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2da Edición
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OLLANTAY
Desconocemos el nombre del autor o de los autores de Ollantay, una de las más famosas y difundidas obras sobre la época incaica. La obra escrita en lengua quechua fue conocida a raíz de una copia realizada por el sacerdote Antonio Valdez desde Sicuani (Cuzco) en 1770. Esto ha sido demostrado en forma irrefutable gracias a los documentos encontrados por el doctor Raúl Porras Barrenechea. La obra está escrita en verso y dividida en tres actos (1er. Acto: 9 escenas; 2do. Acto: 10 escenas; 3er acto: 8 escenas) y nos presenta los amores de Ollantay, valeroso general de los ejércitos imperiales y de origen plebeyo, y Cusi Ccoyllur, bellísima hija de Pachacútec, quien según las leyes del imperio no puede casarse con un plebeyo. A obra se inicia teniendo como escenario el vestíbulo del Templo del Sol, donde Ollantay interroga a Piqui Chaqui sobre el paradero de su amada Cusi Ccoyllur. El fiel y abnegado criado del valeroso general de los ejércitos imperiales, le recomienda que olvide a la hija del Inca, pues, éste de seguro le cortará el cuello cuando descubra sus intenciones. Huilca Uma, sumo sacerdote del imperio y cuya palabra es ley viva entre los incas, previene también el obstinado enamorado: … “he aquí Ollantay escucha lo que he descubierto en mi ciencia. Yo sólo sé todo, aun lo más oculto. Tengo influjo para hacerte general: más obra como que te he criado desde niño debo, pues, ayudarte para que gobiernes Anti – Suyo. Todos te conocen y el Inca te ama hasta el extremo de dividir el centro contigo. Entre todos te ha elegido, poniendo sus ojos en ti. El aumentará tus fuerzas para que resistas las armas enemigas. Cualquier cosa que haya, con tu presencia ha de terminar. Respóndeme ahora, aun cuando tu corazón reviente de ira. ¿No estás deseando seducir a Cusi Ccoyllur? Mira, no hagas eso: no cometa ese crimen tu corazón, aunque ella mucho te amé. No te conviene corresponder a tantos beneficios con tanta ingratitud, cayendo en el lodo. El Inca no permitirá eso, pues quiere demasiado a Cusi Ccoyllur. Si le hablas, el punto estallará su enojo. ¿Qué estás delirando por hacerte notable?”. (“Ollantay, Ediciones del Nuevo Mundo, págs.: 26-27), Ollantay confiesa al sacerdote que en secreto se ha enlazado con Cusi Ccoyllur, y que eso sólo lo sabe Colla, la madre de la muchacha. Desatendiendo los consejos de ambos, Ollantay, confiesa a Pachacútec el amor que siente por Ccoyllur; el Inca le recuerda su condición de plebeyo y lo bota del palacio. Ollantay, conmovido y relegado a un lugar solitario de Cusi – Pata, siente que ha perdido para siempre a su amada esposa: … “… ¡Ah Cusco!, ¡hermoso pueblo! Desde hoy en adelante he de ser tu implacable enemigo: romperé tu pecho sin piedad: rasgaré en mil pedazos tu corazón: les daré de comer a los cóndores a ese Inca, a ese tirano. Alistaré mis Antis a millares, les repartiré mis armas y me verás estallar como la tempestad sobre la cima de Sacsa – Huamán. ¡El fuego se levantará allí y dormirás en la sangre! Tú, Inca, estarás a mis pies, y verás entonces si tengo pocos yuncas y si tu cuello alcanza. ¿Todavía me dirás: no te doy a mi hija? ¿Serás tan arrojado para hablarme? ¡Ya no he de ser tan insensato para pedírtela postrado a tus pies! Yo debo ser entonces el Inca, ya lo sabes todo; así ha de suceder muy pronto…” (Edic. Cit, Ibidem; págs. 39 - 40). La repentina aparición de Piqui – Chaqui, saca a Ollantay de su estado de exaltación. Por éste, el enamorado guerrero, se entera que más de mil hombres lo están buscando para prenderle por orden del Inca. Piqui – Chaqui le informa que nadie sabe el paradero de Ccoyllur, a quien parece que la tierra hubiera tragado. Ollantay decide entonces sublevar a toda su provincia para lo cual contará con Orcco Huarancca, su lugarteniente. Mientras tanto Pachacútec ordena a Rumi Ñahui, general de los ejércitos incaicos, que vaya en busca de Ollantay y que lo traiga prisionero. Antes de partir, Rumi Ñahui y Pachacútec reciben la notica de que toda la nación Anti se ha sublevado con Ollantay. Orcco – Huarancca manifiesta con gran euforia su incondicional apoyo a Ollantay. Ancco – Allin – Auqui entrega al inca rebelde una borla roja que representa el apoyo de todo el pueblo Anti. Ollantay pide a Ancco Huallu, noble y sabio anciano, que le ponga unas insignias que le ayudarán a vencer a la misma muerte. Orcco – Huarancca inicia a los antis a la lucha diciéndoles que el viejo Inca Pachacútec ha ordenado a sus hombres que arrasen con el poblado Anti. Las estrategias del lugarteniente dejan satisfecho a Ollantay: … “Levantaos en este momento, para moler todo el veneno, que es menester para curar nuestras flechas e hiriendo con ellas, la muerte sea instantánea”… “Diez mil Antis dormirán en los graneros de Chara, y tendremos en el valle de Pachar otras diez tribus. Aguardaremos que entren los cuzqueños sin tomar la iniciativa; cuando todos estén adentro, cerraremos la entrada y se verificará una inundación. Al sonido de las bocinas, los cerros lanzarán peñascos, las piedras caerán como granizo, las galgas rodarán sepultando todo lo que encuentren a su paso. Este ha de ser su castigo” (Edic. cit, Ibidem; págs. 53). El enfrentamiento entre ambos ejércitos termina con la victoria de Ollantay. Rumi – Ñahui logra escapar lamentándose por lo sucedido, pero lo que más teme son las represalias que contra él pueda tomar Pachacútec. Ima Sumac, la hija de Ccoyllur y Ollantay, manifiesta a su nodriza Pitu –Salla, su desagrado por tener que permanecer enclaustrada en la casa en la que Pachacútec la ha confinado. “¡Quién sabe si estoy enclaustrada porque no tengo madre!”, se pregunta Ima – Sumac. Paseando por los jardines de Aclla Huasi, Ima Sumac ha escuchado los lamentos y gemidos de una voz que clamaba por la muerte. Esta voz no es otra que la de Cusi –Ccoyllur, quien se halla encerrada en una caverna ubicada en los jardines de Aclla Huasi. La muchacha se niega a vestir el ropaje de las “escogidas”, y por más que Pitu – Salla le dice que si se sigue negando ha de permanecer en la condición de sierva, la pequeña Ima – Sumac mantiene su negativa. La muerte de Pachacútec acontece en momentos de Ollantay y sus hombres construyen una fortaleza de piedras colosales; Túpac Yupanqui ha sido elegido como sucesor de su padre. Huillca Uma, después de abrir un águila, observar su pecho y augurar por medio de su corazón, llega a la conclusión que el Anti suyo será sometido fácilmente siempre y cuando se lleve a cabo tal empresa lo más antes posible. Rumi – Ñaui se presenta ante Ollantay con la vestimenta rasada y bañado en sangre, simulando haber sido herido por orden del Inca Yupanqui. Le dice que el nuevo Inca es un tirano feroz que degüella a cualquiera sin saciar jamás su corazón. Ollantay se compadece del falso Rumi – Ñahui y lo acoge entre los suyos. Ante los constantes ruegos de Ima –Sumac, Pitu Salla lleva a la muchacha hasta el lugar donde Cusi Ccoyllur se halla encerrada desde hace diez años. La muchacha descubre así, que aquella mujer golpeada por el tiempo no es otra que su propia madre. Mientras tanto, Huillca – Uma comunica a Túpac Yupanqui que Ollantay ha sido vencido y tomado prisionero junto a miles de sus hombres. La estrategia de Rumi – Ñahui había dado resultado. Sus hombres habían permanecido durante tres noches escondidos en el valle de Yanahuaura, esperando la señal para tomar por sorpresa la fortaleza de Ollantaytambo. Aprovechando que Ollantay y sus hombres celebran una gran fiesta y se hallaban en estado de embriaguez, los hombres de Rumi –Ñahui hicieron presa fácil del pueblo Anti. Túpac Yupanqui felicita a Rumi – Ñahui por su victoria, quien no puede ocultar su orgullo por haber vencido al gran Ollantay y haber tomado prisionero a cerca de diez mil hombres. La furia de Túpac Yupanqui no se deja ocultar: … “Que todos los niños y mendigos, sean destruidos sin excepción, aun cuando todo el Cuzco sucumba con ellos. Conduce a mi presencia a esos traidores (Edic. cit, Ibidem; págs. 73 -74) Ollantay y OrccoHuarancca, encadenados y con los ojos vendados, son llevados ante Túpac Yupanqui, quien reprocha a Ollantay y su actitud y a quien acusa de traición. Rumi – Ñaui propone que se les ate a cuatro estacas para que todos sus siervos pasen por encima de ellos. Para asombro de todos los presentes, Túpac Yupanqui dispone que los prisioneros sean puestos en libertad, pues, considera que ya han contemplado la muerte muy cerca, y que ése ya es castigo suficiente. Ordena además a Huilla Uma que entregue a Ollantay e yelmo que simbolizará el poder que éste tendrá sobre el Cusco. A Orcco Huarancca le otorga poderes para que gobierne el Antisuyo; Túpac Yupanqui marchará al Collao por eso ha dispuesto las cosas así. Cuando Ollantay manifiesta al Inca su deseo de partir con él, éste lo incita a que contraiga matrimonio para que así pueda estar tranquilo. La aparición de Ima –Suma esclarece lo sucedido con Cusi Ccoyllur… “¡Inca mío! Tú eres mi padre, perdona a tu hija. Favoréceme, pues eres hijo del sol. Mi madre habría muerto ya, presa en una cárcel de granito. Un feroz enemigo, la confinó allí, para que muriera lentamente. Estará ya bañada en su sangre” (Edic. cit, Ibidem; págs. 80) Todos los presentes acuden presurosos a los jardines de Aclla Huasi, donde se halla encerrada Ccoyllur. El estado en que se encuentra Ccoyllur es desgarrador: Túpac Yupanqui sin poder ocultar su horror interroga a Mama Ccacca, dama encargada del cuidado de Aclla Huasi, sobre quién fue el que dispuso el encierro. “Tu padre lo ordenó queriendo sólo escarmentarla”, contesta la mujer. Ccoyllur es liberada y logra así reencontrarse con su marido y su hija. “Ollantay” es la cumbre del teatro inca. Sobre su origen se ha suscitados enconadas polémicas, disímiles opiniones y ardidas posiciones. Existen dos tesis claramente discernibles: Incaistas e hispanistas y en ambos casos, no se ponen de acuerdo sobre el auténtico origen de esta pieza teatral. La tesis incaísta, que sostiene entre otros el inglés Clement Rober Markham, parece la más acertada. El primero que traduce el “Ollantay” al castellano es Sebastián Barranca en 1868.
MATALACHE
Esta novela del escritor peruano Enrique López Albújar (1872 – 1966), apareció en 1928, “cuando la esclavitud es cosa del pasado nacional, pero la discriminación racial mantiene, sin duda, todo su rigor” (“La Novela Peruana”, Antonio Cornejo Polar; Editorial Horizonte, pág. 37). La obra, que nos presenta los amores de María Luz y el mulato esclavo José Manuel, se refiere a un problema de carácter universal: la igualdad racial y social. En cuanto a las fuentes de esta novela, Raúl Estuardo Cornejo publicó un artículo titulado “Las fuentes de Matalaché”, donde se anuncia el descubrimiento de un manuscrito (se trata del inventario de los bienes de quien fuera propietario de La Tina) que, según Estuardo Cornejo, “dio a la imaginación del autor el punto de partida para construir la trama de su novela”. (Cf: “Cuadernos del consejo Nacional de la Universidad Peruana Nº11, Lima, diciembre de 1972k) Veamos el resumen de esta novela. Don Baltazar Rejón de Meneses visita a don Juan Francisco en La Tina, un caserón de adobe donde se fabrica jabón y se curten pieles, con la finalidad de enviarle a un joven mulata llamada Rita, para que pierda su pureza a manos de José Manuel un mulato veintiocheno, exubero de belleza juvenil, con vigor y flexibilidad de pantera javanesa y mirada soberbia y firme. A pesar que considera que actuar de intermediario en el acoplamiento de los esclavos es algo indigno, don Juan Francisco acepta pero con la intención de quedarse con la mulata, pues, según le ha dicho don Baltazar, la muchacha es de lo más eficiente. “La Tina era en 1816 un caserón de adobe, ladrillo y paja, levantado a sotavento de la ciudad, unos quinientos pasos más allá de su extremo norte, besando la escarpada margen derecha del Piura y sobre una prominencia del terreno. Vista de lejos, semejaba de día, por su aislamiento y extensión, un castillo feudal, y en las noches, un aguafuerte goyesco. (…) Posiblemente esto fue lo que pensó el fundador de la Tina, el licenciado don Cosme de los Ríos. (…) La clase de industria a que había sido dedicada exigíalo así. Fabricar jabones y curtir pieles era un trabajo que obligaba a alejarse de la comunidad y a seguir ciertas prácticas para poder desenvolverse favorablemente. (…) Y en este vértigo del trabajo el negro era el que más contribuía con su sangre y su sudor. Al igual que las bestias se le daba ración contada y medida. (…) Y a cambio de esto once horas de trabajo de cinco a seis, o con dos horas de descanso de por medio”. (“Matalaché”. Enrique López Albújar; Ediciones Peisa. Noventa Edición -1973. Págs. 18 -19 -20). Y era en este edificio donde Juan Francisco el nieto de aquel hidalgo industrioso del siglo XVIII, había venido a establecerse, resuelto a amasar en ella una nueva fortuna. El abuelo había sido un hombre de vida disipada, de ahí que a su muerte el negocio quedara resentido. Fue en esta condición de descrédito en que don Juan Francisco recibió el negocio familiar. Junto con el traspaso se le dio una docena y media de esclavos, viejos en su mayor parte, y al frente de este rebaño a un atlético mulato llamado José Manuel, terror de las mulatas jóvenes debido a su virilidad. Fue en aquellos días en que don Juan Francisco se hallaba levantado a La Tina de sus escombros, en que intempestivamente apareció su hija María Luz, venida de Lima y seguida de una cabalgata de jóvenes paiteños cautivados por la belleza de la muchacha. El arribo de la muchacha no causó gracia alguna a su padre, quien veíase ya haciendo el papel de madre. La muchacha había estado al cuidado de sus tíos, pero como el padre no había enviado el dinero para la manutención con puntualidad, aquellos decidieron enviársela al padre para que él se hiciera cargo de la hija. Para que la muchacha no interfiriera en sus labores, el padre la instaló en el piso alto, sobre sus habitaciones, con cierta independencia, y dándole para su servicio dos criadas, entre ellas a Rita. La tranquilidad de María Luz en aquella enorme casa no era más que aparente. Aquella vida era como un secuestro, como un encierro a perpetuidad, sin esperanza de cambio o fin. Sólo las puestas de sol alegraban su espíritu; unas puestas de sol que bañaban sus pupilas en oros y violetas de una pureza extraña. Cierta mañana, estando María Luz en el balcón de su recámara, fue saludada amablemente por José Manuel, que era el capataz de La Tina. Fue aquel musculoso mulato quien le sirvió de guía cuando la bella muchacha se decidió a dar un paseo por los alrededores de la fábrica. Así pudo la muchacha contemplar a los peones que trabajaban casi desnudos en aquel ambiente nauseabundo, donde los cueros despedían una hediondez acre y punzante y donde una espesa nube de moscas zumbaba por todas partes. Por un negro de aspecto simiesco y medio tonto, María Luz pudo enterarse de dónde provenía el mote de Matalaché, con que se le conocía a José Manuel. “Cógela, cógela, José Manué; / mátala, mátala, mátala, che”, le cantaban al mulato en alusión a las cuantiosas muchachas que habían pasado por el “empreñadero”, habitación de aspecto fantasmal donde el negro se amancebaba con las mulatas que le enviaban los señores del lugar con la finalidad de que las preñara y apoderarse de los críos para así aumentar el número de esclavos a su servicio. La fama de José Manuel incitó la curiosidad de María Luz quien cautelosamente comienza a indagar sobre su personalidad. Así descubre que nunca ha obligado a ninguna mulata, a pesar de haberlo podido hacer, a someterla a sus requerimientos amorosos. Prueba de ello es el caso de Rita, quien le confiesa que se opuso a estar con el padrillo, el cual le dijo: “Eres tú la primera mujer que rechaza a José Manuel, y por eso me has gustao y no son pocas, me han aceptado luego. Más bien yo he despreciado algunas. Y me he acostado en esa tarima solo dejándolas así plantadas toda la noche. Matalaché, como me llaman las gentes de la ciudad, tiene también corazón y sentidos, y lo que no le gusta lo deja. Y también orgullo; por eso no te obligo. Si yo juera un bruto, como esos que duermen allá en el canchón, te forzaría, que para eso te han mandado tus amos, y de nada te valdrían los gritos ni las lágrimas. José Manuel no sabe hacer esas cosas, y menos hacer llorar a las mujeres, sobre todo, cuando son infelices como tú que no tienen la culpa de hallarse aquí. Quédate tranquila si gustas, o lárgate si quieres (Edic. cit, Ibidem; págs. 59): La presencia de María Lula, en medio de esa oprobiosa servidumbre, significó la aurora después de una noche de desvelo y angustia. Una alegría repentina brilló en todos los rostros y un nuevo espíritu de trabajo se despertó en todas las almas. Las mujeres esclavas y libres, sentíanse también felices y como amparadas por una sombra protectora. Los instrumentos de castigo, usados hasta entonces con sádica frecuencia dejaron de repente de aplicarse. Un sentimiento de humanización comenzó a extenderse por todos los ámbitos de aquel semipresidio, lecho como para torturar las almas y los cuerpos. A don Juan Francisco la vuelta de esta hija venía sin duda a abreviarle su esperanza de enriquecimiento, que era su única ambición y la causa del aislamiento en que vivía. Pero el más impresionado y transformado por la influencia de esta mujer fue José Manuel. La oscuridad del pobre mundo en que viviera sumiso desde que nación, comenzó a desvanecerse y a dejarle entrever horizontes de luz y de vida ignorados por él hasta entonces. Y su corazón empezó a sentir la necesidad del acoplamiento espiritual, que sólo por intuición había descubierto ser más fuerte y digno que aquellos otros de que había gozado hasta entonces por causa del sórdido interés de los amos. Física y espiritualmente José Manuel era el negro menos negro de los esclavos de La Tina. Sus rasgos fisonómicos reflejaban el sello inconfundible del blanco, el cual era considerado un agravio a la raza por parte de los demás esclavos que en el fondo lo odiaban. El había nacido en el valle de Tangarará, donde su madre había trabajado hasta el día de su muerte, llevándose a la tumba el secreto de su dudoso nacimiento. Lo que sí supo era que él llevaba el nombre del amo del valle, don José Manuel de Sojo, de quien tenía además ciertos rasgos físicos. Don José Manuel comenzó por separarlo del contacto de los otros esclavos, ponerle un maestro que le enseñó a leer, escribir y contar, y cuando lo creyó suficientemente preparado para manejar los asuntos de su escritorio, se los encomendó, no sin cierta complacencia, poniéndole así casi al nivel de sus empleados libres. Y así llegó José Manuel a los veinte años: libre, bravío, pujante y dominador. Por eso, tanto sus compañeros de Tangarará como los de La tina jamás pudieron perdonarle su aire de superioridad insufrible y menos el origen misterioso de su ascendencia, que lo arrancara de repente del seno de ellos y lo llevara a ejercitarse en ocupaciones dignas de los blancos. José Manuel no conoció pues, jamás el amor de sus compañeros de desgracia. Todas estas desconfianzas y antipatías fueron acumulándose en torno de José Manuel hasta casi aislarle de los suyos, obligándolo a sacar fuerzas para sobrellevar dignamente su cruz de servidumbre. De repente el mulato viose precipitado de la altura en que vivía. Don José Manuel de Sojo apareció una mañana muerto, y el sol que alumbraba el camino del otro José Manuel se nubló. Como el amo se murió sin dejar ninguna disposición testamentaria, los herederos pusieron en venta los bienes del difunto, entre los cuales se incluían a los esclavos. El nuevo amo pasó a ser don Francisco Javier de Paredes, marqués de Salinas, quien no tardó en hacerle ver a los esclavos que en el mundo había dos clases de hombres: los que nacían para ser servido s y los que nacían para servir. José Manuel trató en vano de que se le reconozcan sus méritos adquiridos en los libros, y por el contrario fue mandado a trabajar al campo; en este esfuerzo físico pronto encontró José Manuel un calmante para la rabia sorda que le apretaba el corazón. Su espíritu rebelde lo llevó a tener enfrentamientos con el capataz por lo cual el marqués, para evitar que este brote de rebeldía influyera en los otros esclavos, lo vendió a don Diego Farfán de los Godos, hombre de cierto espíritu democrático que estuvo a cargo de la Tina antes de don Juan Francisco la tomara a su cargo. María Luz descubrió un día que su pensamiento tendía un puente sutil entre la locura de su simpatía invencible y la audacia de un esclavo feliz. El pensamiento de ceder al deseo que sentía por José Manuel, era siempre el tema dominante de su alma, que se le presentaba cada vez más exigente y dominador. Una mañana en que el esclavo fue a la habitación de María Luz a tomarle las medidas para unas zapatillas que le iba a confeccionar, la muchacha sintió enloquecer cuando las manos del mulato tocaron sus pies. Cuando María Luz confiesa a Casilda, la negra que la había amamantado cuando era niña, la pasión que se ha apoderado de su alma, la vieja mujer quedose asombrada ante tamaña locura. El mismo José Manuel también siente dentro de sí la misma pasión de amor que se ha apoderado de su ama. Cuando Matalaché hace entrega de las zapatillas a María Luz, ésta colocó sobre ellas un beso de efusión y gratitud. A los pocos días se estrenó el oratorio, donde muchos de los invitados halagaron el frontal de cuero que José Manuel, a petición de María Luz, había hecho con esmero para la ocasión. Estaban presentes los señores del lugar quienes departían sobre sus negocios y sobre los últimos chismes del lugar. Fue en una de estas conversaciones en que el cura Sota, picado por las constantes pullas que le lanzaba don Miguel Jerónimo, propuso una competencia entre José Manuel y el negro Nicanor, esclavo al servicio de don Miguel. La competencia consistiría en ver cuál de los dos era el mejor guitarrista del lugar, ya que ambos eran considerados unos virtuosos del instrumento de cuerdas. Todo no hubiera pasado de un amistosa contienda si don Juan Francisco no hubiera dicho: “Yo propongo que el que pierda ceda su guitarrista al amo del vencedor y que el torneo se haga aquí en La Tina, siendo de mi cuenta todos los gastos. De otro modo no hay apuesta”. Las palabras de su padre significaron para María Luz un dardo de angustia y amargura que fue a posarse en su corazón enamorado. Este hecho motivo que la muchacha se resolviera a definir su situación con José Manuel. Para esto, valiéndose de la ayuda de una esclava, concierta una cita entre el mulato y Rita, pero para tal fin, ella será quien espere a José Manuel en la habitación en vez de Rita. Así sucede y José Manuel, debido a la oscuridad reinante en la habitación, no se percata de la suplantación, pero lejos de entregarse a los placeres carnales, el mulato le dice a su acompañante que no puede estar con ella porque ama a otra mujer. La felicidad de María Luz ante esta muestra de fidelidad de su amado no puede ser más evidente, y le confiesa su verdadera identidad. José Manuel no puede ocultar su amor por más tiempo y en aquella noche quedan unidos por siempre aquellos dos jóvenes sin importarles la condición de amo y esclavo. El tan esperado duelo entre los guitarristas llegó por fin; coincidía con el día de Corpus, fiesta que iba acompañada de una procesión. “En La Tina, el día había sido recibido también con alborozo y con más razón que en la ciudad. Para sus moradores este día de Corpus iba a dejar en todos un recuerdo memorable. Desde hacía un mes no se hablaba en ella más que de la fiesta original e interesante, en la que dos esclavos iban a ser objeto de expectación pública. Una fiesta jamás vista hasta entonces, que tenía suspensos a amos y siervos, y para cuya asistencia habían sido ocupados todos los menestrales de la ciudad por el linajudo señorío piurano y el de sus contornos. La enfermera ña Martina, interesada naturalmente en el triunfo de su compañero, había llamado a José Manuel la víspera, y después de jugarles las cartas, terminó asegurándole que la victoria seria irremisiblemente suya. El mulato impresionado por la gravedad y misterio con que la cartomántica había barajado y combinado los naipes, sonrió optimista, al presagio. Y el presagio había circulado por todos los ámbitos del caserón desde el piso del ama, que lo recibiera con oculta alegría, hasta el galpón de los esclavos, que se anticiparon a celebrarlo en la noche, canturreando y contándose cuentos de truculencia infantil, a excepción del congo del molino, quien, reconcentrado y misterioso, no hacía más que oír y observar desde la tarima de su cubil.” (Edic. cit, Ibidem; págs. 170). La única que deseaba que José Manuel perdiera era Casilda, la confidente y mediadora de María Luz en sus amores prohibidos, pues, comprendía la grave responsabilidad de su celestinaje y todo el castigo que de él podía desprenderse. De ahí su deseo de que el mulato perdiera para que así se alejara de la muchacha. Más de un centenar de concurrentes, entre señores y esclavos, colmaron el gran salón donde se llevaría a cabo el tan esperado duelo. Ambos guitarristas dieron lo mejor de sí, pero el repentismo de José Manuel, así como su variedad de composiciones, lo otorgaron un fácil triunfo. El negro Nicanor, apodado “Mano de Plata”, había cantado en una de sus décimas: “Sabe, pues, por esta muestra, / y lo digo sin tartulla: / si pierdo, te doy mi diestra, / si gano, me das la tuya.”; y cumplió. “Apenas terminada la proclamación, que todos recibieron con vivas demostraciones de júbilo y simpatía a José Manuel, el vencido, ceñudo y trágico, se irguió y dirigiéndose a la mesa, frente a la cual los otros dos maestros permanecían sentados gravemente, afirmó sobre ella su diestra, desenvainó con la otra el machete y con feroz resolución se la amputó de un tajo, a la vez que, cogiéndola y tirándola a los pies de su vencedor, después de haber envainado el sangriento puñal, decía: Matalaché, Nicanor sabe cumplir lo que promete. Ahí te va mi diestra, que ya no me sirve. Una exclamación de horror brotó de todas las bocas, horror, que se acrecentó cuando el pobre vencido, mostrando el rojo muñón al jurado, disparó contra él un copioso chorro de sangre. –Han sido ustedes justos, maestros. Y como ya he dejado de ser “Mano de Plata”, pues mejor sin ella que con ella.” (Edic. Cit, Ibidem; págs. 197). Desde la fiesta memorable, de la que iban ya corridos como tres meses, María Luz no hacía más que llorar, y con tal desconsuelo, que nada podía aquietarle el espíritu ni decidirla a tomar las pócimas que Casilda y Martina le ofrecían. Don Juan Francisco encontraba raro las negativas de su hija de dejarse tratar por un médico. María Luz sabía que ya no podía esconder por más tiempo su embarazo y el escándalo que este hecho provocaría la mortificaba tanto que Martina le propuso hacerla abortar. Ella se negó tajantemente. Cuando don Juan Francisco llamó a Martina para interrogarla sobre las causas que mantenía a su hija postrada tanto tiempo, escuchó al mulato que siempre le cantaba a Matalaché, entonar el siguiente Cántico: “Cógela, cógela, José Manuel; / mátala, mátala ¡che! / No te la comas tú solo, piti; / deja una alita siquiera pa mí”. Enfurecido golpeó al insolente que se atrevía a cantar eso tan cerca a su casa y descubrió que era José Manuel quien había subido muchas veces a la alcoba de María Luz. En pocas horas aquel hombre se deshumanizó y todo lo que fluía en él tenía una tal radiación de dolor y fiereza que sobrecogía al que miraba. El epílogo tuvo rápido fin: José Manuel, trasladado por dos corpulentos esclavos, fue arrojado sin misericordia alguna en una de las tinas donde tantas veces había visto hacerse el jabón, rugiente y humeante como un cráter voraz. Un alarido taladrante se escuchó en la noche silenciosa, poniendo en el alma de los esclavos una loca sensación de pavor. Quince días después, los parroquianos que iban por jabón a La Tina se encontraban con las puertas cerradas, y sobre éstas un lacónico letrero, que decía: SE TRASPASA EN SAN FRANCISO DARAN RAZON. El contenido sensual de la novela, junto con el ataque a las hipocresías y falsedades sociales que esconde el prejuicio racial, fueron los ingredientes más sabrosos del punzante intercambio de cartas entre López Albújar y el escritor español Ramiro de Maeztu, a quien el peruano habíale envido gentilmente el libro. Raúl Estuardo Cornejo, en su “López Albújar, Narrador de América” (págs. 109 – 119) glosa ampliamente la polémica e inserta asimismo el texto de las dos cartas, incorporando marginalmente una interesante información acerca de la correspondencia de López Albújar con don Miguel de Unamuno por aquella época. Veamos este aspecto significativo de una carta de don Enrique: “E. López Albújar, / saluda respetuosamente a su glorioso amigo don Miguel de Unamuno, de cuya opinión sobre “Cuentos Andinos” vive muy orgulloso, y tiene el agrado de enviarle su primera novela, “Matalaché”, la que debió ser cuento, pero que, advertido por el consejo de Ud.; al tratar el cuento “El caso de Julio Zimens”, se ha atrevido a desarrollarlo en forma más vasta. El discípulo ha querido honrar al maestro / Chiclayo (Perú), 4 de setiembre de 1928” (Edic. Cit, Ibídem; págs. 112). Por último diremos que el argumento de “Matalaché” es básicamente lineal, aunque contiene eventuales retracciones evocativas (como las relacionadas con Matalaché), Juan Francisco, María Luz y Cosme de los Ríos, que nos permiten conocer algo de su pasado), y deviene íntegramente de un narrador omnisciente que enfoca un universo ya pasado, el de los años finales de la dominación española en el Perú.
DIAMANTES Y PEDERNALES
Esta novela corta fue publicada por José María Arguedas en 1954, conjuntamente con los relatos ya conocidos de “Agua”. La marcada diferencia de dos mundos viene expresada en el título: sin duda, para Arguedas el diamante encierra lo valioso del espíritu indígena, rodeado y aprisionado por el pedernal del que ha de desprenderse para poder vivir libremente. Al escribir este relato Arguedas mantenía vivo el recuerdo de su infancia despreciada y maltratada por su hermanastro, al que refleja en el gamonal (don Aparicio), y, al tiempo, reforzaba el cariño recibido por los indios quienes sin embargo, también le enseñaron a odiar a aquéllos que los oprimieron reduciéndolos a la categoría de esclavos. El argumento de esta obra es el siguiente: El upa Mariano iba a cumplir tres años viviendo en el pueblo. Los indios llaman upa a los idiotas o semi-idiotas, y Mariano era uno de ellos. Mariano era arpista y ayudante de sastre. Vivía en casa de su amo, don Aparicio, hombre alto, cejijunto, de expresión candente e intranquila. Habituado a hacer su voluntad, don Aparicio tenía muchas queridas, lo cual alimentaba los chismes de las mujeres del pueblo:… “¡Es un bruto, como sus antepasados pueblerinos”… “Le gusta que lo vean. ¡A las mujeres las engaña con ese aire de dueño!; decían. Sin embargo casi todas miraban pasar al potro, y a su dueño que saludaba inclinando la cabeza. Cuando su joven patrón bebía en las cantinas, Mariano lo esperaba tras la sombra de algún poste. Si se iba a dormir donde algunas de sus requeridas, el arpista se despedía de él luego de una o dos cuadras de compañía. Mariano tocaba recordando su valle, su pueblo nativo, tan diferente a éste donde vivía ahora, que era grande y frío; donde permanecía como un forastero. El arpista era el quinto y último hijo de la familia. A los ocho años aprendió a tocar el arpa, con la misma habilidad con que lo hiciera su abuelo y su padre. El hermano mayor, Antolín, lo miraba concierto desprecio y vergüenza, por eso, a la muerte del padre, decidió despachar al upa a la capital de la provincia. Justificó su decisión ante el resto de la familia diciendo que los upas eran sensuales y taimados: … “-Yo no puedo tomar mujer porque le tengo miedo. Ya es hombre. En la noche no va a poder sujetar el demonio-“Así es como Mariano acompañado de un cernícalo atravesó la cordillera hasta llegar a aquel pueblo con sus iglesias pequeñas, de indios, y un templo mayor. Mariano llegó al barrio de los señores donde don Aparicio le dio trabajo como guardián de su casa. A pesar de que en el pueblo había más de veinte arpistas famosos don Aparicio quedó maravillado con la música de aquel muchacho cuyos ademanes delataban su tara. Tres años después de la llegada de Mariano, llegó al pueblo una muchacha rubia y delgada llamada Adelaida. Se alojó en el único hotel del pueblo en compañía de su madre. La belleza y elegancia de la muchacha conmovió a la juventud de la capital provinciana. Don Aparicio “enloqueció” cuando la vio. Compró una de las casas más nuevas del pueblo y luego de amoblarla y decorarla, invitó a las dos mujeres a instalarse en ella. Se comportó muy cortés y hábilmente. Persuadió a la señora, y fueron a ver la casa: … “Soy nada más que un buen vecino de Lambra, de un pueblecito de acá cerca. Sólo vengo de vez en cuando a la capital: Para mí sería un honor si ustedes aceptasen tomar mi casa nueva. Yo pago un guardián en la otra...”, les había dicho. Don Aparicio juró arruinar y golpear agonizante a quien se atreviera a hablar mal de la muchacha recién llegada. El señor de Lambra era un hombre de acción había que tomar muy en serio sus palabras. Ese día el upa Mariano hubo de tocar durante varias horas para su patrón. Al día siguiente diez indias guiadas por un varayok’ (alcalde) cubrieron el regazo de Adelaida con flores blancas y violáceas que el miso don Aparicio había cortado. Nadie en el pueblo podía comprender el objeto de esa marcha de flores; pero cuando los vieron entrar en casa de las forasteras lo comprendieron todo:… “¡Qué escándalo! –Dijo uno- ¡El varayok! A las órdenes de don Aparicio para una alcahuetería!”. Entre la gente que vio pasar a las indias de Lambra una mujer lloraba sin poder contenerse. Era Irma, la Ocobambina. Don Aparicio la conquistó y raptó desde su lejano pueblo. Para aquel señor principal, lujurioso y violento que impone su dominio a indios y mestizos, a comuneros y a “lacayos”, lo mismo que a las doncellas lugareñas o forasteras, aquella bella india era un bocado nada despreciable como para dejarlo pasar. Hasta Ocabamba había llegado don Aparicio a vender unos caballos y cien mulas. La conoció en un paseo y jarana que el comprador de mulas organizó para agasajar a don Aparicio: … “¡Irma! –Le dijo- yo volveré a mi pueblo tras un caballo en que usted irá como una reina. Tenemos que cruzar dos cordilleras. ¡Separaré mi yegua mora para usted! Ni mi madre ha montado en ella”. Irma se enardeció: … “¡Ay, usted me engaña! Pero no sucederá contestó”. A las cuatro de la mañana se escapó de su casa sin decir nada a su madre ni a su padre, que había estado inquieto en la fiesta al ver a su hija bailando con aquel forastero. Y desde entonces se convirtió en una de las queridas del patrón, quizás en la preferida, aunque igualmente sumisa, como él las criaba. Alquiló una casa para ella, en el barrio de Alk’amare, muy cerca del barrio de los señores. Otras queridas de don Aparicio se habían fugado con guardias civiles o pequeños ganaderos y agricultores de los pueblos vecinos; pero Irma no era de ésas y por eso la llegada de la rubia costeña la trastornó. Una mañana llegó don Aparicio a la capital de la provincia proveniente de Lambra donde había permanecido diez días. Se fue de frente a casa de Adelaida a quien quiso hacer montar en su potro negro, el Halcón. Le dijo las mismas palabras que le había dicho atrás a Irma, pero Adelaida nos e dejaba impresionar así nomás. Ese día Félix, uno de los mayordomos de don Aparicio, fue a decirle a Irma que su patrón iría esa noche. Irma había aprendido a tocar guitarra, con la cual acompañaba su canto que la ayudaba a recordar su región nativa: … “Apurímac está cruzado por los ríos más pro9fundos y musicales del Perú; ríos antiguos, poderosos, de corriente de acero, que han cortado los Andes en su parte más alta pedernales y diamantes-, hasta formar abismos a cuyas orillas el hombre tiembla, ebrio de hondura, contemplando las corrientes plateadas que se van, entre bosques colgantes”. (“Obras completas de José María Arguedas”; Editorial Horizonte, 1983. Pág.: 30 – Tomo II). Irma tocaría y cantaría esa noche para aquel hombre que aunque no le pertenecía completamente, poca importancia tenía comparado con la felicidad efímera que le había hecho sentir. Había pedido al upa Mariano que la acompañara con su arpa: … “¡Tocaré, mamita, en tu casa, para el patrón! ¡Tú llevarás mi arpa! –dijo el músico”. Don Aparicio apareció vestido de fiesta con el deseo de oír cantar a la ocobambina. Cuando Mariano la escucho cantar, comenzó a tocar su arpa con gran emoción. Don Aparicio tardó un poco en tomar conciencia de aquella música que brotaba del dormitorio de la ocobambina; ésta había ocultado al upa en su habitación para darle una sorpresa al señor de Lambra. Don Aparicio no lo entendió así y sacó a Mariano a empujones de la casa, después de destrozarle el arpa a pisotones. Mariano pasó corriendo las calles como un oso que va huyendo. Cuando don Aparicio llegó a su casa, Mariano se arrodilló a sus pies llorando y pidiendo perdón. Ignorante de los que había pasado, sin comprender la situación que se había suscitado, el upa pedía clemencia a aquel hombre perverso cuyos ojos parecían lazar fuego sobre todo aquello que se le pusiera enfrente. Lo arrastró violentamente por el segundo piso, y lo alzó después, agarrándolo del cuello y de las pernas, corrió hacia la branda y lo lanzo, al aire: … “No grito al caer, ni un quejido, oyó el patrón de Lambra, sólo el ruido del cuerpo al estrellarse sobre el empedrado del patio”. Al amanecer, don Aparicio mandó a Félix a buscar al varayok’ de Alk’amare. Cuando lo tuvo frente a él, le dio dos mil soles y le dijo que enterrara al fallecido. Mariano fue velado como un gran comunero. Las mujeres cantaron el aya-harawi (canto ceremonial que, como el ayataki, se canta en los entierros) y rezaron mucho. En un féretro pesado, de madera de eucalipto. Se llevaron el cadáver del músico. Don Aparicio vio escalar a la comitiva la colina en cuya cima está el panteón. Montado en su potro negro llegó al borde de la sepultura; el cadáver había sido ya bajado al fondo:… “Mi alma también, padrecito Mariano, como perro blanco te va a acompañar, por todos los silencios que tienes que andar”, dijo don Aparicio con los ojos cerrados. Por la tarde, el señor de Lambra fue a despedirse de Adelaida: “Me voy a Acobamba”, le dijo. Había decidido llevarse a Irma a Lambra: … “Me casaré con ella, temprano, al amanecer. Y la haré sufrir toda la vida. No saldrá ni a ver los árboles...”, pero ya la ocobambina había sido acogida por los indios de Alk’amare:… “Has llorado con nosotros, con tu ayllu, has velado también, sentada en el suelo. Don Mariano es hijo de Alk’amare ya, cruz de Alk’amare hemos clavado sobre su tumba. Vamos a levantar casa para ti en el barrio, con su corral, con su arbolito de molle; su patio también le haremos. Alk’amare es grande. En dos meses todo será terminado. Harás costura, monillos, chalecos, para tu ayllu…” le dijo el varayok’. (Edic. Cit, Ibidem; págs. 45)
PAJINAS LIBRES
En este libro se reúnen artículos y discursos del período 1885 – 1891 del poeta y ensayista peruano Manuel González Prada, nacido en Lima el 6 de Enero de 1848. Después de tres años de permanencia en París, y al cabo de cuidadosas revisiones de texto y pruebas, el libro apareció en la imprenta de Paul Dupont en París en1894. El libro está dividido en cinco partes con cuatro capítulos o artículos cada una: en total, veinte temas: a) Nacionales, b) bélicos anti chilenos, c) doctrinarios, y d) de crítica literaria y filosóficos. Por el lenguaje usado, el conjunto tiene en común el estilo metafórico y sentencioso, donde abundan las antítesis, comparaciones, hipérboles y sentencias. Con este libro Prada quería señalar que no pretendía ofrecer un tratado sistemático, sino un conjunto de fragmentos dispuestos dentro de la más absoluta libertad de criterio y esencia. “Eran las páginas de un libre pensador como a él le complacía ser llamado; por consiguiente, eran libres” (“Nuestras vidas son los ríos”; Luis Alberto Sánchez). Sin lugar a dudas Manuel González Prada ha sido el intelectual peruano que más ha hecho retumbar las esferas eclesiásticas, castrenses, políticas y sociales de su época, a través de su punzante palabra. Para tener una idea más cabal de lo que significó don Manuel en su tiempo, traigamos a nuestras mentes el siguiente recuerdo de Víctor Raúl Haya de la Torre: … “Había crecido oyendo decir que González Prada era el demoño y viendo santiguarse a las vieja cada vez que alguien recordaba su nombre” (“Manuel González Prada: Profeta olvidado”; Willy Pinto Gamboa). Repudiado por la sociedad, excomulgado por el clero, Prada sigue chorreando vida, arrancando a la pluma la frase cálida e imperecedera; “adjetiva, oportuna y a veces ferozmente. Clava un epíteto como un puñal” (“Crítica de la obra de González Prada”; Rufino Blanco Fombona). Después de una prolongada espera, por fin, en Julio de 1894, apareció este libro que llamaría la atención por su curiosa ortografía. “Pájinas libres”. Si nos remitimos a la nota inserta como colofón, solo en la edición de París encontraremos algunas advertencias sobre la inusitada ortografía usada por el autor en el libro. … “Cambiar la “x” en la latina “ex” antes de consonante; pero conservarla en expresiones como ex ministro, ex papista. Suprimirla n en la partícula trans antes de consonante. Poner “i” en lugar de la “y” vocal y conjuntiva. Usar “j” en los sonidos fuertes de la”g”. No acentuar la preposición “a”, ni las conjunciones “e, o, u” (cabe anotar que en la época que don Manuel escribió “Pájinas libres”, era norma acentuar la preposición “a” y las mencionadas conjunciones). Restablecer las contracciones del, dellos, della y dellas, desde y destos, desta y destas, dese y desos, desa y desas, desto y deso. Eludir vocales, por medio del apóstrofe, sin excepción entre artículos o proposiciones y las otras palabras, algunas veces entre pronombres o conjunciones, y las demás partes de la oración: nunca entre verbo y verbo, sustantivo y sustantivo, verbo y adjetivo, etc. En las citas se conserva la ortografía de los autores” (sic). Estas, o parecidas reformas, habían sido propuestas ya por Andrés Bello y Sarmiento, y antes de ellos, por don Simón Rodríguez, el ignorado y colosal maestro del libertador Simón Bolívar. Muchos de los célebres discursos de don Manuel, como el del Politeama, fueron leídos por el adolescente Gabriel Urbina, alumno del Convictorio Peruano, “porque don Manuel era miope tenía voz pequeña y ademán demasiado pudoroso” (“Don Manuel”; Luis Alberto Sánchez, pág. 110)
Discurso en el Politeama (29 de julio de 1888).- “Los que pisan el umbral de la vida se juntan hoy para dar una lección a los que se acercan a las puertas del sepulcro. (…) el niño quiere rescatar con el oro lo que le hombre no supo defender con el hierro (sic); (“Pájinas libres”; Biblioteca Andrés Bello, pág. 73). Adoptando una actitud decidida, vigorosa, juvenil y, apoyado en metáforas y antítesis al estilo de Víctor Hugo, González Prada inicia así su famoso discurso, causal por otro lado, de la inquebrantable enemistad con el célebre tradicionista Ricardo Palma. Los estragos de la guerra con Chile dejaron profundas huellas en este “buscador de la verdad, avizor de alguna meta siempre lejana, pero siempre deseable” (“Literatura Peruana”; Augusto Tamayo Vargas). De ahí que se4 advierta que Prada, espontánea o calculadamente, sature su discurso de indignación, rencor, odio y angustia. Aprovechando la coyuntura, manifiestas: … “Los viejos deben temblar ante los niños, porque la generación que se levanta es siempre acusadora y juez de la generación que desciende” (sic); y luego prosigue. …”La mano brutal de Chile despedazó a nuestra carne y machacó nuestros huesos; pero los verdaderos vencedores, las armas del enemigo, fueron nuestra ignorancia y nuestro espíritu de servidumbre” (sic). En otro párrafo hace un análisis del problema del indio, incitando a la juventud a dar un nuevo trato a éste, y a libertarlo del triple dogal del subprefecto (el Estado), el juez (el Poder Judicial) y el Cura (la iglesia): … “Con los ejércitos de indios indisciplinados y sin libertad, el Perú irá siempre a la derrota”. Párrafos más adelante pronunciará esta famosa exhortación. Que fue magistralmente deformada por sus opositores para censurar su imagen: … “En esta obra de reconstrucción y venganza, no contemos con los hombres del pasado; los troncos carcomidos y añosos produjeron ya sus flores de aroma deletéreo y sus frutos de sabor amargo. Que vengan árboles nuevos a dar flores nuevas y frutos nuevos: Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra”. A raíz de esta palabra escribiría Ricardo Palma: … “Los jóvenes a la obra y los viejos a la tumba. Parece que esta frase propia de chacales, fuera la consigna de los redentores radicales” (“El Comercio”, Lima, Martes 13 de Noviembre de 1888). Resulta difícil de creer, después de leer el artículo en su totalidad, que Palma confundiera, al parecer, la tumba metafórica a que se condenaba a ”Los viejos de alma” con la tumba material para los viejos de edad física, punto que el propio don Manuel desestimó muchas veces, sobre todo en su artículo “Los Viejos” escrito en 1900 y publicado en 1915, donde aclara que “hay jóvenes de veinticinco años calendarios, con siglo y medio de retraso mental”, y ensalza la gloriosa vejez de Sófocles, Goethe, Víctor Hugo, cuya juventud intelectual acicateaba a los jóvenes de edad biológica. Como recetas para reforzar el espíritu nacional, González Prada recomienda tres medidas abstractas: la ciencia, el estudio de la naturaleza, el ejercicio de la libertad. En la última parte del “Discurso del Politeama”, don Manuel impresiona a los concurrentes al teatro con una macabra retahíla de términos rencorosos: … “Verdad, hoy nada podemos, somos impotentes; pero activemos el rencor, revolvámonos en nuestro despecho como la fiera se revuelca en las espinas; y si no tenemos ganas para desgarrar ni dientes para morder ¡que siquiera los mal apagados rugidos de nuestra cólera viril vayan de cuando en cuando a turbar el sueño del orgulloso vencedor. (Sic)
Discurso en el Ateneo de Lima.- Esta conferencia es un amplio literario, rechazando las limitaciones y exhortando a la originalidad: … “Si los hombres de genio son cordilleras nevadas, los imitadores no pasan de riachuelos alimentados con el deshielo de la cumbre. Pero no sólo hay el genio que inventa y el ingenio que rejuvenece y explota lo intentado, abunda la mediocridad que remeda o copia. (…) Todo lo bueno, todo lo grande, todo lo bello, fue maleado, empequeñecido y afeado por imitadores incipientes” (sic). Pese a su admiración por Heinrich Heine (1797 – 1856) y por Bécquer, así como por el poeta español Severo Catalina (1832 – 1871), denuncia a los que en el Perú continuaban en la prosa y en la poesía los caminos de aquéllos, así como a los que tratan de expresarse con forma caducas sin estar de acuerdo con su tiempo y con su espíritu: … “Las lenguas no se rejuvenecen con retrogradar a la forma primitiva, como el viejo no se quita las arrugas con envolverse en los pañales del niño ni con regresar al pecho de las nodrizas (…) Los idiomas se vigorizan y retemplan en la fuente popular, más que en las reglas muertas de los gramáticos y en las exhumaciones prehistóricas de los eruditos (…) Las multitudes transforman las lenguas, como los infusorios modifican los continentes”. (Sic). Prada rechaza el amaneramiento y la ampulosidad, y evidencia su repudio al afán purista. Señala la importancia de los clásicos españoles como Garcilaso, Fray Luis de León, Góngora, Lope y Quevedo, en sus respectivas épocas, pero consideraba que entre nosotros el escritor debería responde a la lengua y a la realidad geográfico – social de América. Crítica además a los escritores que hacen gala de un vocabulario extravagante que imposibilita la comprensión: … “El escritor ha de hablar como todos hablamos, no como un Apolo que pronuncia oráculos anfibiológicos ni como una esfinge que propone enigmas indescifrables” (sic)
Grau.- En 1885 Prada lanza su pieza literaria “Grau”, donde exalta la caballerosidad y el catolicismo del héroe de Angamos, pero transparenta la crítica ante la guerra del Pacífico: … “Sin Grau en la Punta de Angamos, sin Bolognesi en el Morro de Arica ¿tendríamos derecho de llamarnos Nación? ¡Qué escándalo no dimos al mundo, desde las ridículas escaramuzas hasta las inexplicables dispersiones en masa, desde la fuga traidora de los caudillo hasta las sediciones bizantinas”. Prada insiste, en algo que será su obsesión: la necesidad de evaluar a los hombres públicos tomando en cuenta su vida privada: … “Tan inmaculado en la vida privada como en la política, tan honrado en el salón de la casa como en el camarote del buque, formaba contraste con nuestros políticos y nuestros guerreros…”. “Grau” causó impacto en la sociedad de su tiempo, “se apreciaba su producción específicamente literaria, se admiraba su espíritu revanchista, y por todo ello comenzaba ya a vocearse el nombre de “Maestro”, con que después se le conoció casi exclusivamente” (“Biblioteca hombres del Perú, González Prada; Luis Felipe Guerra). Prada, si bien resalta las virtudes del gran almirante, lamenta con la hiel en los labios la lenidad con que trató al enemigo; citemos las propias palabras del autor: … “Humano hasta el exceso, practicaba generosidades que en el fragor de la guerra concluían por sublevar nuestra cólera, hoy mismo, al recordar la saña implacable del chileno vencedor, deploramos la exagerada clemencia de Grau en la noche de Iquique. Para comprenderle y disculparle, se necesita realizar un esfuerzo, acallar las punzadas de la herida entre abierta, ver los acontecimientos desde mayor altura. Entonces, se reconoce que no son grandes los tigres que matan por matar o hieren por herir, sino los hombre que hasta en el vértigo de la lucha saben economizar vidas y ahorran dolores” (sic). La vida ejemplar del “caballero de los Mares” equivale innegablemente a este “Caballero terrestre” que fue Prada; de firme actitud, varonil independencia y de existencia familiar apacible y tranquila; hombre que optó por el “aislamiento, la ruda y solitaria protesta, la polémica amarga, el batallar sin tregua ni esperanza, a la más ligera transacción” (José de la _Riva Agüero – “Obras completas”, Tomo II)
Discurso en el Teatro Olimpo (30 de Octubre de 1888).- En este discurso González Prada mantiene el mismo tono sentencioso y declamatorio de los Discursos del Ateneo y del Politeama. Aquí aborda don Manuel problemas netamente culturales, tratando de asuntos políticos en forma tangencial. Es tajante en cuanto a su negativa de admitir el liderazgo de algún escritor, sea español o peruano: … “Aquí nadie tiene que arrogarse el título de maestro, porque todos somos discípulos o aficionados… (…) El Perú no cuenta y con un literato que, por el caudal y atrevimiento de sus ideas se levante a la altura de los escritores europeos… (…) Regresar a España para introducir nuevamente su sangre en nuestras venas y sus semillas en nuestra literatura equivale a retrogradar” (sic) Es en este discurso cuando – en aparente alusión a Ricardo Palma, califica drástica y mordazmente al género literario llamado “tradición”: … “Cultivamos una literatura de transición, tanteos, vacilaciones y luces crepusculares. De la poesía van desapareciendo las descoloridas imitaciones de Bécquer, pero en la prosa reina siempre la mala tradición, ese monstruo engendrado por las falsificaciones agridulcetes de la historia y la caricatura microscópica de la novela (sic). Las palabras despectivas con que Prada se refiere a la Academia Peruana de la Lengua, entonces reinstalada, esto debido en gran parte a la intervención de Palma, hizo que `´este se sintiera doblemente agredido: … “En todas las literaturas abundan escritores arcaicos, aplaudidos por las academias y desdeñados por el público, pero no se conoce en la historia el movimiento regresivo de todo un pueblo hacia las formas primitivas de su lengua” (sic). Lo curiosos es que Pala se hallaba presente en el teatro, teniendo que soportar las claras alusiones hacia su persona: Palma reprochó a los organizadores de la velada, el haberlo invitado a sabiendas que sería maltratado por el orador principal. Carlos Rey de Castro, secretario del “Círculo Literario” –organizadores del evento –rectificó a Palma en carta aparecida en “El Comercio”, alegando que antes de la actuación había recibido una sugestión de Palma a fin de ser invitado, que por ello se apresuró a hacerle llegar una entrada. No era, pues, una trampa, sino una cortesía” (“Nuestras vidas son los ríos...” ¡Luis Alberto Sánchez). El “Maestro” concluye exhortando a sus oyentes para que no caigan en la hipocresía ni en la lenidad, cuando del enemigo se trata: … “Rompamos el pacto infame y tácito de hablar a media voz. Dejemos le encrucijada por el camino real, y la ambigüedad por la palabra precisa. Al atacar el erro y acometer contra sus secuaces, no propinemos cintarazos con espada metida en la funda: arrojemos estocadas a fondo con hoja libre, limpia, centelleando al sol” (sic)
Instrucción Católica (1889).- “Cojamos un plano de Lima, señalemos con líneas rojas los edificios ocupados por congregaciones religiosas, como los médicos marcan en el mapamundi los lugares invadidos por una epidemia, y veremos que nos amenaza la irresistible inundación clerical. Padres de los Sagrados Corazones, Redentoristas, Salesianos, Jesuitas y descalzos, todos fundan o se preparan a fundar escuelas. Hasta nuestros viejos y moribundos conventos pugnan por rejuvenecerse y revivir para constituirse en corporaciones docentes” (sic). Así comienza este estudio que va dirigido contra la intervención del clero en la formación de los niños y adolescentes. Compara el trabajo del clero con el que realizan las hormigas blancas en el maderaje de una casa, en el, que sólo notamos la magnitud de la obra cuando las vigas se desploman. Distingue el “Maestro” entre el clero nacional, al que considera basto e ignorante y el extranjero, al que presenta sutil, táctico, penetrante; en este último aspecto hace una diferencia sobre el clérigo francés (“metamorfosis masculina de Madame Pompadour”). Protesta contra la precaria suerte de los colegios dirigidos por institutoras laicas, y acusa a los de madres religiosas, de cultivar ante todo la vanidad de sus educandas. Acusa a las monjas de cobrar pensiones exorbitantes, presentar inconcebibles suscripciones para interminables obras pías, especular con los libros, útiles de escritura y dibujo; y sobre los famosos internados, dice: … “Deficientemente alimentadas en la época más crítica de la evolución orgánica, las mujeres no se desarrollan ampliamente ni almacenan fuerzas para más tarde, de modo que al terminar su educación, cuando regresan al seno de la familia después de seis o siete años de clausura y abstinencia, parecen deteriorado y viejos organismos que hubieran realizado ya el doloroso trayecto de la vida” (sic). En cuanto a los varones, Prada afirma que la educación de éstos no entraña menos vicios que la educación de las mujeres. En este ensayo se plantea además el problema que representa la imposibilidad física del estado para encarar los gastos de la educación Deja por eso que la religión se inculque o explique en el templo, en tanto que la escuela se ocupa de la ciencia. Conocimiento y educación quedarían así diferenciados, lo que no siempre conduce a buen puerto: …”Como el Estado subvenciona las escuelas con dinero de los contribuyentes, o con el óbolo de todos, la enseñanza católica establece un privilegio a favor de una sola secta. Nadie queda excluido de la comunidad nacional ni exento de cumplir con sus deberes políticos, por no creer en el Catolicismo: ateos y librepensadores pagan contribución y cargan la mochila si hay obligaciones ¿Por qué no ha derecho? La ley con su instrucción obligatoria y gratuita, no pasa de burla, tan grosera como excitarle a un hombre la sed y acercarle a os labios un licor saturado con salitre” (sic)
Libertad de escribir (1888).- En este artículo Prada hace alusiones muy duras a sucesos políticos del día, entre ellos el papel que juega la “Comisión Espectáculos”, especie de Inquisición “formada por hombres ignorantes que se arrogan la facultad de poner límites a la inspiración del dramaturgo y practicar con hacha de leñatero amputaciones que necesitan visturía de cirujano” (sic). El mismo Prada había sido víctima del veto por parte de esta comisión. El había escrito antes de 1885 dos piezas de teatro, una de ellas “Cuartos para hombres vacíos”, recibió el pase; en cambio, la publicación del discurso del teatro Politeama, había sido negada. Veamos algunos párrafos: … “Así, pues, cuando la Junta censora (hoy Comisión de Espectáculos) reciba una tragedia de Quintana, una comedia de Bretón o un drama de Echegaray, el censor de turno, ya sea leguleyo, mercachifle o boticario, tiene derecho de enmendar los yerros a un Echegaray, el censor de turno, ya sea leguleyo, mercachifle o boticario, tiene derecho de enmendar los yerros aun Echegaray, a un Bretón o a una Quintana … (…) Hay ojos de lince para descubrir entre renglones la más leve alusión a los hombres públicos, y ceguera de topo cuando llega el caso de ver posturas pornográficas, bambulas africanas o bailes de vientre. Especialistas en coreografía, los miembros de la comisión evalúan el mérito de las artistas por el diámetro de las pantorrillas, la transparencia en el calzón de punto y la mayor amplitud del ángulo formado con las piernas” (sic)
Propaganda y ataque.- En este artículo González Prada plantea la pobreza del lenguaje que predomina en la sociedad de su tiempo. En revistas, diarios o cualquier medio de comunicación escrita, lo que predomina no es un lenguaje claro y sustancioso, sino un lenguaje estilistas, y hueco: … “Carecemos de buenos estilistas, porque no contamos con buenos pensadores, porque el estilo no es más que sangre de las ideas: a organismo raquítico, sangre anémica” (sic); y luego agrega el siguiente juicio sobre el mal uso que hacen del lenguaje la mayoría de los editoriales y periodistas. … “Para concebir algo semejante al desorden estrambótico de nuestra verbosidad incoercible, imagínese la promiscuidad de un ejército en derrota, o el revoltijo después de un incendio: por la boca de un costal repleto con comestibles de una bodega y las alhajas de una joyería, brotan en visible confusión, nabos y rubíes, garbanzos y brillantes, roscas de morcilla y collares de perlas” (sic). Prada da a la literatura peruana de ese entonces un diagnóstico que se resume en: “Congestión de palabras, anemia de ideas” (sic). Vuelve, Prada, en este artículo, a tocar el tema religioso alegando que el hombre debe desechar las absurdas compensaciones celestiales la esperanza ilusoria de una justicia sobrehumana que tanto preconiza la iglesia católica y que no son más que narcóticos y derivativos que desalientan para la acción: … “¿Por qué desmayar a las puertas del festín, si violentando la entrada se consigue manjar y sitio para todos” (sic) Ataca don Manuel a los políticos de profesión, de los que dice que hablan siempre con atenuaciones, circunloquios y estratagemas, y lamenta el estado en que viven los peruanos, quienes lejos de estar unidos, viven engañándose y odiándose con el rencor que o hacen oprimidos y opresores. Concluye don Manuel diciendo esta acerba sentencia: …”… Hoy el Perú es un organismo enfermo: donde se aplica el dedo brota pus” (sic) Han pasado 102 años desde que este peruano ilustre dijera esta dolorosa verdad y sin embargo; en el Perú de hoy, esta sentencia se ha hecho más evidente.
Víctor Hugo: En este artículo que dedica al célebre autor de “Los miserables” con ocasión de su muerte, Prada destaca que con é, el romanticismo francés se fue modificando hasta significar emancipación del pensamiento, es decir libertad en la ciencia, en el arte y en la literatura. La fecundidad de la obra de Hugo es calificada de “asombrosa” por Prada, quien la compara con la de Goethe y la de Lope; hombre poco apologista, Prada no tiene reparo en apostrofar: “tú eres el guía, el señor y el maestro” (sic), y más adelante dice:…”Vuela como el cóndor y trabaja como la hormiga. Asombra con la intensidad y la extensión de su vida: no se abruma con la faena diaria, no siente la impotencia de la vejez, y por más de medio siglo publica volúmenes tras volúmenes que vienen al campo de la literatura francesa como creciente inundación de un Nilo inagotable. Voltaire y Hugo son para el ensayista peruano las dos glorias de los siglos XVII y XIX respectivamente. “el uno se co0mpleta con el otro y algo había faltado a la humanidad sino hubieran existido Voltaire y Víctor Hugo” (sic). Napoleón Bonaparte, el hombre de la espada, ¡Víctor Hugo, el hombre de la pluma, se unen a través de la palabra de González Prada para ser glorificados por éste: …”Ambos sintieron los éxtasis de la victoria, ambos probaron las amarguras del destierro, ambos sembraron amores profundos y odios implacables, ambos hicieron repercutir su nombre en los más apartados rincones del globo” (sic). Para algunos críticos como Luis Alberto Sánchez el ensay sobre Víctor Hugo es hiperbólico y taraceado de sonoras metáforas como discurso. Don Miguel de Unamuno pensaba que “el mayor reproche a Prada es su desmedida admiración al autor de “Los Miserables” (Unamuno, ensayos IV – VII Madrid, Residencia de Estudiantes, 1971. Es un comentario al libro de José de la Riva Agüero, “Carácter de la Literatura en el Perú Independiente”.).
Renán.- Prada en París fue un asiduo concurrente al “College de France”, donde solía escuchar a famosos profesores de esa institución como Gastón Boissier y, Emile Deschanel y sobre todo a su muy admirado Ernest Renán, el célebre autor de la “Vida de Jesús”, que convirtió al francés “en objeto d’execración universal”, en cabeza de turco donde los más inofensivos se juzgaron con derecho de asestar un puñetazo” (sic). No fue difícil para Prada encontrar en este anticlerical, que al traducir el “Libro de Job”, se presentara como un nuevo excomulgado entre los mil autores inscritos en el INDEX, puntos en común no sólo en religión, sino también en filosofía y ciencia. Renán moriría en Paris el 2 de Octubre de 1892. Sin agonía dolorosa, extinguiéndose dulcemente –como don Manuel el 22 de julio de1918 conservando hasta los últimos momentos la lucidez cerebral, y recomendando a los miembros de su familia que no le llamaran sacerdote, aunque en las angustias y alucinaciones de la última hora le oyeran clamar por auxilios espirituales” (sic)
Francisco de Paula González Vigil (1890).- Este artículo, estudio acercad e la personalidad y la obra de Paula González Vigil tiene mucho de autorretrato debido a la cantidad de coincidencias que lo asemejan a su elogiado. Prada como Vigil combatió contra el dogmatismo, La Iglesia, el ejército, el Poder Legislativo, Ejecutivo y Judicial; y, aunque no fue parlamentario, si, fue, al final de sus días, director de la Biblioteca Nacional de Lima, como Vigil, Palma o Basadre: … “En pueblos como Francia, un Lakanal es miembro de la Academia de Ciencias, (…), pero en el Perú, el clérigo que rompe con la Iglesia, vive condenado al aislamiento, a una especie de secuestro social” (sic). Prada rinde en este artículo su homenaje al ideólogo liberal y antijesuitico, y al patriota tacneño (Vigil había nacido en Tacna el 13 de Setiembre de 1792). Su principal fuente de información fue “Apuntes acerca de mi vida”, que Vigil escribiera en 1867, pero0 viviría aún hasta 1875, cumpliendo los cchentaitrés. Ambos sufrieron los rigores de la ocupación militar (uno en 1838 y el otro en 1881) y supieron enfrenar con estoicismo los embates de dogmáticos esbirros, quienes valiéndose de tod9os los medios a su alcance y en turbamulta, acometieron contra dos de los más grandes hombres que ha dado este defenestrado país. Concluye don Manuel en este artículo: … “…mientras clérigos públicamente simoníacos y libertinos, pero ortodoxos, eran ministros y obispos, él públicamente impecable, pero heterodoxo, murió de simple bibliotecario” sic): la última frase es terriblemente premonitoria. Bosqueja el provenir de su propio autor con 28 años de adelanto. Destacan también en este libro los artículos titulados “Perú y Chile”; “15 de Julio”; “Discurso en el Palacio de la Exposición”; “Discurso en el entierro de Luis Márquez”, “La Muerte y la vida” y los trabajos realizados sobre Emilio Castelar, Juan Valera y Gaspar Núñez de Arce.
