PRESENTACIÓN

ADIOSES, AUSENCIAS Y RETORNOS


Dinos en pocas palabras y sin dejar el

sendero, lo más que decir se pueda, denso, denso.

MIGUEL DE UNAMUNO.



Todo libro como todo hombre encierra en sí mismo una historia; así, los Resúmenes de obras famosas tienen la suya. Una historia propia que se remonta veinte años atrás y en la cual mi vida se halla inmersa, una historia a la que estoy sujeto por un cordón umbilical del cual no he podido desligarme. Estos resúmenes son fruto de mi pasión por la literatura, una pasión más fuerte y más intensa que cualquiera que haya sentido alguna vez. En el verano de 1982 fui contratado por un prestigioso colegio que buscaba mejorar su servicio académico. Como profesor principal del curso de literatura me encontré con un alumnado que tenía un común denominador: las ansias de aprender y conocer con el menor esfuerzo.

Con el entusiasmo y la impetuosidad propios de la juventud, elabore un programa de lo más variado donde los alumnos pudieran tener acceso a autores peruanos, españoles, latinoamericanos y europeos. Como sucede siempre, y ahora con mayor intensidad, encontré alumnos reacios a la lectura de obras voluminosas de difícil entendimiento, que exigían del lector un esfuerzo inusual, ¿Qué hacer? ¿Cómo prescindir de los hexámetros homéricos, de los tercetos de Dante, de la magia maquiavélica de un Yago o de una lady Macbeth, de los intrincados monólogos interiores de un Faulkner o un Joyce? ¿Y qué de los cuantiosos cursos que nuestros alumnos llevan en la secundaria con sus tediosas, torturantes y estériles tareas? Pero también existía una verdad que aunque dolorosa para mí, era muy cierta: “No solo de literatura vive el hombre común”. Había entonces que encontrar una solución al problema. Un toque divino me trajo la feliz ocurrencia de contar en horas de clase las obras que a mis alumnos no podían leer. El aula se convirtió entonces en una suerte de oyentes ansiosos por escuchar las locuras de José Arcadio Buendía, los sueños mesiánicos de Antonio Conselheiro, la transformación de Gregorio Samsa en insecto, los trasnochados remordimientos de madame Bovary o la afilada prosa de Manual González Prada, convertido yo, apasionado y eufórico narrador, en el mango del estilete. Y qué decir de la emoción y satisfacción que producían los versos de Neruda, Vallejo, Chocano, Buesa, Bécquer, Baudelaire o Espronceda cuando salían de mis labios en mis intentos declamatorios; esa avidez de mis alumnos fue satisfecha con creces. Sin saber cómo ni en qué momento, fui elaborando argumento de las obras narradas que, con el tiempo, fueron convirtiéndose en contenidos más amplios y consistentes hasta llegar a los resúmenes tal como se les conoce hoy. Estos resúmenes, ya agrupados en libros, me enseñaron a vivir la literatura con una entrega total, a la manera flaubertiana: con la literatura todo, sin la literatura nada. Esta experiencia fue para mí contundente y definitiva para aferrarme a mi propia obsesión, la de regir mi vida a través de la literatura. La de vivir literariamente, una vida como la de aquellos escritores que han llenado mis desvelos y vigilias con sus obras, en suma, decidirme definitivamente a ser como ellos.

Mis amigos desde niño, fueron los libros; el amor de mi vida han sido y seguirán siendo ellos. Nada ni nadie (sólo Dios en mis desvaríos) pueden reemplazarlos. Los amores humanos son fugaces cometas que atraviesan el cielo; la literatura, como yo la vivo y entiendo, es eterna, ella me ha permitido entender y amar a tantos hombres de letras; algunos ya no están, pero no han dejado de estar: Luis Alberto Sánchez, Augusto Tamayo Vargas, Julio Ramón Ribeyro, Guillermo Ugarte Chamorro, César Calvo, Mario Florián, Moreno Jimeno o Gustavo Valcárcel ; otros permanecen todavía iluminando el parnaso cultural de nuestra patria con su voz y presencia infinita: Washington Delgado, Jorge Bacacorzo, Leopoldo Chiappo, Leopoldo Chariarse, Arturo Corcuera, Estuardo Núñez, Vicente Azar, Jorge Puccinelli, Paco Bendezú, Alejandro Romualdo, Alfredo Bryce, Cronwell Jara, Marcos Yauri Montero, Ricardo González Vigil, César Ángeles Caballero, Winston Orrillo, Jesús Cabel O Alberto Valcárcel. Tantos quedan sin nombrar, pero su voz de aliento y estimulo permanecen en mi corazón para que siga adelante en esta difícil y agotadora labor de hacer llegar la obras de tantos hombres inmortales a través de estos resúmenes hechos con tanta dedicación y amor. Las voces de intelectuales extranjeros, conocedores de este trabajo, se sumaron también con su apoyo incondicional: Eliécer Cárdenas y Carlos Calderón Chico, desde Ecuador; Gladys Rossel desde Costa Rica; Manuel Ruano desde Argentina o José Manuel Solá desde Puerto Rico, que con sus opiniones, juicios y críticas han enriquecido estos resúmenes de obras famosas. En el camino de elaboración de los catorce volúmenes que constituyen esta colección me he topado con muchas dificultades; entre ellas, el tener que leer diferentes traducciones de una sola obra para poder trabajar la síntesis con la mayor exactitud posible.

La juventud con que comencé a elaborar estos resúmenes ha quedado atrás, sepultada con sus alegrías efímeras y sus profundas desilusiones (funesta edad de amargas decepciones), pero la emoción y el espíritu juvenil de esos años me han enriquecido con la edad. Los consejos de Sánchez, Tamayo, Florián, Washington Delgado y Reynaldo Naranjo no fueron vanos; ellos me inculcaron la tenacidad para perseverar en la literatura, a pesar del desaliento que nos invade día a día en un mundo de atroz ignorancia, más inhumano, agitado y frívolo como el que nos toca vivir.

Incluyo en esta edición los numerosos juicios que los Resúmenes de obras famosas han merecido durante estos veinte años. Si bien la amistad puede teñir las opiniones favorablemente, lo cual resulta comprensible, debo confesar que todos ellos fueron emitidos antes que surgiera la amistad con los autores de estos comentarios. Hago esta salvedad porque a veces las maledicencias disfrazadas de negro azogue o vulgo bilis se truecan en otras pasiones aún más bajas y urticantes; aguijón y cilicio guiados por la envidia que busca herir injusta y gratuitamente.

No puedo concluir este prólogo sin contar lo anecdótico. Tres anécdotas siempre tengo presentes; la primera es que siendo profesor de una academia preuniversitaria en Chosica, tuve entre mis alumnos al hijo del poeta Víctor Mazzi, buena razón para que cada fin de semana recalara en la casa del poeta para enfrascarnos en amenas charlas literarias, sobre todo de poesía; cómo se le encendían los ojos cuando le citaba lis versos de “Canto Coral” de Romualdo. Todavía guardo la antología de poesía revolucionaria que me obsequio con una sobria dedicatoria. Prometió hacerme un comentario a los Resúmenes de Obras Famosas, lo cual cumplió después de muchísimos años. La segunda está relacionada con Luis Alberto Sánchez, quien me indicó que no valía la pena incluir a Narciso Aréstegui en estas antologías; cuando le manifesté que haciendo un balance sobre el juicio que él me había hecho sobre el escritor cusqueño en su literatura peruana, Aréstegui salía ganando con creces, me contesto muy serio y cambiando de tema: “Así…pues, entonces inclúyalo”; también Luis Alberto tuvo un gesto conmigo que me gratifico muchísimo. Dedico su espacio diario de Radioprogramas del Perú para hablar elogiosamente de los resúmenes de obras famosas.” He llegado a más de un millón de personas”, me dijo. El tercero de ellos y quizá el más curioso tuvo como protagonista a Julio Ramón Ribeyro, quien, a manera de ameno reproche, me dijo que por qué había incluido “La botella de chicha” si era un cuento malísimo. Le di a entender que a mí me gustaba y que consideraba que aquella era una buena razón para figurar en la selección que había hecho, pero que estaba dispuesto a eliminarlo si él hacía lo mismo desterrándolo para siempre de su obra. Ribeyro quedo desconcertado. Una risotada de César Calvo alivio en algo la tensión. Ya a solas con César, le dije que después de lo sucedido no creía que Julio Ramón emitiera juicio alguno sobre los Resúmenes de obras famosas. Calvo, con el rostro serio y el ceño fruncido, me miró fijamente y me lanzo una de sus típicas ocurrencias: “No te preocupes, flaco, si Ribeyro firma hasta lo que escribe”. A los pocos días me llamo el hermano de Julio Ramón diciéndome que éste quería verme. Ya en su departamento barranquino, mirando las tranquilas aguas del Pacifico, me leyó esas pocas líneas imborrables para mí que en este libro he transcrito fielmente. Lo que más me emocionó es que me llamara poeta. ¡Qué laudable generosidad! El lama había descendido desde su Himalaya.

Guillermo Delgado.
Mayo 13 de 2003.

viernes, 22 de febrero de 2013

VOLUMEN XVII





ÍNDICE

·         FICCIONES (Jorge Luis Borges)
·         DE LOS NOMBRES DE CRISTO (Fray Luis de León)
·         FACUNDO (Domingo Faustino Sarmiento)
·         CARTAS A UN NOVELISTA (Mario Vargas Llosa)
·         LA ARAUCANA (Alonso de Ercilla y Zúñiga)







FICCIONES

La primera edición de este libro de cuento data de 1944.

La fantasía un tanto retozona del autor, en la que constantes interpolaciones del pensamiento crítico alteran la antigua normalidad del discurso con una original y actual dialéctica, “preside”, en realidad, cualquiera y todas las narraciones que figuran en este libro. Borges, esencialmente poeta, no desmiente jamás en su obra tan alta calidad.

Tlön, Ugbar, Orbis Tertius, relato primero de los dieciocho de que consta el volumen, nos informa sobre las infructuosas pesquisas realizadas por el cronista a través de muchas obras y de responsables enciclopedias, entre ellas, la Anglo-American Cyclopaedia y la Encyclopaedia Britannica, para situar geográficamente el país de Ugbar, que al fin es capturado por raro azar. En realidad, el descubrimiento se debió “a la conjunción de un espejo y una enciclopedia”. La nota decisiva del país era la de que su literatura, siempre de carácter fantástico, no se refería nunca a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Tlön y Mlejenas. Tlön era un lugar extraordinario, donde además de tigres transparentes y torres de sangre, existía un clima idealista que todo lo enrarecía a su manera, el lenguaje, la ciencia y la cultura. Esta solo comprendía allí una única modalidad: la psicología. Pero es de saber que “los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro”.

Las cosas del que, más que país, ascendió en la mente de algunos a planeta, un planeta ilusorio, se aclararon bastante cuando comenzó a circular la primera “Enciclopedia de Tlön”, en cuarenta volúmenes, editada en inglés, a la que corresponde, sin duda- su nombre provisional, Orbis Tertius-, una radical transformación del cuadro de valores vigentes en el mundo.


“No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo- que es un sinónimo perfecto del cosmos- . Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.

Este monismo o idealismo total es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo- id est, de clasificarlo- importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego dialectico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase “todos los aspectos” es rechazable, porque supone la imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es licito el plural “los pretéritos”, porque supone otra operación imposible… Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente. Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, la historia del universo- y en ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trecientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.

Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo ideó el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporías eleáticas. De ese “razonamiento especioso” hay muchas versiones, que varían el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común: 

El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves; Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quería deducir de esa historia la realidad- id est la continuidad- de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre el martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar que han existido- siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.

El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron al principio, a negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportaban una petición de principio, porque presuponían la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbrada por la lluvia del miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo- interrogaron- pretender que ese dolor es el mismo? Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.

Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de anunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras… El onceno tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y lucido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen de Parerga and paralipomena.   

La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por <.

Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad logren un resultado igual, es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.

En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disimiles-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de letters…”  

(“Ficciones”, Jorge Luis Borges, Editorial La Oveja Negra Ltda. 1983, págs.: 30-35).



Tema bien distinto, montado sobre otra ficción, afecta a un cierto profesor Nils Runeberg, doctísimo en materia teológica y en otras muchas ciencias relacionadas con el núcleo central de sus meditaciones. Se trata de Tres versiones de Judas.

El profesor Nils Runeberg ha publicado un libro, titulado Kristus och Judas, en el que empieza por decir que “no una cosa, todas las cosas que la traición atribuye a Judas Iscariote son falsas”. Según su versión, si Judas entregó a Cristo no fue por maldad ni mucho menos por los treinta dineros de plata, tradicional precio de su traición, sino que fue para forzar al Salvador a declarar su divinidad y provocar con ello una insurrección general contra la tiranía de Roma.

