qué hay de nuevo en la humildad de esta criatura que no conoce el mundo? ¡Hay algo! ¡Algo malo!”, reflexionó don Bruno. 

– Tienes licencia K´oto. Te escucho. Sigue - dijo, sin poder ocultar su ansiedad y su enojo. 

– La tierra se ha empequeñecido en Paraybamba. Padrecito don Bruno, hijo de Dios; las madres están matando a sus hijos recién nacidos porque los mozos están escapándose a la costa, a tierras desconocidas. Colonos de “Providencia” les daremos lana, ovejas, para que vendan… trigo para que coman.  – Los colonos no venden. ¡Los colonos no tienen nada, K´oto! Todo es de mi pertenencia. ¿Quién te dio la licencia para ir a Paraybamba? ¿No sabes que tu alma es también de mí, que yo respondo por ella ante Dios, nuestro Señor?
Se quitó el sombrero y se persignó. 

- ¡Nemesio! Sube – ordenó al mandón.

– Ahora tú – le dijo a Olivas, el segundo mandón.

Desató el azote que siempre llevaba amarrado a la cintura, cerca del revólver, cuando estaba en su hacienda. Lo entregó a Olivas. 

– Diez – le ordenó-. Cinco en la cabeza, a este miserable, traidor, inútil- dijo, señalando al primer mandón.

Olivas blandió en seguida el azote y cruzó el rostro de Carhuamayo con un latigazo feroz.

Don Adrian se arrodilló. Los veintinueve cabecillas y todos los indios se arrodillaron despacio, como si trataran de que el patrón no advirtiera que se movían. Don Bruno no lo advirtió. Vigilaba de costado el flagelamento de su primer mandón. Su imponente cabeza gozaba y gemía:

- ¡Cinco de eso! - repitió.

Olivas ensangrentó las mejillas y la nariz de su jefe. Reventaron pequeñas venas en la cara de don Nemesio, que era un mestizo sonrosado. 

- ¡Basta!- ordenó el patrón, descubriendo que los indios estaban de rodillas. Olivas iba a lanzar los otros azotes sobre la espalda del mandón. Había tomado mucho impulso y quedó desconsolado con el trenzado azote colgando de sus manos hacia el suelo.

Carhuamayo, con la cara en que la sangre goteaba, permaneció muy erguido, los ojos pendientes de la frondosa copa del pisonay. Al último azote, una calandria se posó en la más alta rama; voló como llameando su pecho amarillo. Cantó dulcemente bajo los cielos. 

- ¡Licencia! – dijo don Adrián, permaneciendo de rodillas. 

– Habla. ¡Sin levantarte!  - contestó el patrón con expresión confusa.  

- ¡Inocente don Nemecio Carhuamayo! ¡Como la voz de la calandria! Más todavía. Mujeres de Paraybamba han pasado el río. Chorreando agua llegaron a mi casa. Pidieron misericordia. Están matando a sus hijos recién nacidos, hijo de Dios. Oye, oye tranquilo al Señor Crucificado, patrón de tu hacienda; en tu corazón escúchalo. ¡Ahí está la sangre inocente de don Nemecio! Ya le está cayendo al pecho. Paraybamba no es corrompido; sufre. 

– Yo nací para hacer sufrir… ¡Levántense!  - gritó el patrón.

- ¿Sufren más los paraybambas que nuestro Señor Crucificado?  preguntó enseguida K´oto. 

– Más, caballero grande. ¿Ha tenido hijo de su sangre, el Señor?

 - ¿Sufren más que la Santísima Virgen? 

- ¡Más! ¿Ella ha matado a su hijo recién nacido, padrecito don Bruno?

La voz de la calandria, que volvió a cantar, fue oída por don Bruno. Repitió el canto varias veces seguidas y refrescó algo la ira que iba caldeando cada vez más al señor de la hacienda.

Del lejano patio de los molinos empezó a llegar una multitud de hombres y mujeres vestidos de diferentes colores y formas de trajes. No podían pasar una puerta de madera que cerraba el alto callejón de ingreso a la casa-hacienda. La solitaria calandria voló del pisonay; la luz del venado sonreía en sus plumas amarillas y negras que aleteaban en el aire. Cubrió el patio, todos los cielos, con su santo en que lloraban las más pequeñas flores y el torrente del río, el gran precipicio que se elevaba en la otra banda, atento a todos los ruidos y voces de la tierra. Pero su vuelo, lento, ante los ojos intranquilos del gran señor a quien le interrogaba un indio, iluminó a la multitud. Ni el agua de los manantiales cristalinos, ni el lucero del amanecer que alcanza con su luz el corazón de la gente, consuela tanto, ahonda la armonía en el ser conturbado o atento del hombre. La calandria vuela y canta no en el pisonay sino en el pecho ensangrentado del Carhuamayo, acariciándolo; en la frente insondable del patrón que repentinamente se estremece, en los ojos de los colonos que miran a don Nemecio con serenidad firme y triste. Se ha ido la calandria. Don Bruno contesta.  – ¡Indio! ¿Quién te ha enseñado? ¿De dónde sabes? 

- Del rezo, patrón, de los padres franciscanos que traes para que nos prediquen. De ti, gran caballero; de ti también aprendemos. 

- ¡Carhuamayo!  - gritó don Bruno como si le hubieran lastimado- . Eres inocente. Te pido perdón, como hijo de Dios. ¡Y tú!  - le dijo, volviéndose hacia Olivas -. ¡Fuera de aquí!

Le dio una patada en los riñones.

- ¡Fuera! Yo no te dije que le sacaras sangre. Lo hiciste por tu cuenta, desgraciado.

Lo persiguió a puntapiés, porque Olivas no pudo encontrar la escalera. De un salto cayó cerca de don Santos, y se escurrió, agachándose, entre el muro del corredor y los colonos. 

– Carhuamayo, mi primer mandón, va a vigilarte K´oto. Te doy licencia para que vendas a los Paraybamba ganado y alimentos. Los comuneros saben pagar deudas. K´oto, puedes darles al fiado. Que no sufran más que nuestro Señor, si eso es posible, la mita comienza el lunes. A Olivas voy a meterlo en el cepo de mi hacienda por dos días y después lo voy a mandar a la cárcel del pueblo por otros dos días. Y quedará libre… y marcado. Tendrá que irse a los pueblos corrompidos. Lo hemos descubierto. Era Judas de su primer mandón, K´oto, tú me respondes por el alma de mis indios. 

– Padrecito grande. Queda tranquilo. No habrá rabia. 
–Yayayku, hanak´pachapi kak´…

El patrón se arrodilló en el piso y empezó a rezar. Los colonos, prosternados, corearon la oración. La voz de la multitud hizo arrodillarse a los hombres que colmaban el lejano callejón de los molinos. Don Nemecio sintió que la sangre, reseca ya, le apretaba la piel”. 

(“Todas Las Sangres”, José María Arguedas; Editorial Milla Batres S.A. 1980; Págs. 35-40).


Los indios de don Bruno van a trabajar en “mitas”, sin cobrar ninguna clase de sueldo, y sorprenden al resto de los obreros y empleados de la mina por su enorme capacidad de trabajo. También demuestran su disciplina aunque se interpongan ciertos contratiempos, como aquel en que al sexto día de trabajo, Gregorio, en confabulación con el ingeniero Cabrejos Seminario, interesados en retrasar el hallazgo del metal, intentan engañar a los indios valiéndose del ardid de un legendario “amaru” que habita en la montaña y que es hijo de ésta.