AVES SIN NIDO
Fue en a imperial ciudad del Cusco donde nació Clorinda Matto Usandivaras, o de Túrner, después de su matrimonio con el comerciante inglés José Túrner en 1871. Desde su nacimiento, el 11 de noviembre de 1854, la vida de esta mujer se constituyó en una indetenible lucha contra un sistema social adverso que culminaría con su autodestierro, cuyas causas están escritas en una de las páginas más ignominiosas de la literatura peruana. (C. f. “Clorinda Matto de Túrner y la novela indigenista”, Alberto Tauro; Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1976; págs.. 9 – 24). “Aves sin nido” (1889), la primera de sus tres novelas – las otras son “Índole” (1891 y “Herencia” (1893) – alude en su título a un mozo9 y a una modesta doncella quienes se profesan tierno afecto y, sin embargo no pueden contraer matrimonio, porque oportunamente se les revela que ambos son hijos de un cura; son “aves sin nido”, porque la investidura religiosa de su progenitor obligó a mantener en secreto su verdadero origen y los privó de conocer el calor del hogar propio, y el mantener la presagiosa tensión de los sentimientos que enlazaban los destinos de tales personajes. Clorinda Matto de Túrner ha querido someter a debate el matrimonio de los clérigos. No obstante, ese conflicto es secundario. En la acción novelesca interesan principalmente los modos de vida predominantes en los pueblos andinos; en este caso los hechos acontecen en el pueblo de Kíllac, donde gobernador, cura, juez de paz y adláteres, están confabulados, para explotar a los indios. Entremos al resumen de la novela. La obra como hemos mencionado acontece en el pueblo de Kíllac, cuya única plaza mide trescientos catorce metros cuadrado y desde donde se pueden divisar los dos tipos de construcciones que distinguen la casa para los notables y las chozas para los naturales: las primeras con techos de tejas coloradas cocidas al horno, y las segundas simplemente de paja con alares de palo sin labrar. Una mañana, cuando recién se levantaba el sol de su tenebroso lecho, se presentó en casa de Lucía, esposa de Fernando Marín, una mujer de unos treinta años llamada Marcela. Era la mujer de Juan Yupanqui, un indio labrador que se hallaba sumido en la desesperación, pues, aquel día vendría a su casa el cobrador, que era el mismo que hacía el reparto. Marcela explicó detalladamente a Lucia cómo se abusaba impunemente del indio de aquella zona: los comerciantes potentados, gentes de la más acomodadas del lugar, daban un adelanto a los indios que criaban alpacas para luego de un tiempo cobrarles el adelanto en lana, poniéndole ellos mismos un precio ínfimo al quintal, con lo cual dejaban al pobre indio en la miseria. El indio que no quería recibir los ignominiosos adelantos era forzado a hacerlo, aun cuando muchos de ellos emigraban de sus chozas en las épocas de reparto, creyendo que así se libraban de recibir aquel dinero adelantado. El cobrador, que era el mismo que hacía el reparto, allanaba la choza, cuya cerradura endeble no ofrecía la más mínima resistencia y dejaba sobre el batán el dinero, y se marchaba enseguida para volver al año siguientes con su séquito de diez o doce mestizos y cargar con toda la lana que encontraba. Si algún indio se atrevía a esconder la lana o a protestar, era sometido a torturas que lo convertían en un ser sumiso a los pocos minutos. Después de escuchar a Marcela, la mujer de don Fernando le prometió que hablaría con el cura y con el gobernador quienes también eran partícipes de estos abusos aunque de manera más eufemística. Establecida desde un año atrás con su esposo, en Kíllac, habitaba, lucía, la llamada “Casablanca”, donde se había implantado una oficina para administrar la explotación de plata que hacía la compañía de la cual don Fernando Marín era gerente y accionista principal Lucia se entrevistó con el cura Pascual a quien pidió condonar la deuda que Juan Yupanqui tenía con la iglesia, a raíz de la muerte de su madre, doña Natividad. Cuando ésta murió, el cura les embargó la cosecha de papas en pago por el entierro y los rezos y, no satisfecho con eso, hacía trabajar en la iglesia desde hacía mucho tiempo a Marcela, la cual ya ni tenía tiempo para atender a sus hijas. El cura y el gobernador concluyeron la entrevista coincidiendo en “Que la costumbres es ley, y que nadie nos sacará de nuestras costumbres”. Don Sebastián, el gobernador, no tuvo recato alguno en ocultar las represalias que habría de tomar contra aquel indio que se había atrevido a quejarse y más aún a buscar intercesor. Lucía se quedó pensando en aquel hombre que insultaba al sacerdocio católico y en aquel otro, el gobernador, fundido en el molde estrecho del avaro. Juan se mostró escéptico cuando Marcela le contó su conversación con doña Lucía: “-Pobre flor del desierto, Marluca –dijo el indio moviendo la cabeza y tomando a la chiquilla Rosalía que iba a abrazar sus rodillas – tu corazón, es como los frutos de la penca. Se arranca uno, brota otro sin necesidad de cultivo. ¡Yo soy más viejo que tú y yo he llorado sin esperanza! (…) –Anda, pues, Marcela, anda, porque hoy de todos modos vendrá el cobrador, yo lo he soñado, y no nos queda otro recurso – contestó el indio en cuyo ánimo parecía haberse operado una transición notable, bajo el influjo de las palabras de su mujer y la superstición avivada por su sueño”. (“Aves sin nido”, Literatura Maral, 1977 – págs. 14 – 15). Cuando el cura y el gobernador salieron de casa de la señora de Marín, se dirigieron a la oficina del gobernador. Durante el camino ambos coincidieron en la necesidad imperiosa de botarlos del pueblo por pretender defender a los indios y querer poner reglas, modificando costumbres que les permitían vivir plácidamente a costa del trabajo y las pertenencias de la indiada. Llegados a la Casa de Gobierno encontraron allí reunidos a varios vecinos notables quinees comentaban la intromisión de los esposos Marín, pues, la noticia ya se sabía en todo el pueblo. Allí, mientras discutía, fueron destapándose botellas de aguardiente que don Sebastián Pancorbo hizo traer, y que Estéfano Benítez, un muchacho de veintidós años que por su buena letra había entrado a formar parte de aquella mafia, se encargaba de vaciar en las copas. El cura, ya en estado de ebriedad, denunció ante los concurrentes las pretensiones de doña Lucía de abogar por unos indios “taimados, tramposos, que no quieren pagar lo que deben, y para esto ha empleado palabras que, francamente, como dice don Sebastián, entendidas por los indios destruyen de hecho nuestras costumbres de reparto, mitas, pongos y demás. “Todos vivaron al cura y al gobernador y aquella misma tarde se pactó en la sala de la autoridad civil, en presencia de la autoridad eclesiástica, el odio que iba a envolver a don Fernando y a su mujer. Marcela tenía una bella hija de catorce años y otra de cuatro, la primera se llamaba Margarita y la más pequeña Rosalía. Cierto día Juan Yupanqui apareció en casa de los Marín para denunciar que su hija menor había sido llevada en prenda por la deuda que tenía. Temerosos de que como de costumbre la vendiesen a los majeños y se la llevasen a Arequipa, don Fernando en compañía de Juan, fueron hasta la oficina del gobernador donde encontraron a la niña. Don Fernando hubo de firmar un documento que garantizara el pago de la deuda porque de lo contrario la muchacha seguiría consignada. Mientras tanto Marcela y Margarita fueron a casa del párroco llevando los cuarenta soles de plata que les había dado doña Lucía para que cancelen al cura Pascual la deuda contraída por el entierro de doña Natividad, la que había motivado los continuos embargos a la cosecha de papas que la familia Yupanqui lograba con tanto sacrificio. El lujurioso y abominable cura puso sus ojos en Margarita a quien desde ya quiso disponer al servicio de la iglesia. Extrañado del dinero que Marcela ponía ante sus ojos, el cura interrogó a la mujer de dónde provenía aquellas monedas; Marcela, que había prometido a la esposa de don Fernando no dar a conocer su nombre, hubo de hacerlo al fin ante las constantes insinuaciones que le lanzaba el cura sobre el hecho de que algún amante bondadoso se lo había entregado a cambio de sus favores. Doña Lucía se enfadó mucho al enterarse del atrevimiento del cura Pascual, pero el hecho de que sería la madrina de la bella Margarita la puso de buen humor. Don Pascual quedó preocupado por la intervención de doña Lucía, así que de inmediato convocó a una reunión con sus demás compinches. Después de beber algunas botellas de licor con escorzonera y anís, los facinerosos llegaron a la conclusión que lo único que quedaba por hacer era darle muerte a aquella pareja de entrometidos. Todo se planificó maquiavélicamente: el campanero estaría listo para tocar a rebato, como señal de que la iglesia estaba siendo asaltada; inmediatamente se correría la voz entre la gente que los delincuentes estaban refugiados en casa de los Marín y, con ese pretexto, algunos sicarios confundidos entre la masa enardecida, darían muerte a los esposos. Minutos antes del cobarde ataque, los Marín habían ido a visitar a Petronila Hinojosa, serrana de provincia con un corazón bondadoso, esposa del gobernador Sebastián Pancorbo. Allí conocieron a Manuel, hijo de doña Petronila quien después de ocho años de ausencia, había vuelto a Kíllac convertido en todo un hombre y cursando el segundo año de derecho. El plan de dar muerte a los Marín falló, pero la casa que habitaban quedó semidestruida a causa de la lluvia de balas y piedras que la turba enardecida lanzó contra ella. Juan Yupanqui, que junto con su mujer habían acudido a defender la casa de quienes consideraban sus protectores, recibió una bala en el pulmón que lo dejó tendido frente a la casa de los Marín; su mujer, herida, fue conducida a casa de Lucia. Manuel se ofreció a realizar las investigaciones pertinentes al atentado y grande fue su sorpresa cuando estas lo condujeron a tres personajes muy conocidos en Kíllac: don Sebastián, el cura Pascual y Estéfano Benítez. Manuel hablo con su madre y la puso al tanto de la situación; ésta le aconsejó que hablara con don Sebastián. El muchacho se sentía un poco corto de hablar con el gobernador sobre un tema tan delicado, pues, don Sebastián no era en realidad su padre. Con entereza, Manuel trató el tema y propuso a don Sebastián que renunciara a su cargo para así poder buscar una solución que lo pusiera a salvo antes que la justicia reclamara a los delincuentes: “-Pero tendría usted que hacerlo antes que lo destituyan, y yo se lo pido, se lo aconsejo: usted ha sido llevado por la corriente, el principal autor es el cura, yo me entenderé con él y usted firma su renuncia, don Sebastián. Desde niño le he dado el nombre de padre. Todos me creen su hijo, y usted no puede dudar de mi interés, ni despreciar mis consejos, todo lo hago por amor a mi madre, por gratitud a usted, dijo Manuel agotando su arsenal persuasivo y secando su frente, por donde corría el sudor de la discusión en que tuvo que mencionar nuevamente su paternidad desconocida para la sociedad” (Edic. cit, Ibidem; págs. 58). Don Sebastián, conmovido ante tales palabras, accedió de buena gana. Con don Pascual el muchacho no tuvo la misma suerte, pues, éste se mostró de lo más pedante y grosero. Marcela, después de agonizar durante dos días, muere dejando a sus hijas al cuidado de los Marín: antes de morir dijo algo al oído de Lucía quien sólo atinó a lanzar una promesa. Ante el cadáver de la pobre india, el cura Pascual da muestras de un sincero arrepentimiento. Todos quienes lo vieron caer de hinojos frente al cuerpo que hacía inerte pensaron que se había vuelto loco, a los pocos días una fiebre tifoidea lo postró en cama. El Juez de Paz, don Hilarión Verdejo, hombre ya entrado en años, viudo de tres mujeres, era el encargado del juicio que seguía don Fernando Marín contra sus atacantes. Estéfano Benítez, que hacía de escribano en el caso, tenía ya un plan preconcebido para librarse de cualquier implicancia que pudiera hacerse contra él. Una de sus primeras maquinaciones consistió en instruir a Verdejo para que decretara el embargo del ganado del campanero de Kíllac, Isidro Champí, hasta ahora único comprometido en el atentado. Isidro ignoraba, en el momento del atentado, el por qué tenía que tocar a rebato: él sólo se limitó a obedecer la orden que le dieron. La situación de Manuel era de lo más complicado, pues, el nombre de don Sebastián estaba unido a un juicio en que don Fernando Marín estaba en el banquillo de los acusadores y por otro lado, él se había enamorado de Margarita, y ésta estaba bajo la protección del señor Marín. Dejando de lado el “qué dirán de la gente”, el muchacho visitó a los Marín justificando su notoria ausencia debido a los asuntos judiciales que se habían suscitado. El cura Pascual salvó milagrosamente del ataque de tifoidea que lo tuvo siete días postrado en el lecho y que lo obligó a dejar por algunos días el uso del licor y la “amistad· de las mujeres, que como doña Malitona, le ayudaban a combatir el frío bajo las sábanas. Como huyendo del teatro del crimen, don Pascual se dirigió al convento de una ciudad vecina, donde morirá a las pocas horas de llegar. En tanto a Kíllac llega la nueva autoridad nombrada por el Supremo gobierno para regir la provincia un hombre de cincuentiocho años llamado Bruno de Paredes. Antiguo camarada de don Sebastián, logra convencer a éste para que retire su renuncia y rosiga como Gobernador. Embriagados de licor y ambición, , ambos malandrines se reúnen con Benítez y planifican la mejor manera de sacarle provecho al cargo. Manuel y don Fernando se entrevistan y discuten la situaciò9n en que se encuentra Kíllac teniendo como autoridad máxima a un sinvergüenza de gran trayectoria como Paredes. De regreso a su casa Manuel se topa con un espectáculo nauseabundo. Don Sebastián, totalmente embriagado, insultaba a doña Petronila a quien trataba de agredir, la oportuna intervención del muchacho evitó el agravio. Una de las primeras disposiciones de Paredes fue encarcelar a Isidro Champí, orden que Benítez en persona, se apresuró a llevar a cabo. Después de meditarlo mucho, don Fernando decide marcharse a Lima llevándose a su mujer y a las hijas de Marcela con él. Su mujer espera un hijo y considera que Kíllac no es el sitio más adecuado para el nacimiento del niño. Manuel, herido por las escenas humillantes que habían ocurrido en su casa, planea llevar consigo a doña Petronila. A Lima para ya no regresar. Piensa continuar sus estudios de derecho y no quiere arriesgarse a dejar a su madre en manos de don Sebastián. Teodoro, la hija de Gaspar sierra, un humilde campesino que se había visto obligado a dar hospedaje al coronel Bruno de Paredes, es pretendida por el lujurioso funcionario; de ahí que la muchacha tiene que huir refugiándose en casa de doña Petronila, provocando la ira del viejo coronel. Mientras tanto el ganado de Isidro Champí es embargado por Benítez y su compinche Escobedo. Ante tanto abuso, don Fernando y Manuel intervienen a favor del pobre recluso: antes de partir, los Marín darán un banquete de despedida. “Creo que éstos le han encarcelado sólo par que aparezca un culpable y sincerarse ellos. Una vez que nos vayamos desaparece todo motivo para continuar ese juicio, y la libertad de Isidro será cosa resuelta”, le dice don Fernando a Manuel, quien se muestra de acuerdo. Tal como Fernando Marín lo había planeado, los concurrentes, nobles del lugar casi todos, aceptan de buena gana liberar al pobre indio. Cuando entre despedidas todos los presentes abandonaban la casa, ésta fue rodeada rápidamente por una partida de hombres armados, al mando de un teniente de caballería llamado José López quien ordenó el encarcelamiento de don Sebastián, Benítez, Escobedo e Hilarión verdejo. Los detenidos pensaron que aquella invitación era tan solo una trampa para capturarlos a todos juntos. Don Fernando sabía para sí que aquello no era cierto y mientras aquel grupo iba camino a la cárcel, él y los suyos lo hacían rumbo a Lima. Ninguno de los que viajaban en el ferrocarril rumbo a la capital imaginó que a cuatro horas de camino, un hato de vacas sería la causa de que la máquina se descarrillara y fuera a encallar en las arenas húmedas de la ribera de un río; para dicha de todos no hubo víctimas y los escasos heridos fueron trasladados con los otros al pueblo más cercano. Mientras tanto en Kíllac, Manuel había logrado que don Sebastián saliera bajo fianza y que Isidro Champí recuperara su libertad. Como una de las condiciones de la libertad del ex gobernador era de que no abandonara el pueblo, doña Petronila decidió quedarse para acompañar al hombre que había sido su compañero desde hacía veinte años. Manuel arregló todos sus asuntos pendientes y salió al encuentro de los Marín y de su amada. Los encontró hospedados en el “Hotel Imperial”, donde después de informar a don Fernando lo sucedido en Kíllac, el muchacho pidió la mano de la bella Margarita. Manuel le contó a don Fernando que él no era hijo de don Sebastián, uno de los causantes de la muerte de Juan Yupanqui, por lo cual no había un impedimento moral que impidiera su noviazgo. La felicidad de aquella declaración se desvaneció en un instante cuando Manuel dijo que su padre había sido el obispo don Pedro Miranda y Claro, antiguo cura de Kíllac. Don Fernando armándose de valor, hubo de confesar a ambos muchachos, el secreto que Marcela al morir había dado a doña Lucía: Margarita no era hija de Juan Yupanqui sino del obispo Miranda y Claro, por lo tanto los jóvenes enamorados resultaban siendo hermanos. Así culmina la novela que Clorinda Matto dedicara a don Manuel González Prada y cuya continuación pareciera existir en su última novela “Herencia”, novela cuya acción es protagonizada por los principales personajes de ésta, pero realmente destinada a integrar el cuadro social del país, en cuanto sugiere el contraste o la complementación entre las costumbres del campo y la ciudad, entre las intrigas de la aldea andina y las ambiciones de la urbe costeña. “Aves sin nido” es una de las novelas hispanoamericanas que alcanzó mayor difusión en el siglo XIX, tal como lo prueban dos ediciones en 1889, traducida al inglés en 1904, y reeditada en 1908, 1948, 1958 y 1968. En el proemio de “Aves sin nido”, se pregunta la autora: “Quién sabe si después de doblar la última página de este libro se conocerá la importancia de observar atentamente el personal de las autoridades así eclesiásticas como civiles que vayan a regir los destinos de los que viven en las apartadas poblaciones del interior del Perú? ¿Quién sabe si se reconocerá la necesidad del matrimonio de los curas como una exigencia social?”. Después de una gira por varios países europeos, Clorinda Matto de Túrner regresa a su residencia de Buenos Aires donde morirá el 25 de Octubre de 1909.
LOS PECES DE ORO
Esta es una de las novelas más consagradas del escritor, abogado y periodista Isaac Felipe Montoro, nacido en Lima el 11 de abril de 1923. Montoro parte de un hecho real, el drama de un pescador llamado Chanti, y así, a través de las 266 páginas de que consta la novela, va creando un mundo de ficción en el que va insertando rasgos de la realidad, de esa realidad en que se halla inmersa la vida del pescador peruano. Para documentarse del habla, de las costumbres, de las ideas de este hombre de redes, Montoro se introduce en ese cosmos como un pescador más conviviendo con aquellos hombres habituados a las tareas más duras en su diario bregar con el mar; pero esta modalidad de Montoro no es nueva en él, pues, para escribir su “Yo fui mendigo”, hubo de vivir durante un año confundido con aquellos fantasmas de la noche. En ésta, su tercera novela, Montoro nos presenta el terrible drama de un humilde pescador, Chanti, quien desesperado por la mala racha que no le permitirá llevar el sustento para su mujer y sus cinco hijos, coge un petardo de dinamita para lanzarlo al mar, y así evitar que la anchoveta se burle de ellos por octava vez. Chanti se hallaba en la cubierta de la “Curazao”, lancha de la que era patrón Labatú, hombre de expresión audaz, ladina y ambiciosa; todo un tirano a quien la tripulación de la “Curazao” deberá soportar mientras no se consiga embarque en otra lancha. Chanti encendió la mecha del petardo sin calcular el tiempo para arrojarlo y el explosivo estalló en sus manos. Todos los presentes quedaron espantados ante el estallido, y más aún cuando vieron a su compañero tirado de espaldas y sin brazos, manando sangre a borbotones. Ahora Chanti parecía tener dos aletas en vez de brazos. Cuando fue desembarcado en el muelle todos creían que estaba muerto, sobre todo los cachueleros, aquellos hombres que esperan largas horas y a veces hasta días a la espera de que falte algún pescador titular para reemplazarlo. Lejos de la tragedia de aquel hombre que yacía en el piso, mutilado, los cachueleros se aglomeraban alrededor de Labatú en busca de aquel puesto que ahora quedaría vacante; después de todo, ellos también tenían su drama cotidiano, como para andarse preocupando por aquel hombre que de seguro no tardaría en morir, si es que no lo estaba ya. La voz de protesta de Josué Canales, un verdadero orador con conciencia de clase, se dejó escuchar: … “Ahí está”. “¡Miren! ¿Les parece bien cómo nos tratan Yace un hombre allí. Nadie sabe si está vivo o muerto. No llega la ambulancia, no llega el vehículo mortuorio. Quizá cuando desembarcó estaba con vida y lo dejaron morir. Un pescador no vale nada. ¡Qué puede importar para el armador! Siempre lo consideró por debajo de los peces. La empresa paga por la vida del pescador ciento cincuenta mil soles. Y se acabó el lío. …) Pero toda la economía, toda la riqueza, gira ahora en torno del pescador. Nosotros saquemos los bancos de peces para los armadores, quienes gastan sus dólares en París, Londres, Nueva York… ¿Y nosotros, pobres gentes? No gastamos nuestros reales más allá de los barrios bajos. ¿Por qué Figari construye lanchas de trescientas cincuenta toneladas? Su astucia burguesa es obvia. Cancelará su pequeña flota y empleará menos tripulantes. Las bolicheras grandes pueden trabajar con pocos hombres y pescar más; pero si las embarcaciones chichas dejan de hacerse a la mar, ¿a dónde se va tanta gente? (“Los peces de oro”, Isaac Felipe Montoro, Editorial y Litografía Lima S.A. 1971, págs. 15 – 16) Al poco rato apareció un helicóptero que se llevó al herido. Figari era dueño de una millonaria flota pesquera, así como de una labia que lo había hecho contactar con viejos acaudalados, que confiaron en su palabra y prodigios y le proporcionaron créditos para que levantase el imperio de la pesca. En poco tiempo duplicó sus lanchas, montó fábricas harineras, instaló un quemador de anchoveta que fue el primer peldaño de su poderosa industria. Cuando Josué Canales le dijo que era un miserable porque se rehusaba ayudar a un hombre que había perdido los brazos en su lancha, Figari le dijo que él se había ceñido a la ley y que su compañía no pagaría ni un centavo por Chanti, porque este había cometido delito, pues, la ley castigaba a todos aquellos que se atrevían a pescar con dinamita. En este punto de la discusión, camareros del “Versailes”, café frecuentado por bohemios literatos, dieron de empellones al pescador y lo pusieron de patitas en la calle. Si bien el hogar de los Chanti, había tenido a veces algunos altibajos económicos, ahora, debido a su invalidez, éstos se agudizaron terriblemente. Su esposa, Remedios, ingresa a trabajar en una fábrica parchando redes, pero al poco tiempo es despedida. Lo que Chanti obtiene por la venta de revistas pornográficas no alcanza ni siquiera para que sus cinco hijos puedan llevarse un pan a la boca, de ahí que, llevada por la desesperación, Remedios y sus hijos mayores acuden a los basurales a recoger desperdicios para revenderlos: … “Al fin los Chanti tienen hallazgos: chistes, llaves, cuadros, fierros, libros, zapatos y otros objetos. Los envuelven en la manta que trajo Remedios. Los niños se disputan los efectos. Ella les hace ver que trabajan en sociedad, y que los beneficios serán para todos. Y vuelven a hurgar con sus ganchos. Chanti queda anonadado ante esta visión que indigna y humilla a un padre. Son las once de la mañana. Una pila de trebejos descansa sobre la ahuecada manta, que antaño perteneció a la madre de Remedios. Y hacen el fardo. Y con una cuerda la ciñen de tal forma que las cosas quedan bien atadas. Pero ni Remedios ni los niños pueden con tan pesado bulto. Chanti pide que el pedazo de cuerda que sobra, se lo aten a la cintura. Y hala el fardo como el caballo de un carro. El hombre cercenado que se comporta cual bestia de carga, conmueve a la chusma que rara vez siente conmiseración por ella misma” (Edic. cit, Ibidem; págs. 91 - 92). En tanto la “Curazao”, por exceso de carga, se hunde; Josué canales culpa de ello a Labatú y posteriormente a Pompeyo Figari. Este último es acusado por los pescadores de querer acabar con las lanchas pequeñas para poder lanzar sus lanchas de trescientas cincuenta toneladas y así ahorrarse mano de obra. Figari, después de acusar de comunista y charlatán a Josué, lo amenaza con abrirle juicio por difamación. El honesto pescador sabe que nada podía detener a aquel magnate de la pesca por lo cual, asociándose con otros pescadores, logra comprar a crédito la “Giannina”, una regia lancha de acero de doscientas veinte toneladas. Los experimentados hombres de mar tendrían que trabajar de crepúsculo a crepúsculo para pagar las letras de diez mil soles durante cinco años, pero saben que aquella es la única manera de liberarse de los tentáculos de Figari. Después de realizar una buena pesca, Josué y sus hombres llevan su mercancía a pesar a las tolvas de control, donde les pesan de menos. Figari se muestra muy preocupado, pues, piensa que sus hombres seguirán el ejemplo de los once pescadores que se independizaron de el adquiriendo su propia barca. “Si los astilleros continúan dando barcas al crédito, la flota pesquera se va a convertir en cooperativa, y yo, pionero de este negocio, quedo limitado a la industria de harina; y adiós mi imperio. No lo permitiré”, reflexionaba el potentado. Entretanto los hombres de la “Giannina son hostilizados; les demoran el pesaje en el muelle ocasionando que las anchovetas depositadas en las bodegas de la barca se pudran. El sabotaje de Figari comienza a dar sus resultados; prosiguiendo con su maquiavélico plan, soborna al inspector de naves para que determine que sus embarcaciones pequeñas no están en condiciones de salir a trabajar, dejando así a miles de trabajadores sin trabajo. Figari obtiene así la licencia para lanzar sus colosales naves, provocando la protesta de los pescadores quienes realizan piquetes de huelga. Ya ante el juez instructor, todo el caso queda archivado. Josué, indignado ante tanta bajeza, se dirige al recreo “Floresta”, para beber y olvidarse de tanta miseria. La “Floresta”, que no es nada más que un burdel camuflado, sirve para que muchas mujeres ejerzan el meretricio. Con gran sorpresa, Josué encuentra entre aquellas mujerzuelas a Remedios, la mujer de Chanti, quien agobiada por la necesidad pretende iniciarse en aquel ignominioso oficio. Una batida, pone a Remedios en una celda de la comisaría junto a otras mujerzuelas. Liberada ya, Remedios regresa a su hogar arrepentida del mal paso que iba a dar. Un Decreto, que prohíbe la pesca durante tres meses, obliga a Josué y su gente a hipotecar la “Giannina”, pues no les queda otro camino para obtener dinero y seguir cancelando las letras por la compra de la embarcación.” -¡qué Decreto nique ocho cuartos! Los pescadores peruanos hacemos sagrada esta ley; por eso harto sufrimos este tiempo. Mas, los piratas extranjeros no respetan la veda; yo los he visto: ¿y quién denuncia nada?”, se quejaba Josué amargamente. Cuando paso el tiempo de la veda, cientos de lanchas anchoveteras hiciéronse a la mar. Calaron vorazmente, surcaron por zonas innavegables, se arrimaron hasta la playa, pero la anchoveta de doce centímetros no apareció. No pudieron saldar sus deudas con el banco ni con el astillero. Acusados de estafa, cada uno debía estar en la cárcel; pero Figari enterado de la catástrofe, pagó las deudas sin que se lo solicitan, y resultó dueño de la “Giannina”, trayendo por tierra los sueños y las ilusiones de Josué y sus compañeros. En tanto, Chanti realiza una variedad de trabajos: hombre – anuncios (de su pecho y espalda colgaban sendos cartelones donde leíase la apertura de cierto bazar); actuando con su perro Boby, quien hace algunas gracias que el mismo Chanti se ha preocupado en enseñarle. Muchas veces Chanti tiene que soportar las burlas de la gente, como la de aquél que le dijo que se dedicara al fútbol, pues, nunca cometería penal. Gracias a Josué, tipo de gran influencia sobre los integrantes del Gremio Pesquero, Chanti logra un trabajo en el muelle; cuando cobró su primer salario, no cabía en sí mismo de contento. Asignado como delegado de los pescadores, su misión era controlar las tolvas con tal celo, que no dejara robar a los armadores un kilo de anchoveta. Había aprendido a escribir con la boca, sujetando el lápiz con los dientes, los guarismos no le salían perfectamente, pero se entendía en forma clara. Chanti era leal, no se dejaba sobornar por los armadores, pues, el criterio de los pescadores, había sido hasta entonces que los delegados vendidos a los armadores, anotaban cifras falsas en perjuicio de los tripulantes. Pero dudaban de que esta honestidad, fuera por mucho tiempo, porque otros como él en el comienzo eran incorruptibles, y no tardaron en caer en la tentación. Sin embargo, decían que su invalidez, era indiscutible motivo para que fuese derecho, ya que de no ser así, su puesto estaría en juego. Tan luego incurriera en falta, sería despedido con el estigma de amarillo. ¿Y dónde iría a trabajar? Por un sentimiento de compañerismo le habían dado una mano y, en reciprocidad, no podía defraudarles haciéndoles una barrabasada, “Chanti, hay tolvas rateras, vigila bien el pesaje”, le decían. Y en efecto sus bonos subieron cierta tarde, que denunció la tolva amañada para cubicar cuarentaiocho kilos menos. En una rebelión encabezada por Josué los pescadores tomaron las bolicheras de Figari y se hicieron a la mar. Los policías se sintieron impotentes debido a que sabían que en el fondo los insurrectos no hacían ningún daño y que por el contrario, con su pesca, contribuían con la economía del país. Mientras tanto Figari hablaba estentóreamente al capitán del puerto. Exigía que las naves policíacas recuperaran con violencia sus barcas, y pedía el arresto y la consiguiente sanción para los invasores. El capitán del puerto, indignado, recriminó a Figari por su falta de escrúpulos hacia los pescadores; le dijo que de ninguna manera, por defender su propiedad, mataría a mis pescadores que ayudaban a resolver la crisis del hambre, y, que después de que pasara su informe, no sería raro que el Gobierno expropiara sus lanchas. Así culmina esta novela de Montoro, escritor solitario, que brilla con la aureola de aquellos que se convierten a la postre en uno de los grandes exponentes de su generación. Los méritos literarios de Isaac Felipe Montoro no obedecen a ningún plan o fantasma publicitario, sino a su constancia y dilección en la construcción de sus dieciocho novelas, que lo han convertido en el novelista más prolífico de la literatura peruana. Cuando el doctor Hu Menghao, eminente filólogo chino y rector de la Universidad de estudios Especiales de Shanghái, realizó una intensa labor académica en nuestro país, invitado por la Universidad de San Marcos, manifestó que las obras latinoamericanas más leídas en china eran “Cien años de soledad” del colombiano Gabriel García Márquez, y “Los peces de Oro”, del peruano Isaac Felipe Montoro. “Son mis libros de cabecera, y me han enseñado a comprender y analizar la realidad latinoamericana”. (“Revista Oriental”, Año LX Nº 693, 4/90) Esta novela laureada con el premio del Instituto Nacional de Cultura 1971, nos pinta de cuerpo entero a un novelista identificado con su época. “No estoy de acuerdo con los que escriben ficción como en el caso de los novelistas simplemente imaginarios, porque esto crea un desconcierto en el lector, que tiende siempre a revestir de certeza y realismo los episodios que narra el novelista. Ni tampoco con los que describen sólo los hechos reales, que constituyen un mero documental o memorándum periodístico. Considero que el artista como el hombre de letras, trabaja con la realidad más la ficción, porque de este binomio emergerá su obra, especialmente de la realidad que viene a ser la materia prima con la que el novelista cuenta para su creatividad”. (“La Crónica” Tercera Edición, Lima martes 9 de noviembre de 1976). Otras novelas de Montoro son: “La caída de la loba”, “El comandante Pintado”, “Las ratas del castillo”, “Callejón de la soledad”, “El secuestro de Anastasia”, “La sombra de Avelino”, “Luz en el puerto”, “Hoguera en la Nieve”, “La Muerte de Marina Altamira”, “La Fuga del Zorzal”, “El acusado Rojo”, “Guerra y hambre”, “La doble cara de Rosa Villa”, “Los Demonios del Rock”, “La venganza del ofendido” y “Un hombre extraño”.
UNA HUÉRFANA EN CHORRILLOS
Esta comedia en verso fue compuesta por Felipe Pardo y Aliaga en 1833. Dividida en cinco actos, la escena acontece en Chorrillos en el año de 1832 en el rancho de doña Faustina. La obra se inicia cuando don Jenaro, hermano de doña Faustina, llega a casa de ésta para confirmar si su hermana y su sobrina Flora, llevan una vida escandalosa, tal como se lo ha manifestado en una carta, Ricardo, un militar enamorado de Flora. Pascuala, una criada mulata, le confirma las sospechas: … “¡ah! Como que su mercé / No sabe lo que aquí pasa. / ¿Quién se acuesta en el Chorrillo / Antes de la madrugada? / ‘Y gracias a que esta noche / En la calle es la jarana! / Que cuando en casa nos toca / La función… ¡Virgen sagrada! / ¡Qué afán! ¡Qué juego! ¡qué gritos! / ¡Que entrar y salir de gentes! … “(“Teatro de Felipe Pardo y Aliga, Editorial Universo, pág: 172) Desde la muerte de su madre, doña Luisa, Flora lleva una vida desordenada influenciada por doña Faustina y por su tutor, don Custodio quien pretende casarla con Quintín, su sobrino; la fortuna que ésta ha heredado es “la miel que atrae a las abejas”. Don Jenaro ha adelantado su llegada, por eso cuando Ricardo llega a casa de Flora, se siente sorprendido. Don Jenaro luce poncho y sombrero como los que usan los pescadores, puesto que en el camino fue asaltado por tres bandidos que lo dejaron sin ropa. Ricardo confiesa a don Jenaro la incertidumbre de Flora. Le cuenta que doña Luisa murió intestada, y que por esa razón, doña Faustina y don Custodio, se han confabulado para casar a Flora con Quintín, y así poder disponer de la fortuna de ésta. Enterado de la situación, don Jenaro se4 siente seguro de poder salvar a la sobrina de las garras de las aves de rapiña que la rodean. Ricardo se marcha albergando la esperanza de que Flora haga caso a los consejos de un tío a quien tanto amaba en su niñez. Cuando Faustina, Flora y don Custodio llegan a la casa después de haber estado en una fiesta, se enteran por Pascuala de la llegada de don Jenaro. Faustina se alarma, pues, al día siguiente, llegará don Jervasio, notario a quien se ha llamado para que case a Flora y a Quintín. Don Custodio la calma diciéndole que ha enviado a don Fortunato, viejo timbero que habita en la casa, a prevenir al notario: … “Don Fortunato ha marchado / esta tarde a prevenir / que ya no debe venir / como habíamos quedado / antes de las diez del día; / porque hice la reflexión / de que tal vez la atención / de las gentes llamaría. / si ya se ha largado el tal / hermano, libres estamos: / si no, al notario encerramos / en cualquiera mechinal”. (Edic. cit, Ibidem; págs. 188 -189) Faustina se muestra temerosa porque sabe que a pesar de la conducta de su sobrina. Ricardo todavía no renuncia a su amor. Sabe además que su hermano apoyará al muchacho, pues, éste sirvió en el ejército bajo su mando cuando aquél era coronel. Cuando se anuncia la presencia de don Jenaro, Don Custodio se retira, no sin antes prevenir a doña Faustina que se muestre prudente con el hermano. Don Jenaro se da cuenta que Faustina se muestra evasiva cuando él toca el punto del casamiento de Flora. Aparece Quintín quien no está dispuesto a pasar la noche durmiendo y se lleva a tía y sobrina con la intención de seguir la jarana. Vanos son los intentos de don Jenaro por impedir la partida de las acomedidas damas:… “Parece el tal don Quintín / jefe a tal tropa adecuado. / ¡Cierto que es bien descocado / el mocito y parlanchín ¡/ Las noticias que tenía, / ya confirmándose van. / Estos locos estarán / hasta que amanezca el día; / para bailar reclutando las gentes que estén despiertas; / y echando abajo las puertas / de las que se hallen roncando”. (Edic. Cit, Ibidem; págs. 199) al día siguiente, muy temprano, aparece don Fortunato, quien se ha pasado la noche durmiendo fuera de la casa, pues, por más que tocaba la puerta nadie le abría. Don Jenaro se entera que la habitación que ´Faustina le ha dado es la que ocupa el vago de Fortunato. Como si fuera el dueño de la casa, Fortunato se deshace en ofrecimientos para con don Jenaro: … “ustedes me han tranquilizado, / porque pensé que algún otro / se había metido en mi cuarto. / Puede usted estar en él / cuanto quiera, sin reparo”. (Edic. Cit, Ibidem; págs. 205) Fortunato, que había olvidado ir a Lima a prevenir al notario, parte apresuradamente temiendo las represalias de don Custodio. Al poco rato aparece don Ambrosio, escribano que viene en reemplazo de don Jervasio quien se halla constipado. Por él, don Jenaro se entera del plan que Faustina y don Custodio vienen maquinando: embaucar a Flora y casarla con Quintín Huerta. Don Jenaro soborna al escribano para que no diga una palabra de lo que han conversado y lo envía a casa de Ricardo, indicándole que lo espera allí. Don Jenaro se da cuenta que lo primero que debe hacer es sacar a su sobrina de Chorrillos y llevársela a Lima, donde se encuentran sus seis hijos y Tomasa, su mujer. En una entrevista con Flora, logra convencerla de su objetivo; pero la aparición de Faustina y don Custodio traen por los suelos su plan: … “En mi opinión, este viaje / no puede hacerle provecho: / porque es probable, que al pecho / le daña andar en carruaje. / Desde que está en el Chorrillos, / ya casi nada la aflige; / antes de venir lo dije: / el remedio era sencillo. / Esa atmósfera de Lima, / es para Flora infernal, l/ y sólo siente su mal / aliviado en este clima”, manifiesta don Custodio. (Edic. cit, Ibidem; págs. 224) Viendo que cualquier argumento sería inútil, don Jenaro se marcha a ver al escribano. Como las cosas se van complicando, don Custodio siente la necesidad de apresurar el casamiento de su sobrino con Flora. Advierte a doña Faustina que ni Flora ni Quintín deben enterarse que van a ser casados, que debe mostrarse alerta para que Flora y su tío no puedan encontrarse solos, y que no trate de incomodar a don Jenaro, pues, éste puede enfurecerse y echar todo a perder. Faustina se marcha prometiendo al viejo abogado acatar sus consejos. Cuando Fortunato aparece, don Custodio se queda pasmado: …”Pero ¿No le dije a usted, / ¡Por San Pablo! Que marchase / con el encargo de ver / al notario, y avisarle / que hasta hoy después de comer / no emprendiera aquí su viaje?”. Fortunato ha estado jugando cartas con don Mansueto, quien le ganó hasta la última peseta. Custodio, enfadado, ordena al viejo cafre, que vaya en busca del notario a quien de seguro encontrará ya a medio camino de Chorrillos: … “Sin que lo perciba nadie, / lo lleva usted a mi casa; / y en todo el día no sale / de allí”, dictamina el viejo abogado. Fortunato regresa y pone en conocimiento de don Custodio todo lo sucedido, don Ambrosio, amigo de su niñez, le ha contado que viniendo a reemplazar a don Jervasio, entró en casa de doña Faustina donde topó con el coronel don Jenaro. Custodio culpa del mal cariz que va tomado el asunto a Fortunato:… “¡Ah Dios! Ese no haber ido / a Lima ayer, el fatal, / el fecundo manantial / de tanta desdicha ha sido / si usted parte ayer, todo es / y sencillo a la fecha, y llano… / no viene aquí el escribano… “(Edic. Cit, Ibidem; págs. 248) Flora y Ricardo se encuentran, y el joven militar y no pierde la oportunidad para reprocharle su conducta. … “Tú has cambiado enteramente / de hábitos, de pasatiempos, / de relaciones. Estando con tu madre, el tierno esmero / en cuidarla, la lectura, / el piano, un círculo estrecho / pero escogido de amigas / y de amigos verdaderos, / eran manantial hermoso / y único de tu recreo” (Edic. cit, Ibidem; págs. 259) Flora se pone a llorar y Ricardo la consuela, en el preciso instante en que aparece Quintín y se burla de tal escena. Ambos hombres se enfrascan en una acalorada discusión y Quintín, al ver que el asunto se le pone difícil y que va a llevar la peor parte, comienza a hablar en voz alta para ver si alguien acude y lo saca del apuro. Don Custodio y Faustina intervienen evitando así que el pusilánime Quintín lleve una paliza. Ricardo se marcha después de recibir una injusta reprimenda por parte de la dueña de casa. Custodio recrimina a Faustina por dedicarse a estar jugando a las barajas en vez de poner más empeño en casar de una vez por todas a Quintín con Flora: … “Olvide usted las barajas. / ¡Por Dios, señora! Y ¡alerta! / Que esto se nos desconcierta / si usted se duerme en las pajas. / don Jenaro es diputado, / por nuestro mal, al Congreso; / y usted sabe, con sólo eso, / cuánto tiene adelantado, / a un hombre en tal posición / todo el mundo lo agasaja / por si alguna vez hay raja / que sacar de la nación”. (Edic. Cit, Ibidem; págs. 267) Don Fortunato, que no anda más que perdiendo a las barajas, solicita a Quintín un préstamo. Ante la negativa de éste, el viejo fullero le saca en cara su cobardía frente a Ricardo y amenaza con vengarse del sobrino y del tío. En una larga conversación con Flora, don Jenaro le reprocha el haberse negado a marcharse con él a Lima, así como la vida que está llevando: … “¿Quién me podía haber dicho que de juego en una mesa / te había de ver alternando / con tantas gentes groseras; / a lances escandalosos, / a repugnantes reyertas, / a indecentes libertades, / y a mil injustos expuesta? / ¿Cómo pensar que tuvieses / familiaridad estrecha / con gentes que se distinguen / por la opinión más perversa, / y en vínculos fraternales / pudiese vivir con ellas? / ¿Cómo tranquilo mirarte / en separación eterna / de tantas familias que honra, / en vez de oprobio, te dieran; / olvidando de tu madre / las amigas verdaderas, / por otras, que, con su trato / y su inmediación, te infestan?”. (Edic. Cit, Ibidem; págs. 293) Flora quiere obedecerle, pero la influencia que Faustino y Custodio ejercen sobre ella, es mucho más fuerte que su voluntad. Don Jenaro sabe que la única forma de salvar a la huérfana es sacándola de Chorrillos y llevándola a Lima. Flora no puede contener el llanto, y así la encuentran su tía y su tutor. Faustina increpa a don Jenaro por estar “martirizando” a la muchacha. Ambos hermanos comienzan a recriminarse acaloradamente mientras don Custodio trata de calmar los ánimos, Faustina y Custodio toman de un brazo a Flora y se la llevan, sin que don Jenaro pueda hacer nada. Ricardo se entera por el sufrido tío, que éste aún no le ha dicho a Flora el plan que han concebido su tía y su tutor. Ricardo está enterado que Flora ha ido a Surco a una procesión, pero siempre bajo la celosa guardianía de Faustina y Custodio. Grande es la sorpresa de don Jenaro cuando don Fortunato, vengándose de Quintín y su tío, revela el nuevo plan que han lucubrado su tía y el tutor: Flora será llevada de Surco a Lima, donde piensan llevar a cabo el casamiento. Para el viaje, Custodio se apodera del caballo de don Jenaro lo cual aumenta la tirria del viejo coronel hacia el malévolo tutor de Flora. Para sorpresa de todos, Flora se regresa a Chorrillos sin que nadie sepa de su paradero. Don Jenaro culpa a Faustina y a Custodio por la desaparición de la muchacha llamándolos “necios y bribones”. En plena discusión, donde insultos van e insultos vienen, aparece Flora acompañada de Ricardo Y Pascuala. Todos escuchan intrigados el relato de la muchacha, quien manifiesta que estando en la procesión, se le acercó Quintín, el cual, con engaños, trató de llevársela “sabe Dios a dónde” pero la oportuna aparición de las hermanas Antequera, dos viudas del barrio, impidieron que el maquiavélico muchacho llevara a cabo su plan. Más aún, para mala suerte de Quintín, apareció Ricardo quien le propinó tal paliza, que algunas costillas le cambiaron del lugar. Don Custodio trata de librarse de su culpabilidad hablando mal de su sobrino, pero don Jenaro le recrimina que tan sinvergüenza es él como Quintín. Don Custodio haciéndose el ofendido opta por retirarse. Flora reconoce al fin las buenas intenciones de su tío y acepta marcharse con él a Lima. Lo único que preocupa a la muchacha es el “qué dirá” de la gente. Don Jenaro la tranquiliza con unas sabias palabras: … “Y ¿qué haremos? / Aderezos necesarios / de estos lances siempre son, / los malignos comentarios / que sirven de diversión / a tontos y a perdularios; / más el vulgo insustancial / no ofuscará la evidencia / de un caso como el actual; / y descansa en tu conciencia / que no has librado tal mal; / porque con romper sus grillos / y salvar de dos tan grandes / y desaforados pillos, / ha puesto una pica en Flandes, / una huérfana en Chorrillos”. (Edic. Cit, Ibidem; págs. 354 - 355)
(Edic. cit, Ibidem; págs. 38 -39)
EL VUELO DE LOS CÓNDORES
Este cuento, de Abraham Valdelomar, tan revelador de la unión entre amor y muerte en su experiencia infantil, fue publicado por el escritor iqueño en “La Opinión Nacional”, el 28 de Julio de 1914. Este cuento, como “Los ojos de Judas” y “El Buque Negro” contiene una serie de datos que pueden ser conectados con la vida real. Veamos este fragmento de la carta que Valdelomar envía a su madre desde roma el 15 de Agosto de 1913… “… y si acaso te acuerdas de algunas de esas coplas que cantaban los payasos en las esquinas cuando salían a convidar por las tarde, en Pisco; también dime si recuerdan ustedes que un circo Nelson y Vidal que hubo en Pisco, no tenía una chiquilla que trabajaba en el circo y que se cayó una noche haciendo una prueba y casi se mata o se mató…” (“Obras, textos y dibujos”, edición compilada por Willy Pinto Gamboa; pág. 839); testimonio por demás confesional. Veamos el argumento. Cuando Abraham llegó a su casa no supo que decir para justificar su tardanza. Había salido de la escuela a las cuatro y se había detenido, camino a casa, en el muelle, donde un grupo de curiosos veían con alegría el desembarco de los integrantes de un circo. Primero fue su hermano Anfiloquio quien le llamó la atención; después fue su madre: … “Como jovencito ¿éstas son horas de venir?...” Todos se habían acostado ya, cuando la madre de Abraham fue a verlo a su habitación y se sentó a su lado: … “Me riñó blandamente, y entonces tuve claro concepto de mi falta. Me acordé de que mi madre no había comido por mí: me dijo que no se lo diría a papá, porque no se molestase conmigo. Que yo lo hacía sufrir, que ya no la quería. -¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo, que hasta ese instante me había contenido, no pude más y, sollozando, le besé las manos. Ella me dio un beso en la frente. ¡Ah, cuán feliz era, que buena era mi madre, quien sin castigarme, me había perdonado!”. (“Cuentos y poemas” Abraham Valdelomar. Ediciones Populosas Los Andes. pág: 117) Esa noche soñó con el circo. Con los payasos, el oso, el mono, el caballo y sobre todo con una niña rubia, de ojos negros, que lo había cautivado. El día sábado, a la hora del almuerzo, todos se hallaban ansiosos, pues, el papá de Abraham, había entregado a la madre un sobre con unos papelillos morados. Eran las entradas para el circo; venía dentro un programa en el que se hacía mención al afamado barrista Kendall, el célebre domador Mister Glandys; el graciosísimo payaso “Confitito” y el extraordinario y emocionante espectáculo “El Vuelo de los Cóndores”, ejecutado por la pequeñísima artista Miss Orquídea. A esos artistas y a otros más, la gente del lugar pudieron verlos en el gran desfile que realizaron por las calles del pueblo. El día ansiado llego al fin, y Abraham y sus hermanos pudieron acudir al circo en compañía del padre. A la entrada del circo, en la acera, había mesitas donde vendedores ambulantes ofrecían desde chica de maní y butifarras, hasta escabeche y la deliciosa causa. Un tercer campanillazo dio inicio a la función, durante la cual fueron desfilando los artistas ante la aclamación y agradecimiento del eufórico público asistentes. Al terminar el segundo entreacto, se anunció el número más sensacional del espectáculo: “¡El Vuelo de los Cóndores!”… “La música comenzó con el programa: Obertura por la banda. Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble fila. Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía. Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra. Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgóse, giró retorcido vertiginosamente, paróse en la barra, pendió de corvas: de brazos, de vientre; hizo rehilete y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó en la alfombra, en el centro del circo. Gran aclamación. Agradeció. Después todos los números del programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó ése con a pata desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos eran cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán. Salió Mister Glandys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se golpeó varias ve4ces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo entreacto: -¡El Vuelo de los Cóndores!” (Edic. cit, Ibidem; págs. 121 - 122) . La encargada de realizar el tan esperado número era Miss Orquídea, la niña rubia de ojos negros. La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio, que pendiendo del centro, le acercaban con unas cuerdas en la mano, y, colgada de él, atravesara el espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto. Serenamente realizó la peligrosa hazaña mientras el público silencioso e inmóvil la contemplaba, y cuando la niña realizó su proeza y saludó orgullosa del triunfo, el público la aclamó con vehemencia. Fue tanta la ovación que el hombre que la dirigía le indicó que repitiera la prueba, pero esta vez algo falló. Cogió mal el trapecio, se soltó a destiempo, titubeo un poco, dio un grito profundo y cayó sobre la red del circo, que la salvó de la muerte. De todas formas quedó malherida y, aunque el circo siguió funcionando, ya no daban “El Vuelo de los Cóndores”. Algunos días más tarde, cuando se dirigía a la escuela, Abraham vio a Miss Orquídea en una terraza frente al mar. Sentada en gran sillón, envuelta en una manta verde, inmóvil. Ella lo miró dulcemente, y Abraham pensó “¡Cuán enferma debía estar!”. Así se vieron durante ocho días sonriéndose; pero sin hablarse. Al noveno día la muchacha ya no estaba en aquel lugar habitual y el pequeño Abraham se alarmó. Como había oído decir que el circo se iría pronto, se encamino apresuradamente hasta llegar al embarcadero que estaba en la punta del muelle. Allí, entre una fervorosa multitud que se había dado cita, vio a la niña rubia de ojos negros que era ayudada a subir a un bote. “Adiós”, lograron decirse. Los ojos del pequeño Abraham la vieron esfumarse en el horizonte con un pañuelo en la mano que con la distancia semejaba un ala rota, una paloma agonizante.
LA CIUDAD Y LOS PERROS
Para José María Valverde, miembro del jurado que premió a “La ciudad y los perros” con el Premio Biblioteca Breve 1962, ésa “es la mayor novela de lengua española desde Don Segundo Sombra” (“un juicio del Dr. José María Valverde” (a modo de prologo), en “La ciudad y los perros”, por Mario Vargas Llosa (Barcelona: Seix Barral, 1963). Traducida a más de 15 idiomas (una traducción rusa ha alcanzado un tiraje de 350,000 ejemplares), esta novela es una de las más logradas de este trashumante escritor arequipeño, que ha incursionado en los más variados géneros: periodismo, cuento, novela, ensayo y teatro. La novela, cuyo núcleo se centra en el Colegio Militar Leoncio Prado, deja traslucir las vivencias que tuvo el autor durante los tres años en que fue alumno de dicho claustro. El mismo autor confirma indirectamente este hecho cuando manifiesta “que el origen de toda vocación literaria es una insatisfacción profunda de la realidad que lleva a un hombre, demencialmente, a querer sustituir el mundo real por otro, creado con palabras, que es a la vez reflejo y negación de aquél (…) pienso que uno escribe siempre a partir de ciertas experiencia personales que lo marcaron más profundamente que otras, y que llegan a constituir presencias obsesionantes de las que trata de librarse en el acto de la creación” (“Narrativa peruana 1950 – 1970”; selección de Abelardo Oquendo, pág. 24). Con ésta, su primera novela, Vargas Llosa se inscribió de lleno en la “nueva narrativa hispanoamericana”. Conocida es también, la maestría con que Vargas llosa impregna su obra con variadas técnicas narrativas; verbigracia: el narrador “ausente·, los narradores sucesivos de una misma historia, la prosa poética, las rupturas temporales, el dato escondido elíptico o en hipérbaton (para esta última Cf. “García Márquez historia de un deicidio”); pero quizá lo que más llama la atención, son los excelentes ejemplos de una utilización inteligente y eficaz del monologo interior. Esta última técnica consiste en suprimir la distancia entre el narrador y el personaje presentando el relato no como un cuento del autor sino como el proceso mental de una persona. Por lo general se admite que el primero en utilizar el monólogo interior fue el francés Eduard Dujardin (1861 – 1949), en su novela “Han sido cortados los laureles”, publicada en 1887. Se trata de una novela calificada por los críticos de “muy mala” y que hubiera caído en el más lamentable olvido si James Joyce, el célebre escritor irlandés, no la hubiera leído y comentado posteriormente en una carta a Valéry Larbaud en 1920, es decir, dos años antes de la publicación fragmentaria del “Ulises”. Dujardín tuvo la idea genial de introducir verdaderamente al lector en el curso de una conciencia pensante y hacerle asistir y participar en las perplejidades, contradicciones y pruebas de una vida que se da abierta, desnuda, libre, virgen. Por último cabe anotar, que sólo con la aparición de “Ulises” de Joyce, el monólogo interior alcanza su máxima perfección y maestría. Vayamos al contenido de “La ciudad y los perros”, que en si describe la vida del Colegio Militar Leoncio Prado, particularmente, la de un grupo de adolescentes cuyo rasgos característicos, causales de sus apodos, se irán manifestando en el transcurso de la obra. Boa, Rulos, el Poeta, Cava, el Esclavo, el negro Vallano, y otros cadetes más formaron una asociación a la que denominaron “El Círculo”. El Jaguar, un muchacho rubio de gran destreza en la pelea cuerpo a cuerpo, es quien propone el nombre, y será él mismo quien dirija los “Proyectos” de ésta. Siendo alumnos del tercer año, recién ingresados, fueron “bautizados” por los cadetes de cuarto y quinto año. El “bautizo” consistía en una serie de agresiones físicas y morales contra los recién ingresados a quienes se les denomina “perros”. Uno de los más vejados fue un muchacho de Carácter sumiso de apellido Arana, a quien todos llaman el “Esclavo, quien es obligado a cantar “Soy un perro”, con un ritmo de corrido mejicano, bolero, mambo y vals criollo: … “y luego lo sacaron de la cuadra y lo llevaron al estadio y no podía recordar si aún era de día o había caído la noche. Allí lo desnudaron y la voz le ordeno nadar de espaldas, sobre la pista de atletismo, en torno a la cancha de fútbol. Después lo volvieron a una cuadra de cuarto y tendió muchas camas y cantó y bailó sobre un ropero, imitó a artistas de cine, lustró varios pares de botines, barrió una loseta con la lengua, fornicó con una almohada, bebió orines, pero todo eso era un vértigo febril y de pronto él aparecía en su sección, echado en su litera, pensando: … “juro que me escaparé. Mañana mismo” (“La ciudad y los perros”, Editorial Seis Barral, 1982 – págs. 54 – 55). Sumido en su amargura, Ricardo Arana parecía haber olvidado que él mismo le había pedido a su madre que lo pusiera interno, como para alejarse de su padre, de quien sólo tenía noticias algunos días. Siempre había sido sumiso, por eso cuando el Jaguar lo golpeó la primera vez él le había pedido perdón de rodillas: “Me das asco. No tienes dignidad ni nada. Eres un esclavo”, le había dicho el Jaguar, y fue así como lo marcó con ese apodo que se aferro a él como hiedra a la roca. La misma noche en que fueron “bautizados” –el único que no se dejó vejar fue el Jaguar, quien se defendió con suma fiereza-, se reunieron los muchachos quienes aún sentían en sus bocas la amarga bilis de la rabia y la indignación: … “Hay que defenderse. Nos vengaremos de los de cuarto, les haremos pagar caro sus gracias. Lo principal es recordar las caras y, si es posible, la sección y los nombres. Hay que andar siempre en Grupo”, sentencia el Jaguar enfáticamente. Así es como nació “El Círculo”, de cuyas represalias fueron víctimas los cadetes de cuarto año: cabezas rotas; un cadete que amaneció desnudo, amarrado y con grandes moretones en el cuerpo enervado por el frío de la intemperie; pero el golpe más audaz fue una incursión a la cocina para vaciar bolsas de caca en las ollas de sopa del cuarto año que envió a muchos a la enfermería con católicos. Así pasó el tiempo, entre rencilla y rencilla, y aún cuando llegaron a quinto año y ya no tenían a quienes temer, el Círculo continuó reuniéndose todas las noches. Se examinaba un proyecto, y el aguar lo perfeccionaba e impartía las instrucciones. En ese ámbito surge un arriesgado proyecto. La substracción fraudulenta de las preguntas del examen bimestral de química del quinto año. Es el serrano Cava, amparado por la oscuridad de la noche, el encargado de cometer el dolo. El teniente Gamboa, oficial temido por los cadetes, descubre la existencia del Círculo y lo disuelve,; pero luego se forma el “Círculo chico”, dirigido por el Jaguar y al que pertenecen sólo cava, Boa, Rulos y él. Es en este grupo hermético donde circulan las preguntas del examen de química. Por eso, Alberto Fernández, joven miraflorino aficionado a escribir cartas amorosas y novelitas eróticas para sus compañeros y a quien llaman el Poeta, solicita al aguar la facilite algunas preguntas. Este se niega alegando que no hay relación alguna entre el Círculo y aquel hecho delictuoso. A Alberto se le había ocurrido escribir novelitas eróticas de cuatro páginas, cuando el negro Vallano le confiscaron “Los placeres de Eleodora”, un librito cuyo contenido excitaba los ánimos de toda la cuadra. El día de la prueba, Alberto recibe una bolita de papel donde se hallan las fórmulas de química. Gamboa descubre el hecho y da el cadete que envió el papel: es Ricardo Arana, el “Esclavo”. “Tengo que consignarlo Sábado y Domingo. La vida militar es así, no se casa con nadie, ni con los ángeles”, dice Gamboa, dando por terminado el examen. Ese fin de semana, Alberto, prometió al “Esclavo” que iría a casa de su amiga Teresa a decirle que no podía llevarla al cine. Alberto recorrió la pequeña casa de Alcanfores en la que ahora vivía y, en contrate, le venía el recuerdo de la de Diego Ferré, tan espaciosa y ventilada. Sus padres estaban separados y discutían las pocas veces que se reunían; Alberto lamentaba que éstas coincidieran con sus salidas del colegio: “¡Eres un miserable, un perdido! (…) ¡fuera de aquí! Esta es mi casa, la pago con mi dinero. (…) Esta es una casa limpia, no tienes derecho a venir a ensuciarla. Vete donde esas pérdidas, no queremos saber nada de ti, guárdate tu dinero. Lo que yo tengo me sobra para educar a mi hijo”, son algunas frases que Alberto escuchaba a su madre. (Edic. cit, Ibidem; págs. 89). Su padre, un hombre bajo y macizo, un poco calvo, escuchaba gritar a la mujer con mucha serenidad: “-Carmela, tranquilízate. No quiero pelear contigo. Un poco de paz. No puedes seguir así, es absurdo. Tienes que salir de esta casucha, tener sirvientas, vivir. No puedes abandonarte. Hazlo por tu hijo”, decía el padre. Ese fin de semana, Alberto, salió con Teresa, la amiga del Esclavo. “¡Ah, tienes un plancito cholifacio! Buen provecho”, le habían dicho unos amigos miraflorinos que lo vieron descender del Expreso, en Lince. Alberto lamentaba haber gastado con Teresa el dinero con el que pensaba visitar a “Pies Dorados”, una bella prostituta del burdel de Huatica. Fue el negro Vallano quien comunicó a los cadetes sobre la existencia de “Pies Dorados”; una semana después, media sección la conocía. “Manco Cápac es un puto, con su dedo muestra el camino de Huatica”, decía el negro Vallano haciendo alusión al Inca de piedra que señalaba por coincidencia la ubicación del célebre burdel victoriano. Ese fin de semana, cuando regresaron al colegio, los alumnos se dieron con la noticia de que el robo de la prueba de química había sido descubierto. “-consignados hasta que se descubra quién fue”, le dijo el Esclavo a Alberto. Todos esos fines de semana sin poder salir del colegio eran una tortura para los alumnos, sobre todo para los de quinto año, quienes encontraban un paliativo para su mal en “La Perlita”, una tienda ubicada cerca a la cancha de fútbol donde el propietario, un cholo corrompido y vicioso llamado Paulino, expendía licor y cigarrillos a los cadetes. Ricardo Arana, el Esclavo, no puede soportar el enclaustramiento y, presentándose donde el teniente Remigio Huarina, denuncia al serrano Cava, pues, él, había estado de guardia la noche que se cometió el hurto, y había visto a Cava dirigirse a la oficina donde se hallaba la prueba. El mismo día que Cava es arrestado, el Esclavo obtiene permiso de salir, pretextando ver a su madre que está enferma; Alberto en el fondo sabe que no es más que una farsa y que Ricardo Arna es el delator. Alberto sale del colegio trepando una pared que da a la cancha de fútbol y va a casa de Teresa esperando encontrar al Esclavo: … “Entraré, les daré la mono sonriendo, he venido sólo por un segundo, perdónenme, Teresa mis dos cartas por favor, tomas las tuyas, tú quieto Esclavo, hablaremos después, este es asunto de hombres. ¿Para qué hacer un lío delante de ella?, dime ¿tú eres un hombre?”, se decía Alberto mientras recorría las calles vacías rumbo a casa de la muchacha. (pág: 153) en el fondo eran los celos, los que lo hacían pensar así, y así se lo hizo saber a la humilde muchacha, quien no sabía nada de Ricardo Arana. Los jefes de compañía del quinto año, Huarina, Calzada y Pitaluga, comentaban la falta cometida por Cava. “El lunes a las once”, respondió Huarina indiferente, cuando Calzada le preguntó cuándo le arrancarían las insignias. No eran aún las seis de la mañana, cuando los cadetes fueron formados con uniforme a implementos de campaña. Nadie imaginó que aquellas maniobras que habían realizado tantas veces terminaría en una tragedia: Ricardo Arana, cadete del último año y a quien llamaban el Esclavo, recibió un tiro a la altura de la nuca, y, sin recuperar el conocimiento, falleció a los tres días. Las autoridades del colegio para evitar cualquier problema que se pudiera suscitar ante tan nefasto hecho, dieron por terminado el caso alegando que todo fue por negligencia del cadete, a quien se le escapó un tiro y que “en el ejército no se pueden cometer errores”. La degradación del serrano Cava, ante todos los alumnos del colegio formados en el patio, quedo olvidada rápidamente ante la noticia de la muerte de Arana. El Boa, quien tiene relaciones sexuales con gallinas y con una perra la Malpapeada, a la que tortura con fricción hasta romperle una pata, fue uno de los que más lamentó la expulsión de Cava, pues, a pesar de que al comienzo no lo pasaba porque era serrano, este anticuerpo se fue desvaneciendo poco a poco. Un hermanastro suyo había sido chaveteado por unos serranos en Huancayo, de ahí su aversión a ellos: … “Será por eso que los serranos siempre me han caído atravesados. Pero en el colegio había pocos, dos o tres. Y estaban acriollados. En cambio, cómo me choco cuando entre aquí (Leoncio Prado) la cantidad de serranos. Son más que los costeños. Parece que se hubiera bajado toda la puna, ayacuchanos, puneños, ancashinos, cuzqueños, carajo y son serranos completitos, como el pobre Cava. En la sección hay varios pero a él se le notaba más que a nadie. ¡Qué pelos! No me explico cómo un hombre puede tener esos pelos tan tiesos. Me consta que se avergonzaba. Quería aplastárselos y se compraba o sé qué brillantina y se bañaba en eso la cabeza para que no se le pararan los pelos y le debía doler el brazo de tanto pasarse el peine y echarse porquerías. Ya parecía que se estaban asentando, cuando, juácate, se levantaba un pelo, y después otro, y después cincuenta pelos, y un mil, sobre todo en las patillas, ahí en donde los pelos se les paran como agujas a los serranos y también atrás, encima del cogote. El serrano Cava ya estaba medio loco de tanto que lo batían por los pelos y su brillantina que echaba un olor salvaje a podredumbre. Siempre voy a acordarme de tanto que lo batían cuando aparecía con su cabeza brillando y todos lo rodeaban y comenzaban a contar, uno, dos, tres, cuatro, agrito pelado, y antes que llegáramos a diez ya habían saltado los pelos, y él aguantando verde y los pelos saltando uno tras otro y antes que contáramos cincuenta todos sus pelos estaban como un sombrero de espinas”, pensaba el boa, en ese entonces (pág: 228). El Esclavo fue velado en la capilla del colegio y, cuando parecía que todo volvería a la normalidad, Alberto Fernández, el Poeta, se presenta en casa del teniente Gamboa y le manifiesta que Arana no murió por causas fortuitas sino que fue asesinado por el Jaguar, en venganza, ya que fue el Esclavo el que delató a Cava. Gamboa envía a la prevención al Jaguar e informa al capitán Garrido lo sucedido. Ante el susodicho capitán, Alberto repite la confesión hecha al teniente Gamboa, e insensiblemente desliza en su relato a los otros cadetes. Describe la estrategia utilizada para pasar los cigarrillos y el licor, los robos y la venta de exámenes, las veladas donde Paulino, las escapadas por la pared que daba al estadio, las partidas de póquer en los baños, los concursos, las venganzas, las apuestas, y la vida secreta de su sección que iba surgiendo como un personaje de pesadilla ante el capitán. Para el capitán Garrido todo lo manifestado por Alberto se basa sólo en hipótesis: “A lo más, llegaríamos a comprobar ciertas violaciones del reglamento. Habría unas cuantas expulsiones. Usted sería uno de los primeros, como es natural. Estoy dispuesto a olvidar todo, si me promete no hablar ni una palabra más de esto”, concluye el capitán. (Pág. 294) Alberto no se intimida, se niega a callar, y decide entrevistarse con autoridades de mayor rango. Gamboa sale en su favor alegando que Alberto “tiene derecho a pedir una investigación. El reglamento es claro”. Los roperos de los alumnos del quinto son revisados minuciosamente por Gamboa y Pezoa, allí incautan cigarrillos, licor, dados y hasta ganzúas. La investigación ha comenzado y el Jaguar es enviado al calabozo; pero niega la acusación de haber dado muerte a Ricardo Arana. Gamboa pasa un parte al mayor del colegio dando todos los pormenores del asunto; inútilmente el mayor intenta amedrentar al teniente quien se halla decidió, aún arriesgando su ascenso, a llegar hasta las últimas consecuencias que permitan dar luz al caso. Informado el coronel, máxima autoridad del colegio, Alberto es llevado a su Despacho por el teniente Gamboa. Era la primera vez que Alberto entraba en el edificio donde se hallaba la oficina del coronel. Lugar “vedado” para los cadetes, monstruo grisáceo y algo satánico porque allí se elaboraban as listas de los consignados y en él tenían sus madrigueras las autoridades del colegio, el edificio de la administración estaba tan lejos de las cuadras, en el espíritu de los cadetes, como el palacio arzobispal o la playa de Ancón. (pág. 323) Delante del comandante Altuna y del teniente Gamboa, el coronel envolvió a Alberto en un largo discurso donde resaltaba los sagrados valores del espíritu de la vida militar que hace a los hombres sanos y eficientes y de la disciplina, que es la base del orden. Se le solicitó pruebas contundentes que él no tenía; y el coronel le mostró un grueso legajo donde afloraban sus “novelitas eróticas” que dejó a Alberto boquiabierto: … “Estos papeles son su ruina, cadete. ¿Cree usted que algún colegio lo recibirá después de ser expulsado por vicioso, por taras espirituales?, dijo el coronel. La máxima autoridad prometió olvidar lo de las novelitas si Alberto se retractaba de su acusación. “Me hicieron un chantaje. Yo retiro la acusación contra ti y se olvidan de las novelitas. Eso es lo que me dio a entender el coronel”, diría más tarde Alberto al Jaguar, después que éste le diera una paliza cuando se enteró que él lo había acusado. Todos los alumnos de quinto acusan al Jaguar de haber denunciado la existencia de cigarrillos y licor en los roperos; pero éste, lejos de denunciar a Alberto, se queda callado. Alberto descubre que el Jaguar ignoraba que el Esclavo había delatado a Cava, y que por lo tanto no tenía razones para matarlo. Inútilmente trata de disculparse, pues, para el Jaguar, quien ha frecuentado desde niño el mundo del hampa, no hay nada más denigrante que ser un “soplón”. El comandante Altuna informa Gamboa, muy confidencialmente, que el mayor y el coronel están muy resentidos con él y que han pedido su traslado. A Gamboa esta noticia no lo sorprende, pues, ya esperaba una reacción de esa naturaleza. Cuando termina el año académico, no sólo son los alumnos de quinto año quienes se despedirán del colegio, sino también el teniente Gamboa, quien ha sido trasladado a la ciudad de Juliaca: “Yo no me hice militar para tener la vida fácil. La guarnición de Juliaca o el colegio militar me da lo mismo” le dice al capitán Garrido, firmemente. Cuando parece que todo el asunto sobre la muerte del cadete Ricardo arna está ya definido, el teniente Gamboa recibe una nota que decía: “Teniente Gamboa: yo maté al Esclavo. Puede pasar un parte y llevarme donde el coronel” La noticia estaba firmada por el Jaguar. Fuera del colegio, el Jaguar se confiesa con el teniente: … “ahora comprendo mejor al Esclavo. Para él no éramos sus compañeros, sino sus enemigos. No le digo que no sabía lo que era vivir aplastado? Todos lo batíamos, es la pura verdad, hasta cansarnos, yo más que otros. No puedo olvidarme de su cara, mi teniente. Le juro que en el fondo no sé cómo lo hice. Yo había pensado pegarle, darle un susto. Pero esa mañana lo vi, ahí al frente, con la cabeza levantada y le apunté. Yo quería vengar a la sección, ¿cómo podía saber que los otros eran peor que él, mi teniente? Creo que lo mejor es que me metan a la cárcel. Todos decían que iba a terminar así, mi madre, usted también. Ya puede darse gusto mi teniente”. (pág. 374) Gamboa es concluyente cuando manifiesta que el caso Arana está liquidado, porque “Más fácil sería resucitar al cadete Arana que convencer al ejército de que ha cometido un error” Pasó el tiempo y para muchos los recuerdos del colegio fueron disipándose. Alberto se enamora de una miraflorina llamada Marcela y se prepara a seguir estudios en los Estados Unidos; Gamboa va a radicar en Juliaca con su familia; mientras que el Jaguar, entra a laborar en un banco, posteriormente se casa con una muchacha que conocía desde su adolescencia. Es innegable que Vargas Llosa es el escritor más consagrado de la Generación del 50; aquella generación tan proficua en narradores como Vargas Vicuña, Ribeyro, Congrains, Zavaleta, Thorne, León Herrera, Salazar ¨Bondy, Luis Loayza, Isaac Felipe Montoro y Abelardo Oquendo. Aunque era mucha más joven que todos ellos, Vargas Llosa supo abrirse camino en base a su calidad y constancia: “Me había casado muy joven y mi vida estaba asfixiada de trabajos alimenticios, además de las clases universitarias. Pero, más que los cuentos que escribí a salto de mata, lo que guardo en la memoria de esos años son los autores que descubrí, los libros queridos que leí con tanta voracidad con que uno se envicia de literatura a los dieciocho años. (…) Recuerdo algunas hazañas. “Los hermanos Karamazov” leído en un domingo; la noche en blanco con la versión francesa de los”Trópicos” de Henry Miller, que un amigo me prestó por unas horas”. (“Autocrítica”, 1 de Abril 1979). Recordemos que el inicio del industrialismo metropolitano y el creciente empobrecimiento del agro en las zonas andinas del interior desencadenaron en la década de la primera mitad del siglo un proceso de movilidad geográfica del campo a la ciudad que trajo consigo la acentuación de la crisis urbana. “El drama del serrano inmigrante, sus modus vivendis en un mundo oscilante entre la gran ciudad donde trabaja y la miserable choz de esteras donde mora, (…) determina una vasta perspectiva narrativa abierta a la emoción de los nuevos novelistas” (“La Novela Peruana”, Mario Castro Arenas, pág 259). Es en este ambiente que surge el Neorrealismo. Muchos personajes de “La ciudad y los perros”, pertenecen a la clase media, de ahí que sea pertinente transcribir a Víctor Andrés Belaunde cuando dice que “la tragedia de un importante sector de las clases medias durante el siglo XIX y comienzos del siglo XX – anota Basadre – se derivó de su esfuerzo heroico para acercarse a las aristocracias y diferenciarse de la masa artesanal. Estuvo condenado al estilo de vida y a los ritos sociales y en vestir y en el presentarse constantemente superiores a sus posibilidades afectivas… fue la suya una vida de íntimas tragedias, cuidadosamente ocultadas” (“La Aristocracia y las Clases Medias Civiles en el Perú Republicano”). Algo de resplandor del drama pudoroso de la clase media orilla aún en “La ciudad y los perros” en los capítulos de la intimidad hogareña de Alberto (Primera parte: Cap. I, págs. 31 -33; Cap. III. págs. 69 – 72, Cap. IV, págs. 83 – 84 – 88 – 91 y 102 – 104) y de Teresa (Primera parte, Cap. IV, págs. 85 – 88 y 95 – 102. Segunda parte: Cap. III, págs. 262 – 268). Estos capítulos, y aquellos relativos al Jaguar, al boa, a Cava y al Esclavo, que describen aspectos de la vida de esos personajes antes y después de su ingreso al Colegio Militar, se van interpolando con los de la vida de los cadetes dentro del colegio. Si bien éstos últimos constituyen el tema central de la novela, los primeros tienen vital importancia para que el lector se vaya formando una idea integral de la personalidad de los personajes principales y secundarios.