Desde otro punto de vista, estima Runeberg que el Verbo, al hacerse carne y rebajarse hasta la esfera humana, y sufrir persecución y muerte, realizó un sacrificio inmenso, sin límites. Judas comprendió esto y creyó necesario que un hombre, en representación de todos los demás hombres, correspondiese con un sacrificio de semejante magnitud. Judas Iscariote, heroico, se designó a sí mismo para llevar a cabo este acto sublime. He aquí cómo Judas obró con gigantesca humildad, pues “se creyó indigno de ser bueno” y supo renunciar impávidamente al reino de los cielos.

Como quiera que una verdadera tempestad de reprobaciones, ataques y censuras cayese sobre la cabeza del pobre Nils, todo en la ilustre ciudad universitaria de Lund, el profesor hizo algunas rectificaciones y calló por algún tiempo.

Pero luego, perfeccionada su tesis, llegó hasta su última consecuencia, y publicó un libro en el que afirmaba que Dios se hizo hombre tan totalmente que cometió pecados e infamias y, aunque para salvarnos, “pudo elegir cualquiera de los caminos que traman la perpleja red de la Historia y pudo ser Alejandro, Pitágoras o Rurik o Jesús, eligió un ínfimo destino: fue Judas”. Nils Reneberg murió de la rotura de un aneurisma el 1 de marzo de 1912.

En Funes, el memorioso, apura Borges el análisis de un caso sorprendente, inverosímil, claro está, de memoria integral y detallista, fenómeno producido en el joven Ireneo Funes después de sufrir este un fuerte traumatismo.

Perpetuamente insomne, acostado en su catre, casi siempre a oscuras, Ireneo vive en un mundo suyo, aparte, incalculable. Donde cualquier otro sintetiza un hecho en una imagen visual, él, descomponiendo esta imagen, la ve en todos y cada uno de sus minúsculos componentes.

Tan fabulosa facultad le permite la instantánea adquisición de toda clase de conocimientos, idiomas, matemáticas, historia natural, conocimientos que maneja con un malabarismo intelectual prodigioso. Sin embargo, no era inteligente. Pero, eso sí, “más recuerdos tengo yo solo- decía- que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”.


 “La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.

Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una vez ya no podía borrársele. Su primer estimulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce. El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis que no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.

Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol, de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.

Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catalogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o referir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que le perro de las tres y catorce (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lucido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba nagras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del rio, mecido y anulado por la corriente.

Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.

La recelosa claridad dela madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.”

(págs.: 102-104) 



En Funes el memorioso, como en los demás relatos de Ficciones, José Luis Borges despliega su fantasía a expensas de la previa realidad- ficción- del asunto, no sin autorizar de continuo su propia voz, con un caudal invulnerable de citas y erudición, de auténtica o también ficticia procedencia.

Hay en Ficciones cuentos estrictos, de sencillo episodio, cuyo gran atractivo consiste en la forma original de su “tratamiento”. Por ejemplo, La forma de la espada. Un inglés que en realidad resulta ser un irlandés, alto, flaco, adusto, cuyo rostro se caracteriza por una antigua y cenicienta cicatriz que le cruza la cara, explica al autor, cierta noche, la historia de su herida.

Fue, desde luego, excepcional este relato, pues el hombre a quien todos en Tacuarembó llamaban el Inglés de la Colorada, era totalmente cerrado a toda clase de confidencias.

Pero aquella noche de aguacero y tormenta, en el refugio de la propia, amplia y destartalada casa que en La Colorada habitaba el irlandés y ante unas botellas de ron, el personaje satisfizo a curiosidad de su huésped. Y contó la historia de su herida sin “mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia”.

El hecho ocurrió durante las luchas que allá por el año 1922 sostenían por la independencia de Irlanda los republicanos de este país contra los ingleses. Una noche, en plena refriega de tiroteos, huida a través de un bosque y final arribó a una casa medio abandonada de un general republicano, el irlandés pudo comprobar, una vez más, la cobardía de cierto correligionario suyo de ideas comunistas, John Vincent Moon.

Era este un hombre flácido y viscoso, a quien había conocido pocos días antes. Moon, ligeramente herido, solía permanecer en casa del general tumbado en un sofá de la biblioteca, leyendo algún libro de estrategia, sin importarle aquellas muestras de su cobardía física, que indignaban sobre manera a su compañero.

Cuando al cabo de varios días la ciudad fue ocupada por los ingleses, el irlandés sorprendió a Moon hablando con una autoridad enemiga. Moon denunciaba a su amigo e indicaba cómo y cuándo podrían detenerla. Furioso el traicionado, tomó un alfanje de una de las panoplias del general y, persiguiendo a su delator por toda la casa, logró acorralado, y dándole un tajo en la cara, le marcó para siempre con una media luna de sangre.

Poco después el agresor era detenido por los soldados ingleses. “¿Y Moon?”, interrogó el huésped curioso al irlandés. “Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar a un maniquí por unos borrachos.” El inglés de la Colorada terminó su confesión exclamando: “Yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme.”-.






DE LOS NOMBRES DE CRISTO

Esta obra de Fray Luis de León es una de las obras en prosa más conocidas de nuestro siglo XVI. Destaca en ella en primer término su valor teológico y escriturario, su utilidad como libro de lectura y de meditación para religiosos o en general para personas que gustan de adentrarse en los problemas y en los misterios de la fe, y en especial en cuanto se relaciona con la venida de Cristo: sus causas, sus razones, los anuncios de la misma, su realización y las consecuencias derivadas de la misma. “De los nombres de Cristo” se publica por primera vez en Salamanca en 1583. La primera edición tiene dos libros, en los que encontramos los nombres de Pimpollo, Faces de Dios, Camino, Monte, Padre del Siglo Futuro, Brazo de Dios, Rey de Dios, Príncipe de Paz y Esposo. La de 1585 consta ya de tres libros, se le agrega al prisionero el nombre de Pastor y en el tercero figuran los de Hijo de Dios, Amado Jesús. La tercera edición es por su contenido idéntica a la segunda, pero se publicó con numerosas correcciones hechas por el propio autor. La obra tiene carácter didáctico y utiliza para su elocución el llamado diálogo doctrinal o diálogo no representable, es decir, que se usa el diálogo no para que sea recitado por representantes o actores en un escenario, sino porque el autor cree que por este medio consigue hacer más fácil y amena la doctrina que expone, al mismo tiempo que puede presentar y rebatir toda clase de objeciones. Fray Luis de León nos presenta a tres frailes agustinos que se encuentran pasando las vacaciones en una quinta llamada La Flecha, que la comunidad agustiniana poseía a orillas del rio Tormes y en las cercanías de la ciudad, en las mañana del día 29 de junio, festividad de San Pedro. Los nombres de los frailes son Juliano, Marcelo y Sabino. Sabemos que este último es el más joven de los tres y que muestra un papel en el que figuran una serie de nombres que recibe Cristo en las Sagradas Escrituras; este papel está escrito con letra de Marcelo y sirve de punto de arranque para pedirle que explique la razón de cada uno de aquellos nombres, lo que tiene lugar durante toda la mañana.


“Era por el mes de junio, a las vueltas de la fiesta de San Juan, al tiempo que en Salamanca comienzan a cesar los estudios, cuando Marcello, el uno de los que digo (que ansí le quiero llamar con nombre fingido por ciertos respectos que tengo y lo mismo haré a los demás), después de una carrera tan larga como es la de un año en la vida que allí se vive, se retiró como a puerto sabroso a la soledad de una granja que como sabe tiene mi monasterio en la ribera de Tormes; y fuéronse con él por hazerle compañía y por mismo respecto los otros dos. Adonde aviendo estado algunos días acontesció que una mañana, que era la del dia dedicado al apóstol san Pedro, después de aver dado al culto divino lo que se le devía, todos tres juntos se salieron de la casa a la huerta que se haze delante della. 

Es la huerta grande y estava entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden; más esso mismo hazía deleyte en la vista, y sobre todo, la hora y la sazón. Pues entrados en ella, primero y por un espacio pequeño se anduvieron passeando y gozando del frescor, y después se sentaron juntos a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una pequeña fuente en ciertos asientos. Nasce la fuente de la cuesta que tiene la casa a las espaldas y entrava en la huerta por aquella parte, y corriendo y estropezando parecía reyrse. Tenían también delante de los ojos y cerca dellos una alta y hermosa alameda. Y más adelante y no muy lejos se veía el río Tormes, que aun en aquel tiempo hinchiendo bien sus riberas iva torciendo el passo por aquella vega. El día era sossegado y purísimo, y la hora muy fresca. Assí que, assentándose y callando por un pequeño tiempo, después de sentados, Sabino (que así me plaze llamar al que de los tres era el más mozo), mirando hazia Marcello y sonriéndose comenzó a dezir assí:

-Algunos ay a quien la vista del campo los enmudece, y deve ser condición de espíritus de entendimiento profundo; mas yo, como los pájaros, en viendo lo verde desseo o cantar o hablar.

-Bien entiendo por qué lo dezís- respondió al punto Marcello-, y no es alteza de entendimiento como days a entender por lisonjearme o por sonsolarme, sino cualidad de edad y humores differentes, que nos predominan y se despiertan con esta vista, en vos de sangre y en mí de melancolía. Mas sepamos- dize- de Juliano- (que éste será el nombre del otro tercero)- si es pájaro también o si es de otro metal.

-No soy siempre de uno mismo- respondió Juliano-, aunque agora al humor de Sabino me inclino algo más. Y pues él no puede agora razonar consigo mismo mirando la belleza del campo y la grandeza del cielo, bien será que nos diga su gusto acerca de lo que podremos hablar.

Entonces Sabino, sacando del seno un papel escripto y no muy grande:

-Aquí- dize- está mi desseo y mi esperanza.

Marcello, que reconoció luego el papel porque estava escripto de su mano, dijo vuelto a Sabino y riéndose:

-No os atormentará mucho el desseo a lo menos, Sabino, pues tan en la mano tenéys la esperanza; ni aun deven ser ni lo uno ni lo otro muy ricos, pues se encierran en tan pequeño papel.

-Si fueran pobres- dijo Sabino- menos causa tendréys para no satisfazerme en una cosa tan pobre.

-¿En qué manera- respondió Marcello- o qué parte soy yo para satisfacer a vuestro desseo, o qué desseo es el que dezís?

Entonces Sabino desplegando el papel leyó el título, que sezía: DE LOS NOMBRES DE CRISTO; y no leyó más. Y dijo luego:

-Por cierto caso hallé oy este papel, que es de Marcello, adonde como parece tiene apuntados algunos de los nombres con que Cristo es llamado en la Sagrada Escriptura, y los lugares della adonde esllamado assí. Y como le vi me puso codicia de oyrle algo sobre aqueste argumento y por esso dije que mi desseo estaba en este papel; y está en él mi esperanza también, porque como parece de él este es argumento en que Marcello ha puesto su estudio y cuydado, y argumento que le deve tener en la lengua; y assí no podrá decirnos agora lo que suele decir cuando se escusa si le obligamos a hablar, que le tomamos desapercibido. Por manera que pues le falta esta excusa, y el tiempo es nuestro, y el día sancto, y la sazón tan a propósito el rendir a Marcello, si vos, Juliano, me favorecéys.

-En ninguna cosa me hallaréys a vuestro lado, Sabino- respondió Juliano.

Y dichas y respondidas muchas cosas en este propósito, porque Marcello se escusava mucho o a lo menos pedía que tomasse Juliano su parte y difesse también y quedando assentado que a su tiempo, cuando, cuando pareciesse o si pareciesse ser menester, Juliano haría su officio; Marcelo, vuelto a Sabino, dijo assí:

-Pues el papel ha sido el despertador desta plática, bien será que él mismo nos sea la guía en ella. Id leyendo, Sabino, en él, y de lo que en él estuviere y conforme a su orden, assí iremos diciendo, no os parece otra cosa.

-Antes nos parece lo mismo- respondieron como a una Sabino y Juliano.”

(“De los nombres de Cristo”, Fray Luis de León; Editorial Bruguera S.A. Primera Edición, abril de 1975; págs. 55-58).



En “De los nombres de Cristo” podemos encontrar clara referencias a los sufrimientos que experimentó durante su proceso. Por la tarde, una vez pasada la hora del calor, los tres frailes se dirigen en una barca por el río a un soto, donde se sientan y continúan el dialogo que comenzaron en la quinta de La Flecha. En estos diálogos dedicados a la explicación del nombre Brazo de Dios figura el conocido párrafo que comienza con el “Mas, ¿de qué no hizo experiencia?”, del que entresacamos algunas frases “…el ser desamparado en sus trabajos de los que le debían tanto amor y cuidado; el dolor de trocarse los amigos con la fortuna… la calumnia de los acusadores, la falsedad de los testigos… males que sólo quien los ha probado los siente… el color de religión, adonde era todo impiedad y blasfemia…”. Basta con lo transcrito para darnos cuenta de cómo los recuerdos y amarguras del proceso dejan su huella en la obra. Esto nos demuestra además cómo los recuerdos y amarguras del proceso dejan su huella en la obra. “De los nombres de Cristo” constituye en conjunto una magnifica expresión de nuestra literatura religiosa de la segunda mitad del siglo XVI. Pero como se sabe, dicha literatura se manifiesta a través de dos caminos: la ascética y la mística. Pero no cabe duda que “De los nombres de Cristo” pertenece al campo ascético y que su lectura puede contribuir a la “Purgación” y a la “Iluminación”.  


