|
1era Edición |
ÍNDICE
·
PROPAGANDA Y ATAQUE (Manuel González Prada)
·
EL ÁGUILA Y LA SERPIENTE (Martín Luis Guzmán)
·
ORLANDO FURIOSO (Ludovico Ariosto)
Es este uno de los
libros más representativos de la vida y lucha de don Manuel González Prada.
Palabras que no sólo encierran un grito de combate sino un sino un programa: la
propaganda de la ideología estimada verdadera y justa debe aunarse con el
ataque a las ideologías consideradas injustas y falsas. Escrita hace noventa o
noventaicinco años, este volumen conserva su actualidad, como casi todo lo que
brotó de la pluma del gran maestro. Los
principios por los que combate este libro no han envejecido, por el contrario,
hoy más que nunca, en medio a la regresión ideológica que pretenden imponer
ciertas doctrinas sociales y políticas, se hace imperativa la lucha por la
libertad del individuo contra la creciente opresión del Estado. Veintiocho
artículos forman el libro: trece artículos religiosos en la primera parte;
quince artículos políticos en la segunda. El título, acuñado por Alfredo
Gonzales Prada, hijo del autor, ha sido extraído del libro “Paginas Libres”… “Ardua
tarea corresponde al escritor nacional, como llamado a contrarrestar el
pernicioso influjo del hombre público: su obra tiene que ser propaganda
y ataque. Hay
que mostrar al pueblo el horror de su envilecimiento y de su miseria: nunca se
verificó excelente autopsia sin desplazar el cadáver, ni se conoció a fondo una
sociedad sin descarnar su esqueleto. ¿Por qué asustarse o escandalizarse?... La
lepra no se cura escondiéndola con guante blanco”.
POLÉMICAS RELIGIOSAS.- Este artículo fue publicado en el periodo
anarquista “Germinal” de Lima, el 28
de enero de 1889. En él, Gonzales Prada nos dice que hay una gran ola humana
que fluctúa entre la Razón y la Fe, no acertando a declararse por la ciencia
que nos rasga la venda ni por la Religión que nos circunda de tinieblas. Esto
se debe a la pereza intelectual que envuelve al común de los mortales. Pero lo
trágico según Prada, es aquella masa de hombres que nacen en un hogar católico
y que siguen indolentemente al catolicismo como seguirían a otra religión
cualquiera, es decir, sin detenerse a pensar en el camino que están siguiendo,
abandonándose a la corriente de las ideas adquiridas.
“Pues bien, si la iglesia se apodera de los indecisos e indolentes ¿Por
qué no se apoderara de ellos el librepensamiento? Hay que ayudar a muchos en la
empresa de quitarse de los hombros la carga tradicional. Abundan personas que
llevan el Catolicismo en su cerebro como se lleva una erupción cutánea en las
espaldas o un forúnculo en las posaderas: no están enfermas de muerte, pero
necesitan de mano ajena para curarse.
¿Se dirá con muchos seudo-liberales del Perú que la era de las
discusiones religiosas ha concluido, pues todos creemos lo que mejor nos parece
sin acordarnos de las creencias profesadas por los demás? Los católicos no
piensan así, y lo prueban con sus libros y sus diarios: cuando algún filósofo
discurre basándose en la Razón, surge inmediatamente algún fanático a refutarle
en nombre del Dogma. Pregúntese a un santurrón si averigua o no la fe religiosa
de sus prójimos, si sabe quiénes acuden los domingo s a misa y quienes comen de
viernes en cuaresma.
Cierto, las religiones van muriendo de puro viejas al mismo tiempo que
hasta en la masa popular los fetiches del Catolicismo pasan de moda y dejan de
ser temas de actualidad; pero aquí no sucede lo mismo: las supersticiones
católicas nos acometen, nos circundan, nos penetran y nos emponzoñan. Estamos
como sumergidos en atmosfera de emanaciones patógenas, como hundidos hasta el
cuello en liquido saturado de microbios. San José nos acedia. La Virgen nos
obsede y Jesucristo, como el pimiento de Castilla y el ajo en Marsella, no
falta en ninguna de nuestras combinaciones culinarias.
Veamos Lima y fijémonos en un solo hecho: la multiplicación y predominio
de la casta sacerdotal. Los conventos donde en años no muy remotos vegetaban
unos pocos frailes, han sido sorpresivamente colmados de huéspedes recogidos
entre los más groseros palurdos de Italia y España. Y estos frailes advenedizos
no satisfechos con reinar en sus conventos y disfrutas de pingues rentas,
monopolizan la instrucción, dominan en las familias y ejercen una incesante
succión en todos los jugos sociales; son algo así como un imposible natural,
como sanguijuelas que chuparan por la cabeza y la cola.
Mientras la miseria cunde en todas las clases, mientras el obrero ve
disminuir el jornal y crecer las contribuciones, mientras que la mujer se
prostituye por hambre o muere prematuramente por exceso de trabajo mal
remunerado, el clérigo y el fraile viven hartos, alegres, felices y hasta
relucientes; se diría que los rosados mofletes de cada presbítero acabaran de
ser enlustrecidos con charol de puño. Si al cruzar por la calle divisamos un
semblante donde se trasluzca la seráfica gratitud de haber comido bien y bebido
mejor, no preguntemos el nombre de ese dichoso mortal; es un fraile. Si
escuchamos el metálico ruido de herrajes en los adoquines y vemos aparecer dos
rozagantes caballos enganchados a un coche de cuatro asientos, no preguntemos
quien va dentro: es un obispo. Si divisamos una señorona con traje de seda y
sombrero de plumas acompañada de tres o cuatro chiquillos con botines de hule y
ternos de rico paño, no preguntemos a nadie el estado civil de aquellos
envidiables seres: son la comadre y los sobrinos de algún cura.
Y aún estamos en el exordio de la cruzada tenebrosa. Gobernados por un
hombre con instinto de albañil y alma de monaguillo. Lima se va convirtiendo en
un mixto de lupanar y sacristía. Muy pronto caerá sobre nosotros un denso
crepúsculo mejor dicho, una noche cimeriana donde no veremos más que la silueta de pájaros
negros, donde no escucharemos más que el graznido lanzado por aves de mal
agüero.
Digan ahora las gentes racionales si aquí se necesita o no emprender una
campaña contra el fanatismo, si se debe o no discutir la influencia del
Catolicismo en el atraso de nuestra sociedad. Paro viéndolo bien, al ocuparse
de materias religiosas no conviene discutir sino atacar sin responder. Los
católicos nos enseñan el ejemplo cuando en vez de hablar racionalmente se
contentan con oponer a los hechos el versículo de la Biblia, a las leyes de la
Naturaleza el latín de algún santo padre”.
(“Propaganda y Ataque”, Manuel
Gonzales Prada. Prólogo y Notas, Luis Alberto Sánchez. Ediciones, Copé,
Departamento de Relaciones Publicas de Petro-Perú. Págs. 28-29)
LA FE Y SUS DEFENSORES.- Este artículo fue publicado en el periódico “El Libre Pensamiento” de Lima, el 14 de
abril de 1900. En este artículo Prada reflexiona sobre la Fe. Para él no es más que una forma
de dominación, pues, por ella nosotros aceptamos “verdades” que ya se nos
imponen y que no podemos poner en duda, pues, estaríamos atentando contra la
Fe. Prada ilustra este hecho de la siguiente manera. Si una persona viene a
nuestra casa y nos da un cofre diciéndonos que dentro de él hay oro y nosotros
al abrirlo vemos que solo es paja seca, somos unos descreídos, hombres sin Fe,
si afirmamos que es paja seca y no oro; pero si por el contrario afirmamos que
si es oro, somos hombres de Fe. Por lo tanto un creyente no se diferencia de un
hipnotizado que bebe una copa de vinagre y se figura saborear una copa de
champagne. Para llegar a este estado de sugestión se requiere el auxilio
divino, desde que según la enseñanza de la iglesia, la Fe es un don del
Espíritu Santo. Concluye, don Manuel, diciendo que cualquiera tiene derecho de
preguntarse como una Fe tan irracional y descabellada puede hallar defensores
tan decididos. Esto solo puede entenderse si nos damos cuenta que quienes se
basan en ella solo buscan el poder sobre los creyentes.
“Los monos domesticados se conservan mansos y dóciles mientras viven
sometidos al régimen vegetal; pero se vuelven ariscos y batalladores apenas se
habitúan a comer carne. Algo semejante ocurre con la Humanidad desde que un
individuo frecuenta la mesa eucarística, pierde toda su mansedumbre y toda su
bondad para convertirse en una especie de lobo indomesticable y agresivo. Esto,
lejos de hablar en favor de la teofagia, manifiesta que la carne de los Dioses
no conviene al organismo del hombre.
Olvidando que la Fe no se adquiere voluntariamente, que no se inocula
convicciones en el cerebro como se inyecta morfina en la sangre, los fanáticos
se declaran enemigos inexorables del
filósofo porque no cree, como se llamarían adversarios del dispéptico porque no
dirige. Menos injusto se muestra don Quijote al abstenerse de partir en guerra
contra los estómagos que rechazan el bálsamo de Fierabrás: a Sancho que vomita
la droga, le sigue considerando tan su amigo como antes.
Digamos a un geómetra que todos los radios de una misma circunferencia
no son iguales, a un astrónomo que la tierra se mantiene inmóvil en el espacio,
a un fisiólogo que la sangre no circula en nuestras venas; los tres hombres de
ciencia querrán convencernos con pruebas experimentales, y al no conseguirlo,
alzaran cuando mucho los hombros y sonreirán con ligera ironía. Pero neguemos
la divinidad de Jesucristo, sostengamos la concepción humana de María o
combatamos la infalibilidad del Papa; todos los miembros de la secta romana
empezaran por aducir el testimonio de la Biblia o de los Santos Padres y
acabaran por esgrimir el arma hiriente, contante o contundente. Ni siquiera un
simulacro de razones. Y así corroboran una ley del espíritu humano; cuanto más
injusta es una causa, cuanto más patente es un error, se les defiende con más
rabia y con peores armas. Por la bilis del creyente se mide la monstruosidad de
la creencia; y un escritor francés anda muy acertado cuando valiéndose de un calembour,
sostiene que la Foi est une maladie du foie, la Fe es una enfermedad del
hígado.
Sucede una cosa muy original; cuando algún incrédulo aduce que las
aseveraciones de un mal sacerdote no merecen crédito porque lo afirmado con las
palabras queda desmedido con las acciones, los católicos responden que debemos
atenernos a la excelencia divina de la enseñanza, no a la imperfección humana del
órgano docente, que la rosa no deja de figurar como reina de las flores por
nacer en un cementerio. Por el contrario, cuando algún librepensador combate el
Dogma y prueba el origen humano de todas las religiones, entonces el clero
empieza por bañar de todo al librepensador y concluye por asentar que no
debemos creerle ni escucharle, que de labios corrompidos brotan siempre
doctrinas abominables, que el mal árbol produce siempre malos frutos. Nada más
natural que alrededor de todo enemigo de la iglesia se cristalice una leyenda
de perversidad. Al defender a Dios, no hay arma vedada, ni la más atroz
calumnia. Ante la gloria del Ser Supremo ¿Qué vale la honra del hombre?