EL SIGLO DE LAS LUCES
Esta novela de Alejo Carpentier, escritor cubano nacido en la Habana el 26 de Diciembre de 1904, fue publicada en 1962. Aunque el título hace referencia a la totalidad del siglo XVIII, los acontecimientos del discursos narrativo transcurren entre 1789, año de la toma de la Bastilla, y 1808, fecha del levantamiento del pueblo de Madrid frente a las tropas napoleónicas. La acción se sitúa en escenarios diferentes del ámbito del Caribe – La habana, santo Domingo, La Guadalupe, Cayena, Paramaribo…-, Francia y España. El paisaje, la naturaleza americana, adquiere un verdadero protagonismo a lo largo de la novela; formas, olores y colores son descritos con minuciosa y barroca sensualidad. La acción comienza en una casa colonial de la burguesía en La Habana, a la muerte del padre de Carlos y Sofía, rico comerciante, que en sus funerales, fue calificado por el Párroco Mayor como “padre amantísimo, espejo de bondad, varón ejemplar”. Carlos había llegado a la hacienda enterado de la muerte prematura de su progenitor, aunque no lo bastante pronto para seguir el entierro. Carlos lamentaba el luto de un año que debía guardar, así como el hecho de quedarse a cargo de la administración del negocio, del que nada entendía, vestido de negro tras de un escritorio manchado de tinta, rodeado de tenedores de libros y empleados tristes que ya no tenía nada que decirse por conocerse demasiado. Sofía, quien se hallaba enclaustrada en el convento de las monjas clarisas, decide no volver a éste, porque considera que su primo Esteban, un joven iluso, huérfano, de naturaleza delicada y reflexiva, necesita de su cuidado, tal como lo había hecho cuando aquél era aún un niño. Ya resignados a pasar el resto de sus días en aquella descuidada vivienda, ambos hermanos propusiéronse cambiar el aspecto de aquella casa que consideraban inundada de trastos inservibles. Don Cosme, el albacea de la familia, no tuvo reparos en disponer del dinero necesario para adquirir todo lo que los muchachos requirieran. Así pasaron el año de luto atendidos por dos sirvientes, Remigio y Rosaura, sumergidos en el ámbito de la casa, olvidados de la ciudad, desatendidos del mundo, enterándose casualmente de lo que ocurría por algún periódico extranjero que les llegaba con meses de retraso. Cierto día se presentó en la casa un comerciante de Port – au – Prince, manifestando que tenía cartas para el padre. Se llamaba Víctor Hugues, hombre de expresión voluntariosa y dura, que reflejaba un dominante afán de imponer pareceres y convicciones. Carlos, Sofía y Esteban, reacios en un comienzo a trabar amistad con aquel extraño que venía a perturbar ese mundo en el que habían pasado un año entero, no tardaron en ir aceptando a aquel hombre de torso corpulento, que los envolvió en la narración de sus viajes y en la magia de su arte culinario. Les habló de las cosas más raras. “áncoras enormes abandonadas en playas solitarias; casas atadas a la roca por cadenas de hierro, para que los ciclones no las arrastraran hasta el mar; un vasto cementerio sefardita en Curazao; islas habitadas por mujeres que permanecían solas durante meses y años, mientras los hombres trabajaban en el Continente, galeones hundidos, arboles petrificados, peces inimaginables”, y otras historias fantásticas que fascinaron a los jóvenes anacoretas. (“el siglo de las luces”; Editorial Bruguera, 1980 – pág. 31) Esteban cae en una crisis de asma que lo postra en el lecho, provocando en Sofía y en Carlos una gran preocupación. Es entonces que Víctor Hugues trae a su amigo, el doctor Ogé, para que cure al enfermo. Ante el desdén de Sofía por el color de aquel extraño médico pues, para ella, quien tuviese de negro, era sinónimo de sirviente, estibador, cochero o músico ambulante), Víctor Hugues la aparta de un empellón, diciendo: “Todos los hombres nacieron iguale”. Ante la sorpresa de todos los presentes, el médico quema todas las plantas existentes en un traspatio vecino, alegando que algunas enfermedades estaban misteriosamente relacionadas con alguna yerba que robaba energías al hombre que a ellas vivía ligado. A los pocos días, Esteban se curó por completo, incorporándose a los mimodramas y charadas que se organizaban para pasar el tiempo. Utilizando viejos vestidos de los antepasados de la familia, personajes como Licurgo, Galvani, Mucio Scévola, Cayo Graco, Demóstenes, la Ilustre Fregona, Inés de Castro o Juana la Loca, eran representados en un ambiente de jolgorio e hilaridad que inundaba la casa por doquier. Uno de esos días, en que se hallaban en aquellos entretenimientos, Remigio irrumpió en el salón para informarles que la policía se había presentado en el hotel donde se hallaba hospedado el doctor Ogé, procediendo a registrar su habitación y llevándose todos los papeles y libros habidos. Víctor, preocupado, salió en busca de noticias. Víctor regresó al día siguiente diciendo que Ogé había desaparecido, y que debían estar preparados, pues, un huracán azotaría la ciudad aquella noche. “Fue poco después de la medianoche cuando entró el grueso huracán en la ciudad. Sonó un bramido inmenso, arrastrando derrumbes y fragores. Rodaban casas por las calles. Volaban otras por encima de los campanarios. Del cielo caían pedazos de vigas, muestras de tiendas, tejas, cristales, ramazones rotos, linternas, toneles, arboladuras de buques. Las puertas todas eran golpeadas por inimaginables aldabas. Tiritaban las ventanas entre embate y embate. Estremecíanse las casas de los basamentos a los techos, gimiendo por sus maderas. Fue ése el momento en que un torrente de agua sucia, fangosa, salida de las cuadras, del traspatio, de la cocina, venida de la calle, se derramó en el patio, tupiendo sus tragantes con un lodo de boñigas, cenizas, basuras y hojas muertas” (págs.. 52 – 53). Toda la ciudad quedó semidestruida. Y en ese ambiente de destrucción y miseria, Víctor hace a sus jóvenes anfitriones partícipes de un descubrimiento: Don Cosme, el albacea que dice quererlo como si fueran hijos suyos, les ha estado robando, aprovechando la confianza que ellos han depositado en él, para que lleve las cuentas de la familia. Don Cosme, al verse descubierto, se defiende acusando a Víctor de ser un francmasón, al igual que su amigo Ogé. “Estos son los hombres que rezan a Lucifer, éstos son los hombres que insultan a Cristo en hebreo; éstos son los hombres que escupen el crucifijo; éstos son los hombres que, en la noche del Jueves Santo, trinchan un cordero coronado de espinas, clavado por las patas, de bruces, sobre la mesa de un abominable “banquete” (pág. 61), sentencia don Cosme acusativamente. La aparición del doctor Ogé, quien dice a Víctor que es menester huir, saca a los jóvenes de la confusión y asombro en que se hallan por lo escuchado instantes antes. Una finca, lejana a la ciudad, servirá de escondite a todos, a excepción de Carlos, quien permanecerá en la casa, tratando de recoger noticias. Allí permanecen durante tres días, hasta que Carlos se hace presente manifestando que hay una orden de prisión contra Ogé y Víctor, y que se ha desatado una batida contra los francmasones y extranjeros sospechosos por parte del gobierno. Debido a esto, todos, a excepción de Carlos, parten a Port – au – Prince, a bordo de un barco de nombre “Arrow” y que pertenecía a otro francmasón llamado Caleb Dexter. Después de varios días de navegación, la nave fondeó en el puerto de Santiago donde se enteran que, tres semanas atrás, había estallado una revolución de negros, y en ese instante de caos y peligro, fue difícil hallar un albergue y alimentos. Por un marino norteamericano, llegado la víspera a Port – au – Prince, Víctor se entera que allí reina un franco estado de revolución. Preocupado porque en aquella ciudad tiene un negocio, Víctor parte con Esteban dejando a Sofía alojada en la casa de unos comerciantes honorables, antiguos proveedores de su padre. “Si la vida era posible en la isla, vendrían a buscarla”. En una vieja balandra cubana llegan a Port – au – Prince, que se halla devorada por las llamas. La panadería, el almacén y su casa, habían sido decoradas por el fuego: “Víctor medía y remedía, con la mirada, el área de su aniquilado negocio, extrañamente solicitado, dentro de su ira calmada, por el sentimiento liberador de no poseer nada, de haber quedado sin una pertenencia, sin un muelle, un contrato, un libro, sin una carta amarillenta, sobre cuya letra pudiera enternecerse”. (pág: 84) Ogé indica a Víctor que la situación en la isla se torna más peligrosa aún, y que más prudente sería que abandone el lugar. En compañía de Esteban, Víctor se embarca en la única nave disponible, el “Borée”, cuyo destino es Francia. Esteban piensa en Sofía, que esperará inútilmente en Santiago; pero considera que es mejor así, total, Ogé se las arreglaría para enterarla de lo ocurrido y Carlos iría a buscarla. “Alegría y desbordamiento de un pueblo libre”, pensó Esteban cuando llegó a París. Ese era el ambiente que se vivía en las calles, pero él, sacado repentinamente de sus modorras tropicales, tenía la impresión de hallarse en un en un ambiente exótico. Lo que más lo confundía, es el hecho de no saber quiénes hacían la revolución: de pronto surgían oscuras gentes de provincia, antiguos notarios, seminaristas abogados sin causas y hasta extranjeros, cuyas figuras se agigantaban en semanas bajo la sombra del oportunismo. Víctor Hugues le resultaba un mal informador, pues, a pesar de vivir en el miso albergue, tenía pocas oportunidades de verlo. No tardó Esteban en iniciarse en la masonería, cuyos conocimientos profundos enriqueció por cuenta propia en base a rígidas lecturas que le absorbían gran parte del tiempo. Por el contrario, Víctor se convierte, renegando de sus antiguas creencias francmasónicas, al jacobismo (aplicase al partido más violento de Francia en tiempo de la Revolución. Fue llamado así porque las reuniones se celebraban en una casa de la calle san Jacobo, en París. Fue clausurado en 1794. Nota del autor). “… Nada de masonería es contrarrevolucionaria (…) Todos esos magos e inspirados no son sino una tanda de mierdas”, decía Víctor, que ahora se preciaba de estar con los pies muy afincados en la tierra. (pág.: 97) Cualquier rumor alusivo a una conjura contrarrevolucionaria lo echaba a la calle, armado del primer cuchillo de cocina que encontrara. Hacía cuanto le fuera posible por chocar con los hábitos de urbanidad del antiguo régimen, alardeando de una crudeza de juicios, que lo llevo a pedir que la guillotina se instalara en la misma sala de los tribunales, para que no se perdiera tiempo entre la sentencia y la ejecución. Esteban va al país vasco para preparar la revolución en España, mientras Víctor se instala en Rochefort como Acusador Público ante el Tribunal revolucionario, teniendo como amigos suyos a Collot, Robespierre y Billaud. A medida que pasaba el tiempo Esteban se hallaba más confundió, acabando por no entender los procesos de una política en constante mutación, donde se cambiaba de nombre a los meses (“Brumoso”, “Germinoso”, “Fructival”, “Nivosos”, “Pluviosos”), a las pesas y medidas, desconcentrando los hábitos de quienes tenían el instinto de la braza, el palmo y el celemín. Este paroxismo llegó inclusive a cambiar de nombre las ciudades, aun cuando los habitantes se resistían a usar los nuevos nombres. Martínez de Ballesteros, un español que había sido destituido de su mando militar, define a Esteban aquel amiente de terror que se vivía en ese momento: “Mientras en París se entretenían disfrazando putas de Diosa razón, perdían acá, por su incapacidad, por sus envidias, la gran oportunidad de llevar la Revolución a España. Ahora, que esperen sentados… Además: ¡Malditas las ganas que tienen ya de hacer una Revolución Universal! No piensan sino en la Revolución Francesa. Y los otros… ¿Qué se pudran! Todo aquí, se está volviendo un contrasentido. Nos hacen traducir al español una Declaración de los Derechos del Hombre, cuyos diecisiete principios violan doce cada día. Tomaron la Bastilla para libertar a cuatro falsarios, dos locos y un maricón, pero crearon el presidio de Cayena, que es mucho pero que cualquier Bastilla…” (Pág. 107). Enterado de que una armada partía para América, Esteban escribe a Hugues para que lo lleve con él, pues, presiente que su vida corre peligro en aquella tierra donde impera la prepotencia y la brutalidad. Con el cargo de escribano, el muchacho parte junto con Víctor, quien tiene el encargo de combatir a los ingleses quienes ya se han posesionado de las islas Tobago y Santa Lucía. Si bien salir de Francia, había significado para Esteban algo así como la salación, no podía ocultar su asco hacia toda aquella desaforada demagogia que se llamaba Revolución. Así se lo hizo saber a Víctor en una de las pocas oportunidades tuvieron que evadir a ingleses y españoles, la flota francesa, comandada por Víctor Hugues y los generales Chrétien, de Cartier, de Rouger y de Aubert, llega a las costas americanas. A enterarse de que los ingleses están afincados en las islas de Guadalupe y santa Lucía, el alto mando francés, a excepción de Víctor, se opone a desembarcar. “En una República los militares no discute4n; obedecen. Ala Guadalupe nos mandaron y a la Guadalupe iremos”, dijo tajantemente el ex – panadero, acallando la discusión de los demás. Cuatro semanas duró aquel cataclismo bélico, que a pesar de dar un triunfo parcial a los franceses, se llevó a la tumba a Chrétien, de Rouger, de Cartier y de Aubert, es decir, toda la plana mayor del ejército galo, que quedó bajo el mando absoluto de Víctor Hugues, quien se hallaba embebido en su triunfo y en el más evidente fanatismo. A los tormentos de la guerra, se añadieron otros: la sed por la escasez se hacía intolerable debido a que algunos cadáveres habían caído en los aljibes, y era imposible beber aquella agua envenenada; las ratas que pululaban en las calles, corriendo en medio de los escombros, invadiéndolo todo, y como si esa plaga fuese poco, unos alacranes grises surgían de las maderas viejas, hincando el dardo ponzoñoso donde mejor pudiese hincar; pero a pesar de todas estas calamidades, Víctor Hugues disfrutó del juramento de fidelidad a la Revolución que le hicieron llegar sus hombres, incluyendo la de un grupo de hombres de manos y orejas informes, desdentados, rengueantes, con la piel plateada por ronchas escamosas, que decían ser los leprosos de la Desírade. Los focos de resistencia inglesa no tardaron en sucumbir a las balas francesas y, los ochocientos sesentaicinco prisioneros capturados fueron sentenciados a muerte, sin el menor escrúpulo cayeron uno a uno en la guillotina o ante el pelotón de fusilamiento. Así, dueño absoluto de las tierras sometidas, Víctor Hugues se convierte en el gobernador omnipotente imponiendo el terror con aquella máquina infernal que causaba asombro por doquier. “y como había que llevar el escarmiento a toda la isla, la guillotina sacada de la Plaza de la Victoria, se dio a viajar, a itinerar, a excursionar: el lunes amanecía en Le Moule; el martes trabaja en Le Gozier, donde había algún convicto de holgazanería; el miércoles daba razón de seis monárquicos, (...)Los campesinos, deseosos de comprobar la fuerza de la máquina, ponían troncos de bananos en la báscula – nada se parece más a un cuello humano, con su haz de conductos porosos y húmedos que un tronco de banano para ver como quedaban cercenados”. (Pág. 149). Sólo una terrible noticia logró sacar a Víctor de la soberbia megalomanìaca en que se hallaba: el 9 Thermidor (jornada del 27 de julio de 1794 en que cayeron Robespierre y sus partidarios, y señaló el fin del terror) cae en París Robespierre. “¡Miserables!”, clamaba Víctor, pensando acaso que estaba ya destituido, o abocado a un proceso que tanto podía significar el término de su carrera como el fin de su vida. A medida que pasaban los días y al no tener noticias, favorables o desfavorables sobre su situación, Víctor toma una decisión: “Pues aquí todo seguirá como antes. Yo ignoro esta noticia. No la acepto. Sigo sin conocer más moral que la moral jacobina. De aquí no me sacará nadie. Y si la Revolución ha de perderse en Francia seguirá en América. Ha llegado el momento de que nos ocupemos de la Tierra Firme” (págs... 152 – 153) a partir de esta determinación, la “Revolución Americana”, no pasó de ser un execrable pirataje y tráfico de negros: “Francia, en virtud de sus principios democráticos, no puede ejercer la trata. Pero los capitanes de navíos corsarios, están autorizados, si lo estiman conveniente o necesario, a vender en puertos holandeses los esclavos que hayan sido tomados a los ingleses, españoles y otros enemigos de la República” (pág. 182); éstos eran algunos de los parlamentos con que los esbirros de Víctor Hughes justificaban la “Revolución Americana”. Esteban continuaba cumpliendo, aunque con desagrado, las funciones de escribano encargado de llevar minuciosamente el inventario de toda la mercancía obtenida en el pirataje, mientras contemplaba con tristeza y amargura, como su amigo de otros tiempos, seguía sumido en la arrogancia de haberse convertido en un nuevo “Robespierre de las Islas” calificativo para el cual había hecho méritos suficientes, como el de aquella mañana en que ordenó que los restos del general Dundas, antiguo gobernador británico de la isla, fueran desenterrados y arrojados a la vía pública para que, durante horas, los perros, trabados en pelea, se arrebataran los mejores trozos de la carroña llevando de calle en calle, inmundos despojos humanos aún adheridos al uniforme de gala con el cual había sido enterrado el jefe enemigo. Aun cuando ya se había firmado la paz entre España y Francia, Víctor continuó saqueando naves españolas, a quienes consideraba “sospechosas de suministrar contrabando de guerra a los ingleses”. De igual manera, siguió hostilizando a los Estados Unidos, a quienes acusaban también de vender armas y naves a los británicos, con el ánimo de expulsar a Francia de sus colonias de América. Cuando los estadounidenses declararon oficialmente la guerra a Francia en los mares de América, Víctor entrega un salvoconducto y dinero a Esteban para que huya de la isla Guadalupe; la revolución se desmoronaba y no quería que su amigo sufriera las consecuencias. Sinnamary, Kurú y Conanama, eran algunos de los lugares en donde habían sido confiando los altos jefes de la derrocada Revolución. Allí, tenían tierras labrantías en abundancia y cuanto les fuera necesario para purgar las penas impuestas. Jeannet, hombre de estampa repulsiva, con su tez verdecida por una dolencia hepática y la ausencia del brazo izquierdo, era el encargado del control de los centros de confinamiento. Collot d’Herbois, uno de los hombres fuertes de Robespierre, fue enterrado en una sepultura hecha a toda prisa, tan deficientemente, que varios cerdos no tuvieron problema en meter el hocico en la sepultura y encontrar buena carne tras la madera del ataúd ya vencida por el peso de la tierra. Esteban consigue un salvoconducto y llega a Paramaribo, colonia holandesa donde también es testigo de las iniquidades que sufren los esclavos de raza negra: … “Y supo el joven con horror que esos esclavos, convictos de un intento de fuga y cimarronada, habían sido condenados por la Corte de Justicia de Surinam a la amputación de la pierna izquierda” (pág. 234)… “También se amputan brazos –dijo el doctor Greenber- cuando el esclavo ha levantado la mano sobre su amo” (pág. 235). Asqueado y a punto de desmayarse. Esteban repetíase con furor “somos las peores bestias de la creación”. Sólo después de seis años de aventuras y penurias, Esteban pudo regresar a su antiguo hogar, a aquel rincón del mundo, donde a pesar de su ya lejana enfermedad, habían transcurrido los momentos más felices de su existencia. Ese reencuentro con la infancia quebró a Esteban en un sollozo. Allí, en brazos de Sofía, lloró, como cuando niño le confiaba sus congojas de enfermo malogrado para la vida. No pudo ocultar su asombro al enterarse que ella se había casado con Jorge, un joven de ascendencia irlandesa. Quizá con algo de celosía por tener que compartir el cariño de su prima con alguien que para él era un extraño. Esteban no podía evitar pensar que Sofía se sintiera orgullosa de que su marido estuviese emparentado con una oligarquía que debía su riqueza a la secular explotación de enormes negradas. Jorge poseía los conocimientos comerciales que a Carlos le habían faltado, y de ahí había surgido la idea de asociarse en el negocio. Sentado en un diván, del viejo salón de la casa, Esteban no pudo sacar en claro una cosa. Que aquellos tres personajes que lo escuchaban noche tras noche con suma atención, podían muy bien, por sus fanáticas ideas, formar un club de jacobinos. Carlos se había aplicado en esos seis largos años a difundir los escritos filosóficos que había incubado la Revolución, así como algunos de sus textos fundamentales: la Declaración de los derechos del hombre, la Constitución Francesa, etc., todos aquellos documentos, cuyos contenidos, habían cautivado a Esteban en un primer instante; pero que con el tiempo, había visto como todo aquello, en la práctica, no pasaba de ser una farsa. Los días fueron transcurriendo sin que Esteban se resolviera a iniciar su trabajo en el almacén. Aprovechando un momento de intimidad, el pariente errante declara su amor a Sofía, pero ésta lo rechaza. Por eso, cuando una epidemia que azota la ciudad se lleva a Jorge a la tumba. Esteban no puede ocultar una morbosa satisfacción, al verse privado de aquel extraño que se interponía entre él y la mujer que era la única satisfacción de su existencia. La llegada del norteamericano Caleb Dexter, los pone al tanto de las últimas aventuras de Víctor Hugues: después de una breve estadía en París, ha regresado a América con empaque de vencedor. A las pocas semanas del fallecimiento de Jorge, Sofía se embarca al encuentro de Víctor Hugues. Vanos fueron los intentos de Carlos y de esteban por detenerla, éste último, comprendía en ese momento, la insistencia de Sofía por enterarse de todo lo relacionado con su ex amante, pues, por Caleb Dexter, primo y hermano se enteraron de las relaciones íntimas de Víctor y Sofía seis años atrás. En una batida realizada por las autoridades de la Habana contra aquellos que incubaban ideas revolucionarias francesas, esteban es tomado prisionero. Mientras tanto, Sofía llega a Cayena donde se entrevista con Víctor, quien no da muestras de mucho interés por ella. Así transcurrieron varios meses sin que nada perturbase la vida apacible de los amantes. Cierto día, sonó la bárbara noticia de que Napoleón restablecía la esclavitud en las colonias francesas de América. Nuevamente los individuos de color eran perseguidos por su antiguos amos y, todos aquellos “insometidos o levantiscos eran azotados hasta morir, descuartizados, decapitados, sometidos a torturas atroces. Muchos fueron colgados por las costillas en los ganchos de los mataderos públicos. Una vasta caza al hombre se había desatado en todas partes, para regocijo de los buenos traidores, en medio del incendio de chozas pajonales (…) las formas siniestras de las horcas o –lo que era peor aún – de los árboles frondosos, de cuyas ramas pendían racimos de cadáveres con los hombres cubiertos de buitres. Cayena, una vez más, cumplía su destino de tierra abominable” (pág. 313 – 314) Para Sofía, esto era algo intolerable. P0or eso, cuando al poco tiempo recibió la noticia que la mayoría de esclavos habían logrado huir a la selva, no pudo ocultar su regocijo, aun, cuando Víctor se mostraba mal humorado por este hecho. Después que Víctor se repusiera de una peste que azotó a la ciudad, Sofía se marchó a Madrid diciendo que quería “volver al mundo de los vivos”, ya que ahí, todo olía a cadáver. En Madrid, Sofía logra sacar a Esteban, quien se hallaba preso; vivieron juntos varios años en una gran mansión, sumergidos en ese amor fraternal de la infancia, tan lejana ya, en sus recuerdos. Carlos trató vanamente de encontrarlos, pues parecía que en el fragor de la guerra entre las fuerzas napoleónicas y españolas, sus cuerpos se hubieran perdido para siempre. Aquí finaliza la novela, y lo que sigue después, es una aclaración referida a la historicidad del personaje principal: Víctor Hugues. Se sabe que Hugues era marsellés, hijo de un panadero. Atraído por el mar, embarcó hacia América, en calidad de grumete. Como piloto de naves comerciales ganó lo suficiente como para abrir un almacén en Port – au – Prince. Este establecimiento fue incendiado por los revolucionarios haitianos. A partir de ahí su trayectoria es tal como se narra en el libro. Sus huellas históricas se pierden después del desplome del imperio napoleónico. “Hallándome en París –finaliza Carpentier-, tuve oportunidad de conocer a un descendiente directo de Víctor Hugues, poseedor de importantes documentos familiares acerca del personaje. Por él supe que la tumba de Víctor Hugues se encuentra en un lugar situado a alguna distancia de Cayena. Pero con esto encontré, en uno de los documentos examinados, una asombrosa revelación: Víctor Hugues fue amado fielmente, durante años, por una hermosa cubana que, por más asombrosa realidad, se llamaba Sofía”. (Este hallazgo se hizo con posterioridad a la primera edición del “Siglo de las luces”, de ahí la “asombrosa relación”. Nota del autor). Un tema recurrente en esta novela, que Carpentier maneja con mucha maestría, es la enumeración. Veamos estos ejemplos… “Mal resguardo contra el hierro era el de este reino de persianas, mamparas, balcones ligeros, romanillas, barrotes de madera, empanados y listones, donde todo estaba hecho para aprovechar el menor aliento de la brisa” (pág. 130): … “Y más allá, en el patio ahora sotechado, llenando aparadores de rejas, había un muestrario de las mercancías que habían venido a ampliar el alcance del negocio: saleros, relicarios, despabiladeras de plata mexicana, ligeras porcelanas inglesas; graciosas chinerías pasadas por Acapulco; juguetes mecánicos, relojes suizos, vinos y cordiales de las antiguas bodegas del Conde de Aranda” (pág. 256). También encontramos una enumeración en retahíla: … “En medio de ropas, gorros, cinturones y pañuelos, aparecían las cosas más singulares: relicarios hechos de un carapacho de tortuga; batas rabaneras de espumeantes encajes; cascarones de nuez que encerraban toda una boda de pulgas vestidas a la mexicana; peces embalsamados, con lengua de raso carmesí; pequeños caimanes rellenos de caja; demonios candomberos de hierro forjado; cajas de caracoles, pájaros de azúcar candi, guitarras –tres de Cuba o de Venezuela-; pócimas afrodisiacas hechas con la yerba garañón o el famoso Bejuco de Santo Domingo, y cuanto trofeo pudiera asociarse a la idea de mujer: zarcillos, collares de abalorios, enaguas, guayucos, rizos atados con cintas, dibujos de desnudos, estampas licenciosas…” (pág. 176). Por último, si observamos con detenimiento las citas mencionadas, percibiremos que hay una tendencia barroca en lo que al estilo se refiere. En Carpentier, es el estilo enredado, ornamental, ampuloso, recargado, que rehúye deliberadamente la claridad y se complace muchas veces, en la complicación, el que predomina en su obra. Carpentier ha sido calificado por Ribeyro “Como el gran sacerdote del barroco latinoamericano en narración”. (“Las alternativas del novelista”. Conferencia dada en el Instituto Nacional de Cultura, el 4 de diciembre de 1973; cf. “Dos soledades”, Instituto Nacional de Cultura, Lima – 1974)
LOS FUNERALES DE LA MAMÁ GRANDE
El argumento de este relato es uno de los más recurrentes en la obra del colombiano Gabriel García Márquez el tema “muerte – velorio – entierro”, hilo anecdótico central de “La hojarasca” reaparece como motivo secundario en “El coronel no tiene quien le escriba”, y en los cuentos “La siesta del martes” y “La viuda de Montiel”. En “Los funerales de la Mamá grande” el asunto “muerte – velorio – entierro” se ha superlativizado, se ha convertido en “la más espléndida ocasión que registren los anales históricos”, en “Los funerales más grandes del mundo”. Por el procedimiento de la exageración la realidad ficticia se ha magnificado, ha aumentado cuantitativamente. La Mama Grande, quien se llama María del rosario Castañeda y Montero, es el arquetipo de esas matriarcas omnímodas que abundan en la sociedad ficticia de la obra de García Márquez: Rebeca de Asís (“La mala hora”); Úrsula Iguarán (“Cien años de soledad”) y la abuela gorda y titánica (“La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada”). Después de catorce semanas de agonía la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo, murió a los 92 años. Su muerte provoca una conmoción nacional, privando a la nación de la matrona más rica y poderosa del mundo. Sabiendo que la vida se le acababa, la Mamá Grande ordenó que la sentaran en su viejo mecedor de bejuco para expresar su última voluntad. Era el único requisito que le hacía falta para morir. Ya los negocios de su alma los había arreglado por intermedio del padre Antonio Isabel, a quien diez hombres habían subido hasta la alcoba de la matrona para que permaneciera a su lado hasta el minuto final. Nicanor, el sobrino mayor, fue en busca del notario para que la Mamá Grande pudiera arreglar los negocios de sus arcas con los nueve sobrinos, sus herederos universales, que velaban en torno al lecho. En el corredor central de la mansión, los peones dormían sobre sacos de sal, esperando la orden de ensillar las bestias para divulgar la mala noticia en el ámbito de la gran hacienda. El resto de la familia estaba en la sala; familia numerosa dentro de la cual los tíos se casaban con las hijas de las sobrinas; y los primos con las tías, y los hermanos con las cuñadas, hasta formar una intrincada maraña de consanguinidad que convirtió la procreación en círculo vicioso. Sólo Magdalena, la menor de las sobrinas, logró escapar al cerco enrollándose el noviciado de la Prefectura Apostólica. La Mamá grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus ancestros lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos. “La aldea se fundó alrededor de su apellido. Nadie conocía el origen, ni los límites, ni el valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había acostumbrado a creer que la Mamá Grande era dueña de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, y de los caminos vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía además un derecho heredado sobre vida y haciendas. Cuando se sentaba a tomar el fresco de la tarde en el balcón de su casa, con todo el peso de sus vísceras y su autoridad aplastado en su viejo mecedero de bejuco, parecía en verdad infinitamente rica y poderosa, la matrona más rica y poderosa del mundo. A nadie se le había ocurrido pensar que la Mamá Grande fuera mortal, salvo a los miembros de su tribu, y a ella misma, aguijoneada por las premoniciones seniles del padre Antonio Isabel. Pero ella confiaba en que viviría más de 1’’ años, como su abuela materna, que en la guerra de 18745 se enfrentó a una patrulla del coronel Aureliano Buendía, atrincherada en la cocina de la hacienda. Sólo en abril de ese año comprendió la Mamá Grande que _Dios no le concedería el privilegio de liquidar personalmente, en franca refriega, a una horda, de masones federalistas” (“Los funerales de la Mamá Grande”, Editorial La Oveja Negra, págs.. 134 – 135. En la primera semana de dolores el médico de la familia la entretuvo con cataplasmas de mostaza y calcetines de lana. Sólo cuando comprendió que la enferma agonizaba, embadurno a la moribunda durante tres semanas con toda suerte de emplastos académicos, aplicándole posteriormente sapos ahumados en el sitio del dolor y sanguijuelas en los riñones. Hasta cuando cumplió los setenta años, la Mamá Grande había celebrado sus cumpleaños con las festividades más prolongadas y tumultuosas de toda la historia. Para clausurar el jubileo, la Mamá Grande salía al balcón adornado con diademas y faroles de papel, y arrojaba monedas a la muchedumbre. Pero aquellos días de gloria habían quedado en el olvido, y aquella mujer de tetas matriarcales y nalgas monumentales, que hasta los cincuenta años había rechazado a los más apasionados pretendientes, y que fuera dotada por la naturaleza para amamantar ella sola a toda su especie, agonizaba virgen y sin hijos. Al amanecer, la Mamá Grande pidió que la dejaran a solas con Nicanor para impartir sus últimas instrucciones “Tienes que estar con los ojos abiertos”, dijo. “Guarda bajo0 llave todas las cosas de valor, pues mucha gente no viene a los velorios sino a robar”. (“Los funerales de la Mamá Grande; Editorial Oveja Negra, 1982 – pág.: 139)- Nicanor había preparado, en veinticuatro folios una escrupulosa relación de sus bienes. Respirando apaciblemente, con el médico y el padre Antonio Isabel por testigos, la Mamá Grande dictó al notario la lista de sus propiedades. Luego dictó minuciosamente sus bienes morales y por último la lista de su patrimonio invisible que incluía la riqueza del subsuelo, las aguas territoriales, los colores de la bandera, la Soberanía Nacional, los derechos del hombre, las elecciones libres, la pureza del lenguaje, etc., lista interminable que no alcanzó a concluir. La laboriosa enumeración tronchó su último vahaje. Ahogándose en el mare mágnum de fórmulas abstractas que durante dos siglos constituyeron la justificación moral del poderío de la familia, la Mamá Grande emitió un sonoro eructo y expiro. Los periódicos, en ediciones extraordinarias, publicaron el retrato de una mujer de veinte años, que muchos creyeron que se trataba de una nueva reina de belleza. Era una foto de su juventud captada por un fotógrafo ambulante que pasó por Macondo a principios de siglo y que estaba destinada a perdurar en la memoria de las generaciones futuras. Se impartieron órdenes para que fuera embalsamado el cadáver, mientras se hacían enmiendas constitucionales que permitieran al presidente de la República asistir al entierro. Hasta oídos del Sumo Pontífice llegó la noticia de tan irreparable pérdida; éste, instalado en su larga góndola negra, enrumbó hacia los fantásticos funerales de la Mamá Grande. Hombre y congregaciones de todo el mundo se acomodaron del mejor modo en la atiborrada mansión, donde en el salón central, yacía el cadáver bajo un estremecido promontorio de telegramas. Hasta los veteranos del Coronel Aureliano Buendía se sobrepusieron a su rencor centenario por la Mamá Grande y los de su especie, y vinieron a los funerales, para solicitar al presidente de la República el pago de las pensiones de guerra que esperaban desde hacía sesenta años. Por fin, el catafalco salió a la calle en hombros de los más ilustres concurrentes. Nadie advirtió que los sobrinos, ahijados, sirvientes y protegidos de la Mamá Grande cerraron las puertas tan pronto como sacaron el cadáver, y desmontaron las puertas, desenclavaron las tablas y desenterraron los cimientos para repartirse la casa. Todos los concurrentes dieron un suspiro de complacencia cuando se cumplieron los catorce días de plegarias, exaltaciones y ditirambos, y la tumba fue sellada con una plataforma de plomo. Muchos de los presentes comprendieron que estaban asistiendo al nacimiento de una nueva época, pues, ahora el sumo Pontífice podía cumplir su misión en la tierra, y podía el presidente de la República gobernar a su criterio, porque la única que podía oponerse a ello y tenía suficiente poder para hacerlo había empezado a pudrirse bajo una plataforma de plomo. En este relato de García Márquez aparecen formas nuevas de tratamiento de la materia narrativa: la exageración y la enumeración. Veamos algunos ejemplos: La Exageración: seres, situaciones, objetos que se vuelven únicos, incomparables y paradigmáticos. El día que la Mamá Grande her4edó el poder caminó sobre “doscientos metros de esteras que se tendieron desde la casa solariega hasta el altar mayor” (pág. 137). Había sido “dotada ella sola para amamantar a toda su especie” (pág. 138). Los remedios que le aplicaban son tan descomunales como ella misma: “julepes magníficos y supositorios magistrales” (pág. 135). En virtud del derecho de pernada, los descendientes varones “generando una colectividad de bastardos. (pág. 133) 2.- La Enumeración: Además de aumentar, los componentes de la realidad ficticia se agrupan en formaciones autónomas. Veamos los siguientes ejemplos: Después del entierro de la Mamá Grande es imposible transitar en Macondo a causa “de las botellas vacías, las colillas de cigarrillos, los huesos roídos, las latas y trapos y excrementos que dejó la muchedumbre” (“Pág. 131). Cuando la Mamá Grande va a morir dicta la lista de su patrimonio invisible: “… las distinguidas señoritas, los correctos caballeros, los pundonorosos militares, su señoría ilustrísima, la corte suprema de justicia, los artículos de prohibida importación…” (pág. 143). Cuando la Mamá Grande celebraba su cumpleaños “… se ponían ventas de masato, bollos, morcillas, chicharrones, empanadas, butifarras, caribañolas, pan de yuca, almojábanas, buñuelos, arepuelas….” (Pág. 136) Cuando la Mamá Grande muere se comenta su muerte “en los autobuses decrépitos, en los ascensores de los ministerios, en los lúgubres salones de té…” (pág.144)
DON SEGUNDO SOMBRA
Son muchos los críticos que juzgan a esta novela como el más logrado ejemplo de novela gauchesca. Su autor, el argentino Ricardo Güiraldes, nació en Buenos Aires en 1886, y murió en París el 8 de Octubre de 1927. Entendemos por narrativa gauchesca a aquella que, a través de numerosas novelas y cuentos, ha descrito con intención estética e ideológica las aventuras, sufrimientos, grandezas, miserias y valores de los gauchos en Uruguay en Argentina. Esta narrativa que nació hacia 1879, ha pasado por distintas etapas, casi siempre determinadas por las tendencias literarias de sus respectivos autores. Al comienzo, el interés fue político y romántico, como en el caso de Eduardo Acevedo Díaz (1851 – 1921) y Eduardo Gutiérrez (1851 – 1889); después realista y psicológico como en Javier de Viana (1872 – 1925) y Benito Lynch (1885 – 1951), y más tarde modernista y vanguardista como en Carlos Reyles (1868 – 1938) y Güiraldes. Escrita en primera persona, la obra narra con tono marcadamente autobiográfico un período de la vida del protagonista, desde los catorce hasta los veintidós años: de la adolescencia a la juventud. El muchacho, hijo natural, no recordaba cuantos años tenía cuando fue separado de la mujer a quien siempre había llamado “mamá”, para pasar a vivir con dos mujeres desconocidas y un vecino de quien conservaba un vago recuerdo; las primeras le dijeron que debía llamarlas Tía Asunción y Tía Mercedes, el vecino, que se llamaba Fabio Cáceres, no exigió de él trato alguno; pero siempre lo trataba con cariño y le obsequiaba ropa y algunas otras cosas, pues, parecía ser un hombre acomodado. Poco a poco “el Guacho”, que era así como llamaban, pues, no se le conocía nombre alguno, fue convirtiéndose en un jovenzuelo ladino y popular, y cuyas traza de vagabundo llevaron a más de uno a manifestar que era un perdidito que concluiría su vida viviendo de malos recursos. Como tenía fama de vivaracho, hizo oficio de ello, satisfaciendo por algo de dinero, la maldad de los fuertes contra los débiles: hacía bromas a los borrachos en la pulpería “La Blanqueada” después pasaba a cobrar su “honorarios” a aquellos que gozaban a costa de sus chanzas. Llegado a los doce años, Don Fabio se mostró más que nunca su protector, pero su soledad se hizo mayor, porque ya la gente se había cansado algo de divertirse con él, y él no se afanaba tanto en entretenerlos. Un día “el Gaucho” decide huir de la casa en que vive con sus presuntas tías, ya que éstas pronto se aburrieron de aquel jovenzuelo inquieto y ladino, a quien regañaban el día entero, poniéndose de acuerdo sólo para decirle que estaba sucio, que era un atorrante, y para culparlo de cuanto desperfecto sucedía en la casa. Estos inconvenientes molestos, así como la figura de un gaucho a quien llamaban Don Segundo Sombra, fueron las causales para que dejara aquella casa que habíase convertido en una prisión para él. Al cruzar una calle, el Guacho vio por primera vez a aquel hombre que tanta repercusión habría de tener en su vida… “Inmóvil, miré alejarse, extrañamente agrandada contra el horizonte luminoso, aquella silueta de caballo y jinete. Me pareció haber visto un fantasma, una sombra, algo que pasa y es más una idea que un ser, algo que me atraía con la fuerza de un remanso, cuya hondura sorbe la corriente del río” (“Don Segundo Sombra”; Editorial Oveja Negra, 1985 – pág.: 14). En una riña que Don Segundo Sombra sostiene con un delincuente llamado Burgos, el Guacho, único testigo de aquel pleito, queda admirado por la destreza mostrada por el viejo gaucho, así como por su caballerosidad e hidalguía para perdonar la vida al vencido. A partir de ese hecho, la admiración del muchacho por Don Segundo Sombra irá aumentado, y enterado de que éste trabajará en el rancho de Galván domando yeguas, decide anticiparse presentándose ante don Goyo, uno de los capataces del rancho, para solicitarle empleo. Allí el Guacho irá alternando con hombres rudos y duchos en los quehaceres del hombre de la pampa. Poco a poco se irá ganando la simpatía y el aprecio de Horacio, del domador Valerio Lares y del cocinero, de quien será ayudante durante sus primeras semanas. Don Segundo Sombra, llega al rancho y en quince días logra amansar las yeguas de Galván, quien queda muy complacido con el viejo gaucho: … “hombre práctico y paciente, sabía todos los recursos del oficio. Pasaba las mañanas en el corral manoseando sus animales, golpeándolos con los cojinillos para hacerles perder las cosquillas, palmeándolos las ancas, el cogote y las verijas para que no temieran sus manos, tusándolos con mil precauciones para que se habituaran al ruido de las tijeras, abrazándolos por las paletas para que no se sentaran cuando se les arrimaba. Gradualmente y sin brusquedad, había cumplido los difíciles compromisos del domador y lo veíamos abrir las tranqueras y arrear novillos con sus redomonas” (pág. 32). Aprendiendo los oficios varoniles, el Guacho se convierte en un gaucho resero (“El que montado a caballo traslada y cuida grandes tropas de animales vacunos a través de largas distancia”. Nota del autor). Su primera salida con los gauchos, arreando el ganado, fue invadida por el recuerdo de Aurora, una chinita que había conocido días antes. Pero la dureza del trabajo, lo sacaba constantemente de sus pensamientos para llevarlo a la cruda realidad de aquellos hombres siempre dispuestos a emprender las duras marchas, tanto en invierno como en verano, sufriendo sin quejas ni desmayos la brutalidad del sol, la mojadura de la lluvias, el frío tajante de las heladas y las cobardías del cansancio. El Guacho hubo de pagar su inexperiencia, sobre todo, cuando trató de montar su nuevo caballo, que lo tiró por tierra en varias oportunidades. Cada vez que caía, Horacio le decía sonriendo, mientras lo subía sobre el empecinado animal. … “-yo te ayudo, aunque no sea más que por tomar café esta noche en el velorio”. El Guacho seguía los consejos de los viejos gaucheros pero muchas veces contestaba a las bromas que `´estos le hacían con gran suspicacia. Ello motivó que Don Segundo Sombra dijera alguna vez: … “Antes de callarse, más bien se le va a hinchar la trompa. Es de la misma ley que los loros barranqueros” (sic). El Guacho comprendió con esas sabias palabras, que antes de estar alardeando de ser un resero, tenía que aprender a carnear, enlazar, domar, pialar, correr como gente en el rodeo, hacer riendas, bozales y cabestros, lonjear, sacar tientos, echar botones, esquilar, bolear y tantas cosas más. Don Segundo, viendo que todos los arrieros se divertían viendo caer al novato muchacho del empecinado potro, le dijo: “-güeno. Yo te vi ayudar pa que no andés sirviendo de divirsión e’la gente. Aquí nai des nos va a ver y vah’hacer lo que yo te mande” (sic); ése fue un secreto que uniría fuertemente al Guacho con Don Segundo Sombra, aquel hombre que en su paso, lo había llevado tras él, como hubiera podido llevar un abrojo de los cerros prendido en el chiripá: … “Cinco años de esos hacen de un chico un gaucho, cuando se ha tenido la suerte de vivirlos al lado de un hombre como el que yo llamaba mi padrino. Él fue quien me guió pacientemente hacia todos los conocimientos de hombre de pampa. Él me enseñó los saberes del resero, las artimañas del domador, el manejo del lazo y las boleadoras, la difícil ciencia de formar un buen caballo para el aparte y las pechadas, el entablar una tropilla y hacerla parar a mano en el campo, hasta poder agarrar los animales donde y como quisiera. Viéndolo me hice listo para la preparación de lonjas y tientos con los que luego hacía mis bozales, riendas, conchones, encimeras, así como para ingerir lazos y colocar argollas y presillas (pág. 61). Con él también fui aprendiendo la resistencia y la entrega en la lucha, el fatalismo en aceptar sin rezongos lo sucedido, la fuerza moral ante las aventuras sentimentales, las desconfianza para con las mujeres y la bebida, la prudencia entre los forasteros, la fe en los amigos. Se quedaba admirado al ver la cantidad de amigos, que lo querían y respetaban, aunque poco tiempo se detenía en un lugar. “-Yo no me puedo quedar mucho en ninguna estancia porque en seguida estoy queriendo mandar más que los patrones” (sic); decía el viejo caudillo, amante acérrimo de la libertad, a quien el Guacho llamaba padrino. Llevados por su oficio, habían recorrido gran parte de la provincia: Ranchos, Matanzas, Pergamino, Rojas, Baradero, Lobos, Las Flores y muchos otros sitios que los vieron pasar cubiertos de tierra o barro, a la cola de un arreo. En estos interminables derroteros, Don Segundo Sombra fue revelándole la admirable facilidad para relatar cuentos, que sirvió para agigantar más la admiración de su “Ahijado”. En el pueblo de Narvano, Guacho obtiene buenas ganancias en la pelea de gallos; más adelante topan con Pastor Tolosa, gaucho veterano que tenía la cicatriz de un tajo que le cruzaba la frente. Don Segundo Sombra reconoció a aquel amigo de antaño que se jactaba del recuer4do que Don Segundo Sombra le había dicho en el rostro muchos años antes. Se despidieron con un gran abrazo y prosiguieron maestro y discípulo el largo camino de vicisitudes que aún les aguardaba. En un rodeo, el Guacho hubo de enfrentarse a un fornido toro que ya le había herido uno de sus caballos. Si bien el toro muere en el enfrentamiento con el osado muchacho, éste terminó la contienda con un brazo fracturado. De regreso al rancho de Galván, el patrón, al verlo lastimado, le dijo: “-ya has corrido mundo y te has hecho hombre, mejor que hombre, gaucho. El que sabe los males de esta tierra por haberlos vivido, se ha templao para domarlos” (pág. 122). En el rancho de don Calendario, el Guacho se restablece con la ayuda y los cuidados de una mo9za llamada Paula; este hecho provoca los celos de Numa, un muchachote medio opa, quien se bate con el Guacho. Este último, a pesar de tener un brazo en cabestrillo, logra darle un tajo en la frene, poniendo fin a la riña. Arrepentido de lo sucedido, el Guacho decide marcharse a pesar que don Calendario le pide que se quede. Antes de partir, el dueño del rancho le aconseja que se cuide de andar peleando por hembras. El Guacho se reúne con Don Segundo Sombra y asisten a una carrera de caballos donde el audaz ahijado pierde trescientos sesentaicinco pesos y cinco caballos; pero la mala suerte queda atrás, cuando después de cuatro días de marcha, llegan a la estancia de don Juan, donde luego de domar doce caballos, son recompensados con dos de ellos. Don Juan viendo la destreza del Guacho para la doma, le pide que se quede como domador oficial, pero el muchacho, al ver que el empleo es sólo para él, se niega pues, no quiere separase de su padrino. Prosiguen su camino y presencian una pelea entre dos hombres por una mujerzuela, el Guacho queda estupefacto al ver morir a uno de ellos víctima de una certera puñalada en el tórax, mientras que Don Segundo Sombra ni se inmuta ante tan inhumano espectáculo, como quien dice “De la muerte no voy a pasar, y la muerte ni me asusta, ni me encuentra arisco” (pág. 170). Después de una semana logran encontrar trabajo como arrieros. Arreando el ganado del patrón llegan a las quintas de Narvano donde encuentran a Pedro Barrales, un peón del rancho de don Leandro Galván, a quien ahijado y padrino conocían muy bien cuando trabajaron allí, tiempo atrás. Barrales entrega una carta al Guacho, cuyo remitente es don Leandro La misiva revela que Fabio Cáceres ha muerto, dejando toda su herencia a su hijo, que no es otro que él. Así mismo le manifiesta que el occiso lo ha nombrado su tutor, hasta que él cumpla la mayoría de edad. El Guacho, herido en su amor propio, manifiesta que él no es hijo de nadie, y que de nadie tiene que recibir consejos, ni dinero, ni un nombre siquiera. Don Segundo le pide que se serene y se ofrece a acompañarlo. Una serie de pensamientos se arremolinan en la mente del desconcertado muchacho. ”Si en vida del finao no ha sabido reconocerme como hijo, yo aura lo desconozco como padre” (sic), pensaba cariacontecido, el Guacho. En lugar de alegrarse por las riquezas que le traía el destino, el muchacho se entristecía por las pobrezas que iba a dejar, porque detrás de ellas estaban todos sus recuerdos de resero vagabundo y, más arriba, esa indefinida voluntad de seguir andando por el mundo; concretamente, lo entristecía el hecho de haber dejado de ser gaucho. Lo que más molestaba al Guacho, era el trato cortés con que ahora era recibido por todos. Se sentía un hijo natural, escondido mucho tiempo como una vergüenza. Con gran resignación, el Guacho recibió la estancia heredada de su padre, aun cuando, la casa grande y vacía, poblada de muebles serios como sus tías, no lo veían más que de paso. Así pasaron tres largos años, compartiendo lecturas y experiencias con Rancho, el hijo de don Leandro. Pero llegó el día en que el Guacho recibiría el golpe más duro de su vida. Aquel día en que Don Segundo Sombra se decidió a partir, pues, él estaba hecho para irse, siempre, y tres años de permanencia inútil, lo habían saturado de inmovilidad. Lo vio alejarse por la lomada y desaparecer. El Guacho, centrando su voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, dio vuelta a su caballo y, lentamente, se fue para las casas. Se fue, “como quien se desangra”. Es obvio que lo que Güiraldes busca en esta novela gauchesca, es entronizar un homenaje a la libertad del hombre, enfrenado a un medio hostil al que vence y al que otorga a su tono personal, su identidad, su sello. Logra así mismo perpetuar la realidad del campo, a menudo a través de un denso acervo metafórico, donde la poesía es el mejor complemento de la detallada descripción que el autor hace de las faenas, hábitos y caracteres de los personajes. Recurre constantemente al uso de símiles, plenos de gracia, típica del acervo gauchesco. Ilustremos lo dicho con algunos ejemplos:… “-sos-sonso- le decía-,estás sumido y triste como lechón que se ha dejado quitar la tita”; “-o nos vamo h’a dormir –decía-o Don Segundo nos hace una relación de esas que él sabe: con brujas, aparecidos y más embrollos que negocio ‘e turco”, “…hasta que se cayó al suelo y quedó, largo a largo, más estirao que cuero en las estacas”; “Los huesos querían como sobrarle el cuero y estaba más sumisa que mula de noria”; “A un lado tenía un álamo más pelado que paja de escoba”; “Más vale el camino, por fiero que sea, que estar tosiendo a la orilla del fuego como vieja rezadora” “no hallaba postura y me removía como churrasco sobre la leña, sin poder dar con el sueño”; “Es inútil que quisieran buscar el campo o sentarse; iban como dulce de alfajor entre sus tapas de masa y ni siquiera pensaban en zafarse”; “Ahí quedamos todos un rato, como pan que no se vende”; “El dolor debió se medió regular, porque de zaino que era el herido, se puso más amarillo que patito recién salido del huevo”. El personaje de Don Segundo Sombra, está inspirado en un gaucho verdadero, cuyo nombre fue Segundo Ramírez; así mismo, Güiraldes concurría a “La Blanqueada”, pulpería en San Antonio de Arico, donde hacia tertulia para estudiar los tipos que aparecen en la novela. Para corroborar en el testimonio fotográfico esta curiosa realidad de nuestra literatura, donde en carne y hueso se dan la mano el creador y sus personajes, basta con visitar el cementerio de San Antonio de Arico, donde a pocos metros uno de otro, se hallan enterrados los cadáveres de Güiraldes y el de Don Segundo Ramírez, su Segundo Sombra. Esta novela, como todas las anteriores del escritor argentino, “carecen de argumento, en el sentido clásico y tradicional de esta palabra. Están constituidas por escenas que se suceden a lo largo de la vida de los personajes, determinándolos, sin que se mantengan dentro de las leyes clásicas de exposición, nudo, desenlace, circunstancia ésta que concurre con frecuencia en la novela moderna, independizada de la preceptiva” (“Literatura Americana y Argentina”, pág. 5812; Editorial Kapelusz). Casi al día siguiente de su aparición, la obra fue recibida elogiosamente por Leopoldo Lugones; a éste se sumaron Guillermo de Torre, Amado Alonso, Valéry Larbaud y Francis de Miomandu.