Según los facinerosos, el “amaru” está terriblemente enojado por las continuas excavaciones que allí se están efectuando. Gregorio vuela a causa de la explosión de un cartucho de dinamita; Rendón Willca acusa a Cabrejos Seminario de la trágica muerte de Gregorio. Asunta, una muchacha honesta, que un día rechazará los turbios propósitos de Cabrejos Seminario, lee, en el cabildo de los vecinos sanpedranos, la carta de Gregorio en la que éste denuncia al alcalde y a otros mercenarios como vendidos al ingeniero Cabrejos. Los hacendados colindantes de la hacienda “La Providencia”. Lucas, Cisneros y Aquiles, arquetipos del latifundismo, viendo que la actitud de don Bruno Aragón de Peralta entraña peligro por su magnanimidad, instan a éste a moderar su conducta, pero son déspotamente rechazados. Don Bruno Aragón de Peralta, tipo paradojal, ama con locura y pasión desenfrenada a su concubina, Vicenta, una agraciada mestiza y, en un arrebato de ira, dispara contra Felisa, su esposa, cuando ésta, llevada por los celos, ingresa a la alcoba con el objeto de matar a su rival. Luego de lenta y penosa agonía, muere doña Rosario, madre de los Aragón de Peralta y es enterrada como una simple comunera en el cementerio de Lahuaymarca. Rendón Willca dio un discurso sobre la tumba de la difunta, llamándola “Señora madre doña Rosario de Lahuaymarca”, pidiéndole que hable por los indios cuando éste enfrente de Dios. Le promete además que ellos irán después tras ella para salvarla. Los indios oyeron incrédulos y felices las palabras de Rendón Willca y se quedaron en el panteón mientras que los ex – deudos se marchaban. Los alcaldes y cabecillas acompañaron a los hermanos Aragón de Peralta y a sus sirvientes hasta la puerta del camposanto y después retornaron a reunirse con la indiada.


“Llegó a oscuras el metal de plata, la resurrección de las minas en la legendaria San Pedro de Lahuymarca.

- Tú no vas – le dijo don Bruno a Vicenta - No eres aún mi mujer legítima. 

– Claro, señor. Yo quedo en la hacienda. 

– ¡De patrona! Porque, eso sí, lo eres ya. 

- ¡Corramos, hijo! El potro te va a dejar. Sígueme de lejos - le dijo a su tercer mayordomo.
Don Bruno besó a la mestiza, delante de la servidumbre, bajó de dos saltos la escalera, montó al potro y lo espoleó. El animal se levantó en las patas traseras, dio, primero, unos pasos elegantes, braceando en el patio, y luego partió al galope. Así cruzó el gran patrón de la casa-hacienda, que era como una residencia amurallada. Afuera del muro estaba el rancherío o caserío, donde residía la gente de servicio.

A don Bruno le acababa de decir su tercer mayordomo, que vigilaba día y noche a la madre de los Aragón, que había dejado a la señora, poco antes de la madrugada, en verdadera agonía; que ya tenía los ojos vidriosos y no reconocía ni a la Kurku ni movía el cuerpo.

Pudo, sin embargo, decir aún con voz como pronunciada por un fuelle todo horadado, “Matilde Bruuuno”. Lo oyeron el minero y su mujer, porque llegaron dos horas antes que el hijo menor, por la carretera y a pesar de que, como está convencido, el mayordomo de don Bruno partió cuatro horas antes a “La Providencia” que el empleado de Aparkora. 

– Ha pronunciado tu nombre y el de Matilde! El mío, no – dijo don Fermín, cuando don Bruno entró al gran dormitorio de la casa, quitándose las espuelas en la puerta. Allí fue trasladada la señora cuando empezó a dar muestras de agonía, ocho días antes de su muerte.

Don Bruno estaba vestido de negro. La gente de la villa lo vio cruzar las calles al paso majestuoso del potro. Él no buscó ni contestó el saludo de los transeúntes. Iba mudo y con el semblante cadavérico. Pero no pudo dejar de mirar el grupito de arbustos de la plaza inmensa y pelada. “La vida y la muerte reciben y nacen de esos arbolitos que ni el sol y las heladas queman ni la lluvia los alimenta lo suficiente. Siempre sufren, como yo”, dijo. 

– Pronunció mi nombre y el de Matilde, porque ella es ángel y yo demonio - contestó a su hermano. Se arrodilló junto a la cuja paterna, rezó largo rato, con la mano izquierda de la señora cerca de su boca. La besó tres veces y la sostuvo entre sus manos. La servidumbre había salido del dormitorio. Matilde y don Fermín contemplaban algo rendidos a don Bruno que parecía no darse cuenta de la deformidad “espantosa” de doña Rosario. “Ya no es rostro, decía ella. “Dios mío, ya no es rostro”. Ningún ser vivo se vuelve tan horrible para morir”. Porque la señora tenía los globos de los ojos, más que hinchados, inflados por dentro con un líquido morado; las venas de su rostro mostraban ese mismo color, tan intenso, que se destacaba sobre la piel que era una uniforme masa también morada. Bruno levantó esa mano izquierda que la Kurku había ya cruzado con la otra sobre el vientre abombado.

Cuando estaba rezando el hijo menor, la señora emitió un ronquido seco, y murió. El siguió rezando.

Matilde reflexionaba junto a su marido, que permanecía de pie, en actitud firme y con el rostro inexpresivo. “Bruno es fanático, insoportable, pero cautivante, impuro y bueno. ¡Que no se me acerque! Ha besado esa mano”. Pero cuando él volvió los ojos hacia ellos, no miró a su hermano, miró más lejos, y llamó con voz potente. 

– ¡Kurku! ¡Ven!.

Entonces don Fermín descubrió que su hermano llevaba la vieja pistola al cinto. En un forro especial de nonato, no del material especializado. “Parece arma de indio, así como lo ha mandado forrar”, pensó. 

- ¡Kurku! ¿No vienes? Ella estaba muy atrás; la servidumbre y algunos vecinos que se habían agolpado en la sala, no la dejaban pasar. Don Bruno al loro esculpido en la puerta de la alacena empotrada. El pájaro amarillo se movía, como cuando él lo contemplaba en la infancia. “¡Háblame!”, le dijo.

Pero la Kurku corrió hacia la cama, sin tener en cuenta a Matilde y su esposo. 

- ¡Arrodíllate aquí!  - le ordenó en quechua don Bruno, tomándola de la mano -. A mi lado. 

Ahora repite. 

– Sí, patrón. 

–“Perdón señora” 

–“Perdón señora”

–“Perdón señor” –“Perdón señor”

-“Para el maldito” 

- ¡No! ¿Quién maldito? – preguntó ella. 

- ¡Para el maldito Bruno! – repitió el hacendado, con tal energía, que la Kurku, ya helada, pronunció: 

- “Para el maldito Bruno”

– “Perdón, Padre mío Jesucristo”

– “Perdón, Padre mío Jesucristo”

- “Para el maldito Bruno”

- “Para el maldito Bruno”

- “Que se condene”. 

- ¡No es su culpa! – gritó, sin moverse, la enana.

Seguía helada. Don Bruno se atrevió a mirarla. Sí; era criatura de Dios, verdadera criatura, con sus ojos, sus manos, su nariz y su cabello, su vientre, sus pechos. “¿Qué hay?  ¡Sólo su joroba, su ser Kurku! En lo demás es mejor, mejor que yo, madre mía!  A media que él reflexionaba, contemplándola, el rostro de la Gertrudis iba deshelándose, bañándose de vida, de una especie de rubor. Inclinó la cabeza para mirar mejor a don Bruno. “¡Flor horrible, llena de dulzura!”, clamó él. Cruzó las manos de la muerte sobre el pecho. Luego puso su brazo, delicadamente, en el hombro de la Kurku:

- “¡Misericordia, Señor! – dijo.

Ella repitió la frase.  

–“Que el alma de don Bruno se purifique con mi perdón”. Ella repitió más alto esta frase
-“Que por un tiempo un cuchillo de hielo viva en su pecho, como martirio”.

-“Un cuchillo de hielo en mi pecho.  ¡Misericordia, Señor! “- dijo ella. 

- ¡San Gabriel: ésta es una mujer!  - exclamó Matilde. Don Fermín la contuvo, apretándole el brazo. 

- ¡Vergonzoso; ridículo! – dijo- . ¡Ya lo están oyendo desde afuera, a este fanático, a este brujo! ¡Este hijo de la Inquisición!  - pronunció las palabras con voz audible. 

– ¡Ten corazón! le dijo Matilde.

Él enrojecido, pero volvió a tomar su posición de “firmes”. “¡Después! “, lo oyó murmurar su esposa. 

– Sí, Gertrudis, tú también cuchillo de hielo en tu pecho. Pero tú para siempre. Yo ya no, ya no. Sólo por un tiempo, para expiar.  ¡Anto! – grito don Bruno.

El criado se acercó a la cama, despacio, con la cabellera revuelta. 

– Pide por mí; tú solo – le dijo don Bruno. 

– Yo al seño; ella, la Kurku, a la señora.