“Porque fue assí que los tres después de aver comido y aviendo tomado algún pequeño reposo ya que la fuerza del calor comenzava a caer, saliendo de la granja y llegados al río que cerca della corría en un barco, conformándose con el parecer de Sabino se passaron al soto que se hazía en medio de él, en una como isleta pequeña que apegada a la presa de unas aceñas se descubría. Era el soto, aunque pequeño, espesso y muy apacible y en aquella sazón estava muy lleno de hoja, y entre las ramas que la tierra de susyo criava tenía también algunos árboles puestos por industria, y dividíale como en dos partes un no pequeño arroyo que hazía el agua, que por entre las piedras de la presa se hurtava del río y corría cuasi toda junta.

Pues entrados en él Marcello y sus compañeros, y metidos en lo más espesso de él y más guardado de los rayos del sol, junto a un álamo alto que estava cuasi en el medio, teniéndole a las espaldas y delante los ojos la otra parte del soto, en la sombra y sobre la yerva verde, y cuasi juntando al agua los pies se sentaron. Adonde diciendo entre sí del sol de aquel día que aún se hazía sentir y de la frescura de aquel lugar, que era mucha, y alabando a Sabino su buen consejo, Sabino dijo assí:

-Mucho me huelgo de aver acertado tan bien y principalmente por vuestra causa, Marcello, que por satisfacer a mi desseo tomáys oy tan grande trabajo, que según lo mucho que esta mañana dijistes, temiendo vuestra salud, no quisiera que agora dijérades más, si no me assegurara en parte la cualidad y frescura de aqueste lugar; aunque quien suele leer en medio de los caniculares tres liciones en las escuelas muchos días arrreo, bien podrá platicar entre estas ramas la mañana y la tarde de un día, o por mejor decir, no avrá maldad que no haga.

-Razón tiene Sabino- respondió Marcello, mirando hazia Jualiano-, que es género de maldad ocuparse uno tanto y en tal tiempo en la escuela; y de aquí veréis cuán malvada es la vida que assí nos obliga. Assí que bien podéis proseguir, Sabino, sin miedo; que de más de que este lugar es mejor que la cátedra, lo que aquí tratamos agora es sin comparación muy más dulce que lo que leemos allí, y assí con ello mismo se alivia el trabajo.”

(págs. 219-220)  


El diálogo entre los tres religiosos se prolonga hasta una tercera reunión que celebrarán la tarde del día siguiente, el 30 de junio, en el mismo lugar (Recordemos que los dos primeros diálogos tuvieron lugar la mañana y la tarde del día 29 de junio. NOTA DEL AUTOR). Una de las notas renacentistas del libro la constituye el sentimiento de la naturaleza, la emoción que el autor experimenta ante ella y que sabe llevar a la obra. Por un lado tenemos la descripción de la naturaleza, que conoce y en medio de la cual vive, como el jardín de La Flecha, el río Tormes, las orillas del mismo, el soto donde se celebran las dos últimas reuniones; por otro, la naturaleza imaginada que viene a constituir un paisaje literario, pues no cabe duda que pudieran rastrearse en él numerosas reminiscencias, en medio del cual aparece la figura de Cristo a través de sus diferentes nombres, como sirviéndole de marco y de fondo. Parece que bastaría en este caso con citar tan solo unos cuantos de estos nombres como los de Camino, Pastor, Monte… Tal es en ciertos momentos su identificación con la naturaleza que en algún pasaje recuerda a Fray Luis de Granada, cuando se apoya en la perfección del mundo exterior, para deducir de ella la existencia de una mente creadora.


“El día que sucedió en que la Iglesia haze fiesta particular al apóstol san Pablo, levantándose Sabino más temprano de lo acostumbrado al romper del alva salió a la huerta y de allí al campo que está a la mano derecha della, hazia el camino que va a la ciudad; por donde aviendo andado un poco rezando vió a Juliano, que descendía para él de la cumbre de la cuesta que como dicho he sube junto a la casa y maravillándose dello y saliéndole al encuentro, le dijo:

-No he sido yo el que oy ha madrugrado que según me parece, vos, Juliano, os avéis adelantado mucho más y no sé por qué causa.

-Como el excesso en las cenas suele quitar el sueño - respondió Juliano -, assí, Sabino, no he podido reposar esta noche lleno de las cosas que oymos ayer a Marcello, que demás de aver sido muchas fueron tan altas que mi entendimiento, por apoderarse dellas, apenas ha cerrado los ojos. Assí que verdad es que os he ganado por la mano oy, porque mucho antes que amaneciesse ando por estas cuestas.

-Pues ¿por qué por las cuestas?- replicó Sabiino-. ¿No fuera mejor por la ribera del río en tan calurosa noche?

-Parece- respondió Juliano- que nuestro cuerpo naturalmente sigue el movimiento del sol, que a esta hora se encumbra y a la tarde se derrueca en la mar, y así es más natural el subir a los altos por las mañanas que el descender a los ríos, a que la tarde es mejor.

-Según esso. Repondió Sabino-, yo no tengo que ver con el sol, que derecho me iva al río si no os viera.

-Devéis- dijo Juliano- de tener que ver con los peces.

-Ayer- dize Sabino- dezía yo que era pájaro.

-Los pájaros y los peces- respondió Juliano- son de un mismo linage y assí viene bien.

-¿Cómo de un linage mismo?- dijo Sabino.

-Porque Moisés  dize- respondió Juliano- que crió Dios en el quinto día del agua las aves y los peces.

-Verdad es que lo dize- dijo Sabino-; más bien dissimulan el parentesco según se parecen poco.

-Antes se parecen mucho- respondió Juliano entonces-; porque el nadar es como el bolar y como el vuelo corta el ayre, assí el que nada hiende por el agua, y las aves y los peces por la mayor parte nascen de huevos; y si miráis bien las escamas en los peces son como las plumas en las aves, y los peces tienen también sus alas y con ellas y con la cola se gobiernan cuando nadan, como las aves cuando vuelan lo hacen.

-Más las aves- dijo riendo Sabino- son por la mayor parte cantoras y parleras, y los peces todos son mudos.

-Ordenó Dios essa diferencia- respondió Juliano- en cosas de un mismo linage para que entendamos los hombres que si podemos hablar, debemos también poder y saber callar, y que conviene que unos mismos seamos aves y peces, mudos y elocuentes, conforme a lo que el tiempo pudiere.

-El de ayer a lo menos- dice Sabino-, no sé si pedía siendo tan caloroso que se hablasse tanto; mas yo que lo pedí, sé que desseo algo más.

-¿Más?- dize-, y ¿qué uno en aquel argumento que Marcello no lo dijesse?

-En lo que se propuso- dijo Sabino-, a mi parecer habló Marcello como ninguno de los que yo he visto hablar y aunque le conozco, como sabéys, y sé cuánto se adelanta en ingenio, cuando le pedí que hablasse nunca esperé que hablara en la forma y con la grandeza que habló; mas lo más que digo es no en los nombres de que trató, sino en uno que dejó de tratar, porque, hablando de los nombres de Cristo no sé cómo no apuntó en su papel el nombre proprio de Cristo, que es Jesús, que de razón avía de ser o el principal o el primero.

-Razón tenéys- repondió Juliano-, y será justo que se cumpla essa falta, que de tal nombre aun el sonido solo deleyta y no es posible sino que Marcello que en los demás anduvo tan grande, tiene acerca desde nombre recogidas y advertidas muchas grandezas. Mas ¿qué medio tendremos que parece no buen comedimiento pedírselo, que estará muy cansado y con razón?

-El medio está en vuestra mano, Juliano- dijo Sabino luego.

-¿Cómo en mi mano?- respondió.

-Con hazer vos- dize Sabino- lo que no os parece justo que se pida a Marcello, que estas cuestas y esta vuestra madrugada tan grande no son en balde, sin duda.

-La causa fue- respondió Jualiano- la que dije, el fructo el assentar en el entendimiento y en la memoria lo que oy con vos juntamente, y si fuera dello he pensado en otra cosa no toca a ese nombre, que nunca advertí hasta agora en el olvido que de él se tuvo ayer, más atrevámonos, Sabino, a Marcello, que como dizen a los osados la fortuna.

-En buen hora - dijo Sabino.

Y con esta determinación ambos se volvieron a la huerta y en la casa supieron que no se avía levantado Marcello, y entendiendo que reposava y no le queriendo desassossegar, se tornaron a la huerta passeándose por ella por un buen espacio de tiempo, hasta que viendo que Marcello no salía y que el sol iva bien alto, Sabino con algún recelo de la salud de Marcello fue a su aposento y Juliano con él. Adonde entrados le hallaron que estava en la cama y preguntándole si se detenía en ella por alguna mala disposición que sintiesse, y respondiéndoles él que solamente se sentía un poco cansado y que en lo demás estava bueno, Sabino añadió:

-Mucho me pesara, Marcello, que no fuera así por tres cosas: por vos principalmente y después por mí, que os avía dado occasión, y lo postrero, porque se nos desbaratava un concierto.

Aquí, Marcelo, sonriéndose un poco, dijo:

-¿Qué concierto, Sabino? ¿Avéis por caso hallado oy otro papel?

-No otro- dijo Sabino-; más en el de ayer he hablado que culparle, que entre los nombres que puso olvidó el de Jesús que es el proprio de Cristo, y assí es vuestro el suplir por él, y avemos concertado Juliano y yo que sea oy por hazer con ello en este día  suyo fiesta a sant Pablo, que sabéis cuán devoto fue deste nombre y las vezes que en sus escriptos le puso, hermoseándolos con él como se hermosea el oro con los esmaltes y con la perlas.

-Bueno es- respondió Marcello- hazer concierto sin la parte, ese sancto nombre sejóle el papel, no por olvido, sino por lo mucho que han escripto de él algunas personas; más si os agrada que se diga a mí no me desagradará oír lo que Juliano acerca de él nos dijere, ni me parece mal el respecto de sant Pablo y de su día que, Sabino, dezís.

-Ya esso está andado- respondió al punto Sabino-, y Juliano se excusa.

-Bien es que se excuse oy- dijo Marcello- quien puso ayer su palabra y no la cumplió.

Aquí como Juliano dijesse que no la avía cumplido por no hazer agravio a las cosas, y como passassen acerca desto algunas demandas y respuestas entre los dos, excusándose cada uno lo más que podía, dijo Sabino:

-Yo quiero ser juez en este pleito, si me lo consentís, y si os ofrecéis a pasar por lo que juzgare.

-Yo consiento- dijo Juliano.

Y Marcello dijo que también consentía, aunque le tenía por algo sospechoso juez y Sabino respondió luego:

-Pues porque veáys, Marcello, cuán igual soy, yo os condeno a los dos: a vos que digáys del nombre de Jesús y a Juliano que diga de otro o de otros nombres de Cristo, que yo le señalare o que él se escogiere.

Riéronse mucho desto Juliano y Marcello, y diziendo que era fuerza obedecer al juez assentaron que caída la siesta en el soto, como el día pasado, primero Juliano y después Marcello dijesen. Y en lo que tocava a Jualiano, que dijesse del nombre que le agradasse más. Y con esto se salieron fuera del aposento Juliano y Sabino, y Marcello se levantó. Y después de aver dado a Dios lo que el día pedía pasaron hasta que fue hora de comer en diversas razones, las más de las cuales fueron sobre lo que avía juzgado Sabino, de que se reía Marcello mucho. Y assí llegaba la hora y aviendo dado su refección al cuerpo con templanza, y al ánimo con alegría moderada poco después Marcello se recogió a su aposento a pasar la siesta y Juliano se fue a tenerla entre los álamos que en huerta avía, estanza fresca y apacible, y Sabino que no quiso escoger ni lugar ni reposo como más mozo, dezía que advirtió de Juliano que todo el tiempo que estuvo en la alameda que fue más de dos horas lo pasó sin dormir, unas vezes arrimado y otras passeándose, y siempre metidos los ojos en el suelo y pensando profundísimamente. Hasta que él, pareciéndole hora, despertó al uno de su pensamiento y al otro de su reposo, y diziéndoles que su officio era no sólo repartirles la obra, sino también apressurarlos a ella y avisarlos del tiempo, ellos con él y en el barco se pasaron al soto y al mismo lugar del día antes.”