LA VORÁGINE
En América Hispánica, fuente generosa de lo “Real Maravilloso”, los personajes caminan –como en la sabida obra pirandelliana- en busca de autor, esperando que éste se haga cargo de ellos y los retrate de cuerpo entero. La historia de la novela americana está llena de cosas semejante. Rómulo Gallegos, de viaje por los llanos de Apure en 1927, oye hablar de “doña Pancha”, doña Francisca Vásquez: le cuentan que es astuta, violenta, gran caballista y dueña de excelente puntería, ducha en brujerías y en trampas, y que cede a veces sus encantos montaraces a cambio de protección o de ayuda en sus depredaciones. Así surge Doña Bárbara, la “dañera” hermosísima de la novela del mismo nombre. En medio del caos revolucionario de Méjico, un médico castrense, Mariano Azuela, conoce a un muchacho heroico y arrojado llamado Manuel Caloca. Por sus acciones, lo han hecho coronel en edad escolar, y es buen auxiliar del jefe de Montoneras Julián Medina. De la fusión de estos dos personajes reales, surgirá Demetrio Macías, el hirsuto revolucionario desencantado de “Los de Abajo”. En una estancia de San Antonio de Arico, “La Porteña”, a unos ciento sesenta kilómetros de Buenos aires, un muchacho inteligente, vivas y de una familia acaudalada se educa en el “mester de gauchería” junto a un hombre como muy pocos. Se llama el niño Ricardo Güiraldes, y el gaucho, sabio en baquía, Segundo Ramírez. Años después cuando el primero ya sea dueño de su casa, posará junto a su personaje convertido en “Don Segundo Sombra”. Aquí se han dado la mano el creador y sus personajes para dar a luz la novela Cosa curiosa: en el cementerio de San Antonio de arico, a pocos metros uno de otro, reposan los restos de Ricardo Güiraldes y el de Don Segundo Ramírez. Otro caso similar a los mencionados es el del escritor chileno Pedro Prado: Prado y un hijo suyo paseaban por una larga calle, en las afueras de Santiago. Tenía allí el escritor su casa señorial Un jorobado que vive en los alrededores llama la atención del niño, y el padre, para negarle en esos años de candor la visión de las miserias cotidianas, le dice que bajo el feo bulto lleva el jorobado u par de alas. Inquiere, como es natural, el hijo, y el padre debe agregarle que con esas alas se remonta al espacio como las aves. Es así como nace –por alianza de realidad y fantasía- Alsino, el muchacho que vuela, en la obra del mismo nombre. Del mismo modo que en los caos propuestos –sin duda multiplicables- se produjo, en el caos de Rivera, el hallazgo de sus personajes. En sus distintos viajes al interior amazónico, el escritor fue encontrando, luna a una, sus criaturas. A muchos los vio y habló. De otros oyó contar sus vidas turbulentas, sus hazañas, las facetas patológicas de su crueldad o el misterio y el silencio que siguieron a su doloroso extravío en ese infierno. Un viaje a Sagamosos en los primeros meses de 1922, debe ser recordado, porque en tal oportunidad empezó José Eustacio Rivera, escritos colombiano nacido en Neiva en febrero de 1888, a escribir “La Vorágine”, cuya parte inicial –el libro tiene tres- terminó en el mes de setiembre. En esa fecha Rivera aun no conocía la zona amazónica, el “infierno verde” que le inspiraría el resto de su libro. La novela, que obedece a un largo proceso documental, lleva el sello de un violento “Yo acuso”, pues, el contenido de la misma, refleja una denuncia contra aquello hombres que explotaron ilegalmente el caucho en las zonas de Colombia, Perú y Venezuela, arrastrando en su ambición, una serie de vejaciones contra la moral y la vida humana. Veamos el argumento de esta novela. “Alicia fue un amorío fácil: se me entregó sin vacilaciones, esperanzada en el amor que buscaba en mí”; así define el poeta Arturo Cova sus relaciones con Alicia, muchachas con la que huye para evitar que sus parientes la casen a la fuerza con un viejo terrateniente al que no quiere. A en Casanare, Cova empieza a ser invadido por un leve arrepentimiento: “Saciado el antojo, ¿qué merito tiene el cuerpo que a tan caro precio adquiriste?”, se pregunta Arturo Cova en una noche de insomnio. Desde Bogotá le llegan noticias de que lo están buscando. Esta noticia lo hace pensar de que quizá fuera mejor regresar, la cólera de Alicia no se hace esperar:” ¿Para qué me trajiste? Porque la idea partió de ti. ¡Vete, déjame! ¡Ni tu ni Casanare merecen la pena!, dice Alicia llorando. En el camino son abordados por un hombre llamado Pepe Morillo Nieto, quien después de ganarse la confianza de los fugitivos, huye en la oscuridad de la noche robándose el caballo de Arturo. Más adelante se encuentran con un hombre semicano y rechoncho quien dice ser el general Gómez y Roca. Alegando conocer a Alicia de niña se toma la libertad de acariciarla libidinosamente, provocando la reacción de la muchacha y de Cova, quien lo golpe hasta hacerlo perder el conocimiento. Acompañados por don Rafo, un viejo amigo del padre de Cova, los fugitivos fueron internándose en la selva de Casanare, guiados por este viejo viudo dedicado al comercio ambulante. Por él, se entera Cova de que el hombre que le robó su caballo es un conocido salteador que ha estado varias veces en presidio: “y tan disimulado y tan hipócrita y tan servil”, decía Alicia . así continuaron por ese mundo extraño donde se unen la vegetación y el misterio: … “La laguneta de aguas maravillosas están cubiertas de hojarascas. Por entre ellas nadaban unas tortuguillas llamadas galápagos, asomando la cabeza rojiza, y aquí y allí los caimanejos nombrados cachirres exhibían sobre la nata del pozo los ojos sin párpados. Garzas meditabundas, sostenidas en un pie, con picotazo repentino arrugaban la charca tristísima, cuyas evaporaciones maléficas flotaban bajo los árboles como velo mortuorio”. (“La Vorágine”; biblioteca Ayacucho, 1976 – pág.: 16) Arturo Cova, por las constantes náuseas que sufre Alicia, deduce que la muchacha está preñada. Cova piensa que debe rodearla de todos los cuidados posibles y regresar a Bogotá antes de tres meses. Algo contrariado, confiesa a Don Rafo que no está enamorado de Alicia y que le mortifica el tener que finir que sí lo está. Ocho días después llegaron al rancho de “La Maporita”, hogar de Fidel Franco y su mujer, Griselda, donde los viajeros se instalan. Allí se enteran que un hombre llamado Narciso Barrera ha llegado al pueblo vendiendo mercancías a bajo precio y ofreciendo trabajo a todos los hombres para explotar el caucho. Dos días después que Cova y sus acompañantes llegaron a “La Maporita”, arribaron unos hombres enjutos y pálidos quienes amenazaron a don Rafo para que desistiera de vender algo a los pobladores del lugar… “….-nos mandó Barrera a quitarte la mercancía, y es mejor que te largues con ella”; dijeron antes de marcharse. Sebastiana, vieja criada de Griselda, cuenta a don Rafo la situación en que se halla la estancia llanera llamada “Hato Grande”, desde la llegada de Barrea. Refirió que los trabajos se habían suspendido porque los vaqueros e emborrachaban con el licor que les vendían los secuaces de Barrera, pero el más juerguero de todos era el viejo Zubieta, dueño del hato, quien se emborrachaba y perdía a los dados fuertes cantidades de dinero jugando con Barrera, quien no era más que un conocido asesino, ladrón y traidor. Una mañana apareció Narciso barrera, elegantemente vestido y con un leguaje y modales que contrastan con la fama que tenia; iba acompañado de Alicia y Griselda. Ducho en la materia Barrera envolvió a todos los presentes con su lenguaje zalamero: … “Inmenso pesar me causó la nueva de que seis jinetes, ladrones sin duda, habían pretendido expropiar en mi nombre una mercancía, y tan pronto como amaneció, me encaminé a presentar mis respetuosas protestas contra el atentado incalificable”. (pág. 29). La belleza y la coquetería de Griselda eran un tentación que Arturo Cova supo evitar. … “¿Iba a injuriar el honor de un amigo, seduciendo a su esposa, que para mí no era más que una hembra. Y una hembra vulgar?” (pág. 33); la lealtad hacia Franco pudo más que su fama de mujeriego. Por despecho, al enterarse por Alicia que Griselda ha comentado que él es “inferior a Barrera”, Arturo se vuelve hacia Alicia, de la que llega a apasionarse. El viejo Zubieta dio a Franco mil tonos a bajo precio: don Rafo y Arturo Cova aportaron lo que tenían, formando así una sociedad con la cual pensaban obtener cuantiosas ganancias. Don Rafo abandona Casanare para realizar algunas gestiones relativas al negocio prometiendo regresar al mes. Fidel Franco y Antonio Correa, hijo de Sebastiana, parten también a contratar vaqueros, quedándose Arturo a cargo de “La Maporita” y de las dos mujeres: Alicia y Griselda. Llevado por los celos, Cova se emborracha y golpea a Griselda a quien acusa de alcahuetear a Alicia con Narciso Barrera, celos infundados lógicamente. Ebrio aún, llega a “Hato Grande” donde juega a los dados con el viejo Zubieta y con Barrera. Se produce entonces una discusión entre Barrera y Cova, resultando herido éste último, quien es curado por Clarita, una prostituta conviviente del viejo Zubieta. Barrera envía una carta a Cova en la cual declara su arrepentimiento por lo ocurrido; Cova, encolerizado, envía al mensajero para que le diga “que cuando se encuentre a solas conmigo sabrá en qué para su adulación”. En “Hato Grande”, Cova se entera que la famosa venta que Zubieta ha hecho a Fidel Franco, es sólo una farsa del viejo borracho para negarse a las pretensiones de compra por parte de Barrera. Franco llega a “Hato Grande”, donde al enterarse de la jugarreta del viejo Zubieta, recrimina a ése su actitud. A los pocos días, el viejo Zubieta es asesinado por los hombres de Barrera, un juez, de nombre José Isabel Rincón Hernández, dictaminó que Cova y Franco eran los culpables del asesinato, indudablemente había sido sobornado por Barrera. De regreso a “La Maporita”, Sebastiana loes comunica que Griselda se ha marchado con Barrera, llevándose a Alicia. Franco, enfurecido, prende fuego a la casa y junto con Cova, parte en busca de su infiel mujer. Pepe Morillo Nieto, más conocido como el “Pipa”, el que timó a Cova, acompaña a los dos hombres. Cova lo había salvado de morir a manos de los vaqueros, éste le había quedado agradecido. Vanamente esperaron en unas llanuras cercanas a “La Maporita” a que llegara don Rafo, pues, éste no dio signos de vida por ningún lado. El Pipa dominaba la lengua de muchas tribus, lo cual significaba una gran ayuda para aquella comitiva perdida en aquella “Selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina”. En su viaje, conviven con los indios de diferentes bohíos, conociendo sus bailes, sus costumbres, su alimentación, etc. Cuando después de ocho días llegaron al monte vichad, Cova esperó encontrar a Alicia y a Barrea en sensual coloquio para caerles de sorpresa, como el halcón sobre la nidada, pero grande fue su decepción “¡Nadie! ¡Nadie! El silencio, la inmunidad…” Deprimido y angustiado, Cova piensa en quitarse la vida:… “El fantasma impávido del suicidio, que sigue esbozándose en mi voluntad, me tendió sus brazos esa noche; y permanecí entre el chinchorro, con la mandíbula puesta sobre el cañón de la carabina. ¿Cómo iría a quedar mi rostro?” (pág.: 91). Franco lo consuela y anima, y Cova. Olvidando sus vesánicos pensamientos, logra dormirse. Al otro día topan con un canchero llamado Helì Mesa, quien les informa que Barrera va rumbo al Brasil llevándose con él a mucha gente para venderla en el río Guainía; y con él también viajan Griselda y Alicia. Aquella noticia aumentó más el odio que se había apoderado de Franco y de Cova, quienes acompañados por Mesa, prosiguen camino en busca del inescrupuloso explotador. Una noche, mientras todos dormían, el Pipa se fugó junto con algunos indios guahibos. Nadie lamentó aquella pérdida, pues, lo consideraban un elemento traidor y peligros. Más adelante encuentran a un viejo cauchero llamado Clemente Silva. Dieciséis años había trabajado picando gema, mientras las sanguijuelas, que le habían ulcerado las canillas, lo sangraban a él: “La selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos”, decía el viejo Silva. El viejo Silva les cuenta las andanzas de un bandido a quien llaman el Cayeno, hombre sin escrúpulos a quien el villano Barrera no le llega ni a los talones. El Cayeno roba el caucho y caza a los pobres indios a quienes esclaviza de generación en generación. El viejo Silva ha trabajado en las peores condiciones para aquel bandido durante dieciséis años de miseria. Silva cuenta además cómo su hija, María Gertrudis, había fugado con un miserable que la engañaba: su extensa relación incluye también al fuga de su pequeño hijo, Luciano, quien al ver que su padre no le hacía caso cuando lo prevenía del mal hombre que cortejaba a su hermana, opta también por irse del hogar. Durante años el viejo Silva ha estado tras la huellas de su hijo, a quien ha buscado por toda la selva, sufriendo vejámenes de todo tipo. Balbino Jácome, un viejo a quien se le seco la pierna derecha por la mordedura de una tarántula, resume la vida de explotación que llevan los caucheros, en una conversación con Clement Silva: … “peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben franelas a veinte pesos; indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco (palmito) del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta que las hermanas que les violaron, y que no cubrirán en toda su vida porque cuando conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les darán medio siglo de esclavitud.. (pág. 129) Una mujer llamad Zoraida Ayram, compró al viejo Silva, por dos mil soles y se lo llevó a Iquitos. Allí se entera el pobre viejo que a su hijo Luciano le cayó un árbol encima causándole la muerte. La narración del viejo Silva hace reflexionar a Cova, quien, por medio del dolor, se siente unido a aquel hombre que ha sufrido tanto: “¡Y pensar que tantas gentes en esta selva están soportando igual dolor!”, se dice Cova a sí mismo. Al poco rato. Arturo Cova fue un ataque de espanto que lo lleva a correr como un loco por entre la tupida selva, veterano en esas cosas, Clement Silva logra calmarlo hasta hacerlo volver en sí: … “Por primera vez, en todo su horros, se ensanchó ante mí la selva inhumana. Arboles deformes sufren el cautiverio de la enredaderas advenedizas, que a grandes trechos los ayuntan con las palmeras y se descuelgan en curva clásica, semejantes a redes mal extendidas, que a fuerza de almacenar en años enteros hojarascas, chamizas, frutas, se desfondan como un saco de podredumbre, vaciando en la yerba reptiles ciegos, salamandras mohosas, arañas peludas”, medita Cova aún turbado (pág. 142). Agotados por el intenso trajín, Cova y los otros continuaron por aquella vorágine verde que emergía ante ellos colosalmente; tratando de sobrevivir al ataque de las hormigas carnívoras, que nacen quién sabe dónde y, que al venir el invierno, emigran para morir barriendo todo a su paso. “Avispas sin alas, de cabeza roja y cuerpo cetrino, que se imponen por el temor que inspiran su veneno y su multitud. Toda guarida, toda grieta, todo agujero: árboles, hojarascas, nidos, colmenas, sufren la filtración de aquel oleaje espeso y hediondo, que devora pichones, ratas, reptiles y pone en fuga pueblos de hombres y de bestias” (pág. 147). Días después, Cova, Silva, Fidel y Correa, llegan a Guaracú donde se hacen pasar por caucheros. Allí encuentran a Zoraida Ayram y al brazo derecho del Cayeno, el te4mido “general” Aquilis Vácares. La llegada de estos extraños crea la desconfianza en ambos facinerosos quienes, si bien les dan cierta libertad, los tienen como si fueran prisioneros. Poco después, Clemente Silva y el mulato Correa, parten con el pretexto de que traerán un cargamento de caucho con el cual piensan pagar a Zoraida y a Vácares por la libertad de ellos y de los hombres que quedan, pero en realidad, están llevando un carta para el cónsul de Colombia a quien le piden que interfiera por ellos. En Guaracú, Cova encuentra a un antiguo amigo llamado Ramiro Estévañez, quien le cuenta la matanza que realizó el “coronel” Tomás Funes, en San Fernando de Atapabo el 8 de Mayo de 1913. “Fue el siringa terrible –el ídolo negro- quien provocó la feroz matanza”, le dijo Estévañez a Cova con cierto malestar. Estévañez narra a su amigo como los hombres se corrompen con la explotación del caucho, y como muchos oros son esclavizados. Hasta el gobernador, Roberto Pulido, negocia con el caucho, para lo cual se vale de una serie de disposiciones y decretos que él mismo establece para beneficio propio. Con lujo de detalles Estévañez describe como Funes mandó a sus esbirros a acribillar al corrupto gobernador Pulido, así como a empleados, amigos y familiares del mismo… “Vino a poco la noche, una noche medrosa y relampagueante. De la casa de Funes salieron grupos armados de Winchester, embozados con bayetones par que nadie los conociera, tambaleantes por el influjo del ron que les enardecía la animalidad. Por las tres callejas solitarias se distribuyeron para el asalto, recordando los nombres de las personas que debían sacrificar. Algunos mentalmente, incluyeron en esa lista a cuanto individuo les inspiraba antipatía o resentimientos; a sus acreedores, a sus rivales, a sus patrones… (…) Allá en la alcoba del sentenciado, ardía una lámpara que lanzaba contra la lluvia lívidas claridades. El grupo de López, felinamente se acercó a la ventana abierta. Adentro, Pulido, abrigado entre su chinchorro, sorbía la poción preparada por los enfermeros. De repente volviendo los ojos hacia la noche, alcanzó a sentarse. “¿Quiénes están ahí? ¡Y las bocas de veinte rifles le contestaron, llenando la estancia de humo y sangre!” (pág. 178). Según Ramiro, Funes mató como comerciante que es, sólo por reprimir la competencia, mas como le quedan competidores en siringales y en barracas, ha resuelto exterminarlos con igual fin y por eso va asesinado a sus mismos cómplices. La narración de Ramírez, sumada a la del viejo Silva, cae como plomo hirviente sobre el alma de Cova: “Calamidades físicas y morales se han aliado contra mi existencia en el sopor de estos días viciosos”, se decía a cada instante. Arturo, a pesar de la repulsión que siente por la obesa Zoraida, tiene que satisfacer los requerimientos amorosos de la cuarentona mujer, pues, sabe que de negarse, pone en peligro sus planes de fuga. En una de esas sesiones amorosas, Cova descubre que Zoraida lleva puestos los zarcillos de Griselda; el hecho evidencia a Cova y a Franco de que Griselda debe hallarse cerca, y por ende, también Alicia. Es Franco quien encuentra a Griselda confundida entre un grupo de indios que transportaban caucho de los depósitos de Zoraida Ayram con destino a un puerto clandestino. Trabajo le costó a Franco reconocer a su concubina: “¡Tan espectral, tan anémica, tan consumida!”, le decía a Cova. Este, mientras tanto, había perdido las esperanzas de que el anciano Silva regresara; o que en el mejor de los casos, el cónsul, la leer su carta, replicara que su valimento y jurisdicción no alcanzaban a esas latitudes. Zoraida confiesa a Estévañez Ramírez que el Cayeno y su gente llegarán en cualquier momento y que sospecha de Arturo y sus amigos. Cova, presintiendo el peligro que acecha a él y a los otros, declara que el cónsul es amigo suyo y que ya se encuentra en camino de Guaracú para poner fin a los desmanes que allí están sucediendo. Al ver que Zoraida y el Vácares se asustan ante tal declaración, Cova logra que ésta acceda a que él pueda entrevistarse a solas con Griselda. Esa confiesa Cova que huyó de “La Maporita”, porque estaba cansada del maltrato que Franco le daba continuamente. En cuanto a Alicia, Barrera había contado a ésta sus relaciones con Clarita; Alicia, dolida y celosa, había decidido huir con Griselda al amparo de Narciso Barrera. Pero ahora Alicia se hallaba en Yaguanarí, con Narciso Barrera, quien al intentar forzarla sexualmente, había recibido de la muchacha ocho sajaduras en pleno rostro. Antes de partir en busca de Barrera, hacia tierras de Yaguanarí, Arturo Cova contrae el beriberi, lo cual hace más doloroso su viaje. Momentos antes se había despedido de Ramírez quien había decidido pasar sus días metido en aquella selva infernal: … “El que dejó sus lares por conquistar a la fortuna no de tornar pidiendo limosna. Por aquí siquiera nadie conoce mis vicisitudes, la miseria torna aspectos de obligatoria renunciación. Vete, la vida nos amaso con sustancias disímiles. No podemos seguir el mismo camino. Si algún día ves a mis padres, cúrate de decir dónde estoy”, le dijo a Cova su amigo (Pág. 195) Ante la sorpresa de todos, un hombre rechoncho, rubio y de rubicunda calva, hizo su aparición. Era el Cayeno. Cova fue golpeado por éste, quien lo acusaba de ladrón y mujeriego. Minutos después, el Cayeno, aquel extranjero invasor que había talado árboles, matado indios y esclavizado infinidad de gente, moría a manos de Fidel y de otros hombres que desfogaban así su odio sobre el presidiario. Parten al fin en busca de Barrera, después de pasar por el villorio de San Joaquín y por el pueblo de San Gabriel, llegan a Yaguanarí. Junto al río Yurubaxí, Coba encuentra a Narciso Barrera, la fiereza con que luchan ambos hombres denota el odio que los domina. Barrera cayó al río donde millares de pirañas lo devoraron, “Y aunque él manoteaba y se defendía, lo descarnaron en un segundo, arrancando la pulpa a cada mordisco, con la celeridad de pollada hambrienta que le quita granos a una mazorca”. (pág. 200) a los pocos días, Alicia dio a luz a un pequeño sietemesino, fruto de sus amores con Cova. Enterado que el viejo Clement Silva aún está vivo, Cova le deja una nota en la que le indica que se internará en la selva, siguiendo la dirección del río Marié, en espera de su llegada. Meses después, un cable del cónsul colombiano dirigido a un ministro, relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, decía así: … “Hace cinco meses búscalos en vano Clement Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!
PEDRO PÁRAMO
Vine a cómala porque me dijeron que acá vivía mi padre un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de lo que lo haría; pues, ella estaba por morirse y yo en mi plan de prometerlo todo”. (“Pedro Páramo”, Juan Rulfo; Editorial La Oveja Negra, 1984 – pág.: 7) De esta manera Juan Preciado, el protagonista principal de esta obra, nos sumerge en una búsqueda mítica que constituye el móvil narrativo de “Pedro Páramo” (1955), la célebre novela del escritor mejicano, Juan, Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno, conocido en las letras hispanoamericanas como Juan Rulfo. Juan Preciado irá a Comala en busca de su padre, más allá de la promesa hay un deseo personal en realizar tal empresa,”hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala”. (pág.: 7) El mundo de irrealidad de Comala va atrapando progresivamente al protagonista tanto como al lector, al punto de ir construyendo una segunda realidad, en la que la vida y la muerte aperturan sus fronteras, y el tiempo avanza y retrocede zigzagueante presentando hechos y personajes que escapan a toda reflexión racional, dejando que el sentimiento, la intuición y la imaginación otorguen coherencia y unidad a tan complejo y múltiple y múltiple relato. Cómala se hallaba al final de un prolongado camino en descenso; a medida que se acercaba al poblado el calor se hacía más intenso e insoportable, era como si Comala estuviese “sobre la boca del infierno”. Un arriero lo guía hacia Comala y en el trayecto le confiesa que él también es hijo de Pedro Páramo; su nombre es Abundio y al parecer tampoco ha recibido protección y dedicación paterna. Al llegar, Juan Preciado se sorprende al hallarse con un pueblo abandonado, un pueblo fantasma: Abundio le dice que Comala está absolutamente deshabitada y que Pedro Páramo hace años que murió: … “Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer”. (pág. 10) El arriero le había hablado de Eduviges, el único hombre que tenía como referencia en este pueblo desolado. Orientado por el rumor del río, junto al puente, halló la casa de Eduviges Dyada. La mujer lo estaba esperando y le tenía reservada una habitación, Dolores, la madre de Juan Preciado, le había anunciado la llegada de su hijo. La atmosfera de irrealidad en la que se había ido sumergiendo desde que decidió el viaje, pareció vencerlo de pronto, estaba demasiado fatigado para intentar comprender racionalmente frases como: … “Sólo yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros”, o “lo único que quiero decirte ahora es que alcanzaré a tu madre en algunos de los caminos de la eternidad”, y que Eduviges pronuncia con firme naturalidad. Por ella, Juan Preciado se entera del enmudecimiento voluntario de Abundio, cuando las palabras le resultaron absurdas, pues, había quedado sordo a causa de una explosión; sin embargo el arriero que lo había guiado, hablaba y oía perfectamente. Eduviges había sido gran amiga de su madre, y fue ella quien reemplazó a Dolores en su noche de bodas por amistad y porque Pedro Páramo la tenía fascinada; Dolores se lo había pedido por que un adivino le había dicho que “esa noche no debía replegarse a ningún hombre porque estaba brava la luna”; así, Eduviges reemplazó a Dolores acostándose junto a un hombre rendido por la celebración de la boda y que se pasó la noche roncando. Por Eduviges se entera también que su madre odió a Pedro Páramo por su desamor y malas maneras; dolida, decidió un día visitar a su hermana con la expresa aprobación de su marido: “-Hasta luego don Pedro.”, “-¡Adiós! Doloritas”, contestó el amo de la “Media Luna”. Así terminó la relación entre ellos, ni él mandó por ella, ni ella quiso regresar sin que Pedro Páramo se lo pidiera. En el relato de la vieja Eduviges aparece un tercer hijo de Pedro Páramo: Miguel Páramo, el único reconocido y protegido por el padre. Miguel Páramo, que había heredado del padre la afición a las mujeres, la tendencia a la riña y la prepotencia, fue llevado por su caballo a la muerte. Su ánima vino a despedirse de Eduviges con quien había tenido amores antes de “ennoviarse” con una muchacha de Contla: … “Mañana tu padre se torcerá de dolor – le dije- lo siento por él. Ahora vete y descansa en paz, Miguel. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mí” (pág.: 22) El padre Rentería se negó –inicialmente- a dar su bendición al cadáver de Miguel Páramo; la razón: Miguel Páramo había asesinado a su hermano y violado a su sobrina Ana; sin embargo, ante la presión de Pedro Páramo, acepta la cuantiosa limosna que éste deja a su lado: “Él puede comprar la salvación. Tú sabes si éste es el precio. En cuanto a mí, Señor me pongo ante tus plantas para pedirte lo justo o lo injusto, que todo nos es dado pedir: …Por m´, condénalo, Señor” y finalmente lo bendijo. (pág: 25) El padre Rentería representa el clero que otrora formara alianza con el gamonalismo. El es consciente de haber traicionado a su sobrina y a los muchos que han sido ofendido por el hijo de Pedro Páramo; consciente de haber permitido el enseñoramiento de Pedro Páramo, de su poder omnímodo, absoluto, sobre hombres y tierras de Comala. Por el relato del padre Rentería nos enteramos que la vieja Eduviges, la anfitriona de Juan Preciado, no es más que un espectro, un alma en pena que errabundaba purgando el pecado de haberse suicidado; Eduviges no había logrado la absolución por no tener su única hermana, María, dinero para pagar misas gregorianas: … “Qué le costaba a él perdonar, cuando era tan fácil decir una palabra o dos, o cien palabras si éstas fueran necesarias para salvar el alma. ¿Qué sabía él del cielo y del infierno?” (pág.: 29). Y sin embargo el padre Rentería, perdido en un pueblo sin nombre, sabía los que habían merecido el cielo. Al continuar su relato Juan Preciado nos describe dos gritos de ultratumba, profundos y lastimeros: .. “¡Ah vida, no me mereces!” y ¡Déjenme aunque sea el derecho de pataleo que tienen los ahorcados!”; una mujer abre una puerta de par en par, era Damiana Cisneros, quien los había cuidado al nacer, por ella se entera que los gritos son de Eduviges Dyada convertida en alma en pena. De las muchas semblanzas que de Pedro Páramo van apareciendo en la obra, una de las más nítidas es la de Fulgor Sedano, el administrador de la hacienda desde tiempos de don Lucas Páramo, padre de don Pedro Páramo. A la muerte de don Lucas Páramo, Fulgor Sedano rinde un informe a su heredero sobre la quiebra económica de la hacienda, sobre las excesivas deudas acumuladas. Las Preciado eran las hacendadas a quienes más se debía, por lo que Pedro Páramo, para librase de esta deuda, decide casarse con Dolores Preciado. “Le dirás a Lola esto y lo otro y que la quiero. Eso es importante. De cierto sedano la quiero. Por sus ojos, ¿Sabes? Eso harás mañana tempranito”; con otras triquiñuelas y malos manejos fue librándose de sus acreedores y convirtiéndose en el Señor de Comala. “Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieras encerrado en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos, risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír” (pág. 36) Eso le decía Damiana Cisneros a Juan Preciado, mientras cruzaban el pueblo. Este le inquiere cómo es que dio con él y luego le hace una pregunta desesperada: … “¿Está usted viva. Damiana? ¡Dígame, Damiana!”, no obtuvo respuesta y de pronto se quedó solo… Damiana Cisneros también era un espectro. Juan Preciado pensó regresar… “Sentí arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta entre la negrura de los cerros”. Un hombre y una mujer lo invitan a pasar a su casa. Antes del amanecer el hombre se marchó y, al conversar con la mujer, se enteró que el hombre no era su esposo sino su hermano; la soledad los había impulsado al acto incestuoso cuando todos empezaron a abandonar el pueblo. Al rato regresó el hermano, quien junto con la mujer, salió al patio. En ese instante entró sigilosamente una mujer… “Tal vez creyó que yo dormía. Se fue derecho a donde estaba la cama y sacó de debajo de ella una petaca. La esculco. Puso unas sábanas debajo de su brazo y se fue andando de puntitas como para no despertarme”. (pág. 46) Al retornar los hermanos incestuosos lo hallaron temblando luego, como retrocediendo en el tiempo, sintió una mujer roncando a su lado. Al incorporarse la reconoció y le preguntó por su hermano; ella le respondió que había ido a buscar un becerro, pero que eso era un pretexto para abandonarla, porque hacía bastante tiempo que él quería irse como aquellos que habían ya abandonado el pueblo. Desde ese lugar Juan Preciado mantiene un pequeño diálogo con su madre muerta, y luego regresa a acostarse con la mujer. El calor lo hizo despertar a medianoche, debido a que la mujer parecía hecha de tierra, puro lodo deshaciéndose a su lado; Juan Preciado salió a la calle a buscar aire inútilmente;… “No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos, hasta que se hizo tan delgado que se filtro entre mis dedos para siempre”. (pág.: 49) Juan Preciado había muerto, ya era parte plena de esa ciudad de muertos que era Comala; desde su condición de muerto relata cómo es que salió de la habitación de aquella mujer convertida en lodo y de cómo había ido a parar hasta la plaza para escapar de los murmullos que fueron la causa de su muerte: … “Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas” (pág. 50). A quien refiere lo sucedido es a Dorotea, quien en vida acunó la ilusión de haber tenido un hijo, pues, un sueño así se lo había comunicado. Dorotea era un cadáver, sepultada en la misma tumba que Juan Preciado: … “Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alancé a distinguir unas p0lalabras casi vacías de ruido: “Ruega a Dios por nosotros”. Eso oí que me decían. Entonces se me helò9 el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto”, (pág.: 51) continuó relatándole Juan Preciado a Dorotea. Los recuerdos de Pedro Páramo también forman parte del núcleo narrativo de la obra; por él y por otros personajes nos enteramos del gran amor que sintió por Susana San Juan, con quien había compartido juegos siendo niño. Pasaron los años y Susana se casó para enviudar al poco tiempo, fue entonces que su padre, Bartolomé San Juan, decidió llevarla a Comala para que Pedro Páramo la protegiera: … “Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que pudiera conseguir, de modo que no nos quedara mayor deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti”. Pero todo el amor devocional de Pedro Páramo no logró un solo minuto de amor de Susana San Juan, es más, al no poder soportar su boda con Pedro Páramo se refugió en la locura. Pedro Páramo, duro e inmisericorde con todo Comala, era todo ternura y amor para con Susana San Juan, nunca la desprotegió, y a su cuidado personal puso una mujer que la conocía desde niña, la paciente Justina Díaz. Él siguió frecuentando otras mujeres en cuyos cuerpos, intentaba hallar algo del cuerpo negado para siempre, el de Susana San Juan –una mujer que no era de este mundo-. Al morir Susana San Juan, un 8 de diciembre, las campanas echaron reiterado vuelo en un estruendoso repique; éste atrajo a gente de otros rumbos que convirtieron lo que debió haber sido un duelo, en una bulliciosa fiesta: … “La Media Luna estaba sola, en silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba en voz baja. Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allí había feria. Se jugaba a los gallos, se oía música; los gritos de los borrachos y de las loterías. Hasta acá llegaba la luz del pueblo, que parecía una aureola sobre el cielo gris. Porque fueron días grises, tristes para la Media Luna. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala” (pág.: 95). Decidió cruzarse de brazos y dejar que Comala se muriera de hambre; él era el señor y el aliento de Comala, un gamonal que decidió negarse a seguir cumpliendo su rol; así empezó la muerte de Comala, cada habitante que partía se llevó parte de su vida, un sorbo de su aliento… así se fue poblando de murmullos y apariciones. Y con Comala, Pedro Páramo fue muriendo de a pocos, siempre mirando hacia el lugar donde había sido sepultada Susana San Juan. Comala era Pedro Páramo y Pedro Páramo había decidido su muerte. No había sido entonces infructuoso el viaje de Juan Preciado, en verdad llegó a conocer a Pedro Páramo porque conoció Comala y llegó a formar parte de esa tierra, de ese feudo gobernado por su padre. Cabe destacar que el planteamiento que hace Rulfo para introducir su historia es a través de un monólogo, interrumpido por constantes descripciones que aclaran la atmósfera donde se desarrollan los acontecimientos de la novela. Es interesante también establecer el tiempo en el que transcurre la narración: el texto tiene un mínimo de oscilación en su tiempo cronológico que va de 1880, aproximadamente, a 1928 en Méjico (Jalisco), en una ciudad ficticia que el autor llama Comala. En definitiva, “Pedro Páramo” como novela esa testimonio de la persistencia del feudalismo en Méjico y ese es su mensaje principal. Por último diremos que Juan Rulfo ha cimentado su fama en base a una novela corta y unos pocos cuentos, habiendo destruido más páginas escritas que las que ha publicado; esto nos dice mucho de la severidad a la que el escritor mejicano sometía su producción literaria. Nacido en Sayula, estado de Jalisco, el 16 de Mayo de 1918, Rulfo ha dejado una producción literaria tan escasa, como la de Eustacio Rivera o la del argentino José Hernández. Hay lugares que por distintos motivos se asocian a determinados escritores, al haber situado ´`estos sus obras en aquellos marcos geográficos: La Mancha nos recuerda a Cervantes, Dublín a Joyce, Alabama a Faulkner. Lo mismo podría decirse en el caso de Rulfo: su Jalisco natal. Rulfo murió el 8 de Enero de 1986.
POEMA DEL MIO CID
Primer monumento de la poesía épica española, que consta de 74 hojas en total, faltándole la del comienzo, del poema y la número 48. “la cual se conoce fue cortada con tijera, pues el corte ha quedado en forma de sierra”. Cada hoja tiene aproximadamente veinticinco versos, y el total de los versos del poema es de 3,730. De autor anónimo, Menéndez Pidal dice que probablemente el poema fue escrito en el año 1140, es decir, unos cuarenta años después de la muerte del héroe. El poema fue publicado por primera vez en 1779, en la “Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV” pertenecientes al erudito español Tomás Antonio Sánchez. Está comprobado que Pedro Abad (que bien podría ser el Abad Pedro, un monje benedictino, como insinúa Sánchez), no fue sino un mero copista de la obra, en cuanto a la versifi9caciòn diremos que la métrica es irregular y la rima asonante. Hay en el poema versos de doce, catorce, hasta de diecinueve silabas, aunque los que predominan son de catorce y los de dieciséis. Antes de entrar al argumento del poema, considero necesario, por estar basado éste en los hechos que acontecieron a un personaje real como es don Rodrigo Días, presentar una sinopsis biográfica del héroe castellano. Su nacimiento tuvo lugar en Castilla la Vieja, al parecer el año 1043. Siendo niño, su padrino, el clérigo Peyre Pringos, le obsequió un caballo a quien bautizó con el nombre de Babieca. Siendo aún un adolescente se enroló en las filas del rey castellano Fernando I “el grande”, cuya hija, la infanta Doña Urraca, lo armó caballero el 26 de julio de 1058. Al fallecimiento del monarca en el año 1065, éste le enconmendò9 que velara por la seguridad de sus hijos. Su hijo, Sancho “el fuerte”, quedó como rey de Castilla y León, quedando Rodrigo Días adscrito a su servicio. La continuidad geográfica de ambos reinos quedaba rota por Zamora, de cuya capital se hizo cargo doña Urraca, quien no estaba dispuesta a ceder ni un metro de tierra. Este conflicto trae como consecuencia la muerte de Sancho a manos de Bellido Dolfos, zamorano malandrín quien le preparó una trampa. Los castellanos e indignan ante tan triste suceso, y es Alvar Fáñez Minaya quien propone que se lleve a cabo un desafío entre los campeones de Castilla y Zamora. Rodrigo Díaz, no pudiendo participar en la contienda por haber jurado al rey Don Fernando no alzar armas contra sus hijos, propone a Diego Ordóñez de Lara, uno de sus mejores caballeros, para que lo sustituya en la acción; evitando así don Rodrigo enfrentarse a doña Urraca. Por el lado de los zamoranos participará don Diego Arias y sus tres hijos. Los zamoranos logran imponerse ajustadamente a los castellanos. Los restos de Sancho II fueron conducidos hasta el monasterio de Oña, donde recibieron cristiana sepultura. Cuando el rey don Fernando aún vivía, hizo saber al Conde Lozano padre de una bella muchacha llamada Jimena, que Diego Láinez, padre de don Rodrigo, pedía para su vástago la mano de su hija. El conde, descendiente de los reyes de Asturias, se llenó de ira cuando supo que Rodrigo se había atrevido a poner los ojos en la muchacha, siendo un simple infanzón de Vivar, carente de prosapia o blasones. El conde Lozano estampó una bofetada en el rostro de dondiego, haciéndolo caer de espaldas más por el dolor de la afrenta que por la agresión. La sangre del conde pagó su cobarde acción por efecto de la espada del joven Rodrigo Díaz. Jimena, a pesar del profundo amor que sentía por Rodrigo, demandó justicia al rey don Fernando contra el de Vivar, que hubo de resignarse al alejamiento. A los pocos meses regresaba Rodrigo, seguido de una comitiva de cuatro mil moros – entre ellos cinco reyes- a quienes había hecho prisioneros. El monarca se mostró benevolente anta tal hazaña. Con el consentimiento del rey, don Rodrigo liberó a los moros, no sin que antes estos prometan fidelidad al rey castellano, así como el compromiso de que todos los años paguen tributo al reino. Los moros aceptan y en prueba de conformidad lo aclaman en su idioma llamándolo “Cid”. A la muerte de Sancho II le sucedió en el trono su hermano Alfonso VI, a quien aquél había depuesto anteriormente del de León. Como algunas gentes recelaran la participación de Alfonso en el atentado contra Sancho, el Cid, portavoz de la opinió9n caballeresca, exigiò9 al leonés un juramento de desmentido que precediera a su coronaciò9n. Este fue el célebre “Juramento de Santa Gadea”, que tuvo lugar en el templo del mismo nombre. La ceremonia, que viene relatada en la “Crónica General”, fue aceptada de muy mala gana por Alfonso. He aquí la raíz de una profunda desavenencia que había de traer posteriormente funestas consecuencias a Rodrigo.
CANTAR PRIMERO: “Destierro del Cid”. El rey Alfonso VI envía al Cid a Andalucía a cobrar los tributos de los reyes moros de Córdoba y Sevilla. Almutámiz, rey de Sevilla, estaba en guerra con Almudáfar, rey de Granada, a quien ayudaban el conde don García Ordóñez, Fortún Sánchez – yerno del rey – don García de Navarra y Lope Sánchez. El Cid advierte a todos ellos que no agredan al rey sevillano, pero éstos, haciendo caso omiso de las advertencias de Don Rodrigo, atacan a Almutámiz encabezados por Almudáfar. El Cid va en ayuda del agredido y vence a los agresores en la ciudad de Cabra. García Ordóñez cae prisionero y es ofendido cruelmente por don Rodrigo quien le arranca un mechón de la barba y, tres días más tarde, lo dejan en libertad. Desde entonces, moros y cristianos, llamaron a Rodrigo “El Cid campeador”. Vuelto Rodrigo a Castilla con las parias, acogióle muy bien el rey, alegrándose mucho de cuanto había hecho. Esto provocó las envidias de otros caballeros en torno al Cid. A expensas de su artera facundia, García Ordóñez supo avivar en don Alfonso el recuerdo de la humillación sufrida en Santa Gadea de Burgos. La enemistad entre Alfonso y Rodrigo fue en aumento, hasta que el monarca decretó el destierro del valeroso héroe. El Cid, en Vivar, reúne a sus parientes y vasallos y les informa que el rey le ha dado nueve días de plazo para abandonar Castilla. Parte el Cid acompañado de su primo hermano, Alvar Fáñez, y muchos hombres más con rumbo a Burgos: … “Emprendió camino el Cid hacia Burgos, cabalgando, / y dejó atrás sus palacios, yermos y desheredados. / Luego volvió la cabeza y los contempló llorando; / soñó en las puertas abiertas, sin postigos ni candados, / en los varales vacíos, en las pieles, en los mantos, / en sus hábiles azores, de pluma recién mudados… / Y suspiró enternecido, tanto como resignado”. En Burgos, nadie osa recibirlo, por haber prohibido el rey, según lo explica una niña. Martín Antolínez, el “burgalés cumplido”, provee de pan y vino a él y a sus hombres, y luego se une a sus huestes. Construye el Cid dos arcas, a las cuales llena de arena, y propone a Martín Antolínez que busque a Raquel y Vidas, dos judíos avarientos, para timarlos. Los judíos acuden presurosos a lo que consideran un “buen negocio”, y Rodrigo les entrega las arcas como garantía de los seiscientos marcos que ellos le prestan. Los judíos se van con los pesados baúles que, según ellos, contienen valiosas joyas. Provisto de dinero, El Cid llega al monasterio de San Pedro de Cardeña donde al cuidado del Abad don Sancho se hallan su mujer, doña Jimena, y sus dos pequeñas hijas, doña Elvira y doña Sol. En Burgos un centenar de castellanos se unen a las huestes del Cid, quien ahora cuenta con trescientos hombres. La última noche que Rodrigo permanecen en Castilla, se le aparece el arcángel San Gabriel quien le dice que mientras viva siempre lo protegerá el Señor. Por fin al cumplirse el noveno día de plazo, el Cid abandona Castilla después de haber dejado al abad don Sancho la custodia de su esposa y de sus hijas. Ya en tierra de moros el Cid entra en guerra con ellos, a los que gana la ciudad de Castejón. Luego sigue camino y logra vencer a los moros en Alcócer. Enterado el rey de Valencia, quien se llamaba Tamín, que Rodrigo y sus hombres e hallan acampados en Alcócer, envía tres mil moros para que lo capturen. La lucha se presenta desigual, pues, el Cid sólo cuenta ahora con seiscientos hombre guerreros; pero aun así, la destreza en el manejo de la espada inclina la balanza a favor de los castellanos. El Cid hiere al rey Hariz y el burgalés Antolínez al rey Galib. Así, heridos los dos cabecillas árabes, sus hombres empiezan a huir por una u otra parte. El Cid felicita a Minaya Alvar Fáñez, Martín Antolínez, Muño Gustioz, Martín Muñoz, Alvar Salvadórez, Galindo García y a Félez Muñoz por la valentía demostrada en combate. Como en todas las conquistas que realiza., Rodrigo reparte el botín de guerra entre sus hombres, y parte de él lo envía al rey Alfonso en prueba de su lealtad. El encargado de llevar los regalos al rey es Alvar Fáñez de Minaya; aquél perdona a Alvar Fáñez pero no al Cid. Alvar Fáñez regresa con doscientos hombres más, con los cuales el Cid continúa su avance conquistando Teruel y Zaragoza;, llega a Barcelona donde vence y toma prisionero al conde de ese lugar, don Ramón de Berenguer, ocasión ésta en que ganó la famosa espada “Colada”. Después de tenerlo tres días cautivo, y ante la decisión de éste de dejarse morir de hambre, el Cid lo puso en libertad.
CANTAR SEGUNDO: “Boda de las hijas del Cid”.- El Cid se dirige luego hacia el Mediterráneo, tomando la costa entre Castellón y Murviedro y toma el pueblo de Cebolla. Han pasado ya tres años desde su destierro, cuando Rodrigo Díaz logra tomar Valencia después de arrasar a los moros. El júbilo es indescriptible: … “Los que dejaron su tierra, de riqueza están colmados, que a todos les dio en Valencia su campeador honrado buenas casas y heredades con las que fueron pagados”. El Cid hace un recuento de su gente y se alegra al saber que son ahora tres mil seiscientos. Nuevamente Alvar Fáñez acude donde el rey Alfonso llevando parte de las riquezas que el Cid ha ganado. El monarca accede a las peticiones del Cid, permitiendo que su esposa e hijas vayan a valencia a encontrarse con él. El mismo Alvar Fáñez escolta a las tres mujeres hasta Valencia, Rodrigo Díaz no puede contener las lágrimas al verlas: …”Seguidme, doña Jimena, querida mujer y honrada, / y también vos, mis hijitas, mi corazón y mi alma; / entrad conmigo en Valencia, que habrá de ser vuestra casa”. A los pocos días, Yucef, el rey de Marruecos, ataca Valencia pero es derrotado por las huestes de Don Rodrigo quienes sólo en oro y plata obtuvieron un botín de tres mil marcos. Son tantos los triunfos y ganancias del Cid, que sus enemigos, entre ellos García Ordóñez, sienten acrecentar su envidia: … “El Cid va ganando más honra cuanto quedamos / los de Carrión y nosotros cada vez más humillados. / Esas victorias, presiento nos van a hacer mucho daño”. Los infantes de Carrión, don Diego y Don Fernando, desean casarse con las hijas de Don Rodrigo, codiciosos de las riquezas del héroe: … “Estos asuntos del Cid muy para adelante van; si les pedimos sus hijas para con ellas casar, / alcanzaremos honores y mayor prosperidad”. Para lograr su objetivo, los infantes acuden al rey para que interceda a favor de ellos. Alfonso acepta y pide a Alvar Fáñez que haga llegar a don Rodrigo la proposición de matrimonio. Monarca y héroe se entrevistan a orillas del río Tajo para tratar el asunto. Llegado a un entendimiento, se determina que la boda ha de realizarse en la ciudad de Valencia. Don Jerónimo, el obispo que desde hacía bastante tiempo se había unido a as huestes del Cid, casó a los novios en la iglesia de Santa María. Quince días duraron aquellas fiestas donde los recién casados recibieron cuantiosos regalos entre los que abundan mulas, palafrenes, y caballos, todos cargados de oro, plata y joyas.
CANTAR TERCERO: “La afrenta de Corpes” Sucedió que un día, mientras el Cid descansaba plácidamente, un fiero león escapó de su jaula creando pánico entre todos los presentes. Los hijos del conde Goncalvo dan muestras de cobardía. Fernando, el mayor, se metió raudamente bajo una cama, mientras que Diego corría gritando lleno de pavor. El Cid despertó ante tanto alboroto y dócilmente logró someter al animal. Todos los presentes rieron divertidamente ante las muestras de pusilanimidad de los yernos de don Rodrigo, hasta que éste mandó silencio. El rey Búcar de Marruecos ataca Valencia y el Cid en un enfrentamiento individual, le da muerte arrebatándole la espada “Tizona”. Los infantes no participaron en la batalla por temor a ser heridos. Inclusive, don Fernando había huido ante el temor de que un moro llamado Aladrafle hiciera daño. Pedro Bermúdez, fiel amigo del Cid, lucha y mata al moro y testimonia posteriormente que ha sido el infante quien acabó con el moro. El Cid y Alvar Fáñez se deshacen en apologías por las muestras de valentía que los infantes dieron en la batalla contra el rey Búcar, pero muchos de los vasallos presentes se sonríen, porque en el fondo saben que son unos cobardes y comprenden que don Rodrigo lo que pretende es que o se sientan mal. Habiendo obtenido las riquezas que buscaban, los infantes parten con sus esposas y con el primo de éstas, Félez Muñoz. Llegados a Molina, hospedáronse los viajeros en casa del moro Abengalbón, gran amigo de Rodrigo. Al ver las riquezas que `´este posee, los infantes traman su muerte; pero son descubiertos. Abengalbón amenaza a los infantes a quienes no da muerte por ser los yernos de su gran amigo. Viajando día y noche, llegan los viajeros al robledo de Corpes donde instalan su tienda. Los infantes envían a Félez Muñoz que se adelante en su viaje, y estando ya solos con sus mujeres, las golpean y azotan brutalmente, dejándolas abandonas: …”Ahora que ya estamos solos, doña Elvira y doña Sol, / seréis aquí escarnecidas ambas por nosotros dos, que después nos marcharemos sin teneros compasión. / Cuando llegue esta noticia hasta el Cid Campeador, / nos sentiremos vengados de la burla del león”. Félez Muñoz, sospechando alguna mala acción por parte de los pérfidos infantes, regresa y encuentra a sus primas inconscientes. Rápidamente las lleva a San Esteban de Gormaz, donde Minaya Alvar Fáñez le da el encuentro para juntos emprender el regreso a Valencia. El Cid, muy consternado, recibe a sus hijas e inmediatamente envía a Muño Gustioz para que informe al rey lo sucedido. Hasta Sahagún, donde se encontraba Alfonso VI, llega Muño Gustioz a informarle lo ordenado por Rodrigo. El monarca, abatido por la noticia, convoca a Cortes en la ciudad de Toledo. En ella son condenados los infantes, quienes se ven obligados a devolver las espadas “Colada” Y “Tizona””, obsequios del Cid; éste entrega la “Colad” a Martin Antolínez y la “Tizona” a su sobrino Félez Muñoz, por considerarlos dignos de ellas. También tuvieron que reintegrar la dote que ya habían gastado en parte. No contento con esto, el Cid propone un reto. García Ordóñez quiere interceder por los infantes, pero don Rodrigo le recuerda cómo lo derrotó en Cabra y éste pota por callarse. Pedro Bermúdez descubre los verdaderos hechos acontecidos con el moro Aladraf y reta a don Fernando a batirse en duelo; lo mismo hace Martín Antolínez desairando a don Diego. Ansúrez Goncalvo, tío de los infantes, insulta al Cid. Muño Guztioz sale en defensa de don Rodrigo y reta a Ansúrez a quien llama “malvado y traidor”. Queda cordado el duelo que se lleva a cabo en las Vegas de Carrión, donde Pedro Bermúdez vence a don Fernando quien cuando ve que va a morir pide clemencia. Lo mismo sucedió con don Diego que es vencido por Martín Antolínez, y con Ansúrez Goncalvo que es derrotado por Muño Gustioz. De regreso a Valencia, las hijas del Cid contraen nuevas nupcias con los infantes de Navarra y Aragón que habían solicitado la mano de las muchachas. Así culmina este bello poema que mereció del filósofo alemán Schiegel la siguiente apología durante su conferencia en Viena en 1812: “… España, con el histórico poema de su Cid, tiene una ventaja peculiar sobre otras muchas naciones; es éste el género de poesía que más inmediatamente influye en el sentimiento nacional y el carácter del pueblo”. Por motivos que no son claros, Alfonso VI desterró a Rodrigo Díaz allá por el año 1081. Trece años después, el Cid conquistaba la ciudad de Valencia, y el rey volvía a favorecerle con su amistad. Sobre la fecha del fallecimiento del Cid, existe la certeza que aconteció en Julio de 1099, en la ciudad de Valencia. Sus restos, al igual que los de doña Jimena, descansan en la ciudad de Burgos.
LA BARRACA
Esta es sin lugar a dudas la novela más difundida y una de las más logradas del escritor español Vicente Blasco Ibáñez, nacido en Valencia el 29 de enero de 1928. Es en Valencia donde acontecen los hechos, y es casualmente en ésta su ciudad natal, donde Blasco Ibáñez dio vida a este libro que en primera instancia fue un cuento titulado “Venganza moruna”. Disconforme con lo sucinto del relato, lo ensanchó, resultando así una de las más crudas novelas escritas en lengua castellana. Blasco Ibáñez es con Pío Baroja – el último resplandor grandioso de la magnífica novela realista española del siglo XIX. Caso curioso: Galdós y Blasco han sido los dos escritores más combatidos por la crítica española, y son, sin embargo, los dos escritores más apasionadamente españoles. El amor a España en sus novelas es casi lo más interesante. Veamos el resumen de “La Barraca”. Pepeta, mujer de Toni, conocido en todo el contorno de Valencia como Pimentó, era la mujer más trabajadora de toda la huerta. Levantábase a las tres con sus cestones de verduras y marchaba a Valencia, mientras su marido, aquel buen mozo que tan caro le costaba, seguía roncando en la barraca. Después de vender sus hortalizas entraba nuevamente en funciones ofreciendo leche. Fue en uno de esos días en que se encontró con Rosario, una de las hijas del tío Barret, labrador que había muerto en el presidio de Ceuta, por el simple hecho de haber querido defender sus tierras. Esas llevaban diez años de abandono, haciendo crecido en ellas una selva enana, enmarañada y deforme que se extendía sobre aquellos campos. “Bajo las frondosidades de esta selva minúscula, y alentados por la seguridad de su guarida, crecían y se multiplicaban toda suerte de bichos asquerosos, derramándose en los campos vecinos: lagartos verdes de lomo rugoso, enormes escarabajos con caparazón de metálicos reflejos, arañas de patas cortas y vellosas, hasta culebras, que se deslizaban a las acequias inmediatas. Allí vivían, en el centro de la hermosa y cuidada vega, formando mundo aparte, devorándose unos a otros; y aunque causasen algún daño a los vecinos, éstos los respetaban con cierta veneración, pues, las siete plagas de Egipto parecían poca cosa a los de la huerta como para arrojarse sobre aquellos terrenos malditos. Como las tierras del tío Barret no serian nunca para los hombres, debían anidar en ella los bicharracos asquerosos y, cuantos más, mejor. En el centro de estos campos desolados, que se destacaban sobre la hermosa vega con una mancha de mugre en un manto regio de terciopelo verde, alzábase la barraca, o, más bien dicho, caía, con su montera de paja despanzurrada, enseñando por las aberturas que agujerearon el viento y la lluvia a su carcomido costillaje de madera” (“Obras Completas de Vicente Blasco Ibáñez”, Editorial Aguilar – 1949; Tomo I, págs. 485 -486). Cuando Batiste y su numerosa familia ocupó la abandonada barraca del tío Barret, la noticia corrió como reguero de pólvora por todas las Veas y huertas de los alrededores. Pepeta, la primera en avistar a aquellos intrusos, fue con el chisme donde Pimentó, éste echó a correr sin aguarda más pormenores a campo traviesa hasta un cañar inmediato a las tierras malditas, que otrora habían pertenecido al tío Barret, aquel pobre labrador que había sacrificado su vida trabajando de sol a sombra para conservar las tierras que le alquilaba don Salvador, viejo avaro, quien le fue subiendo las contribuciones hasta el punto de dejarlo sumido en la desesperación y la miseria. Pimentó, mientras miraba con furia la barraca ocupada por Batiste y los suyos, recordaba cómo el tío Barret, abrumado por el odio y la desesperación, había decapitado a don Salvador, poniendo fin así a todas esas horas de ignominia, angustia y abuso. El tío Barret, murió a los pocos años en presidio, al igual que su mujer, que acabó sus días en un hospital. Las hijas, una tras otra, fueron abandonando a las familias que las habían recogido para trasladarse a Valencia, con el fin de ganarse el pan por sí mismas, como criadas; pero al poco tiempo terminaron sometidas a la prostitución. Nadie olvidó los campos y la barraca, permaneciendo unos y otra en el mismo estado que el día en que la justicia expulsó al infortunado tío Barret. Batiste era un aron enérgico, emprendedor y avezado que había realizado toda suerte de trabajos buscando el bienestar para su familia. En todos los oficios en que había laborado la mala suerte lo había perseguido. No sabiendo ya qué hacer ni dónde dirigirse, fue cuando en un viaje a Valencia conoció a los hijos del fallecido don Salvador, quienes le dieron aquellos campos y aquella destartalada barraca, libres de arrendamiento por dos años, hasta que recobrasen por completo su estado de otros tiempos. Semana tras semana, sudando y jadeando desde el alba a la noche, Batiste y su familia lograron limpiar los campos dejándolos aptos para la siembra. De igual manera la barraca antaño una ruina que apenaba el ánimo y oprimía el corazón, fue convertida en la más vistosa de los alrededores. El primer síntoma de hostilidad que recibió Batiste vino del tío Tomba, un anciano ciego, cuyas ovejas habían pastado durante diez años en aquellos campos abandonados y que se veían imposibilitadas de hacerlo. “Aquellas tierras te traerán desgracias”, le había dicho a Batiste el enigmático anciano. Los vecinos indignados por lo que consideraban una profanación, devoraban su rabia en silencio: ¡Ladrón, más que ladrón!, decían al ver os progresos de aquella familia a quienes consideraban gitanos. Una tarde volvió Batiste muy contento de Valencia, pues, habían logrado que los hijos de don Salvador admitiesen a Roseta, su hija mayor, en una fábrica de sedas. Desde el día siguiente, Roseta formaría parte del rosario de muchachas que muy temprano iban a la ciudad para hilar el sedoso capullo entre sus gruesos dedos. Cierto día, en las inmediaciones de la taberna de “copa”, Batiste fue interceptado por Pimentó, quien le dijo amenazadoramente que abandonara las tierras del tío Barret. Batiste no se amedrentó y dejó al temido Pimentó mascullando maldiciones y amenazas. La venganza de Pimentó no se dejó esperar: aprovechando que los jueves se reunía el Tribunal de las Aguas, organismo encargado de regular el reparto equitativo del agua para el riego de los campos, presentó una denuncia en la cual hacía constar que Batiste hacía uso del agua en turnos que no le correspondían. Ante las airadas protestas del acusado, el tribunal, haciendo uso de su autoridad, multa al novato Batiste con una cuantiosa suma que hace tambalear su presupuesto. Para colmo de sus males, se le prohibió el agua por un largo tiempo. Hundido en su rabia y amargura, Batiste lloró aquella noche en brazos de Teresa, su mujer. Pasaron los días y aquel hombre honrado y batallador veía su tierra resquebrajarse, abrirse en tortuosas grietas, formando mil bocas que en vano esperaban un sorbo. Una noche, Batiste apenas comió, ocupado en contemplar la voracidad de los suyos. Batiste, el hijo mayor, hasta se apoderaba con fingida distracción de los mendrugos de los pequeños. A Roseta el miedo le daba un apetito feroz. Nunca como entonces comprendió Batiste la carga que pesaba sobre sus espaldas. Aquellas bocas que se4 abrían para tragarse los escasos ahorros de la familia querían sin alimento si lo de fuera llegara a secarse. Y todo, ¿por qué? Por la injusticia de los hombres, porque hay leyes para molestar a los trabajadores honrados… No debía pasar por ello. Su familia antes que nadie. ¿No estaba dispuesto a defender a los suyos de los mayores peligros? ¿No tenía el deber de mantenerlos? Hombre era él capaz de convertirse en ladrón para darles de comer. ¿Por qué había de someterse, cuando no se trataba de robar, sino de la salvación de su cosecha, de lo que era muy suyo? La imagen de la acequia, que a poca distancia arrastraba su caudal murmurante para otros, era para él un martirio. Enfurecíale que la vida pasara junto a su puerta sin poder aprovecharla, porque así lo querían las leyes. De repente se levantó, como hombre que adopta una resolución y para cumplirá lo atropella todo. -¡A regar! ¡A regar! (Edic. cit, Ibídem; págs. 509). Batiste tomó el agua que se le tenía prohibida y la derramó en sus campos que bebían con la sed del hidrópico. Pimentó, extrañamente, no le hizo comparecer ante el Tribunal de las Aguas, quizá porque la gente de la Vega se había enterado que Batiste había comprado una escopeta de dos cañones que colgaba celosamente detrás de su puerta. Mientras tanto roseta todos los días al amanecer marchaba por los caminos de la Vega rumbo a la ciudad. Veía pasar muy cerca de ella los gruup0os de airosas hilanderas, la mayoría hijas y hermanas de los enemigos de su familia. No faltó un incidente en que la muchacha hubo de defender el honor de su familia, batiéndose fieramente contra algunas copetudas que se atrevieron a llamar ladrón a su padre; terminó muy golpeada, pero dejó bien en claro que una Batiste no era de tomar en broma. Fue por esos días que por el camino fue interceptada por un adolescente de su edad llamado Tonet. Era nieto del tío Tomba y trabajaba como ayudante de un panzudo carnicero, quien bramaba de coraje con el repentino cambio del muchacho, antes tan diligente y ahora siempre inventando pretexto para pasar horas y más horas en la huerta, especialmente al anochecer. Los jóvenes no tardaron en darse cuenta que habían sido tocados por el amor y, con el egoísmo de su dicha, olvidaron, uno, las amenazas de su amo, la otra, el miedo que sentía por su padre. Los tres hijos menores de Batiste asistían a la escuela de don Joaquín, establecida en una barraca oculta por la fila de álamos que había en los alrededores. En toda la escuela no había más que un objeto nuevo: la luenga caña que el maestro tenía detrás de la puerta y que renovaba cada dos días en el cañaveral vecino. Libros, apenas si se veían tres en la escuela: una misma cartilla servía a todos. Allí imperaba el método moruno: canto y repetición, hasta meter las cosas con un continuo martilleo en las duras cabezas. De cuando en cuando sonaba la voz majestuosa de don Joaquín recriminando a sus discípulos. “-Son ustedes unas bestias. Me oyen como siles hablase en griego. ¡Y pensar que los trato con toda finura, como en un colegio de la ciudad, para que aprendan ustedes buenas formas y sepan hablar como las personas!... en fin, tiene ustedes a quién parecerse: son tan brutos como sus señores padres, que ladran, les sobra dinero para ir a la taberna e inventar mil excusas para no darme el sábado los cuartos que me pertenecen” (Edic. cit, Ibídem; págs. 520). A pesar de su miseria el pobre maestro trataba de vestir de acuerdo a lo que él entendía por “Su clase”. Todos reconocían que aquel hombre sabía mucho, y sin título de maestro ni miedo a que nadie se acordase de él para quitarle una escuela que no daba ni para pan, iba logrando a fuerza de repeticiones y cañazos que deletreasen y permanecieran inmóviles todos los pillos de cinco a diez años que en días de fiesta apedreaban a los pájaros, robaban la fruta y perseguían a los perros en los caminos de la huerta. Algunas veces el tío Tomba se aproximaba a la escuela a conversar con don Joaquín, que sentía gran simpatía por el viejo pastor a quien consideraba la única persona digna de alternar con él. El viejo contaba las historias de siempre, en que había luchado contra os franceses; desde la última conversación con el maestro, el tío Tomba había aumentado en veinte franceses el número de víctimas que habían caído bajo su bayoneta; según pasaban los años, se agrandaban sus hazañas y el número de víctimas. Los tres hijos de Batiste que asistían a la escuela, debían también enfrentarse a la ojeriza de los muchachos, que, por ser de las barracas inmediatas a la suya, sentían el mismo odio de sus padres contra Batiste y su familia y no perdían ocasión de molestarlos. Una tarde, la pobre mujer de Batiste apeló a gritos adiós y a los santos viendo el estado en que llegaban sus pequeños. Aquel día la batalla había sido dura y al pobre Pascualet la feroz pillería lo había arrojado a una acequia de aguas estancadas y de allí lo sacaron sus hermanos cubierto de légamo nauseabundo, Las desgracias cayeron de improviso sobre Batiste: Pascualet estaba enfermo, el hijo mayor, Batiste, estaba amenazado por varios pilluelos del lugar; los dos pequeños ya no iban a la escuela por miedo a las peleas que debían sostener al regreso y, lo peor de todo, los amores de Roseta y Tonet eran la habladuría de todo el mundo. Para colmo de males Tonet había sido despedido por el carnicero de Alboraya y su abuelo le buscó colocación en la ciudad, en casa de otro carnicero, al que rogo no le concediera libertad al nieto ni aun en días de fiesta, para que no volviera a frecuentar a la hija de Batiste. En aquella barraca ni las bestias se libraban de la atmósfera envenenada de odio que parecía flotar sobre su techumbre. El viejo Morrut, caballo fiel que había acompañado a don Batiste en los momentos más difíciles, murió una noche provocando una honda tristeza en toda la familia. Resignado, el pobre Batiste hubo de marchar a Serranos a comprar un nuevo jaco que reemplazara al malogrado Morrut. Ninguno de los cuantiosos caballos que veía le gustaba, de no verse acosado por la necesidad, se hubiera ido sin comprar; creía ofender la memoria del pobre Morrut fijando su atención en aquellas bestias antipáticas. Al fin se decidió por un caballo blanco que le costó un precio cómodo, con el cual regresó a su casa. En ella dióse con la noticia de que Pascualet estaba grave y que el médico no guardaba esperanza alguna. Una tarde mientras Batiste y su hijo mayor, Batistet, araban el campo, escucharon la voz de teresa que gritaba desesperadamente: Pascualet agonizaba. Aprovechando aquellos instantes, en que el caballo había quedado sólo en el campo, unas manos criminales lo inutilizaron para siempre. Batiste buscó vanamente al asesino, pus no encontró a nadie cerca; pero ¿Quién podría ser, sino Pimentó? El odio de la huerta le asesinaba un hijo, y ahora aquel ladrón le mataba su caballería, adivinando lo necesaria que era para su existencia. Cogiendo su escopeta Batiste fue en busca de aquel miserable que le había envenenado el alma, pero el cobarde mantenido se escondió en su barraca y no salió; fue entonces cuando “Se arrojó contra la puerta, golpeándola a culatazos. Las maderas se estremecieron con este martilleo loco. Quería saciar su rabia en la vivienda, ya que no podía hacer añicos al dueño, y tan pronto aporreaba la puerta como daba de culatazos a las paredes, arrancando enormes yesones. Hasta se echó varias veces la escopeta a la cara, queriendo disparar los dos tiros a la ventanilla de la barraca, deteniéndole únicamente el miedo a quedar desarmado. Su cólera iba en aumento; rugía los insultos; sus ojos inyectados, ya no podían ver, se tambaleaba como si estuviera ebrio. Iba a caer al suelo, apoplético, agonizante de cólera, asfixiado por la rabia; pero se salvó, pues, de repente las nubes rojas que lo envolvían se rasgaron, al furor sucedió la debilidad, y viendo toda su desgracia se sintió anonadado. Su cólera, quebrantada, al fin, por tan horrible tensión, empezó a desvanecerse, y Batiste, repitiendo su rosario de insultos, sintió de pronto que su voz se ahogaba hasta convertirse en un gemido. Al fin, rompió a llorar”. (Edic. Cit, Ibídem; págs. 534)
Pascualet murió, y con su muerte, todos aquellos que habían odiado profundamente a Batiste y su familia , fueron desfilando por la casa para ver al niño como un examen de conciencia, como una explosión de arrepentimiento. Pepeta, la pobre bestia de trabajo, muerta para la maternidad y casada sin la esperanza de ser madre, lloró con toda su alma, inclinándose sobre el muertecito y besando su frente pálida y fría. Ella se encargó de comprar la mortaja y el ataúd con el dinero que todos lograron recolectar. Batiste miraba a todo esa gente que los habían tratado como apestados, tratarlos ahora con toda delicadeza. Fue el maestro Joaquín quien con su escasa sabiduría logró hacerle comprender la situación que estaba viviendo: … “-¿se ha fijado, señor Bautista, en toda esa gente? … ayer hablaban pestes de usted y su familia, y bien sabe Dios que en muchas ocasiones les he censurado esa maldad. Hoy entran en esta casa con la misma confianza que en la suya y los abruman bajo tanta muestra de cariño. La desgracia les hace olvidar, los aproxima a ustedes. (…) -Créame a mí, que los conozco bien: en el fondo son buena gente. Muy brutos, eso sí, capaces de las mayores barbaridades, pero con un corazón que se conmueve ante el infortunio y les hace ocultar las garras… “¡Pobre gente! ¿Qué culpa tienen si nacieron para vivir como bestias y nadie los saca de su condición?” (Edic. Cit, Ibídem; págs. 539). Pascualet fue sepultado dejando a sus padres y hermanos sumidos en un dolor inefable. El tiempo pasó y con él se fue yendo la sombra de la desdicha, pues, no tardó Batiste en prosperar gracias a su trabajo constante en el cultivo de la tierra. Deslizabanse los días en santa calma, trabajando mucho, pero sin que un leve contratiempo viniera a turbar la monotonía de una existencia laboriosa. Algo se había enfriado el afecto que mostraron todos los vecinos al enterrar al pequeño Pascualet. Otra vez la gente se acordaba de la catástrofe del tío Barret y la llegada de los intrusos. Algo había cambiado y Pimentó no tardó en darse cuenta de qué cosa era. Los arrendatarios de las tierras, durante los diez años que había durado el abandono de la barraca y los campos del tío Barret, se habían mostrado sumisos en el cobro de los arriendos por temor a ser víctimas de la maldición del tío Barret que ya era toda una leyenda. Pero ahora, que la barraca y los campos habían sido ocupados por Batiste, se había roto el anatema que aterraba a los amos y los hacía ser dulces y transigentes con sus deudores. Las amenazas de desahucio y la negativa a aceptar pagos incompletos estaban a la orden del día y Pimentó, cegado y embrutecido por el alcohol que había bebido durante dos días en la taberna de “Copa”, no tuvo remilgos para encararle la culpabilidad de todo lo que sucedía a los de la huerta, a Batiste. El enfrentamiento entre los dos hombres, tan postergado, se dio ante la vista de todos los parroquianos asistentes a la taberna. Pimentó terminó con la cabeza rota, producto del pesado taburete que su antagonista estrelló contra él; pero Batiste perdió toda esperanza de vivir tranquilo en sus tierras. Otra vez tuvo que aislarse en la barraca con su familia, viviendo, como una fiera enjaulada, a los que todos enseñaban el puño desde lejos. Dos guardias civiles de Alboraya indagaron sobre lo sucedido, pero nadie había visto nada, pues, era evidente que Pimentó, como toda la gente del lugar, pensaba que las cosas de los hombres deben resolverlos los hombres mismos. Batiste iba a todos lados acompañado de su escopeta de dos cañones; su enfrentamiento con Pimentó había modificado su carácter, antes pacífico y sufrido, despertando en su interior una brutalidad agresora. Cierta tarde en que Batiste había ido a cazar golondrinas en el barranco de Carraixet, alguien, escondido entre la vegetación, le disparó, hiriéndole en el hombro. Batiste persiguió a su atacante a quien si bien no logró capturar, si alcanzó a herir. De regreso a casa, su familia, que se hallaba preocupada, curole las heridas. Durante las dos noches posteriores al incidente, Batiste tuvo pesadillas y alucinaciones que lo dejaron sumamente agotado. Las aglomeraciones de hombres y mujeres alrededor de la casa de pimentó era un claro indicio de que éste había muerto. La represalia no tardó y una noche en que Batiste y su familia dormían, sintieron que un humo que se desprendía del techo de la barraca los ahogaba. Habían prendido fuego a la barraca por sus cuatro costados y toda ella ardía de golpe. Puestos a buen resguardo, los afectados vieron desvanecerse en el fuego el esfuerzo de tanto tiempo; “las paredes del corral temblaban sordamente, cual si dentro de ellas se agitase dando golpes una legión de demonios. Como ramilletes de fuego saltaban las aves e intentaban volar ardiendo vivas. Se desplomó un trozo del muro hecho de barro y estacas y por la negra brecha salió como una centella un monstruo espantable. Arrojaba humo por las narices, agitando su melena de chispas, batiendo desesperadamente su rabo como una escoba de fuego, que esparcía hedor de pelos quemados. Era el rocín. Pasó con prodigioso salto por encima de la familia, galopando furiosamente a través de los campos. Iba instintivamente en busca de la acequia, y cayó e ella con un chirrido de hierro que se apaga. Tras él, arrastrándose cual un demonio ebrio y lanzando espantosos gruidos salió otro espectro del fuego, el cerdo, que se desplomó en medio del campo, ardiendo como una antorcha de grasa”. (Edic. Cit, Ibídem; págs. 560 - 561). Batistet buscó ayuda, opero nadie contestaba a su llamado. Estaban más solos que en medio de un desierto. Huirían de allí para empezar otra vida, sintiendo el hambre detrás de ellos pisándoles los talones; dejarían a sus espaldas la ruina de su trabajo y el cuerpecillo de uno de los suyos que se pudría en las entrañas de aquellas tierras como víctima inocente de una batalla.