Don Bruno dudó.  – Bueno – dijo.

Anto habló en quechua.

- El gran señor don Andrés, ya todo, ha perdonado. Está tranquilo. Tú, padrecito, don Bruno, tienes hijito, por bendición de él. No vas a penar en los montes gritando, arrastrando cadenas…

La Kurku empezó a gemir. 

- ¿Cómo lo sabes, Anto?  - preguntó el hacendado. 

– El gran señor me habla; la gente habla. Bendición para ti. Don Bruno. Ahora tú, Gertrudis, con valorcito, con tu corazón inocente, ruega. 

- ¡Yo no inocente! ¡Yo no inocente! ¡Mátame don Fermín; tú que no tienes conciencia, patrón grande!  - gritó la Kurku, y corrió hacia el minero.

Palideció Matilde; se aterrorizó. Don Bruno sacó su vieja pistola; levantó el gatillo de uno de los cañones, y se dirigió paso a paso hacia la Kurku.  - ¡Yo! Tengo la obligación – dijo -. Es mi obra.
Anto se arrodilló delante de la Kurku, protegiéndola. 

– Tú, no, don Bruno – dijo en quechua -. Desde nacida es así. Hija del diablo. ¡Kurku! A mi cama ha ido, noches tras noches. Tentándome. Espera don Bruno. Cualquierito de estos días. El demonio la va a arrastrar a su cueva.

 -¡Basta! Guarda el arma, Bruno. Respeta a tu madre. Basta de comedias. ¡Respeta a tu madre! – pretendió ordenar don Fermín.  - ¿Tú me dices eso, Fermín? Si no eres más que un cachaco del infierno. No te arden los pecados. ¿Oíste a la Gertrudis?

– La voz de la lujuria.

– Puede ser. Pero ¿cómo sabe que tú no tienes conciencia? 

- ¡Caínes! ¡Silencio! – gritó uno, en la sala -. Respeten al muerto.  

- ¡Ah! La voz de “El Gálico” – dijo don Bruno en voz alta – Aun así, obedezcámosle, porque es peor que nosotros. K´atak´e, desde los pelos hasta las uñas, lo liquidaré pronto. Perdóname, Matilde; soy de veras maldito. Pero “El Gálico” es hijo de la sífilis, signo de Satanás. ¡Adelante, don Fabricio! Hermano mayor.

Pero la sala se fue quedando vacía. No entró “El Gálico”. Casi en fila, quedaron únicamente los jefes de los servidores de ambos hermanos, en la puerta del dormitorio.

No hubo pésames. Los agentes de Cabrejos y el propio ingeniero habían logrado convencer a los vecinos que Aragón ya no tenían poder, que habían perdido su grandeza. El juez y el sub-prefecto de la provincia les garantizaron que se cambiarían a las autoridades del distrito como a ellos les pareciera mejor, y que cualquier juicio que iniciara Fermín Aragón por las tierras de “La Esmeralda” se tramitaría de manera “especial”; que sería expedientes sin pies. El abogado de Aragón de Peralta les confesó, sin escrúpulos, que renunciaría a defender a don Fermín, y que este señor no encontraría ningún profesional que aceptara representarlo, porque los ochos abogados de la cuidad habían sido contratados a sueldo por Cabrejos. 

(Págs. 209-213).


Anto, fiel servidor de don Bruno, se instala en Paukarpata, predio que le acaba de ser cedido. Gertrudis, una enana  contrahecha, también amante ocasional de don Bruno de Aragón de Peralta y que se caracteriza por su alma elemental llena de poética supersticiosidad, es entregada al alcalde de Lahuaymarca, en tanto que Bruno nombra a Rendón Willka albacea del hijo que tendrá con Vicenta y, al mismo tiempo, lo distingue nombrándolo administrador de la hacienda.

El consorcio Wister – Bozart, pretende apropiarse de la mina para su explotación y conseguir la totalidad de los beneficios. Una vez encontrada la veta del metal, don Fermín tiene que luchar con la Wister para conservar su yacimiento o al menos parte de él, pero sus esfuerzos son vanos porque el consorcio domina en las esferas económicas y políticas del Perú y hace y deshace todo cuanto se le antoja, de tal forma que a don Fermín le ofrece una mínima participación de lo que había sido su mina y cancela cualquier posible negociación.

El consorcio Wister – Bozart funda la compañía Aparcora Mines, logrando la expropiación de las tierras colindantes y el uso de las aguas de Lahuaymarca. Cabrejos Seminario regresa a San Pedro en calidad de gerente. Se realiza una expropiación y los damnificados se amotinan, no permitiendo el ingreso de las autoridades que van a hacer cumplir la orden. Frente a este ensamblaje omnipotente están los indios comuneros, libres, encabezados por Demetrio Rendón Willka, quienes, a su modo, también luchan contra el consorcio, pero igualmente serán arrasados por él. Los fanáticos incendian la iglesia.

Desde la terraza de la mina los ingenieros veían arder la iglesia. Asunta, convencida de que todos esos hechos catastróficos se deben a Cabrejos Seminario, se dirige a casa del ingeniero y lo mata. El desconcierto y la zozobra reinan en el ambiente. Asunta se declara culpable del crimen de Cabrejos Seminario por lo que es conducida a la capital. El ingeniero Velazco, que sustituye a Cabrejos Seminario en sus funciones gerenciales, manda apresar a los obreros que no cesan de pedir clemencia para con los indios. Bruno de Aragón y Peralta y los varayocs acuerdan reconstruir la iglesia, pues, temen la ira de Dios. El sub-prefecto, un oscuro aventurero, insinúa a Cisneros ultimar a Bruno. Los vecinos, frustrados todos sus  intentos defensivos, abandonan a San Pedro, y Anto, el fiel criado, vuela en pedazos al dinamitar un buldócer de la Wister – Bozart. Bruno, exasperado por lo difícil de la situación, mata a don Lucas y hiere gravemente a su hermano. Demetrio Rendón Willka, en cabildo de colonos, recibe la administración de la hacienda, en tanto que Vicenta y su hija salen  de viaje. Cinco días después, los guardias fusilan a un indio, a una mujer y a Demetrio Rendón Willka. En la novela aparecen todos los problemas del Perú en plena ebullición en la época en que se fue escrita, porque Arguedas se propuso abarcar la totalidad de las cuestiones sociales que afectaban al hombre peruano de su momento.


El propio autor la consideró como la culminación de su obra, de modo que las novelas anteriores constituirían los eslabones necesarios para elaborar ésta última: “Todas Las Sangres” ha madurado durante largos años. Es notoria en esta novela la ampliación de los componentes narrativos arguedasianos en lo que respecta al elemento humano que, aún con predominio notable de serranos, se ve incrementado con un gran número de personajes costeños que participan con igual intensidad. Entre todos ellos hay que destacar la significación del comunero Demetrio Rendón Willka, enviado por su comunidad a estudiar a Lima, que se convierte en el líder del movimiento de liberación de los indios. Muere fusilado, y ante el pelotón proclama la continuidad de la lucha y profetiza la victoria futura. Su muerte produce una fuerte conmoción en la naturaleza que llega a todos los personajes como un mensaje de esperanza.





COMO GUSTÉIS


Comedia en cinco actos en verso y prosa y verso de William Shakespeare, cuya fuente podemos rastrearla en el cuento de Tomás Lodge “Rosalinda o el áureo legado de Eufue”, que a su vez deriva del “Cuento de Gamelyn” atribuido a Geoffrey Chaucer (1340-1400). Por su carácter pastoril, forma también trilogía con la “Aminta” de Torcuato Tasso y el “Pastor de Fido” de Giambattita Guarini, que pueden considerarse los modelos de este género. “Como gustéis”, sin embargo, es una obra más humana y más verídica, más profunda y- lo que pareciera imposible, no tratándose de Shakespeare- más poética. Es curioso anotar que hasta el bosque, que en Tomás Lodge es el de las Ardenas, en Flandes, fue trocado por el de Arden, en el Warwickshire, de que Shakespeare debía guardar gratos recuerdos de juventud por su proximidad con Stratford-onavon, su pueblo natal. Además la madre del escritor inglés se llamaba Mery Arden. Resulta patente la idea de idealizar este nombre, Dijérase que guía la obra una satisfacción íntima y personal, un deseo de respirar el autor la atmósfera para de su tierra, de tenderse a soñar y añorar sobre sus campos, como Don Quijote, la “dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados”. Veamos el contenido de la comedia.