Alguien dijo que el olor más grato a los Dioses era el olor a cadáver;
pero como han caído en desuso los sacrificios humanos y los autos de fe, hoy el
mayor placer de Dios en el cielo es oír calumniar al hereje en la Tierra. El Espíritu
Santo debe reclamar la invención del célebre consejo atribuido a Voltaire:
“Mentid y calumniad sin miedo que algo queda siempre”. El sacerdocio de la
calumnia y de la mentira lo desempeñan muy bien, desde hace muchos siglos,
todos los defensores de la Fe, principalmente los ministros del Señor.
Algunos católicos, los menos malévolos, se imaginan que el incrédulo
niega ostensiblemente; que en el fuero interno guarda la convicción religiosa;
que tarde o temprano regresa al seno de la iglesia, sobre todo en la hora de la
muerte. Y sin quererlo ni pensarlo, estas almas puras y generosas infieren a su
religión la más grave de las ofensas al convertirla en el último refugio de los
hombres que llevan petrificadas las tres cuartas partes del cerebro. Todos
sabemos que a la aproximación de la muerte, cuando el organismo sufre los
estragos de la completa desagregación, las facultades mentales pierden su vigor
y su lucidez, de modo que la inteligencia más poderosa oscila entre la
inconsciencia vaguedad de la niñez y la estúpida somnolencia de la decrepitud.
Al aguardar, pues, que se regrese a la Fe cuando el cerebro se haya convertido
en un desconcertado reloj que da las ocho y marca la una, se sugiere muy triste
idea del Catolicismo. Así que podríamos desearle a un amigo nuestro: “-¡Ojalá te
veas en condiciones de ser católico!” parodiando al jorobado que vociferaba
porque le habían robado un vestido nuevo; “- ¡Ojala mi levita le venga bien al
cuerpo del ladrón¡”.
Otros católicos, los menos benévolos, se figuran, o al menos propalan,
que siendo imposible negar de buena fe la evidencia de las verdades reveladas, la
incredulidad nace de la perversión moral, que andan inseparablemente unidos el
descreimiento y la mala fe”.
(págs. 43-45)
LOS LIBROS
SAGRADOS.- Artículo publicado
en “La Revista” de Lima, el 1 de
julio de 1903. Aquí Gonzales Prada reflexiona sobre la lectura de “La Biblia”, libro donde según la
Iglesia se atesoran las verdades reveladas por Dios para instruirnos en nuestra
salvación. Prada cuestiona el fin que persigue este libro hierático, pues,
nadie se consagra a la meditación y lectura de la “palabra divina” sin correr el riesgo de infectarse con el virus de
la impiedad. El mal de esto radica en que los progenitores católicos prohíben a
jóvenes y viejos la lectura de “Biblias”
sin notas. Prada ve en estas notas una clara manipulación de la interpretación
de la palabra sagrada. Es decir, el cura interpreta el libro como mejor le
convenga para la defensa de su credo.
“En la interpretación de los pasajes bíblicos dudamos a qué atenernos,
pues mientras una persona inteligente y de buena fe les entiende de una manera,
otra persona dotada de la misma inteligencia y de la misma buena fe les
comprende de un modo contrario. Si conforme a la opinión de algunos doctores
musulmanes, cada sura del Corán admite unas sesenta interpretaciones diversas
¿Cuántas admite cada versículo de la Biblia? Repasando la formidable historia
de cismas y herejías, se constata que cismáticos y heresiarcas se apoyan en el
testimonio de los Libros Sagrados; las controversias religiosas se redujeron
siempre a tiroteos encarnizados en que los textos servían de proyectiles. Si
los médicos de Moliere se bombardeaban con aforismos de Hipócrates y Galeno,
los ortodoxos y heterodoxos se cañoneaban con versículos de Moisés y San Pablo.
Existen alemanes que todo lo sacan de Goethe, españoles que todo lo
extraen de Cervantes, ingleses que todo lo encuentran en Shakespeare; abundan
creyentes que todo lo almacenan en la Biblia. Hubo protestante que en las malas
horas de su existencia abría los Libros Santos, seguro de hallar una enseñanza o un consuelo en las primeras líneas que le saltaron a los ojos. El día que se le
muere su hijo único, el buen hombre acude a su Biblia y logra descubrir un
bálsamo providencial para el alivio de su dolor en la historia de Sansón, o lo
que da lo mismo, en la quijada de un asno, enrojecida con sangre de mil
filisteos.
¡Que fortuna de algunos hombres¡ ¡Encerrar en un solo volumen toda una
enciclopedia humana y divina donde yacen implícita o explícitamente condensadas
las cosas más incongruentes donde las pruebas de la divinidad de Jesús hasta la
Economía Política desde el binomio de Newton hasta la fórmula de los
ingredientes para confeccionar el vinagre de los cuatro ladrones. Supongamos la
ganga del boticario que poseyera un barril maravilloso donde cada noche transvasara
algunos litros de agua y de donde pudiera extraer todas las mañanas cuantos
específicos y recetas mencionan las farmacopeas conocidas y por conocer.
De todo lo hallado en el Gran Libro, nada tan asombroso como la Religión
Católica, Apostólica y Romana. Desafiamos al hombre más sutil y más agudo, retamos
al mejor alquimista del Universo para que, manipulando todos los simples y
todos los compuestos de la Biblia, logre realizar la síntesis canónica o
formular un sistema religioso parecido en algo a la doctrina enseñada hoy por
la iglesia. Parece tan difícil como retazar un canto de la Ilíada en griego,
unir a ciegas los pedazos, y obtener en aimará un capítulo de la Vida de Bertoldo.
Un elefante producido por un huevo de hormiga, un avestruz nacido de una
palmera, no causarían más admiración que un misterio y un dogma brotados de un versículo".
(págs. 60-61)
LA CIUDAD HUMANA.- Ningún indicio ha permitido fijar con exactitud la cronología de este
artículo; pero se presume que corresponde a la época 1902-1904. En estas
líneas, Prada nos dice que nada infunde tanto desprecio como una existencia de
sinuosidades, retrocesos y contradicciones, y que nada inspira tanta admiración
ni tanto respeto como una vida de rectitud, unidad y firmeza en las
convicciones. Sobre todo en las sociedades como la nuestra donde hay pluma que
no se alquile ni conciencia que no se venda, aquí donde liberales y
librepensadores colaboran en la mala faena de gobiernos clericales y
pretorianos, aquí donde no se tiende la mano a cien políticos sin rozar la
epidermis de noventainueve sinvergüenzas que van de un lado a otro según las
conveniencias personales que los mueve. Cuando se ama una idea, se combate, se
padece, se muere por ella. Acaso los hombres de bien no han sufrido las
humillaciones y los ataques de aquellos que siempre han vivido cobijados por la
mentira y el usufructo. El efecto de una propaganda se encarece, no tanto por
la satisfacción de los amigos como por la rabia y el despecho de los
adversarios. Donde brota más soez la injuria, donde estalla más feroz el
ataque, ahí se golpeó con más justicia, ahí se dio con más destreza en el
blanco. Nadie se irrita con el flechazo que no le llega ni se sulfura del
latigazo que no lo toca.
“Cuando la Humanidad quiere estimar el mérito de los hombres no los mide
la circunferencia de los vientres ni les numera las libras esterlinas
amontonadas en los cofres; les pesa las convicciones almacenadas en sus
cerebros, les cuenta las heridas ganadas en los combates por la verdad y la
justicia.
Creemos no equivocarnos al decir que la dignidad humana disminuye en
proporción a la influencia del Catolicismo y que la verdad no brota de
concilios, así como la libertad no surge de camarillas parlamentarias ni la
cuestión obrera se resuelve en conciliábulos de capitalistas. ¿Muchos piensan
como pensamos nosotros? Quizá. De Norte a Sur nacen y se difunden periódicos
para combatir lo viejo y lo maleado, en todas partes resuenan voces para clamar
por algo nuevo y algo puro. Un soplo de rebelión agita los ánimos. Se quiere
transformaciones hondas y fecundas, se rechaza revoluciones superficiales y estériles
para encumbrar o derribar caudillos adocenados. Ya se empieza a comprender que
la sangre de un humilde trabajador vale más que la ambición de todos los
generales y de todos los políticos. No se esquiva la muerte; pero se desea
morir por cosas grandes, en vez de sacrificarse por hombres pequeños.
Aunque fuéramos uno entre mil, no deberíamos arredrarnos; revoluciones y
reformas se iniciaron por minorías que sacudieron y empujaron a la masa inerte
de las mayorías. El campo nacional aguarda la simiente, y si ella no germina
culpemos a la insuficiencia de los sembradores antes que a la infecundidad del
terreno. Mas, dado que los pueblos de la Republica siguieran en la noche del Coloniaje,
dicho que aceptaran por única luz las macabras penumbras del sacerdote
católico, no por eso deberían retroceder y callar los hombres que piensan
libremente; hay que rechazar la imposición de mayorías que tal vez no
traspasaron los límites de la vida puramente animal. El número, la cantidad, no
sirve de prueba, que algunas veces un solo hombre tuvo razón mientras la
Humanidad entera se equivocaba. Al emitir ideas o preconizar reformas, no se
pesa las libras de carne que las abominan. Una masa de gusanos logra contener a
un ferrocarril en marcha; no por eso el gusano vale más que la máquina de
vapor.
Aunque viviéramos seguros de la derrota, no deberíamos retroceder; el
vencido sabe arrojar semillas que brotan, arraigan y producen la ruina del
vencedor. Y no se concibe lucha más necesaria ni más generosa que la iniciada
en el Perú con el fin de transformar en asociación de hombres a las aglutinaciones
e siervos. No se juzgue extemporáneas la difusión delas ideas redentoras; donde
reinan más oscuridad y más apocamiento de ánimo, donde la multitud se inclina más
al yugo de las autoridades, ahí se habla con más independencia y osadía, ahí se
actúa con más valor y más tenacidad.
No importa si las tradicionales castas de opresores y explotadores se
levantan a vilipendiarnos y maldecirnos; al predicar reformas, no se mendiga el
aplauso ni la venia de ricos y poderosos; se atiende a la razón de oprimidos y
explotados. No importa si los mismos siervos se enfurecen y rugen al sentir la
rudeza del brazo que les despierta y los empuja; las muchedumbres yacen a veces
en tanta miseria intelectual y moral, que toman por enemigos a los espíritus
generosos que se aproximan a ellas para defenderlas y redimirlas. No importa si
vivimos asfixiándonos en una sociedad metalizada y egoísta donde se pregona la
santidad del agio y la supremacía del vientre; el hombre no es digno de
llamarse hombre, la vida no vale la pena de ser vivida, sino cuando a todos los
bienes y a todas las glorias se prefiere el amor, el desinterés, la piedad y el
sacrificio”.