EL ALCALDE DE ZALAMEA
Drama histórico del poeta y dramaturgo español Pedro Calderón de la Barca, nacido en Madrid el 17 de enero de 1600. La obra, estrenada el 12 de mayo de 1636, consta de 3041 versos y está basada en un hecho real registrado por los archivos de la villa de Zalamea, sucedido durante el verano de 1580, cuando las tropas de Felipe II pasaron por Extremadura para defender los derechos de Habsburgo en la corona portuguesa. Mientras el rey Felipe II marcha a Portugal para asegurarse la corona de este reino, en Zalamea de la Serena, pueblo de Extremadura, arriba un contingente de soldados al mando del capitán Álvaro de Ataide. Este informa a sus huestes que permanecerán en la ciudad hasta que don Lope de Figueroa, emisario del rey, llegue procedente de Llerena (provincia de Badajoz) donde se encuentra cumpliendo una misión. Un sargento, para congraciarse con Álvaro de Ataide, busca hospedaje para éste en casa de Pedro Crespo, hombre honesto y de mucho honor, quien tiene una hija muy bella llamad Isabel. El capitán, picado en su curiosidad, desea de inmediato conocer a la muchacha. Mendo, hidalgo solterón y de escasos recursos económicos se halla enamorado perdidamente de Isabel, quien se muestra indiferente y desdeñosa a los requerimientos amorosos de éste. Nuño, criado de Mendo, pone al tanto a su amo de la llegada de los soldados a Zalamea. A través del diálogo que sostienen ambos, se manifiesta la diferente idiosincrasia de campesinos y soldados, y la ojeriza que sienten los primeros por estos últimos¨… “Lástima da el villanaje / con los huéspedes que espera”, dice Mendo a Nuño. Legados hasta la casa de Isabel, Mendo se muestra galante al encontrar a ésta en compañía de Inés, su prima; la muchacha quien no tiene miramientos para expresar lo que siente, apacigua los bríos del pobre Mendo: … “yo os he dicho muchas veces señor Mendo, cuán en balde / gastáis finezas de amor, / locos extremos de amante / haciendo todos los días / en mi casa y en mi calle”. (“El Alcalde de Zalamea. Editorial Salvat, 1970, pág.: 124; vv. 419 – 414). La aparición de Pedro Crespo y su hijo Juan, hacen huir al hidalgo, quien no ignora los celos enfermizos de Crespo para con Isabel. El sargento llega a casa de Crespo para comunicarle que don Álvaro de Ataide irá a hospedarse a su casa cuando ´`el lo disponga. Crespo, muy solicito brinda su casa en el acto: …”No digáis más, eso baste / que para servir a Dios, / y al rey en sus capitanes, / están mi casa y mi hacienda”. Juan sugiere a su padre que aproveche la oportunidad para hacerse de un título de nobleza. Crespo reprocha a su hijo tal sugerencia¨…”Dime, por tu vida ¡Hay alguien que no sepa que yo soy / si bien de limpio linaje, / hombre llano? No por cierto; / PUS ¿Qué gano yo en comprarle / una ejecutoria al Rey, / si no le compro la sangre? / ¿Dirán entonces que soy / mejor que ahora? / Es dislate. / Pues ¿qué dirán? Qué soy noble / por cinco o seis mil reales. / Y eso es dinero, y no es honra. / Que honra no la compra nadie”. (pág.: 127; vv. 528 – 540). Antes que llegue el capitán, Pedro Crespo ordenó a su hija que mientras dure la estancia de don Álvaro permanezca en su habitación, pues, no quiere que ésta tenga ningún contacto con la soldadesca. Enterado don Álvaro por su sargento de la prevención tomada por el villano Crespo, hurga de inmediato un plan para poder ver a Isabel. Finge don Álvaro una riña con Rebolledo, uno de sus soldados, a quien persigue espada en mano hasta el aposento donde se halla Isabel. Esta, ignorante de la farsa, intercede en favor de Rebolledo, quien de rodillas finge pedir clemencia. El inescrupuloso don Álvaro no pierde la ocasión de congraciarse con la muchacha “perdonando la vida “a Rebolledo”:… “No pudiera otro sagrado / librarme de mi furor, l/ sino vuestra gran belleza. / Por ella vida le doy. / Pero mirad que no es bien / en tan precisa ocasión hacer vos el homicidio / que no queréis que haga yo”. (pág.: 134; vv. 771 – 778). Ante tal alboroto, Pedro Crespo y su hijo acuden a ver lo sucedido. Crespo cree en la palabra del capitán mas no Juan crespo, quien increpa a don Álvaro que todo no es más que una treta para poder ver a su hermana. Cuando parece que ambos hombres se batirán en duelo, aparece don Lope de Figueroa quien calma los ánimos. Creyendo que Rebolledo es la causa del litigio, don Lope ordena que lo azoten pero éste, al ver su pellejo en peligro, confiesa la verdad, a pesar de las súplicas de don Álvaro. A don Lope no le queda otra cosa que ordenar al pérfido capitán que busque otro alojamiento. Crespo, respetuoso de la investidura de don Lope, lo aloja en su hacienda, pero manteniendo con noble altivez su honor por encima de todo: … “Al Rey la hacienda y la vida / se ha de dar; pero el honor / es patrimonio del alma, / y el alma sólo es de Dios”. (pág.: 139; vv. 969 -972). Don Álvaro de Ataide, a quien la belleza y el deseo por Isabel se le han metido en la sangre, no está dispuesto a dejar escapar tan valiosa presa. De inmediato planifica un contraataque: hace que su compañía, tal como lo ha ordenado don Lope, abandone Zalamea, luego él, acompañado del sargento, Rebolledo y Chispa, fiel compañera de Rebolledo, va a casa de Crespo dispuesto a raptar a Isabel. Mientras tanto don Lope abandona la ciudad acompañado de Juan Crespo, quien atraído por las armas, se ha enrolado en las huestes del rey Felipe II. Pedro Crespo aconseja a su hijo ante la nueva vida que le espera: … “Por la gracia de Dios, Juan, / eres de linaje limpio / más que el sol, pero villano. / Lo uno y lo otro te digo: / aquello, porque no humilles / tanto tu orgullo y tu brío, / que dejes, desconfiado, / de aspirar con cuanto arbitrio / a ser más; lo otro porque / no vengas, desvanecido, / a ser menos. Igualmente / usa de entrambos designios con humildad, porque siendo / humilde, con recto juicio acordarás lo mejor. / (…) sé cortés sobremanera, / sé liberal y esparcido; / que el sombrero y el dinero / son los que hacen los amigos; / y no vale tanto el oro / que el sol engendra en el indio / suelo y que consume el mar, / como ser uno bienquisto. No hables mal de las mujeres; / la más humilde, te digo / que es digna de estimación, / porque, al in, de ellas nacimos. / (…) Adiós, hijo; / que me enternezco en hablarte”. (pág.: 162 -163; vv. 1759 – 1773, l1783 -1794,1816 – 1817). Crespo siente pena por la partida del hijo, pero sabe que es lo mejor para el muchacho, ya que con él “toda su vida será un holgazán u un perdido”. Don Álvaro y sus secuaces toman por asalto la casa de Pedro Crespo, y luego de reducir a éste, huyen con la muchacha. En un monte cercano el capitán Álvaro de Ataide viola a Isabel, quien en vano trata de resistirse. Consumado el hecho, fortuitamente aparece por el lugar Juan, el hermano de Isabel, quien logra herir a don Álvaro mientras la muchacha escapa presurosa. Una cuadrilla de soldados acuden al auxilio del pusilánime capitán, evitando que Juan le dé muerte. Ante la confesión que su hija le hace de los hechos, Pedro Crespo jura vengarse; pero un acontecimiento pone a Crespo entre la espada y la pared; un escribano le comunica que ha sido elegido alcalde de la ciudad: …. “¿Cómo podré delinquir / yo, si en esta hora misma / me ponen a mí por juez / para que otros no delincan?”, se dice así mismo Pedro Crespo. El sargento ha llevado a don Álvaro a Zalamea para que se cure, pero `´este quiere salir de allí cuanto antes, pus, presiente que ya Crespo debe estar enterado de su bajeza. Edro Crespo, valiéndose de su autoridad de juez, manda arrestar a Álvaro de Ataide y a sus cómplices, y cuando tiene ante sí al canalla, le suplica como padre, rogándole humildemente que repare la falta cometida y se case con Isabel. En vano ofrece Crespo una buena dote al infame, pues, éste no está dispuesto a aceptar semejante forma de reparación. Empuñando su vara, símbolo de poder judicial y ejecutivo que el rey concedía al alcalde, Crespo, condena a don Álvaro de Ataide a la pena de muerte, Rebolledo y la Chispa deberían dar testimonio de lo sucedido, para acumular las pruebas contra el capitán. Juan Crespo aparece, y su padre lo encarcela “hasta que conste qué culpa le resulta en el proceso”, y como una forma de asegurarle la vida, pues, teme a la represalia de algunos de los hombres de Álvaro de Ataide. El seductor, apoyándose en su condición de militar – y por lo tanto sólo un consejo de guerra puede juzgarlo – arguye que el alcalde no tiene jurisdicción alguna sobre él. Cuando Lope de Figueroa se entera de que un noble oficial del ejército ha sido condenado a muerte, acude a Zalamea y recuerda a Crespo que es otro el tribunal que ha de juzgar a un culpable de aquella categoría. Vista la obstinación de Pedro Crespo intenta hacer que sus propios soldados liberen al preso, pero el fiero alcalde de Zalamea lo pone ante el hecho consumado: sus alguaciles traen ante el general el “Garrote” en que está atado el cadáver del capitán ajusticiado como un plebeyo por los verdugos de Zalamea. Felipe II, que también se halla en la ciudad, se queda pasmado ante tal espectáculo, pero al final resuelve el conflicto a favor de Crespo, ya que considera que ha sido deshonrado sin causa alguna: … “Don Lope, aquesto ya es hecho, / bien dada la muerte está; / que erar lo menos no importa, / si acertó lo principal. / Aquí no quede soldado / alguno, y hace marchar / con brevedad; que me importa / llegar presto a Portugal. l/ Vos, por alcalde perpetuo / de aquella villa que os quedad” (pág.: 194; vv. 2995 – 3004). Nombrado así, alcalde perpetuo de Zalamea, Crespo envía a su hija a un convento y entrega don Lope a su hijo Juan, pues, a pesar de haber herido a un capitán, seguirá en el ejército. Veamos a continuación algunas figuras literarias que engalana la obra: HIPERBATON: “Hoy saber intento / por qué dijo, voto a tal, / aquella jacarandina…” … “No te enfades, que si no la tienes, puedes, / tenerla, pues de la tarde / son ya las tres, y no hay greda / que mejor las manchas saque / que tu saliva y la mía” … “Y más no me hables / de esto, pues ya de Isabel / vamos entrando en la calle” … “Sentaos, que el viento suave / que en las blandas hojas suena / de estas parras y estas copas, mil cláusulas lisonjeras / hace el compás de esta fuente, / cítara de plata y perlas… “RETRUECANO: “… Como de otras no ignoran / que a cada cosica lloran , / yo a cada cosica canto, / y oirá ucé jácares ciento” … “Reñir con buena ocasión, / y honrar la mujer, pues miro / que así honro a la mujer, / y con buena ocasión riño.” ANÁFORA: “Voto a Cristo, que me muero. / Voto a Cristo, que me pesa”… “Y si lo que la voz yerra, / tal vez con la acción se explica, / de vergüenza cubro el rostro, / de empaco lloro ofendida, / de rabia tuerzo las manos, / el pecho rompo de ira: …” “ …Socorro les ha venido, / romped la cárcel; llegad, / rompe la puerta” PARONOMASIA: “luego si dama se llama / la que se ama, claro es ya, que en una villana está / vendido el nombre de dama” … “… buscad otro alojamiento / que yo en esta casa estoy / desde hoy alojado, en tanto / que a Guadalupe no voy, donde está el Rey” REDUPLICACION: “Hermosa estáis, por mi vida; / decid, decid más pesares” … “En un y victorias ostenta:… “¿Por qué, por qué no pudiera / tener edad en un día / de hacerme daño?...” “…¡Ay de mí!. / Que acosad ay perseguida / de tantas impías / fortunas, contra mi honor / se han conjurado tus iras”. PLEONASMO: “Inés, / éntrate acá dentro, dale / con la ventana en los ojos”. APOSTROFE: “¡Oh quiera Dios que en los trojes / yo llegue a encerrarlo, antes / que algún turbión me lo lleve, / o algún viento me lo tale!”. POLIPOTE: “Pues ¿Cómo puedo / excusarlos ni excusarme?”… “yo sé que el estarme / aquí es estar solamente / a escuchar mil necesidades, / esteremos, sin que nadie, / ni aun el mismo sol, hoy sepa / de nosotras”… “Vamos, prima, / más tengo por disparate / el guardar a una mujer, / si ella no quiere guardarse”… “¿Cómo ayer, sin que os dijera / que os sentarais, os sentasteis, / y aún en la silla primera?” … “Porque no me lo dijisteis; / y hoy, que lo decís, quisiera / no hacerlo. La cortesía / tenerla con quien la tenga” … “jurar con aquel que jura, / rezar con aquel que reza” ELIPSIS: “Enmendar su vejación, / remediarse de su parte, / y redimir las molestias / del sol, del hielo y del aire” ANTITESIS: “Luego pudiera / en un día ver mi amor / sombra y luz como planeta, / pena y dicha como imperio, / gente y brutos como selva, / paz e inquietud como mar, / triunfos y ruina como guerra, / vida y muerte como dueño / de sentidos y potencias;” ASINDETON: “¿Qué mucho, / fuego de cuatro maneras, / mina, incendio, piezas y rayo, l/ poste, abrase, asombro y hiera”… “…Yo, pues, que atenta miraba / eslabonada y asidas / unas ansias de otras ansias, / ciega, confusa y corrida, / discurrí, bajé, corrí, / sin luz, sin norte, sin guía, / monte, llano y espesura / hasta que a tus pies rendida, / antes que me des la muerte / te he contado mis desdichas”. EPANADIPLOSIS: “¡Jesús mil veces, Jesús!”… “Despierta, Isabel, despierta”… “¿Quién, cielos, quién / esto puede sufrir? … “Detente Isabel, detente, / no prosigas; que hay desdichas, / que, para contarlas, no / es menester referirlas”. METÁFORA: “porque hallar mi vida quiero, hoy en la muerte del sol” SIMILICADENCIA: “Siempre a vuestros pies rendido / me tendréis y nos veréis / de la manera que os sirvo, / procurando obedeceros / en todo”… “¿Y es bien iros, / sin despediros de quien / tanto desea serviros?”… “todas las puertas tomad, / y no me salga de aquí / soldado que aquí estuviere; / y al que salir se quisiere, / matadle”. CONCATENACIÓN: “No, / no veo bien; pero bien/ lo escucho” EXCECRACIÓN: “Nunca amanezca a mis ojos / la luz hermosa del día, / porque a su sombra no tenga / vergüenza yo de mí misma” ENUMERACIÓN: “¡Qué ruegos, qué sentimientos, & ya de humilde, ya de altiva, no le dije! Pero en vano, / pues (calle aquí la voz mía) / soberbio (enmudezca el llanto), / atrevido (el pecho gima), / descortés (lloren los ojos, /fiero (ensordezca la envidia) / tirano (falta el aliento), / osado (luto me vista)…” ALITERACIÓN: “Ya la cura prevenida, / hemos de considerar / que no es bien aventurar / hoy la vida por la herida”. OBSTENTACIÓN: “yo soy un hombre de bien, / que a escoger mi nacimiento / no dejara (es Dios testigo / un escrúpulo, un defecto / en mí, que suplir pudiera / la ambición de mi deseo” OPTACION: “…Mírese si está bien hecha / la causa, miren si hay / quien diga que yo haya hecho / en ella alguna maldad, / si he inducido algún testigo, / si está escrito algo de más / de lo que he dicho, y entonces / me den muerte”. “El alcalde de Zalamea” es un drama esencialmente realista, con un hondo sentido pasional, humano, análogo al mundo de Shakespeare con el que, acertadamente, ha sido varias veces comparado. Este paralelo no debe pasar de la línea de categoría estética, pues, por lo demás la obra de Calderón por el conflicto militar – civil, por el concepto de honro popular, por la picaresca de los soldados y la cantinera (Chispa) y la caricatura de hidalgo hambriento, es medularmente española. Los consejos que Pedro Crespo da a su hijo cuando éste se enrola en las huestes de don Lope de Figueroa, nos hacen recordar las palabras de Polonio a su hijo Laertes en la tragedia hamletiana. Calderón murió el 25 de Mayo de 1881 mientras escribía un auto destinado a la próxima fiesta del Corpus. Respetando sus deseos, el entierro no revistió pompa alguna y su cadáver fue conducido descubierto, “para que los que le habían aplaudido considerasen en qué vienen a parar las glorias humanas”
YERMA
Este Reintegrado García Lorca a España en 1934, en diciembre del mismo año, Margarita Xirgu - a quien cabe la gloria de haber sido su descubridora e incitadora teatral y durante muchos años su mejor intèrp0rete – estrena “yerma”, tragedia de la maternidad frustrada. Yerma, la protagonista, se ha desposado con un labriego llamado Juan, hombre celoso que no quiere que su mujer salga de la casa en que viven. Yerma vive en una constante angustia que cotidianamente la hacen pasarse la mano por el vientre como si en ese gesto estuviera el secreto de la fecundidad: …” Te diré, niño mío, que sí, / tronchada y rota soy para ti / ¿Cómo me duele esta cintura / donde tendrá primera cuna? / ¿Cuándo, mi niño vas a venir?” (“Obras completas de Federico García Lorca”, Editorial Losada; pág.: 16, Tomo III). Yerma no ha visto en Juan al hombre, sino al padre, al varón que puede darle hijos, Ningún sacrificio sería suficiente con tal de alcanzar la dicha de ser madre; pero el destino parece haberla marcado y aún no comprende por qué no puede salir encinta. Su obsesión es tanta que no deja de repetir: … “A fuerza de caer la lluvia sobre las piedras, éstas se ablandan y hacen crecer jaramagos, quelas gentes dicen que no sirven para nada”. Contantemente sueña con un hijo para queque teje entre cantos: …” ¿De dónde vienes, amor, mi niño? / De la cresa del duro frío, / ¿Qué necesitas, amor, mi niño? / La tibia tela de su vestido, /… ¡qué se agiten las ramas al sol / y salten las fuentes alrededor! /… En el patio ladra el perro, / en los árboles canta el viento. / Los bueyes mugen al boyero / y la luna me riza los cabellos. / ¿Qué pides, niño, desde tan lejos?” (Edic. cit, Ibídem; págs. 16). La visita de María, una amiga de su juventud, la pone al tanto de la preñez de ésta. Ambas recuerdan que de todas las novias de su tiempo, Yerma es la única que aún no ha sido madre, pero aun así aconseja y habla como mujer que ha parido muchos hijos:…”Tener un hijo no es tener un ramo de rosas. Hemos de sufrir para verlos crecer. Yo pienso que se nova la mitad de nuestra sangre para cuatro o cinco hijos y cuando no os tienen se les vuelve veneno…” (Edic. Cit, Ibídem; págs. 22) La aparición de Víctor, un amigo de su juventud, le hace revivir la llama del amor que años atrás sintiera por él. Cuando Víctor abandona la casa luego de una fugaz visita, Yerma acude presurosa al sitio donde ha estado éste y respira fuertemente como si aspirara aire de montaña. Si bien Yerma refleja en su actitud la falta de amor que siente por el marido, su honradez refrena sus impulsos hacia cualquier otro hombre. Yerma cumple cuatro años de casada., sumida en una rutina que la va consumiendo: todos los días lleva los alimentos a un al campo de los Olivos, donde pasa algunos minutos charlando con algunas viejas. Yerma se sigue entregando a aquel hombre con el que se casó a instancias de su padre, “para ver si llega, pero nunca para divertirme”. Unas lavanderas, a orillas del río, comentan los sucesos del pueblo: la infertilidad de Yerma y el hecho de que Juan haya llevado a su casa a sus dos hermanas para que vigilen a su mujer, aun cuando ésta no le haya dado motivos. Cierta tarde Juan regresa del campo, y no encuentra a Yerma en casa. Recrimina a sus dos hermanas por haberla dejado salir sola: … “Una de vosotros debía salir con ella, porque para eso estáis aquí comiendo en mi mantel y bebiendo mi vino. Mi vida está en el campo, pero mi honra está aquí. Y mi honra es también la vuestra” (Edic. cit, Ibídem; págs. 56). Los enfrentamientos entre ellos son frecuentes y de una violencia verbal donde Yerma siempre tiene una respuesta a las ideas y ofensas del marido: “Juan.- ¿Es que no conoces mi modo de ser? Las ovejas en el redil y las mujeres en su casa. Tú sales demasiado. ¿No me has oído decir esto siempre? Yerma. – Justo. Las mujeres dentro de sus casas. Cuando las casa no son tumbas. Cuando las sillas se rompen y las sábanas de hilo se gastan con el uso. Pero aquí no. Cada noche, cuando me acuesto, encuentro mi cama más nueva, más reluciente, como si estuviera recién traída de la ciudad”. Todas las discusiones desencadenan siempre en lo mismo: en el hijo deseado… “Yo he venido a estas cuatro paredes para no resignarme. Cuando tenga la cabeza atada con un pañuelo para que no se me abra la boca, y las manos bien amarradas dentro del ataúd, en esa hora me habré resignado”, dice Yerma tajantemente. Dos años más tarde, sumida en su desesperación Yerma recurre a Dolores, la conjuradora, quien le ha prometido un hijo: … “Que mi lengua se llene de hormigas, como está la boca de los muertos, si alguna vez he mentido. La última vez hice la oración con una mujer mendicante que estaba seca más tiempo que tú, y se le endulzo el vientre de manera tan hermosa que tuvo dos criaturas ahí ahajo en el río, porque o le daba tiempo de llegar a las casas, y ella misma los trajo en un pañal para que yo los arreglase” (Edic. cit, Ibídem; págs. 76), dice Dolores orgullosamente. Cuando una de las dos viejas que han acompañado a Yerma a casa de Dolores le reprocha su mórbida obsesión, Yerma pronuncia unas palabras de las más bellas de la obra lorquiana: … “Yo quiero tener a mi hijo en los brazos para dormir tranquila, y óyelo bien y no te espantes de lo que digo: aunque ya supiera que mi hijo me iba a llevar de los cabellos por las calles, recibiría con gozo su nacimiento, porque es mucho mejor llorar por un hombre vivo que nos apuñala que llorar por este fantasma sentado año tras año encima de mi corazón”. En el fondo Yerma piensa que su marido no ansía tener hijos y que por eso ella no puede fecundar. Cuando ya está por amanecer, Yerma se dispone a partir no sin antes prometer a Dolores una fanega de trigo por sus servicios. Grande es la sorpresa de Yerma al encontrarse en la puerta con Juan y sus dos hermanas; se produce entonces una acerba discusión en la que Juan ofende duramente a su mujer diciéndole que seguro lo está engañando con otro hombre. Yerma reacciona fieramente diciéndole que su honra está por encima de todo. Pasan los días y, como última esperanza, Yerma acude a una romería en plena montaña, donde a través de rezos y ruegos espera alcanzar la gracia divina: en una especie de danzas e invocaciones, hombres y mujeres beben vino y se mezclan en barahúnda. Mientras el deseo sexual se apodera del ambiente una vieja se acerca Yerma y le dice que la culpa es de su marido ya que ni su padre, ni su abuelo, ni su bisabuelo se portaron como hombres de casta. Entonces le propone que se vaya de su casa y que busque otro hombre, la vieja le dice que detrás de un ermita, cercana a donde están, está sentado su hijo quien también busca una mujer hermosa como ella. Yerma se niega y la vieja se marcha, no sin antes gritarle “marchita”. Aparece entonces Juan, que ha seguido la escena oculto tras un carro. Juan confiesa que no le interesa tener hijos y que tampoco los necesita, y que en la mujer sólo ha buscado a la hembra. Juan la abraza y trata de besarla, pero Yerma desesperada, da un grito y aprieta la garganta de su esposo hasta matarlo. Cuando llega la gente se confiesa marchita, con el cuerpo seco para siempre: …¿Qué queréis saber? No os acerquéis, porque he matado a mi hijo, ¡Yo misma he matado a mi hijo!
PLATERO Y YO
Este breve libro donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito… ¡Qué sé yo para quién!... par quién escribimos los poetas líricos… Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien! “Dondequiera que haya niños, -dice Novalis-, existe una edad de oro”. Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca. ¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te hallé yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blando del amanecer!”; es con esta “Advertencia a los hombres que lean este libro para los niños”, con que el escritor español Juan Ramón Jiménez (1881 – 1958) apertura a su famosa obra en prosa “Platero y yo”, sucesión de ciento treintaiocho estampas que representan aspectos, reflexiones , paisajes y costumbres andaluces en las que el poeta dialoga a monocordemente con un borriquito típico del paisaje andaluz, al que llama “Platero” y que describe como “Pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas… Lo llamo dulcemente “¿Platero?”, y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal… Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel. Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco por dentro como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos se quedan mirándolo: Tiene acero… Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo (“Platero y yo”, Los Premio Nobel de Literatura; Plaza Janes Editores, 1967 tomo VII, pág. 1583). En esta obra no existe un argumento propiamente dicho, sino descripciones donde el poeta conversa con Platero familiarmente; se siente en íntima comunicación con los humildes, los “pobres de espíritu”, el tonto del pueblo, los niños mendigos, los braceros andaluces, rodeado por un paisaje típico de la España tradicional con sus procesiones dominicales: … “Mira, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas blancas, sin color… Diríase que el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se me llenan de rosas la frente, los hombros, las manos. ¿Qué haré yo, con tantas rosas? (…) Parece, Platero mientras suena el Ángelus, que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más pura hace que todo, como en surtidores de gracia, suba a las estrellas, que se encienden y entre las rosas… Más rosas… Tus ojos, que tú no es, Platero, y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas”. (Edic. Cit, Ibídem, “X ¡Ángelus!” – pág. 1589) Para crear ésta, la más emotiva historia acerca de burros que se haya escrito en todos los tiempos, incluyendo la del rucio de Sancho, diseminada en el “Quijote”, Juan Ramón ha situado a su personaje en uno de los ambientes más hermosos que se puedan encontrar en la tierra: el de Andalucía, la romántica provincia española del sol, las rosas, las golondrinas y las guitarras que halan. Por allí va y viene Platero, diríase que con las orejas bien abiertas, escuchando siempre las sutilezas de su amo y gran amigo: “ahí la atienes ya, Platero, negrita y vivaracha, en su nido gris del cuadro de la Virgen de Montemayor, nido respetado siempre. Está la infeliz como asustada. Me parece que esta vez se han equivocado las pobres golondrinas, como se equivocaron, la semana pasada las gallinas, recogiéndose en su cobijo cuando el sol de las dos las eclipsó. (…) Están ya aquí, Platero, las golondrinas, y apenas se les oye, como otros años, cuando el primer día de llegar lo saludan y lo curioso todo charlando sin tregua en su rizado gorjeo…” (Edic. Cit, Ibídem; “XII Las golondrinas” – pág.: 1591). El mundo de Juan Ramón es una Andalucía depurada, como depurando es su lenguaje, es un mundo casi espiritual, de belleza pura, es para decirlo en lenguaje casi juanramoniano, un campo andaluz inundado de rosas, del que el poeta sólo es capaz de trasladarnos su blancura, su luz y su fragancia: “Veníamos los dos, cargados, de los montes; Platero, de almoraduj; yo, de lirios amarillos. Caía la tarde de abril. Todo lo que en el Poniente había sido cristal de oro, era luego cristal de plata; una alegoría, lisa y luminosa, de azucenas de cristal. Después el vasto cielo fue cuan un zafiro transparente, trocados en esmeraldas. Yo volvía trise… (…) Retorno… ¿adónde?, ¿de qué?, ¿Para qué…? Pero los lirios que venían conmigo olían más en la frescura tibia de la noche que se entraba; olían con un olor más penetrante y, al mismo tiempo, más vago, que salía de la flor sin verse la flor, flor de olor sólo, que embriagaba el cuerpo y el alma desde la sombra solitaria”. (Edic. Cit, Ibídem; “XXII Retorno” – págs. 1597 – 1598). El inquieto Platero se lastima a v3edes las patas con alguna púa larga de naranjo o de algún arbusto de los que abundan por los campos andaluces; en otros casos, alguna sanguijuela se le agarra fuertemente en la lengua o en el paladar cuando va a beber en alguna fuente, por más que beba en la parte más clara y con los dientes bien cerrados. Es entonces cuando el viejo Darbón, su fiel médico, debe poner toda su ciencia al servicio del argeñado animal: …”Darbón, el médico de Platero, es grande como el buey pío, rojo como una sandía. Pesa once arrobas. Cuenta, según él, tres duros de edad. Cuando hala le faltan notas, cual a los pianos viejos: otras veces, en lugar de palabra, le sale un escape de aire. Y estas pifias llevan un acompañamiento de inclinaciones de cabeza, de manotadas ponderativas, de vacilaciones chochas, de quejumbres de garganta y salivas en el pañuelo, que no hay más que pedir. Un amable concierto para antes de la cena. No le queda muela ni diente, y casi sólo come migajón de pan, que ablanda primero en la mano. Hace una bola y a la boca roja! Allí la tiene, revolviéndola, una hora. Luego, otra bola y otra. Masca con las encías, y la barba le llega, entonces, a la aguileña nariz. Digo que es grande como el buey pio. En la puerta del banco, tapa la casa. Pero se enternece, igual que un niño, con Platero. Y si ve una flor o un pajarillo, se ríe de pronto, abriendo toda su boca, con una gran risa sostenida, cuya velocidad y duración él no puede regular, y que acá siempre en llanto. Luego, ya sereno, mira largamente del lado del cementerio viejo: - Mi niña, mi pobrecita niña…” (Edic. Cit, Ibídem; “XLI Darbón” – págs. 1611 – 1612)
En algunos casos la narración que hace el poeta se intelectualiza tanto que anula toda posibilidad de entendimiento en una persona poco ilustrada como puede ser el caso de un niño. Esto sucede en la estampida titulada “Ronsard”, en la que hace alusiò9n al célebre poeta francés Pierre Ronsard (1521 – 1585), cuya fama llegó a oscurecer la de Petrarca, incluso en Italia. Ronsard creía en la tradición legendaria de que sus ascendientes procedían de la patria de <Orfeo. Pero, ¿quién era Orfeo?... según la mitología, Orfeo, hijo de Eagro, rey de Tracia, y de la musa Calíope, diestro tañedor de lira, perdió a su esposa Eurídice el mismo día de la boda; descendió a los infiernos y encontró con su música a los dioses, quienes le devolvieron a Eurídice a condición de que no mirase hacia atrás hasta trasponer el Tártaro. Desobedeció Orfeo y perdió por senda vez a su esposa. Desconsolado erraba por los campos de Tracia sin querer unirse a ninguna otra mujer, y las tracianas, ofendidas por su indiferencia, lo despedazaron. Por último, cita Juan Ramón Jiménez, seis verso se Ronsard, peor en francés, lo cual exige el conocimiento de aquel idioma. Veamos ahora, con la ayuda dada, como el texto se nos muestra más transparente: … “Libre ya Platero del Cabestro, y paciendo entre las canastas de margaritas del pradecillo, me he echado yo bajo un pino, he sacado de la alforja moruna un breve libro y, abriéndolo por una señal, me he puesto a leer en alta voz: Comme on voit sur la branche au mois de mail la rose / En sa belle jeunesse, en su premiére fleur. / Rendre le ciel jalous de… Arriba, por las ramas últimas, salta y pía un leve pajarillo, que el sol hace, cual toda la cima verde suspirante, de oro. Entre vuelo y gorjeo se oye el partirse de las semillas que el pájaro se está almorzando… jaloux de sa vive couleur… Una cosa enorme y tibia avanza, de pronto, como una proa viva, sobre mi hombro. Es Platero, que, sugestionado, sin duda, por la lira de Orgeo, viene a leer conmigo. Leemos: … vive couleur, / Quand l’aube ses pelurs au point du jour l’a… Pero el pajarillo, que debe de digerir aprisa, tapa la palabra con una nota falsa. Ronsard, olvidado un instante de su soneto Quan en sangeant ma folátre j’accole…”, se debe de haber reído en el infierno…” (Edic. Cit, Ibídem; “XLVIII Ronsard” – págs. 1616) Juan Ramón, que fue un hombre de carácter, se rebela ante la forma irónica en que se alude al asno en los diccionarios, y en la estampa que rotula “Asnografía”, parece desquitarse con los académicos de la Real Academia de la Lengua: …” Leo en un Diccionario: ASNOGRAFÍA, s. f: Se dice, irónicamente, por descripción del asno. ¡Pobre asno! ¡tan bueno, tan noble, tan agudo como eres! Irónicamente… ¿Por qué ¿Ni una descripción seria mereces, tú, cuya descripción cierta seria un cuento de primavera? ¡Si al hombre que es bueno debieran decirle asno! ¡Si al asno que es malo debiera decirle hombre! Irónicamente… De ti, tan intelectual, amigo del viejo y del niño, del arroyo y de la luna, paciente y reflexivo, melancólico y amable, Marco Aurelio de los prados… Platero, que sin duda comprende, me mira fijamente con sus ojazos lucientes, de una blanda dureza, en los que el sol brilla, pequeñito y chispeante, en un breve y conexo firmamento verdinegro. ¡Ay! ‘Si su peluda cabezota idílica supiera que yo le hago justicia, que yo soy mejor que esos hombres que escriben diccionarios, casi tan bueno como él! Y he puesto al margen del libro: ASNOGRAFIA, sentido figurado. Se debe decir, con ironía ¡claro está!, por descripción del hombre imbécil que escribe Diccionarios. (Edic. Cit, Ibídem; “LV Asnografía” – págs. 1621 – 1622). Y así, entre estación y estación, entre Nochebuenas y carnavales, el tiempo continúa su inexorable paso, y, con él, me suceden andanzas por el cementerio Viejo, la Plaza vieja de toros, la Fuente Vieja, campos y nuevos campos hasta que debe llegar el fin de todo eso. Ya lo dijo, con letras imborrables, el gran vasco don Miguel de Unamuno: … “porque todo tiene que concluir en este mundo, y acaso en el otro” Juan Ramón lo sabe y, en una de las páginas más bellas como dolorosas que se hayan escrito jamás en la literatura universal, nos dice… “Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y quise que se levantara… el pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano arrodillada… No podía… entonces le tendí su mano en el suelo, lo acaricié de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico. El viejo Darbón, así que le hubo visto, sumió la enorme boca desdentada hasta la nuca y metió sobre el pecho la cabeza congestionada, igual que un péndulo. – Nada bueno. ¿eh? No sé qué contesto… que el infeliz se iba… Nada… Que un dolor… que nos sé qué raíz mala …La tierra, entre la hierba… A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza… Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol de la ventanilla revolaba luna bella mariposa de tres colores… (Edic. Cit, Ibídem; “CXXXII La muerte” – págs. 1674 – 1675). Dicen que el tiempo va borrando con su paso los recuerdos; pero lo que se ha amado con el corazón inmaculado y con la entrega con que sólo el alma sabe hacerlo, no se borra jamás. Y así nos lo enseña aquel varón de Moguer que fue Juan Ramón Jiménez. Allá en Moguer, en el célebre huerto de la piña, como un monumento que no s invita a amar a los animales, está sepultado aquel burrillo que fue el deleite de nuestra infancia. Allí iba Juan Ramón a hablar con su querido amigo: …” Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de Platero, que está en el huerto de la piña, al pie del pino redondo y paternal. Entorno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes lirios amarillos. Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, floridor y reidor, se iba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo. Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y serios, sus ojos brillantes en mis ojos me llenaban de preguntas ansiosas. -¡Platero amigo! – Le dije yo a la tierra - : si, como pienso, estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles adolescentes. ¿Me habrás, quizás, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de mí? Y cual contestando a mi pregunta, una leve mariposa blanca, que antes no había visto, revolaba insistentemente, igual que un alma, de lirio en lirio…” (Edic. Cit, Ibídem; “CXXXV Melancolía” – págs. 1676). La historia de ese pequeño asno gris, perfumado de gracia y de emoción, con el marco de la villa natal del poeta al fondo, ha entrado hace tiempo en la literatura universal. Y, en ella, y como consagración definitiva, con el Premio Nobel que se le otorgó a su autor en 1956.
COPLAS A LA MUERTE DE MI PADRE
Estas coplas constituyen la obra maestra del poeta español Jorge Manrique, nacido probablemente en Paredes de Nava (Valencia), en 1440. La elegía personal se justifica por la muerte del maestro de la Orden de Santiago don Rodrigo Manrique, padre del poeta, acaecida el 11 de Noviembre de 1476, año inicial de la composición de la obra; este hecho concreto se enriquece con una serie de personajes y acontecimientos también concretos (el rey don Juan II, los infantes de Aragón, el rey Enrique IV) que prestan ubicación histórica a los versos de Manrique. La época de las coplas es caótica, el principio de autoridad se ha resquebrajado profundamente, y ello ha aperturado la frustración y desesperanza colectiva, la desconfianza en el bienestar y felicidad terrenal. Las coplas están compuestas por 40 estrofas. En las 24 primeras hay un marcado predominio de la reflexión metafísica y universal; los orígenes de esta meditación parecen estar en el “Eclesiastés” bíblico, en la “Consolación de la filosofía” de Severino Boccio, en algunos moralistas y poetas castellanos como Pedro López de Ayala, Juan de Mena, el marqués de Santillana, pero sobre todo en lo que solemos llamar “Filosofía popular”. Por ello las coplas además de ser un testimonio literario e histórico, pasan a ser definitivamente un testimonio moral, religioso y filosófico de la mentalidad española al terminar la edad media, de las desesperanzas y aspiraciones del siglo XV. Toda la poesía es una elegía, o más propiamente, una serie de elegías, enlazadas entre sí, donde el poeta va, en forma graduada, expresando su sentir ante el dolor que provoca en su pecho la muerte de su ilustre padre. Según Menéndez y Pelayo, ellas son un verdadero “Doctrinal de cristiana filosofía”. Las coplas se inician con un tono de alerta existencial, especie de introducción (las tres primeras estrofas), en las que se alude a lo efímero y pasajero de la vida ya que a la postre, “Cualquiera tiempo pasado fue mejor”: … “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte, / contemplando cómo se pasa la vida; / cómo se viene la muerte / tan callando; cuan presto se va el placer, / cómo después de acordado / da dolor, / como a nuestro parecer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor” (Estrofa 1). El alma y la razón, dualidad a veces en pugna en la tradición medieval, aparecen aquí como confiables receptoras de la reflexión elegiaca; alma y razón deben permanecer en vigilia constante ante una muerte que llega sigilosa sin hacerse anunciar, ante un tiempo arrasador que va destruyendo placeres, fortunas, juventudes y bellezas. En las estrofas siguientes se reafirman estos criterios, así como la oposición vida terrenal – Vida eterna. Sin duda, la tercer estrofa, es un de las más bellas de toda la obra: …”Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir. / Allí van los señoríos / derechos a ese acabar / y consumir, / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos: / allegados son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos”, (Estrofa 3). La muerte es la gran niveladora de las diferencias fabr4icadas por los hombres y nada de esta artificiosa distinción resiste a la muerte Ricos y pobres, blancos y negros, todos sin discriminación de razas o condiciones sociales serán “visitados” por la muerte de manera inexorable. Desde una perspectiva cristiana, este mundo es la oportunidad abierta al hombre para alcanzar el otro que es “morada sin pesar”, absoluto y eterno. Lo característico de la vida y del mundo es su sentido efímero, su transitoriedad y así debe ser vivido, sólo como tránsito, sólo como camino; la muerte es el final de este camino, cada día vivido es un paso que nos acerca a la otra vida, a lo imperecedero: … “Este mundo es el camino / para el otro que es morada / sin pesar, / mas cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar, / partimos cuando enlacemos / andamos mientras vivimos, / y llegamos / al tiempo que fenecemos; así que cuando morimos / descansamos” (Estrofa 5) La vida eterna, el ansia de ganarla, debe estar en el corazón de todo creyente, pues, en la vida terrena se realizan los méritos o deméritos para ganarla o perderla para siempre. Una aparente renuncia a la felicidad terrenal es en el fondo una razonable elección de quien ama la felicidad, pero aspira a una felicidad mayor y sempiterna: … “Pero digo que acompañen / y lleguen hasta la huesa / con su dueño; / por eso no nos engañen / pues se va la vida aprisa / como sueño; / y los deleites de acá / son en que nos deleitamos / temporales, / y los tormentos de allá / que por ellos esperamos / eternales” (Estrofa 12). Pero así como el mundo es el camino para conquistar la vida celestial, también es el escenario donde se dan cita las más diversas y apetecibles tentaciones, se presentan disfrazadas de valores de sentido común, valores que a fuerza de pasar de generación en generación y de ser buscados por la mayor parte de los hombres se nos presentan con inmutables y eternos: la belleza, la riqueza y la fama. Manrique va relativizando, reduciendo a nada estos valores, para darle mayor fuerza a su discurrir cita ejemplos de personajes famosos, ya fallecidos y que se convirtieron en símbolos de esos valores: … “¿Qué se hizo el rey don Juan? / Los infantes de Aragón, / ¿Qué se hicieron? / ¿Qué fue de tanto galán, / ´¿Qué fue de tanta invención / como truxeron? / ¿Fueron sino devaneos / Qué fueron sino verduras / de las eras / Las justas de los torneos, / paramentos, bordaduras / e cimeras (Estrofa 16). Ceniza y recuerdo cubren lo efímero de estos valores al enfrenar la muerte; la fragilidad de estos valores es aún mayor, pues, pueden perderse con facilidad incluso antes de morir, la vejez, las oscilaciones del poder terrenal pueden anunciar ventura lo mismo que desdicha, nadie puede retener a voluntad la belleza, la riqueza o la fama. Manrique se dirige a la muerte, que termina con todas las grandezas y con todas la vanidades del mundo: …”Las huestes innumerables, / los peones y estandartes / y banderas, / los castillos impugnables, / los muros e baluartes / y barreras, / la cava honda chapada, / o cualquier otro reparo, / ¿Qué aprovecha? / Cuando tú vienes airada, / todo lo pasas de claro / con tu flecha” (Estrofa 24). Por último, vienen las dieciséis estrofas dedicadas a evocar la figura del padre, tal como, se hacía entonces, atribuyéndole todas las virtudes deseables en un caballero¨… “Aquél de buenos abrigo, / amado por virtuoso de la gente, / el Maestre Don Rodrigo / Manrique, tan famoso / y tan valiente. / Sus grandes hechos y claros / no cumple que los alabe, / pues los vieron / ni los quiero hacer caros, pues el mundo todo sabe / cuáles fueron” (Estrofa 25) Admirable elegía, impregnada de amor y de admiración por el noble y valeroso guerreo desaparecido, cuyas virtudes detalla en versos imperecederos:… ” ¡Qué amigo de sus amigos! / ¡Qué señor para criados / y parientes! / ¡Qué enemigo de enemigos! / ¡Qué maestre de esforzados / y valientes! / ¡Qué seso para discretos! ¡Qué gracia para donosos! / ¡Qué razón! / ¡Cuan benigno a los subjetos, / y a los bravos y dañosos / un león!” (Estrofa 26). Don Rodrigo fue llamado por su hermano Gómez Manrique “El Segundo Cid”, por su vida ajetreada y llena de grandeza guerrera; este hecho no escapa a la vena lírica del hijo: … “No dexó grandes tesoros, / ni alcanzó muchas riquezas / ni baxillas, / mas hizo guerra a los moros, / ganando sus fortalezas sus villas; / y en las lides que venció / Caballeros y caballos / se prendieron, / y en este oficio ganó/ las rentas e los vasallos/ que le dieron” (Estrofa 29). Pero no hay bien que dure y casi sin transición entre el campo de batalla y el lecho de muerte, fallecía en Ocaña el anciano don Rodrigo, comido por un cáncer que le desfiguró el rostro: … “Después de puesta la vida/ tantas veces por su ley/ al tablero; / después de tan bien servida/ la corona de su rey/ verdadero;/ después de tanta hazaña/ a que no puede bastar/ cuenta cierta,/ en la villa de Ocaña/ vino la muerte a llamar/ a su puerta” (Estrofa 33). Luego de un diálogo entre la Muerte y don Rodrigo, Manrique nos hace una sobria descripción de los últimos momentos de aquel anciano, que expira rodeado de los suyos: … “Así, con tal entender,/ todos sentidos humanos/ y creados,/ dio el alma a quien se la dio/ (el cual la ponga en el cielo/ en su gloria),/ que aunque la vida perdió,/ Nos dexó harto consuelo/ su memoria”(Estrofa 40). En cuanto a la versificación, la estrofa que usa Manrique en sus “Coplas”, y que empleó también en su poema amoroso “Castillo d’ Amor”, se ajusta admirablemente a la inscripción del poeta y al tono grave y sentencioso de toda la composición. Es una estrofa de doce versos, formada por dos estancias de seis, de los cuales todos son octosílabos, menos el 3, 6, 9 y 12, que son tetrasílabos o de pie quebrado. La rima es consonante, y riman 1 con 4, 2 con 5, 3 con 6, repitiéndose la misma combinación en los seis versos restantes. En cuanto al uso de figuras literarias, estas son muy variadas. Veamos las siguientes: ANAFORA: “Como se pasa la vida, / como se viene la muerte…”…”Sus infinitos tesoros, / sus villas y sus lugares, / su mandar…” …”Por su gran habilidad, / por méritos y ancianía / bien gastada,…” …” Y con esta confianza / / y con la fe tan entera / que tenéis,…”: EPANODIPLOSIS: “No se engañe nadie, no”…”Dio el alma a quien se la dio / (El cual la ponga en el cielo / y en su gloria)…” POLIPOTE: “Y los deleites de acá / son en que nos deleitamos / temporales,…” SIMIL: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar; / que es el morir.” ALUSION: “a aquél sólo me encomiendo. / Aquél sólo invoco yo” METÁFORA: “Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar” SIMILICADENCIA: “Partimos cuando nacemos, / andamos mientras vivimos, / y llegamos / al tiempo que fenecemos; / así que cuando morimos, / descansamos”… “Ved de cuan poco valor / son las cosas tras que andamos / y corremos; que en este mundo traidor / aun primero que muramos / las perdemos, …” ENUMERACIÓN: “¿Qué se hicieron las damas, / sus tocados, sus vestidos, / sus colores?” “Las dádivas desmedidas, los edificios reales / llenos de oro, / las vaxijas fabricadas, / los enriques y reales / del tesoro; …” METONIMIA: “Cuando tú vienes airada, / todo lo pasas de claro / con tu flecha” … “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando…” …”Allegados son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos …” …”¡Qué sesos para discretos! / ¡Qué gracia para donosos! / ¡Qué razón!” ETOPEYA: “¡qué amigo de sus amigos! / ¡Qué señor para criados y parientes!” / ¡Qué enemigo de enemigos! / ¡Qué maestre de esforzados / y valientes!” APOCOPE: “a nacer acá entre nos / y vivir en este suelo / do murió” EPIFONEMA: “Las mañas y ligereza / y la fuerza corporal / de juventud, / todo se torna graveza / cuando llega el arrabal / de senectud” POLISINDETON: “Así que no hay cosa fuerte; / que a Papas y Emperadores / y Prelados / así los trata la muerte / como a los pobres pastores de ganados” … “Tantos Duques excelentes, / tantos Marqueses y Condes / y Barones…” … “Las huestes innumerables, / los pendones y estandartes / y banderas,…” ELIPSIS: “Mas verás cuan enemigo, / cuan contrario, cuan cruel / se le mostró” APÓSTROFE: “¡Oh, juicio divinal! / Cuanto más ardía el fuego / echaste agua.” REDUPLICACION: “¡Cuán blando, cuán alagüero / el mundo con sus placeres / se la daba!” PRETERICION: “El Maestre Don Rodrigo / Manrique, tan famoso / y tan valiente. / Sus grandes fechos y charos / no cumple que los alabe. / pues los vieron /ni los quiero facer caros, / pues el mundo todo sabe / cuáles fueron” ALITERACIÓN: “Caballeros y caballos / se prendieron, y / en este oficio ganó / las rentas e los vasallos / que le dieron” HIPERBATON: “En sus villas e sus tierras / ocupadas de tiranos / las halló:” … “Después de puesta la vida / tantas veces por su ley / al tablero; / Después de tan bien servida / la corona de su Rey / verdadero;” … “En la su villa de Ocaña / vino la muerte a llamar / a su puerta” OPTACIÓN: “Si de las obras que obró / fue servido, / dígalo el de Portugal, / y en Castilla quien siguió / su partido”. ANIMISMO: “(Habla la muerte)… Diciendo: Buen caballero, / dexad el mundo engañoso / y su halago, /muestre su esfuerzo”
LA VERDAD SOSPECHOSA
Dentro del ciclo del teatro “lopesco”, es decir, del teatro influido por Lope, los dos autores más grandes y originales son Tirso de Molina y Juan Ruíz de Alarcón y Mendoza. Nació este último en Méjico en 1581 y murió en Madrid, en 1639. La característica del teatro de Alarcón es su fondo moral, su propósito casi didáctico de exaltar las virtudes y execrar los vicios, para edificación de los espectadores. Fue uno de los primeros que vio en el teatro un medio de mejorar el carácter y la moral de los hombres, y a él se dedicó con gran fe y con profunda sabiduría. En él, el poeta y el moralista se armonizan admirablemente. “La verdad sospechosa” es la comedia de Ruiz de Alarcón más conocida y celebrada, por la doble dimensión de la moral, el especial concepto de la honra, el vigor arquetípico del protagonista don García, la ambientación madrileña, la gracia, la ironía y el enredo amoroso. Compuesta hacia 1619 – 1620. “La verdad sospechosa” ha influido mucho sobre los autores posteriores, particularmente en el teatro extranjero. Pierre Corneille la imita en “El mentiroso” (1642); en el siglo XVII, inspira “El embustero” (1759), de Carlo Goldoni. Veamos el resumen de la obra. Don Beltrán, quien acaba de perder a su primogénito, don Gabriel, da la bienvenida a su otro hijo, don García, quien acaba de abandonar sus estudios de letras en la Universidad de Salamanca para venir a Madrid, donde según su padre deberá codearse con lo más selecto de la sociedad. Como don García ya no va a tener maestros, y es su padre quien se hará cargo de él, el viejo Beltrán interroga al licenciado que ha acompañado al hijo hasta la capital para que le informe acerca de las cualidades y costumbres que el muchacho posee. …”Es magnánimo y valiente, / es sagaz y es ingenioso, / es liberal y piadoso; / si repentino, impaciente. / No trato de las pasiones / propias de la mocedad. / Porque en esas con la edad / se mudan las condiciones. / Mas una falta no más / es la que he conocido, / que por más que le he reñido / no se ha enmendado jamás. / (…) No decir siempre la verdad” (Teatro de Juan Ruiz de Alarcón”. Editorial Bruguera, S. A.: Primera Edición -1969. Pág. 51, vv 146 – 157 y 162). La confesión del licenciado indigna a don Beltrán quien manifiesta que si su hijo fuera jugador o pendenciero, no le preocuparía tanto como el vicio de mentir. El viejo Beltrán considera que lo único que podrá hacer por el mitómano es casarlo a la brevedad posible, antes que aquel inconveniente sea conocido por todos. En una de sus andanzas por las calles de las Platerías, una de las más concurridas de Madrid, don García conoce a dos muchachas, Jacinta y Lucrecia, con las que hace alarde de riqueza, fingiendo ser un indiano adinerado, pues, Tristán, un criado que su padre le ha otorgado para que le sirva de guía, le ha dicho que a las mujeres madrileñas les atrae el dinero como a la miel. A pesar de que el encuentro con las muchachas es breve, ya don García ha soltado una serie de mentiras que dejan estupefacto a Tristán. La andanada de falsedades se repite cuando amo y criado encuentran a don Juan de sosa y a Don Félix, a quienes dice haber llegado a Madrid hace un mes; cuando ostenta haber asistido a una gran fiesta la noche anterior, lo cual también es mentira, Tristán queda boquiabierto por la facilidad con que el mitómano da los pormenores de lo que allí se comió y bebió, así como por el detallado ornamento con que estuvo revestida la casa: “¡Válgate el diablo por hombre! / ¡Que tan de repente pueda / pintar un convite tal / que a la verdad misma venza!”, manifiesta el criado. Fortuitamente, Jacinta y Lucrecia pasan en el coche de esta última; don Juan, antiguo pretendiente de Jacinta, no puede ocultar su descontento al notar el interés que don García pone en ésta. Ya solos, don García confiesa a Tristán que siempre los forasteros tienen más suerte con las damas, de ahí la necesidad de hacerse pasar como nativo de las Indias. Mientras tanto don Beltrán en su afán de casar al hijo, acude a casa de Jacinta para proponerle que se case con su hijo. La muchacha, ignorante de que el pretendiente no es otro que el joven que ha conocido en la calle de las platerías, sugiere a don Beltrán que pase por la calle con el muchacho para que ella, sin ser vista, pueda verlo y ver si es de su agrado, el viejo, creyendo que es lo más sensato, acepta la proposición. Jacinta, quien también es pretendida por Juan de Sosa, manifiesta a su criada Isabel que no quiere decidirse por éste sin antes conocer al hijo de don Beltrán. Por otro lado, don Juan cree que Jacinta es la mujer que ha coqueteado con don García en la fiesta que aquél dice haber estado, por lo cual recrimina a la muchacha por su actitud: … “Ya sé que fue don García / el de la fiesta del río, / (…) Todo lo sé, y sé que el día / te halló enemiga, en el río. / Di agora que es desvarío / de mi loca fantasía. / Di agora que es libertad / el tratarte de esta suerte, / cuando obligan a ofenderte / mi agravio y tu liviandad… / (…) Ya, falsa, ya sé mi daño; / no niegues que te he perdido; / tu mudanza me ha ofendido, / no me ofende el desengaño. / Y aunque niegues lo que oí, / lo que vi confesarás; / que hoy lo que negando estás, / en sus mismos ojos vi. / ¿Y su padre? ¿Qué quería / agora aquí? ¿Qué te dijo? / ¿De noche estás con el hijo, / y con el padre de día? / Yo lo vi; ya mi esperanza / en vano engañar dispones; / ya sé que tus dilaciones / son hijas de tu mudanza. / Más, cruel, ‘viven los cielos, / que no has de vivir contenta ¡ / Abrásete, pues revienta / este volcán de mis celos. / El que me hace desdichado / te pierda, pues, yo te pierdo”. (Edic. cit, Ibidem; págs. 76 -77, vv.1126 – 1127; 1136-1143 y 1149 - 1170). De nada sirven los esfuerzos de Jacinta para convencer al celoso don Juan, pues, éste está convencido de la infidelidad de su pretendida. Jacinta pide a Lucrecia que envíe una carta a don García citándolo en horas de la noche; así, oculta ella en la ventana donde Lucrecia recibirá al enamoradizo, podrá verlo y conversar con él sin ser vista para decidir si aceptará o no la petición de don Beltrán. Don García recibe la misiva, pero está convencido que Lucrecia no es otra que Jacinta y que cuando se conocieron en la calle de las Platerías, las muchachas no dijeron sus nombres, así como él tampoco. Camino, el escudero encargado de llevar la carta, le informa que doña Lucrecia de Luna es mujer de abolengo y que su padre, un viejo viudo, la ha destinado una jugosa dote. Llevado por el error, don García se prepara a pedir en matrimonio a la mujer equivocada, pues, según el plan de Jacinta, ninguna de las dos muchachas dejará ver su rostro en la cita clandestina que tendrán con don García. En tanto don Beltrán, según lo acordado con Jacinta, sale a pasear a caballo con su hijo por las calles de Atocha, para que la muchacha pueda apreciar sin ser vista al futuro pretendiente. El viejo Beltrán se halla ansioso de llevar a cabo la boda cuanto antes, pues, Tristán le ha confirmado el excesivo afán de mentir de don García. Interrogado éste sobre aquel molestoso asunto, niega rotundamente la veracidad de aquello. Jacinta en compañía de Isabel, descubre al ver pasar a don Beltrán y a su hijo, que este último no es otro que el que la bordo en la calle de las Platerías haciéndose pasar por un rico Indiano. Aun así, descubierto el engaño, Jacinta decide aceptar al mentiroso don García, pues, la herencia que dejará don Beltrán a su hijo no es nada desestimable. Pero aquí se desencadenará otro enredo. Mientras pasean por Atocha, don Beltrán informa a su hijo que pretende casarlo con Jacinta, la hija de don Fernando Pacheco; don García quien sigue convencido que Lucrecia es realmente Jacinta, se niega a obedecer a su padre alegando que ya está casado. Para dar más veracidad al asunto inventa toda una aventura amorosa, la cual según él, aconteció en Salamanca. La supuesta esposa, quien se llama Sancha Herrera, fue encontrada por su padre en brazos de don García en la misma alcoba de la muchacha. Ante las amenazas del padre y los hermanos de la deshonrada, don García temiendo por su vida, hubo de acceder al matrimonio: … “Yo, viendo que aunque dilate, / no es posible que revoque 7 la sentencia de enemigos / tan agraviados y nobles; / viendo a mi lado la hermosa / de mis desdichas consorte, / y que hurtaba a sus mejillas / el temor sus arreboles,; / viendo cuan sin culpa suya / conmigo fortuna corre, / pues con industria deshace / cuanto los hados disponen; / por dar premio a sus lealtades, / por dar fin a sus temores, / por dar remedio a mi muerte, / y dar muerte a mis pasiones, / hube de darme a partido, / y pedirles que conformen / con la unión de nuestras sangres / tan sangrientas disensiones. / Ellos, que ven el peligro, / y mi calidad conocen, / lo aceptan, después de estar / un rato entre sí discordes. / Partió a dar cuenta al Obispo / su padre, y volvió con orden / de que el desposorio pueda / hacer cualquier sacerdote. / Hízose, y en dulce paz, / la mortal guerra trocóse, / dándote la mejor nuera / que nació del sur al norte. / Mas en que tú no lo sepas / quedamos todos conformes, / por no ser con gusto tuyo / y por ser mi esposa pobre; / pero ya que fue forzoso / saberlo, mira si escoges / por mejor tenerme muerto / que vivo y con mujer noble (Edic. cit, Ibídem; págs. 94 – 95. 1767 - 1806). Acongojado por la confesión del hijo, don Beltrán va a ver a Jacinta para pedirle que olvide la petición, pues, ésta ya no puede proceder por estar don García casado. Al poco rato aparece don Juan de Sosa dispuesto a batirse en duelo con don García, ya que éste se ha interpuesto entre él y Jacinta. Siempre llevado por su erro, don García niega tener interés alguno en la muchacha y, por el contrario, afirma que la mujer a que él quiere es soltera y sin pretendiente alguno. Declara también que la fiesta a la que dijo haber concurrido no existió como tal y que todo no fue más que producto de su invención. Al escuchar esto don Juan se apresura, en compañía de don Félix, a pedir disculpas a Jacinta por sus celos infundados. Don García mientras tanto, acompañado por Camino y Tristán, se dirige a su cita con Lucrecia, sin saber que tras las cortinas de la ventana, punto de la reunión, está también Jacinta, la cual ya está enterada por don Beltrán de que don García se ha “casado” en Salamanca. Poco a poco el infeliz muchacho va cayendo en la telaraña de sus propias mentiras. Don García niega que sea verdad lo de su matrimonio en Salamanca alegando que viose en la necesidad de inventar aquel desposorio ante la pretensión de su padre de casarlo con una mujer a la que él no quiere. Pide a Lucrecia, cuyo rostro no puede ver tras las cortinas (de ahí que no pueda salir aún de su error) que se case con él Lucrecia y Jacinta se retiran tremendamente confundidas ante aquel hombre que ha hecho que sus verdades sean consideradas una sarta de mentiras. A los pocos días, Camino lleva a Lucrecia una nota de don García en la que éste le ruega que le conceda una cita, pues, enloquece de amor por ella; con algo de recelo la muchacha acepta, quedando pactado el convento de la Magdalena como el lugar de la cita. Don Beltrán le dice a su hijo que escriba a su mujer para que se traslade a Madrid, pues, la mujer debe estar donde está el marido. Viéndose en tal apuro, don García manifiesta que la muchacha está preñada y que no es conveniente que viaje en ese estado, pero el viejo Beltrán insiste aunque sea con escribirle al papá de la muchacha, lo cual deja preocupado a don García quien se va sintiendo más comprometido con sus mentiras. La cita con Lucrecia, quien está acompañada por Jacinta, sirve sólo para reafirmar el interés de don García por Lucrecia (sigue sumido en el error de confundir las identidades de las dos muchachas); como las dos mujeres tiene el rostro cubierto con velos, la confusión sigue adelante. Don Beltrán había encargado a don Juan que le averiguara la dirección de la tal Sancha Herrera en Salamanca, pero no tardó éste en informarle que no existía en dicha ciudad una mujer con ese nombre. Ya solo el viejo no puede ocultar su enfado por haber sido embaucado por su propio hijo. Cuando aparece éste, el viejo Beltrán, herido en su amor propio, lo recrimina acerbamente. …” … Di, liviano ¿Qué fin llevas; / loco, di, qué gusto sacas / de mentir tan sin recato? / Y cuando con todos vayas l/ tras su inclinación. ¿Conmigo / siquiera no te enfrenaras? / ¿Con qué intento el matrimonio / fingiste de Salamanca, / para quitarles también / el crédito a mis palabras? / ¿Con qué cara hablaré yo / a los que dije que estabas / con doña Sancha de Herrera / desposado? ¿Con qué cara, / cuando, sabiendo que fue / fingida esa doña Sancha, / por cómplices del embuste / infamen mis nobles canas? / ¿Qué medio tomaré yo / que saque bien esta mancha, l/ pues a mejor negociar, / si de mí quiero quietarla, / he de ponerla en mi hijo, / y diciendo que la causa / fuiste tú, he de ser yo mismo / pregonero de tu infamia? / Si algún cuidado amoroso / te obligó que me engañaras, / ¿Qué enemigo te oprimía? / ¿Qué puñal te amenazaba? / Sino un padre, padre al fin; / que este hombre sólo basta / para saber de qué modo / le enternecieron tus ansias. / ¡Un viejo que fue mancebo, / y sabe bien la pujanza U/ con que en pechos juveniles / prenden amorosas llamas!” (Edic. cit, Ibidem; págs. 129 – 130. Vv. 3059 - 3096). Al ver a su padre tan contrariado por su conducta, don García le cuenta sus penurias y el amor que siente por Lucrecia. Ya don Beltrán no puede creer nada de lo que su hijo le dice, de ahí que sólo cuando Tristán avala lo que don García dice, el viejo se dispone a intervenir en su favor. Don Beltrán, don García y Tristán, se presentan en casa de don Juan de Luna para solicitar la mano de Lucrecia. Pocos minutos antes de la llegada de ellos don Juan de Sosa había solicitado la mano de Jacinta a don Sancho, tío y apoderado e la bella muchacha. Don García se muestra muy solícito con don Juan de Luna mientras espera la salida de Lucrecia. Por fin cuando aparecen las dos muchachas, el pobre don García se dará cuenta de su error, al descubrir que la mujer que él pretendía para su esposa no era Lucrecia sino Jacinta. Don Beltrán lo amenaza con quitarle la vida si sale con otra de sus mentiras; las palabras de don Juan de Luna son de los más convincentes a los oídos del escurridizo don García: …”La mano os he dado agora / por Lucrecia, y me la distes; / si vuestra inconstancia loca / os ha mudado tan presto, / yo lavaré mi deshonra / con sangre de vuestras venas”. Al ver la cara de congoja de su amo, Tristán le dice que él y nadie más que él, es culpable de lo que le sucede por abusar tanto de las mentiras: …”Y aquí verás cuan dañosa / es la mentira y verá / el senado que en la boca / del que mentir acostumbra, / es la verdad sospechosa”. La estructuración social de la comedia se ajusta a los dos estamentos peculiares del teatro español del Siglo de Oro: señores y criados. Dentro del grupo de caballeros, debemos atender al plano de la edad. Al lado de la juventud inquieta, ilusionada, de los tres galanes don García, don Juan y don Félix, y de las damas Jacinta y Lucrecia, resalta la seriedad autoritaria, la rígida moral, el tono reflexivo de los tres “viejos graves” don Beltrán, don Sancho y don Juan. Los criados se mueven en un distinto nivel. Isabel es confidente, acompañante e intermediaria de su ama Jacinta; el escudero Camino se mueve por el interés del dinero; Tristán aparece con el calificativo de “Gracioso”, pero en realidad juega un papel distintivo a través de toda la obra: el de moderador de los impulsos de su amo. Su discreción y lealtad le impulsan a reprender a don García, o moderar sus mentiras. También en el estrofismo hay pocas variantes. Las primeras escenas del primer acto están compuestas en redondillas abrazadas (abba) ; en la parte final de la sétima y en la octava emplea el romance en e-a; en la escena octava adopta la quintilla y después vuelve alas redondillas. Esta estrofa se mantiene también en el segundo acto, a excepció9n de la escena octava escrita en quintillas y la larga escena IX, estructurada en romances en e-o y en o-e. En el tercer acto, predominan las redondillas y el romance, pero intercala décimas o espinelas (abbaaccddc) en una parte de la escena VI y compone las breves escenas X, XI, XII y XIII en endecasílabos, agrupados en tercetos encadenados (ABA: BCB: CDC…). La obra, dividida en tres actos, consta de 3,303 versos, de los cuales 3,040 son octosílabos, 72 endecasílabos y los restantes de diferentes medidas.