(págs. 397-402)


Respecto a la fecha en que comienza a escribir Fray Luis de León “De los nombres de Cristo” parece ser opinión general que corresponde al período de su prisión en Valladolid, entre 1574 y 1575.

 


FACUNDO

Entre las obras del escritor argentino Domingo Faustino Sarmiento, “Facundo” es la obra más importante de cuantas salieron de su pluma. “Facundo” es más que la biografía del caudillo cuya memoria se propuso execrar para ejemplo de las nuevas generaciones: es una historia social y civil del país en una de sus más graves crisis, y es también un libro de psicología individual y social, y has un tratado de sociología, todo ello mezclado, aglutinado en un desorden que no perjudica, sin embargo, a la obra en sí. El libro consta de tres partes. En la primera se describen el aspecto físico de la República Argentina y los caracteres, hábitos e ideas que dicho aspecto engendra. Luego habla de los tipos originales de la Argentina en aquella época, verdadero producto del medio geográfico y del proceso histórico: el rastreador, el baquiano, el gaucho malo y el cantor, que estudia individualmente con gran acierto y le inspiran las páginas más valiosas de la obra. Luego analiza la sociabilidad en los campos desiertos y la razón de ser de la pulpería, centro de toda vida social de la época y donde se gesta la personalidad y la fama de los caudillos. Esta primera parte, eminentemente descriptiva, termina con una interpretación histórico-sociológica de la revolución de 1810.  


“En un documento tan antiguo como el año de 1560, he visto consignado el nombre de Mendoza con este aditamento: Mendoza del valle de La Rioja. Pero La Rioja actual es una provincia argentina que está al norte de San Juan, del cual la separan varias travesías, aunque interrumpidas por valles poblados. De los Andes se desprenden ramificaciones que cortan la parte occidental en líneas paralelas, en cuyos valles están Los Pueblos y Chilecito, así llamado por los mineros chilenos que acudieron a la fama de las ricas minas de Famatina. Más hacia el oriente se extiende una llanura arenisca, desierta y agostada por los ardores del sol, en cuya extremidad norte, y a las inmediaciones de una montaña cubierta hasta su cima de lozana y alta vegetación, yace el esqueleto de La Rioja, ciudad solitaria, sin arrabales, y marchita como Jerusalén al pie del Monte de los Olivos. Al sur y a larga distancia, limitan esta llanura arenisca los Colorados, montes de greda petrificada cuyos cortes regulares asumen las formas más pintorescas y fantásticas: a veces es una muralla lisa con bastiones avanzados, a veces créese ver torreones y castillos almenados en ruinas. Últimamente, al sudeste y rodeados de extensas travesías, están los Llanos, país quebrado y montañoso, a despecho de su nombre, oasis de vegetación pastosa que alimentó en otro tiempo millares de rebaños.

El aspecto del país es por lo general desolado, el clima abrasador, la tierra seca y sin aguas corrientes. El campesino hace represas para recoger el agua de las lluvias y dar de beber a sus ganados. He tenido siempre la preocupación de que el aspecto de la Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de algunas partes, y sus cisternas; hasta en sus cisternas; hasta en sus naranjos, vides e higueras de exquisitos y abultados frutos, que se crían donde corre algún cenagoso y limitado Jordán; hay una extraña combinación de montañas y llanuras, de fertilidad y aridez, de montes adustos y erizados, y colinas verdinegras tapizadas de vegetación tan colosal como los cedros del Líbano. Lo que más me trae a la imaginación estas reminiscencias orientales, es el aspecto verdaderamente patriarcal de los campesinos de La Rioja. Hoy, gracias a los caprichos de la moda, no causa novedad el ver hombres con la barba entera, a la manera inmemorial de los pueblos del Oriente; pero aun no dejaría de sorprender por eso la vista de un pueblo que habla español y lleva y ha llevado siempre la barba completa, cayendo muchas veces hasta el pecho; un pueblo de aspecto triste, taciturno, grave y taimado, árabe, que cabalga en burros, y viste a veces de cueros de cabra, como el ermitaño de Enggady. Lugares hay en que la población se alimenta exclusivamente de miel silvestre y de algarroba, como de langostas San Juan en el desierto. El llanista es el único que ignora que es el ser más desgraciado, más miserable y más bárbaro; y gracias a esto vive contento y feliz cuando el hambre no le acosa.

Dije al principio que había montañas rojizas que tenían a lo lejos el aspecto de torreones y castillos feudales arruinados; pues para que los recuerdos de la Edad Media vengan a mezclarse a aquellos matices orientales, La Rioja ha presentado por más de un siglo la lucha de dos familias hostiles, señoriales, ilustres, ni más ni menos que en los feudos italianos donde figuran Ursinos, Colonnas y Médicis. Las querellas de Ocampos y Dávilas forman toda la historia culta de La Rioja. Ambas familias, antiguas, ricas, tituladas, se disputan el poder largo tiempo, dividen la población en bandos, como los güelfos y gibelinos, aún mucho antes de la revolución de la independencia. De estas dos familias han salido una multitud de hombres notables en las armas, en el foro y en la industria, porque Dávilas y Ocampos trataron siempre de sobrepasarse por todos los medios de valer que tiene consagrados la civilización. Apagar estos rencores hereditarios entró no pocas veces en la política de los patriotas de Buenos Aires. La logia de Lautaro llevó a las dos familias a enlazar un Ocampo con una señorita Doria y Dávila, para reconciliarlas. Todos saben que ésta era la práctica en Italia; pero Romeo y Julieta fueron aquí más felices. Hacia los años 1817 el gobierno de Buenos Aires, a fin de poner término también a los odios de aquellas casas, mandó un gobernador de fuera de la provincia, un señor Barnachea, que no tardó mucho en caer bajo la influencia del partido de los Dávilas, que contaban con el apoyo de don Prudencio Quiroga, residente de los Llanos y muy querido de los habitantes, y que a causa de esto fue llamado a las ciudad, y hecho tesorero y alcalde. Nótese que aunque de un modo legítimo y noble, con don Prudencio Quiroga, padre de Facundo, entra ya la campaña pastora a figurar como elemento político en los partidos civiles. Los Llanos, como ya llevo dicho, son un oasis montañosos de pastos enclavado en el centro de una extensa travesía; sus habitantes, pastores exclusivamente, viven en la vida patriarcal y primitiva que aquel aislamiento conserva en toda su pureza bárbara y hostil a las ciudades. La hospitalidad es allí un deber común; y entre los deberes del peón entra el defender a su patrón en cualquier peligro aun a riesgo de su vida. Estas costumbres explicarán ya un poco los fenómenos que vamos a presenciar.”

(“Facundo”, Domingo Faustino Sarmiento; Obras completas; Librería “El Ateneo”-1952. Págs. 141-144).



En la segunda parte, casi totalmente narrativa, se presenta al héroe del libro, Juan Facundo Quiroga, y luego de contar su infancia y su juventud, abundantes en anécdotas, lo sigue en sus andanzas por La Rioja, Córdoba y Buenos Aires, narrando las guerras civiles en que intervino, su prestigio creciente y las batallas de Tala, Rincón, La Tablada, Oncativo, Chacón y Ciudadela, para terminar con el capítulo “Barranca Yaco”, el más novelesco y apasionante de la obra, y donde se cuenta con magnifico e insuperable estilo la trágica muerte del caudillo.


“Llega el día por fin, y la galera se pone en camino. Acompáñale, a más del postillón que va en el tiro, el niño aquel, dos correos que se han reunido por casualidad, y el negro que va a caballo. Llega al punto fatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin herir a nadie; los soldados se echan sobre ella con los sables desnudos y en un momento inutilizan los caballos y descuartizan al postillón, correos y asistente. Quiroga, entonces, asoma la cabeza, y hace por el momento vacilar aquella turba. Pregunta por el comandante de la partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga, ¿qué significa esto?, recibe por toda contestación un balazo en un ojo, que le deja muerto. Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada la ejecución, tirar hacia el bosque la galera llena de cadáveres con los caballos hechos pedazos y el postillón que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo. –“¿Qué muchacho es éste?”, pregunta viendo al niño de la posta, único que queda vivo. –“Éste es un sobrino mío”, contesta el sargento de la partida, “yo respondo de él con mi vida”. Santos Pérez se acerca al sargento, le atraviesa el corazón de un balazo, y en seguida, desmontándose, toma de un brazo al niño, lo tiende en el suelo y lo degüella, a pesar de sus gemidos de niño que se ve amenazado de un peligro. Este último gemido del niño es, sin embargo, el único suplicio que martiriza a Santos Pérez. Después, huyendo de las partidas que lo persiguen, oculto en las breñas de las rocas o en los bosques enmarañados, el viento le trae al oído el gemido lastimero del niño. Si a la vacilante claridad de las estrellas se aventura a salir de su guarida, sus miradas inquietas se hunden en la oscuridad de los arboles sombríos para cerciorarse de que no se divisa en ninguna parte el bultito blanquecino del niño; y cuando llega al lugar donde hacen encrucijada dos caminos, lo arredra ver venir por el que él deja, al niño animado su caballo. Facundo decía también que un solo remordimiento lo aquejaba: la muerte de los veintiséis oficiales fusilados en Mendoza.

¿Quién es, mientras tanto, este Santos Pérez? Es el gaucho malo de la campaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por sus numerosas muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventuras inauditas. Mientras permaneció el general Paz en Córdoba, acaudilló las montoneras más obstinadas e intangibles de la Sierra, y por largo tiempo el Pago de Santa Catalina fue una republiqueta adonde los veteranos del ejército pudieron penetrar. Con miras más elevadas habría sido el digno rival de Quiroga; con sus vicios sólo alcanzó a ser su asesino. Era alto de talla, hermoso de cara, de color pálido y barba negra y rizada. Largo tiempo fue después perseguido por la justicia y nada menos que cuatrocientos hombres andaban en su busca. Al principio los Reinafé lo llamaron, y en la casa del gobierno fue recibido amigablemente. Al salir de la entrevista empezó a sentir una extraña descompostura de estómago, que le sugirió la idea de consultar a un médico amigo suyo, quien informado por él de haber tomado una copa de licor que se le brindó, le dio un elixir que le hizo arrojar oportunamente el arsénico que el licor disimulaba. Más tarde, y en lo más recio de la persecución, el comandante Casanova, su antiguo amigo, le hizo significar que tenía algo de importancia que comunicarle. Una tarde, mientras que el escuadrón de que el comandante Casanova era jefe, hacia el ejercicio al frente de su casa, Santos Pérez se desmonta en la puerta y dice: -“Aquí estoy; ¿qué quería decirme?- ¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá, siéntese. -¡No!, ¿para qué me ha hecho llamar?”- el comandante, sorprendido así, vacila y no sabe qué decir en el momento. Su astuto y osado interlocutor lo comprende, y arrojándole una mirada de desdén y volviéndose la espalda, le dice: “¡Estaba seguro de que quería agarrarme por traición! He venido por convencerme no más”. Cuando se dio orden al escuadrón de perseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo cogieron dentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil. Había dado de golpes a la querida con quien dormía; ésta, sintiéndolo profundamente dormido, se levanta con precaución, le toma las pistolas y el sable, sale a la calle y lo denuncia a una patrulla. Cuando despierta rodeado de fusiles apuntados a su pecho, echa mano a las pistolas, y no encontrándolas: “¡Estoy rendido, dice con serenidad, me han quitado las pistolas!” El día que lo entraron a Buenos Aires, una muchedumbre inmensa se había reunido en la puerta de la casa de gobierno. A su vista gritaba el populacho: ¡Muera Santos Pérez! Y él meneando desdeñosamente la cabeza y paseando sus miradas por aquella multitud, murmuraba tan sólo estas palabras: “¡Tuviera aquí mi cuchillo!” Al bajar del carro que lo conducía a la cárcel gritó repetidas veces: “¡Muera el tirano!” Y al encaminarse al patíbulo, su talla gigantesca como la de Dantón, dominaba la muchedumbre, y sus miradas se fijaban de vez en cuando en el cadalso como en un andamio de arquitectos.

El gobierno de Buenos Aires dio un aparato solemne a la ejecución de los asesinos de Juan Facundo Quiroga; la galera ensangrentada y acribillada de balazos estuvo largo tiempo expuesta al examen del pueblo; y el retrato de Quiroga, como la vista del patíbulo y de los ajusticiados, fueron litografiados y distribuidos por millares, como también extractos del proceso, que se dio a luz en un volumen en folio. La historia imparcial espera todavía datos y revelaciones para señalar con su dedo al instigador de los asesinos.”