(págs. 102-103)
LA RETIRADA DE BILLINGHURST.- Artículo publicado en “Germinal” de Lima, el 14 de enero de 1899, siendo presidente de la
Republica don Nicolás de Piérola. Aquí la pluma de don Manuel cuestiona la
labor política que desempeñó Guillermo Billinghurst, quien fuera elegido
alcalde de Lima en 1909, y Presidente de la Republica en 1912, cuyo periodo
presidencial no pudo concluir porque fue derrocado por una revolución militar
encabezada por el Coronel Oscar R. Benavides, el 4 de febrero de 1914. Prada
manifiesta que después de la Guerra con Chile, en la que no dejó de cumplir con
sus deberes, Billinghurst vivió alejado del país, ostensiblemente ajeno a
nuestras conmociones políticas, hasta que en 1894 aparece de nuevo como uno de
los primeros colaboradores de Piérola en el movimiento revolucionario. Como producto
de este apoyo, y ya triunfante Piérola, se le concede la Primera
Vicepresidencia de la Republica y con una firme promesa de suceder a Piérola.
Pero Prada cuestiona su proceder desde 1895. Su papel fue tan desairado en el
abortado Protocolo de Arica y Tacna, que con su sensiblería patriotera quedó
tan mal parado ante el grosero positivismo de los chilenos, que los mismos
diarios de Piérola no mencionan el tal Protocolo sino para dirigir una que otra
crítica a Billinghurst. Su labor en el Congreso no ha sido más que la de un
pobre ejecutor de las órdenes supremas de su jefe. Nunca se atrevió a condenar
una arbitrariedad o un abuso del Gobierno que él representaba. Nunca se quejó de
la mala administración de los dineros del Estado; por el contrario siempre
apañó con su silencio la malversación de fondos públicos. Pero a la hora que
surgieron los problemas para Piérola, Guillermo Billinghurst, a la mejor
manera, abandona el barco y sacrifica a sus compañeros. Concluye, Gonzales
Prada, diciendo que en cualquier parte del mundo esa manera de conducirse
bastaría para hundir a un hombre, y, que desgraciadamente en el Perú, el
personaje que hoy se sumerge en el lodo, surge mañana puro, limpio, irradiando
luz virginal.
UNA LECCIÓN.- Este artículo requiere de una información adicional para una mejor
comprensión. El 3 de mayo de 1902, en lo más encendido de una polémica entre
dos periódicos de Lima, “La Idea Libre”
y “El Comercio”, un grupo de
redactores y tipógrafos de este último diario (capitaneado por Luis Miro
Quesada, hijo del director-propietario de “El
Comercio”) asaltó las oficinas de “La
Idea Libre”, abaleó y apaleó a los redactores y deterioró las maquinarias.
Revólver en mano, Glicerio Tassara director de “La Idea Libre” trató de repeler
el ataque. En la refriega, Luis Pazos Varela (uno de los agresores, mozo de
veinte años) cayó herido de muerte. Ileso de las balas, pero con feroces
magulladuras de garrote y manopla, Tassara fue arrestado y sometido a justicia
criminal. Después de una larga detención en la Cárcel de Guadalupe, fue
absuelto por los Tribunales de Justicia, gracias a la brillante defensa de su
abogado, Alberto Quimper. A raíz del ataque, los redactores de “La Idea Libre” lanzaron un “boletín”
explicando los sangrientos sucesos. En esa hoja suelta, que lleva fecha del 6
de mayo de 1902 y pie de imprenta de un taller comercial de Lima, publicó
Manuel Gonzales Prada este artículo. En él, Prada manifiesta su protesta por
los hechos y manifiesta su simpatía hacia Glicerio Tassara, a quien considera
un combatiente valeroso y noble. Prada dice que en el Perú ha habido Gobiernos
que destruyeron o cerraron imprentas, potentados que apalearon escritores, pero
que nunca se había presenciado el espectáculo nauseabundo que “El Comercio” ha ocasionado. Prada
analiza que lo que lo que motivó tal actitud de parte del diario fue el miedo
al ataque que a través de su pluma le infligiera el semanario radical “La Idea Libre”. Es que acaso estos
señores, se pregunta Prada, se consideran semidioses para no admitir la
discusión de ideas ni soportar el análisis de sus vidas. Esos señores, prosigue
don Manuel, insultan y no quieren ser insultados, provocan y no sufren la
contradicción, perpetran un delito y llaman delincuente a la víctima, acometen
con el garrote del palurdo y se quejan de verse rechazados con el arma del
caballero. “Al escribir estas líneas, nos
hacemos el eco de la indignación publica: no es únicamente un hombre, es todo
el pueblo de Lima quien abofetea el ensangrentado rostro de “El Comercio”.
LA LEY DEL PALO.- Se carece de datos bibliográficos sobre este artículo que retoma el
tema del ataque al semanario “La Idea
Libre”. Alfredo Gonzales Prada cree que apareció en junio de 1902, pero
Luis Alberto Sánchez afirma “La ley del
palo”, publicado en “La Idea Libre”
y reproducido en “Germinal” (“Don Manuel”, edición Ercilla, pág. 189). Lo cierto es que Prada carga nuevamente
sobre este asunto diciendo que en el Perú se palpa el hecho curioso de que
entre un diario y un gobierno haya comunidad de intereses o alianza ofensiva y
defensiva. El que censure la conducta de “El
Comercio”, se atrae las iras del Presidente Eduardo López de Romaña (Romaña fue elegido Presidente de la República
de 1899 a 1903. Nota del autor); y el que no ensalce a Romaña, sufra las
procacidades y embestidas de “El
Comercio”. ¡Quién sabe!, se
interroga Prada, si el origen de todas
las polémicas y del asalto a “La Idea Libre” estuvo en que el semanario radical
hacia una denodada oposición al desgobernado gobierno de Romaña: el socio
industrial se arrojó a la defensa del socio capitalista.
“Merced a sus tres ediciones diarias, a su gran circulación en toda la
República y al ineludible prestigio que dan los muchos años aunque se tengan
pocas virtudes, El Comercio constituye una fuerza nacional; bien dirigido, serviría de freno moderador a
las tiranías oficiales y de poderoso estímulo a nuestras muchedumbres
indolentes y amodorradas. Más los herederos y continuadores de Amunategui que
han seguido convirtiendo el diario, no solo en un azuzador de la autoridad
suprema contra las garantías individuales; sino en laboratorio de improperios y
calumnias; en oficina de rencores y venganzas, en una perenne amenaza a la
propiedad y a la vida. Lejos de apaciguar a la fiera que se guarece en el
corazón del hombre más bonancible, los redactores de El Comercio dan pábulo al
instinto sanguinario de criminales impulsivos y precoces.
El Comercio ha llevado su locura o cinismo al punto de afirmar
axiomáticamente que la pluma de corrige con el palo, que a las impetuosidades
de un artículo se responden con las magulladuras de un garrote. Y no se le
acuse de hacer una cosa y decir lo contrario: antes de anunciar el axioma, le
había enseñado prácticamente, lesionando a Baldassari en el Callao, hiriendo a
Tassara en la redacción de la idea libre. Los escritores en adelante funden un
periódico independiente, se hallan en el caso de arrodillarse ante El Comercio
y decirle: “Oh Cesar del periodismo nacional, los que vamos a recibir el palo,
cumplimos con el deber de saludarte”.
Hablar de palos cuando se demanda luz, y recurrir a magulladas y
chichones cuando se pide argumentos, es transformar los pueblos civilizados en
una sucursal de las tribus africanas, es retroceder algunos miles de años para
ingresar de nuevo a la selva primitiva y comenzamos por hacer de toda redacción
un campo de batalla comenzamos por hacer de todo plaza un chinche de toda calle
un tevés de toda casa un Pazul. ¿Por qué limitarnos a la estaca de nuestro
primer hermano el gorila? ¿Por qué no la flecha ni la honda de nuestro hermano
y compatriota el casivo? ¿Por qué no el lazo, el puñal, ni el veneno? ¿Por qué
satisfacernos con solo herir y matar al adversario? ¿Por qué no descuartizarle,
asarle y comerle? El asesinato unido al canibalismo nos ofrecería dos ventajas:
desembarazarnos de un enemigo y llenarnos el vientre.
¿No tenemos ya bastantes crímenes, no estamos hartos de sangre, que
pretendemos fundar en Lima una escuela de ferocidad y matanza? De todos, menos
de un periódico, ha debido nacer la iniciativa. Los que blasonan de hombres
prácticos, los que se llaman corifeos de la prensa seria, necesitan recordar
que lo humano, lo culto, lo civilizado, no está en responder con el palo a los
desmanes de la pluma, sino en oponer la verdad a la mentira, la razón al
despropósito, la honradez a la venalidad. ¿De qué sustancia tan frágil se compone
la honra de ciertos individuos, que temen verla destrozada y desmenuzada con el
simple rasguño de la pluma? Contra los insultos, la sonrisa y el silencio;
contra las imputaciones calumniosas, la vida honrada. Al desencadenarse un
torrente de fango, el hombre de bien se hace a un lado y espera; el torrente
pasa; el hombre de bien queda sereno y limpio.
Aun aceptando la canallesca ley del palo, nadie legitimaria el ataque de
muchos contra uno. Ir de su cuenta y riesgo, entenderse de hombre a hombre con
el ofensor, merece disculpa y denota hidalguía en el ofendido; no hay hidalguía
ni disculpa en reunir una turba, capitanearla y lanzarla contra un solo
individuo. ¿Qué diría el señor don José Antonio Miro Quesada si todos los
injuriados por El Comercio se confabularan, asaltaran la imprenta y le
administraran una formidable carrera de baquetas? Diría con razón que los
asaltantes no eran hidalgos ni caballeros, y pediría que sobre todos ellos
cayera el brazo inexorable de la justicia”.
(págs. 162-163)
MERCADERES POLÍTICOS.- Este artículo fue encontrado entre los papeles
del autor en la forma de un recorte impreso, en prueba de galera, pero Alfredo
Gonzales Prada abrigaba la certeza de que no llegó a publicarse. Cuando se
encontró entre los papeles póstumos del Maestro, llevaba la indicación “Lima, julio de 1915”. Clausuradas “La Lucha” (junio de 1914) y “La Protesta” (octubre de 1914) por el
gobierno del coronel Benavides, sólo “La
Prensa” de Lima logró escapar al amordazamiento de los periódicos libres
del Perú durante el régimen militar y mantener una campaña de moderada
oposición. Los caracteres tipográficos e en que está compuesto el recorte de “Mercaderes políticos” nos parecen
corresponder a los linotipos de “La
Prensa” de 1915. Prada inicia su artículo manifestando que la emancipación
no se debió a las frases de San Martín en Lima sino a las lanzas de Bolívar en
Junín y a los fisiles de Sucre en Ayacucho , y que al conmemorar el 28 de
julio, ocurre naturalmente la idea de ver lo realizado por nosotros durante los
años de existencia libre, lo cual se puede sintetizar en pocas líneas; hemos
seguido una marcha diametralmente
opuesta a la recorrida por la Naturaleza en la producción de los seres: la vida
comenzó por los animales inferiores y vino a culminar en el hombre; nuestra
evolución política empezó con los San Martín, los Bolívar, los Sucres, y vino a
parar con Benavides.