LA DAMA BOBA
Esta obra fue terminada por Lope de Vega en Madrid, el 28 de Abril de 1613, tal como aparece en el manuscrito autógrafo que pasó a poder de Jerónima de Burgos, actriz para quien Lope escribió la comedia. Esta obra pertenece al grupo de comedias de capa y espada, es decir, a aquél donde se presentan “intrigas” y costumbres o bien descripción de caracteres cuya acción feliz se produce entre personajes aristocráticos (damas y caballeros) de nobleza menor” (Lázaro, ´Fernando. “Lope de Vega. Introducción a su vida y obra”). La trama de las obras de capa y espada escritas por Lope es semejante, pues, los hilos que maneja el “Fénix de los ingenios” son siempre los mismos; sentimientos de amor y de celos, y presentación de hábitos y costumbres de la vida contemporánea, pero enhebrados magistralmente en las más diversa combinaciones. Precisamente, el tema fundamental de “La dama boba” gira en torno a la exaltación de este sentimiento y su capacidad educadora, idea que proviene del “Arte de amar” de Ovidio, esta última “escrita con libertad excesiva, pero con gracia e ingenio, que desagradó a Augusto, cuya política moralizadora contrariaba” (Historia de la Literatura Latina”, Agustín Millares Carlo – Fondo de Cultura Económica, págs. 122 – 123). Loa obra se inicia con la llegada de Liseo y Turín a una posada de Illescas, ciudad de la Provincia de Toledo. Ambos conversan sobre la proximidad del himeneo de Liseo con Finea, moza bien parecida, hija del viejo Octavio, y a cuya cuantiosa dote aspiran muchos caballeros. En el camino topan casualmente con Leandro, caballero que conoce a Nise y a su hermana Finea, de las palabras de éste contratan la sabiduría y discreción de la primera, con la ignorancia e inoportunidad de la segunda: …”… pues Nise bella es la palma; / Finea un roble, sin alma / y discurso de razón. / Nise es mujer tan discreta, / sabia, gallarda, entendida, / cuanto Finea encogida, / boba, indigna e imperfecta” (vv. 122 – 128), “Teatro de Lope de Vega”, Editorial Bruguera, 1983; pág. 323) Por Leandro, Liseo y su criado Turín, se enteran que un tío de Finea ha dejado a ésta una apreciable dote, porque pensó que sin ella resultaría imposible que la sobrina pudiera encontrar marido, La fama de necia que tiene la muchacha tiene sin cuidado al ambicioso pretendiente, a “quien sólo interesa los beneficios económicos que aquel matrimonio le pueda traer”. En un diálogo entre Octavio y Miseno, su amigo y consejero, el primero pone de manifiesto nuevamente los encontrados caracteres de las dos hermanas. Cuando aparecen en escena Nise dialogando con su criada Celia, la ignorancia de esta última contrata con la erudición pedantesca de su ama, algo similar sucede cuando aparece Finea dialogando con Rufino, su maestro, aunque en el polo contrario; la sabiduría de éste pone de relieve la ignorancia de su alumna. Duardo, Feniso y Laurencio, caballeros pretendientes a la mano de Nise, recitan a ésta un soneto compuesto por el primero y le solicitan una crítica sobre el mismo; la muchacha tilda la composición de oscuridad. A pesar de admirar a Nise, Laurencio decide abandonar sus pretensiones amorosas hacia ésta y trocarla por su hermana, por razones puramente económicas. Pedro, su lacayo, se muestra disconforme, pero Laurencio tiene razones muy convincentes: … “El que es pobre, ése es tenido / por simple; el rico, por sabio. / No hay en el nacer agravio, / por notable que haya sido, / que el dinero no lo encubra, / si hay falta en naturaleza / que con la mucha pobreza / no se aumente y se descubra” (vv. 721 – 725). Su declaración amorosa a Finea vuelve a poner de manifiesto a los ojos del lector la ingenuidad y cortedad de luces de la “Dama boba”; Pedro también se le declara a Clara, criada de Finea, ante la sugerencia de su amo; la criada es determinante…. “Yo, lo que mi ama hiciere, / eso haré”. Liseo llega a Madrid, a casa de Finea, par desposarse con ella. Se sorprende ante su simplicidad y estupidez; el hecho de tergiversar las cosas o de tomar las cosas al pie de la letra sin atender al sentido figurado, rebasa la paciencia de Liseo, quien también se decide a cambiarla por su hermana Nise: …”¡Mal haya la hacienda toda / que con tal pensión se adquiere, / que con tal censo de toma! / Demás que aquesta mujer, / si bien es hermosa y moza, / ¿Qué puede parir de mí / sino tigres, leones y onzas?, dice Liseo a Turín (vv. 1010 – 1016). Es clara la intención de Lope de cambiar los prometidos de ambas hermanas buscando así una complicación argumental. Feniso comenta extrañado a Duardo y Laurencio la tardanza de Liseo en contraer matrimonio con Finea. Ha pasado un mes y aún no se lleva a cabo la tan anunciada boda. Nise, que llega poco después, se muestra indiferente ante los halagos amorosos de sus pretendientes. Feniso y Duardo. Cuando ésos se retiran dejando solos a Laurencio y Nise, la muchacha enterada de que él está ahora tras Finea por conveniencia económica, le reprocha acerbamente su actitud:… “¡Desvía, fingido, fácil, / lisonjero, engañador, / loco, inconstante, mudable / hombre, que en un mes de ausencia (…) el pensamiento mudaste! / (…) Pero bien haces: / Tú eres pobre, tú discreto, / ella rica y ignorante; / buscaste lo que no tienes / y lo que tienes dejaste” (vv. 1234 – 1237, 1240, 1248 – 1252). Laurencio niega tal afirmación, pero Celia, criada de Nise, lo desenmascara delante de su ama. En su desesperación, Laurencio toma a la fuerza a Nise entre sus brazos en el preciso momento que llegaba Liseo, quien cegado por los celos, reta a su presunto rival a un duelo tras el Convento de Agustinos Recoletos, escenario de muchos desafíos por hallarse apartado del centro. Tras un breve soliloquio en el que Laurencio se lamenta de que Nise se haya enterado de sus maquinaciones, aparece la “dama boba” con su maestro de danza, a quien cada vez le resulta más difícil soportar la estulticia de su alumna. Poco después, Clara, entrega a su ama una carta de Laurencio que Finea a su vez entrega a su padre irreflexivamente. Por descuido, Clara quema parte de la carta, de la que sólo queda: .. “Agradezco mucho la merced que me has hecho, aunque toda esta noche la he pasado con poco sosiego, pensando en tu hermosura”. Octavio se enoja por el atrevimiento del remitente y aconseja a Finea que no se deje abrazar ya que ”sólo vuestro marido ha de ser digno de esos abrazos”. ´Turín, el criado de Liseo, interrumpe el diálogo entre padre e hija con la noticia del duelo entre Laurencio y su amo. En el campo de combate los dos antagonistas aclaran sus respectivas intenciones amorosas: Laurencio pretende a Finea, pues, como es pobre le interesa la dote aunque sea de “poco entendimiento”; a Liseo le interesa Nise, pues, a él no le atrae lo económico, sino la belleza de la muchacha. El duelo acaba en una clara muestra de amistad que sorprende a Octavio y Turín, quienes se habían avecinado al lugar temiendo una desgracia. Mientras tanto, en casa de Octavio, Finea y Nise discuten acaloradamente por el amor de Laurencio; ninguna de las dos quiere dejar el camino libre a la otra. Cuando Nise recrimina a su hermana el hecho de que ella ya tiene un pretendiente en la persona de Liseo, ésta cede a aquellas razones y le deja el camino libre. En una entrevista con aquél, Finea le pide que se olvide de ella y que la desabraze, es decir que le quite el abrazo que él le dio anteriormente. Laurencio, desconcertado ante tan estúpida petición, la desabraza en el preciso instante que los sorprende Nise, quien pide a Laurencio una explicación. Este vuelve a entrevistarse con “La dama boba” y poniendo como testigos a Pedro, Duardo y Feniso, arranca a la tonta muchacha una promesa de matrimonio. Octavio, temeroso por la honra de su casa, quiere prohibir a Laurencio la entrada a su casada. Por su parte, Liseo, no consigue que Nise corresponda a sus sentimientos. Un monólogo de Finea pone de manifiesto el cambio psicológico experimentado en ella por obra del amor… “A pura imaginación / de la fuerza de un deseo, / en los palacios me veo / de la divina razón. ¡Tanto la contemplación / de un bien pudo levantarme¡ / ya puedes del grado honrarme, / dándome a Laurencio, amor, / con quien pudiste mejor, / enamorada, enseñarme”. (vv. 2061 – 2072). Liseo, al percibir esto, y al no lograr que Nise lo acepte, reclama la celebración de la boda para la que ha venido a Madrid. Finea vuelve de nuevo a su anterior simplicidad para evitar otra vez a su pretendiente. No engaña sin embargo a Nise, quien discute con ella y con Laurencio al verlos juntos. Octavio no comprende el cambio de su hija, la “dama boba”, y decide, a ruegos de Nise, que Laurencio no entre más en su casa. Laurencio reclama entonces, poniendo como testigos a Duardo, Fenicio y Pedro, el cumplimiento de la palabra de matrimonio que Finea le ha dado. Octavio, convencido de que la “dama boba” ha sido timada por Laurencio, sale de su casa en busca de justicia. Ante tal situación, Finea pide a Clara que esconda a su prometido y a Pedro en un desván. Cuando Octavio la interroga sobre el paradero de Laurencio, le dice que se ha marchado a Toledo, siguiendo la orden de su padre de esconderse para evitar el asedio de los hombres, Finea se refugia en el mismo escondite. Por otro lado, Liseo, decidido a partir, se despide de Nise, quien conmovida por el amor que éste le demuestra, finalmente, lo acepta: … “Conozco que tu persona / merece ser estimada; y como mi padre agora / venga bien de que seas mío, / yo me doy por tuya toda; / que en los agravios de amor / es la venganza gloriosa”. (vv. 3030 3036). Los hechos se precipitan cuando la criada Celia descubre a Clara llevando abundante comida hacia el desván. Siguiéndola cautelosamente descubre en él, la p0resencia de Finea, Pedro y Laurencio. Presurosa comunica a Octavio lo que ha visto, y éste, enfurecido y con una espada en la mano acude al lugar dispuesto a lavar su honra. Ante los convincentes argumentos de Laurencio y Finea, Octavio se ve obligado a aceptar las dos bodas: la de Nise con Liseo y la de Laurencio con Finea. Lo mismo acontece entre Pedro, Turín, Clara y Celia respectivamente.
LA CANCIÓN DE ROLDAN
Dentro del mundo romántico, la exaltación de los valores individuales, el ardor en el combate, la lealtad al señor o la palabra dada, la defensa contra riesgos incluso sobrehumanos tenía lugar por medio de las canciones de gesta, tomando el título de la palabra latina gesta, que significaba hazaña. Estas canciones, en un principio, no se escribían sino que su transmisión oral corría a cargo de juglares, que acompañados de instrumentos de cuerda, debían escandir o subrayar el final de los largos versos repitiendo sus sonidos finales. Los temas de estas canciones interesaban a aristócratas como plebeyos. “La canción de Roldán””, que gira en torno al legendario Carlomagno, el “Emperador de la barba florida”, es la más famosa de las canciones de gesta francesas. A juzgar por las formas lingüísticas, la obra, de autor anónimo, fue escrita por los años de 1100 o de 1080 por un normando. El nombre de Turoldo que figura en el cantar probablemente pertenece a un simple copista: La obra surgió, según se cree en un monasterio próximo a Roncesvalles. El manuscrito mencionado consta de 4002 versos pero en otras redacciones sucesivas que existen manuscritas, el poema llega a tener hasta 8000 versos. Otras gestas francesas primitivas tratan de temas militares, como el “Cantar de Gormont o Isembart”, sobre las guerras de Luis III de Francia contra los Normandos, o la “Canción de Guillermo”, que narra las hazañas de este héroe en lucha con los sarracenos; otras veces, relatan episodios de la vida de los reyes, como el de la “Peregrinación de Carlomagno” sobre un supuesto viaje del emperador a Tierra Santa, otras gestas giran en torno de vasallos rebeldes, como “Renaud de Montalbán” que aparecerá en obras posteriores como “Reinaldo de Montalbán”, o “La Caballería de Ogier y Raúl de Cambray”, exaltaciones todas ellas del valor individual frente al poder constituido.
La Traición de Ganelón:
Carlomagno ha estado en España peleando con los mahometanos durante siete años. Ha sometido a todas las ciudades que ha encontrado a su paso, salvo Zaragoza, ciudad que permanece bajo la custodia del rey Marsil. Desesperado por la situación, el rey mahometano convoca a sus más fieles seguidores y les manifiesta que en pocos días serán aniquilados por las huestes del emperador francés. Blancandrín, uno de sus caballeros más valientes y más sensatos, le dice que lo mejor es darle a Carlomagno cuantiosos regalos para que con ellos pueda pagar bien a sus soldados y así se regrese a Francia y los deje en paz. Marsil acepta y envía a Blancandrín acompañado de Priamón, Estramarín, Maquiner y otros jefes mahometanos a concertar la paz con el temible emperador: … “Señores, iréis y llevaréis en las manos / ramas de olivo y diréis de mi parte / al rey Carlomagno que, por su Dios, / tenga piedad de mí. Que no verá / pasar este primer mes sin que le siga / con mil de mis fieles y reciba la ley cristiana; / seré su vasallo por amor y por fe” (“La Canción de Roldán” – Editorial La Montaña Mágica, 1987; pág. 12). Blancandrín entrega a Carlomagno osos, leones y lebreles encadenados, así como setecientos camellos y cuatrocientos mulos cargados de oro y plata. Como garantía, los mahometanos dejarán veinte mil rehenes a los franceses para que éstos puedan regresar a Francia sin temor de ser emboscados, Roldán, sobrino del emperador, se opone a aceptar la paz, y pone de manifiesto el hecho de que Marsil decapitó sin escrúpulos a Basán y a Basilio cuando éstos fueron a solicitarle la rendición del rey mahometano. Ganelón, padrastro de Roldán, es partícipe de aceptar la proposición de Marsil, y reprocha a Roldán el ser orgulloso y vengativo. Naimón, el mejor vasallo carolingio, apoya la opinión de Ganelón, quedando así resuelta la discusión. Muchos son los nombres que se barajan para ir a negociar la paz con el rey Marsil, el elegido es Ganelón, quien había sido propuesto por Roldán. Irritado con éste, Ganelón le dice: …”Necio, ¿Por qué te encolerizas? / ya se sabe bien que soy tu padrastro, / ¡y me has designado para que vaya a Marsil! / Si Dios me concede que regrese de allí, / te causaré un quebrando tan grande que durará toda tu vida”. (Edic. cit, Ibidem; págs. 18) Cuando Ganelón ve que Roldán se está riendo, siente tanta rabia que casi revienta de ira. Ceñida al costado su espada “Murgleis”, y montado en su corcel Tachebrún, Ganelón parte en compañía de Blancandrín a negociar la paz con el rey Marsil. Ambos jefes se rezagan de la comitiva y conversan con mucha prudencia. Blancandrín se ha dado cuenta de dos cosas: Que Roldán representa un peligroso obstáculo para el éxito de la paz; y que los franceses lo quieren tanto que estarán dispu3stos a atacar a los ejércitos de Marsil si ´`el se lo propone. Tango cabalgaron Ganelón y Blancandrín que se conjuraron uno y otro para procurar que Roldan fuese muerto. Y ante Marsil, Ganelón le manifiesta el peligro que representa Roldán así se logre la paz, puesto que Carlomagno está dispuesto a darle como regalo la mitad de España si se rinde, pero que la otra mitad pasará a manos de Roldán, y éste, siendo tan ambicioso, de seguro que provocará la guerra a los mahometanos para quedarse con toda España. Ante tal evidencia, Marsil acepta y obsequia a Ganelón setecientos camellos cargados de oro y plata, y veinte rehenes para que los entregue al emperador. Cuando los franceses se retiren, Roldán y su fiel compañero Oliveros quedarán rezagados de los demás cuidando la retaguardia y al mando de sólo veinte mil hombres. De esto aprovecharán los hombres de Marsil, quien en número de cien mil, arrasarán a los franceses y darán muerte al vengativo Roldán Ganelón, satisfecho con su plan, regresa a Galna, ciudad recién tomada por el conde Roldán y donde Carlomagno ha establecido su campamento.
Muerte de Roldán:
Ganelón manifiesta al emperador que ha visto morir ahogados a cuatrocientos mil mahometanos que huían de Marsil porque no querían convertirse al cristianismo. Huyendo por el mar, les sobrevino una tempestad que en pocos minutos arrasó con todos ellos. Carlomagno cree la farsa y se siente aún más seguro de que regresará a Francia sin ningún problema. Ganelón propone entonces a Roldán para que cubra la retaguardia; tal como lo esperaba, su orgulloso hijastro acepta para demostrar a todos su valentía. Carlomagno inicia la marcha, ignorante de la trampa en que inexorablemente caería abatido su amado sobrino. Oliveros, subido a una alta columna, descubre la presencia de un ejército de cuatrocientos mil hombres que está a pocas leguas de ellos. Angustiado, dice a Roldán: …”Del lado de España veo venir gran tumulto, / muchas lorigas blancas y muchos yelmos / llameantes. Estos causarán gran quebranto a nuestros franceses. / Lo sabrá Ganelón, el pérfido, el traidor, / que nos escogió ante el emperador” (Edic. cit, Ibidem; págs. 39). Roldán, henchido de orgullo y de rabia, se niega a hacer sonar su cuerno para avisar al emperador que acuda en su ayuda. Vanos son los intentos de Oliveros por convencerlo: … “Fijaos un poco, Roldán. Ya los tenemos cerca, / pero Carlos está demasiado lejos de nosotros. / No os dignasteis sonar vuestro olifante. / Si el rey estuviera aquí no recibiríamos daño”. Roldán altivo le responde: … “No digáis tal despropósito ¡Maldito sea / el corazón que en el pecho se acobarda! / Resistiremos firmes en nuestro puesto. / Para nosotros serán los golpes y la refriega” Bendecidos por el arzobispo Turpín, los soldados carolingios se preparan para la desigual batalla. Roldán, subido en su caballo Veillantif, está listo para dar la orden de ataque. El enfrentamiento es sangriento y ambos bandos, van perdiendo entre estocada y estocada a sus mejores hombres: Aelroth, Falsarón, Corsablés y Engelier y Gerín por el lado de los carolingios. Cuerpos ensangrentados de ambos bandos yacen uno sobre otro, dando al campo de batalla un espectáculo salvaje y grotesco. Los franceses luchan con bravura pero esto no es suficiente para desequilibrar la diferencia de hombres que hay entre las huestes. Roldán se da cuenta que no queda otra alternativa que hacer sonar el olifante para que el rey Carlos lo oiga y acuda en su ayuda; pero ahora es Oliveros quien se opone. … “Sería gran vergüenza y afrenta / para todos vosotros parientes; / este deshonor les duraría toda su vida. / Cuando yo os lo dije no lo hicisteis; / pero ahora no lo haréis con mi aprobación. / Si lo sonáis, no habrá valentía en ello. / Ya tenéis ensangrentados los brazos”. (Edic. Cit, Ibidem; pág. 58). Largo rato discuten ambos guerreros, hasta que el arzobispo Turpín dice que sí es conveniente solicitar ayuda, ya que como de todas maneras serán vencidos, por lo menos el emperador acudirá a vengarlos y a sepultar los cadáveres para que éstos no sean devorados por los lobos. Carlomagno que está pasando los desfiladeros, oye el llamado de su sobrino, y ordena inmediatamente a sus hombres acudir a Roncesvalles. El rey confirma así las sospechas que tenía sobre Ganelón, a quien hace prender y encadenar. Mientras tanto, las fuerzas de Marsil y Roldán, siguen combatiendo ferozmente en los campos de Roncesvalles. Jurfaret, hijo del rey mahometano, muere decapitado a manos del aguerrido sobrino del rey de Francia. Marsil huye espantado, pero su tío el califa, poseedor de tierras malditas como Castago y Etiopía, arremete contra los carolingios hiriendo a Oliveros por la espalda, quien aun herido gravemente, tiene el brío y el ímpetu de los bizarros para a su vez dar muerte al califa con el bruñido acero de su espada “Altaclara”. Roldán no puede contener el llanto al ver que a Oliveros se le va la vida: .. “¡Señor compañero, en mala hora fuiste audaz! / Juntos hemos estado años y días; / jamás me hiciste mal alguno ni yo te ofendía. / ¡Qué dolor que yo viva estando tú muerto!”. Ya todo está perdido e inútilmente, Roldán tañe nuevamente el olifante. Los sarracenos saben que si Carlomagno llega están perdidos; y que si Roldán no muere la guerra continuará. Viendo que acercarse a Roldán es peligroso, los sarracenos lanzan contra él una lluvia de dardos, jabalinas, venablos, lanzas y picas que lo hieren y dan muerte a su amado caballo, Veillantif. Herido, Roldán busca refugio en las montañas, horrorizándose a su paso al ver los cadáveres de tantos amigos, entre ellos el del arzobispo Turpín. Presintiendo la muerte Roldán invoca a Dios: … “Padre verdadero, que jamás mentisteis, / que a San Lázaro resucitasteis de muerte / y preservasteis a Daniel de los leones, / preserva a mi alma de todos los peligros por los pecados que cometí en mi vida”
Venganza de Carlomagno:
El emperador francés llega a Roncesvalles y no encuentra más que desolación y muerte. Suplicante, Carlomagno pide a Dios que “haga parar el sol, retrasar la noche y prolongar el día”. Dios obró el milagro y así pudo el emperador perseguir a los sarracenos y darles muerte. El emperador se postra y agradece al omnipotente por la gracia concedida. Cuando se levanta, el sol se ha puesto. En Zaragoza, el rey Marsil se halla gravemente herido, pues, Roldán le cerceno la mano derecha. Bramimonda, su mujer, reniega del dios Apolo y de Mahoma, a quienes acusa de no haber ayudado a su marido. Baligán, emir de Babilonia, llega a Zaragoza a ayudar a su amigo, el rey Marsil:… “A cambio de tu mano derecha te entregaré la cabeza del emperador”, le promete Baligán. Mientras tanto, Carlomagno hace sepultar a los soldados franceses caídos en Roncesvalles; a Roldán, Turpín y Oliveros les extrae el corazón y los deposita en un blanco sarcófago de mármol. Dos mensajeros del emir de Babilonia le dicen a Carlomagno que se prepare para la batalla. “Ahora veremos si tienes bravura”, le dicen. El gran emperador francés sabe que ha llegado la hora de la verdad; la hora de vengar la sangre derramada de los galos en Roncesvalles. Montado en su veloz caballo, “Teucendor”, Carlomagno arenga a sus hombres hacia un esfuerzo final. De ambos bandos, los valerosos guerreros comienzan a derramar su sangre que la tierra acoge con placer. Malprimes, hijo de Baligán, cae víctima del acero del duque Naimón quien lo derriba con gran fiereza. El rey Canabeu, hermano del emir, desenvaina su espada y hiere al duque Naimón. Carlomagno acude en su ayuda y acomete contra el rey Sarraceno atravesándolo con su espada. Guinemán, Gebub y Lorant, tres de los principales jefes del emperador caen en el campo de batalla víctimas del emir de Babilonia. Carlomagno y Baligán sienten que ha llegado el momento de definir la justa. Luchan valerosamente pero no consiguen alcanzarse el cuerpo; pero en un descuido del emir, Carlomagno logra introducir su espada en la cabeza del aguerrido Baligán, cuya muerte provoca la huida de sus huestes. Los franceses persiguen a su enemigo hasta las puertas de Zaragoza, donde Marsil muere de dolor al enterarse de la derrota. Bramimonda, su mujer, es llevada prisionera a Francia donde se convierte al cristianismo. Roldán, Oliveros y el arzobispo Turpín, son sepultados en San Romano. Al enterarse de la muerte de Roldán, Alda, la hermana de Carlomagno y prometida del fenecido conde, muere a los pies del emperador. Ganelón es juzgado a pesar de que niega haber cometido felonía:… “Roldán me superó en oro y dinero, / por lo que busqué su muerte y su ruina, pero no concedo haber cometido ninguna traición”. Pinabel, uno de los treinta parientes de Ganelón que se hallan presentes en el juicio, se enfrenta a Terrín, quien pide la muerte del traidor. Sólo si Pinabel logra vencer a Terrín, Ganelón y sus parientes salvarán de la muerte. Pero el dolor por la muerte de Roldán parece fortalecer el brazo de Terrín quien con su espada destroza la cabeza de su contendor. La obra culmina con la muerte de ¨Ganelón:…”Hacen traer cuatro corceles y luego a ellos le atan / los pies y las manos. Los caballos son fogosos / y corredores; cuatro soldados los incitan a avanzar / hacia una yegua que hay en medio de un campo. Ganelón ha llegado a gran perdición: / todos sus nervios se han estirado mucho / y se rompen todos los miembros de su cuerpo: / sobre la hierba verde se extiende la clara sangre. / Ha muerto Ganelón como pérfido cobarde, / hombre que traiciona a otro no es justo que se jacte de ello”. (Edic. cit, Ibidem; pág. 121)
LA DAMA DE LAS CAMELIAS
La regeneración y rehabilitación de la cortesana a través del amor puro, fue una idea muy querida por los románticos. De ahí que si quisiéramos buscar antecedentes a “La dama de las Camelias”, éstos los encontraríamos en “Manon Lescaut” (1753) de Prévost; “Marion de Lorne” (1831) de Víctor Hugo; “Frediuc et Bernerette” (1838) d3e Musset y “Fernande” (1844) de Alejandro Dumas padre. La novela está basada en un hecho real, puesto que la llamada “Dama de las Camelias” existió realmente. El prólogo que escribió Dumas para la versión teatral de la novela empezaba así: “La persona que me sirvió de modelo para la heroína de la novela y del drama (…) se llamaba Alphonsine Plessis, y de ahí había compuesto el nombre más eufórico y elevado de Marie Duplessis. Era alta muy delgada, con los cabellos negros y el rostro rosa y blanco. Tenía la cabeza pequeña, ojos brillantes y rasgados como una japonesa, pero vivos y finos, labios rojos como las cerezas y los dientes más hermosos del mundo (…) En 1844, cuando la vi por primera vez, estaba en toda su opulencia y belleza. Murió en 1847 de una enfermedad del pecho a los 23 años” (“La dama de las Camelias”, adaptación para el teatro y en 5 actos; (1849). El día en que Dumas la conoció ha quedado narrado casi al pie de la letra en los capítulos VII y IX de la novela. Si sustituimos a Marguerite Gautier por Marie Duplessis, a Armand Duval por Alexandre Dumas, a Gastón R… por Eugene Déjazet ´-hijo de una actriz y amigo de Dumas-, a Prudence Duvernoy por Clémence Prat un poco modista y bastante celestina- y al viejo duque por el conde de Stackelberg, ex embajador de Rusia, tendremos casi al pie de la letra la historia del encuentro entre Alexandre y Marie. También de un modo muy parecido al de la novela dumas se convirtió en amante de Marie. La novela apareció en 1848, cuando Dumas (1824 – 1895) tenía 24 años, y significó todo un éxito para su autor. Fruto de los amores de Alejandro Dumas padre y de una costurera llamada Catherine Labay, el pequeño Alexandre fue el hijo natural que fue reconocido recién en 1831. La impresión que le dejó “aquel infierno” fue muy profunda. Toda su vida le obsesionaría el problema de las jóvenes seducidas y de los hijos naturales. Más tarde confesó “Que su alama no se ha librado jamás del todo, que su odio no ha llegado jamás a dormirse completamente, ni aun en los días más dichosos de su vida” (“Los tres Dumas”; André Maurois). Antes de entrar al argumento de la novela, diremos que está dividida en tres bloques narrativos estructurados en forma de círculos concéntricos, de modo que el lector no llega al meollo de la cuestión hasta penetrar en el último círculo. De fuera hacia adentro, el primer bloque corresponde al narrador, identificado con el autor (Alejandro Dumas) que da cuenta de los hechos que él conoce, de manera bastante objetiva e imparcial (Capítulo I y comienzos de VII); para efectos del argumento cuando me refiera a Dumas, lo denominaré el autor. El segundo bloque está constituido por el relato de Armand Duval, quien nos cuenta los hechos cronológicamente y tan objetivamente como puede; es el bloque más extenso (parte del capítulo VII hasta el XXIV). Por último, el tercer bloque, el más breve (capítulos XXV hasta el XVIII), corresponde al diario de Marguerite Gautier. Tres semanas después de la muerte de Marguerite Gautier, el 12 de marzo de 1847, se anunciaba el remate de los muebles que le habían pertenecido en vida. La muchacha en vida había llevado una vida disipada “viviendo de la generosidad de sus amantes”. Quienes la conocían podían verla en todos los estrenos de alguna obra nueva, con tres cosas que no la abandonaban jamás y que ocupaban siempre el antepecho de su palco de platea: sus gemelos, una bolsa de bombones y un ramo de camelias, las cuales podían ser blancas o rojas; la señora Barjón, su florista, fue quien hubo de colocarle el sobrenombre de la Dama de las Camelias. En la primavera de 1842, Marguerite estaba tan enferma que por prescripción médica hubo de refugiarse en el balneario de Bagnéres donde conoce a un duque extranjero, quien acababa de perder a su hija. Era tal el parecido de Marguerite con la fenecida, que el duque le imploró permiso para verla amar en ella la imagen viva de su hija muerta. Se atribuye al libertinaje, frecuente entre los viejos ricos, aquel acercamiento del viejo duque a la joven. Hubo toda clase de suposiciones excepto la verdadera. El día que se subastaron sus bienes, se dieron cita “todas las celebridades del vicio elegante, examinadas con disimulo por algunas damas de la alta sociedad, que habían tomado una vez más la subasta como pretexto para poder ver de cerca a esas mujeres con las que nunca hubieran tenido ocasión de encontrarse y cuyos fáciles placeres tal vez envidiaban en secreto” (pág. 44. Edición citada. Ediciones Generales Anaya, s. A: Madrid, 1983). Vestidos, cachemiras y joyas se vendieron con una rapidez increíble. También se remataron algunos libros, entre los que se hallaba “Manon Lescaut”, de Antoine – Francois Prévost, que fue adquirido por el autor en cien francos. En la primera página, a pluma y con una letra elegante, estaba escrita la dedicatoria del donante del libro, que firmaba: Armand Duval. Después de dos días terminó la subasta, dejando un saldo de ciento cincuenta mil francos, que se repartieron entre los acreedores y los parientes de la difunta. Pasado algunos días, el autor recibe la visita de Duval, quien le solicita acceda a darle el libro adquirido en la subasta. Al verlo tan acongojado, el autor le obsequia el libro. Duval había llegado tarde a la subasta y no había podido adquirir el libro que le había regalado a la mujer que tanto había amado, pero a quien también, movido por otras circunstancias, había hecho sufrir con crueldad. El autor no pudo dejar de interesarse por aquel hombre que había prometido regresar, y que pasado el tiempo no daba señales de vida. Sólo en el cementerio de Montmartre, donde se hallaba enterrada Marguerite, pudo conseguir la dirección de Armando Duval. Este había ido a solicitar permiso a la única hermana de la difunta para exhumar el cadáver, pues, quería trasladarla a un terreno más grande y apropiado. El día de la exhumación, Armand estuvo a punto de desamarse al ver el cadáver de su madre en el que “los ojos eran sólo dos agujeros, los labios habían desaparecido y los blancos dientes estaban apretados unos contra otros. Los largos cabellos, negros y secos, estaban pegados a las sienes y velaban un poco las cavidades verdes de las mejillas” (Edic. cit, Ibidem; págs. 76). Armand cae enfermo y el autor vela su convalecencia, durante la cual crece una gran Amistad entre los dos. Una noche de ésas, Armand relató al autor los pormenores de su relación con Marguerite. (Aquí empieza el segundo bloque narrativo de la historia, contada por el propio Armand Duval. Nota del autor). Armand había visto a Marguerite muchas veces por plazas o calles de París, pero sólo tuvo oportunidad de conocerla personalmente en el teatro Opera Cómica, a donde había ido con su amigo Ernest. Fue éste quien se la presentó; el comportamiento de la muchacha decepcionó a Armand, que no pudo ocultar su ofuscación al amigo, quien le aconsejo no tomar a ese tipo de chicas tan en serio “No saben lo que es la elegancia ni la cortesía, es como echar perfumes a los perros: creen que huelen mal y van a revolcarse en el arroyo” (Edic. cit, Ibidem; págs. 86). Después de un tiempo la encontró en el teatro Varietés, de pronto se había producido un cambio en su aspecto físico; luego se enteró que recién había regresado de Bagnéres, a donde había ido a recuperarse de la tisis que la aquejaba. Valiéndose de una antigua amiga que era la sombrerera de Marguerite, Armand logra ir a casa de ésta. Acostumbrada a las frecuentes visitas de Prudence Duvernoy, que así se llamaba la sombrerera y confidente, Marguerite no se muestra extrañada al verla llegar acompañada de Armand y Gastón., éste último, amigo de la bella cortesana. En plena reunión, la muchacha sufre una ligera indisposición a causa de la tisis; Armand la asiste y no puede dejar de declararle su amor. Marguerite se siente atraída por aquel hermoso joven y lo acepta; pero con la condición que la deje llevar el ritmo de vida a que está acostumbrada: “-Pero le advierto que quiero ser libre de hacer lo que me parezca sin tener que darle la menor explicación sobre mi vida (…) si ahora me decido a tomar un nuevo amante, quiero que tenga tres cualidades poco frecuentes: que sea confiado, sumiso y discreto” (Edic. cit, Ibidem; págs. 114). Armand acepta las condiciones, pero a medida que pasan los días le es más difícil aceptar el ritmo de vida de Marguerite, acostumbrada a la vanidad de tener vestidos lujosos, coches y diamantes, que sólo hombres como el conde de G… puede ofrecerle. Prudence aconseja a Armand de que no tome a Marguerite en serio, pues, ésta gasta más de cien mil francos al año y tiene muchas deudas, y que por tales motivos no puede echar al conde. Armand se decide entonces a poner fin a sus relaciones con la muchacha y para ello decide irse a casa de sus padres. El amor que lo abrasa día y noche lo hace desistir en su decisión por lo cual pide a Marguerite que lo perdone una vez más. La muchacha accede y le confiesa el amor que siente por él:… “Yo me he entregado a ti con más rapidez que a ningún hombre, te lo juro. ¿Por qué? Porque al verme escupir sangre me cogiste la mano, porque lloraste, porque eres la única criatura humana que se ha dignado compadecerme” (Edic. cit, Ibidem; págs. 156 - 157). A partir de ese día Armand tiene que hacer grandes esfuerzos para afrontar los gastos que le acarrea sus relaciones con aquella muchacha acostumbrada al lujo. Dando un paseo por el campo, los jóvenes amantes descubren una bella casa en un pueblecito llamado Bougival; Prudence, que les sirve de celestina en sus secretas relaciones, se encarga de que uno de los amantes de turno de Marguerite, un duque, alquile la vivienda, para que sus “protegidos” puedan tener allí un lugar discreto para sus amoríos. El viejo duque se rebela contra la muchacha cuando descubre que el lugar es usado para costosas reuniones pagadas de su bolsillo, y más aún cuando se entera de sus relaciones con Armand Duval, le increpa con bastante crueldad que estaba harto de pagar las locuras de una mujer nique ni siquiera era capaz de hacer que lo respetasen en la casa que él arrendaba. Marguerite, que ya está locamente enamorada de Armand, decide cortar definitivamente con el duque, a pesar de las súplicas de Prudence para que reconsidere su decisión. Así pasó el tiempo en Bougival, cuna del amor de Marguerite y Armand. Un clima de sosiego cayó como brizna sobre aquel amor que parecía dejar atrás las tormentas vividas. Pero, Armand un día descubre que Marguerite está vendiendo sus pertenencias a través de Prudence, pues, una deuda de más de treinta mil francos agobia a la joven cortesana. Es en esos días que el padre de Armand llega a París, enterado de las escabrosas relaciones de su hijo. Padre e hijo discuten acaloradamente produciéndose un clima de tensión entre ambos. El señor Duval no acepta bajo ningún punto de vista las relaciones de su hijo:… “Que tenga usted una amante, está muy bien; que le pague como un hombre galante debe pagar el amor de una entretenida, no puede estar mejor; pero que olvide por ella las cosas más sagradas, que permita que el ruido de su vida escandalosa llegue hasta el fondo de mi provincia y arroje la sombra de una mancha sobre el honorable apellido que le he dado, eso sí que no puede ser y no será” (Edic. cit, Ibidem; págs. 194). Armand pone al tanto de lo acontecido a su amante quien no puede evitar su preocupación. Pasan los días y cuando el señor Duval parece comprender a su hijo, y éste, emocionado y feliz, corre a darle la buena noticia a Marguerite, encuentra una nota de ésta, en la cual le indica que ya todo ha terminado entre los dos. Marguerite inicia entonces sus relaciones con el conde de N…, quien la sacará de sus deudas. Armand, humillado y herido, se refugiará en los brazos de Olympe, una bella cortesana de ojos azules, para provocar los celos de su ex amante. Marguerite, cuya salud empeora, no puede resistir más las escenas de celos, así como las ofensas reiteradas a que la someten Armand y Olympe y decide marcharse a Inglaterra. Armand se entera del sufrimiento de los últimos días de su amada a través del diario, que al morir, Marguerite dejó a su amiga Julie Duprat. Por él se sabe que el señor Duval visitó a Marguerite en Bougival para pedirle que abandonara a su hijo, puesto que aquella relación según el padre de Armand no tenía ningún futuro. Pero lo que convenció a Marguerite fue el hecho de que Blanche, la hermana de Armand, veía peligrar su futuro matrimonio con un noble, por la vida que su hermano llevaba en París. El diario, terminado por puño y letra de Julie Duprat, describe los momentos agónicos de aquella mujer, que después de haber vivido en la opulencia y rodeada por una corte de hombres importantes, terminaba su vida sumida en la miseria y en la soledad más álgida. En cuanto al estilo, el relato avanza a base de frases cortas, con muchos puntos y aparte, diálogos abundantes y gran sentido de lo teatral: no en vano Dumas sería ante todo un hombre de teatro. También aparece aquí un vicio del que no se corregiría nunca: los largos parlamentos “doctrinales”, de uno u otro signo, que nos endilgan sus personajes, y que muchas veces pueden llegar a dos páginas. Pero lo que más resalta, es el tono romántico y lacrimógeno de los personajes. Veamos algunos ejemplos de la edición citada: “En cuanto a él, sus ojos comenzaban de nuevo a velarse de lágrimas; vio que yo me daba cuenta y desvió la mirada” (pág. 61), “Al llegar a casa me puse a llorar como un niño. No hay hombre que no haya sido engañado al menos una vez y que no sepa lo que se sufre” (pág. 145); “Rompí la carta y besé con lágrimas la mano que me la devolvía (pág. 159); “Prudence iba sin duda a responder algo, pero entré bruscamente y corrí a arrojarme a los pies de Marguerite, bañando sus manos en las lágrimas que me hacía derramar la alegría de verme amado así” (pág. 175); “Yo no podía responder. Lágrimas de agradecimiento y de amor inundaban mis ojos, y me precipité en los brazos de Marguerite” (pág. 189); “Me precipité en sus brazos sin decirle una palabra, el di la carta de Marguerite y, dejándome caer delante de su cama, lloré a lágrima viva” (pág. 213); “Mi padre comprendió que ninguna palabra, ni siquiera suya, me consolaría, y me dejó llorar sin decir nada, contentándose con estrecharme la mano alguna vez, como para recordarme que tenía un amigo a mi lado” (pág. 215).
LA ORESTIADA
No hay problema más arduo que enfrentarse con el origen de la tragedia ática. La tragedia no fue una creación de Esquilo, antes que él hubo otros trágicos como Frínico, Coirilo, Pratinas y sobre todo Tespis; pero éstos se basaron en elementos anteriores, que se remontan en el tiempo a límites difíciles de precisar. La tragedia no surgió de una vez, sino que fue la suma de diversos elementos, que sucesivamente se fueron añadiendo a un primitivo rito religioso: El Culto a Dionisio, hijo de Zeus, en Grecia. “Tragedia” (de tragos, “macho cabrío” que era el animal que se sacrificaba a Dionisio y Odé, “canto”) significaba, pues, “el canto del macho cabrío”. “La Orestiada” es una de la siete tragedias que nos ha quedado de Esquilo, aparte de algunos fragmentos de las demás. Esquilo fue un escritor prolífico y de éxito, escribió al menos ochenta dramas; se han conservado el título de esos ochenta, aunque la tradición d ice que compuso noventa. Esquilo nace en Eleusis, cerca de Ate4nas, en el año 525 a.C; y muere en Gela, en Sicilia, en el año 456. Su participación como soldado de infantería pesada en la batalla de Maratón (490 a.C.), en la que los atenienses vencieron a los persas, fue motivo de un orgullo mórbido; prueba de ello es que al redactar su epitafio olvida por completo sus méritos de poeta y tráfico, como queriendo que la posteridad conociera al guerrero antes que al vate. … “Aquí yace Esquilo, hijo de Euforión, nacido en Atenas. Murió de los campos fecundos de Gela, diga el gloriosos héroe de Maratón, diga el medio de ondeante cabellera sí él fue valiente. Ellos lo vieron”. Su primer triunfo en competencias teatrales lo obtiene en 484 a.C. En 472 a.C. obtiene nuevamente la victoria con “Los persas”. En 467 a. C. vuelve a disfrutar del triunfo con la trilogía tebana, formada por “Layo”, “Edipo”, “Los siete contra Tebas” (pieza conservada) y el drama satírico “Proteo”; cabe anotar que toda trilogía era cerrada con un drama satírico. “Proteo” era seguramente una broma sobre Menelao, que, vagando por el mundo, había dejado en la estacada a su hermano Agamenón. Cuando volvió a su patria era demasiado tarde para salvar a su hermano y salvar su muerte. Antes de entrar al contenido de esta celebrada tragedia esquiliana, diremos que es una trilogía ligada. Las tres piezas no tienen un argumento distinto, sino que este se continúa de una obra a otra, hasta que al final se soluciona. El tema general es el destino de la casa real de los atridas en Micenas. La acción de “La Orestiada” corre en torno a un “Crimen” (Agamenón), una “venganza” (Las Coéforas) y un “Juicio” (Las Euménides).
AGAMENÓN:
En la azotea del palacio de Agamenón, un centinela descansa, esperando descubrir el resplandor de una hoguera que significará la señal de que Troya ha caído en manos de los griegos. El centinela manifiesta que hace a varios años que está apostado como un perro fiel en la azotea del palacio por orden de Clitemnestra, esposa de Agamenón, el valeroso atrida hijo de Atreo y Aérope. Por fin los dioses han terminado con sus trabajos, ya se ve la señal. Presuroso se levanta para llevar las buenas nuevas a la esposa de Agamenón. Desaparece en el interior del palacio. Mientras tanto, un coro compuesto por doce ancianos entra lentamente al palacio. El coro expone que hace diez años Agamenón y su hermano Menelao marcharon contra Troya, en mil naves, entonando canciones guerreras. Era Zeus, protector de los huéspedes, el que lo mandaba contra Paris. Ellos, lo viejos, no pudieron acompañarles. Se interrogan, qué necesidad apremia a Clitemnestra para haber ordenado tantos sacrificios por toda la ciudad. Recuerda el coro cómo los príncipes griegos, al marchar contra Troya, vieron que dos águilas, una blanca y otra negra, raptaban a una liebre preñada y devoraban a los hijuelos contenidos en su seno. En las dos águilas, Calcas reconoció a los dos atridas, y en la liebre a Troya. Calcas, descendiente de Apolo, hijo de Testor, fue el adivino de los griegos en Troya. Anunció la duración (10 años) total de la guerra; aconsejó el sacrificio de Ifigenia; acabó con la peste que diezmaba al ejército e inspiró a los griegos el caballo de Troya que construyera el héroe griego Epeo; caballo de madera que sirvió a los aqueos para tomar Troya. Si bien la predicción de Calcas era un presagio de la toma de Troya, era al mismo tiempo, un presagio de la indignación de Artemis, diosa de la caza, contra los dos humanos, por haber devorado una liebre en estado de cría. Recuerda también el coro cómo los vientos detuvieron a la escuadra griega en Aulide. En nombre de Artemis, Calcas propuso un remedio terrible como recompensa de la caída de Troya, es decir, de la liebre: para poder hacerse a la mar y vengarse del rapto de una mujer, Agamenón debe convertirse en el verdugo de su propia hija Ifigenia. Mientras es llevada al altar, con la cabeza adornada de cintas, la hija no puede lanzar ninguna imprecación contra sus asesinos, pero mientras su sangre se desparrama por el suelo, su mirada atraviesa como un dardo a sus verdugos. ¿Qué es lo que va a ocurrir? ¿Qué es lo que reclama la justicia? Es inútil preocuparse antes de tiempo. Clitemnestra aparece por una de las puertas del palacio y comunica al coro que los griegos se han apoderado de la ciudad de Príamo. Ante la duda manifestada por el coro de que sea cierta la noticia Clitemnestra le dice cómo ésta ha llegado a su conocimiento: el fuego encendido en el monte Ida ha sido visto en la isla de Lemnos; la hoguera ha sido vislumbrada luego en el Athos, y así sucesivamente ha pasado a Maciste, al Mesapio, al Aterón, el Egiplancto y al Aracne, cuya señal de fuego ha llegado al palacio de los atridas. Estas eran las órdenes que Clitemnestra había dado, para que la señal llegara lo más rápido posible. Se interroga qué sucederá en Troya ahora que los griegos son dueños de la ciudad. Supone que los griegos se habrán instalado ya en las casas de los troyanos, libres al fin de las inclemencias y de los temores nocturnos. Considera además que es menester se abstengan de profanar los templos de los dioses de la ciudad, para volver sanos y salvos a sus hogares. Clitemnestra se retira y el coro se explaya manifestando que es Zeus, el Dios de la hospitalidad, el que castiga tan duramente el delito de París que, recibido como huésped en la casa de Menelao, deshonró la morada del huésped al robar a su esposa Helena, provocando así, la cruenta guerra de los diez años, la tierra enemiga se ha convertido en sepultura de los vencedores, se lamenta el coro. En cada hogar de donde salió un heleno para la guerra se recuerda a quién se despidió; más en vez de hombres, urnas y cenizas, he ahí todo lo que volverá a sus hogares. El coro, mirando hacia la derecha, dice que pronto se sabrá si las señales luminosas no eran más que un engaño, pues, ve que sube Taltibio, uno de los heraldos de Agamenón durante la guerra de Troya, con la frente coronada de Olivo. Taltibio manifiesta su alegría por volver a su ciudad después de diez años de ausencia. Es a Zeus, soberano de este país, a Apolo, durante largo tiempo su adversario en las orillas del Escamandro, y a Hermes, el dios mensajero, a quienes tributa su agradecimiento. “Que el palacio de los atridas reciba alegremente a Agamenón, que ya está en camino. París ya no podrá jactarse de haber salido indemne de su crimen: se ha pagado doblemente las faltas cometidas.” (“Tragedias”, Esquilo, Editorial Losada – pág. 152 – 153)
Entre Taltibio y el coro se entabla un corto diálogo, en el que el coro manifiesta que durante mucho tiempo su único recurso ha consistido en mantenerse callado. El mensajero desearía que la muerte pusiese fin a sus desdichas. Luego, Taltibio hace un recuento de las calamidades sufridas durante los años de ausencia: las inclemencias del tiempo, los terribles inviernos en que morían los pájaros de frío, y los calurosos vernos, en los que no soplaba ni la más ligera brisa de mar. Más ¿para qué recordar todo esto?. Los males ya han pasado, y no hay que hablar más de desgracias. A pesar de sus grandes pérdidas los argivos han resultado vencedores de la contienda y podrán consagrar los trofeos a sus dioses. Aparece Clitemnestra diciendo que, cuando el centinela le comunicó las señales luminosas, todos le echaban en cara su credulidad. Sin embargo ofreció sacrificios de agradecimiento y en los templos de la ciudad fue imitado su ejemplo. Pronto sabrá la noticia de labios de su propio esposo. “Quiero prepararle un recibimiento propio de un rey” Envía a Taltibio a comunicarle el amor de su pueblo, y a decirle que retorne cuanto antes, que “encontrará en su casa un mujer fiel, la misma de siempre, cual la dejó; una perra para su casa, para él dulce, y para los que mal le quieren, fiera; y así en todo, que en tan larga ausencia no ha violado el sello de su fe” (Edic. cit,; págs. 155). Se retira presurosamente, mientras el coro se interesa por la suerte de Menelao, y Taltibio le contesta que Menelao y su nave desaparecieron en una tempestad que dispersó la flota de los griegos: durante la noche los vientos de tracia empujaron las naves unas contra otras, produciendo un enorme desastre,. A la mañana siguiente el mar Egeo estaba lleno de cadáveres y la nave de Menelao había desaparecido. Tal vez éste piense en estos momentos que ha perdido para siempre a sus compañeros, pero quizá pronto se reunirá con los suyos, cuando el mensajero se retira, el coro, con tonalidades de profunda tristeza, recuerda la figura de Helena que provocó la ruina de mil naves, de su esposo y de la ciudad que le dio cobijo. Tal era el inescrutable designio de los cielos. Igual que un león que, al principio de su vida, puede juagar mansamente con los niños de la casa donde se nutre, pero que al llegar a la edad adulta, manifiesta ferocidad propia de su raza, del mismo modo Helena entró en Ilion, tan atractiva como un mar en calma, ataviada con las más hermosas prendas y despidiendo sus ojos llamas de amor, era una rosa de amor que punzaba los corazones. Al celebrarse sus nefandas nupcias, pasa a convertirse en un huésped indeseable que provoca las iras de Zeus sobre Troya. El coro se interrumpe cuando Agamenón aparece de pie sobre su carro. Casandra viene en otro, inmóvil y con los ojos fijos. Casandra, la hija de Príamo y de Hécuba, fue una profetiza infalible. Por incumplir su promesa de ser mujer de Apolo, éste le quito el don de la credibilidad de sus profecías, y por eso nadie le creyó cuando profetizó la destrucción de Troya. El coro, dirigiéndose al rey de Argos, manifiesta su alegría por verlo de nuevo aunque no quiere dar excesivas muestras de contento; el rey se dará cuenta hasta qué punto le han sido fieles sus vasallos. No quiere ocultar el hecho de que cuando Agamenón se llevó al ejército para ir a rescatar a Helena, lo consideró como un príncipe que se llevaba a la fuerza a los hombres para morir. Hoy le felicita cordialmente por el éxito. Agamenón manifiesta su gratitud a los dioses patrios. Todos echaron su voto en la urna de la destrucción y ninguno en la de la clemencia. Troya está humeando todavía, los dioses le ayudaron a llevar a cabo la empresa: a ellos sean dadas las gracias. Después de estas palabras de agradecimiento, Agamenón quiere responder a los votos del coro. Es natural que muy pocos hombres se salven del mal de la envidia. Ulises fue el único que le fue adicto siempre en la llanura troyana. Tan pronto celebre unos juegos en honor de los dioses, pensará en las demás cosas; entonces será el momento de fomentar lo bueno que encuentre y arrancar todo lo malo que se haya introducido durante su ausencia. Ya es hora de entrar en palacio y hacer las libaciones a los dioses. Clitemnestra sale nuevamente del palacio y dirigiéndose a los ciudadanos de Argos en general, manifiesta el inmenso amor que siempre ha tenido por su esposo: lamenta lo cruel que es verse asaltada continuamente por rumores nefastos, como aquéllos que le traían la notica de la muerte de su marido, a ella, esposa amante y fiel. Tuvieron que quitarle muchas veces el lazo con que intentó reiteradamente suicidarse. Por esta razón. Orestes, su hijo tan amado, no se encuentra presente, pues, lo confió a Estrofio de Fócida, rey de Crisa, ya que siempre temió una insurrección del pueblo, si llegaban a confirmarse las noticias de la muerte de Agamenón. Ha llegado de todas formas el momento de olvidar todas estas penas. Su esposo lo es todo para ella. Y ahora dirigiéndose a él, lo invita a entrar en palacio, pero no pisando el polvo, sino sobre tapices de púrpura. Agamenón manifiesta que el discurso de su esposa ha sido tal vez algo excesivo. A ella no le toca tributarle demasiadas alabanzas, y por su parte, no desea ser tratado ni como una mujer ni como un rey bárbaro, tampoco quiere entrar en plació sobre purpura, reservada a los dioses. Sólo puede ser considerado feliz el que acabe sus días en un plácido bienestar. Pero Clitemnestra insiste en que su esposo entre en palacio caminando sobre púrpura. Agamenón se niega a hacerlo, porque teme la opinión del pueblo, pero, ante la insistencia de su mujer, accede a sus deseos, pidiendo a los dioses que no lo miren con recelo cuando sus pies pisen la púrpura. Y al mismo tiempo pide a su mujer que acoja con benevolencia a la esclava Casandra, que es la flor escogida para él entre multitud de riquezas, presente que le ha hecho el ejército. Entra en el palacio, mientras su esposa invoca a Zeus, pidiéndole que dé cumplimiento a sus deseos; luego entra también ella en el palacio, dejando la puerta abierta. Mientras tanto el coro da muestras de desasosiego; tiene la impresión de que oye el canto lúgubre de las Erinias. (La Erinias eran divinidades nacidas de la tierra regada por la sangre de Urano cuando éste fu mutilado por Crono. Eran divinidades que se ocupaban, sobre todo, de vengar los crímenes, especialmente los que atentaban contra la familia. Se las representaba con figuras de mujeres negras y aladas, con serpientes enroscadas en sus cabezas. Su vivienda habitual estaba en los infiernos, de donde salían por conjuro del ofendido o por la maldición del propio ofensor. Sus nombres eran, Alecto, Tisífone y Mégera. Con sus ayudantes las Harpías, Aelo, Ocípete y Celeno, causaron desgracias a Agamenón que sacrificó a Ifigenia, alentaron a Clitemnestra para que mate a su marido y persiguieron a restes después que asesinó a su madre. Nota del autor. El coro no puede frenar su inquietud, sabe demasiado bien que las mejores promesas pueden terminar en un desastre y, si te vierte la sangre de un hombre, ¿quién podrá hacerla entrar de nuevo en las venas? Siente impulsos de decir algo, pero es inútil, una gran angustia les oprime el corazón. Aparece Clitemnestra e invita a Casandra a entrar en el palacio diciéndole que será bien recibida entre las esclavas. Ante el silencio de Casandra, el coro la invita a seguir los consejos de la reina. Clitemnestra vuelve a insistir, y como tampoco recibe ninguna respuesta, le dice que si no entiende sus palabras, lo manifieste con un signo Casandra continúa sin dar respuesta alguna. La reina la trata de insensata y le dice que ya ha perdido demasiado a tiempo con ella. Entra en el palacio dejando la puerta abierta. Casandra, que ha permanecido todo el rato inmóvil, con los ojos fijos en la imagen de Apolo prorrumpe de repente en exclamaciones. Casandra se lamen5a, enajenada, y el coro va respondiendo a sus palabras in que la infeliz parezca darse cuenta de que hay alguien a su lado. ¿A dónde la ha llevado Apolo? A un palacio maldito donde se fraguan parricidios y asesinatos de esposos, ¿Cuál es el nuevo crimen que se prepara en el interior? La propia esposa mata a su marido después de haberle preparado el baño. Cae dentro de la misma bañera, herido de muerte. Se establece, por fin, un diálogo entre Casandra y el coro. Este, con cierto pesimismo, pregunta a la infeliz profetisa por qué clama a Apolo con ayes. Casandra le contesta que es conducida por los dioses a la muerte; la espada va a cortar los días de su existencia. Se crio en la orilla del Escamandro, pero pronto irá a pronunciar sus oráculos a las riberas del Coato y del Agueronte. Ilion ya no existe; de nada sirvieron los sacrificios de su padre Príamo. Casandra descendiendo del carro continúa dialogando con el coro. A quien proclama que va a manifestar claramente la verdad, no veladamente ni en enigma. El coro se maravilla de que una extranjera, desconocedora del habla del país, sepa tan bien las cosas que allí han sucedido, como por ejemplo el que aconteció con Atreo, el padre de Agamenón, quien al ser traicionado por su esposa Aérope, con su propio hermano Tiestes, la arrojo al mar, luego invitó a un banquete a su hermano en el que Atreo sirvió como comida a los tres hijos de aquél: Aglao, Calileonte y Orcómeno. Al finalizar el banquete, Atreo mostró a Tiestes las cabezas de los niños, haciéndole huir horrorizado. Casandra cuenta al coro su triste historia: Apolo, enamorado de su belleza, le concedió el don de desentrañar el futuro si accedía a casarse con él. Al no cumplir la palabra de casamiento, el dios la condeno a no ser creída por nadie. Los troyanos no dieron fe a sus oráculos, pero el coro los encuentra muy dignos de crédito. En un nuevo transporte profético, Casandra ve que unos niños son asesinados: de sus carnes y entrañas gusta el propio padre. Para vengarlos, un león –un león cobarde- acecha la llegada del jefe. El jefe de la flota, el destructor de Troya, no sabe lo que la odiosa perra, de palabras tan afables, está preparando. Una hembra que mata al macho. El coro afirma que en las palabras de Casandra ha reconocido el banquete de Tiestas, pero que no puede comprender el resto, a lo que la profetisa le responde que está hablando de la muerte de Agamenón. Nuevamente se arranca el profetismo de Casandra y anuncia que una leona de dos patas, unida al lobo durante la ausencia del león, va a inmolarla a ella a Casandra. Pero ¿por qué debe conservar todavía los adornos del bastón de profetisa? Rompe el bastón y las cuitas. Es Apolo el que la despoja de su manto de profetisa, bajo el cual ha sido objeto de burlas por parte de amigos y enemigos. Hoy, el Dios profeta conduce a la muerte a sus profetisa. Los dioses no dejarán su muerte: lejos de esta tierra hay un hijo que volverá para matar a una madre y vengarse del asesinato de un padre ¿Por qué preocuparse de los males de una casa extranjera, cuando ella ha sido testigo de los de Ilión, su patria? Que por lo menos muera de un golpe certero. El coro le dice que aún está a tiempo de arreglar su situación, pero ella le advierte que “el día ha llegado”. Casandra se cubre la cabeza y se dirige a Palacio, pero bruscamente se vuelve atrás. Al preguntarle el coro qué le sucede, Casandra exclama que el palacio huele a asesinatos y sangre. Su vida terminó. Les dice que no vean en ella a un pajarillo que pía atemorizado ante un zarzal. Que sean ellos testigos de todo ello el día en que después de su muerte, para pagar su sangre, sangre de mujer, otra mujer verterá la suya, y como precio de un hombre destruido por su esposa, caerá otro hombre. Tal es el presente que implora de sus huéspedes antes de morir. Finalmente suplica al sol que sus vengadores puedan hacer pagar caro a sus asesinos la sangre de una esclava indefensa. Cuando Casandra ingresa en el palacio el coro se lamenta del destino de los mortales: su felicidad es digna de lástima. A Agamenón los dioses le concedieron la conquista de Troya y debe pagar con su sangre la sangre de tantos hombres, derramada en la guerra… ¿jamás ha venido la suerte sin un acompañamiento de males? En ese instante se oye el grito de Agamenón, los componentes del coro, uno tras otro, van exponiendo su opinión sobre lo sucedido y lo que es preciso hacer. Salir en busca de socorro, entrar en el plació, esperar a consultar la opinión del pueblo, doblegarse ante los que mancillan el palacio y quieren introducir la tiranía… si es que hay que dar crédito a unos simples gritos. Cuando la puerta del palacio se abre nuevamente se ve a Agamenón, desnudo, extendido sobre un velo ensangrentado. A su lado yace el cadáver de Casandra. Clitemnestra, en pie, blande una espada. Clitemnestra proclama cínicamente que ya es hora de cambiar de lenguaje. Ha llegado el día tan esperado. Todo estaba preparado. Agamenón no ha podido defenderse; lo ha atrapado como al pez en una red. Lo ha herido dos veces, y cuando gemía y su cuerpo caía desplomado, le ha dado un golpe más que ha ofrecido en reverencia Hades, guardián de los muertos en la mansión del profundo. La negra sangre que le ha salpicado a ella, Clitemnestra, le ha resultado dulce como la lluvia de Zeus alegra la mies al brotar de la espiga. Lo que lamenta es que no le sea permitido hacer libaciones sobre el cadáver del hombre que había llenado la copa de los enormes y execrables crímenes de su casa, y que a su vuelta él mismo la ha apurado. El coro no comprende cómo Clitemnestra siente un odio tan atroz, que desafía la execración de la gente, Clitemnestra la responde que el motivo del crimen ha sido la venganza por la muerte de su hija Ifigenia. Al advertirle el coro que pagará con su propia muerte este asesinato, la reina jura que jamás se dejará vencer por el temor, mientras no le falte el cariño de Egisto, su amante. Además, se ha vengado de Agamenón porque ante los muros de Troya deseó a Criseida y porque, en la nave, ante los ojos de los marineros, no tuvo reparos en compartir su lecho con la profetisa Casandra. Al reprochar el coro a Helena como la causante de tantos males, Clitemnestra replica que realmente es un mal espíritu el que fomenta en la casa esta inextinguible sed de sangre. El coro sigue lamentándose de la muerte indigna de Agamenón mientras Clitemnestra insiste en que ha recibido su justo castigo. El coro teme que el destino se prepare a asestar nuevos golpes y se pregunta cuáles serán los elogios fúnebres que se dedicarán al ilustre caído, a lo que responde Clitemnestra que las honras fúnebres corren de su cuenta. El coro recuerda al hijo desterrado de la casa paterna y Clitemnestra, que conoce el oráculo, dice que está dispuesta a aceptar las condiciones más duras. La reina arroja la espada y Egisto entra en escena acompañado de gente armada. Se detiene ante el cadáver de Agamenón. Egisto proclama que ha llegado el día de la justicia. Agamenón, ha expiado el crimen del autor de sus días, Atreo. El, Egisto, el hijo decimotercero de Tiestes, desterrado con su padre, es el que ahora lleva a cabo la venganza y él que ha descargado el golpe mortal, aunque por mano ajena. El corifeo le reprocha la muerte de Agamenón, y lo amenaza con el odio del pueblo. Reprocha una vez más a Clitemnestra el crimen cometido y le echa en cara a Egisto la cobardía de haberse valido del brazo de la reina para llevar a término sus propósitos. Egisto llama a los guardianes par que le ayuden a castigar la insolencia del coro, y éste le replica que está dispuesto a defenderse y a morir si es preciso. Clitemnestra interviene diciendo que ya es suficiente con la sangre que se ha derramado, e invita a los ancianos a retirarse a sus casas. El coro asegura que jamás los argivos alabarán a un cobarde, y espera que Orestes vuelva algún día. Egisto no es más que un “gallo junto a su gallina”. Y para terminar, Clitemnestra le pide a su amante que no haga caso de esos ladridos, porque ellos dos ya sabrán cómo hacerse respetar.
COEFORAS:
En el palacio de los atridas, donde se encuentra la tumba de Agamenón, aparecen Orestes y su primo Pílades. Orestes saluda a Hermes dios de los infiernos, e implora su ayuda. Acaba de llegar de un largo exilio y sobre la tumba de su padre, pide a éste que lo escuche. Corta un mechón de su cabello y lo deposita sobre la tumba. Ofreció ya un mechón a Inaco, su protector en la juventud, y ahora ofrece otro en homenaje de dolor. Pero no ha venido para llorar la muerte de su padre. Mas, ¿qué es este cortejo de mujeres que avanza llevando velos fúnebres? ¿Qué nueva calamidad habrá caído en el palacio? Entre ellas está su hermana Electra, a la que reconoce por la profunda tristeza que lleva. Invoca a Zeus que lo ayude a vengar la muerte de su padre. Ordena a Pílades buscar un escondite para averiguar qué buscan las doncellas integrantes del cortejo. Aparece el coro de doncellas – las Coéforas, o “portadoras de libaciones”-, entre las que se encuentra Electra. El coro manifiesta que una orden de plació las ha enviado a hacer las libaciones sobre la tumba del atrida; pero sus mejillas arañadas y sus vestidos rasgados proclaman el dolor que embarga sus corazones. La reina ha tenido un sueño, que los intérpretes han desentrañado: bajo tierra los muertos están indignados contra sus asesinos. Y Clitemnestra, asustada, ha dado orden de llevar a la tumba de su esposo estas libaciones. Ya no existe el poderoso señor de esta casa, otro ocupa su lugar, no debería haber perdón posible para los que profanan el lecho conyugal. El coro de doncellas dice que ellas han sido reducidas a la esclavitud lejos del hogar paterno y que se ven obligadas a acatar la voluntad del tirano que dispone de sus vidas. Después de un silencio, Electra se detiene delante de la tumba y luego se dirige al coro. Electra pide al coro que la ayude con sus consejos: cuando haga las libaciones fúnebres, ¿Qué le dirá a su padre? No puede decirle que viene a traerle un presente de parte de su esposa querida, porque no sería verdad. ¿Le pedirá que devuelva a sus asesinos la paga por sus crímenes? Quizá lo mejor sería derramar de golpe el líquido sobre la tumba. ¿Qué es lo que le aconsejan sus amigas queridas? El coro, en un breve diálogo con Electra, le aconseja que al hacer las libaciones ruegue en voz alta por aquellos que amaban a Agamenón, entre los cuales se encuentra ella misma y su hermano Orestes, y que luego, evocando el crimen, pida que venga un dios o un mortal dispuesto a terminar con los culpables. Electra toma la copa que le ofrece una de las esclavas y, después de llenarla, empieza a verter su contenido. Primero invoca a Hermes, dios de los infiernos, para que sus votos sean bien acogidos por las divinidades subterráneas. Después pide a su padre que se apiade de ella y de Orestes para que puedan ser dueños del palacio. Su viuda goza indolentemente con su amante, y ella, Electra, no es más que una esclava, mientras Orestes anda errante lejos de la patria. Suplica que Orestes vuelva del destierro y que ella tenga un corazón más puro y unas manos más clementes que las de su madre. Invita al coro a que acompañe sus plegarias con gemidos y canos fúnebres. El coro une sus votos a los de Electra y, durante un corto diálogo que sostiene con el coro, Electra le manifiesta que acaba de descubrir un mechón de cabellos. ¿Quién puede ser el que ha hecho semejante ofrenda a su padre? Además, el color de peso es muy parecido a los suyos. ¿Habrá venido Orestes hasta la tumba o habrá mandado a alguien a depositar la ofrenda? La ofrenda no puede venir de su madre. Pero ¿Cómo asegurarse de que es obra de Orestes? Al inclinarse nuevamente para depositar el mechón sobre la tumba descubre las huellas de unos pies, se pregunta si esas huellas tan parecidas a las suyas no son las de Orestes y otra, completamente distintas, las de un amigo que le acompaña. Orestes sale de su escondite, mientras Pílades se queda un poco atrás. Orestes se presenta como el que su hermana ha deseado ver desde hace mucho tiempo. Electra teme al principio dar crédito a las palabras del desconocido, pero éste la invita a que contemple el sitio donde fueron cortados los cabellos tan parecidos a los suyos. Le pide que examine el vestido que lleva, en donde ella misma tejió unas figuras de animales. Electra se arroja a sus brazos y da un grito de alegría diciéndole que él fue siempre su hermano fiel, el único que vuelve por su honra. Orestes pide a Zeus que tenga compasión de unos pobres huérfanos de padre, que fueron expulsados de su palacio. Si Zeus decreta que mueran unos pobres “aguiluchos”, si condena a la extinción a la estirpe del águila, ¿Cómo podrán mandar a la tierra los agüeros que ella porta? El coro advierte a los dos hermanos que no levanten demasiado la voz, que podrían ser víctimas de alguna traición, a los que responde Orestes que el oráculo del poderoso Apolo, que le ha ordenado afrontar ese peligro, no le traicionará en modo algún. Si Orestes no obedece sus órdenes, que son las de perseguir a los asesinos de su padre has5ta darles muerte, sufriría dolores terribles y su cuerpo quedaría cubierto de lepra, la cual devoraría con hambrientas mandíbulas su recia complexión de otro tiempo y enfermarían sus cabellos y se volverían blancos; si no llevara a cabo la venganza, las furias nocturnas lo asaltarían y la ira invisible de su padre le mantenía alejado de las libaciones y de los alteres, atrayendo sobre él el desprecio de todo el mundo. Para obedecer al cielo, para evitar su propia miseria y para poner fin a la vergüenza de unos ciudadanos nobles que se ven gobernados por dos mujeres (porque Egisto tiene corazón de mujer), a Orestes le es preciso vengar la muerte de su padre. Vueltos todos hacia la tumba, el coro, Orestes y Electra piden uno tras otro a las Parcas que se cumplan los votos de Orestes, y suplican al difunto que tenga compasión de las desdichas de sus hijos. El corifeo dice que los dioses pueden convertir los lamentos fúnebres en cantos de alegría.