Guillermo, duque de Flandes, era un soberano muy estimado y querido de sus súbditos. Todos aquellos que acudían a él para recibir justicia y protección eran acogidos con tal amable benevolencia que daban gracias al cielo por haber puesto la corona del ducado en la cabeza de una persona tan magnánima. Era, en una palabra, un soberano óptimo, y hubiera continuado gobernando largos años si su hermano menor, Federico, roído por la ambición y la envidia de la corona que el derecho de primogenitura colocaba en la cabeza de su hermano, no hubiese conspirado contra él.

Cierto día en que el duque volvía a su capital de una partida de caza, vio que salía a su encuentro, jadeante, uno de sus secretarios.

-¡Señor!- dijo éste echándose a sus pies-. Debo comunicaros una noticia dolorosa… Vuestro hermano…, poniéndose a la cabeza de un grupo de magnates, se ha apoderado del castillo y ha hecho colocar soldados fieles a él en todas las puertas de la ciudad… Señor, por amor del Cielo, no os acerquéis a los muros; tienen la de orden de mataros… Yo mismo, al salir a avisaros, he escapado por milagro a las flechas de los arqueros.

El duque Guillermo, sin pestañear, miró a los hombres de su séquito.

-La víbora- dijo después con resignada tristeza-, ha empleado su diente venenoso… No pensaba que ocurriera tan pronto; pero estaba seguro de esto había de llegar. La propia perfidia que han empleado servirá un día para arruinar a los traidores; pero ese día está lejos aún, Señores, yo establezco mi corte en el bosque de las Ardenas… Si alguno de vosotros quiere seguirme, que me siga… La estación es buena, y las fieras son menos pérfidas que ciertos hombres… Dejo a mi hermano la corona y el cetro y a todos vosotros libres para escoger entre vuestro antiguo duque y el nuevo.

-Estaremos siempre a vuestro lado, señor- exclamaron todos los gentilhombres y servidores que componían su séquito.

-Gracias, señores- exclamó conmovido el duque Guillermo-, Diez súbditos fieles valen por todo un reino.

El duque usurpador tenía una hija llamada Celia; el duque Guillermo tenía otra de edad aproximada, que se llamaba Rosalinda. Las dos primas habían crecido juntas y se amaban más que dos hermanas. El propio Federico, que odiaba a su hermano, alimentaba por la hija de éste un amor casi paternal. Guillermo conocía este cariño y cuando los acontecimientos lo obligaron a huir, lo hizo convencido de que su Rosalinda no corría ningún peligro viviendo en el castillo de su tío.

Rosalinda comprendió casi al instante que algo grave había ocurrido en su familia; pero el afecto de Celia fue para ella como una dulce medicina. Desde aquel momento trató a su tío con cierta frialdad, y todas las noches rogaba al Señor que permitiese volver a su padre; pero como comprendía que la fortuna de éste seria la desgracia de Celia, rogaba en voz baja para que su amada prima no la pudiese oír.

La vida de las dos primas se desarrollaba en común: las dos muchachas bordaban juntas, cantaban juntas, jugaban juntas en el gran parque del castillo y juntas escuchaban los dichos ingeniosos de maese Paragón, el alegre bufón de la corte, que bajo su corteza de descarado cinismo, consagraba a las dos muchachas un afecto de perro fiel.

El duque Federico, como todas las personas violentas, gustaba, más que de los cantos, la música y los dichos ingeniosos, de los espectáculos de fuerza. Su pasión era la lucha, y cuando encontraba un joven membrudo y ágil que fuese capaz de derribar a todos sus competidores, lo nombraba su luchador personal y lo cubría de dones y favores. El favorito del momento era un gigantesco mocetón, un tal Carlos, que se echaba encima de cuantos tenían el valor de desafiarlo y con unas cuantas presas resueltas los tiraba al suelo, infligiéndoles con frecuencia graves heridas. No obstante, nunca faltaban competidores; como Carlos era el favorito del usurpador, todos los jóvenes que seguían en su corazón fieles al duque legítimo, esperaban causar una afrenta a aquél haciendo besar el suelo a Carlos; desafiar a éste en la lucha era muy arriesgado, pero, al mismo tiempo, era un gesto a favor del viejo duque que vivía en el corazón del bosque de las Ardenas con sus fieles compañeros de destierro.

Siempre que tenía lugar uno de estos desafíos, Rosalinda, a la que no gustaban, no obstante, los espectáculos violentos, asistía a ellos con emocionada esperanza: hubiera dado un tesoro por ver al luchador del duque tocar el suelo con la espalda, porque pensaba que el hecho sería el primer paso para la vuelta de su padre; pero hasta aquel momento, todas las peleas habían acabado con el triunfo de Carlos y a la pobre Rosalinda no le quedaba otro recurso que retirarse sollozando a sus habitaciones.

Un día se presentó en la corte un nuevo luchador, un joven rubio, vestido como un campesino, pero de facciones tan nobles que parecía un cortesano disfrazado.

-Será una de las acostumbradas montañas de carne que caen al primer embate de Carlos- observó con triste escepticismo Rosalinda.

-Te equivocas- la corrigió Celia-. El nuevo campeón podrá sucumbir ante la fuerza de nuestro luchador, pero es muy distinto de los otros. Va vestido como un campesino; pero es rubio como los príncipes de las fábulas, su semblante es atractivo y tiene unos encantadores ojos azules.

En efecto, cuando Rosalinda llegó a la presencia del nuevo campeón, quedó como deslumbrada. Era un joven hermoso como los ángeles y sus ojos azules inspiraban simpatía a la primera mirada.

-¿Cómo os llamáis?- preguntó Rosalinda, dominando su emoción.

-Rolando de Bois, para serviros- respondió el joven rubio-, hijo de aquel Rolando de Bois que era uno de los más fieles servidores de vuestro padre.
-Fuerte sois en verdad, señor de Bois, pero el luchador del duque, del nuevo duque, es sin duda mucho más fuerte que vos, ¿No os convendría renunciar a la lucha? He visto rodar por el suelo a verdaderos colosos ante el empuje de Carlos… ¿Por qué no os volvéis a vuestra casa? Tal vez os aguarda una madre, una hermana, que lloraría si volvieseis a casa en una litera.

-Ya no tengo madre y no he tenido nunca hermanas- respondió Rolando-. En casa sólo me espera un hermano y os aseguro que preferiría no tenerlo… pero no temáis, que volveré por mis propios pies.

Antes de alejarse, Rosalinda se quitó del cuello un crucifijo de oro, y tendiéndoselo a Rolando, le dijo con el rostro encendido:

-Tomad esta crucecilla, señor de Bois. Os la doy para que os proteja.

-¡Gracias! ¡Gracias…!- balbució Rolando. Pero Rosalinda, arrastrada por Celia, había salido ya de la sala.

Rosalinda no tuvo el valor de asistir a la pelea; Celia la siguió desde la galería de una sala del castillo e iba refiriendo las diferentes fases a su prima, la cual oraba ante una imagen.

-Oye, los dos adversarios están frente a frente- anunció Celia, y la oración se estremeció en los labios de Rosalinda.

-Carlos coge a Rolando por los hombros, lo dobla como un junco, lo retuerce… Rolando está ya a punto de ceder…

Rosalinda se tapó los oídos para no oír más. Pocos instantes después, brotó de la boca de Celia un grito que no era de terror, sino de entusiasmo…
Por la expresión del rostro de su prima, Rosalinda comprendió que había ocurrido algo nuevo.

-¿Ha caído?- preguntó angustiada.

-¡Ha caído!- contestó triunfante Celia-. No el joven rubio de ojos azules, sino Carlos… Carlos tiene la espalda en tierra… ¡Mira! ¡Está en el suelo!
De la muchedumbre que se apiñaba en el patio del castillo brotó un aplauso atronador.

-¡Rolando ha vencido!- gritó Celia. Rosalinda se dirigió a la ventana, y asomándose por la baranda, se puso a aplaudir y a gritar como una endemoniada.

-¡Bravo, Rolando! ¡Bravo! ¡Alabado sea Dios!