(págs. 283-286)



La tercera parte tiene el carácter de un panfleto político contra el tirano Rosas. En ella se agregan documentos y se enjuicia de manera tremenda al que en esos momentos era el jefe omnímodo de la Argentina. “Facundo” es el primer libro que ahondó en la realidad física del país del sur; Sarmiento también, con mucha maestría y conocimiento, profundizó en el análisis social, e interpretó a la luz de la ciencia y de la sociología el destino argentino como nación. El político argentino Marco Avellaneda, que tanto combatió a Rosas, dijo que “Sarmiento ha sido el primero en explicarnos el carácter de nuestras luchas, y desde el “Facundo” ya sabemos por qué peleamos, cuáles son los elementos enemigos, rivales, que traban la vida de nuestra sociedad, y cual la política y los principios que deben adoptarse para salir del infierno que atravesamos”. “Facundo” apareció en folletín en “El Progreso” de Santiago de Chile, en 1845, y el mismo año, y editada por dicho periódico salió a luz la primera edición de la obra. Bartolomé Mitre la reprodujo en “El Nacional” de Montevideo (1845), la Revue des Deux Mondes, de París, publicó su famoso artículo consagratorio, que hizo de “Facundo” una obra de significación internacional. El libro ha sido publicado en varios idiomas engrandeciendo la fama de Sarmiento.         
 


      
CARTAS A UN NOVELISTA

Con la misma maestría con que elaboró el ensayo, “García Márquez, historia de un deicidio”, Mario Vargas Llosa a enfrentar el reto para construir “Cartas a un novelista”, cuyo título, si bien nos hace recordar “Cartas a un joven poeta”, del escritor alemán Rayner María Rilke, debemos concluir después de leer ambos libros, que este acercamiento no pasa más allá de la similitud de los títulos, pues, novelista y poeta toman rumbos distintos en la elaboración de los mismos. Creando un personaje ficticio (el novelista), Vargas Llosa nos brinda página a página un testimonio (el suyo, lógicamente) de los avatares que debe afrontar aquel que ha decidido tomar el camino de tan difícil como a veces ingrata profesión: la del escritor. Quién mejor que Mario Vargas Llosa para brindar un testimonio. Sus cuantiosos galardones literarios en todo el mundo así lo ameritan. El escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir y, partiendo de esta aseveración irrefutable, el escritor se embarca en esa “luna de miel”, entre escritor y literatura que sólo culmina con la muerte.


“Usted no ha experimentado esa parálisis puesto que me ha escrito. Es un buen comienzo, para la aventura que le gustaría emprender y de la que espera- estoy seguro, aunque en su carta no me lo diga- tantas maravillas. Me atrevo a sugerirle que no cuente demasiado con ello, ni se haga muchas ilusiones en cuanto al éxito. No hay razón alguna para que usted no lo alcance, desde luego, pero, si persevera, escribe y publica, pronto descubrirá que los premios, el reconocimiento público, la venta de los libros, el prestigio social de un escritor, tiene un encantamiento sui géneris, arbitrario a más no poder, pues a veces rehúyen tenazmente a quienes más los merecerían y asedian y abruman a quienes menos. De manera que quien ve en el éxito el estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la literatura. Ambas cosas son distintas.
Tal vez el atributo principal de la vocación literaria sea que, quien la tiene, vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como consecuencia de sus frutos. Esa es una de las seguridades que tengo, entre muchas incertidumbres sobre la vocación literaria: el escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir, con prescindencia de las consecuencias sociales, políticas o económicas que puede lograr mediante aquello que escribe.

La vocación me parece el punto de partida indispensable para hablar de aquello que lo anima y angustia: cómo se llega a ser un escritor. Es un asunto misterioso, desde luego, cercado de incertidumbre y subjetividad. Pero ello no es obstáculo para tratar de explicarlo de una manera racional, evitando la mitología vanidosa, teñida de religiosidad y de soberbia, con que la rodeaban los románticos, haciendo del escritor el elegido de los dioses, un ser señalado por una fuerza sobrehumana, trascendente, para escribir aquellas palabras divinas a cuyo efluvio el espíritu humano se sublimaría a sí mismo, y, gracias a esa contaminación con la Belleza (con mayúsculas, por supuesto), alcanzaría la inmortalidad.

Hoy nadie habla de esta manera de la vocación literaria o artística, pero, a pesar de que la explicación que se ofrece en nuestros días es menos grandiosa o fatídica, ella sigue siendo bastante huidiza, una predisposición de oscuro origen, que lleva a ciertas mujeres y hombres a dedicar sus vidas a una actividad para la que, un día, se sienten llamados, obligados casi a ejercerla, porque intuyen que sólo ejercitando esa vocación- escribiendo historias, por ejemplo- se sentirán realizados, de acuerdo consigo mismos, volcando lo mejor que poseen, sin la miserable sensación de estar desperdiciando sus vidas.

No creo que los seres humanos nazcan con un destino programado desde su gestación, por obra del azar o de una caprichosa divinidad que distribuiría aptitudes, ineptitudes, apetitos y desganos entre las flamantes existencias. Pero, tampoco creo, ahora, lo que en algún momento de mi juventud, bajo la influencia del voluntarismo de los existencialistas franceses- Sartre, sobre todo-, llegué a creer: que la vocación era también una elección, un movimiento libre de la voluntad individual que decidía el futuro de la persona. Aunque creo que la vocación literaria no es algo fatídico, inscrito en los genes de los futuros escritores, y pese a que estoy convencido de que la disciplina y la perseverancia pueden en algunos casos producir el genio, he llegado al convencimiento de que la vocación literaria no se puede explicar sólo como una libre elección. Esta, para mí, es indispensable, pero sólo una segunda fase, a partir de una primera disposición subjetiva, innata o forjada en la infancia o primera juventud, a la que aquella elección racional viene a confirmar y fortalecer, pero no a fabricar de pies a cabeza.”

(“Cartas a un novelista”, Mario Vargas Llosa, Editorial Ariel S.A. Barcelona; 1997- págs. 8-11).



Una mujer o un hombre desarrollan precozmente, en su infancia o comienzos de la adolescencia, una predisposición a fantasear personas, situaciones, anécdotas, mundos diferentes del mundo en el que viven, y esa proclividad es el punto de partida de lo que más tarde podría llamarse una vocación literaria. Naturalmente, de esa propensión a apartarse del mundo real, de la vida verdadera, en alas de la imaginación, al ejercicio de la literatura, hay un abismo que la gran mayoría de seres humanos no llega a franquear. Los que lo hacen y llegan a ser creadores de mundos mediante la palabra escrita, los escritores, son una minoría, que, a aquella predisposición o tendencia, añadieron ese movimiento de la voluntad que el filósofo francés Jean Paul Sartre llamaba “una elección”. En un momento dado, dice Vargas Llosa, decidieron ser escritores, se eligieron como tales, organizaron su vida para trasladar a la palabra escrita esa vocación que, antes, se contentaba con fabular, en el impalpable y secreto territorio de la mente, otras vidas y mundos. Vargas Llosa se basa en las obras de Faulkner, García Márquez, William Burroughs, Gustavo Flaubert, Marcel Proust, Virginia Wolf, Franz Kafka, Augusto Monterroso y otros más, para sustentar sus reflexiones sobre arte, estética y literatura. El libro, que está compuesto por 12 capítulos (o mejor dicho, cartas), va desarrollando en cada uno de ellos diferentes temas, pero todos unidos por un solo cordón umbilical: la literatura. Resalta entre todo este cúmulo de reflexiones, aquellas cartas que nos hablan del significado de los premios, del reconocimiento público, de la venta de libros y del prestigio social de un escritor; el éxito como estímulo esencial contrapuesto al ejercicio de esa vocación como la mejor recompensa; el valor de la disciplina y la perseverancia en lo que Vargas Llosa llama “la construcción de un talento”; la predisposición a fantasear nada más que como umbral del verdadero ejercicio de la literatura. En el capítulo titulado “El estilo”, Vargas Llosa nos dice que no se puede ser un novelista sin tener un estilo coherente y necesario, y si alguien quiere serlo, tiene que buscar y encontrar su estilo. “Lea muchísimo, porque es imposible tener un lenguaje rico, desenvuelto, sin leer abundante y buena literatura, y trate, en la medida de sus fuerzas, ya que ello no es tan fácil, de no imitar los estilos de los novelistas que más admira y que le han enseñado a amar la literatura. Imítelos en todo lo demás: en su dedicación, en su disciplina, en sus manías, y haga suyas, si las siente suyas, sus convicciones. Pero trate de evitar reproducir mecánicamente las figuras y maneras de su escritura, pues, si usted no consigue elaborar un estilo personal, el que conviene más que ningún otro a aquello que quiere usted contar, sus historias difícilmente llegarán a embeberse del poder de persuasión que las haga vivir”. Algunas de las epístolas del libro están dedicadas a reflexionar (porque esto es lo que hace Vargas Llosa, reflexionar en voz alta) sobre la indisoluble relación entre el fondo y la forma, el estilo, la técnica narrativa, la voz propia, el ajuste perfecto entre palabra e idea; el punto de vista, el espacio y el tiempo, aspecto este último no menos importante de la forma narrativa y de cuyo tratamiento depende, ni más ni menos que del espacio, el poder persuasivo de una historia. Indudablemente que el libro no es de fácil lectura, por cuanto Vargas Llosa echa mano de escritores de “poco acceso” a un gran número de lectores, como es el caso de Henry James, con su obra “Una vuelta de tuerca”; Alain Robbe-Grillet, con “La Jalousie” o Virginia Woolf con su “Orlando”. De hecho, este libro ha servido para que Vargas Llosa recuerde sus inicios literarios en la Lima grisácea de la década del cincuenta y fines de los cuarenta; la de la dictadura de Manual A. Odría y la del Colegio Militar Leoncio Prado que tanto marcó su vida. Debe haber revivido aquellas depresiones por no saber qué pasos dar, por dónde comenzar a cristalizar en obras esa vocación que sentía en él como un mandato perentorio; soñado con escribir historias que deslumbrado a él la de esos escritores que empezaba a instalar en su panteón privado: Faulkner, Hemingway, Malraux, dos Passos, Camus, Sartre y su inigualable Flaubert, a quien cita cuando dice: “Escribir es una manera de vivir”, y “Cartas a un novelista” es un libro apasionado y una afirmación de esa mística.


“Quizás, amigo novelista en ciernes, sea éste el momento oportuno para hablar de una peligrosa noción aplicada a la literatura: la autenticidad. ¿Qué es ser un escritor auténtico? Lo cierto es que la ficción es, por definición, una impostura- una realidad que no es y sin embargo finge serlo- y que toda novela es una mentira que se hace pasar por verdad, una creación cuyo poder de persuasión depende exclusivamente del empleo eficaz, por parte del novelista, de unas técnicas de ilusionismo y prestidigitación semejantes a las de los magos de los circos o teatros. De modo que ¿tiene sentido hablar de “autenticidad” en el dominio de la novela, género en el que lo más auténtico es ser un embauque, un embeleco, un espejismo? Sí lo tiene, pero de esta manera: el novelista autentico es aquel que obedece dócilmente aquellos mandatos que la vida le impone, escribiendo sobre esos temas y rehuyendo aquellos que no nacen íntimamente de su propia experiencia y llegan a su conciencia con carácter de necesidad. En eso consiste la autenticidad o sinceridad del novelista: en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus fuerzas.

El novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos o temas de una manera racional, porque piensa que de este modo alcanzará mejor el éxito, es inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea también un mal novelista (aunque alcance el éxito: las listas de best sellers están llenas de muy malos novelistas, como usted sabe de sobra). Pero me parece difícil que se llegue a ser un creador- un transformador de la realidad-, si no se escribe alentado y alimentado desde el propio ser por aquellos fantasmas (demonios) que han hecho de nosotros, los novelistas, objetores esenciales y reconstructores de la vida en las ficciones que inventamos. Creo que aceptando esa imposición- escribiendo a partir de aquello que nos obsesiona y excita y está visceral, aunque a menudo misteriosamente integrado a nuestra vida- se escribe “mejor”, con más convicción y energía, y se está más equipado para emprender ese trabajo apasionante, pero, asimismo, arduo, con decepciones y angustias, que es la elaboración de una novela.

Los escritores que rehúyen sus propios demonios y se imponen ciertos temas, porque creen que aquellos no son lo bastante originales o atractivos, estos últimos sí, se equivocan garrafalmente. Un tema de por sí no es nunca bueno ni malo en literatura. Todos los temas pueden ser ambas cosas, y ello no depende del tema en sí, sino de aquello en que un tema se convierte cuando se materializa en una novela a través de una forma, es decir de una escritura y una estructura narrativas. Es la forma en que se encarna, la que hace que una historia sea original o trivial, profunda o superficial, compleja o simple, la que da densidad, ambigüedad, verosimilitud a los personajes o los vuelve unas caricaturas sin vida, unos muñecos de titiritero. Esa es otra de las pocas reglas en el dominio de la literatura que, me parece, no admite excepciones: en una novela los temas en sí mismos nada presuponen, pues serán buenos o malos, atractivos o aburridos, exclusivamente en función de lo que haga con ellos el novelista al convertirlos en una realidad de palabras organizadas según cierto orden.