Orestes se pregunta por qué no murió su padre en Troya, atravesado por aluna lanza licia, pensamiento que es recogido por el coro. Este añade que de haberle ocurrido tal muerte, ahora sería profundamente respetado en el reino de los muertos. Electra se queja de que el destino de los asesinos de su padre no haya sido aún vengado. El coro, Orestes y Electra lamentan de nuevo en otro episodio, la muerte de Agamenón. El coro manifiesta que el asesino provoca a la Furia en tal forma que una desgracia sigue a otra. Electra se queja de que su madre haya convertido su corazón en un lobo carnicero. Después de un silencio el coro estalla en sollozos, y Electra acusa nuevamente a su madre. Orestes afirma que ella pronto recibirá el castigo merecido, por su propio brazo. Tres veces se repiten los reproches y lamentaciones del coro, de Electra y de Orestes, y por fin los dos hermanos suben al montículo, se arrodillan y golpean el suelo con las manos. Entonces, hablando alternativamente, Orestes pide a que padre que le permita reinar en su casa, y Electra que se terminen sus infortunios, pasando Egisto a convertirse en su esclavo. Entonces será el momento de celebrar los festines en honor del difunto y, cuando se despose la joven, podrá venir a ofrecer sus libaciones a la sagrada tumba. ¿Qué se acuerde de su padre del año donde murió y de los lazos que le tendieron! No deben permitir que se extinga de la faz de la tierra de los Pelópidas. Cuando los dos hermanos se separan del montículo, el coro les advierte que su larga plegaria ha reparado ya el olvido en que hasta ahora se mantenía a la tumba. Ya le ha llegado a Orestes el momento de entrar en acción. Orestes se dispone a llevar a término sus propósitos, pero antes quiere preguntar al corifeo por qué Clitemnestra ha mandado llevar estas ofrendas. Este le explica que, durante la noche, la reina fue asaltada por un sueño terrible: había dado a luz a un monstruo terrible, una serpiente, que la había mordido al ofrecerle su pecho, de forma que al tiempo que tomaba leche, había chupado también sangre materna. La reina se ha despertado dando un alarido de terror; y luego ha ordenado estas libaciones, esperando que estos sobresaltos ya no se repitan. Orestes espera poder realizar este sueño, que sin duda se refiere a él. Será él la serpiente nacida del seno materno, que matará a su propia madre: de ella recibió la leche y ahora tendrá que darle sangre. El coro le exhorta luego a que dé las órdenes pertinentes a sus amigos, para que cada cual sepa lo que tiene que hacer. Orestes expone su plan: Electra entrará de nuevo en el palacio pero sus amigas del coro deben permanecer allí esperando y observando. El va a entrar en la mansión mediante el engaño: si los asesinos de su padre se sirvieron del engaño para perpetrar su crimen, él ahora hará lo mismo, les tendrá una trampa. Así lo ha dispuesto Apolo, que fue el que lo envió a vengar la muerte de su padre. Le acompañará Pílades, y los dos hablarán el dialecto de los focenses, seguros de que ningún portero les querrá abrir la puerta, ellos permanecerán fuera hasta que los transeúntes critiquen la poca hospitalidad de Egisto. Cuando consigan entrar y encuentren a Egisto, Orestes lo matará de un golpe. Electra vigilará dentro de la casa, para que todo transcurra con normalidad. Y su padre, dice dirigiéndose a la tumba, debe guiar su brazo y concederle la victoria. Cuando Orestes y Pílades se retiran, el coro lamenta las infinitas desgracias que se abaten sobre la humanidad. Recuerda la enorme audacia de los hombres y el crin de la hija de Testios, que mato a su hijo, y el Escila que, seducida por los regalos de Minos, arrancó el cabello que hacía inmortal a su padre, condenándole de esta forma a la muerte. El peor de estos crímenes es el de la isla de Lemnos; las mujeres mataron a todos los hombres. También habla del crimen de Clitemnestra. Después que Orestes y su primo llaman a la puerta de la mansión donde se halla Egisto, sale un esclavo al que Orestes le pregunta si en esa casa se practica la hospitalidad. Trae interesantes noticias para sus amos. Si la dueña no puede recibirles, mejor, porque halando con el dueño de la casa no se sentirá tan cohibido. Al poco rato aparece Clitemnestra quien saluda a los jóvenes y les dice que en su casa encontrarán todo lo que necesiten y que avisará a su esposo si tienen algún asunto importante que comunicarle. Orestes se presenta como un focense, que cuando se disponía a partir para Argos, se encontró a Estrofio (rey de Crisa y padre de Pílades, en cuya corte, creció se educó Orestes.). Este le pidió que cuando llegara a Argos comunicara a los padres de Orestes la muerte de su hijo, y que les dijera que, si lo deseaban, podría mandarles en una urna sus cenizas. Clitemnestra da muestras de desconsuelo y se queja del destino que persigue tan cruelmente su linaje. Orestes se lamenta de no poder llevarle noticias mejores, pero la reina le dice que no se preocupe, que de todas formas será bien recibido en el palacio. Manda a un esclavo que acompañe a los huéspedes, mientras ella va a comunicar la noticia a su esposo. Clitemnestra se retira, mientras el coro se exhorta así mismo, a guardar celosamente el secreto de Orestes cuando éste era pequeño, y que le salvó la vida a costa de su propio hijo, pues, enterada de que Egisto pensaba asesinar una noche al niño, para evitar cualquier futura venganza, hizo que su hijo ocupase la cama de Orestes durante la noche de la matanza, y el coro entabla un diálogo con ella. Cuando le pregunta por qué está tan triste, Cilisa responde que su señora le manda buscar a Egisto para que oiga de labios del extranjero la noticia de la muerte de Orestes, noticia que la ha hecho sumirse en una profunda tristeza. Clitemnestra ha disimulado delante de las esclavas la alegría que le ha proporcionado este acontecimiento. Cilisa se lamenta de que los cuidados que prodigó a Orestes, cuando niño, tengan que terminar así. La reina le ha ordenado que Egisto venga con la escolta de guardias, y el coro le replica que obvie la última parte de la orden para que éste se presente solo; que aunque no lo crea su felicidad depende de que desobedezca la última parte de la orden. Si piensa que Orestes ha muerto está equivocada. Cilisa, desconcertada, se aleja rápidamente en busca de Egisto. El coro pide a Zeus que lo haga triunfar sobre sus enemigos. Que lo escuchen los dioses que habitan en el Olimpo, y que Hermes, hijo de Maya, le preste la ayuda necesaria. También pide que Orestes tenga el valor suficiente cuando llegue el momento de actuar, que cumpla con su destino sin titubeos. Egisto se presenta manifestando que le han llamado para escuchar de labios de los extranjeros la triste noticia del fallecimiento de Orestes. Pero no sabe si sólo son rumores, y por eso pregunta al coro si tiene alguna prueba que confirme la noticia. El corifeo le invita a entrar en palacio, para enterarse por sí mismo, a lo que responde el tirano que es precisamente lo que piensa hacer, su perspicacia sabrá descubrir la verdad, ya que dentro de sí, aflora el recuerdo de aquella lejana noche, en que con sus propias manos, dio muerte al hijo de Agamenón. El coro invoca nuevamente a Zeus, pues, ha llegado el momento de que Orestes restituya a la casa su antiguo esplendor. Que Orestes, solo contra dos, se alce con la victoria. En ese preciso momento desde palacio se oyen las exclamaciones de Egisto. El corifeo dice, que puesto que el crimen ya se ha cometido, es mejor marcharse de allí para no parecer cómplices del asunto. Un esclavo sale precipitadamente por la puerta central del palacio y se dirige a la puerta del gineceo y la golpea con furia. Egisto acaba de morir y pide que abran enseguida la puerta. Al ver que no le contestan se pregunta dónde se habrá metido Clitemnestra. Cuando al poco rato aparece la reina, recrimina al esclavo el porqué de tanto alboroto. Al decirle éste que “los muertos arremeten contra los vivos”, comprende inmediatamente la situación. Pide una espada, porque la situación todavía no se ha decidió. Se dirige a la puerta central donde aparecen bruscamente Orestes y Pílades con sus espadas, mientras huyó despavorido el esclavo. Orestes le dice a su madre que ahora la busca a ella, porque ya ha dado muerte a su amante, y que de nada le servirán sus súplicas. Al ir a matarla, Clitemnestra le enseña el pecho que lo amamantó, y Orestes duda. Pílades le recuerda el mandato de Apolo. Orestes se decide al fin, y le pide a su madre que lo siga, pues piensa matarla en el mismo sitio donde mató a Egisto. De nada le sirven a Clitemnestra las excusas por el crimen que cometió: Orestes insiste en que no se puede culpar al destino de los errores cometidos; y si el destino fue el que mató a su padre, también es ahora el que la condena a muerte. Clitemnestra le avisa que tenga cuidado con las Erinias que vengarán su muerte, pero Orestes no tiene escapatoria, porque si no la mata, no podrá escaparse tampoco de la Erinias que le envíe su padre por no vengarlo. Por otro lado, su sed de venganza es más fuerte que cualquier petición de piedad. Orestes entra en el palacio arrastrando tras de sí a Clitemnestra; el coro proclama que ha llegado la justicia a palacio, que se ver a libre de sus ales, porque es la justicia la que guía el brazo del vengador. Se abre la puerta central del palacio, dejan do a la vista los cadáveres de Egisto y Clitemnestra, mientras el pueblo acude a contemplar el espectáculo. Orestes proclama ante el pueblo que ha dado muerte a los dos tiranos de Argos que habían jurado asesinar a su padre y morir juntos; ahora ha encontrado lo que habían prometido. Invoca al sol, que sea testigo de que ha matado a una madre infiel, que no merece ni siquiera este calificativo. De haber suprimido a Egisto no se preocupa, no era más que un infame adúltero. Después de unas breves palabras de lamentación del corifeo, Orestes se pregunta si su madre fue realmente una asesina, a lo que él mismo se contesta. Ha encontrado el velo en el que fue envuelto el cadáver de Agamenón y todavía tiene manchas de sangre. Está contento por haber encontrado la prueba del asesinato de su padre, pero al mismo tiempo apenado por el castigo que representa ese crimen para su estirpe y para él mismo. El coro le recuerda que el castigo acompaña siempre a los asesinos. Mas restes ya sabe lo que le espera. Ha matado a su madre, pero por orden de Apolo; por eso irá con un ramo forrado de lana a visitar al dios al templo que se encuentra en el “ombligo del mundo” cuando se dispone a salir ve lunas mujeres vestidas de negro y con muchas serpientes enrolladas en la cabeza. Son las Erinias, que persiguen al asesino de algún miembro de la familia. El coro le pregunta cuáles son los vanos fantasmas que lo detienen. Orestes responde que no son vanos fantasmas, son las Erinias que vienen en su busca. Sólo él las puede ver, por lo cual huye rápidamente. El coro resalta que es la tercera tempestad que se abate sobre la mansión de los atridas: la primera fue la de los niños devorando por Tiestes; después el asesinato en el baño, y ahora, ¿será la muerte o la salvación de Orestes Este es el enigma que se resolverá en la tercera pieza de la trilogía, “Las Euménides”
LAS EUMÉNIDES:
“Las Euménides” tienen su origen en Delfos, ante el templo de Apolo. Entra la pitonisa del dios, y se dirige a la puerta del templo. La pitonisa dirige sus plegarias primeramente a la Tierra, la primera profetisa; luego a Termis, la hija de la Tierra, que heredó de su madre el don profético; después a Fabe, la tercera profetisa que heredó su don de Termis, su hermana, y regaló su santuario a su sobrino Febo (Febo es otro nombre de Apolo). Este abandonado Delos, fue a vivir a esta tierra, Delfos. Llegó a ser rey del país fue el cuarto en poseer el don de la profecía. La pitonisa saluda luego a las estatuas de las divinidades, entre ellas, a la diosa Pala, las Ninfas que pueblan la hueca Peña Coricia, a Bromio y por último invoca a la fuente del Plisto, al poderoso Poseidón y a Zeus. Ella es la profetisa, y transmite lo que el dios le dicta. Entra en el templo, pero sale inmediatamente aterrorizada. Dice que ha visto junto al “ombligo” (una piedra cónica recubierta de cintas atadas a ella) a un hombre en actitud suplicante, con las manos ensangrentadas, una espada y un ramo de olivo recubierto con cintas. Frente a él, senada en los bancos, dormía un grupo de mujeres que parecían gorgonas. Pero no, no eran gorgonas (monstruo alado de garras afiladas, cuya espantosa cabeza tenía serpientes en lugar de cabellos, una lengua larga, unos dientes puntiagudos y, sobre todo, una mirada penetrante que, según la leyenda, convertía a los hombres en piedras. Según Hesiodo eran tres hermanas: Esteno, Euríales y Medusa), porque hacía tiempo había visto una pintura en que éstas arrebataban la comida a Fines. Estas mujeres son horribles, sin alas; dan unos resoplidos espantosos y de sus ojos gotea sangre. Son mounstruos que no deberían acercarse a la casa de los hombres ni de los dioses. Pero es el poderoso Apolo el que debe velar por la pureza del santuario. Cuando la pitonisa se va, en el interior del templo aparece la figura de Apolo: a su lado Hermes, y a sus pies en ademán suplicante, Orestes, del modo que lo ha pintado la pitonisa. Las Erinias le rodean como guardándole; están dormidas en sus asientos. Apolo le dice a Orestes que siempre lo protegerá. Las odiosas mujeres que le persiguen han caído rendidas por el cansancio. Orestes tiene que aprovechar la ocasión para eludir su asedio, y correr a la ciudad de Atenea, y abrazarse a los pies de la diosa. Allí en Atenas, encontrará jueces, y Apolo, que le ordenó matar a su madre, encontrará el medio de librarlo para siempre de los males que lo afligen. Apolo ruega a su hermano Hermes que guíe los pasos del suplicante. Hermes y Orestes salen del templo, mientras Apolo desaparece. De pronto, en medio del templo se aparece la sombra de Clitemnestra. Clitemnestra llama a grandes voces a las Erinias que están durmiendo. Todo el mundo en el reino de los muertos la llama asesina, no hay ningún Dios que se apiade de una madre como ella, que ha sido muerta por su hijo. Y las Erinias duermen, mientras Orestes huye. Clitemnestra les reprocha que dejen que el culpable se escape después de todas las ofrendas que les ha hecho ella. El coro de Erinias no contesta, sigue roncando, Clitemnestra sigue intentando despertarlas. A las palabras del coro –“¡Detente, detente, atención!” – Clitemnestra les dice que están persiguiendo a un animal en sueños, y que ladran como un perro que no sabe hacer otra cosa que ladrar. Cuando la sombra de Clitemnestra desaparece, el corifeo exhorta a sus compañeras a sacudirse el sueño, y comprobar si en el sueño que han tenido se encierra alguna verdad. El coro se lamenta de que sus cuidados hayan resultado infructuosos, y de que, rendidas por el sueño, hayan perdido la presa. Se quejan del hijo de Zeus, Apolo, que se ha burlado de unas antiguas divinidades como ellas. Les ha arrebatado la presa, que no es sino un matricida. Se queja de los reproches que se le han hecho en sueños, y de la forma cómo se comportan los dioses jóvenes, que gobiernan el mundo sin preocuparse de que se cumpla la justicia. Además ha permitido que fuera profanado su santuario, al admitir en él a un inmundo suplicante. Apolo aparece con su arco tendido, y ordena a las erinias que salgan inmediatamente del templo pues de lo contrario su arco resplandeciente las obligará a vomitar la sangre humana de que se alimentan. Su sitio está donde la justicia castiga a los culpables, y no deben profanar el templo con su presencia. En un diálogo, le reprochan a Apolo haber sido, no cómplice sino autor del crimen cometido por Orestes. Si el oráculo del dios le prometió a Orestes que lo acogería después de cometido el crimen, ¿por qué no acoge también a su cortejo? Ellas no hacen más que cumplir con su obligación: acusar a los parricidas. Al decir Apolo que es también un gran delito el que una esposa mate a su esposo, le replica el Corifeo que ella no ha vertido su propia sangre. Apolo afirma que su interlocutor confiere muy poca importancia a los lazos nupciales consagrados por Hera y Zeus. El tálamo nupcial pone al hombre y a la mujer bajo unos derechos más poderosos que el juramento. Si ellos pueden atentar mutuamente contra sus vidas, sin temor a la cólera de la Erinias, entonces éstas persiguen injustamente a Orestes, pues, al lado de unos crímenes contra los que se ensañan ferozmente, hay otros crímenes que dejan escapar con la mayor impunidad, El corifeo protesta, dice que continuará persiguiendo al uclpable, pues, si la gloria de Apolo estriba en sentarse al lado de Zeus, la de ellas, las Erinias, es perseguir al criminal. Apolo sigue en la misma postura de antes. No puedo traicionarlo ahora, porque se merecería la condena de los dioses y los hombres. El coro se marcha y la puerta del templo se cierra, quedando Apolo en el interior. En el interior del templo de Atenea en la Acrópolis de Atenas, Orestes se encuentra postrado a los pies de la estatua en ademán suplicante. Orestes le suplica que acoja con benevolencia a un desgraciado que ya no tiene las manos manchadas de sangre, ha acudido a los pies de la diosa después de andar errante por tierras y mares, en espera de que se detenga la persecución de que es objeto. Las Erinias parecen, y el coro afirma que éstas han acosado a Orestes sin concederle tregua. Aunque no tiene alas, le han perseguido como un navío por encima de las olas del mar. El olor a sangre les advierte que el fugitivo no puede estar muy lejos. Lo ven abrazado a la estatua, y el coro de Erinias le dice que la sangre materna vertida ya no será restituida por la tierra. Orestes tiene que sufrir el castigo de los parricidas, así lo exige Hades, desde su reino subterráneo. Orestes continúa implorando el favor de la diosa, sin volverse hacia las Erinias. Manifiesta además que en el templo de Apolo en Delfos, se purificó con la ofrenda de un cerdo, y por eso su boca, libre de mancha, puede invocar a Atenea. Dice también que la diosa encontrará a partir de ese momento un poderoso aliado en el pueblo de cargos. El coro de Erinias le replica que ni Apolo ni Atenea podrán librarle de ser perseguido toda su vida. El coro de Erinias rodea a Orestes e invocan a la noche, quejándose de la injuria que les hace Apolo al pretender arrebatarle de las manos a un asesino. Desde su nacimiento el destino de las Erinias ha sido perseguir a los culpables, librando de esta carga a los dioses inmortales, a los que no les está permitido acercarse. Aparece en el aire la diosa Atenea quien en un carro ha oído unas súplicas dirigidas a ella desde las orillas del Escamandro, y ha venido lo más rápidamente posible. ¿Quién es el extranjero que está abrazando a su estatua –se pregunta- esas mujeres monsturosas que producen tanto alboroto?. El coro le informa. Son las Erinias, que persiguen a un matricida; y la diosa le pregunta a Orestes qué puede alegar en su defensa. El acusado asegura que ya se ha purificado de su crimen con el sacrificio de un animal. Mató a su madre, pero esto hay que atribuírselo a Apolo, que le amenazó si no vengaba la muerte de su padre. Atenea afirma que la causa es difícil, y para proceder con justicia, decide formar un tribunal de juicio competente que decida el caso, después de haber prestado juramento, este tribunal quedará establecido para siempre. La diosa Atenea se va en busca de los jueces. Las Erinias se lamentan de que unas leyendas nuevas intenten cambiar el orden que ha habido desde siempre. Habrá muchas más crímenes, pues, si el hombre no es frenado por el temor, no hay nada que le obligue a respetar la justicia. Atenea regresa acompañada por un heraldo que introduce a los jueces, que se sientan, mientras atenea manda al heraldo que convoque al pueblo, y que, en el momento de pronunciarse el tribunal, se haga silencio para que todo el mundo pueda oír las leyes que van a promulgarse a perpetuidad. Aparece Apolo quien manifiesta que participará como testigo; agrega además que el reo, Orestes, ya está purificado de su crimen, que por otra parte cometió por instigación suya, y suplica a atenea que cuida de que el juicio sea justo. Atenea invita a las Erinias a que, puesto que son las acusadoras, hagan uso de la palabra. Interrogan, pues, al acusado. Este no niega a ser el asesino de su madre, pero lo hizo por orden de Apolo. Su madre había cometido un doble crimen: asesinar a su marido y asesinar al padre de Orestes. Les pegunta a las Erinias por qué no persiguieron también a Clitemnestra, pero ellas le contestan que Clitemnestra no derramó su propia sangre. Orestes suplica por último a Apolo que declare si el matricidio que cometió tiene o no alguna justificación. El dios se dirige al “noble tribunal establecido por Atenea” y declara que, por inspiración del dios supremo Zeus, ordenó él la muerte de Clitemnestra, por haber matado al gran héroe Aqueo, al jefe divino de la armada griega. El corifeo se resise sin embargo a admitir que Zeus muestre en este asunto preferencia por un padre, cuando él mismo no dudó en cargar de cadenas a su propio padre Cronos. Apolo insiste en que Zeus a pesar de su inmenso poder, carece de medios para devolver a un hombre muerto la vida. Diga lo que diga el corifeo respecto a que Orestes ha matado a su propia madre, lo cierto es que una madre no es la que crea al hijo; ella es sólo la que nutre al germen sembrado por el padre. La misma atenea, hija de Zeus, no fue nutrida en un seno materno, salió directamente de la cabeza de Zeus. La diosa puede contar, dice Apolo, con la eterna fidelidad del suplicante que él ha enviado. Ha llegado el momento de dictar sentencia: Atenea exhorta a los jueces a que procedan con rectitud. Los jueces abandonan sus asientos y se dirigen hacia las urnas. Las Erinias se quejan mientras tanto de que Apolo tenga tanta desconsideración a unas diosas tan antiguas como ellas. Atenea deposita su voto, pronunciándose con claridad: ella, la diosa que no ha tenido madre, se decide a favor de un padre y en contra de una mujer que mató a su esposo y señor. Orestes agradece a Apolo y a Atenea, así como al juez supremo, Zeus. Antes de partir hacia su patria, jura que ningún rey de su país combatirá jamás contra esta tierra. Orestes se va y Apolo desaparece. El coro de Erinias vuelve a quejarse de que unas divinidades nuevas se interpongan en su misión de venganza. ¿Cuál será su cometido a partir de ahora? Atenea les promete que a partir de ese momento se les tributará culto en los templos y santuarios de Atenas. Al principio no saben si aceptar la decisión de Atenea, creen que son víctimas de un menosprecio. Pero la diosa intenta convencerlas: si se van del país y no aceptan su proposición acabarán por arrepentirse, ya que ella les ofrece una morada en el Erecteo. Pero si se quedan, no han de sembrar la discordia entre los atenienses. Deben terminar de una vez con sus lamentos. Les promete un poder próspero y beneficioso sobre los hogares. Debe, por lo tanto, abandonar su cólera. El coro de las Erinias se convierte en este momento en Euménides (“Benévolas”), y empiezan a desempeñar ya su cometido: desear la prosperidad del país. Atenea invita a los atenienses a acompañar a aquellas que han recibido el derecho de ciudadanía, a su morada. Y con este cortejo termina la obra.
LAS BACANTES
Es imposible comprender en toda su significación y alcance esta maravillosa creación euripídea, sin conocer la enorme influencia del culto de Dionisio y su amplia difusión en el mundo antiguo. Este culto al dios del vino y del delirio místico es el “Fenómeno más incomprensible de la historia de la cultura griega” (“El mundo de San Pablo”, Josef Holner; Editorial Rialp – Madrid, 1951; pág. 107), por lo que tiene de enfermedad del alma humana, de delirio, de transporte dionisiaco. Los misterios de Dionisio se extendieron por toda Grecia, y en la época romana penetraron en Italia e iban acompañados de tales desórdenes que el senado romano prohibió la celebración de las bacanales en el año 186 antes de Jesucristo. Pero no por ello, cesó su influencia, y todavía el culto del dios desempeñó un importante papel en la época imperial. Recojamos algunos datos mitológicos sobre este dios para facilitar un poco más el entendimiento de una tragedia. Enamorado Zeus de Sémele, y embarazada ésta ya de seis meses, Hera, celosa de ella, le sugirió, bajo la apariencia de su nodriza, que exigiese a su amante que se mostrase a ella tal como lo había hacho cuando pretendió a la diosa. Así lo hizo Sémele, no sin haberle hecho prometer antes bajo juramento a Zeus que cumpliría su deseo. Accedió ése y se mostró rodeado del trueno y del rayo, muriendo Sémele fulminada. Hermes, un hijo de Zeus, logró, sin embargo, salvar al niño, todavía en el vientre de su madre, cosiéndoselo a Zeus en un muslo. Allí lo llevó durante los tres meses que aún faltaban de gestación. Al cabo de los cuales nació Dionisio, por eso llamado “el nacido dos veces”. Sufrió Dionisio varias penalidades antes de llegar a la edad adulta, pues, Hera nunca se resignó a su nacimiento. En el monte, Nisa, disfrazado de cabrito por Hermes, descubrió la vid. Viajó por Egipto, Siria y la India, acompañado por su ejército de Sátiros, Coribantes Ménades; conquistó toda la India, enseñando el arte de la viticultura y fundando numerosas ciudades. En su regreso hacia Grecia persiguió a las Amazonas hasta Efeso. De allí marchó en primer lugar a Beocia, región de la que era oriunda su madre, para intentar introducir su propio culto, invitando a las mujeres a sus orgías del monte Citerón. Es en este punto de la vida de Dionisio en que comienza la tragedia de Eurípides. (Este dios es conocido como Dioniso o Dionisio, Nota del autor). Veamos el resumen de la obra. Dionisio, hijo de Zeus y Sémele se presenta en la ciudad de Tebas. Ha trocado su figura de dios por la humana, y manifiesta haber dejado los campos ricos en oro de los lidios y de los frigios y de haber recorrido las mesetas ardientes de los persas y muchas tierras más, tan sólo para llegar a aquella ciudad gobernada por Penteo, el hijo de Agave y nieto de Cadmo. La razón de su llegada está motiva por la disposición de Penteo de prohibir la difusión del culto báquico (Dioniso También fu llamado Baco entre los griegos, y con este nombre lo conocieron los romanos. Era considerado dios del vino. Sus orgiásticos ritos se basaban en la aspiración al éxtasis y a lograr ser poseídos por el dios en un delirio místico, lo que se intentaba en ceremonias nocturnas en las que los participantes realizaban danzas violentas acompañadas de flautas, locas carreras a través de los montes y persecuciones de animales salvajes que, una vez atrapados, eran descuartizados y comidos crudos. Nota del Autor) Ya en Tebas, Dionisio ha enloquecido a todas aquellas mujeres que de una u otra forma han pretendido dañarlo. Sus tías, Ino, Autonóe y Agave, hermanas de su madre, son las primeras que han recibido castigo, obligándolas a llevar el atavío de sus orgías y a danzar en el monte con la razón perturbada. Dionisio arenga a las mujeres que forman su comitiva para que tomen los tímpanos y los hagan resonar alrededor del palacio de Penteo para que toda la ciudad de Tebas se entere de su llegada; mientras tanto él se dirigirá al monte de Citerón, donde se encuentran las bacantes con las cuales danzará. El coro de Bacantes manifiesta su algarabía: “Desde la tierra de Asia, dejando el sagrado Tmolo, corro veloz, trabajo suave a Bromio y fatiga grata, gritando evohé en honor de Baco. ¿Quién en la calle, quién en la calle? ¿Quién? Que se retire a su casa y que toda boca guarde un religioso silencio. Pues siempre cantaré a Dionisio sus himnos rituales. ¡Oh! Bienaventurado el que feliz conoce los misterios de los dioses, santifica su vida y consagra su alma en la procesión, celebrando los ritos báquicos en las montañas con sagradas purificaciones y honra las orgias de la gran madre Cibeles, agitando en alto el tirso y coronado de hiedra sire a Dionisio. Id, bacantes, id, bacantes, para que el niño Bromio, divino hijo de un dios, a Dionisio, el ruidoso, acompañéis desde los montes de frigia hasta las anchas calles de la Hélade. (“Tragedias de Eurípides”, Editorial Bruguera. Cuarta edición; abril, 1983 – Tomo I pág. 77) Tiresias, uno de los más celebres adivinos de toda Grecia, llega en busca de Cadmo, el mayor de los hijos de Agenor. Ya anciano, Cadmo dejó a su nieto Penteo el trono de Tebas, ciudad que él fundara. Tiresias, que es ciego, ha hecho un pacto con el viejo Cadmo: empuñar los tirsos, vestir pieles de cervato y coronar sus cabezas con ramos de hiedra, para ir a rendir culto al dios Dionisio. Cadmo no puede ocultar su alegría por el hecho de ir a tributar honores al poderoso dios, hijo de su hija Sémele. Tiresias es partidario de las tradiciones paternas que poseen desde tiempos inmemoriales, las cuales según él no pueden ser destruidas por ningún razonamiento, ni aun cuando se haya alcanzado la sabiduría por obra de mentes excelsas. Este comentario del adivino invidente es una clara alusión a los que critican el culto a Dionisio. Cuando se disponen a partir, llega precipitadamente el rey Penteo. “Me encontraba fuera del país cuando he oído que en esta ciudad habían ocurrido extraños males: que nuestras mujeres han dejado las casas por engañosas bacanales, y que andan errantes en los espesos montes celebrando con danzas al dios recién llegado, Dionisio, quienquiera que sea; que en medio de sus conciliábulos llenas están las cráteras, y cada uno por su sitio, en un lugar apartado, se oculta para servir a los placeres de los hombres, con el pretexto de ser ménades rituales (Las bacantes llamadas también ménades, del verbo griego mainomai, que significa “estar furioso o rabioso”, y aquí, “estar poseído de furor báquico”. Nota del Autor), pero en más tienen a Afrodita que a Baco. A cuantas he atrapado, atadas las manos, las custodian mis servidores en las cárceles. Y a las que faltan las cazaré en los montes, a Ino, y a agave, la que me concibió de Equión, y a la madre de Acteón, Autónoe. Y les pondré férreas cadenas y les haré desistir en seguida de esta malvada bacanal. Dicen que ha llegado un farsante extranjero, un encantador de la tierra de Lidia, perfumada su cabellera de blondos rizos, teniendo en los ojos las oscuras gracias de Afrodita, que se pasa días y noches celebrando con las jóvenes fiestas báquicas. Si le llego a coger dentro de esta casa, le haré cesar de blandir el tirso y de sacudir su cabellera, pues, le separaré el cuello del tronco. Él dice que es el dios Dionisio, el que en otro tiempo estuvo cosido en el muslo de Zeus, él que fue fulminado por el resplandeciente rayo junto con su madre, porque ella intentó falsamente una oda con Zeus. ¿No merece terrible horca la insolente conducta de ese extranjero, sea quien sea? (Edic. cit, Ibidem; págs. 81 - 82). Al encontrarse con su abuelo y con el adivino, Penteo se avergüenza de aquellos que según él hacen el ridículo con aquellas vestimentas. Acusa a Tiresias de haber seducido a su abuelo y le dice que sólo le perdona la vida por ser un hombre viejo. El anciano adivino no se intimida y pide a Penteo que permita las fiestas baquianas. Cadmo también pide a su nieto que recapacite y que deje a un lado su soberbia, pues, no hará más que destruirlo; le recuerda el caso de su primo Acteón, al cual las perras que él había criado, lo destrozaron porque se había jactado de ser mejor en la caza que Artemis en las montañas. Colérico, Penteo ordena destruyan la casa de Tiresias y ordena la captura de Dioniso. No tardan en aparecer los hombres de Penteo para llevarle al prisionero, quien no opuso resistencia. Le informan además que las bacantes que se hallaban encarceladas han escapado, sin que nadie se explique cómo lograron evadirse de los grilletes que las sujetaban. Después de interrogarlo, Penteo ordena que Dioniso sea encerrado junto a los pesebres de los caballos no sin antes decirle que a sus seguidoras las pondrá a trabajar en sus telares. Dioniso logra salir de la prisión donde se encuentra; Penteo, en su ira, no reparó en la habilidad de su prisionero quien suplantó las patas de un toro por sus manos, a la hora de ser aherrojado. Después de provocar un violento sismo que deja en escombros el palacio del rey, Dioniso se presenta ante éste quien aun no sale de su asombro por lo sucedido. Un mensajero comunica al rey que hallándose en las faldas del Citerón, apacentando sus rebaños, ha visto tres comitivas de coro de mujeres, las cuales eran dirigidas por Autónoe, Agave y el tercer coro por Ino. El mensajero describe con lujo de detalles las danzas, los cánticos y muchas otras cosas portentosas y dignas de admiración. Cuenta asimismo que un grupo de boyeros y pastores, buscando congraciarse con su rey, trataron de capturar a Agave para sacarla de los ritos báquicos, pero la intervención de un grupo de bacantes los puso en fuga, salvándose milagrosamente gracias a que las bacanes se3 detuvieron ante unas vacas que se hallaban por ahí, a las cuales destrozaron a mordiscos. En un diálogo de gran habilidad sicológica, Penteo es engañado por Dioniso para que, vestido de mujer, vaya al monte Citerón a espiar a las bacantes, entre las que se encuentran su madre y sus tías. A pesar de la vergüenza que siente, Penteo tiene que acceder a los requerimientos de Dioniso para que se vista de mujer, pues, de lo contrario su identidad masculina sería descubierta por las bacantes quienes le darían una horrorosa muerte. Todo esto no es más que una trampa del rey del vino para deshacerse de su enemigo. Un mensajero que llega del monte, nos cuenta la muerte del rey a manos de las bacantes enloquecidas por el estro del dios del vino:… “Primero llegamos a un valle herboso andando con sigilo y en silencio, para ver sin ser vistos. (…) El desgraciado Penteo, no viendo la turba femenil, dijo así: “¡Oh, extranjero!, desde donde estamos no logro ver a las bastardas ménades: encima de una loma o de un corpulento abeto podría ver mejor los vergonzosos trabajos de las ménades”. Entonces, de súbito, veo el prodigio del extranjero. Cogiendo del abeto la rama más alta que tocaba el cielo la trajo más y más hasta la negra tierra, la encorvó como un arco o una rueda cuando gira rápidamente movida por el torno; (…) Habiendo colocado a Penteo en las ramas del abeto (…) derecho se elevó hasta el cielo, teniendo en su cima sentado a mi señor. (…) Dioniso, gritó desde los aires: “Muchachas, os traigo al que se ríe de vosotras, de mí y de mis orgías; castigadle, pues”. (…) Cuando vieron a mi señor sentado en el abeto primero le arrojaron piedras con violencia, (…) y le disparaban ramas de abetos, otras lanzaban los tirsos por el aire contra Penteo, blanco desgraciado pero no le alcanzaban (...) innumerables manos se aplicaron al abeto y lo arrancaron de la tierra. En lo alto sentado, cae precipitado desde arriba, al suelo, dando grandes gritos, porque Penteo comprendió que estaba cerca de su muerte. Su madre, la primera, comenzó como sacerdotisa el sacrificio y le acometió. El arrojó el turbante de su cabellera para que lo conociese y no lo matase la desdichada Agave, (…) Mas ella, echando espuma y girando extraviados sus ojos (…) Cogiendo por el codo el brazo izquierdo y apoyando el pie en el costado del infeliz, le arrancó el hombro (…) Ino, por su parte, laceró sus carnes y Autónoe y toda la turba de las bacantes les acometió. (…) Una se llevaba un brazo, otra un pie con la bota misma; sus costados por los tirones quedaban al descubierto, y todas tenían las manos ensangrentadas y lanzaban como una pelota las carnes de Penteo” (Edic. cit, Ibidem; págs. 112 - 114). La cruenta descripción del mensajero concluye anunciando que Agave ha dejado el Citerón para dirigirse a Tebas. Agave ingresa en la ciudad victoriosa y orgullosa portando un tirso en cuya punta lleva la cabeza de Penteo, la que ella personalmente se ha encargado de separar del tronco. Agave se encuentra obnubilada, pensando que lo que muestra tan orgullosamente es la cabeza de un cachorro de León. Sólo la presencia de Cadmo, quien aparece llorando sobre los restos despedazados de su nieto, logran sacarla de su confusión y estado. Agave prorrumpe entonces en llantos y lamentos, pero ya la tragedia ha sido consumada, y en la última escena asistimos a la glorificación de Dioniso y a la salida para el destierro de Cadmo y Agave. El viejo rey parte muy abatido no sólo por haber perdido a su nieto quien era su protector, sino porque Dioniso envuelto en su sed de venganza contra los cadmeos ha determinado que el antiguo rey se transforme en dragón y, que su esposa Harmonía sufra una transformación en serpiente. Aquí culmina la tragedia de Eurípides; pero veamos que aconteció después con los personajes: Cadmo se trasladó al país de los Enqueleos en compañía de su mujer y sus hijos. Guió a los Enqueleos en una batalla contra los lirios, llegando Cadmo a ser rey de este último pueblo, después de haber fundado la ciudad de Bútoe. (Algunas versiones dan a Agave casada con Licoterses, rey del país de Iliria, a quien dio muerte para ceder el trono a su padre Cadmo. Nota del autor) Al final de su vida Cadmo y Harmonía se transformaron en serpientes, trasladándose entonces a la isla de los Bienaventurados. Fueron enterrados en Iliria, donde los sucedió en el trono otro hijo suyo, Ilirio, tenido al fin de su vida. A Cadmo se le atribuía en Grecia la propagación del alfabeto y el arte de fundir metales. En esta tragedia, más que en otra cualquiera, encontramos el choque de dos fuerzas antagónicas: por una parte la tradición, los usos y costumbres de una sociedad transmitidos de generación en generación y, por otra, la rebeldía contra esta tradición, o mejor, contra el anquilosamiento, contra la rutina, contra todo lo que se opone a la renovación de todo aquello que no tiene ya más valor que lo puramente formal. Esta obra es sin lugar a dudas producto de la impresión que le produjo a Eurípides la visión directa de la enorme fuerza de la religión de Baco, que en Macedonia se manifestaba en todo su arrollador empuje. Dioniso se nos revela aquí con una fuerza incomparable, no sólo por su dominio de la naturaleza, sino sobre todo por el éxtasis, por el frenesí báquico en que se ven inmersos sus prosélitos, y que se traduce en una alegría desbordante y total. A esta fuerza interna de la tragedia, corresponde una perfección formal que no se da en ninguna otra tragedia euripídea. No ya en la fina ironía y sutileza de los diálogos, ni en las descripciones magníficas de los mensajeros sobre las hazañas de las furiosa bacantes, sino especialmente en los cantos corales y en aquella onda lírica que se difunde a lo largo de todo el drama: frescos arroyos, límpidas fontanas, bosques sombríos, olorosas flores, frondas susurrantes, rebaños que pacen en las floridas campiñas, ciervos y caballos que juegan en los verdes placeres del campo. Diríase que el poeta, cansado del trato con los hombres y de tantos desengaños, ha querido cantar con todo su poder creador la pujanza de la Naturaleza y el encanto de la gozosa soledad.
LA METAMORFOSIS
En una carta a Felice Bauer, con quien estuvo comprometido, Kafka da cuenta a ésta que está trabajando en la redacción de un relato que llevará por título “La Metamorfosis”; era la mañana del domingo 17 de Noviembre de 1912 (“Cartas a Felice” pág. 193). A pesar de su brevedad, “La Metamorfosis” es la primera obra extensa del escritor checo en lengua alemana. Franz Kafka, nacido en Praga el 3 de julio de 1883, en el seno de una familia judía de clase media. Gracias a la desobediencia de Max Brod, albacea de las obras de Kafka, nos ha llegado la valiosa creación literaria de uno de los más grandes escritores de este siglo, que tanto influenciara en escritores como Thomas Mann y Jakob Wassermann. Kafka había solicitado a su amigo Brod que quemara todos sus manuscritos después de muerte. La obra publicada en Leipzig en 1915, comienza cuando Gregorio Samsa, un comerciante viajero, se despierta una mañana después de haber tenido un sueño tranquilo y grande fue su sorpresa cuando se dio cuenta que se había convertido en un monstruoso insecto. Su cuerpo estaba formado ahora por un duro caparazón y numerosas patitas delgadas. Como estaba echado de espaldas sobre su caparazón pudo ver su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades. No llega a entender qué le había ocurrido, pero de lo que sí estaba seguro era de que no estaba soñando. Quiso dormir pero no pudo, pues, tenía la costumbre de hacerlo sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar tal postura. Entonces quedose en la cama reflexionando lo cansada que era la profesión que había elegido. Siempre de viaje, comiendo mal y corriendo de aquí para allá pendiente de los enlaces de trenes. El sabía que aquel trabajo le molestaba, pero sabía también que económicamente no podía prescindir de él, por lo menos en unos cinco o seis años más. Cuando vio que eran más de las seis y media, se alarmó, pues, el acostumbraba tomar el tren de las cinco para llegar al trabajo a las seis. Se sentía indispuesto para ir a trabajar, pero sabía que sí alegaba como excusa una enfermedad, lo único que conseguiría era despertar sospechas, pues, Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado, no había estado nunca enfermo. A las siete menos cuarto, la voz de su madre lo sacó de sus reflexiones. Era una voz dulce, la cual le recordaba que tenía que partir de viaje. Gregorio se horrorizó al oír su voz, que era la de siempre, pero mezclada con un estridente silbido. A los pocos minutos la voz alarmada del padre se unió a los de su mujer. Gregorio no tenía la menor intención de abrir, felicitándose, por el contrario de la precaución –contraída de los viajes- de encerrarse en su cuarto por la noche, aun en su propia casa. Le llevó varios minutos poder levantarse de la cama: Sólo logró tirarse de ella excitado por la voz del gerente del almacén donde él trabajaba, que se había apersonado hasta su casa: “¿Por qué estaré condenado a trabajar en una empresa en la cual la más mínima ausencia despertaba las más terribles sospechas?” (“Maestros de la Literatura Universal, Editorial La Oveja Negra – Tomo XI; pág. 403). El golpe sordo que provocó la caída de Gregorio hizo que todos los presentes acudieran hasta la puerta de la habitación donde se hallaba encerrado. El gerente recrimino a Gregorio por su desconcertante actitud que inquietaba inútilmente a sus padres. Le dijo además que él siempre lo había tenido por un hombre formal y juicioso, pero que ahora con esa forma extravagante de comportarse no sentía ya deseos de seguir intercediendo por él frente a la insinuación sostenida por el director del almacén, quien había dicho que seguramente Gregorio había faltado porque se había gastado el dinero de un cobro que se le encomendó que hiciese. Esto puso fuera de sí a Gregorio, quien contestando que abriría inmediatamente, trató de enderezarse apoyándose en un baúl, pues, después de la caída de la cama, había quedado volteado. Sus palabras resultaban ininteligibles, aunque a él le parecían muy claras. Porque ya se le había acostumbrado el oído. Grete, su hermana, fue a buscar al médico, mientras que Ana, la mucama, había ido en busca de un cerrajero. Cuando el mismo Gregorio abrió la puerta con gran esfuerzo, todos quedaron estupefactos ante lo que veían. La madre se desmayó por la impresión; el padre se puso a llorar mientras que el gerente lo contemplaba con una mueca de repugnancia en el rostro. Gregorio comprendió que no debía permitir que el gerente se marchara, pues, sino su puesto en el almacén estaba seriamente amenazado y con éste su porvenir y el de los suyos. Cuando el gerente huyó despavorido, Gregorio trató de darle el alcance, pero su padre lo detuvo esgrimiendo un periódico y un bastón. El padre logró introducir a Gregorio en su habitación con un empujón enérgico que lo dejó sangrando copiosamente. Cuando después de varias horas de sueño. Gregorio despertó, se dio cuenta que en el costado izquierdo de su nuevo cuerpo había una larga y repugnante llaga. Su hermana lo alimentaba con queso y legumbres, pues, cuando el primer día le puso leche, que hasta antes de su metamorfosis había sido su bebida predilecta, la rechazó con repugnancia. Cada vez que Grete le dejaba su comida, se retiraba rápidamente, pues, sabía que Gregorio no comería estando ella presente. De esta manera recibió Gregorio, día tras días, su comida. Sin duda sus padres tampoco querían que Gregorio se muriese de hambre; pero tal vez no hubiera podido soportar el espectáculo de sus comidas. Gregorio escuchaba todo lo que se hablaba en la casa pegándose a la puerta. Todas las conversaciones se referían a él y a lo que se debería hacer en lo sucesivo con él. La criada se marchó no sin antes prometer que no contaría a nadie nada de lo sucedido. Gracias a estas continuas incursiones Gregorio pudo enterarse con gran satisfacción que, a pesar de su desgracia, a su familia le había quedado algún dinero como producto de las entregas que todos los meses hacía él para los gastos de la casa. Pero aquel dinero duraría a lo más unos dos años y el dinero para seguir viviendo había que ganarlo. Gregorio sabía que su padre ya era demasiado viejo y que su madre sufría de asma hasta el punto que se fatigaba con sólo andar un poco por casa. Sería en su hermana Grete en quien recaería la responsabilidad pero “¿Tendría, entonces, que trabajar la hermana, luna niña de dieciséis años, y cuya envidiable existencia había consistido, hasta el momento en ocuparse de sí misma, dormir cuanto quería, ayudar en las tareas de la casa, participar en alguna sencilla diversión y, sobre todo tocar el violín?” (Edic. Cit, Ibidem; págs. 414). Las conversaciones de sus padres sobre la necesidad de ganar dinero lo apenaban. Había transcurrido un mes desde la metamorfosis y sus padres no se decidían a entrar en la habitación donde él estaba. La madre había tratado más de una vez entrar pero el padre y la hermana se lo impidieron. Un día a la hermana se le ocurrió sacar de la habitación los muebles que consideró un estorbo para el desplazamiento de Gregorio y, en compañía de la madre, procedió a sacar todo lo que encontró a su alrededor. Si bien Gregorio tomó este gesto como un bien para él porque le permitía trepar en todas direcciones sin obstáculos, consideró también que en poco tiempo olvidaría por completo su pasada condición humana. Cuando ambas mujeres salieron llevándose un mueble, Gregorio salió de su escondite y trepó por la pared y se prendió de un retrato, la impresión que tuvo su madre cuando lo vio la dejó aturdida y temblorosa, por lo que Grete la llevó al comedor. Gregorio aprovechó ese instante para salir de la habitación lo cual alteró a ambas mujeres. Gregorio se hallaba desconcertado ante la situación, en ese instante llegó su padre quine lanzándole unas manzanas logró introducirlo nuevamente en la habitación. La madre suplicaba llorosa a su esposo que no matase a su hijo. Una de las manzanas quedó incrustada en su carne provocándole una grave herida que mermó su capacidad de movimiento. A partir de ese instante Gregorio se dio cuenta que por su causa el infortunio se cebaba en su familia. Desvelado día y noche Gregorio recordaba las vivencias de su estado anterior a la metamorfosis, comenzando también a sentirse irritado con su familia por la poca atención que le prestaban. La alimentación como la limpieza de la habitación de Gregorio fue descuidada a partir del día en que fue herido por su padre, lo cual lo hizo caer en una profunda melancolía. Como uno de los cuartos de la casa fue alquilado muebles que había en la habitación alquilada fueron a parar donde estaba Gregorio, convirtiéndose así su cuarto en un depósito. Cierta noche que Grete tocaba el violín para deleite de los tres señores que habían alquilado la habitación. Gregorio se atrevió a salir y se encontró sin darse cuenta en el comedor. Todos se hallaban tan absortos en la música que tardaron unos minutos en percatarse de la presencia de Gregorio. Uno de los huéspedes fue el primero en verlo y en alertar a los demás. Vanos fueron los intentos del padre para calmar a los señores quienes amenazaron con marcharse, negándose a pagar los días que habían vivido y comido en la casa. Gregorio volvió lentamente a su habitación sin poder olvidar las palabras lacerantes dichas por su querida hermana. “Hay que deshacerse de él”. Esa noche, Gregorio, apenas si notaba ya la m con emoción y cariño en los suyos, hasta que al vislumbrar el alba, a pesar suyo, dejó caer la cabeza y de su hocico surgió débilmente su último suspiro. A la mañana siguiente, cuando entró la nueva asistenta, que siempre lo trataba mal, comprobó que Gregorio había muerto. Enterada la familia, luego de despedir a los huéspedes, lo lloraron en silencio, sin querer saber el triste destino que la asistenta había dado al cuerpo del hijo perdido. Luego salieron los tres juntos, y cómodamente recostados en los asientos de un tranvía, fueron cambiando impresiones acerca del porvenir. Así llega a su fin “La Metamorfosis”, uno de esos libros cuya primera lectura deja completamente desconcertado el lector “¡Un hombre que se convierte en insecto! ¡Es eso posible!”. La solución a esta incertidumbre está dada en la siguiente observación. Muchas de las obras del escritor checo como “La condena” y “La metamorfosis”, tienen poco sentido fuera del contexto biográfico. Remitámonos a la obra para esclarecer lo sostenido. La idea de la que nació “La Metamorfosis”, fue un obsequio de su padre; una invitación a verse a sí mismo como una criatura verminosa. La hostilidad de su padre con sus constantes represalias lo había convertido en un niño temeroso y en fácil presa de intimidación. Escuchemos esta confesión desgarradora: “Muchas veces nos desnudábamos juntos en la misma caseta de baño: yo flaco débil, menudo, y tú fuerte, grande, ancho. Ya en el interior de la caseta me veía patético, no sólo ante ti sino ante el mundo entero, puesto que para mí eras la medida de todas las cosas. Pero luego cuando salíamos a la vista de la gente, yo cogido de tu mano, un pequeño esqueleto, vacilante, descalzo sobre los tablones, temeroso del agua, incapaz de imitar tus movimientos nadando cuya destreza, con buena intención pero de un modo profundamente humillante, insistías en exhibir, yo me desesperaba y, en momentos como aquellos, todas mis malas experiencias afloraban atrozmente” (“Cartas a mi Padre”, pág. 13) Veamos otro ejemplo de la imagen que Kafka grabó de su padre cuando rondaba los cuatro años. Una noche, ya acostado y sin poder dormir, lloriqueaba pidiendo agua, desoyendo los amenazadores intentos de su padre para que se callara, hasta que el hombre lo sacó de la cama, lo llevó al balcón y lo dejó allí solo, en camisón. “Años después aún sufría la torturante fantasías de que el hombre gigantesco, mi padre, la suprema autoridad, podía venir de noche, casi sin ningún motivo, y llevarme de la cama al balcón, y de que yo era, por tanto, una absoluta inexistencia para él” (“Cartas a mi Padre”, pág. 11). De este hecho podemos hacer tres observaciones: La primera es que en “El proceso”, Josef K se halla en la cama cuando dos hombres vienen a decirle que está detenido. La segunda es que en “El castillo”, K, está en cama cuando lo despiertan y le dicen que no tiene derecho a permanecer en el pueblo. Y la tercera, después de mencionar las dos anteriores, resulta obvia: ¡Acaso la tragedia de Gregorio Samsa no se inicia en la cama? Otro rasgo biográfico importante que encontraremos en el relato es aquél que refiere la profesión de Gregorio: “Comerciante viajero”; Kafka comienza a trabajar en julio de 1908 en un Instituto de seguros y también debía viajar constantemente. De las tres hermanas que Kafka tuvo, Elli, Valli y Otla, es con esta última con quien más compatibilidad tuvo y, además, él le pagaba sus clases de violín. En la obra, Grete, hermana de Gregorio, es la única que se preocupa por el hermano en desgracia y es también aficionada al violín. La última sirvienta que tomó a su servicio el señor Samsa., trataba hostilmente a Gregorio, resulta curioso el hecho de que cuando Kafka tenía seis años estaba al cuidado de Frau Anna, una cocinera que lo martirizaba constantemente. Cierto día, Frau Anna lo amenazaba con contar al maestro de la escuela que se había portado mal en casa. “M e quedé inmóvil y supliqué perdón. Ella me arrastraba. Yo la amenacé con desquitarme por medio de mis padres. Ella se rió. Era omnipotente allí. Me aferré a las esquinas y puertas de las tiendas, me negué a dar un solo paso hasta que ella me hubiese perdonado, le desgarré la falda –para ella tampoco fue una tarea fácil-, pero ella me llevó a rastras, prometiendo que también informaría de esto al profesor” (“Cartas a Milena” pág. 49). En cuanto a los nombres de los personajes, encontramos coincidencias en el de Gregor con Georg, este último personaje central de “La condena”; Kafka tuvo dos hermanos que murieron siendo niños: Heinrich y Georg. Por último en nombre de la hermana de Gregor Samsa es Grete, nombre de Grete Boch, joven de 21 años con quien Kafka sostuvo un idilio en el verano de 1914. Afectado de tuberculosis a la laringe Kafka murió en el sanatorio Kierling, en Kosternuburg, el 3 de junio de 1924. Sus restos fueron trasladados a Praga y sepultados el 11 de junio de 1924 en el cementerio judío de Straschnitz.
BOLA DE CEBO
Con “Bola de sebo”, Guy de Maupassant, escritor francés nacido en el castillo de Miromesnil, cerca de Dieppe, en 1850, logra una rápida celebridad pocas veces vista. El cuento apareció en 1880, en un volumen colectivo titulado “Las veladas de Médan”, que reúne trabajos de Emile Zola y otros escritores naturalistas. Esta narración está ambientada en la guerra de 1870 y nos cuenta las peripecias de un grupo de personas que viajan en diligencia de Rouen a Le Havre, huyendo de los invasores prusianos. La ciudad de Rouen ha quedado sin protección, pues, los últimos soldados franceses que la protegían, han tenido que huir ante la superioridad del ejército invasor: … “Después, luna profunda calma, una espera aterrada y silenciosa se habían cernido sobre la ciudad. Muchos burgueses barrigudos, debilitados por el comercio, esperaban ansiosamente a los vencedores, temblando por si se consideraban armas sus asadores y sus grandes cuchillos de cocina. La vida parecía detenida, las tiendas estaban cerradas, la calle muda. A veces algún habitante, intimidado por aquel silencio, se deslizaba rápidamente a lo largo de las paredes. La angustia de la espera hacía deseable la llegada del enemigo. En la tarde del día que siguió a la partida de las tropas francesas, unos ulanos, salidos de no se sabe dónde, cruzaron la ciudad con rapidez. Un poco después, una masa negra bajó por la cuesta de Santa Catalina, mientras otras dos oleadas de invasores aparecían por las carreteras de Darnetal y de Boisguillaume. Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron, en un preciso momento en la plaza del ayuntamiento; y por todas las calles vecinas llegaba el ejército alemán, desplegando sus batallones que hacían resonar el empedrado con su paso rítmico y duro. Voces de mando gritadas con una voz desconocida y gutural, ascendía a lo largo de las casa que parecían muertas y desiertas, mientras, tras los postigos entornados, algunos ojos acechaban a aquellos hombres victoriosos, dueños de la ciudad, de las fortunas y de las vidas por “derecho de guerra”. Los vecinos, en sus habitaciones en penumbra, sentían el enloquecimiento que provocan los cataclismos, los grandes trastornos homicidas de la tierra, contra los cuales resultan inútiles prudencia y fuerza. Esa misma sensación reaparece siempre que se altera el orden establecido, siempre que la seguridad ya no existe, siempre que todo lo que protegían las leyes de los hombres o de la naturaleza se encuentra a merced de la brutalidad inconsciente y feroz. Un temblor de tierra que aplasta bajo las casas derruidas a un pueblo entero; el río desbordado que arrastra campesinos ahogados con los cadáveres de los bueyes y las vigas arrancadas de los tejados, o un ejército glorioso que extermina a quiene4s se defienden, se lleva prisioneros a los demás, saquea en nombre del sable y da gracias a Dios al son del cañón, son otros tantos azotes espantosos que desconciertan toda creencia en la justicia eterna, toda la confianza que nos han inculcado en la protección del cielo y la razón del hombre. A cada puerta llamaban pequeños destacamentos, luego desaparecían en las casas. Era la ocupación después de la invasión. Comenzaba para los vencidos la obligación de mostrarse amables con los vencedores”. (“Maestros de la literatura universal”, Editorial La Oveja Negra – 1984; tomo I, págs. 320 – 321). Como la ciudad de El Havre, estaba ocupada por el ejército francés, muchos habitantes de Rouen tratan de huir, para lo cual deben contactar con alguna autoridad invasora para que les otorgue un salvoconducto. En algunos casos había que pagar considerables sumas para lograr el tan preciado permiso, pero en otros, bastaba la amistad de algún oficial alemán para conseguir una autorización de salida del general en jefe. Uno de estos grupos de fugitivos se reunieron a las cuatro y media de la madrugada en el patio del Hotel de Normandía, donde debían abordar un coche que los llevaría a Rouen. Cuando el coche partió iban en él diez personas. El señor y la señora Loiseau, mayoristas de vino, el señor Carré-Lamadon y su esposa, gran comerciante algodonero, el conde y la condesa Hubert de Bréville, quienes llevaban uno de los más antiguos y nobles apellidos de Normandía; dos monjas que desgranaban largos rosarios mascullando padrenuestros y avemarías; un hombre, muy conocido por el nombre de Cornudert, terror de la gente respetable y una mujer llamada Elisabeth Rousset, célebre por su gordura precoz que le había valido el sobrenombre de Bola de Sebo. “Bajita, redonda por todas partes, mantecosa, con dedos hinchados, estrangulados en las falanges, como rosarios de cortas salchichas, con una piel reluciente y tensa, un pecho enorme que se desbordaba bajo el traje, era sin embargo apetitosa y estaba muy solicitada, pues daba gusto ver su lozanía. Su rostro era una manzana roja, un capullo de peonía a punto de florecer, y en ´`el se abrían, arriba, unos magníficos ojos negros, sombreados por largas y espesas pestañas que los oscurecían aún más; abajo, una boca encantadora fina, húmeda para el beso, adornada con dientecillos brillantes y microscópicos”. (Edic. cit, Ibidem; págs. 325). En cuanto fue reconocida por las mujeres honestas que iban en el coche, las palabras “prostituta” y “vergüenza pública”, fueron bisbiseadas tan fuertemente, que Bola de Sebo alzó la cabeza. Las horas fueron pasando y el hambre fue apoderándose de todos los viajeros, que vanamente trataban de divisar alguna taberna para comer, pues, ninguno de ellos, a excepción de Bola de Sebo, había previsto proveerse de alimentos. Todos se miraban como reprochándose aquella negligencia que era como un azote a sus vacíos estómagos. Por fin, cuando se encontraban en el centro de una interminable llanura, sin un solo pueblo a la vista, Bola de Sebo, agachándose vivamente, retiró de debajo de la banqueta un gran cesto cubierto con una servilleta blanca. En él tenía dos pollos enteros, golosinas, patés y un gran número de alimentos para un viaje de tres días, con el fin de no depender de la comida de las posadas. Mientras Bola de Sebo comía, el desprecio de las señoras hacia la voluminosa muchacha se volvió feroz, con ganas de matarla, o de arrojarla del coche, a la nieve, a ella, su cubilete, su cesto y sus provisiones. El primero en aceptar la invitación de Bola de Sebo fue Loiseau, luego las monjas, después Cornudet y luego todos los ahí presentes, quienes parecieron olvidarse de los prejuicios hacia la muchacha; el hambre había hecho añicos todos los escrúpulos habidos y por haber. Las bocas se abrían y cerraban sin cesar, tragaban, masticaban, engullían ferozmente, en un concierto de placer y satisfacción. Pronto, ayudados por los vinos de Bola de Sebo, los viajeros comenzaron a contar historias para hacer más llevadero el tedioso viaje. Así se enteraron de que Bola de Sebo era mujer de armas de tomar, y bien que lo había demostrado cuando en Rouen le tuvieron que arrancar de las manos el cuello de un prusiano de casco puntiagudo, que había osado alojarse prepotentemente en su casa. Todos los presentes la miraron con cierto recelo, mientras le miraban sus mantecosas manos. Caída la noche el cesto se hallaba vacío; entre los diez lo habían agotado sin dificultad, lamentando que no fuera mayor. Después de catorce horas de viaje llegaron a Tótes donde se hospedaron en el Hotel del Comercio. Allí fueron interrogados por un oficial alemán quien verificó sus identidades y sus permisos respectivos. Antes de la hora de comida, el posadero mandó llamar a Bola de Sebo para informarle que el oficial alemán quería verla en su ofician; ella se negó, pero ante la presión que ejercieron los demás tuvo que acceder; “Su negativa puede provocar considerables dificultades”, dijo el conde Hubert de Bréville. A los diez minutos Bola de Sebo apareció, roja hasta estallar, y balbuciendo: “¡Oh, qué miserable! ¡Qué miserable!”; pero se negó a contar lo sucedido. Mientras cenaban, la esposa del posadero se la pasó despotricando de los prusianos de quienes decía que no hacían más que comer patatas y cerdo y que eran unos asquerosos que se cagaban en cualquier parte. Aquella noche mientras todos dormían. Cornudet trató vanamente de ganarse los favores de bola de Sebo, a quien su pudor patriótico de ramera, no le permitía dejarse acariciar cerca del enemigo. Como habían decidido salir a las ocho de la mañana, todos se reunieron en la cocina; pero el coche se hallaba en el centro del patio del hotel sin cochero y sin caballos. Después de buscarlo largo rato por toda la ciudad, al fin lo encontraron en un café sentado con el ordenanza del oficial alemán. Este último le había ordenado no enganchar los caballos sin darle razón alguna. Quisieron ver al oficial, pero éste sólo permitía que el posadero le llevara los mensajes y, como aquél sólo se despertaba a las diez de la mañana, tuvieron que regresar a sus habitaciones y esperar a que despertara. Loiseau, con el pretexto de estirar las piernas, fue a vender sus vinos s a los taberneros del pueblo, l9o cual alegró a su mujer, pues, ésta era muy pegada al dinero. Follenvie, que así se llamaba el posadero, se limitó a decir que ignoraba la razón de la negativa del oficial alemán, de ahí que no les quedó más remedio a los viajeros que ir en busca del obstinado prusiano. Si bien fueron recibidos, los tres hombres, encabezados por el conde, no recibieron ningún pormenor de su negativa. La tarde fue lamentable. No entendían nada de aquel capricho del alemán; y las más singulares ideas rondaban por sus cabezas. Los más ricos eran los más asustados, pues, se veían ya obligados a soltar sus sacos llenos de oro para comprar sus vidas a aquel soldado indolente. Cuando el posadero apareció y pronunció con su voz gargajosa: “El oficial prusiano pregunta si la señorita Elizabeth Rousset ha cambiado ya de opinión”, y la susodicha respondió: “Dígale usted a ese sinvergüenza, a ese marrano, a ese canalla de prusiano, que nunca querré”, todos los allí presentes comprendieron cuál era la causa de sus desgracias. Lo que el oficial alemán quería era acostarse con Bola de Sebo. Todos se solidarizaron con aquella pobre muchacha, que se negaba a los requerimientos de aquel asqueroso prusiano. Pero a medida que los días fueron transcurriendo y viendo que el alemán no daba su brazo a torcer, las opiniones de solidaridad se fueron desvaneciendo como la nieve ante la fuerza de os rayos solares. Loiseau, que compr4endía la situación, preguntó si aquella “zorra” iba a obligarlos a quedarse mucho tiempo aún en semejante lugar. El conde, siempre cortés, dijo que no se podía exigir a una mujer tan penoso sacrificio, y que tenía que salir de ella la decisión. Loiseau tuvo la idea de proponer al oficial que retuviera a Bola de Sebo por la fuerza y dejase partir a los demás. El oficial se negó rotundamente. Entonces estalló el carácter populachero de la señora Loiseau: “o vamos a morirnos de viejos aquí. Puesto que el oficio de esa bribona es hacerlo con todos los hombres, opino que no tiene derecho a rechazar a uno y no a otros. Se lo aseguro, ha cogido todo lo que ha encontrado en Rouen, ¡hasta cocheros! ¡Sí, señora, el cochero del prefecto! Lo sé de buena tinta, compra el vino en nuestra casa. Y hoy, que se trata de sacarnos del apuro, ¡esa mocosa se hace la remilgada!... a mí me parece que el oficial se comporta muy bien. Quizás esté en ayunas desde hace mucho tiempo; y sin duda preferiría a cualquiera de nosotras tres. Pero se contenta con la de todo el mundo. Respeta a las mujeres casadas. Figúrense, el dueño es él. Sólo tenía que decir: “Quiero”, y podría tomarnos a la fuerza con sus soldados” (Edic. cit, Ibidem; págs. 338). Después de escuchar a la señora Loiseau, llegaron a la conclusión que tendrían que hacer que la misma Bola de Sebo se decidiera a aceptar, entonces se pusieron a conspirar. Se preparó largamente el bloqueo, como en el caso de una fortaleza asediada. Convinieron el papel que cada cual desempeñaría, los argumentos en que se basaría, las maniobras que debería realizar. Había que forzar por medio de la argucia a que aquella ciudadela viviente recibiera el enemigo en la plaza. Hubo al comienzo alusión a personajes abnegados que se sacrificaron por el próximo, llegándose incluso a nombrar el sacrificio de Abraham que no tuvo reparos en sacrificar a su propio hijo a petición del Señor. La monja más vieja, la cual tenía el rostro agujereado por la viruela, reforzó la insinuación alegando que “Una acción censurable en sí se vuelve a menudo meritoria por la intención que la inspira”. La intervención de aquel rostro estropeado, acribillado por innumerables agujeros y, que parecía una imagen de las devastaciones de la guerra, terminó por destruir el último ápice de resistencia en la férrea voluntad de la pobre Bola de Sebo. A la hora de cenar, el posadero anunció que la señorita Rousset se sentía indispuesta, y que no podría bajar a comer. Un gran suspiro de alivio salió de todos los pechos. Loiseau, emocionado, manifestó que si tuviera champán a la mano le gustaría invitárselo a todos; a la señora Loiseau le entró la angustia cuando el posadero regresó con cuatro botellas en la mano. Todos incluyendo a las dos monjas, se entregaron a los placeres de aquella deliciosa bebida, mientras la pobre Bola de Sebo se entregaba a los requerimientos del oficial alemán. El único que no compartía aquel momento de dicha era Cornudet, quien se limitó a decir: “¡Les digo a todos que acaban de cometer una infamia!”, y desapareció. Loiseau, que había presenciado los infructuosos intentos de Cornudet aquella noche, se puso a contar los pormenores de como Bola de Sebo se había negado a estar con él, por recato a ser descubierta en pleno ajetreo. Todos estallaron en risotadas: el conde se ahogaba, otros se sujetaban el vientre con las dos manos ante las ocurrencias de Loiseau que acompañaba la narración con una serie de gestos que eran el deleite de los presentes quienes tosían de tanto reír. Aquella noche, todos perdieron el sueño, empecinados en oír lo que sucedía entre Bola de Sebo y el oficial prusiano. A la mañana siguiente, la diligencia esperaba ante la puerta. Todos la abordaron lo más rápido posible, como si estuvieran temerosos de que el oficial prusiano cambiara de parecer. Sólo esperaban a Bola de Sebo, quien no tardó en aparecer. Todos se mantuvieron lejos de ella, como si tuviera alguna enfermedad infecciosa. El coche se puso en marcha. Bola de Sebo se sentía indignada con todos sus vecinos, y humillada por haber cedido a los besos de aquel prusiano en cuyos brazos la habían arrojado en forma hipócrita. Las monjas cogieron el gran rosario que colgaba de su cintura, se santiguaron juntas, y de pronto sus labios empezaron a moverse vivamente, apresurándose cada vez más precipitando su vago murmullo como en una carrera de oremus; de vez en cuando besaban una medalla, se santiguaban de nuevo, después volvían a empezar su rezongo rápido y continuo. A medida que el tiempo transcurría, el hambre empezó a llamar a los estómagos y cada cual comenzó a desenvolver sus provisiones; sólo la pobre Bola de Sebo no tuvo que llevarse al estómago, pues, con la prisa y la turbación de su despertar, no había po9dido proveerse de ningún alimento. Nadie la miraba ni pensaba en ella. Se sentía ahogada por el desprecio de aquellos bribones que la habían sacrificado primero, y rechazado después, como una cosa sucia e inútil. Quiso gritarles a la cara su furia, pero las fuerzas sólo le dieron para dejar caer por sus rosadas mejillas unas cuantas lágrimas. El coche siguió avanzando más de prisa, al estar la nieve más dura, y Bola de Sebo siguió llorando entre las tinieblas de la noche. Es innegable que la guerra franco-prusiana, a la cual Maupassant fue movilizado, debió dejar una profunda impresión en su ánimo; la guerra se le aparecía siempre como algo sórdido, atroz y bárbaro. De ahí las alusiones sarcásticas antimilitaristas que abundan en esta obra, como en otras posteriores. Ya en 1890 sus trastornos nerviosos le impiden escribir, y el recuerdo de lo sucedido con su hermano Hervé que murió loco en 1889- ensombrecía todas las perspectivas de curación. Su aspecto físico había cambiado en muy poco tiempo, el deterioro había llegado a los límites casi intolerables. Sufría terribles insomnios y se manifestaba en él una clarísima manía persecutoria: los médicos le recomendaron hacer curas en los Alpes y en la Costa Azul; nada daba resultado y el primero de enero de 1892 intentó suicidarse abriéndose la garganta con un cortaplumas. Había perdido hasta el último vestigio de lucidez cuando sus amigos lo internaron en la clínica del famoso doctor Blanche, y allí murió, tras crisis periódicas de violencia que obligaban a los enfermeros a ponerle la camisa de fuerza, sin haber recobrado la razón dieciocho meses más tarde. Era el 06 de Julio de 1893, cuando le faltaba un mes para cumplir los cuarentaitrés años.