Entretanto, en la tribuna de honor, desde la que asistía a la pelea, el duque Federico, lleno de cólera por la derrota de su campeón, apretaba del modo menos amable posible las manos del vencedor, y, como los aplausos de la multitud y los de Rosalinda no cesaban, fue asaltado por la terrible sospecha de que aquellos aplausos iban tal vez dirigidos no tanto al luchador victorioso cuanto al duque destronado.

-¿Sois acaso el hijo de Rolando de Bois?- preguntó al vencedor.

-Sí- respondió con soberanía el joven-, y como él soy fiel al duque Guillermo.

Los aplausos de la multitud volviéndose frenéticos al oír estas palabras.

Mientras el pobre Carlos se levantaba del suelo con la ayuda de sus asistentes, Federico se volvió con dureza a Rolando para decirle:

-Hay victorias que pueden costarle la cabeza al vencedor. Acuérdate de esto, joven.
Y embozándose con rabia en su manto, se retiró al interior del castillo.
Con gran estupor de los cortesanos que lo acompañaban, el usurpador, en vez de encaminarse a su gabinete de trabajo, subió con pasos rápidos las grandes escaleras que llevaba al primer piso, y abriendo con violencia la puerta, penetró, como un rayo, en la sala en que se hallaban Rosalinda y Celia.

Las dos muchachas hicieron tres reverencias, como exigía la etiqueta.

-Hasta ahora- gritó el usurpador- he abrigado a la víbora en mi seno, pero ahora basta. Hablo contigo, Rosalinda… Si cuando suene en las torres del camino de ronda el toque de queda estás todavía en este castillo mío, o dentro de los muros de ésta mi capital, mi verdugo te separará la cabeza del tronco. Parte en seguida si amas la vida. Ve a unirte con el bribón de tu padre, ve a unirte con el hijo de Rolando de Bois, por quien te has desollado las manos aplaudiendo, ve adonde quieras, pero quítate para siempre de mi vista. ¡He dicho!

Y atropellando a los pocos cortesanos que tenía detrás, se retiró precipitadamente.

Rosalinda se echó sollozando en brazos de Celia.

-¿Qué debo hacer?- le preguntó entre sollozos.

-Qué debemos hacer, diría yo más bien. Tu suerte debe ser también la mía- respondió Celia con gran firmeza-. Juntas hemos crecido y juntas debemos desafiar los peligros.

-¡Gracias, Celia! ¡Gracias, hermana!- exclamó Rosalinda conmovida. Y en seguida, las dos muchachas se pusieron a tramar su plan de fuga.

Saldrán del castillo por una portezuela secreta antes del toque de queda y pedirán hospitalidad a los pastores que vivían en los linderos del gran bosque. Dios les ayudaría a huir y las alejaría de los peligros que no faltarían, ciertamente, a dos muchachas como ellas, solas en el campo casi desierto.

Para reducir los peligros al mínimo, pensó Celia en vestirse con las ropas toscas de una pastorcilla, y Rosalinda, que era más alta que ella, determinó vestirse por completo de hombre.

-Viendo a una pastorcilla acompañada de un hombre, nadie se atreverá a hacernos daño- dijo Rosalinda-. Después el Cielo nos hará descubrir pronto la corte silvestre de mi padre, y sin aún debemos sufrir más, sufriremos en compañía de personas queridas. Sólo siento…

-¿Qué es lo que sientes?- preguntó con curiosidad Celia, mientras se ataba la rubia cabellera con un pañuelo rojo de pastorcilla.

Rosalinda sentía cierto embarazo para acabar su discurso…

-Rolando- balbució por fin, mientras se abrochaba un bonito par de calzones de terciopelo azul que empezaban a transformarla en un hermoso joven de aires atrevidos-. Siento no volver a ver a Rolando…

-Tonta- le reprochó Celia, mientras se pasaba por las mejillas un colorete que, corrigiendo la palidez ciudadana de su epidermis, la hacía semejante más a una hija de los bosques-. Si quiere el destino que Rolando sea tu marido, claro está que lo volverás a ver… Pero ahora no puedes pensar en los hermosos jóvenes rubios, porque tú misma eres un hermoso joven rubio… A propósito, ¿cómo te harás llamar…?

-Ganimedes- dijo Rosalinda, que sentía una gran pasión por la mitología.

-¡Viva maese Ganimedes!- exclamó entusiásticamente Celia.

La idea de las aventuras que iban a correr había llenado a las dos muchachas de un entusiasmo que había borrado en sus corazones, de momento, la impresión del suceso doloroso… Pero la hora de la partida se acercaba…

-Partamos- dijo Rosalinda después de haberse mirado por última vez en el gran espejo-, pero no te oculto que me alegraría poder saludar a Rolando…
En el corredor se dejó oír una voz familiar.

-Y a maese Paragón, ¿no lo queréis saludar?- dijo la voz con tono de reproche; y segundos después, el bufón hizo su aparición en traje de camino, llevando al hombro un inmenso laúd. La vista de sus amitas disfrazadas así, no asombró al viejo bufón…

-¡Oh, querido Paragón!- exclamó Rosalinda saliéndole al encuentro con los brazos abiertos-. Nos vemos obligadas a huir y a dejarte.

-Yo soy como vuestra sombra- respondió maese Paragón- y no me perderéis tan fácilmente… En un bosque, un bufón es indispensable y un laúd es un instrumento de primera necesidad. Vamos al bosque, hijitas…

Aquel día había sido muy negro para el usurpador y la noche debía serlo aún más. Cuando a medianoche fue a ver si Rosalinda había desobedecido su orden, ya no encontró a su sobrina; pero tampoco a su hija, y cuando hizo llamar a maese Paragón, supo que el bufón había desaparecido también.

Rolando de Bois se dirigió alegremente hacia la casa de su hermano. Había vencido a Carlos y mortificado con esta victoria al duque usurpador, y había herido, al mismo tiempo, el orgullo de su hermano Oliverio, que lo trataba como a un perro, Oliverio, olvidando que era el hijo primogénito de uno de los más fieles partidarios del duque legítimo, se había pasado por interés al bando del usurpador.

Por el camino, Rolando se tocaba de vez en cuando el pecho bajo el vestido y la camisa, para sentir bajo sus dedos la fría caricia de la crucecilla de oro. El regalo de Rosalinda le había traído la fortuna y Rosalinda… Cerrando los ojos Rolando veía de nuevo el rostro de la muchacha en el momento en que le ofrecía su regalo, veía en el momento de la victoria sus blancas manecillas que se agitaban desde la ventana…

“Quiero tomar esposa”, se decía Rolando, “pero aguardaré a que el usurpador sea arrojado del trono y a que el duque Guillermo haya recobrado su corona; entonces me presentaré a él y le pediré la mano de Rosalinda. Soy quizá demasiado ambicioso, pero estoy seguro de que no dirá que no al hijo de Rolando de Bois, al vencedor de Carlos…”.

Mientras formaba estos castillos en el aire, saltando más bien que corriendo, se detuvo ante él, jadeante, el viejo Adán, el fiel servidor de su padre.

-¡Rolando! ¡Rolando!- le gritó el viejo-. El cielo te ha puesto en mi camino… No vuelvas a casa, por caridad… Tu hermano Oliverio se ha hecho instrumento de la venganza del duque, que está furioso porque has abatido a su campeón; vuestra casa está llena de hombres emboscados… Te cogerán, te mataran, hijo mío.

El viejo Adán estaba consternado; el joven Rolando acogió en cambio la triste noticia con la mayor serenidad. Un velo de tristeza cubrió tan sólo un momento su rostro sereno, cuando dijo en un impulso:
-Una sola cosa siento: que tendré que estar algún tiempo sin ver a Rosalinda.

Y sin más, tomó el camino que llevaba hacia el bosque de las Ardenas, seguido por el viejo Adán, que lo acompañaba jadeando como algunos perros de caza.

Al cabo de una hora de camino, Rolando se quitó de la cintura un puñal y deteniéndose ante una gran encina, grabó en su corteza, en bellas letras mayúsculas, un nombre: ROSALINDA. Lo contempló satisfecho y después reemprendió la marcha, con gran asombro del viejo Adán, que no había visto nunca enamorado a su joven amo.