Me parece, amigo, que podemos quedarnos aquí.

Un abrazo.”

(págs. 35-37)
              





LA ARAUCANA


De las epopeyas artísticas escritas en España durante la Edad de Oro, la más importante y valiosa es, sin duda “La Araucana”, de Alonso de Ercilla y Zúñiga. “La Araucana” (1569-1589) es la única obra que se conoce de Ercilla, pero ella ha bastado para inmortalizarlo. Consta de 37 cantos, y está escrita en octavas reales.

Garcilaso de la Vega, el autor de las exquisitas “Églogas”, y Alonso de Ercilla y Zúñiga, el autor de “La Araucana”, nos confirman que desde siempre fueron las armas compañeras de las letras, y este compañerismo se vitaliza en el caso de Ercilla ya que el autor alternó la pluma con la espada en el mismo escenario en que acontece esta epopeya.

El descubrimiento de América y su conquista, no tuvo un poeta que le cantara. Alonso de Ercilla emprende la tarea tan sólo de cantar un único capítulo de la gran empresa descubridora y colonizadora del Nuevo Mundo: La conquista de Chile. ¿Acaso el heroísmo, el arrojo y el valor del indio araucano no lo justificó así? Es innegable que los que llevó a Ercilla a desenvainar su pluma fue su profunda admiración por aquel pueblo araucano, tan lleno de virtudes guerreras. De aquí que encontremos en “La Araucana” un doble mérito: el histórico y el literario. Ercilla presenció gran parte de lo que narra, por eso nos traslada las cosas como las vio, con la rudeza y la crueldad que los acontecimientos se sucedieron. La crítica de todo el mundo ha ponderado esta bella composición en donde las descripciones de las batallas ocupan un sitial de prevalencia en lo que a sus cualidades se refiere. Entraremos al contenido del libro, dejando para después su valor literario y su composición. Ercilla comienza dándonos una descripción de la provincia de Chile y estado de Arauco, su ubicación geográfica y las costumbres y modos de guerra que tienen los naturales. Nos cuenta que el poder de aquel lugar está en manos de dieciséis caciques con cualidades militares envidiables, ya que los cargos de guerra y preeminencia no se ganan por herencia o por recomendaciones, sino por el valor y la fortaleza demostrada en duras pruebas. Las armas con las que los guerreros se ejercitan van desde la pica, las mazas y las hachas, hasta las lanzas y las flechas; pero el manejo de una sola de estas armas ha de aprender el guerrero y será aquella con que ha demostrado mayor destreza desde niño. Sus estrategias guerreras reflejan un pueblo habituado a los duros menesteres de la guerra, que cuando dan una batalla, se comunican con Eponamon, una especie de Dios que les da ánimo y coraje para enfrentarse al enemigo.

Hombres de gestos robustos y cuerpos bien formados, los araucanos supieron desanimar a Diego de Almagro en su intento de conquistar las tierras araucanas, pero no pudieron vencer a Pedro de Valdivia, quien tras seis años de asedio logró imponer su autoridad en aquellas difíciles tierras. (Pedro de Valdivia (1495-1553), fue uno de los osados conquistadores españoles; nacido en Villanueva de la Serena, Valdivia fue destacado en Flandes e Italia y maestro de campo de Francisco Pizarro en el Perú. Recibió órdenes de conquistar Chile (1539). Fundó Santiago del Nuevo Extremo (1541) y exploró el país. En una segunda expedición continuó la conquista, e inició intentos serios de colonización. Fundó las ciudades La Imperial, Valdivia, Confine y otros pueblos más. NOTA DEL AUTOR). Antes de caer en manos de los españoles, los araucanos sostuvieron cruentas batallas vendiendo cara su derrota. La soberbia de Valdivia se pone de manifiesto por estos triunfos, así como la rebeldía del indio araucano, acostumbrado a mandar y ser temido y no sometido. Fue así como los araucanos comienzan a prepararse para arrojar a los invasores de sus tierras. El sabio anciano, Colocolo, será el encargado de determinar la prueba a que deberán someterse los jóvenes aspirantes que desean dirigir las huestes araucanas.

La prueba consiste en sostener sobre los hombros un pesado tronco, aquel que los pueda resistir durante el mayor tiempo posible, será el caudillo a quien todos deberán obedecer. Son muchos los impetuosos jóvenes que mostrarán sus fuerzas, destacando entre ellos Tucapel, Ongol, Cayocupil, Paicabí, Lemoleno, Mareguano, Gualemo, Lebopía, Elicura, Ongolmo, Purén, Lincoya, Peteguelén y Caupolicán, el gran vencedor quien logró sostenerlo durante tres días. Su primera orden fue la de enviar a ochenta hombres a tomar por asalto una guarnición española. La empresa, gracias al valor de Cayeguano y Alcatipay –encargados de liderar a los valientes araucanos- resulta un éxito rotundo. Mientras tanto, allí cerca, en el pueblo de Penco, habitaba Valdivia, quien enterado de esta sublevación, organiza a sus hombres para acabar con los insurrectos.

Se trata de un pequeño territorio poblado por los indios araucanos, raza combativa, la más belicosa de todas las Indias, por lo que la exigua provincia es llamada el Estado Indómito. Diego de Almagro, que tanta gloria había alcanzado en mil empresas colaborando con Pizarro en la conquista del Perú, se dirige hacia Chile, decidido a ganar nuevas tierras y extender la fe cristiana. Más el destino había prescrito que tal hazaña no fuera coronada por el adelantado Almagro, sino por Pedro de Valdivia. Asombraba a los araucanos el ver a los invasores formando un solo cuerpo con sus cabalgaduras y, no menos, les desconcertaba el estruendo y la destrucción producidos por las armas que usaban, pues aquellos indígenas desconocían por completo la existencia de los caballos y de la pólvora. Así, nada tiene de asombroso que en un principio tuvieran a los españoles por dioses inmortales que combatían lanzando ardientes rayos. Pero, poco a poco, fueron comprobando que también eran hombres, como ellos mismos.


“Pues don Diego de Almagro, adelantado,
que en otras mil conquistas se había visto,
por sabio en todas ellas reputado,
animoso, valiente, franco y quisto,
a Chile caminó determinado
de extender y ensanchar la fe de Cristo;
pero en llegando al fin de este camino
dar en breve la vuelta le convino.

A sólo el de Valdivia esta victoria
con justa y gran razón le fue otorgada,
y es bien que se celebre su memoria,
pues pudo adelantar tanto su espada:
este alcanzó en Arauco aquella gloria,
que de nadie hasta allí fuera alcanzada;
la altiva gente al grave yugo trujo,
y en opresión la libertad redujo.

Con una espada y capa solamente,
ayudado de industria que tenía,  
hizo con brevedad de buena gente
una lucida y gruesa compañía;
y con designio y ánimo valiente
toma de Chile la derecha vía,
resuelto en acabar de esta salida
la demanda difícil o la vida.

Viose en el largo y áspero camino
por el hambre, sed y frío en gran estrecho;
pero con la constancia que convino
puso al trabajo el animoso pecho:
y el diestro hado y próspero destino
en Chile le metieron, a despecho
de cuantos estorbarlo procuraron,
que en su daño las armas levantaron.

Tuvo a la entrada con aquellas gentes
batallas y rencuentros peligrosos,
en tiempos y lugares diferentes,
que estuvieron los fines bien dudosos;
pero al cabo por fuerza los valientes
españoles, con brazos valerosos,
siguiendo el hado y con rigor la guerra,
ocuparon gran parte de la tierra.

No sin gran riesgo y pérdidas de vidas
asediados seis años sostuvieron,
y de incultas raíces desabridas
los trabajos cuerpos mantuvieron,
do las bárbaras armas oprimidas
a la española devoción trajeron,
por ánimo constante y raras pruebas
criando en los trabajos fuerzas nuevas.

Después entró Valdivia conquistando
con esfuerzo y espada rigurosa,
los promaucaes por fuerza sujetando,
curios, cauquenes, gente belicosa;
y, el Maule y raudo Itata atravesando,
llegó al Andalién, do la famosa
ciudad fundó de muros levantada,
feliz en poco tiempo y desdichada.

Una batalla tuvo aquí sangrienta
donde a punto llegó, de ser perdido:
pero Dios le socorrió en aquella afrenta;
que en todas las demás le había acorrido
otros dello darán más larga cuenta,
que les está este cargo cometido;
allí fue preso el bárbaro Ainavillo,
honor de los pencones y caudillo.

De allí llegó al famoso Bío Bío,
el cual divide a Penco del estado,
que del Nibequetén, copioso río,
y de otros viene al mar acompañado;
de donde con presteza y nuevo brío,
en orden buena y escuadrón formado
pasó de Andalicán la áspera sierra,
pisando la araucana y fértil tierra.

No quiero detenerme más en esto,
pues que no es mi intención dar pesadumbre;
 y así pienso pasar por todo presto,
huyendo de importunos la costumbre:
digo con tal intenso y presupuesto
que antes que los de Arauco a servidumbre
viniesen, fueron tantas las batallas,
que dejo por prolijas de contarlas.

Ayudó mucho el ignorante engaño
de ver en animales corregidos
hombres que por milagro y caso extraño
de la región celeste eran venidos:
y del súbito estruendo y grave daño
de los tiros de pólvora sentidos,
como a inmortales dioses los temían,
que con ardientes rayos combatían.

Los españoles hechos hazañosos
el error confirmaban de inmortales,
afirmando los más supersticiosos,
por los presentes los futuros males:
y así tibios, suspensos y dudosos,
viendo de su opresión claras señales,
debajo de hermandad y fe jurada
dio Arauco la obediencia jamás dada.

Dejando allí el seguro suficiente
adelante los nuestros caminaron;
pero todas las tierras llanamente,
viendo Arauco sujeta, se entregaron;
y reduciendo a su opinión gran gente
siete ciudades prósperas fundaron,
Coquimbo, Penco, Angol y Santiago,
La Imperial, Villarrica y la del Lago.

El felice suceso, la victoria,
la fama y posesiones que adquirían
los trajo a tal soberbia y vanagloria,
que en mil leguas diez hombre no cabían;
sin pasarles jamás por la memoria
que en siete pies de tierra al fin habían
de venir a caber sus hinchazones,
su gloria vana y vanas pretensiones.

Crecían los intereses y malicia,
a costa del sudor y daño ajeno,
y la hambrienta y mísera codicia
con libertad paciendo iba sin freno:
la ley, derecho, el fuero y la justicia
era lo que Valdivia había por bueno,
remiso en graves culpas y piadoso,
y en los casos livianos riguroso.

Así el ingrato pueblo castellano,
en mal y estimación iba creciendo,
y siguiendo el soberbio intento vano
tras su fortuna próspera corriendo:
pero el Padre del cielo soberano
atajó este camino, permitiendo
que aquel a quien él mismo puso el yugo
fuese el cuchillo y áspero verdugo.

El estado araucano acostumbrado
a dar leyes, mandar y se temido,
viéndose de su trono derribado,
y de mortales hombres oprimido;
de adquirir libertad determinado,
reprobando el subsidio padecido,
acude al ejercicio de la espada,
ya por la paz ociosa desusada.

Dieron señal primero y nuevo tiento
(por ver con qué rigor se tomaría)
en dos soldados nuestros, que a tormento
mataron sin razón y causa un día:
disimulóse aquel atrevimiento,
y con esto crecióles la osadía;
no aguardando a más tiempo, abiertamente
comienzan a llamar y juntar gente.

Principio fue del daño no pensado
el no tomar Valdivia presta enmienda
con ejemplar castigo del estado;
pero nadie castiga en su hacienda:
el pueblo sin temor desvergonzado
con nueva libertad rompe la rienda
del hombre hecho y la promesa,
como el segundo canto aquí lo expresa.”