EL AVARO
Comediante de Jean Baptiste Poquelin, más conocido como Moliere, que se repuso en escena el 9 de setiembre de 1668, desconociéndose la fecha exacta de su primera representación. La escena con que comienza la obra se desarrolla en París, en casa de Harpagón, viejo avariento para quien lo único que tiene valor en la vida es el dinero, el cual tiene a buen recaudo y del que priva a sus dos hijos, Cleante y Elisa, con mezquindad obsesiva. Valerio y Elisa discuten, pues, ésta tiene miedo de las consecuencias que pueda tener las relaciones amorosas que ambos llevan a escondidas. Valerio es un joven que conoció a la hija de Harpagón en circunstancias bastantes novelescas. La muchacha estaba en peligro de sucumbir entre las embravecidas olas del mar, pero el sorprendente arrojo de Valerio la arrancó de las garras de la muerte, a riesgo de su vida. De allí para adelante el joven enamorado supo ganarse el amor de la muchacha llegando incluso, para permanecer junto a ella, a hacerse criado de Harpagón. Pero ahora la muchacha teme la irritación que en su padre pueda provocar dicha revelación, así como los reproches de la familia y la censura de la gente. Valerio censura la excesiva avaricia de Harpagón y la vida austera que lleva con sus hijos; pero hace todo lo posible por agradar al viejo avaro llenándolo de adulaciones con el propósito de conquistar su cariño. Valerio sabe que no hay mejor medio para atraerse a los hombres, como el de hacer alarde de sus mismas inclinaciones, acepta sus principios, alabar sus defectos y aplaudir cuanto hacen. Ambos concluyen en que si es oportuno, harán partícipe a Cleante de su secreto amor. Para sorpresa de Elisa, Cleante le confiesa que está enamorado de una muchacha pobre llamada Mariana y que está resuelto a como dé lugar a casarse con ella. Cleante se lamenta de que para vestir con decoro tena que estar empeñándose por todas partes, y que eso le resulta ignominioso teniendo un padre que posee una cuantiosa fortuna. Elisa hace causa común con los acertados juicios de su hermano. La aparición de Harpagón y La Flecha, su criado, hacen huir a los hermanos quienes buscan un discreto lugar donde concluir sus confidencias. Harpagón reprende acremente a su crisado a quien acusa de andar fisgoneando todos sus actos y de ser un vi ladrón. Los despide, no sin antes, rebuscarle los bolsillos y los calcetines para tener la certeza de que se va sin hurtarle nada. Cuando La Flecha se va, entran Elisa y Cleane, Harpagón censura a su hijo su forma de vestir, en su opinión Cleante gasta mucho dinero en sus vestidos, el cual, sin lugar a dudas, Harpagón supone que el muchacho ha hurtado. Más adelante Harpagón comunica a sus hijos que desposará a una muchacha, ésa resulta ser Mariana. La Noticia es un baldazo de agua para Cleante, quien desfalleciente se retira de la escena; pero allí no queda todo, pues, para Elisa ha conseguido un hombre maduro discreto y comedido que tiene mucho dinero. Antes de que la muchacha, que ha quedado boquiabierta pueda objetar algo, Harpagón le dice que la boda se realizará esa misma noche. Valerio aparece y sin saber la causa de la discusión entre padre e hija, apoya a su amo con toda firmeza. Los ladridos de un perro en el jardín, hacen abandonar la escena al viejo Harpagón, pues, teme que el animal descubra el dinero que tiene enterrado en el jardín. Cuando el avaro regresa, Valerio, ya enterado de lo que acontece, sigue apoyando a Harpagón, pues, piensa que estando de su parte le será más fácil dominarlo cuando llegue el momento de poner en su lugar las coas. Ya repuesto, Cleante se encuentra con La Flecha, a quien ha encargado la búsqueda de un préstamo que le facilite quinde mil francos. El prestamista prefiere ocultar su identidad por lo que será Maese Simón quien actuará de mediador. Las condiciones del préstamo son dignas del más prototípico usurero; a Cleante no le queda más que aceptar diciendo: “A eso se ven reducidos los jóvenes, por la maldita avaricia de los padres, ¡y después extrañará que los hijos le deseen la muerte” (“El avaro”, Editorial Lima; pág. 47). Por otro lado, Harpagón no puede ocultarle a Maese Simón la preocupación que le embarga por el hecho que pueda ser timado por el desconocido solicitante. Tiene lugar el encuentro, y padre e hijo descubren sus verdaderas identidades; ambos se reprochan: Harpagón reprocha a Cleante censurándole que se abandone a la relajación, de precipitarse en gastos espantosos y de entregarse a una descarada disipación de los bienes que sus padres han acumulado a costa de “tantos sudores”; Cleante le reprocha el hecho de que para aumentar sus réditos, acuda a las más infames sutilezas que jamás hayan podido inventar los más célebre usureros. Cleante se retira, no sin antes, decirle a su padre: “¿Cuál es más criminal, a vuestro parecer? ¿Quién compra dinero que necesita, o quién roba el que no le hace falta?”. Harpagón prosigue aún en sus proyectos matrimoniales, para lo cual recurre a los servicios de una alcahueta llamada Frosina, quien ha expuesto a la madre de Mariana la proposición matrimonial del viejo avaro quien ya tiene los sesenta años cumplidos. Frosina, como es lógico, espera obtener una buena ganancia del asunto, pero Harpagón, tozudo e indiferente a las indirectas de la astuta mujer, sale airoso con un rotundo no. Frosina no da marcha atrás en su objetivo, llenando de halagos al anciano, pero ése la deja con la palabra en la boca diciendo que alguien lo está llamando. Frosina, resignada por el momento, musita: “¡Mal tabardillo te ahogue, que los diablos te lleven, perro de villano!”. Harpagón reúne en su casa a sus criados, Claudia, Pejepalo, Avenilla, y a Santiago, su cocinero y cochero a la vez, para darles las indicaciones pertinentes para la comida que se realizará en su casa debido a su casamiento con Mariana. En las órdenes que imparte a Claudia, Harpagón refleja su extrema tacañería: “A vuestro cargo corre la limpieza de todo; cuidad mucho de no frotar demasiado los muebles, pues, podrían gastarse. Además durante la cena tendréis el manejo de las botellas; y ¡cuidado! Que si se pierde o se rompe alguna, os tendré por responsable y lo deduciré de vuestro sueldo (Edic. cit,; págs. 64). Valerio sigue empecinado en quedar bien ante Harpagón, interviniendo a su favor cada vez que alguno de los criados trata de contradecirlo. Santiago, exasperado, le increpa a Harpagón todo lo que se murmura de él; “que es el hazmerreír de todos y que jamás se habla de él sino bajos los nombres de avaro, ruin, villano y usurero”. Harpagón, ofendido, lo golpea y se retira.
Llegada la hora de la comida y Frosina, acompañada de Mariana aparece en casa de Harpagón. Mariana manifiesta a la alcahueta que no le agrada nada aquel viejo avariento, y que por el contrario su presencia le provoca repugnancia. Así mismo le indica que está enamorada de un oven muy agradable, a lo cual Frosina le responde diciendo que todos esos galanes son agradables y saben mostrarse zalameros; pero que en su mayoría son más pobre de una rata, y que más vale que tome por marido a un viejo que le traiga muchos bienes, y, que si bien los sentidos no hallan tanta satisfacción, y que alguna repugnancia hay que vencer con un esposo así, tal suplicio no es duradero, pues, la muerte ha de cargárselos pronto dejándolas viudas, pero ricas. El hombre que Mariana ama no es otro que Cleante; pero los jóvenes amanes, recién enterados de la situación en que se hallan inmersos, deben ocultar sus afectos. Harpagón, ante las miradas y las buenas relaciones que inmediatamente ve establecerse entre su hijo y Mariana, concibe una sospecha que desea comprobar a como dé lugar. Finge haber reflexionado sobre los años que tiene y sobre el hecho de que la gente hablaría si el desposara a una muchacha tan joven; entonces propone a Cleante que sea él quien despose a la muchacha. El joven enamorado, entusiasmado con la idea, se descubre cayendo así en la trampa; pero en cuanto su padre lo desengaña le anuncia que, ya que la situación ha llegado a tales extremos, no se la cederá si no es por la fuerza. “Estas no son cosas en que los hijos estén obligados a conformarse con el deseo de los padres; el amor no conoce a nadie”. Momentos después aparece en escena La Flecha, quien lleva consigo un cofre, que no es más que el tesoro que Hargapón tenía enterrado en el jardín. Pide a Cleant5e que lo siga y éste accede a la petición del criado. No tardan en escucharse los gritos de Hargapón clamando por el ladrón de su preciado tesoro: “¡Ah pobre dinero mío; mi pobre dinero, mi querido amigo! ¡Me han privado de ti, he perdido mi sostén mi consuelo, mi alegría; todo se acabó para mí, y ya nada tengo que hacer en el mundo; me es imposible vivir sin ti! No, no puedo más estoy muerto, estoy enterrado… Quiero ir en busca de la justicia y que se dé tormento a toda la casa: sirvientes, lacayos, hijos, y a mí también (Edic. cit, Ibidem; págs. 111 -112). Llega a casa de Harpagón un oficial de justicia acompañado de un alguacil: Harpagón se halla exasperado y ante la declaración de de Santiago que dice haber visto a Valerio hurtar el arca con el dinero, lo cual no es más que una falsa acusación del cocinero para quitarlo del medio, pues, siente que es favorecido por Harpagón, éste conmina a Valerio a confesa el “atentado más horrible que jamás se hay cometido”. Ante la sorpresa de todo Valerio confiesa: “Señor, puesto que os lo han descubierto todo, no voy a andarme con rodeos y negarlo”. De aquí para adelante Harpagón y Valerio entran en un diálogo hilarante por cuanto todo lo que dice el viejo avaro está referido a su dinero perdido, mientras que Harpagón le estuviera hablando de sus relaciones amorosas con Elisa. La llegada de Anselmo aclara el panorama. Harpagón desconsolado se lamenta de que Valerio se ha introducido en su casa con el disfraz de criado, para robarle su dinero y para sobornar a su hija. Valerio revela su verdadera identidad, manifestando que es hijo de don Tomás de Alburci, quien junto a su familia sufrió un naufragio, y pasa a discurrir aquel suceso ocurrido cuando aún era un niño: … “Sí; mas sabed, para vuestra confusión, que su hijo, de siete años, con un criado, fue salvado de ese naufragio por un barco español, y que quien os habla es ese hijo salvado; sabed que el capitán del buque, apiadado por el porvenir, me tomó cario, me hizo educar como a su propio hijo, y que las armas fueron mi empleo en cuanto me sentí capaz de ello; y que después he sabido que mis padres no habían muerto, como lo había creído siempre; que al pasar por aquí mientras iba en su busca, una aventura, dispuesta por el cielo, me hizo ver a la encantadora Elisa: que su vista me convirtió en esclavo de su belleza; y que la violencia de mi amor y los rigores de su padre me llevaron a tomar la resolución de introducirme en su casa y mandar a otro en busca de mis padres” (Edic. cit, Ibidem; págs. 131) Así se pone al descubierto también que Mariana es hermana de Valerio, y que ambos son hijos de Anselmo. La obra comienza así a tener un desenlace al enterarnos que la familia quedó separada y dispersa muchos años antes por extraordinarios reveses de fortuna que habían persuadido recíprocamente a los unos de la muerte de los otros. Anselmo, aquel hombre de cincuenta años, que Harpagón quería casar con Elisa, abre los brazos muy emocionado para estrechar a sus hijos y confiesa que él es Tomás de Alburci. Mariana, conmovida, relata los avatares sufridos unto a su madre: … “Y nuestra madre, a quien vais a colmar de alegría, me ha hablado mil veces de las desgracias de nuestra familia. El cielo tampoco nos dejó perecer en ese naufragio, pero nos dejó la vida a cambio de la pérdida de la libertad, pues, unos corsarios nos recogieron a mi madre y a mí, mientras nos manteníamos a flote sobre uno de los despojos de nuestro buque” (Edic. cit, Ibidem; págs. 132). Cuenta además que después de diez años de cautiverio, una afortunada casualidad les devolvió la libertad. Cleante hace su aparición, y propone a su padre un trato; le asegura que si resuelve dejarlo desposar a Mariana, su dinero le será devuelto. Anselmo intercede ante Harpagón quien consiente en el doble himeneo: el de Cleante con Mariana y el de Valerio con Elisa. Al final el más contento es Harpagón, pues no otorga ningún dinero para la dote de sus hijos, le harán un traje nuevo para asistir a la boda y sobre todo que recuperó su arca. “El avaro”, es en parte una imitación de una comedia de Plauto (254 a.C. – 184 a.C.) llamada “La Perdularia”; pero mientras que Plauto había pintado las angustias surgidas del encuentro fortuito de un tesoro, Moliere, en la figura de Harpagón, creó el tipo del verdadero avaro, odioso, ridículo y terrible. Harpagón no sólo es el clásico avaro que oculta su oro, sino que es un rico burgués y un usurero moderno, que saca provecho de su capital y al que su pasión por el dinero hace olvidar sus deberes de padre. Para realizar su vasta producción se inspiró Moliere en las fuentes más diversas, desde la comedia antigua, con Plauto y Terencio, hasta sus más próximos contemporáneos: Paul Scarron, Rotron, Cyrano de Bergerad, pasando por la Edad Media y el siglo XVI, “Me es permitido coger lo bueno donde lo hallo” respondió a los que le reprobaban lo que llamaban sus plagios. Si en algunas ocasiones copió, buscaba la vida en sus antecesores, pero más aún la buscaba en la observación directa de la realidad. Para él, el objeto de la comedia era “presentar en general los defectos de los hombres y principalmente de los hombres de nuestro siglo”. La pintura de los caracteres era la base de su realismo sicológico. Los personajes que crea se mueven en la sociedad contemporánea: “Las preciosas ridículas” en la desorganización de un hogar de la clase media; en “Don Juan”, el arquetipo del gran señor libertino y corrompido. Sus individuos son tipos eternos; esos burgueses y esos nobles son orgullosos, vanidosos, tontos, astutos, malvados, egoístas, o por el contrario, espíritus rectos y sólidos, de manera que pueden considerarse las piezas de Moliere ya sea como evocaciones de una sociedad desaparecida o sino como una descripción de caracteres sin fecha ni existencia histórica. No se limitó a estudiar los estragos del vicio en el hombre, sino que siguió fuera del hombre las alteraciones de los sentimientos naturales que dichos vicios provocan. Esto es muy visible en “El avaro”; la avaricia de Harpagón mata en él el sentimiento del honor, de la dignidad, la noción de sus deberes familiares y en sus hijos destruye el respeto, el amor filial; los vínculos familiares se disuelven, padres e hijos se enfrentan como extraños y como enemigos. Se le ha reprochado el haber forzado la naturaleza y exagerado los caracteres: el dinero es la única idea de Harpagón, pero esas exageraciones acentúan el relieve del personaje, son necesarias al teatro, tanto para dar veracidad como para dar la nota cómica.
BRITÁNICO
Jean Racine (1639 – 1699), es la culminación de una forma artística, la “tragedia clásica” la fórmula se inventó en el Renacimiento italiano, sobre supuestas bases griegas, y se acogió y recibió toques finales en Francia, mientras la rechazaban España e Inglaterra. Resultaba difícil acomodarse a la irracional tiranía de las tres unidades –acción, lugar y tiempo-; sólo Racine logró insertarse en ellas sin dificultad, porque ideó sus tragedias como simples momentos de crisis y desenlace. Cuando se descorre el telón, ya son antiguas las pasiones en conflicto, ya está preparada la crisis; sólo falta provocarla y resolverla. Con el contenido de una tragedia de Racine. Shakespeare o Lope de Vega habían hecho apenas el acto final de una de sus obras. Dos Siglos después, el dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen, repetirá el procedimiento. Con una ventaja para Racine: Ibsen, para provocar la crisis, echa mano a veces de algún secreto que ha de descubrirse y desencadenar el drama (verbigracia: “Casa de muñecas”); en Racine no hay necesidad de secretos: las pasiones mismas, con su violencia, sorprendidas en punto de crisis, le bastan. El hecho histórico de la obra lo obtiene Racine de los “Anales” de Tácito, libros XII y XIII y de Suetonio. Esta tragedia, la cuarta de las once que compuso el dramaturgo francés, se divide en cinco actos, y fue estrenada en 1669 en el Hotel de Bourgogne, sin ningún éxito. Para hacer más comprensible el resumen de esta obra considero necesario hacer una sucinta sinopsis histórica del personaje principal, el emperador Nerón. Nerón nació en Anzio, en el mes de diciembre del año 790 de la era cristiana. Tenía once años cuando Claudio lo adoptó, dándole por maestro a Anneo Séneca, que ya era senador. Su madre, Agripina, fue hermana del emperador Calígula, y estaba resuelta a que su hijo asumiera el poder. Hacia el año 48 logró Agripina con sus intrigas que Mesalina, mujer del emperador Claudio, fuera ajusticiada. Un año después se casó con Claudio. El emperador adoptó a su hijo y le cambió el nombre de Lucio Domicio Enobardo a Nerón Claudio César. Más adelante Nerón se casa con Octavia, a pesar de estar ésta desposada con Silano, Octavia era hermana de Británico, y ambos, hijos de Claudio con Mesalina. El año 54 Agripina envenenó a Claudio y Nerón ascendió al trono; éste tenía entonces diecisiete años. Al principio de su reinado redujo las contribuciones y corrigió muchos abusos gubernamentales. Dio al senado libertad para legislar y aconsejarlo y gobernó las provincias inteligentemente. Sus consejeros hicieron lo posible por alejarlo de la influencia maligna de su madre. Furiosa Agripina al verse despreciada de su hijo, lo amenazó con apoyar a Británico, rival y hermanastro. Aquí da comienzo, Racine, a su tragedia, la cual pasaré a resumir. Agripina, madre del emperador Nerón, confiesa a Albina, su confidente, la inquietud que la angustia: Nerón, hijo nacido de su primer matrimonio con Domicio Enobardo, da muestras de antipatía hacia su hermanastro, Británico. Ella se siente culpable de haber desheredado del trono a Británico para imponer el satánico Nerón, en él. Para Albina no ha habido en roma mejor gobernante que Nerón, pues, en dos años de gobierno ha demostrado tener todas las virtudes del emperador Augusto cuando envejecía. Pero Agripina ve las cosas desde otra óptica y así se lo hace saber: …”…ciertamente, él comienza por donde Augusto acabó; pero temo que si el porvenir destruye al pasado, acabe como comenzó Augusto. En vano se disfraza, leo sobre su rostro el triste y salvaje humor de los fieros Domicios. Y con el orgullo que recogió de esa sangre, mezcla la altanería de los Nerones, que bebió en mi seno. Siempre tiene felices primicias la tiranía: Cayo hizo durante un tiempo las delicias de Roma; pero, volviéndose furor su fingida bondad, las delicias de Roma se convirtieron en horrores”. (Británico”, Jean Racine; Editorial Losada, S.A. 1944 – pág. 140). Nerón, sabiendo el amor que une a Británico y a Junia, ha mandado raptar a la muchacha a quien tiene prisionera en su palacio. El emperador ha dado claras muestras de despecho hacia su madre, pues, intuye que ésta favorece a su rival, Británico. Cuando embajadores de otros reinos fueron a rendirle homenaje a Roma, Nerón quedó deslumbrado de su propia gloria y, cuando su madre iba a ocupar el trono junto a él, Nerón se levantó, y corriendo a abrazarla, la apartó del lugar que pretendía ocupar. Desde ese día Agripina comprendió que su hijo ya no le pertenecía y que sólo era dueña de su nombre; siente que Séneca, su maestro y consejero, y Burrus, su ayo, se ha apoderado de él. Es Burrus quien comunica a Agripina que el emperador ha dispuesto no recibir a nadie por algún tiempo; ésa, indignada ante aquella orden, reprocha a Burrus ser culpable del comportamiento de su hijo: … ¿Pretendéis ocultarme al Emperador por largo tiempo? ¿No lo veré ya sino a título de importuna? ¿He alzado, pues, tan alta vuestra suerte para poner una barrera entre mi hijo y yo? ¿No osáis dejarlo un momento consigo mismo? ¿Entre Séneca y vos os disputáis la gloria de quien me borrará más pronto de su recuerdo? ¿Os lo confié para que hicierais de él un ingrato? ¿Para qué fuerais los dueños del Estado bajo su nombre? ¡En verdad, mientras más medito, menos puedo concebir que oséis considerarme como vuestra criatura, vos, cuya ambición pude dejar envejecer entre los honores oscuros de alguna legión, a mí, que he sucedido en el trono a mis ascendientes, hija, mujer, hermana y madre de vuestros señores! ¿Qué pretendéis, pues? ¿Pensáis que mi voz haya creado un emperador para imponerme tres?” (Edic. cit, Ibidem; pág. 143) Burrus se defiende de los ataques de Agripina alegando que ya no se trata del hijo de ella sino del dueño del mundo Burrus se siente protector de Nerón a los ojos del Imperio Romano, y considera que sólo a él deberá rendir cuenta de su conducta. Por último Burrus acusa a Agripina de apoyar a Británico sin importarle que éste sea enemigo del emperador y por lo tanto del Imperio. En un encuentro entre Agripina y Británico, éste muestra su pesar por el abuso cometido por Nerón al raptar a su amada Junia. Agripina se marcha a casa de Palas a pedirle consejo, invitando a Británico par que vaya después allá. Narciso, ayo de Británico, permanece atento a todas estas conversaciones, pues, no es más que un traidor al serbio de Nerón; Británico, ignorante de la deslealtad de su ayo, pide consejo a éste, quien lo incita para que una sus esfuerzos con Agripina. Mientras Británico se dirige a casa de Palas, Narciso corre al Palacio del Emperador a ponerlo al tanto de los acontecimientos. Para muchos el rapto de Junia obedece a una cuestión de intereses, pues, la joven es biznieta del fundador de la dinastía. Augusto; Británico por otro lado es el heredero legítimo del Imperio; de este modo el matrimonio de ambos podría hacer peligrar la autoridad de Nerón. Mientras tanto, el Emperador ordena a Burrus que destierre a Palas, a quien considera que envenena con sus consejos a su madre y a su hermanastro. Nerón confiesa a Narciso haberse enamorado de su cautiva a quien dice amar desde “hace un instante, pero para toda la vida”. Mas el Emperador siente que su presencia sólo provoca el desprecio de la joven; quizá el recuerdo de la muerte de su hermano, de la cual Junia atribuye a Nerón parte de culpa, sea la causa de aquella actitud acerba. Narciso, buscando congraciarse con el emperador, lo anima a que persevere en su intento, sugiriéndole además que se divorcie de Octavia, su esposa. El Emperador teme los ataques y reproches que le pueda hacer su madre: …”Lejos de su vista, ordeno, amenazo, escucho vuestros consejos, oso aprobarlos; me excito en su contra y trato de desafiarla. Pero (y te muestro aquí mi alma desnuda) tan pronto como mi desgracia me lleva ante sus ojos, sea que no me atreva aún a desmentir el poder de esos ojos en que he leído mi deber tanto tiempo, sea que mi memoria, fiel a tantos beneficios, le somete secretamente todo cuanto por ella tengo, en fin, de nada me sirven mis esfuerzos: tiembla ante el suyo mi sueño atónito. y para libertarme de esta dependencia la huyo por todas partes hasta la ofendo, y provoco de tanto en tanto su enojo, a fin de que me evite como la huyo yo. Pero te detengo demasiado. Retírate, Narciso. Podría Británico acusarte de falso”. (Edic. Cit, Ibidem; pág. 153)
Antes de irse, el pérfido ayo le aconseja gobernar sin pensar en qué dirán los demás; con respecto a Británico, Narciso no tiene cuidado, pues dice que aquél, “se abandona a mi fidelidad. El cree, señor, que os veo por orden suya, que me informo aquí de todo cuanto le importa, y quiere enterarse por mi boca de vuestros secretos. Impaciente ante todo por volver a ver a su amor, espera de mi diligencia ese fiel socorro”. (Edic. cit, Ibidem; pág. 153) Nerón se entrevista con Junia y después de declararle su amor le pide que sea su esposa, pues, dentro de poco se divorciará de Octavia. La muchacha, estupefacta ante aquella confidencia, le dice que aquello es imposible ya que su corazón pertenece a Británico; colérico, el Emperador ordena traer a su hermanastro para que se entreviste con Junia, quien, por la seguridad de su amado, deberá demostrarle indiferencia para que éste la olvide. Nerón se esconde tras unas cortinas para asegurarse que la muchacha cumpla con sus órdenes. Todo resulta vano, pues, aun en silencio, los jóvenes no pueden ocultar su amor; pero Británico no parece entender aquella silenciosa pasión, y se marcha consternado. Narciso, por petición del Emperador, se encargará de atizar ese fuego de dolor que anida en el corazón del desconsolado Británico. Burrus comunica a Nerón que Palas ya ha sido desterrado; el ayo nota que su amo se halla deprimido y teme que el amor por Agripina, que tanto lo domina, lo haga vulnerable. Agripina, exacerbada por el destierro de Palas, manifiesta a Burrus que moverá sus influencias contra Nerón y delatará ante el pueblo los abusos cometidos por su malvado hijo: destierros, asesinatos, raptos y otras canalladas más que ella conoce muy bien. El ayo declara abiertamente la guerra a Agripina:…”No os creerán, señora. Sabrán recusar la injusta estratagema de un irritado testigo que así mismo se acusa (…) su poder no puede hoy ser debilitado por nadie ni por vos misma; y si él me escucha todavía, señora, bien pronto su bondad os hará perder todo interés en hacerlo He comenzado, y proseguiré mi obra”. (Edic. cit, Ibidem; págs. 166) Agripina reitera a Británico su promesa de recuperar a Junia; éste lamenta la actitud de la muchacha a quien considera ingrata y criminal. Junia aparece y cuenta a su amante la verdad de lo sucedido, del porqué se su evasiva. Británico maldice al Emperador y cae a los pies de su amada implorándole perdón por haber dudado de su fidelidad. En esos instantes aparece Nerón quien discute con su hermanastro; cansado de oír los reproches e injurias que éste la hace, el Emperador llama a sus guardias quienes detienen a Británico. Mientras tanto, Junia es detenida en sus habitaciones. Enfurecido, Nerón ordena a Burrus que vigile a su madre a quien culpa de haber reunido a los amantes, pues, mientras ellos se entrevistaban, Agripina lo retenía a él en su palacio. Burrus lleva ante Nerón a Agripina, quien lanza a su hijo una larga recriminación: …”…Ignoro de qué crimen ha podido acusárseme, pero os pondré al corriente de cuantos cometí. Vos reináis, y sabéis cuánta distancia puso vuestro nacimiento entre el Imperio y vos. Sin mí, hasta los derechos de mis abuelos, consagrados por Roma, eran escalones inútiles. Cuando la madre de Británico fue condenada, permitiéndose así que se disputara el himeneo de Claudio, entre tantas bellezas que solicitaban su elección, que mendigaban los votos de sus libertos, yo anhelé su mano con el único pensamiento de dejaros el trono en que se me colocaría. Pisoteé mi orgullo, fui a rogar a Palas. Acariciado diariamente en mis brazos, su amo bebió insensiblemente en los ojos de su sobrina el amor a que yo quería llevar su ternura. Pero el lazo de sangre que a ambos nos unía apartaba a Claudio de un incestuoso lecho. No se atrevía a desposarse con la hija de su hermano. Se sedujo al Senado: una ley menos severa puso en mi lecho a Claudio y a Roma a mis plantas. Eso era mucho para mí pero nada para vos. Conmigo os hice entrar en su familia: dándoos su hija os convertí en su yerno. Abandonado se vio Silano, que la amaba, y marcó con su sangre ese infausto día. Pero aún era poco. ¿Hubierais podido imaginar que un día llegara Claudio a preferir su yerno a su hijo? Volví a implorar el socorro de Palas; vencido por sus argumento os adoptó Claudio; os llamó Nerón, y bien pronto quiso haceros partícipe con él mismo del poder supremo. (…) Al mismo tiempo, agotando las riquezas de Claudio, mi mano las esparcía generosamente en vuestro nombre…) Mientras tanto inclinábase Claudio hacia su fin, y sus ojos, largo tiempo cerrados, se abrieron finalmente: reconoció su error, Lleno de temor por él, dejó escapar algunas quejas a favor de su hijo; quiso reunir a sus amigos, pero era demasiado tarde…”…(Edic. cit, Ibidem; págs. 175 – 176 y 177). Lo acusa de haberse inmiscuido entre Junia y su hermanastro traicionando a la mujer que ella le puso en el lecho, Octavia; pero lo que más dolor ha causado a Agripina, e saberse dejada de lado en cuanto a lo que a poder dentro del Imperio se refiere. Nerón se defiende alegando que ella, todo lo que ha hecho por él, lo ha realizado con la finalidad de obtener beneficios propios. Le reprocha su apoyo a Británico y su participación el fortalecimiento de las relaciones entre su hermanastro y Junia. Al final del enfrentamiento, Nerón simula complacer a su madre ordenando a sus guardias que devuelvan a Palas a Roma y que liberen a Junia para que pueda regresar con Británico. Agripina corre a dar la buena nueva a Británico, mientras Nerón se entrevista con Burrus para decretar la muerte de su hermanastro, éste se opone a que se de muerte a Británico, pues, eso significaría poner en peligro su poder ya que británico, al morir excitará el fervor de sus amigos, siempre prestos a defender su causa. Burrus, arrojándose a los pies de su Emperador, le implora que no mate a su hermanastro:…”No, señor, él (Británico no os odia; lo traicionan: conozco su inocencia; respondo por él ante vos de su docilidad. Corro allí. Voy a apresurar tan dulce entrevista”. Burrus va en busca de Británico para que se reconcilie con Nerón, pero éste mientras tanto recibe a Narciso quien trae un veneno que le ha proporcionado una célebre envenenadora llamada Locusta, que servirá para dar muerte a Británico. Nerón se niega a llevar a cabo el crimen por temor a que su nombre pase a la historia como un simple envenenador; pero Narciso lo convence diciéndole que Agripina se está jactando ante todos de haber readquirido sobre él el poder absoluto del Imperio. Juna se muestra incrédula ante el cambio operado en Nerón y da a conocer sus temores a Británico, quien parte a su nefasta cita convencido de la fidelidad del Emperador. Agripina trata de reclamar la angustia de Junia y, cuando ambas se dirigen a darle la feliz noticia de la reconciliación de los dos hermanos a Octavia, aparece Burrus gritando que Británico ha sido envenenado:”… la copa en sus manos la llena Narciso, pero apenas se posan sus labios en el borde, el hierro no produce tan fulminantes efectos, señora: la luz se oculta a sus ojos y cae sobre el lecho sin calor y sin vida”. Agripina acusa a Nerón de haber ordenado a Narciso envenenar a su hermanastro; el ayo se defiende alegando que el fenecido pretendía apoderarse del trono a cualquier precio. Junia aprovecha la confusión para refugiarse en el templo de las vestales donde los poderes del emperador no llegan. Narciso, tratando de impedir que la muchacha logre su objetivo la persigue, pero el pueblo pone fin a su osadía dándole una horrenda muerte. Albina informa a Agripina que el Emperador se halla muy consternado y que teme que vaya a cometer algún acto que atente contra su propia vida. La decepcionada madre piensa que con ese hecho se haría justicia, pero aun así acude en su ayuda acompañada de Burrus. Aquí termina la tragedia, pero veamos que sucedió después históricamente con Nerón, para tener una imagen completa del marco histórico en el que se desarrolla la obra. Después de la muerte de Británico no tardó en pesarle su madre, la cual, observando sus actos y palabras, le reprendía a veces amargamente. Asustado, al fin, por sus amenazas y por su violencia, decidió darle muerte, alegando posteriormente que se había suicidado. A Octavia quiso estrangularla varias veces repudiándola por estéril; al final la desterró y la mandó matar acusándola de adulterio. Casó después con Popea Sabina, a la que amó apasionadamente; su amor no impidió, sin embargo, que la matase de un puntapié, porque, enferma y encinta, le reconvino con viveza viéndole retirarse algo tarde de una carrera de carros. Al cuantioso número de crímenes que cometió, sumaremos el de Burrus, prefecto del pretorio, que padecía de la garganta, a quien en vez de enviarle un remedio para que se curara, le mandó un poderoso veneno. La vida de Nerón no fue, a partir de entonces, más que una serie de crímenes; nadie estaba libre de sus golpes, y todo pretexto le era bueno. Después de haber soportado cerca de catorce años a tal príncipe, el mundo le hizo al fin justicia; la señal de la sublevación fue dada en la Galia, donde mandaba como propretor Julio Vindex…” Acercábanse y a los jinetes que tenían orden de cogerle vivo, y cuando los oyó, recitó temblando este verso griego: Oigo el paso veloz de animosos corceles, … y se clavó en seguida el hierro en la garganta, ayudado por su secretario Epafrodio. Respiraba aún cuando entró el centurión; quiso vendarle la herida, fingiendo que llegaba para socorrerle, y Nerón le dijo. Es tarde; y añadió: ¡Cuánta fidelidad! Al pronunciar estas palabras expiró con los ojos abiertos y fijos, despertando espanto y horror en todos los que le contemplaban. Había recomendado con vivas instancias a sus compañeros de fuga que no abandonasen su cabeza a nadie, y que fuese como fuese, le quemasen entero. Icelo, liberto de Galba, que acababa de salir del encierro donde la arrojaron al comenzar la insurrección, concedió la autorización para hacerlo”, (“Los doce césares”, Cayo Suetonio, Edic. Iberia; pág. 223) Nerón murió a los treintaidós años de edad, en el mismo día en que en otro tiempo había hecho perecer a Octavia.
MACBETH
Tragedia de William Shakespeare en cinco actos escrita hacia 1605 y cuya acción discurre en Escocia, y sólo parte del cuarto acto en Inglaterra. El protagonista, encarnación de una desmesurada ambición, agigantada por el vaticinio de las tres hechiceras de su ascensión al trono, va descendiendo, verticalmente, de las puras esencias de su nobleza guerrera al estado abyecto y vil de asesino. Sus antecedentes los hallamos en las crónicas de Holinshed. Dos vasallos de Duncan, rey de Escocia, informan a éste que el rey Suenon de Noruega, se había revelado, poniendo así en peligro la seguridad de sus estados. Pero la valentía de Macbeth, uno de sus fieles súbditos, había develado la sedición. El rey de Escocia se alegra y decide nombrar a Macbeth sucesor del rebelde. En un páramo, tres brujas interceptan a Macbeth y a Banquo y le s profetizan que Macbeth será rey, al igual que Fleancio, hijo de Banquo. Angus y Ross, vasallos de Duncan, informan a Macbeth ambiciona para sí, el trono de Escocia, el cual ostenta Duncan. En este alevoso deseo que perturbaba a Macbeth surge un obstáculo: Duncan anuncia que ha nombrado como heredero de la corona a su hijo Malcolm. Lady Macbeth, informada por su marido de la poetización de las brujas, incita a su marido a cometer el regicidio. Duncan llega con Banquo al castillo de Macbeth, en Inverness, donde pasará, sin saberlo, su última noche. Macbeth se arrepiente a último momento de dar muerte a Duncan, pues, considera que le debe doble fidelidad: Primero, porque es su primo y a la vez vasallo. Segundo, porque le da hospitalidad en su castillo, y se siente obligado a defenderlo de extraños, enemigos en vez de él empuñar el hierro homicida. Pero ya es muy tarde para arrepentimientos y así lo entiende la mente infernal de Lady Macbeth, quien una vez más incita al marido hacia el crimen:…” ¿Qué ha sido de la esperanza que te alentaba? ¿Por ventura has caído en embriaguez o en sueño? ¿O está despierta y mira con estúpidos y pasmados ojos lo que antes contemplan con tanta arrogancia? ¿Es ése el amor que me mostrabas= ¿No quieres que tus obras igualen a sus pensamientos y deseos= ¿Pasarás por cobarde a tus propios ojos, diciendo primero: “Lo haría”, y luego, “me falta valor”. (…) yo he dado de mamar a mis hijos, y sé cómo se los ama; pues bien, si yo faltara a un juramento como tú has faltado, arrancaría el pecho de las encías de mi hijo cuando más risueño me mirara, y le estrellaría los sesos contra la tierra” (“Obras inmortales de William Shakespeare”; E.D.A.F-Madrid, págs. 392 – 393). Lady Macbeth embriaga a los dos servidores que acompañan al r3ey. Macbeth mata a Duncan mientras éste duerme y luego da muerte a los ebrios servidores, atribuyéndoles así el alevoso crimen cometido. Cuando Macduff, amigo de Duncan, va a despertarlo, se da con la trágica escena. De inmediato Malcolm y Donalbain deciden huir, pues, presienten que sus vidas se hallan en peligro y que alrededor de ellos se cierne la imagen de un traidor. Malcolm huye a Inglaterra y su hermano a Irlanda. Este hecho hace que las sospechas recaigan en ambos, y es rumor general que los asesinos del rey muerto por Macbeth, fueron pagados por ellos. Mientras tanto Macbeth es coronado rey y los restos de Duncan son enterrados en la montaña de San Colme. Macbeth, sabiéndose descubierto por Banquo, contrata dos sicarios para que le den muerte. Banquo y su hijo Fleancio son sorprendidos en un bosque. Banquo muere, pero su hijo logra huir, escuchando aún de los moribundos labios de su padre, que vengue su muerte. Enterado de que Macbeth es el asesino de Duncan. El fiel Macduff, huye a Inglaterra. Macbeth ordena a sus sicarios que le den muerte. En el castillo de Macduff, Lady Macduff y sus hijos son asesinados vilmente. Ross informa del hecho al infortunado marido, quien aún dolido en lo más hondo de su ser ante la inefable pérdida, une sus fuerzas a Malcolm para vengar la muerte de Duncan y la de los suyos:…”Aunque lloraran mis ojos como los de una mujer, mi lengua hablaría con la audacia de un varón. ¡Dios mío, ponme enfrente de ese demonio, y si se libra de mi espada consentiré hasta que el cielo le perdone!” (Obra cit; pág. 427). Las brujas profetizan a Macbeth que no debe temer a ninguna venganza, puesto que será invencible hasta que el bosque de Birnam cubra con sus ramas su palacio de Dunsinania y que no debe temer a ningún hombre nacido de mujer. Macbeth considera que los presagios le son favorables, ya que considera imposible que alguien pueda mover de su lugar los árboles y ponerlos en camino. Refugiado en su palacio, Macbeth espera el ataque de Macduff y Malcolm, a quinees se ha unido en esa cruzada de venganza otros señores escoceses amigos de Duncan, como Menteith, Caithness y Lennox. En el bosque de Birnam, Malcolm, Macduff y los otros ultiman los preparativos de la venganza. Malcolm ordena que cada soldado corte una rama, y que se cubra con ella, para que parezcan mayor número de lo que realmente son. Macbeth se siente confiado de poder vencer a sus opositores:…”Nada he de temer hasta que el bosque de Birnam se mueva contra Dunsinanía. ¿Por ventura ese niño Malcolm no ha nacido de mujer?. Huyan en buena hora mis traidores caballeros: júntense con los epicúreos de Inglaterra. Mi alma es de tal temple que no vacilaría ni aún en lo más deshecho de la tormenta (…) tremolad mi enseña en los muros. Ya suenan cerca sus clamores. El castillo es inexpugnable. Pelearán en nuestra ayuda el hambre y la fiebre. Si no nos abandonan los traidores, saldremos al encuentro del enemigo y le derrotaremos frente a frente” (Obra cit, págs. 431 - 433). Iniciado el ataque contra el palacio de Dunsinania, donde se refugia Macbeth, éste tiene la impresión de que el bosque de Birnam se está moviendo y se horroriza al recordar la profecía de las brujas. La lucha es feroz, y uno a uno van cayendo los soldados de uno y otro bando. Macduff se enfrenta en duelo con Macbeth, quien lucha sin ningún temor. Por labios del propio Macduff se entera de que éste fue arrancado del vientre de su madre cuando esta yacía muerta. Macduff da muerte al usurpador del trono y lo decapita. Con la cabeza ensangrentada de éste en la mano, y la espada en la otra, Macduff se presenta ante Malcolm, a quien aclama como el nuevo rey de Escocia.
EL MERCADER DE VENECIA
Comedia en verso y prosa dividida en cinco actos fue escrita por el dramaturgo inglés William Shakespeare. “El mercader de Venecia”, que tiene por escenario a Venecia y Belmont, engloba dos tramas diversas: la que gira en torno al judío Sylock y la relativa a las relaciones entre Lorenzo y Jéssica, hija de Sylock. Como antecedentes señálanse: el conocido drama “El Hebreo”; “II Pecorone” de Giovanni Fiorentino, vertido en el “Palacio del Placer”, de William Painter; el “Zelauto”, de Anthony Munday, y la traducción por Richard Robinson de “Gesta Romanorum”. Vayamos al contenido de la obra. Basanio, noble veneciano, reconoce ante su amigo Antonio que ha malgastado su dinero haciendo alarde de lujos que no estaban acorde con su situación económica; ; Antonio, rico mercader, es el principal acreedor de Basanio, pero es tan sincera la amistad que los une, que el primero no tiene reparos en avalar a su amigo quien solicitará un préstamo al judío Sylock. Basanio pretende la mano de Porcia, una rica heredera que habita en la quinta de Belmonte, pero como la bella muchacha es pretendida por príncipes y nobles muy ricos, Basanio sabe que necesita hacerse de una gran suma para poder rivalizar con cualquiera de ellos. Antonio tiene toda su riqueza invertida en embarcaciones, por lo cual recomienda a su amigo que recorra todas las casas de comercio de Venecia solicitando un crédito que é garantizará. De ahí que Basanio logra que Sylock atienda sus requerimientos. En Belmonte, Porcia se lamenta ante su criada Nerissa de que ninguno de sus pretendientes reúna las condiciones necesarias como para ser un buen marido; lo que uno tiene le falta a los otros, y lo que los otros tienen le falta a éste, de ahí que piensa que sería necesario hacer de todos uno solo. Sylock vacila en un principio ante la solicitud del préstamo, pues, aunque considera que Antonio es un hombre rico, al fin y al cabo esta riqueza está capitalizada en barcos que “al fin son tablas expuestas al pirataje, a los vientos y a las olas”. Pero al final acepta ya que así podrá tener en sus manos a Antonio a quien odia y desprecia:…”Tiene aire de publicano. Le aborrezco porque es cristiano y además por el necio alarde que hace de prestar dinero sin interés, con lo cual está arruinando la usura en Venecia. Si alguna vez cae en mis manos, yo saciaré en él todos mis odios. Sé que es grande enemigo de nuestra santa nación, y en las reuniones de los mercaderes me llena de insultos, llaman do vil usura a mis honrados tratos. ¡Por vida de mi tribu, que no le he de perdonar!”. (“Obras inmortales de William Shakespeare”, E.D.A.F. 1960; págs. 199 – 200). La suma convenida entre el judío y Basanio es de tres mil ducados, los cuales deberán ser devueltos a los tres meses con los intereses respectivos. Si Basanio no cumple con el pago, vencido el plazo, Sylock estará en todo su derecho de tomar una libra exacta de carne del cuerpo de Antonio, que es el aval. Ante la terrible propuesta del judío, Basanio se muestra preocupado por la integridad física de su amigo, quien para calmarlo le dice que no tema, pues, el plazo es bastante largo y tendrán tiempo sus navíos de regresar antes del cumplimiento del pago. Mientras tanto, en la sala de la quinta de Porcia, el príncipe de Marruecos acude a someterse a la prueba de los cofres. Porcia, por disposición testamentaria de su padre, deberá casarse con el pretendiente, que entre tres cofres uno de oro, otro de plomo y otro de plata, escoja aquél que contenga el retrato de ella. Si el pretendiente no logra salir airoso de la prueba, deberá jurar que no pretenderá por ningún motivo la mano de ninguna otra dama. El marroquí falla en su intento, al igual que el príncipe de Aragón; el primero abrió el de oro y el segundo el de plata. Ambos fracasos llenan de felicidad a Porcia, quien no veía en ninguno de los dos a un buen marido. Lanzarote, criado de Sylock, abandona a éste cansado de sus malos tratos pero antes accede a la petición de Jéssica, la hija del judío, quien le da una carta para que se la entregue a su amado Lorenzo. En ella le manifiesta al amante que está dispuesta a huir con él y abandonar a su padre. Ambos jóvenes parten hacia Belmonte, acompañando a Basanio, quien va a entrevistarse con Porcia. Sylock, furioso, se queja al Dux, máxima autoridad de Venecia, que su hija se ha ido llevándose todo su dinero y sus joyas. A oídos de Sylock llega la noticia de que varias embarcaciones de Antonio han naufragado en Trípoli y en los estrechos de Good wins, que son unos escollos de los más temibles, y donde han perecido muchas orgullosas embarcaciones. Salarino y Salanio, amigos de Antonio, le increpan al judío de que si Antonio, no cumple con el pago, él no podrá hacer nada, pues, de que podrá servirle la carne del mercader. Sylock, frotándose las manos en muestra de ambición y crueldad, les responde:…”Me servirá para satisfacer mis odios. Me ha arruinado. Por él he perdido medio millón, él se ha reído de mis ganancias y de mis pérdidas; ha afrentado mi raza y mi linaje, ha dado calor a mis enemigos y ha desalentado a mis amigos. Y todo, ¿Por qué? Porque soy judío. ¿Y el judío no tiene ojos, no tiene manos, ni órganos, ni alma, ni sentidos, ni pasiones? ¿No se alimenta de los mismos manjares, no recibe las mismas heridas no padece las mismas enfermedades y se cura con iguales medicinas, no tiene calor en el verano y frío en invierno lo mismo que el cristiano? Si le pican, ¿No sangra? ¿No se ríe si le hacen cosquillas? ¿No se muere si lo envenenan? ¿Si le ofenden no trata de vengarse? Si en todo lo demás somos semejantes, ¿Por qué no hemos de parecernos en esto? Si un judío ofende a un cristiano, ¿no se venga éste, a pesar de su cristiana caridad? Y si un cristiano a un judío, ¿qué enseña al judío la humildad cristiana? A vengarse. Yo os imitaré en todo lo malo y para poco he de ser, si no supero a mis maestros.” (Edic. cit, Ibidem; págs. 224 - 225). Las palabras del judío no dejan lugar a dudas sobre el hecho de que no piensa ceder a ninguna misericordia. Cuando de su dinero se trata, Sylock pone a éste por encima de cualquier cosa. Por eso cuando Túbal, otro judío amigo suyo le cuenta que ha oído noticias sobre Jéssica en muchas pares, Sylock le dice:…”Nunca ha caído otra maldición igual sobre nuestra raza. Mira: se me llevó un diamante que me había costado dos mil ducados en la feria de Francfort. Dos mil ducados del diamante, y además muchas alhajas preciosas. Poco me importaría ver muerta a mi hija, como tuviera los diamantes en las orejas y los ducados en el ataúd. Pero, ¿nada, nada has averiguado de ellos? ¡Maldito sea yo! ¡Y cuánto dinero he gastado en buscarla! ¡Tanto que se llevó el ladrón y tanto como llevo gastado en busca, y todavía no me he vengado! Cada día me trae una nueva pérdida. Todo género de lastimas y miserias ha caído sobre mí” (Edic. cit, Ibidem; págs. 225). Basanio llega al fin a la quinta de Porcia y se presenta ante ésta. La muchacha ve en el veneciano al hombre que ella ha esperado siempre, por lo que le pide que no se apresure en escoger el cofre, pues, teme que pierda como perdieron los anteriores que se sometieron a la prueba. Basanio con gran con fianza elige la caja de plomo donde encuentra el retrato de Porcia, quien inmediatamente, le entrega un anillo que simboliza el enlace entre ambos y la propiedad de Basanio sobre todas las pertenecías de Porcia. Graciano, amigo de Basanio, también se compromete con Nerissa, quien al igual que su ama entrega un anillo a su prometido. La felicidad que reina en aquel momento o se ve interrumpida por la llegada de un amigo de Antonio, Salerio, quien trae una carta de aquél para Basanio, en la cual le cuenta que todos sus barcos han naufragado y que lo están acosando todos sus acreedores. Le dice además que ha vencido el plazo que Sylock les había dado, y que como el judío reclamará su libra de carne, pues, no le queda más remedio que morir. Le manifiesta por último que es su deseo verlo antes de morir. Basanio parte inmediatamente a Venecia en compañía de Graciano, prometiéndole a Porcia volver apenas logre poner fuera de peligro a su querido amigo. Antonio es encarcelado y Sylock no deja de acudir a la cárcel para recomendar al carcelero que cuide con cautela al prisionero. Antonio sabe que nada hará cambiar la opinión del judío, y que el Dux deberá hacer cumplir la Ley, porque el crédito de la república perdería mucho si no respetasen los derechos del extranjero. Todos saben que el esplendor y prosperidad de Venecia se debe al comercio con los extranjeros. Porcia deja al cuidado de sus bienes a Lorenzo y a Jéssica, diciéndoles que mientras dure la ausencia de Basanio y Graciano, ella y Nerissa se encerrarán en un convento vecino a cumplir con la promesa que hicieron en secreto, de estar en oración hasta que sus amados vuelvan. Pero esto es sólo un pretexto para ir a Venecia disfrazadas de varones e intervenir a favor de Antonio. Se harán pasar por abogado una, y ayudante de Procurador la otra, para lo cual Baltasar, criado de Porcia, irá a casa de Belario, un viejo abogado de gran fama, para que le haga llegar dos trajes y algunas cartas que necesitará para ayudar a Antonio. Este es llevado ante el Dux quien lo compadece, pues, se da cuenta que aquel hombre tendrá que sucumbir ante un enemigo cruel y sin entrañas, en cuy9o pecho nunca hallò9 lugar la compasión ni el amor, y cuya alma no encierra ni un grano de piedad. Vanos son los intentos del Dux por convencer a Sylock de que condone la pena a Antonio; éste se mantiene impasible e inmisericorde a las peticiones no sólo del Dux, sino también a las de Salarino y Basanio- Basanio ofrece seis mil ducados en vez de los tres mil que se adeuda, pero Sylock sigue imperturbable. Llega Nerissa disfrazada de pasante del procurador y entrega al Dux una carta, indicándole que se la envía Belario, el famoso jurisconsulto de Pisa. La carta indica que Belario recomienda para el caso que se está contemplando, a un joven bachiller que no es otra que Porcia disfrazada. Esta conoce muy bien los detalles del pleito, pues, en una carta el doctor Belario la ha puesto al tanto de la situación y de lo que debe hacer. Sylock rechaza el pago de nueve mil ducados que Porcia le ofrece, por lo que se dicta la sentencia en contra de Antonio. Cuando Sylock, que había estado afilando su cuchillo, se prepara a cobrar su libra de carne, Porcia lo detiene indicándole que el contrato le otorga una libra de carne, pero ni una gota de sangre del acusado. Si Sylock derrama una sola gota de sangre de Antonio, sus bienes serán confiscados conforme a la Ley de Venecia. El judío al ver que cobrar su deuda será imposible cede a recibir los nueve mil ducados, pero Porcia le dice que ya no puede dar marcha atrás:… “Prepárate ya a cortar la carne, pero sin derramar la sangre, y ha de ser una libra, ni más ni menos. Si tomas, aunque sea la vigésima parte de un adarme, o inclinas por poco que sea, la balanza, perderás la vida y la hacienda (Edic. cit, Ibidem; pág. 249). Al verse perdido, Sylock renuncia a todo para no comprometer su vida y lo poco que le queda. Pero Porcia se muestra implacable con quién no tuvo piedad cuando debió tenerla:… “Espera judío. Aún así te alcanzan las leyes. Si algún extraño atenta por medios directos o indirectos contra la vida de un súbdito veneciano, éste tiene derecho a la mitad de los bienes del reo y el estado a la otra mitad. El Dux decidirá de su vida. Es así que tú, directa o indirectamente, has atentado contra la existencia de Antonio; luego la ley te coge de medio a medio. Póstrate a las plantas del Dux y pídele perdón” (Edic. cit, Ibidem; pág. 249). El Dux le perdona la mitad de la pena a Sylock, mientras que Antonio exige como co9ndición para condonar la suya que el judío abre de sus errores y se haga cristiano; además por una escritura firmada en la misma audiencia, Sylock instituirá como herederos de toda su fortuna a su hija y a su yerno Lorenzo. El pobre y ambicioso judío no tiene otra salida que aceptar todas las condiciones que se le imponen. Antes de retirarse, Porcia quiere poner a prueba a su amado Basanio: como éste se deshace en agradecimientos por la intervención en el caso, Porcia le dice que la única retribución que desearía es poseer el anillo que Basanio lleva en la mano, que no es otro que el que Porcia le ha dado en Belmonte con la promesa de que por ninguna circunstancia se lo daría a nadie. El pobre Basanio se resiste a la petición del joven abogado (no olvidemos que Porcia está disfrazada par no ser reconocida por Basanio que la cree en Belmonte), pero al final es tanto su agradecimiento que termina por ceder. Nerissa hace lo mismo con Graciano quien también accede a la petición del anillo que la criada le dio en la quinta de Belmonte. De regreso a casa, Porcia y Nerissa recriminan a sus amantes por haberse deshecho de los anillos, pero después terminan confesando su añagaza. Porcia entrega una carta a Antonio en la que se da cuenta que tres de sus barcos cargados de mercaderías han llegado a puerto seguro.
EDIPO REY
Una ingenua nota antigua observa que el título de “rey” agregado al nombre de Edipo se debe a que esta tragedia descuella sobre toda la obra de Sófocles. Arístides, el apologista griego del cristianismo, en su “Discurso 46”, clama a Zeus y a los dioses al recordar que esa tragedia no obtuvo de los atenienses el primer premio. Aristóteles la cita muchas veces en la “Poética” como su ideal realizado; como la sola obra que a ojos de un hombre sensato compensa sobradamente toda una producción irreprochable y mediana. Pero esto no queda sólo aquí, si mencionamos la admiración que ha despertado su lectura: su éxito en la escena moderna, desde la inauguración del teatro del Palladio en Vicenza (1585) hasta la ópera oratorio según texto de Jean Cocteau y música de Stravinsky es un hecho único. Así, pues, su excelencia, reconocida por os que históricamente estaban más cerca de su obra y confirmada por su vitalidad escénica, la imponen como la obra más significativa de Sófocles, el poeta de la tragedia clásica, que lleva en ella al mayor grado su ideal artístico de humanidad esencial, de franqueza realista, de universalismo típico expresado en densa y selecta economía formal. Antes de describir el argumento de “Edipo Rey” de Sófocles conviene traer a colación la versión mitológica más difundida de este personaje. Edipo es hijo de Layo y de Yocasta y, por tanto, nieto de Lábdaco, el padre de Layo, de ahí que se diga que Edipo es descendiente de la dinastía de los labdácidas. La leyenda de Edipo adquirió tal celebridad que ya en el canto XI de “La Odisea” aparece Epicaste (así llama Homero a Yocasta) entre las heroínas que como Tiro, Antíope, Alemena, Cloris, Leda, Ifimedia, Fedra, Procris, Ariadna, Mera, Clémene y Erifle, entrevista Ulises a su bajada a las mansiones subterráneas. En la versión más difundida, Edipo aparece amenazado por un vaticinio desfavorable, incluso antes de nacer. En efecto, el oráculo de Apolo en Delfos había anunciado a Layo que el hijo nacido de su esposa Yocasta estaba destinado a matar a su padre. En consecuencia, tan pronto como nació el niño, Layo, tras traspasarle con un clavo los talones con una correa (de ahí que el nombre de Edipo signifique en griego “pies hinchados”), lo entregó a uno de sus pastores con la orden de exponerlo en el monte Citerón. Los pastos de este monte eran frecuentados tanto por los pastores de Tebas como por los de Corinto. Uno de éstos, llamado Melibeo, encontró al niño y lo entregó a los reyes de su país, Pólibo y Mérope, quienes lo criaron como si fuese su propio hijo. Al llegar a la edad viril, Edipo se hallaba en un banquete, donde un hombre que había bebido demasiado le dijo en su borrachera que él no era hijo de los reyes de Corinto. Apesadumbrado por la injuria, sobrellevó a duras penas aquel día; al día siguiente, Edipo cuenta a sus padres lo acontecido, quienes se indignan contra aquél que había proferido el ultraje. Las palabras de ambos lo sosegaron; pero, sin embargo, le escocía siempre aquel reproche, que había penetrado hasta el fondo de su corazón. Sin que sus padres supieran nada se fue a Delfos, donde Apolo lo rechazó, sin creerlo digno de obtener contestación a las preguntas que le hizo, pero le reveló los males más afrentosos, terribles y funestos, diciéndole que se casaría con su madre con la cual engendraría una raza odiosa al género humano; y también que él sería el asesino de su padre. Horrorizado ante tal respuesta, decidió Edipo evitar esta suerte alejándose de los que creía sus verdaderos padres. Topó con varios hombres quienes iban en un coche tirado por jóvenes caballos. El cochero y un anciano, que no era otro que Layo, lo empujaron violentamente, por lo que él, al que lo empujaba, que era el cochero, le dio un golpe con furia; pero Layo que vio eso, al ver que Edipo pasaba por el lado del coche, le infirió dos heridas con el aguijón en medio de la cabeza. Edipo reaccionó y con el bastón que llevaba en la mano le dio un golpe, cayendo Layo al suelo boca arriba; mató a todos excepto a uno que logró huir. Empezaba así a cumplirse el oráculo. Más tarde llegó Edipo a Tebas, donde la Esfinge (monstruo con cabeza de mujer, cuerpo de león y alas de ave rapaz, hija de Equidna y Tifón) tenía aterrorizada a la población proponiendo enigmas y devorando a los que eran incapaces de resolverlos. El enigma que solía proponer era el siguiente: “¿Cuál es el ser que tiene cuatro pies por la mañana, dos al mediodía y tres por la noche, pero que, contrariamente a la generalidad de los seres existentes, es tanto menos rápido cuantos más pies utiliza al caminar?” Edipo respondió que se refería al hombre, que utilizaba cuatro pies mientras andaba a gatas y tres en la vejez al usar el bastón. La Esfinge, entonces se suicidó arrojándose desde la alta roca en que solía asentarse. Como reconocimiento al favor que había dispensado a la ciudad, los tebanos lo elevaron al trono y le entregaron en matrimonio a la reina viuda, Yocasta. Se cumplía así totalmente el oráculo que Edipo trataba de evitar; es en este punto donde Sófocles da inicio a su tragedia: un sacerdote se presenta ante Edipo para solicitarle, que así como liberó a Tebas de la terrible Esfinge, libere ahora a la ciudad de la peste que la aqueja: los frutos se secan en los campos; muérense los rebaños que pasen en los prados, y los niños en los pechos de sus madres. Edipo le informa que ha enviado a su cuñado Creonte al templo de Apolo, en Delfos, para que se informe de los votos o sacrificios que deben hacer para salvar la ciudad. Creonte retorna de su misión e informa que Apolo ordena tajantemente que expulsen de Tebas al asesino de Layo, porque de lo contrario la peste no cesará. Edipo, al oírla, maldice al culpable sin sospechar que es él mismo, y se compromete a descubrir tan misterioso crimen: …”Pues yo procuraré indagarlo desde su origen. Muy justamente Apolo y dignamente tú habéis manifestado vuestra solicitud por el muerto, de manera que me tendréis siempre en vuestra ayuda para vengar, como es mi deber, a esta ciudad y al mismo tiempo al dios…” (“Tragedias de Sófocles”. Editorial E.D.A.F; pág. 156). Sugerido por el coro, Edipo hace llamar al adivino Tiresias, quien conocedor de la tragedia, trata de ocultar la respuesta, que finalmente habrá de dar, presionado por el monarca, Edipo no puede creer lo que oye y piensa en una conjura preparada por Creonte:…”…si por un imperio que la ciudad puso graciosamente en mis manos, sin haberlo yo solicitado, el fiel Creonte, amigo desde el principio, conspira en secreto contra mí y desea suplantarme sobornando a este mágico embustero y astuto charlatán, que sólo ve donde halla lucro, siendo un mentecato en su arte…” (Supra: pág. 165). Tiresias, el ciego adivino hijo de la ninfa Cariclo y de Everes, se indigna por las palabras que el monarca lanza contra él:…”Y voy a hablar, porque me has injuriado llamándome ciego. Tú tienes muy buena vista y no ves el abismo de males en que estas sumido, ni conocer el palacio en que habitas, ni los seres con quien vives. ¿Sabes por ventura, de quién eres hijo? ¿Tú no te das cuenta de que eres un ser odioso a todos los individuos de tu familia, tanto a los que han muerto como a los que viven, ni de que la maldición de tu padre y de tu madre, que en su horrible acometida te acosa ya por todas partes, te arrojará de esta tierra, donde si ahora ves luz, luego no verá más que tinieblas?... Tal es la verdad, y ante ella insulta a Creonte y también a mí, porque entre los mortales maltratados por el destino no habrá otro más miserable que tú… (Supra. Págs. 166 – 167). Cuando Tiresias se retira, Edipo acomete a Creonte con denuestos y acusaciones, la opo9rtuna aparición de Yocasta evita que su hermano sea desterrado. Yocasta trata de ayudarle descubriendo aquel antiguo oráculo que aseguraba que Layo moriría a manos de su hijo; pero Layo había sido muerto por unos bandidos en una encrucijada de caminos, según había asegurado uno de los servidores del rey que había salvado la vida. Decidido a averiguar la verdad hace venir del campo al servidor que acompañaba a Layo en aquella ocasión. Vanamente Yocasta trata de que Edipo deseche todos esos lémures que dan vuelta en su cabeza. Los acontecimientos se precipitan. De Corinto llega un mensajero informando que ha muerto Pólibo y que por tanto debe ir a ocupar el trono. Edipo dice que no quiere acercarse a su madre por temor a que se cumpla parte del oráculo. El mensajero, pretendiendo tranquilizarlo, le asegura que no hay nada que temer, porque Mérope no es su verdadera madre, ya que el mismo lo había recogido en un monte. La angustia se abate sobre Edipo. Ya sólo falta que llegue el servidor de Layo, el que escapó convida, para que se confirme la terrible sospecha. Yocasta al comprender que ha tenido cuatro descendientes, Antígona, Ismene, Eteocles y Polínices, con su propio hijo, entra silenciosa en el palacio para suicidarse, en su lecho, Yocasta llora amargamente su desgracia; al poco rato se ahorca con sus trenzas. Cuando Edipo llega en su busca, queda horrorizado ante el espectáculo de ver a Yocasta colgada. Desató el lazo del que colgaba y arrancándole los broches de oro con que se había sujetado el manto, se hirió los ojos diciendo que así no vería más ni los sufrimientos que padecía ni los crímenes que había cometido. Edipo parte al destierro, no sin antes pedirle a Creonte que celebre los funerales de Yocasta. Será Antígona, la menor de sus hijas, quien le servirá de lazarillo para llegar a Colona, en el Ática, donde es acogido hospitalariamente por Teseo. Aquí muere Edipo no sin antes haber maldecido a sus hijos Eteocles y Polínices. Esta tragedia, una de las más difundidas de Sófocles, presenta una variante con respecto a la versión mitológica, en lo que se refiere al destino de Edipo cuando nació. La versión mitológica, tal como hemos indicado, nos dice que Edipo fue abandonado por un pastos, por orden de Layo, en el monte de Citerón, y que por allí fue encontrado por otro pastos que lo llevó a Corinto, sin embargo en la tragedia de Sófocles, Yocasta entrega al niño a un pastor para que le dé muerte; pero éste, compadecido del niño, se lo entrega a otro pastor quien lo lleva a Corinto. ¿Cuál es la explicación de esto? Es muy simple: Sófocles, ante s de componer una tragedia, escogía el argumento que le parecía capaz ce producir más efecto teatral, y mientras la componía enderezaba todo su esfuerzo a obtener efecto teatral. De allí que la perduración del drama de Sófocles en la escena moderna se debe a tu teatralidad, y entonces, se explica también, el hecho de que todas las tentativas de satisfacer el gusto de hoy, poniendo en escena a Esquilo y Eurípides, salvo una pocas representaciones experimentales ante auditorios más o menos especializados, haya fracasado, mientras Sófocles es el único trágico griego que mantiene su puesto en el repertorio del teatro contemporáneo.