Celia, fingida pastorcilla, y Rosalinda, todavía más fingido maese Ganimedes, caminaron largo trecho guiadas de la esperanza de poder encontrar algún alma buena que las llevase a la corte misteriosa del duque Guillermo.

Con las piernas cansadas y los zapatos estropeados por el mucho andar, las dos primas aceptaron la hospitalidad que les ofreció un grupo de pastores que habitaba en los linderos del bosque. Y con ellos se detuvieron largo tiempo.

Las dos muchachas ayudaban a sus huéspedes en los trabajos más fáciles y menos fatigosos, y solas o acompañadas por maese Paragón, se adentraban con frecuencia en el bosque. También maese Paragón se había hecho muy popular entre los pastores; sus chistes, sus alegres cancioncillas, eran la distracción de sus momentos de reposo; su laúd impulsaba a los jóvenes a improvisar bailes sencillos y graciosos.

Cierto día- casi un mes había transcurrido desde la fuga-, las dos muchachas y maese Paragón penetraron, siguiendo el curso de un arroyuelo de aguas cristalinas, mucho más adentro en el bosque, y fueron a salir a un prado de hierba esmeraldina, constelado de flores de todos los colores.

-¡Muchachas!- exclamó de repente maese Paragón-. ¡Acercaos!

Las jóvenes acudieron y miraron. En todos los troncos de las encinas y de las carrascas que circundaban el claro del bosque, una mano había grabado con bellas letras mayúsculas un nombre: ROSALINDA, ROSALINDA, cien veces ROSALINDA.

-Es mi nombre escrito- dijo con voz trémula Rosalinda cuando recobró fuerzas para hablar-. ¿Quién será el joven que lo ha escrito?

-También podría ser un viejo- observó maese Paragón-. Los viejos también saben escribir.

Rosalinda no respondió

Cuando nuestros tres amigos hubieron regresado a casa de los pastores, se guardaron bien de referir su extraño descubrimiento, pero dos de sus huéspedes, que habían ido a apacentar los rebaños a diversas localidades, comunicaron a todos los convidados un descubrimiento análogo.

-¿Sabéis lo que me ha ocurrido?- dijo uno de los pastores mientras la casera servía la sopa-. Hoy he llevado mi rebaño junto al bosque de abetos, en el que, como todos sabéis, está aquella fuente de aguas fresquísimas. Al ir a beber, me he dado cuenta de que alguien había pasado antes y se había distraído grabando en los troncos de los abetos un nombre de mujer…

-¿Rosalinda?- interrumpió otro pastor.

-Sí, Rosalinda. ¿Cómo lo sabes?

-Porque es el nombre que he encontrado escrito en todas las carrascas que bordean el arroyuelo verde.

Maese Paragón, mientras todos los convidados se maravillan de una coincidencia tan extraña, miró a los ojos, primero de Celia, y después, por más tiempo, a Rosalinda.

-Es desde luego un enemigo de las plantas- dijo sin apartar la mirada de Rosalinda.

-Rosalinda o Teolinda- refunfuñó Jacobo, el más viejo delos pastores- el hecho es que ese galancete está echando a perder las plantas del bosque. Desde mañana habrá que tener los ojos abiertos… Quien descubra al hombre que se divierte en estropear las cortezas de los árboles que lo traiga aquí…

-Pero nadie debe hacerle daño- interrumpió maese Ganimedes con voz sofocada.

-No tengáis miedo, maese Ganimedes- continuó el viejo Jacobo-. Vos que venís de la ciudad y que sois más instruido que nosotros, lo juzgareis y le impondréis el castigo merecido.

La búsqueda del desconocido autor de aquel extraño vandalismo, no fue cosa de un día, pero una mañana, mientras maese Paragón cantaba acompañándose al laúd una graciosa cancioncilla en medio de una alegre rueda de jóvenes pastorcillos y de viejos pastores, se oyeron a lo lejos unas voces.

-Lo hemos cogido- decía una voz.

-Hemos cogido al azote del bosque de las Ardenas- gritaba otra.

Todos- Rosalinda y Celia formaban parte también del auditorio- se volvieron hacia el lugar del que provenían las voces y vieron a un pequeño grupo de pastores que empujaban a un joven rubio con el vestido algo estropeado…
Los que escuchaban a maese Paragón se encaminaron todos hacia los recién llegados.

Fue cuestión de un instante. “Maese Ganimedes”, olvidándose por un momento de que era un joven atrevido, tuvo que apoyarse en Celia para no desvanecerse.

El prisionero de los pastores, el azote del bosque, era Rolando.

Sus vestidos debían haber sido una semana antes bellos y elegantes, pero las zarzas y las ramas del bosque, los habían convertido en andrajos y jirones. Los restos de una camisa le cubrían escasamente el pecho, en donde resaltaba, brillando al sol, una crucecilla de oro que causó una gran impresión, especialmente en Celia y Rosalinda.

Precisamente a ésta o, para ser más exactos, a éste, esto es, a maese Ganimedes, le correspondió la tarea de interrogar al prisionero. Rosalinda lo absolvió, alzando la voz lo mejor que pudo y teniendo casi constantemente los ojos fijos en las hierbecillas verdes del prado, y Rolando, en respuesta, narró su historia, la que conocemos y la que todavía no sabemos.

Rosalinda, la hija del duque Guillermo, le había dado aquella crucecilla de oro, que le había permitido vencer al luchador más formidable del ducado, pero la ira del duque Federico y la obsequiosidad cortesana de su hermano Oliverio, le habían obligado a abandonar la casa paterna; el viaje había sido difícil y penoso, porque en el bosque no habían encontrado nada que comer; su viejo y fiel servidor había caído en una ocasión extenuado en tierra y lo habría precedido sin duda al otro mundo, si no hubiese llegado milagrosamente a socorrerlo y a aplacarle el hambre un grupo de personas que Rolando había tomado al principio por bandoleros, pero en las cuales había reconocido después, con gran alegría, a los partidarios del duque Guillermo. Recobradas las fuerzas, Rolando había sido conducido al centro de un claro del bosque en el que tenia de momento su corte el duque destronado; el viejo duque lo había recibido con gran entusiasmo. La noticia de su victoria y de su persecución había llegado también al corazón del bosque y suscitado allí la mayor admiración. Rolando se había atrevido a pedirle al duque la mano de Rosalinda y el duque se la había otorgado añadiendo: “Hay sin embargo un obstáculo: Rosalinda no está conmigo, y no está tampoco con su tío. Ha huido y nadie sabe dónde se halla. Si consigues descubrirla tráela aquí, que yo me consideraré dichoso al bendecir vuestras bodas.” Desde aquel día, Rolando había recorrido en todas direcciones el bosque de las Ardenas, para ver si lograba poner los ojos sobre la divina Rosalinda, pero hasta aquel momento no había sido afortunado y había desahogado su desdicha escribiendo en los troncos de los árboles su adorado nombre.

Mientras Rolando hacia el relato de sus aventuras y de sus desventuras, no cesaba de mirar al joven maese Ganimedes que lo interrogaba.

“Es ella, no es ella”, se decía mentalmente, y después concluía malhumorado casi en voz alta: “¡Necio que soy! Busco a una muchacha y éste es un joven… El amor hace que pierda hasta la cabeza…”.

-Dejadme a solas con él- pidió maese Ganimedes cuando Rolando hubo dado fin a su relato.

-Sois un joven cruel- dijo con voz dura cuando quedaron solos-. Echáis a perder las plantas inocentes y si consiguierais encontrar a vuestra Rosalinda no seríais capaz siquiera de abrir la boca.

-Tenéis razón, señor- respondió Rolando con tono sumiso-. Si Rosalinda estuviese aquí delante de mí, no tendría el valor de decirle nada de mi amor. He crecido en el campo como un campesino y nadie me ha enseñado los bellos discursos que saben hacer los hombres educados en la corte… Pero la quiero con toda mi alma.

Entonces Rosalinda se dio a conocer con gran alegría del joven.

Pocos días después, los dos prometidos pudieron llegar con Celia y maese Paragón a la corte silvestre. El duque Guillermo se alegró mucho de haber vuelto a encontrar a su hija, y los hizo desposar por un obispo, como exigía la etiqueta de los duques de Flandes.

“¿Y vivieron los dos esposos largo tiempo felices en la paz del bosque?”.