“Como los usurpadores temen que los usurpados les obliguen a rendir
cuentas, los gobiernos se afanan por mantener inermes a las naciones. Aceptan
la militarización al estilo de Prusia, rechazan la miliciación a la
manera de Suiza. La idea de muchedumbres armadas les aterra. Hombres con el
rifle del soldado, pero sin haber sufrido la depresión moral de los cuarteles,
constituyen una fuerza amenazadora; tienen algo de una tormenta con voluntad o
de una avalancha con inteligencia. Los invasores mismos, aunque hayan
desbaratado ejércitos poderosos en sangrientas batallas campales, suelen
vacilar ante la resistencia de la población civil. De ahí las leyes bárbaras
contra los franco-tiradores y la destrucción de las ciudades hostiles.
La liberación de un territorio por medio de la guerra puede originar la
urania: el libertador, elevándose a la categoría de ídolo nacional. Sufre el
mareo de la ambición y sueña más de una vez en arroparse con el manto de Cesar.
Para las clases privilegiadas, el advenimiento del cesarismo no implica una
amenaza; por el contrario, ellas miran en la implantación del régimen militar
un freno a los amagos de reivindicaciones populares y una seguridad en el usufructo
de los privilegios.
Pero esa misma liberación del territorio suele ocasionar el encumbramiento
de las muchedumbres, quiere decir, una victoria de la democracia cuando un
pueblo comienza por arroyar al extranjero adquiere conciencia de su poder y
fácilmente concluye por hacer justicia de sus opresores. Quien posee la fuerza
realizada el derecho, “quien tiene hierro tiene pan”.
Los ricos ven muchas veces menos daño en la victoria rápida del invasor
que en el triunfo lento y gravoso de la causa nacional. Una batalla cuesta
vidas; una resistencia de meses y años cuesta no solo vidas, sino destrucción
de las propiedades, perdida de créditos. A la salvación de la patria, los
burgueses acaudalados y los aristócratas prefieren la conservación de sus
casas, de sus haciendas y de sus privilegios. Más le duele al rico perder su
dinero que al pobre derramar su sangre.
La posición de la riqueza origina el mismo estado psicológico en los
poseedores, sea cual fuere su nacionalidad, resultando más analogía entre un mandarín
y un landowner que
entre el mismo landowner y un
proletario inglés. Los ricos del mundo entero pertenecen a una sola patria: el
dorado; sigue una sola bandera: el negocio; y cuando blasonan de compartir por
el bien de la humanidad o por el triunfo de una idea, solo defiende el tanto
por ciento. Imaginarse que ellos fomenten las revoluciones radicales y
patrocinen de buena fe la emancipación de los obreros es acariciar un sueño
romántico y respirar el aire de otro planeta. Clases explotadoras favoreciendo
a clases explotadoras se igualarían con un absurdo biológico, estómagos
digiriéndose a sí mismos.
Mas hay algo peor que los ricos: los hambrientos de riquezas, los
políticos mercantiles o mercaderes políticos. Cuando esos hombres se adueñan
del poder hunden a las naciones: en la paz con las finanzas; en las luchas
internacionales, con los tratados.
El Perú (la Cartago sin Aníbal) nos
ofrece un ejemplo.
Nuestros mercaderes políticos dilapidaron los bienes nacionales y
convirtieron al Montecristo de Sudamérica en el mendigo de las europeas. Durante
muchos años toda la ciencia infusa de los hacendistas criollos se redujo a
saldar el déficit con los préstamos concedidos por los consignatarios,
préstamos que eran el mismo dinero fiscal dado con interés subido. Nuestra
historia financiera (si por finanzas se entiende el pedir dinero para
malversarse y no pagarle) se halla escrita en los libros de corredores y
banqueros, más y menos judíos: ahí, en el haber, consta el precio de las
conciencias nacionales. Nada o muy poco se benefició el país con el guano y el
salitre. Según Billinghurst, la explotación de las guaneras desde 1841 hasta
1879, produjo cerca de ochocientos millones de soles; y de esa suma, solamente
diez y ocho a veinte millones fueron invertidos en obras públicas. La riqueza
nos sirvió de elemento corruptor, no de progreso material. La venta del guano,
la celebración de los empréstitos, la construcción de ferrocarriles, la emisión
de los billetes y la expropiación de las salitreras dan margen a los más
escandalosos gatuperios. Los contratos con los Dreyfus, Meiggs y Grace
equivalieron a la celebración de grandes ferias donde figuraron como artículos
de venta y cambalache, los diarios, los presidentes de la Republica, los
Tribunales de Justicia, las Cámaras, los ministros de Estado, los cónsules y
demás funcionarios públicos. Al ver que en pocos meses y hasta en pocos días
algunos improvisaron riquezas fabulosas, cunde en todas las clases sociales e
morboso deseo de enriquecerse: crece una verdadera neurosis metálica. Ningún
medio de adquirir parece ilícito. Las gentes se habrían arrojado a un albañal,
si en el fondo hubieran divisado un sol de oro. Los maridos venden a sus
mujeres, los padres a sus hijos, los hermanos a sus hermanas, etc. Meiggs tiene
un serrallo en las clases dirigentes de Lima. No le faltan ni los eunucos.
Cegados hoy las principales fuentes de la riqueza nacional y cerrado el
cielo de las vastas operaciones financieras, solamente queden los negocios de
menor cuantía, los mercados de poca monta, las sisas de cocinera, algo así como
las sobras del festín, los desmenuzos del pastel, la raspadura de olla. A la
dentellada de los grandes paquidermos sucede el mordisco de los pequeños
roedores.
Algunos europeos se figuran que los latinoamericanos vivimos en una
serie de luchas heroicas por la libertad y el derecho. Otros se imaginan que
sufrimos continuamente la opresión de barbaros tan barbaros como los
emprendedores de la decadencia romana. Salvo una que otra fiera guarecida en el
Palacio de Gobierno, el Perú no ha contado sino mercaderes con espada y frac.
Asaltar la presidencia pareció a los Benavides y congéneres medio más seguro de
obtener dinero que terciarse un rifle y salir a los caminos. Verdad, tenemos un
Chinchao, un Tebes, dos Santa Catalina, un Guayabo, un Pazul, un napo, etc.;
pero nuestras contiendas civiles, más que brazos repartiendo la muerte, fuimos
dedos arañándonos en el fondo de un saco”.
(págs. 170-173)
Insiste don Manuel en
que nuestra vida normal se resume en el despilfarro y la bancarrota, gracias a
los políticos mercantiles que afloran como moscas en el basural de nuestra
escena política. En la guerra con chile no imitamos a los holandeses de 1673 ni
a los rudos de 1812: estábamos lejos de los hombres que anegaban territorios
para cerrar el paso a los ejércitos de Luis XIV, de los que talaban campos y
quemaban ciudades para matar de hambre y frio a las huestes de Napoleón. Los
militares, los eternos succionadores de los jugos nacionales, los obligados a
defender el país, ofrecen el mal ejemplo. ¿Qué hicieron algunos de los jefes
enviados al sur para organizar la victoria? Lo único que hicieron fue hurtar
los fondos destinados a la tropa; jugaron, bebieron y agotaron en brazos de
mujerzuelas el vigor que debieron gastar en los campos de batalla. En esto se
resume la obra de nuestros mercaderes políticos.
EL ÁGUILA Y LA SERPIENTE
Si en Mariano Azuela – iniciador
de la novela de la Revolución con “Andrés
Pérez, Maderista” (1911)- los temas y personajes corresponden esencialmente
a los estratos más bajos de la población, en Martín Luis Guzmán los
protagonistas y sus itinerarios están vinculados a las esferas del poder, ahí
donde se deciden los tejemanejes de la gente cercana a los grandes jefes y los
que ya están o llegarán muy pronto a la silla presidencial. En “El águila y la serpiente” (1928), de
Martín Luis Guzmán, se desarrollan las memorias del autor sobre muchos
acontecimientos históricos; en “La
sombra del caudillo” (1929), sobre el telón de fondo de la figura del
dictador o del jefe máximo, se presentan las confabulaciones y los asesinatos
en torno a la conservación o la conquista del poder. Nacido en el norte del
país, en la ciudad de Chihuahua, el 6 de octubre de 1887, Martín Luis Guzmán
fue llevado a Ciudad de Méjico antes de cumplir un año de edad. En la primera
etapa de la Revolución, Guzmán participó activamente muy cerca de los más
importantes jefes, como Venustiano Carranza y Francisco Villa; conoció a Álvaro
Felipe Ángeles. A todos ellos los observó en muy diversas circunstancias, lo
que le permitió trazar historias mayores o menores con los que después
escribiría largas crónicas o capítulos enteros sobre los itinerarios de un
joven revolucionario. Con una prosa magistral, una de las más precisas y
elegantes de aquel entonces en lengua castellana, en “El águila y la serpiente” (título simbólico vinculado al escudo
nacional de Méjico), Martín Luis Guzmán recorre muchos caminos y describe
algunas excepcionales circunstancias históricas que van de la lucha contra el
usurpador Victoriano Huerta- subió al poder después del asesinato del
presidente Madero en 1913- al final del llamado gobierno de la Convención, en
1915. En un texto más próximo a las memorias, al material autobiográfico, que a
la novela, el mismo Guzmán, como protagonista de la historia, nos muestra con
lujo de detalles a unos caudillos revolucionarios de carne y hueso. Los
describe con los trazos más finos, en profundidad y, en muchas ocasiones, con
una crítica vehemente, subjetiva y mordaz. En una larga galería de retratos
psicológicos, entre amigos y adversarios, el escritor no pierde jamás la mirada
del artista; también como Mariano Azuela, hace uso del reportaje y de la
fotografía y de cinematografía; entra y sale por una u otra esquina, por una
ventana distinta o el rincón más cercano.