(“La Araucana”, Alonso de Ercilla, Editorial Ramón Sopena. S.A. – 1963, págs. 20-23)




A la junta de caciques acuden Tucapel, Lemolemo, el anciano Colocolo, Peteguelen, señor del Arauco, y otros muchos. Pero no asiste a la asamblea el temido Caupolicán, fuerte cacique a quien obedecía todo el Pilmaiquen. Surge la discordia entre los reunidos al discutir quién es el más valiente y digno de ponerse al frente de la insurrección tramada contra los españoles. Se alza la voz reposada de Colocolo, hombre prudente, y trata de poner paz entre los desavenidos caciques, aconsejado se designe a Cupolicán, que si era tuerto, gozaba de un cuerpo robusto y una fuerza sobrehumana. El astuto anciano hace llamar secretamente a Caupolicán, para que asista a la asamblea, logrando así el resultado apetecido. Los españoles mantienen desde tres castillos de recios muros, con foso y troneras provistas de artillería. Uno de estos fuertes se halla próximo al lugar donde están reunidos los caciques, y Caupolicán se dispone a tomarlo. Decidido a incendiar el citado castillo, envía por delante ochenta hombres, disfrazados con carga de heno, hierba y leña, en las que llevaban ocultas las armas. Los campesinos, con gesto cansado, atraviesan el frente, muro y puerta, engañando a los desprevenidos ocupantes. Y una vez dentro, desatando las cargas asaltan súbitamente a los españoles; en medio de la confusión se presenta Caupoliocán con sus huestes y cerca el castillo, del que habían sido expulsados los que se libraron del furor de los cristianos. Éstos hacen una salida y traban desigual batalla, ya que combaten en la proporción de uno contra cien. Viéndose perdidos, los españoles abandonan el fuerte y, abriéndose paso con las armas, arriban a Puren, plaza segura. El capitán Valdivia, que residía en Penco es informado de la traidora acción, pero retrasa el envío de socorros, distraído por un asunto de oro, movido por la codicia. Mas resuelto a imponer un ejemplar castigo, envía a unos cuantos españoles y algunos indios amigos para que se dirijan a Tucapel; al ver que éstos no regresan, y recelando una emboscada, Valdivia va en su busca. Y a dos leguas de camino encuentra a sus exploradores decapitados. Ante el horrendo espectáculo, los españoles piden venganza. En esto llega un indio amigo, quien les anuncia la muerte indudable que les aguarda en Tucapel, donde veinte mil conjurados se aprestan a morir, antes que vivir una vida vergonzosa. La nueva sobrecoge a los españoles; pero Valdivia, a caballo se pone al frente y avanza hacia el valle de Tucapel, donde halla el castillo destruido. Al punto es rodeado por los indios. Se lucha a vida o muerte. Los españoles ponen en fuga a los atacantes; mas advertidos de cuán desalentados quedan los vencedores, un hijo de un conocido cacique, que servía a Valdivia como paje, encendido por el amor a su patria arenga lanza arremete él solo contra los españoles. A las voces del muchacho vuelve Caupolicán, y los araucanos, furiosos, caen sobre Valdivia, quien, viendo a sus soldados derribados por los indios, huye a caballo sin más compañía que un sacerdote; pero los enemigos lo persiguen y matan al clérigo. Valdivia es hecho prisionero y llevado ante el senado de caciques. Caupolicán le amenaza e interroga, y el capitán, contrito, pídele que le respete la vida a cambio de dejar para siempre aquella tierra. En aquel instante un indio descarga un terrible golpe sobre el español, y le mata. Caupolicán quiere castigar al bárbaro Leocato, autor del desafuero; pero desiste a ruego de sus fieles.

Nombrado capitán, Lautaro, guerrero sesudo y activo, recibe el encargo de rechazar un ataque de catorce españoles montados a caballo que trataban de reunirse con las ya exterminadas fuerzas mandadas por el desventurado Valdivia. Los indios que estaban emboscados sufren una derrota a manos de los catorce jinetes. De un áspero collado sale un indio amigo que, llorando, les da cuenta a los españoles del triste fin que hallaron las tropas de Valdivia. Impresionados por tamaña desgracia, se aprestan a defenderse contra numerosas fuerzas mandadas por Lincoya. Sobrevive la noche, estalla una tempestad y los españoles escapados de la refriega llegan a Puren, castillo que, con poca gente, manda Juan Gómez. Enterados del trágico fin de Valdivia, los españoles abandonan el fuerte y se encaminan a Cauten. Dos indios amigos, únicos supervivientes de la fuerza de Valdivia, llevan a Penco la infausta nueva. Manda este fuerte Francisco Villagrán, y tratando de vengar la muerte de Valdivia, sale al frente de un pequeño ejército, en busca de los araucanos, a los que encuentra en una cuesta empinada. En la tremenda lucha mueren la mitad de los españoles, con tres mil indios amigos. La victoria sonríe a Lautaro y los vencidos son pasados a cuchillo. Los españoles fugitivos se refugian en la Concepción, donde refieren los espantosos hechos. La ciudad está llena de mujeres, niños y viejos, y son escasas las tropas para garantizar sus vidas. La fama guerrera de Lautaro mengua el valor de sus enemigos, y optan los españoles por huir de la Concepción. Entre llantos, alaridos y aflicción, la ciudad queda despoblada. Una dama noble y prudente, doña Mencia de Nidos, se halla postrada en el lecho, aquejada por grave enfermedad, cuando oye el alboroto promovido. Encendida por el valor se arma con espada y escudo, lanzándose a la calle, y saliendo al paso de los españoles, fugitivos les conmina volver a la ciudad. Pero a nadie pareció aceptable consejo, y durante doce días prosigue el triste éxodo, hacia Santiago. Mientras tanto, los indios de Lautaro saquean las casas y prenden fuego a la Concepcion.


“El bárbaro con esto no vengado,
Viene sobre él con furia acelerada,
y con la diestra, aún no medrosa, airado,
a Ortiz arrebató la aguda espada;
alzándose la cota por un lado,
le atravesó de una a la otra ijada,
y el alma del corpóreo alojamiento
hizo el duro y forzoso apartamiento.   

La espada a la siniestra el indio trueca,
sintiéndose tullido de la diestra,
y del golpe primero otro derrueca,
que también en herir era maestra:
como suele segar la paja seca
el presto segador con mano diestra,
así aquel Tucapel con fuerza brava
brazos, piernas y cuellos cercenaba.

Dejándose guiar por do la ira
le llevaba furioso, discurriendo,
unos hiere, maltrata, otros retira,
la espesa selva de astas deshaciendo:
acaso al padre Lobo un golpe tira,
que contra cuatro estaba combatiendo;
el cual sin ver el fin de aquella guerra,
dio el alma a Dios y el cuerpo dio a la tierra.

El grave Leucotón, no menos fuerte,
con el valor que el cielo le concede,
hiere, aturde, derriba y da la muerte,
que nadie en fuerza y ánimo le excede:
no sé cómo a escribirlo todo acierte,
que mi cansada mano ya no puede
por tanta confusión llevar la pluma,
y así reduce mucho a breve suma.

También Angol, soberbio y esforzado,
su corvo y gran cuchillo en torno esgrime,
hiere al joven Diego Oro, y del pasado
golpe en la dura tierra el cuerpo imprime:
pero en esta sazón Juan de Alvarado,
la furia de una punta le reprime,
que al tiempo que el furioso alfanje alzaba
por debajo del brazo le calaba.

No halló defensa la enemiga espada;
lanzándose por parte descubierta,
derecho al corazón hizo la entrada,
abriendo una sangrienta y ancha puerta.
La cara antes del joven colorada
se vio de amarillez mustia cubierta;
desconyuntóle el brazo un mortal hielo,
batiendo el cuerpo helado el duro suelo.

El corpulento mozo Mareguano,
que airado a todas partes discurría,
llegó al tiempo que Angol por diestra mano
al riguroso hierro se rendía:
era su íntimo amigo y primo hermano,
de estrecho trato antiguo y compañía;
“Pues fue siempre en la vida igual la suerte,
Quiero, dijo, también que sea en la muerte.” 

Y contra el matador con repentina
rabia, que el pecho y venas le abrasaba,
un macizo y fornido tronco empina
y con fuerza sobre él lo derribaba;
mas temiendo del golpe la ruina
Alvarado, que el ojo alerta estaba,
saca presto el caballo apercibido,
y en el suelo el troncón quedó metido.

Chilcán, Ongolmo, Cayeguán de un lado,
Lepomande y Purén en compañía,
habían así a los nuestros apretado,
que ganaron gran crédito aquel día:
Tomé, Cayocupín y el esforzado
Pillolco, Caniomangue y Lebopía,
Mareanda, Elicura y Lemolemo
de su valor mostraron el extremo.  

En esto un rumor súbito se siente
que los cóncavos cielos atronaba,
y era que la victoria abiertamente
por el bárbaro infiel se declaraba:
ya la española destrozada gente
al camino de Itata enderezaba,
desamparado el suelo desdichado,
de sangre y enemigos ocupado.”

(pags. 146-147)




En el valle de Arauco júntanse los caciques y los principales jefes indios para celebrar consejo. Caupolicán acoge en sus brazos al valiente Lautaro, que regresa victorioso del desolado Penco. El fiero Tucapel pide que sean expulsados de Chile los españoles, pero el viejo Peteguelen le reprocha su arrogante osadía, y el prudente Colocolo tercia en la discusión para advertir:


Templad, templad los pechos alterados
Y esos vanos esfuerzos mal regidos;
No hagáis de españoles tal desprecio
Que no vende sus vidas a mal precio


El agorero Puchecalco anuncia que el hado condena a los indios a dura sujeción, pues las nocturnas aves presagian con su sordo vuelo mil presagios funestos; y Tucapel, arrebatado por la cólera, le mata con su maza. Caupolicán, enfurecido ante el crimen, ordena la muerte del agresor. Saltan los presentes sobre el asesino; pero éste se defiende como un tigre y su valor asombra a Lautaro, quien solicita a Caupolicán el perdón de tan tremendo guerrero. Y Tucapel es indultado. Caupolicán se pone frente de un gran ejército para tomar la ciudad imperial, lo que sólo impidió un milagro obrado por Dios, pues estando los indios a la vista de sus muros, desprovistos de defensas, cualquier fuerza bastada para destruirlos. Ya sonaba la trompeta guerrera cuando cerradas nubes descargaron un verdadero diluvio y gruesas piedras, entre furiosos rugidos del viento. En esto, Eponamon, dios de los indios, se les aparece en forma de dragón. Con enroscada cola y envuelto en fuego, y les incita a tomar la ciudad, sin respetar vida alguna ni dejar muro en pie. Pero, de repente, cesan los estragos de los enfurecidos elementos y surge en el claro cielo una figura de mujer, acompañada de un anciano, y que con blanda y delicada voz les dice a los indios: “¿A dónde vais, gente perdida? Volved a vuestra tierra sin mover a la guerra a la Imperial, que Dios quiere ayudar a los cristianos y darles sobre vosotros mando y potencia”. Los araucanos quédanse atónitos ante la celestial visión y toman el camino de Arauco, huyendo de un fuego que les quemaba las espaldas. Sequias, hambres, pestes y heladas pusieron momentáneo fin a la guerra; pero al cesar tantos males se enciende de nuevo la contienda al llegar la noticia de que los españoles están reconstruyendo la Concepción donde un día existió Penco. Mandaba la plaza el capitán Juan de Alvarado, quien advertido de la proximidad de Lautaro, apercibe a sus soldados y sale en su busca. No pudiendo sufrir los españoles el empuje de tan numerosos enemigos se acogen a sus muros, que asaltan finalmente los bárbaros. Los españoles supervivientes huyen a uña de caballo, acosados por los vencedores. El espaldudo y valiente Rengo alcanza a Juan y Hernando Alvarado y al esforzado Ibarra, desafiándoles entre ofensivas palabras, pero ellos optan por seguir adelante, tras fracasar su intento de castigar a tan audaz enemigo.