Vivieron, en efecto, felices durante muchos años, pero tuvieron que dejar bien pronto el bosque por la corte, porque el duque Federico- el diablo no es nunca tan feo como lo pintan- habiendo partido a la cabeza de un poderoso ejército para aniquilar la corte silvestre, fue tocado por el camino de la gracia divina, y, renunciando a su cruel represalia y a la corona mal adquirida, se retiró a una cueva a hacer penitencia de sus pecados.





LA CASA DE LAS BELLAS DURMIENTES

Esta es la novela más celebrada del escritor japonés Yasunari Kawabata, quien disfrutó de gran popularidad en su país natal, y está considerado por sus compatriotas como un “tesoro humano” dentro del ámbito literario nipón. Sus narraciones son de gran sensibilidad y expresan la esencia de la mentalidad japonesa. Al tradicional estilo de la literatura de su país une el contenido psicológico de la novela de la hora actual. Pertenece al grupo de escritores identificados con el movimiento sensualista y es representante del espíritu maduro de un nuevo Japón, dentro de las corrientes estéticas y literarias europeas, introducidas en su país hacia el año 1880, que es cuando allí comienza a publicar literatura europea, adquiriendo las letras niponas un nuevo sentido a impulso energético. La notoriedad de Kawabata ha trascendido las fronteras de su país, hasta hacerse acreedor al Premio Nobel de Literatura de 1968, el primer japonés que ostenta este galardón en atención a “su maestría narrativa que expresa con gran sensibilidad la esencia de la mentalidad japonesa”.

En “La casa de las bellas durmientes” (1960), Yasunari Kawabata nos enfrenta ante el drama de la vejez y la muerte. Eguchi, un anciano de sesentisiete años, llega a una casa cercana al mar donde se droga a hermosas muchachas para que ancianos impotentes puedan acariciarlas y dormir junto a ellas. La casa secreta despierta, dentro de su claridad, recuerdos ominosos a Eguchi desde el momento mismo de su entrada, en que la patrona utiliza su mano izquierda para abrir un cuarto y ostenta un pájaro mal diseñado en el obi que viste; Eguchi recuerda los versos de una poetisa fallecida joven a consecuencia de un cáncer, “la noche ofrece sapos, perros negros y cadáveres de ahogados”. Era un verso que Eguchi no podía olvidar. Al recordarlo, Eguchi se preguntaba si la muchacha dormida –no, narcotizada- que le habían otorgado, y vaciló un poco en acudir a su lado. No le habían dicho como la sumían en el sueño. En cualquier modo, pensó, estaría en un letargo anormal, sin conciencia de cuanto ocurriera a su alrededor. Se sentía cómodo en aquel lugar, sobre todo por la seguridad que le había transmitido la encargada: “Todos los que acuden aquí son dignos de confianza”, le había dicho la mujer. Yasunari Kawabata nos enfrenta ante lo horrible y lo feo representado en este relato por la vejez.


“Eran las cortinas de terciopelo carmesí. El carmesí era aún más profundo bajo la luz tenue. Parecía como si una delgada capa de luz flotara ante las cortinas, y él se estuviera introduciendo en un fantasma. Había cortinas en las cuatro paredes y también en la puerta, pero aquí estaban recogidas hacia un lado. Cerró la puerta con llave, dejó caer la cortina y miró a la muchacha. Ésta no fingía. Su respiración era la de un sueño profundo. Eguchi contuvo el aliento; era más hermosa de lo que había esperado. Y su belleza no constituía la única sorpresa. También era joven. Estaba acostada sobre el lado izquierdo, con el rostro vuelto hacia él. No podía ver su cuerpo, pero no debía tener ni veinte años. Era como si otro corazón batiese sus alas en el pecho del anciano Eguchi.

Su mano derecha y la muñeca estaban al borde de la colcha. El brazo izquierdo parecía extendido diagonalmente sobre la colcha. El pulgar derecho se ocultaba a medias bajo la mejilla. Los dedos, sobre la almohada y junto a su rostro, estaban ligeramente curvados en la suavidad del sueño, aunque no lo suficiente para esconder los delicados huecos donde se unían a la mano. La cálida rojez se intensificaba de modo gradual desde la palma a las yemas de los dedos. Era una mano suave, de una blancura resplandeciente.

-¿Estás dormida? ¿Vas a despertarte?

Era como si lo preguntara con objeto de poder tocarle la mano. La tomó en la suya y la sacudió. Sabía que ella no abriría los ojos. Con su mano todavía en la suya, contempló su rostro. ¿Qué clase de muchacha sería? Las cejas estaban libres de cosméticos, las pestañas bajadas eran regulares. Olió la fragancia del cabello femenino. Al cabo de unos momentos el sonido de las olas se incrementó, porque el corazón de Eguchi había sido cautivado. Se desnudó con decisión. Al observar que la luz venia de arriba, levantó la vista. La luz eléctrica procedía de dos claraboyas cubiertas con papel japonés. Como si tuviera más compostura de la que era capaz, se preguntó si era una luz que acentuaba el carmesí del terciopelo y si la luz del terciopelo daba a la piel de la muchacha el aspecto de un bello fantasma; pero el color no era lo bastante fuerte para reflejarse en su piel. Ya se había acostumbrado a la luz. Era demasiado intensa para él, habituado a dormir en la oscuridad, pero al parecer no podía apagarse. Vio que la colcha era de buena calidad.

Se deslizó quedamente bajo ella, temeroso de que la muchacha, aunque sabía que seguiría durmiendo, se despertara. Parecía estar totalmente desnuda. No hubo reacción, ningún encogimiento de hombros ni torsión de las caderas como sugerencia de que ella notaba su presencia. Era una muchacha joven, y por muy profundo que fuera su sueño, debería haber una especie de reacción rápida. Pero él sabía que éste no era un sueño normal. Este pensamiento le impidió tocarla cuando estiró las piernas. Ella tenía la rodilla algo adelantada, obligando a las piernas de Eguchi a una posición difícil. No necesitó inspeccionar para saber que ella no estaba a la defensiva, que no tenía la rodilla derecha apoyada sobre la izquierda. La rodilla derecha se encontraba hacia atrás y la pierna estirada. En esta posición sobre el lado izquierdo, el ángulo de los hombros y el de las caderas parecían en desacuerdo, debido a la inclinación del torso. No daba la impresión de ser muy alta.

Los dedos de la mano que el viejo Eguchi sacudió suavemente también estaban sumidos en profundo sueño. La mano descansaba tal como él la dejara. Cuando tiró la almohada hacia atrás, la mano cayó. Contempló el codo que estaba sobre la almohada. “Como si estuviera vivo”, murmuró para sus adentros. Por supuesto que estaba vivo, y su única intención era observar su belleza; pero una vez pronunciadas, las palabras adquirieron un tono siniestro. Aunque esta muchacha sumida en el sueño no había puesto fin a las horas de su vida, ¿acaso no las había perdido, abandonándolas a profundidades insondables? No era una muñeca viviente, pues no podía haber muñecas vivientes; pero, para que no se avergonzara de un viejo que ya no era hombre, había sido convertida en juguete viviente. No, un juguete, no: para los viejos podía ser la vida misma. Semejante vida era, tal vez, una vida que podía tocarse con confianza. Para los ojos cansados y présbitas de Eguchi, la mano vista de cerca era aún más suave y hermosa. Era suave el tacto, pero no podía ver la textura.