En “El águila y la serpiente” aparecen desde la primera página muchos
amigos del autor, los nuevos enemigos que le salen al paso y la suma de los
advenedizos que viven entre las intrigas de los corifeos de caudillos y de
generales importantes. En un continuo contrapunto, desde los primeros hasta los
últimos capítulos, el gran periodista va de los colores y perspectivas de
cualquier paisaje -urbano, de la costa, de la altiplanicie - a las
confrontaciones más sutiles entre civiles y militares, entre él mismo y sus
interlocutores más diversos. Muchas veces, en primera persona, describe sin
ambages los errores más contundentes – y también los más ocultos - de los más
encumbrados personajes; pero jamás lo hace con vulgaridad o displicencia: el
artista está siempre en la continua recreación, siempre examina todo cuanto lo
rodea con un lenguaje elegante, con virtuosismo y maestría, y nunca, y nunca
olvida que el contenido y la forma deben estar unidos. Al examinar a sus
correligionarios y a los oportunistas de otras facciones, junto a los juicios
morales, suma las actitudes y las acciones de la inmediatez política. El
protagonista de “El águila y la
serpiente” – memorialista, autobiógrafo, observador político, comentarista,
testigo impertinente, historiador y sociólogo- no olvida su papel de primera
figura; sin embargo, es tal la calidad de su lenguaje, tal la importancia de su
historia, tal su penetración psicológica, que finalmente el autor termina
ganando por completo la confianza del buen lector. Desde sus recuerdos de la
Revolución maderista y los campos de batalla del norte hasta los de los últimos
días de la Convención de Aguascalientes, para terminar en una conversación
incisiva con Francisco Villa. “El águila
y la serpiente” es un gran mural que nos muestra, no sólo muchas
sensibilidades políticas, sino también una larga cadena de críticos
acontecimientos donde muchas veces impera la violencia, la crueldad sin
veladuras, las confabulaciones de políticos menores, las infamias de caudillos
y los constantes levantamientos. Al describirnos a Álvaro Obregón o a
Venustiano Carranza (para detenernos en solo dos ejemplos), Martín Luis Guzmán
no mide sus críticas más profundas: al primero lo llama farsante, al segundo
ególatra y tirano; ambos los describe de pies a cabeza con algunos de sus
méritos y muchas de sus debilidades. A Pancho Villa, a quien conoció de cuerpo
entero, nos lo describe muchas veces en las situaciones más cotidianas.
“Villa salió en camisa. Tenía puesto el sombrero, cosa frecuente en él
cuando estaba en su oficina o en su casa. Mientras hablaba con Aguirre
Benavides, su forma robusta, envuelta en caqui, se destacó con fuerza sobre la
pintura blanca de la puerta. Le salían por debajo del sombrero, orlándole la
frente, unos cuantos rizos medio azafranados que hacían juego con el mechón de
su bigote, torpe y sin aliño. Pero al volverse a medias, nada resaltó tanto en
toda su figura como el enorme pistolón que le bajaba desde la cadera hasta lo
hondo de una funda holgadísima. Brillaban las cachas con el lustre de las cosas
muy usadas, no con el resplandor afeminado de lo que sólo es para lucir. La
culata le dibujaba en el costado una curva ancha, prolongada, semejante por sus
dimensiones a la cola de los cometas fantásticos que suelen verse en los libros
infantiles. A un lado y otro le corría por la cintura la fila maciza de los
cartuchos, grandes hasta recordar los torpedos o dar idea de una verdadera
columnata de fustes de cobre sin capitel, cortados a la mitad por la tira
oscura que los sujetaba a la canana. Debajo, las balas de acero, enormes y
primorosamente pulidas, devolvían en destellos fríos la luz de las ventanas.
Ante tal visión era inevitable que el sentido muscular se pusiera en juego por
su cuenta y se entregara a calcular –por si solo- la densidad, la forma, la
inercia mortífera de aquellas balas de cutis fino al tacto como una caricia.
“Este hombre no existiría si no existiese la pistola –pensé-. La pistola
no es sólo su útil de acción: es su instrumento fundamental, el centro de su
obra y su juego, la expresión constante de su personalidad íntima, su alma
hecha forma. Entre la concavidad carnosa de que es capaz su índice y la
concavidad rígida del gatillo hay una relación que establece el contacto de ser
a ser. Al disparar, no será la pistola quien haga fuego, sino él mismo: de sus
propias entrañas ha de venir la bala cuando abandona el cañón siniestro. Él y
su pistola son una sola cosa. Quien cuente con lo uno contará con lo otro, y
viceversa. De su pistola han nacido, y nacerán, sus amigos y sus enemigos.”
Y fue entonces, en el preciso momento de entrar a hablar con él, cuando
la idea que andaba yo buscando se me presentó:
-Para acercar a Villa y Blanco -le dije al coronel Domínguez- conviene
que Blanco reciba como obsequio la pistola de Villa. Si Villa la da, su
movimiento será inequívoco, y Blanco, al aceptarla, entenderá lo que eso significa.
De mi cuenta corre.
La gran preocupación de Villa era en aquellos días el nombramiento del
Presidente Provisional. A primera vista parecía dispuesto a sostener a
cualquiera, siempre que no fuese Carranza. Luego, observándolo con más
atención, se le veía interesarse por algún hombre verdaderamente suyo. Su
candidato era entonces el general Ángeles, sobre quien, como podía suponerse,
versó poco después nuestra platica. ¡Conjunción rara, aquella del guerrillero
analfabeto en apariencia y el supremo de nuestros técnicos militares! Villa,
irresponsable, halló en Ángeles, que vivía atormentado por la hiperestesia de
su conciencia revolucionaria, un complemento al cual entendió. En esto –como en
otras muchas cosas- fue superior a los líderes semileídos de Sonora –salvo
Maytorena- y de Coahuila, los cuales odiaron y calumniaron a Ángeles desde el
primer momento por el simple hecho de no llegarle ni a la suela del zapato en
técnica y cultura. De Sonora habría de venir la escuela de ganar batallas
haciendo a fuerza de oro traidores entre el enemigo, y Ángeles se hubiera
dejado desollar antes que ir a supuestas victorias mediante cohechos. Ángeles
había sido cadete distinguido de Chapultepec y había asimilado allí una
tradición pundonorosa que vale más que muchas revoluciones juntas. Su
psicología, en consecuencia, era contraria a la del carrancismo corruptor y a
la de aquella parte del sonorismo que entonces hinchaba a don Venustiano en
espera del momento oportuno para traicionarlo y darle muerte. Pero ese antagonismo
perfecto entre la persona de Ángeles y el grupo carrancista no lo veía Villa, o
fingía no verlo.
-Ángeles –le dije- vale mucho y merece mucho, pero como candidato de
conciliación no es viable.
Él se acaloró entonces. Interrumpió la forma misteriosa, de
conciliábulo, en que había venido desarrollándose nuestra conversación –sentado
él muy cerca de nosotros, con los codos sobre las rodillas y la cara entre las
manos-, y se puso en pie. Hablando aún, caminó hacia la puerta, mientras
nosotros lo seguíamos; de modo que los tres salimos a la antesala sin que
terminara de hecho la entrevista. En la antesala varios de sus subordinados y
amigos más próximos, los cuales se acercaron a hablarle tan pronto como lo
vieron. ¿Se había enojado? Yo tenía la impresión de que nuestros planes
acababan de perecer: de que, en el último instante, los había yo desbaratado
por sobra de sinceridad. No quise, con todo, darme por vencido, y resolví poner
la situación a prueba.
-Lo de Lucio Blanco –le dije a Villa de repente, a quemarropa, sin
preparación alguna- quedaría arreglado por completo con un mero ademán
afectuoso que se le hiciese. Por ejemplo, que le mandara usted, como regalo, su
pistola.
Villa me miró, miró a Domínguez, y contestó con voz un poco vacilante,
mientras se desabrochaba el cinturón:
-Oiga, pues eso creo que me parece bueno.
Luego, en medio de un silencio general, me entregó la pistola, con
canana y todo. Al sentir yo en mis manos aquel peso, tibio aún, me estremecí, y
se lo pasé inmediatamente a Domínguez. No parecía sino que el contacto de la
pistola me quemaba. Villa, entretanto, agregó:
-Nomás dígale al general Blanco que la cuide, porque es pistola muy
chiripera.
Pero antes de terminar la frase se le demudó el rostro. Se llevó las
manos a las caderas con un movimiento brusco. Se revolvió mirándonos a todos, e
impulsado como por el instinto, se puso de espaldas contra la pared.
-¡A ver! –Exclamó con precipitación-. ¡Déme alguien una pistola, que
estoy desarmado!
Y era tal su zozobra al pronunciar aquellas palabras, que me figuré que
iba a arrojarse sobre Domínguez para quitarle la pistola que nos había dado
segundos antes. Sin saberlo ni, menos, pretenderlo, acababa yo de lograr,
gracias a una estratagema aparente, algo que nadie intentó jamás con Pancho Villa:
desarmarlo. “¡Desarmarlo!” Pero advirtiendo él al punto su imprudencia, había
reaccionado con toda agilidad propia de su larguísima historia de fiera
perseguida, acosada durante años por los rurales. ¿Cuánto tiempo haría que
Villa no se encontraba así, inerme en medio de un grupo de hombres con armas,
varios de ellos extraños a su sensibilidad y a sus intereses? El, que nunca
echó mano de la pistola sino para volverla a la funda tras de liquidar la
cuestión, había caído, por sorpresa, en la increíble puerilidad de entregar las
armas a un hombre a quien sólo conocía de algún tiempo a esa parte, al mismo
que en aquel momento había suscitado su enojo rebatiendo sus ideas.
Al oír la petición de Villa, varios de los presentes sacaron la pistola
y se la ofrecieron. Luis Aguirre Benavides le dijo, alargándole la suya:
-Yo le daría ésta, mi general; pero es muy chica, y escuadra por añadidura,
que usted conoce poco.
-¡Bah! ¿Pues y cuál no conozco yo bien? –observó él, tomándola.
Era, en efecto, una pistolita escuadra de calibre 32. Villa la empuñó
sonriente –parecía que la contrariedad de verse sin armas se le había ya
desvanecido- y, tirando del cierre con gran soltura, hizo saltar uno a uno los
cartuchos. Conforme caían, Aguirre Benavides iba recogiéndolos, y luego juntos
todos, se los entregó a Villa. Éste los volvió ágilmente al cargador; metió el
cargador en la culata; cortó un cartucho, y, apuntándome a la frente, me
dirigió esta frase:
-Ahora dígame cualquier cosa.
La boca del cañón estaba a medio metro de mi cara. Por sobre la mira
veía yo brillar los resplandores felinos del ojo de Villa. Su iris era como de
venturina: con infinitos puntos de fuego microscópicos. Las estrías doradas
partían de la pupila, se transformaban hacia el borde de lo blanco en finísimas
rayas sanguinolentas e iban desapareciendo bajo los parpados. La evocación de
la muerte salía más de aquel ojo que del circulito oscuro en que en que
terminaba el cañón. Y el uno y el otro no se movían ni un ápice: estaban fijos,
eran de una pieza. ¿Apuntaba el cañón para que disparara el ojo? ¿Apuntaba el
ojo para para que el cañón disparase? Sin apartar de la pistola la vista, me
percaté de que Aguirre Benavides sonreía tranquilo y seguro, de que los
militares presentes observaban fríos y curiosos y de que Domínguez, a mi lado,
respiraba apenas.
No sé qué fue entonces mayor en mí, si el temor o la indignación. Sin
embargo, dominé mis dos sentimientos –creo que con buen éxito absoluto- y acto
seguido le contesté a Villa muy reposadamente.