Celebran los araucanos su victoria con grandes fiestas. Días después marcha Lautaro contra Santiago, sometiendo todas las tierras que encuentra al paso. Los indios, que huían de su furia destructora, llevan a Santiago la triste nueva. De la ciudad sale un grupo de mozos bravíos, y a cuatro jornadas topan con los de Lautaro, que les desbarataban; y sin aliento, agotados, vuelven a la ciudad, donde refieren que el caudillo indio ha construido un fuerte donde reúne a numerosas gentes. Pero de Villagrán decide atacar al caudillo araucano en su madriguera; pero fracasa al dar el asalto, y sólo a la ligereza de los caballos debieron la vida, los que con ella quedaron tras el feroz combate. Vuelven por segunda vez los cristianos, y de nuevo se estrellan contra los gruesos muros, que protegen a Lautaro. Los españoles establecen su campamento a tres leguas del fuerte; pero en vista d que no les atacan los araucanos, dos de ellos se atreven a examinar el fuerte. Uno es Marcos Veaz. A quien llama Lautaro, que le había estimado mucho anteriormente, y le aconseja que renuncien los españoles a tiranizar el Arauco. Vueltos los dos españoles, Villagrán oye su relato, y comprendiendo cuán grave era su situación, decide levantar el campo. La retirada de los cristianos llena a Lautaro de disgusto, pues ya tenía prevista su destrucción. Lautaro sigue acogido a su fuerte, acrecentando sus fuerzas y gozando del amor de la bella Guacolda, su enamorada. Francisco Villagrán cae de improviso sobre la fortaleza araucana y se promueve descomunal batalla, Lautaro cae muerto en el primer choque, traspasado el corazón por una flecha. Los indios desamparan el fuerte y los españoles, aunque con dolorosas pérdidas, alcanzan el triunfo tras dar muerte a los araucanos, que se niegan a rendirse. Ni un solo indio queda con vida. Las naos del Perú llegan a Chile con los refuerzos pedidos. Reunidos los dieciséis caciques y los principales araucanos, Caupolicán propone lanzarse a un ataque repentino que ponga fin al loco atrevimiento de los españoles, quienes a su vez reúnen nuevas gentes para continuar la guerra. La intemperancia de Tucapel provoca diferencias entre algunos caciques, y Colocolo, aplacadas las iras, pide que las energías gastadas en querellas familiares se apliquen por entero contra el enemigo. El cauto joven Millalauco es enviado a examinar los refuerzos españoles que llegan por mar, fingiendo una embajada de paz. Don García de Mendoza agradece la amistosa declaración, y el indio parte en su barca colmado de regalos. Los españoles dejan la costa han desembarcado y erigen un fuerte en el cerro de Penco, que guarnecen cien hombres. Sabido esto por los araucanos, se disponen a asaltar la fortaleza. Defendida por ocho gruesas piezas de artillería. Gracolano arremete contra las murallas, y cae muerto; pero los indios no desisten y se lanzan tumultuosamente al asalto del fuerte. Los marineros y soldados españoles que quedaron en las tres naves arribadas de Perú, acuden en ayuda de sus compañeros; mas atacado súbitamente por otra fuerza araucana, Juan de Valenzuela tiene que hacer prodigios de valor para sobreponerse al peligro. Entretanto continuaba la reñida batalla en el fuerte, de donde los araucanos se retiran al fin, con grandes pérdidas, y Tucapel escapa muy mal herido. Pasan los días y los españoles reparan los destrozos sufridos por el fuerte de Penco, a donde llegan noticias de haber partido de Mapochó dos mil guerreros cristianos con mil caballos y gran acopio de mantenimientos; pero los creídos ríos los detienen. Una mañana un indio amigo les da noticias de un gran ejército araucano, aprestado con soberbio aparato de guerra, que se prepara a asaltar la fortaleza por tres lados. La inesperada aparición del ejército precedente del Santiago y de la Imperial, hace que los indios se retiren prudentemente. Los españoles se preparan a entrar a saco la tierra enemiga. Apenas entrados en el estado de Arauco, los españoles traban batalla con los indios, Lucha Tucapel con tanto arrojo que infunde temor a los más atrevidos. Rengo, encendido de odio y de ira, desafía a sus enemigos con una pesada maza; pero fieramente atacado por los españoles, tiene que huir seguido por los suyos. El osado Galbarino cae prisionero y es mutilado despiadadamente. El indio pide la muerte; pero los españoles le despiden, despreciándole. El mutilado mozo, medio desangrado, llega al cuartel general de los araucanos, en el momento en que el senado está reunido. Su vista produce tal indignación que los pareceres encontrados se redujeron a un solo grito: ¡Guerra a muerte! Los españoles asientan su campo en Millarapué, y aquí acude un arrogante araucano para desafiar al capitán cristiano en nombre de Caupolicán cristiano en nombre de Caupolicán, dándoles la elección de las armas para el singular combate.

Don García de Mendoza acepta el reto; pero el mensajero no era más que un espía venido a explorar el campamento enemigo. Y al apuntar la aurora un súbito alarido anuncia a los españoles la presencia de los indios, que, formando tres columnas, se arrojan sobre ellos. Saltan las picas a pedazos y el estruendo apaga el clamor de los moribundos de uno y otro bando, que luchan confundidos.


“En el exento y pedregoso llano,
que más de un tiro de arco se extendía,
nuestro escuadrón a un tiempo mano a mano
asimismo al encuentro le salía,
donde con muestra y término inhumano,
y el gran furor que cada cual traía,
se embisten los airados escuadrones
cayendo cuerpos muertos a montones.

No duraron las picas mucho enteras,
que en rajas por los aires discurrieron;
las extendidas mangas y hileras
de golpe unas con otras se rompieron:
hubo muertes allí de mil maneras,
que muchos sin heridas perecieron
del polvo y de las armas ahogados,
otros de encuentros fuertes estrellados.

Trábase entre ellos un combate horrendo
con hervorosa prisa y rabia extraña,
todos en un tesón igual poniendo
la extrema industria, la pujanza y maña:
 sube a los cielos el furioso estruendo,
retumba en torno toda la campaña,
cubriendo los lugares descubiertos
la espesa lluvia de los cuerpos muertos.

Hierve el coraje, crece la contienda
y el batir sin cesar siempre más fuerte,
no hay malla y pasta fina que defienda
la entrada y paso a la furiosa muerte,
que con irreparable furia horrenda
todo ya en su figura lo convierte,
naciendo del mortal y fiero estrago
de espesa y negra sangre un ancho lago.

Rengo orgulloso, que el siniestro lado
iba siempre avivando la pelea,
de la roedora afrenta estimulando
que en Mataquito recibió de Andrea,
el ronco tono y brazo levantado,
discurre todo el campo y le rodea,
acá y allá por una y otra mano
llamando el enemigo nombre en vano.

Andrea, pues, asimismo procurando
fenecer la cuestión le deseaba;
mas lo que el uno y otro iba buscando
la dicha de los dos lo desviaba:
que el italiano mozo, peleando
en el otro escuadrón, distante andaba,
haciendo por su extraña fuerza cosas
que, aunque lícitas, eran lastimosas.  

Mata de un golpe a Trulo, y entereza
la dura punta y a Pinol barrena,
y sin brazo a Teguán una gran pieza
le arroja dando vueltas por la arena;
lleva de un golpe a Changle la cabeza,
y por medio del cuerpo a Pon cercena,
hiende a Narpo hasta el pecho, y a Brancolo
como grulla, le deja en un pie solo.

Véis, pues, aquí a Orompello, el cual haciendo
venía por esta parte mortal guerra,
que al gran tumulto y voces acudiendo,
vio cubierta de muertos la ancha tierra;
y al genovés gallardo conociendo,
como cebado tigre con él cierra,
alta la maza y encendido el gesto,
sobre las puntas de los pies enhiesto.

Fue de la maza el genovés cogido
en el alto crestón de la celada,
que todo lo abolló y quedó sumiso
sobre la estofa de algodón colchada:
estuvo el italiano adormecido,
vomita sangre, la color mudada,
y vio, dando de manos por el suelo,
vislumbres y relámpagos del cielo.

Redobla otro el gallardo mozo luego,
con más furor y menos bien guiado,
que, a no ser a soslayo, el fiero juego
del todo entre los dos fuera acabado:
el genovés desatinado y ciego
fue un poco de través, mas recobrado
se puso en pie con prisa no pensada,
levantando a dos manos la ancha espada.

Y con la extrema rabia y fuerza rara
sobre el joven la cala de manera
que, si el ferrado leño no cruzara,
de arriba abajo en dos le dividiera:
tajó el tronco cual junco o tierna vara,
y si la espada el filo no torciera,
penetrara tan honda la herida
que privara al mancebo de la vida.

Viéndose el araucano, pues, sin maza,
no por eso amainó al furor la vela,
antes con gran presteza de la plaza
arrebata un pedazo de rodela,
y al punto sin perder tiempo lo embraza,
y, como aquel que daño no recela,
con sólo el trozo de bastón cortado
aguija al enemigo confiado.

Hirióle en la cabeza, y a una mano
saltó con ligereza y diestro brío,
hurtando el cuerpo así que el italiano
con la espada azotó el aire vacío:
quiso hacerlo otra vez, mas salió en vano,
que entrando recio al tiempo del desvío,
fue el genovés tan presto que no pudo
sino cubrirse con el roto escudo.

Echó por tierra la furiosa espada
del defensivo escudo una gran pieza,
bajando con rigor a la celada,
que defender no pudo la cabeza:
hasta el casco caló la cuchillada,
quedando el mozo atónito una pieza;
pero en sí vuelto, viéndose tan junto,
le echó los fuertes brazos en un punto.

El bravo genovés, que al fiero Marte
pensara desmembrar, recio le asía;
pero salió engañado, que en este arte
ninguno al diestro joven excedía:
revuélvense por una y otra parte,
el uno el pie del otro rebatía,
intrincando las piernas y rodillas
con diestras y engañosas zancadillas. 

Don García de Mendoza no paraba,
antes como animoso y diligente
unas veces airado peleaba,
otras iba esforzando allí la gente.
Tampoco Juan Remón ocioso estaba,
que de soldado y capitán prudente
con igual disciplina y ejercicio
usaba en su lugares el oficio.”

(págs. 386-388) 




Ya daban los araucano por segura la victoria, cuando, cambiando la faz de la sangrienta batalla, el último escuadrón cristiano, del que formaba parte don Alonso de Ercilla, cargó con tal violencia que los araucanos diéronse a huir por una áspera quebrada. Desbaratada su hueste, queda sólo Rengo, que sigue luchando con su ferrada maza, hasta que, reuniendo grupos dispersos, enciende de nuevo la batalla; pero los indómitos indios son aniquilados. Doce de los prisioneros, que por los ropajes e insignias denotaban su preeminencia, fueron colgados de los árboles. Alonso de Ercilla, compadecido del mutilado Galbarino, quiere salvarle, pero también éste es ajusticiado con los demás caciques – los españoles se dirigen a Cauten para proveerse. En la Imperial cargan con cuanto necesitan; pero al regresar son atacados en la quebrada de Puren. Los indios saquean el bagaje, y aunque duramente castigados, logran escapar con el botín. Caupolicán, cada vez menos obedecido por su gente, proyecta tentar a la fortuna para reconquistar la confianza perdida, y reuniendo al senado dispone un asalto al fuerte español de Tucapel, defendido por escasa guarnición. Caupolicán llama al astuto Pran para que, disfrazado de mendigo, inspeccione la posición de los españoles; pero Andresillo, indio yanacona, afecto a los cristianos, le sonsaca astutamente que Caupolicán va a dar el asalto a la fortaleza. Otra noche vuelve Pran a ver a Andresillo, quien le asegura que los españoles duermen confiados y ajenos al peligro. En tanto el primero hace la señal a los indios para que del el asalto, Andresillo advierte a los cristianos que tienen al enemigo a la puerta. Arremeten los araucanos en dos columnas, y tras sufrir horrenda mortandad huyen perseguidos por los españoles. Caupolicán, desalentado, licencia a su cansada gente, y se refugia en lo más fragoso del monte. Los españoles le persiguen activamente, sin dar con él; hasta que un indio, ablandado por las dádivas, les conduce en una noche oscura a la guarida del temible guerrero. Un centinela da el alerta y el descuidado general es sorprendido en su refugio.

Con el caudillo se rinden algunos de sus capitanes, viendo que es inútil la resistencia, estaban ya maniatados los indios cuando un soldado descubre a una joven que huye hacia lo más quebrado del terreno, llevando a un niño en brazos. Detenida, resulta ser Fresia, mujer del gran Caupolicán, la que, poseída de terrible furia, increpa a su marido por no haber sabido morir en la batalla. Condenado a morir empalado y asaetado, Caupolicán pide ser bautizado para abrazar la fe de Cristo. Hecho así, se cumple la sentencia; cargado de cadenas, sube al tablado protestando de que se le haga morir a manos del verdugo, pues le corresponde un fin más digno. Seis flecheros le pasan el pecho con más de cien saetas y Caupolicán expira con sereno semblante. La afrentosa muerte del valeroso caudillo, infunde una rabiosa sed de venganza en el pecho de los indios. Todos los jefes aspiran al mando supremo, y la elección se confía al senado de nobles y caciques. Y el poema acaba con la vuelta de Alonso de Ercilla a España en el momento en que el rey don Felipe levanta tropas para  entrar en Portugal, cuyo reino le pertenece desde que murió el rey don Sebastián a manos de los moros africanos.


“Que el disfavor cobarde, que me tiene
arrinconado en la mísera suma,
me suspende la mano y la detiene
haciéndome que pare aquí la pluma.
Así doy punto en esto, pues conviene
para la grande innumerable suma
de vuestros hechos y altos pensamientos
otro ingenio, otra voz y otros acentos.

Y pues del fin y término postrero
no puede andar muy lejos ya mi nave,
y el temido y dudoso paradero
el más sabio piloto no le sabe:
considerando el corto plazo, quiero
acabar de vivir antes que acabe
el curso – incierto de la incierta vida,
tantos años errada y distraída.

Que, aunque esto haya tardado de mi parte,
y a reducirme a lo postrero aguarde,
sé bien que en todo tiempo y toda parte
para volverme a Dios jamás es tarde;
que nunca su clemencia usó de arte,
y así el gran pecador no se acobarde,
pues tiene un Dios tan bueno, cuyo oficio
es olvidar la ofensa y no el servicio.
Y yo que tan sin rienda al mundo he dado
el tiempo de mi vida más florido,
y siempre por camino despeñado
mis vanas esperanzas he seguido,
visto ya el poco fruto que he sacado,
y lo mucho que a Dios tengo ofendido,
conociendo mi error, de aquí adelante
será razón que llore y no que cante.”

(pág. 554)