Los ojos cansados advirtieron que en los lóbulos de las orejas había el mismo rojo, cálido y sanguíneo, que se intensificaba hacia las yemas de los dedos. Podía ver las orejas a través del cabello. El rubor de los lóbulos de las orejas indicaba la frescura de la muchacha con una súplica que le llegó al alma. Eguchi se había encaminado hacia esta casa secreta inducido por la curiosidad, pero sospechaba que hombres más seniles que él podían acudir aquí con una felicidad y una tristeza todavía mayores. El cabello de la muchacha era largo, probablemente para que los ancianos jugaran con él. Apoyándose de nuevo sobre la almohada, Eguchi lo apartó para descubrir la oreja. El cabello de detrás de la oreja tenía un resplandor blanco. El cuello y el hombro eran también jóvenes y frescos; aún no mostraban la plenitud de la mujer. Echó una mirada a la habitación. En la caja sólo había sus propias ropas; no se veía rastro alguno de las de la muchacha. Tal vez la mujer s las había llevado, pero Eguchi tuvo un sobresalto al pensar que la muchacha podía haber entrado desnuda en la habitación. Estaba aquí para ser contemplada. Él sabía que la habían adormecido para este fin, y que esta nueva sorpresa era inmotivada; pero cubrió su hombro y cerró los ojos. Percibió el olor de un niño de pecho en el olor de la muchacha. Era el olor a leche de un lactante, y más fuerte que el de la muchacha. Era imposible que la chica hubiera tenido un hijo, que sus pechos estuvieran hinchados, que los pezones rezumaran leche. Contempló de nuevo su frente y sus mejillas, y la línea infantil de la mandíbula y el cuello. Aunque ya estaba seguro, levantó ligeramente la colcha que cubría el hombro. El pecho no era un pecho que hubiese amamantado. Lo tocó suavemente con el dedo; no estaba húmedo. La muchacha tenía apenas veinte años. Aunque la expresión infantil no fuese por completo inadecuada, la muchacha no podía tener el olor a leche de un lactante. De hecho, se trataba de un olor de mujer, y sin embargo, era muy cierto que el viejo Eguchi había olido a lactante hacía un momento. ¿Habría pasado un espectro? Por mucho que se preguntara el porqué de su sensación, no conocería la respuesta; pero era probable que procediera de una hendidura dejada por un vacío repentino en su corazón. Sintió una oleada de soledad teñida de tristeza. Más que tristeza o soledad, lo que le atenazaba era la desolación de la vejez. Y ahora se transformó en piedad y ternura hacia la muchacha que despedía la fragancia del calor juvenil. Quizás únicamente con objeto de rechazar una fría sensación de culpa, el anciano creyó sentir música en el cuerpo de la muchacha. Era la música del amor. Como si quisiera escapar, miró las cuatro paredes, tan cubiertas de terciopelo carmesí que podría no haber existido una salida. El terciopelo carmesí, que absorbía la luz dl techo, era suave y estaba totalmente inmóvil. Encerraba  a una muchacha que había sido adormecida, y a un anciano.

-Despierta, despierta –Eguchi sacudió el hombro de la muchacha. Luego le levantó la cabeza.

Un sentimiento hacia la muchacha, que surgía en su interior, le impulsó a obrar así. Había llegado un momento en que el anciano no podía soportar el hecho de que la muchacha durmiera, no hablara, no conociera su rostro y su voz, de que no supiera nada de lo que estaba con ella. Ni una mínima parte de su existencia podía alcanzarla. La muchacha no se despertaría, era el peso de una cabeza dormida en su mano; y sin embargo, podía admitir el hecho de que ella parecía fruncir ligeramente el ceño como una respuesta viva y rotunda. Eguchi mantuvo su mano inmóvil. Si ella se despertaba debido a tan pequeño movimiento, el misterio del lugar, descrito por el viejo Kiga, el hombre que se lo había indicado, como “dormir con un Buda secreto”, se desvanecería. Para los ancianos clientes en quienes la mujer podía “confiar”, dormir con una belleza que no se despertaría era una tentación, una aventura, un goce en el que, a su vez, podían confiar. El viejo Kiga había dicho a Eguchi que sólo podía sentirse vivo cuando se hallaba junto a una muchacha narcotizada.

Cuando Kiga visitó a Eguchi, su mirada se posó en el jardín. Había algo rojo sobre el musgo marrón del otoño.

-¿Qué puede ser?

Salió para verlo. Las bolas eran frutas rojas de Aoki. Había un gran número de ellas en el suelo. Kiga recogió una y, jugando con ella, habló a Eguchi de la casa secreta. Dijo que acudía allí cuando la desesperación de la vejez le resultaba insoportable.

-Parece haber pasado mucho tiempo desde que perdí la esperanza en cualquier mujer. Hay una casa donde duermen a las mujeres para que no se despierten.

¿Sería que una muchacha profundamente dormida, que no dijera nada ni oyera nada, lo oía todo y lo decía todo a un anciano que, para una mujer, había dejado de ser hombre? Pero ésta era la primera experiencia de Eguchi con una mujer así. Sin duda, la muchacha había tenido muchas veces esta experiencia con hombres viejos. Entregada totalmente a él, sin conciencia de nada, en una especie de profunda muerte aparente, respiraba con suavidad, mostrando tal vez acariciarían todas las partes de su cuerpo, otros sollozarían. La muchacha no se enteraría en ninguno de ambos casos. Pero ni siquiera este pensamiento indujo a Eguchi a la acción.

Al retirar la mano de su cuello tuvo tanto cuidado como si manejara un objeto frágil; pero el impulso de despertarla con violencia aún no le había abandonado.

Cuando retiró la mano, la cabeza de ella dio una suave media vuelta, y también el hombro, por lo que la muchacha quedó boca arriba. Eguchi se apartó, preguntándose si abriría los ojos. La nariz y los labios brillaban de juventud bajo la luz del techo.

La mano izquierda se movió hacia la boca; parecía a punto de meter el índice entre los dientes, y él se preguntó si sería un hábito de la muchacha cuando dormía, pero sólo la acercó dulcemente a los labios y nada más. Los labios se abrieron un poco, mostrando los dientes.”  

(“La Casa de las bellas durmientes”, Yasunari Kuwabata; Ediciones Orbis S.A. – 1983; págs. 14-19)


La vejez contrasta, tácitamente, en cada uno de los capítulos de “Las bellas durmientes”:La pureza de la virgen era como la fealdad del anciano” comenta Kawabata. Aunque contienen variaciones, las cinco partes de esta obra constituyen el desarrollo de un solo tema: el enfrentamiento del deterioro físico con el florecimiento de la juventud de las muchachas desnudas. Se contrastan lo feo y lo bello, malignidad y virtud percibidos a través de los sentidos. La habilidad de Kawabata para un mismo tema, el encuentro del protagonista con distintas muchachas, parecería inagotable para descubrir el frágil erotismo de Eguchi cuyo goce es más bien estético, visual y olfativo, qué táctil frente a las deslumbrantes desnudeces de las bellas durmientes, si todo ello no lo condujera hacia la muerte. La búsqueda de la identidad, en buena cuanta la trama principal de la novela, sólo puede llevar al personaje hacia el encuentro de la muerte; primero, la de uno de los ancianos que frecuentan la casa; luego, la de una de las bellas durmientes. Pero es ante la propia muerte del protagonista ante lo que Kawabata nos enfrenta, en quien pesan tanto los recuerdos cuando se encuentra ante cada una de estas vírgenes. Los somníferos que toma para dormir, que se le ofrecen en las almohadas de la camas, y su deseo de tomar él mismo la dosis de lo que se le administra a las muchachas es un símbolo del propio deseo de muerte del protagonista enfrentado ante un destino sin solución. A la vez que deseo de muerte hay un rechazo ante este umbral desconocido, Eguchi se niega a que lo ayude la patrona en una de sus visitas cuando están mojadas las piedras del piso de entrada. Ese rechazo no es otra cosa que temor pues, Eguchi mismo dice en un pasaje en que se siente la presencia del invierno muerto: “Un anciano vive a las puertas de la muerte”. Vemos así que la lascivia no sólo se conforma con la simple belleza, sino que necesita otra fatídica excitación. Y entonces se produce el trágico juego entre el erotismo y la muerte: Eguchi se extasía y se excita ante el cadáver de la muchacha con quien ha yacido.


El amor es una de las constantes esenciales en las obras de Kawabata. Pero después que el escritor ha penetrado en “el mundo de los demonios”, el amor se transforma, cambia radicalmente de sentido. En “La casa de las bellas durmientes” ya no es un amor límpido, transparente, casi químicamente puro, como lo era, por ejemplo, en su otro libro que lleva por título “País de nieve”, sino un amor convulso, turbio, trágicamente obsceno. La pureza se ha convertido en densidad, y la clara luz de los paisajes refulgentes se ha transformado en una atmosfera enrarecida, en una sofocante tensión de habitación cerrada. “La casa de las bellas durmientes” es una gran novela, quizá la más universal de las obras de Kawabata. Y no sólo por su perfección formal, sino también por su erotismo casi religioso y por la extraña y patética belleza que emana de sus páginas.