-¿Y qué quiere usted que le diga? ¿Algo bueno o algo malo?
-Lo que le nazca del corazón.
-Pues que no vaya también a ser ésta una pistola muy chiripera –le dije.
Pero Villa no me oía ya. Miró a Domínguez y fue dejando caer lentamente
el brazo, mientras preguntaba:
-Bueno ¿y cuál es el más valiente de los dos?
Como acababa yo de padecer un miedo horrible, respondí sin titubeos:
-Domínguez.
Y Domínguez, que con justicia tenía muy alta idea de su inmenso valor,
dijo:
-Ninguno.
-Pues ¡qué se me hace –replicó el guerrillero- que es más valiente el
civil que el militar!
Aquella observación, inexplicable e injusta, nunca se la perdonó
Domínguez a Villa, ni creo que jamás me la haya perdonado a mí.”
(“El águila y la serpiente”, Martín Luis Guzmán, Editorial La Oveja Negra-1985. Págs. 196-200)
La mirada crítica del
joven protagonista –el escritor que participa en la Revolución con valentía y
osadía- no se detiene en demasiadas justificaciones: él jamás será el
franciscano que derrote al seguidor de Savonarola; los juicios son contundentes,
sin ambages, la palabra del revolucionario que todavía no podía imaginar que él
mismo, muchos años después – tras su regreso de España en 1936 - militaría y
conocería los tejemanejes del partido oficial, que ocuparía importantes puestos
políticos en las etapas en las que ya la Revolución sería más una entelequia
que una realidad. Lo importante es que el gran escritor domina la escena y nos
entrega uno de los documentos más profundos de la nueva narrativa mejicana.
Quizá desde otras latitudes, desde ambientes ajenos a la cotidianidad de la
política mejicana, entre tantos nombres de personas y lugares, tantos detalles
menores, tantas situaciones en que se ven involucrados los jefes y sus
séquitos, “El águila y la serpiente”
no atraiga los buenos lectores que su maestría merece; son muchas las
vicisitudes y los personajes desconocidos que entran y salen desde las primeras
páginas. Pero aun así, para el estudioso, para el investigador que desee
conocer más de cerca algunos trasfondos esenciales de aquellos años de cambios
sorpresivos, esta obra de Martín Luis Guzmán será siempre un punto de partida y
un punto de llegada, el testimonio de un clásico en la historia de la
literatura mejicana. Y no sólo es fundamental para el historiador preocupado
por el lenguaje, ya sea por el uso del adjetivo o el sustantivo, ya por el del
gerundio o la frase breve o la frase larga. Con los elementos más penetrantes,
el autor nunca olvida los trazos finos y analíticos y da en el blanco al
caracterizar a cualquier personaje o al presentar las acciones más violentas
donde no falta ni sobra nada; la mano del cronista político y, sobre todo, del
artista, no renuncia jamás a la calidad literaria y la comprensión del
psicólogo; más allá de los primeros planos, el narrador señala las aristas más
escondidas y nos revela muchos caminos sinuosos y algunos desenlaces
imprevistos.
La obra poética en al que el espíritu del Renacimiento halló su
expresión más alta y más perfecta es el “Orlando
furioso”, obra maestra del gusto clasicista y una de las más altas cumbres
de la historia literaria italiana. Ludovico Ariosto nació en Reggio Emilia el 8
de setiembre de 1474 y murió el 6 de julio del año 1533. Ariosto debió sin duda
el primer impulso para escribir su poema a la lectura de la obra de Mateo
Boiardo (publicada entre 1483 y 1496, “Orlando
enamorado”). Cuando esta obra quedó interrumpida por la obra del autor,
Ariosto se decidió a continuarlo con su “Orlando
furioso”. Probablemente lo empezó entre 1502 y 1503; y en 1507 el libro
debía de estar ya bastante adelantado, puesto que, hallándose en Mantua aquel
año, Ariosto pudo leer a la marquesa Isabella una parte de él. Si bien la
primera edición del libro contenía 40 cantos (edición de 1516), el libro fue
aumentando y ya en la tercera edición encontramos un “Orlando furioso” en 46 cantos (edición de 1532). Es difícil
resumir la trama del libro, debido a que lo caracterizan la infinita
multiplicidad y el incesante variar de episodios y aventuras que Ariosto
acumuló en su poema. La acción se ordena con suficiente claridad en torno a
tres núcleos esenciales: el amor de Orlando por Angélica, la guerra entre
sarracenos y cristianos junto a París y otro amor, lleno de obstáculos, entre
Ruggiero y Bradamante.
De esos tres motivos, el primero es el que adquiere mayor
relieve y resuena en la primera parte del libro con acentos más intensos y
apasionados hasta culminar en el episodio de la locura de Orlando, cuando el
paladín descubre que su Angélica se ha casado con Medoro; el segundo constituye
el fondo épico de la narración, y sólo por momentos pasa a primer término,
centrándose en la poderosa figura de Rodomonte; y el tercero es el más pálido y
responde, en parte, a un propósito cortesano y encomiástico- ya que de las
bodas de la hermana de Reinaldo con el descendiente de Héctor habrá de
originarse la estirpe de los Este, pero no carece de una atmosfera propia de
ternura y de emoción, aunque será menos evidente y de tono más modesto.
Comienza Ariosto manifestando que refería cosas que jamás se han dicho en prosa
ni en verso con respecto a Orlando. Cómo se convirtió en un loco furioso aquel
hombre tenido siempre como modelo de cordura. Enamorado Orlando, hacia bastante
tiempo, de la bella Angélica, había alcanzado por causa de ésta inmortales
laurales en la India y en la Tartaria.
Con ella había regresado de Occidente, y
llegado a los Pirineos, donde los ejércitos de Francia y Alemania esperaban al
rey Carlos para combatir contra los reyes Marsilio y Agramante. Enterado el rey
Carlos, que no sólo Orlando amaba a Angélica, sino también su primo Reinaldo, y
queriendo evitar que se debilitase la ayuda que pudieran prestarle ambos
paladines, hace desaparecer a la bella dama, entregándosela al duque de
Habiera. En la lucha que sostuvieron los cristianos con los sarracenos, cayó
prisionero el Duque juntamente con muchos de los suyos. Angélica, previendo la
derrota, huyó. Hallándose en un bosque, Angélica topa con Reinaldo, el hijo de Amón,
quien se hallaba buscando a su caballo, Bayardo, que se había escapado. La
muchacha huye de él, pero más adelante se encuentra con el sarraceno Ferragus
quien, por refrescar su garganta en un rio, había dejado caer su yelmo en el
agua. Enamorado de ella, como los dos primos, no vaciló en enfrentarse, sin el
yelmo en la cabeza, con Reinaldo, quien ya venía detrás de Angélica. Mientras
estos luchaban, Angélica huye; entonces Reinaldo y Ferragus se alían para
perseguir a la prófuga. Separados, para así cubrir más terreno, cada uno
continúa su búsqueda. Ferrague llega al mismo lugar donde había perdido su
yelmo, y desesperanzado en hallar a Angélica, decide seguir buscando su yelmo.
Entre las aguas del río aparece Argalía, hermano de Angélica, quien había sido
asesinado por Ferragus. Argalia reclama para sí el yelmo perdido, ya que en
vida le había pertenecido. Le sugiere al sarraceno que si quiere un yelmo, se
procure el que Orlando ganó al feroz Almonte en Aspromonte, o sino el que
Orlando obtuvo del rey Mambrino. Indignado, Ferragus jura por la vida de
Lanfusa, su madre, que logrará obtener el yelmo que posee Orlando. Angélica
llega a un rio, donde encuentra a Sacripante, rey sarraceno de Sircasia, quien
se lamentaba de no poder alcanzar su amor. Angélica decide aprovecharse de los
sentimientos que brotan del corazón del sarraceno, para que este le sirva de guía.
A los pocos minutos se encuentran con Reinaldo. En otro tiempo Angélica había
amado al hijo de Amón, mientras que este, por el contrario, la odiaba. Ahora
los papeles se habían trocado. Reinaldo y Sacripante se enfrentan, y viendo Angélica
que la derrota del sarraceno era inevitable, huye para no caer en manos del
vencedor, a quien tanto odiaba. En su loca carrera, Angélica encuentra a un
viejo ermitaño de barba blanca quien se ofreció a ayudarla. Para despistar a
sus perseguidores, el anciano hizo aparecer a un espíritu, disfrazado en forma
de criado, quien se presentó en el lugar donde Reinaldo y Sacripante
continuaban peleando. Les dijo que mientras ellos peleaban, a una milla de distancia,
Orlando y Angélica se dirigían a París. Parte Reinaldo como alma que lleva el
diablo en busca de aquella mujer que le hacía perder el juicio. A los pocos
días, llega a la ciudad donde el rey Carlos había reunido los restos de su ejército,
y donde esperaba que el rey de África le presentase una nueva batalla. Al ver a
Reinaldo, Carlos lo elije para que vaya a solicitar refuerzos a Bretaña (Inglaterra se llamó primitivamente Albión,
voz latina procedente de Albus, blanco, porque está rodeada de montes que
parecen blancos al acercarse a ellos. Llamóse después Bretaña por el nombre de
uno de sus reyes, Britón. Finalmente cuando los sajones se apoderaron de ella
bajo el gobierno de la reina Ángela, voz que después fue convertida en England
por los ingleses, Ingla-terra por los españoles, Angle- terre por los
franceses, etc. NOTA DEL AUTOR).
Lamenta Reinaldo este viaje, pues, se ve impedido de continuar sus
pesquisas en busca de su amada. Emprendiendo la marcha con gran celeridad,
llega a Calais, en cuyo puerto se embarcó el mismo día de su llegada. Su nave
naufraga y llega a las costas de Escocia en el punto que está situada la selva
Caledonia, lugar donde antiguamente se dieron las portentosas hazañas de
Tristán, Lancelote, Galuso, Arteís y Galván (famosos caballeros de la Edad
Media, cuya existencia es fabulosa en su mayor parte, y problemática en los
restantes), y otros muchos caballeros famosos de la antigua Tabla Redonda (Esta orden de caballería fabulosa,
instituida a fines del siglo V, según las leyendas de la Gran Bretaña, por el
rey Utherpandragon, por consejo del encantador Merlín, se compuso de 24 y
después de 50 caballeros, cuyos nombres se encuentran grabados en una tabla de
forma redonda que se conserva en Winchester. NOTA DEL AUTOR). Internado en la selva, Reinaldo llega a una abadía
donde se entera que el rey de Escocia ofrece una recompensa a quien rescate a
su hija Ginebra de manos del barón Lurcanio, que pretende arrebatarle a un
mismo tiempo la vida y la honra. Reinaldo, movido por su espíritu aventurero,
logra rescatar a Dalinda, dama de compañía de Ginebra. Por otro lado,
Bradamante, hermana de Reinaldo, va por el mundo buscando a su amante Ruggiero.
En un apacible lugar del bosque, Bradamante encuentra al conde Pinabel,
quien le relata que su amada ha sido raptada por un feroz bandido, quien la
tiene escondida en su castillo. Le relata también, que a petición suya, dos
caballeros llamados Gradaso y Ruggiero, trataron vanamente de librarla de su
opresor; y que parecía que ambos, habían caído en manos del bandido. La bella
dama al escuchar el nombre de su amado, enrumba hacia el castillo en busca de
Ruggiero. Camino adelante, Pinabel descubre la identidad de Bradamante, y
sabiendo que pertenece a una familia que aborrece a la suya, decide ocultar su
identidad y buscar la forma de eliminarla. Esta se le presenta cuando la
valiente dama trata de ayudar a una joven que se hallaba en el fondo de una
caverna. Sujetando una rama de un extremo, Pinabel sostenía a Bradamante para
que pudiera descender hacia las profundidades de la cueva. El despiadado conde
soltó la rama y la muchacha se precipitó hacia el fondo. Pinabel huye
llevándose el caballo de Bradamante. Esta habíase librado de la muerta, y logró
reponerse del duro golpe que sufrió. En la cueva encontró a Melisa, una joven
que dice que en dicha cueva se halla la tumba de Merlín (Según la leyenda, una joven casta, fue seducida por el Demonio,
quedando embarazada. De ahí, nació Merlín, quien ya hombre, fue a la corte del
rey Uterpandragon, donde fundó la famosa orden de la Tabla Redonda, e hizo
muchas profecías. Enamorado de la Dama del Lago, construyó antes de su muerte
un sepulcro para él y para su amante, y estando con ella, le enseñó un conjuro,
que una vez pronunciado sobre el sepulcro cercado, jamás podría este volverse a
abrir. La dama odiaba a Merlín por haberse él envanecido de haberle arrebatado
la virginidad; le hizo entrar en el sepulcro con el pretexto de querer
asegurarse de su capacidad, y habiendo entrado en él el encantador, lo cerró la
dama, pronunciando las misteriosas palabras. Así quedó el mago sepultado en
vida, pero su espíritu hablaba y respondía a todo aquel que le dirigía una
pregunta. NOTA DEL AUTOR).
La voz de Merlín anuncia a Bradamante el esplendoroso destino que le
espera a los hijos nacidos de su enlace con Ruggiero. Por su parte, Melisa le
dice que Ruggiero está prisionero del mago Atlante, comunicándole que tan sólo
podrá, vencer todos los encantamientos que este le dirija mediante un anillo
mágico que está en poder de uno de los barones del rey Agramante de África,
llamado Brunel. Bradamante lo encontró en un albergue: era bajito y de cabello
negro; la faz pálida y barba desmesuradamente larga, saltones los ojos,
aplastada la nariz y ásperas las cejas. Bradamante logra que Brunel le sirva de
guía hasta el castillo del mago Atlante y, con engaños, logra quitarle el
anillo misterioso con el que vence al opresor de su amado Ruggiero. Allí
estaban prisioneros, junto con éste, Gradaso, Sacripante, Prasiedo (el noble
caballero que vino de Levante con Reinaldo), y a su lado Irololo, su más fiel
amigo. Descendiendo por los montes en donde había estado prisionero Ruggiero,
los jóvenes amantes encontraron el caballo del mago Atlante; se llamaba
Hipogrifo. Había sido engendrado por una yegua y un grifo. Tenía como su padre
la pluma y las alas, la cabeza y las patas delanteras armadas de garras.
Ruggiero se subió en él, y, éste, dando un rápido salto, se llevó y perdió con
jinete y todo por entre unas altas montañas. La bella Bradamante se quedó tan
atónita, que durante algún tiempo no le fue posible recobrarse de su asombro.
Dalinda, la sirvienta de Ginebra, relata a Renaldo que ella fue seducida por
Polineso, Duque de Albania, pero que éste sólo le estaba fingiendo amor, pues,
su verdadera intención era conquistar el amor de su ama.
Pero Ginebra no quería
nada con el Duque, sino que por el contrario, amaba a Ariodante, valiéndose de
una cruel artimaña, Polineso obliga a Dalinda a vestirse con los vestidos de su
ama, para que Ariodante crea que es a Ginebra a quien besa en la oscuridad de
la noche. Ariodante no puede ocultar su dolor e intenta quitarse la vida, sin
saber que se trata de una patraña del infame Polineso. La oportuna intervención
de Lurcanio, hermano de Ariodante, impide el suicidio de este. Poco duró en
vida el desgraciado amante, pues, al cabo de varios días, se arrojó al mar
desapareciendo para siempre. La infeliz Ginebra lo lloró amargamente, ignorante
de todo lo sucedido. Lurcanio, herido en lo más hondo de su ser, se presentó
ante el rey y contó todo lo sucedido. Las leyes en aquella región eran muy
severas con aquellas mujeres que hubieren cedido a una pasión criminal. Si en
el término de un mes no apareciese un caballero que sostuviese la inocencia de
la acusada, esta debería morir. Terminado el relato de Dalinda, Reinaldo se dirigió
a la ciudad de San Andrés, donde se hallaba el rey con toda su familia, y donde
debía tener efecto el combate que decidiría la suerte de la princesa Ginebra.
Cuando llegó a la ciudad, Lucarnio se hallaba peleando con un caballero que,
según pudo averiguar Reinaldo, era un defensor de la princesa. Reinaldo pide al
rey que detenga la pelea, pues, esta es innecesaria. Desenmascarado Polineso,
que se hallaba presente, niega todas las acusaciones. En un duelo con Reinaldo,
Polineso cae atravesado por la lanza de su contrincante, pero antes de morir,
confiesa su culpa. El rey agradece a Reinaldo su gesto, y, al quitarse el yelmo
el misterioso caballero que peleaba con Lucarnio, resulta ser el mismo
Ariodante. El viajero había dicho la verdad, pues, vio precipitarse a Ariodante
en el mar, pero éste, sumergido en el agua, se arrepintió de morir. Ariodante
se enlaza con su amada Ginebra, obteniendo en dote el ducado de Albania.
Mientras tanto Ruggiero, atravesando los aires en su caballo alado, llega al
reino de Alcina. Ahí se entera por el primo de Reinaldo y Orlando, Astolfo
(quien se haya convertido en mirto), que la terrible Alcina gusta de poseer
amantes, que a medida que los va desechando, los va convirtiendo en cedros,
palmas, abetos, olivos, fuentes o en fieras, para evitar que los engañados
amantes vayan publicando por el mundo los secretos de su vida lasciva. Al tanto
de todo, Ruggiero se propone huir de Alcina, más se ve rechazado en su camino
por una mujer cruel llamada Erifila, cuya estatura es gigantesca, largos sus
dientes y venenosa su mordedura; afiladas las uñas, araña y desgarra como un
oso.
Sé precavido, Roger- le dice el mirto. Es poco menos que imposible
vencer los encantos de Alcina. Y aunque Roger se creyó seguro de sí mismo, no
habían de transcurrir muchos días sin que, llegando a la ciudad donde habitaba
la encantadora mujer, olvidara casi por completo a Bradamanta. Melisa, de nuevo
en posesión del mágico anillo, se dirige también al reino de Alcina y,
presentándose a Roger, le hace reproches por la vida que arrastra. Avergonzóse
el joven y al recibir el anillo que rompía todos los encantamientos, vio que
las bellezas de aquella isla eran puro engaño. Incluso Alcina se le apareció
como una vieja de aspecto monstruoso. Apelando a la violencia y a la astucia
logra Roger huir del castillo de Alcina. Así puede continuar sus andanzas,
montado en el Hipogrifo, y después de liberar a la bella Angélica- según como
hemos visto anteriormente-, no sólo pierde a la joven, sino el anillo y el
caballo alado, que un buen día huyó por los cielos.
Desolado vaga Roger a través del campo, siguiendo a una mujer que cree
ser Bredamanta, y acaba por caer nuevamente en poder del mago, que lo encierra
en un palacio encantado; pero también llega allí Bradamante, a la que Melisa
hace seguir las huellas de su prometido. La pareja de enamorados es liberada por
Astolfo, y entonces Bradamanta le hace prometer a su amado que se hará
cristiano antes de pedir su mano al padre. Acepta Roger, más al dirigirse los
prometidos a la abadía de Vallumbroso, le salen al paso cuatro caballeros,
encargados de hacer respetar una vieja usanza: todo aquel que pasase ante la
roca de Pontiero debía entregar sus armas, si se trataba de un hombre, y sus
vestiduras, si era una mujer. Se niega a acceder el valiente Roger y, luchando
con ellos, logra vencerlos con la ayuda de su mágico escudo. Entonces reconoce
Bradamanta al traidor Pinabel, que un día le robara su corcel y la precipitara
a la caverna de Merlín; la joven no vacila en atacarlo y lo vence. En cambio,
Roger, asaltado por el remordimiento de haber logrado su victoria por medios
sobrenaturales, y dando un gran ejemplo de caballerosidad, arroja su escudo
mágico a un profundo pozo. A poco llega un mensajero del rey Agramante, quien
le hace saber la difícil situación en que se encuentran los ejércitos
sarracenos, invitándole a ir en su auxilio.
Roger, fiel a la palabra que anteriormente diera a su rey, después de
meditar una noche entera, escribe a su prometida una carta comunicándole que no
cambiaría de religión no contraería matrimonio sin antes cumplir con su señor.
Bradamanta regresa a su hogar; desde allí envía una doncella para que entregue
a Roger su caballo Frontino, siendo éste robado en el camino por el soberbio
Rodomonte. Al ver su caballo en manos ajenas, Roger se lanza contra el ladrón, y en la lucha intervienen otros
soldados sarracenos. Son ahora los ejércitos del rey franco los que triunfan y,
en aquella oportunidad, viene Reinaldo a sumar sus esfuerzos, y en un
impetuosos asalto obliga a que el rey Agramante se retire con sus tropas a
Arlés; a su lado, entre otros guerreros, figura Roger. Bradamanta sufre en
Montalbán amargas penas; poco sabe de su prometido, y las escasas noticias que
de él le llegan aumentan su pesar, pues los mensajeros le hicieron creer que
Roger estaba enamorado de la bellísima sarracena Marfisa. Tanta era la tristeza
de Bradamanta que sólo piensa en morir, decidiéndose a buscar su fin en el
combate. Sabiendo que su prometido se halla en Arlés, hace que una muchacha
llamada Flor de Lis lo desafié en nombre de un caballero decidido a demostrar
que faltó a la fe jurada. Ante las murallas de Arlés, Bradamanta hace sonar su
trompa en señal de desafío. Agramante le envía sucesivamente varios caballeros,
que son rehusados o derribados por la joven; entre ellos figura Ferrago, pero
Bradamanta le manifiesta que solamente ha venido a medir sus fuerzas con Roger.
Cuando éste tiene noticia del desafío que le hace el caballero misterioso, se
arma para la pelea, si bien Marfisa se adelanta y ocupa su puesto. Al saber
Bradamanta que tiene ante sí a la que considera su rival, la acomete
furiosamente, consiguiendo derribarla de su caballo en un instante; de nada
sirve que trate de incorporarse, pues una y otra vez su fiera enemiga la abate
con la fuerza de su espada. Los dos ejércitos contemplan con gran emoción tan
singular pelea, y bien pronto el duelo degeneró en batalla. Fue entonces cuando
Bradamanta descubrió a Roger y, enloquecida por los celos y el resentimiento,
lo ataca decidida a matarle, aunque su brazo no se siente capaz de asestar el
golpe fatal. Al reconocerse acaban por retirarse a un bosquecillo, adonde
igualmente acude Marfisa. Ambas jóvenes reanudan la pelea, interponiéndose
Roger, el cual ha de luchar con la sarracena; más en aquel instante retumba un
trueno y, de una sepultura inmediata sale una voz misteriosa que le anuncia:
Roger: no luches contra esta mujer. Es tu hermana. Esa voz que era la
del mago Atlante, cuenta que ambos pertenecían a una familia cristiana, víctima
de los parientes de Agramante. Los dos hermanos se abrazan y, desapareciendo así
todo motivo de celos, corre también Bradamanta a abrazar a Marfisa, y ésta
decide no volver a combatir si no es al lado de los cristianos. En cambio,
Roger se mantiene fiel a la palabra dada y, si bien a pesar suyo, se separa de
su prometida y de su hermana. Las dos guerreras son recibidas con gran pompa en
la corte de Carlomagno, y juntas luchan contra los moros. Como la guerra
amenazaba durar largo tiempo, y Astolfo se entregaba a destruir a sangre y
fuego al reino africano, Agramante propuso decidir la suerte de la guerra en un
singular torneo, señalando como paladín y representante suyo a Roger; aceptó
Carlomagno y, a su vez, designó a Reinaldo. Dolióse grandemente Roger al verse
obligado a combatir con su futuro cuñado, pero obedeció la orden de su rey, y
el duelo verificóse una vez establecido que, si durante la lucha faltaba a las
reglas del duelo algún pagano, Roger debería convertirse en caballero de
Carlomagno; por el contrario si faltase un cristiano, Reinaldo pasaría a servir
a las órdenes de Agramante. En la pelea, Reinaldo lucha encarnizadamente,
mientras Roger se preocupa más de defenderse que de atacar. Melisa, que había
prometido a Bradamanta interrumpir el duelo, toma el aspecto de Rodomonte y se
presenta al rey Agramante invitándole a romper los pactos. Escucha éste tal
consejo, en tanto que son varios los caballeros paganos que se sienten
ofendidos por dicha actitud del falso Rodomonte; el rey cae en desgracia y,
derrotado en una batalla naval, se retira al África seguido, entre otros
caballeros, por Roger.
Durante la travesía se hunde la embarcación en que viajaba Roger, y al
verse en gran peligro hace votos de convertirse a la fe cristiana si consigue
salvarse. El oleaje le arrastra a una pequeña isla, donde un santo ermitaño lo
acoge y bautiza. Mientras tanto, Amión había prometido a su hija Bradamanta
como esposa del príncipe León; cuando llegó a oídos de Roger esta promesa,
partió para Oriente, decidido a matar a su rival. Éste, sin conocerlo, le salva
la vida en una peligrosa circunstancia, y ello hace que Roger se sienta unido a
él por una fuerte amistad, hasta el punto de que cuando Carlomagno decide que
quien aspire a tomar como esposa a Bradamanta deberá luchar con ella un día
entero, sin dejarse vencer, como León no se halla dispuesto a sostener la
prueba, se presta Roger para substituirle, a fin de no mostrarse ingrato.
Consiguió salir airoso de la pugna, si bien fue durísima, por cuanto Bradamanta
no quería casarse con León y combatía con todas sus fuerzas, terminado el
duelo, Roger huye desesperado, sin un destino fijo. Tras algunas peripecias, al
conocer León el gran sacrificio de su amigo, renuncia al matrimonio y, por fin,
pueden casarse Roger y Bradamanta. Arrastrando una existencia inhumana,
enloquecido, Orlando había atravesado el estrecho de Gibraltar, entrando en
tierra africana. Astolfo recorría el mundo caballero del Hipogrifo y se posa en
la cumbre de una montaña maravillosa en la que se asentaba el Paraíso terrenal.
Un buen anciano de luengas barbas- San Juan Evangelista- salió a su encuentro,
explicándole que era un enviado del cielo para curarle de su locura. A la noche
siguiente, el santo y el paladín montaron en el carro de Elías, tirado por
cuatro corceles de fuego, y atravesando los espacios siderales llegaron a la
Luna, astro que apareció a los ojos de Astolfo como semejante al nuestro, con
montes y valles, ríos, lagos y mares, campiñas y bosques. Lo que más le
sorprendió fue un valle en el que se acumulaba todo lo que se perdía en la
Tierra: el tiempo, la paciencia, las riquezas, los reinos y el juicio.
La razón perdida se hallaba representada en la Luna por un cumulo de
frascos, en cada uno de los cuales figuraba el nombre de la persona
correspondiente. Uno de los mayores llevaba la siguiente inscripción: “Juicio
de Orlando”. Tomó Astolfo dicho frasco, y después de visitar otros reinos del
más allá, descendió al continente africano. Sin perder tiempo organizó un ejército
y comenzó a devastar las tierras del rey Agramante; durante una de sus correrías
toparon con un hombre desnudo, armado con un garrote: era Orlando. No fue cosa
fácil acercarse al loco, que era fuerte como un toro; pero, entre diez hombres
y después de una lucha agotadora, consiguieron amarrarlo, le cerraron la boca,
y siguiendo las instrucciones que antes diera San Juan, Astolfo le hizo aspirar
por la nariz el vapor contenido en el frasco, que no era sino el juicio
perdido. Despertóse Orlando como de un prolongado sueño; miró con gesto de
asombro a su alrededor y, sonriendo al reconocer rostros amigos, rogó que le
desataran. Había recobrado el juicio. Inmediatamente se unió a sus viejos
compañeros de armas y, con ellos se lanzó al asedio de Bizerta, en cuya ciudad
entró después de haber derrotado al rey Agramante en un combate naval. Viviendo
en la isla de Lampedusa. Orlando pasó el dolor de ver morir en un combate a su
amigo predilecto Brandimarte, si bien por otra parte gozó la inmensa
satisfacción de vengarlo, venciendo al propio Agramante y a otro guerrero
sarraceno llamado Gradaso. Y una vez que hubo celebrado solemnes funerales por
el alma de Brandiamrte, volvió a Europa, siendo recibido en París con laureles,
como un vencedor.
Orlando (como lo llamaban los italianos y no Roldán como lo denominan
los franceses en “La canción de Roldán”)
sigue siendo el caballero sin miedo y sin tacha, que menosprecia el número de
sus enemigos cuando está seguro de su derecho, el amigo más leal, el
enderezador de entuertos, el protector de los débiles, el azote de los tiranos,
siempre dispuesto a combatir monstruos y gigantes malvados y a desafiar los más
peligrosos encantamientos, por otra parte conserva cierta sencillez de ánimo
que parece ser, especialmente para las mentalidades populares, compañera
inseparable de la perfecta virtud, y que en más de un caso le confiere un
carácter bastante benigno. Por otra parte su castidad y su ingenuidad en las
cosas del amor lo predisponen demasiado a convertirse en juguete de Angélica,
corazón despiadado y alma fríamente calculadora tras sus apariencias de celestial
belleza. Frente a Angélica, Orlando- y le damos su nombre italiano por cuanto
bajo esta nueva encarnación apenas guarda parentesco con el Roldán de la épica
francesa y española medieval- está demasiado enamorado, tiene ante ella una
actitud excesivamente devota, “con el
corazón roto y la mirada reverente”, que lo convierte en una especie de
muchacho ignorante de todos los ardides y rudezas de un conquistador: por ello
el noble conde Mateo María Boiardo no vacila en darle, en cierta ocasión, nada
menos que el nombre de “bobo” (“babbione”)… Y tal historia amenaza con
transformar al héroe de un modo lamentable, si el ingenio de Ludovico Ariosto
no se hubiese apoderado de su figura para elevarla por segunda vez a los más
altos cielos de la más noble poesía. Ariosto no parece respetar tampoco la
dignidad de Orlando, ya que se apresta a cantar cómo su héroe “por amor se volvió furioso y loco, él que
tan prudente había sido antes”.
Pero en realidad lo humaniza, haciendo de
su historia algo que podría ser el drama de todos los hombres a quienes una
vida consagrada demasiado exclusivamente a una actividad ideal, puede convertir
en inútiles para una cosa tan fatalmente terrena como es el amor, hasta el
punto de que parecen maravillarse de que una fuerza tan divinamente caprichosa
y fatalmente irracional como es la pasión amorosa no tenga en cuenta sus méritos;
y que a pesar de ser lo bastante inteligentes para darse cuenta de los absurdo
de sus pretensiones y de la vanidad de sus tormentos, no pueden evitar la pena,
ni dejar de derramar por amor las más amargas lágrimas de su vida. Por ello la
historia de Orlando loco de amor, es decir, toda la dolorosa y admirable
historia de sus relaciones con Angélica, se convierte en el poema de Ariosto en
una aventura exquisitamente ejemplar, de alcance universal y de valor casi
benévolamente filosófico en la divina ironía de aquellas límpidas y risueñas
octavas, sin perder por ello nada de su palpitante humanidad.
Humanidad que, por otra parte, el “Orlando
furioso” de Ludovico Ariosto vuelve a encontrar en las demás ocasiones
supremas de su vida: basta con recordar su discurso fúnebre ante el cadáver de
su compañero Brandimarte, tras el terrible duelo en la isla de Lupadusa, o
pensar en su doloroso estupor cuando Astolfo, ayudado por los amigos, logra
devolverle el juicio la suave dignidad de aquellas dos palabras latinas con las
que ruega a sus compañeros que lo desaten (“Solvite
me”), y las lágrimas silenciosas que derrama al adivinar, por la situación
en que se halla, toda la extensión de su pasado error. Su dignidad es tan
perfecta, y su pasión sujeta a todas las debilidades humanas, tiene un
significado tan universal, que la figura de Orlando tiende a perder sus propios
trazos y el héroe mismo (cuando no lo vemos actuar y vivir ante nuestros ojos)
se presenta a nuestra memoria, una vez terminado el poema, casi como un
símbolo: un carácter completamente ideal, por entero disuelto en una poesía
que, pese a las apariencias, debe incluirse entre las menos realistas que jamás
hayan existido. De tal modo que Orlando, después del poema de Ariosto, diríase
que ha perdido, en la fantasía de los hombres, toda referencia naturalista: no
en vano la tradición no describe jamás su rostro, contentándose con atribuirle
un aspecto de sencilla dignidad varonil y reduciéndolo pura y simplemente a una
figura de poesía.