PRESENTACIÓN

ADIOSES, AUSENCIAS Y RETORNOS


Dinos en pocas palabras y sin dejar el

sendero, lo más que decir se pueda, denso, denso.

MIGUEL DE UNAMUNO.



Todo libro como todo hombre encierra en sí mismo una historia; así, los Resúmenes de obras famosas tienen la suya. Una historia propia que se remonta veinte años atrás y en la cual mi vida se halla inmersa, una historia a la que estoy sujeto por un cordón umbilical del cual no he podido desligarme. Estos resúmenes son fruto de mi pasión por la literatura, una pasión más fuerte y más intensa que cualquiera que haya sentido alguna vez. En el verano de 1982 fui contratado por un prestigioso colegio que buscaba mejorar su servicio académico. Como profesor principal del curso de literatura me encontré con un alumnado que tenía un común denominador: las ansias de aprender y conocer con el menor esfuerzo.

Con el entusiasmo y la impetuosidad propios de la juventud, elabore un programa de lo más variado donde los alumnos pudieran tener acceso a autores peruanos, españoles, latinoamericanos y europeos. Como sucede siempre, y ahora con mayor intensidad, encontré alumnos reacios a la lectura de obras voluminosas de difícil entendimiento, que exigían del lector un esfuerzo inusual, ¿Qué hacer? ¿Cómo prescindir de los hexámetros homéricos, de los tercetos de Dante, de la magia maquiavélica de un Yago o de una lady Macbeth, de los intrincados monólogos interiores de un Faulkner o un Joyce? ¿Y qué de los cuantiosos cursos que nuestros alumnos llevan en la secundaria con sus tediosas, torturantes y estériles tareas? Pero también existía una verdad que aunque dolorosa para mí, era muy cierta: “No solo de literatura vive el hombre común”. Había entonces que encontrar una solución al problema. Un toque divino me trajo la feliz ocurrencia de contar en horas de clase las obras que a mis alumnos no podían leer. El aula se convirtió entonces en una suerte de oyentes ansiosos por escuchar las locuras de José Arcadio Buendía, los sueños mesiánicos de Antonio Conselheiro, la transformación de Gregorio Samsa en insecto, los trasnochados remordimientos de madame Bovary o la afilada prosa de Manual González Prada, convertido yo, apasionado y eufórico narrador, en el mango del estilete. Y qué decir de la emoción y satisfacción que producían los versos de Neruda, Vallejo, Chocano, Buesa, Bécquer, Baudelaire o Espronceda cuando salían de mis labios en mis intentos declamatorios; esa avidez de mis alumnos fue satisfecha con creces. Sin saber cómo ni en qué momento, fui elaborando argumento de las obras narradas que, con el tiempo, fueron convirtiéndose en contenidos más amplios y consistentes hasta llegar a los resúmenes tal como se les conoce hoy. Estos resúmenes, ya agrupados en libros, me enseñaron a vivir la literatura con una entrega total, a la manera flaubertiana: con la literatura todo, sin la literatura nada. Esta experiencia fue para mí contundente y definitiva para aferrarme a mi propia obsesión, la de regir mi vida a través de la literatura. La de vivir literariamente, una vida como la de aquellos escritores que han llenado mis desvelos y vigilias con sus obras, en suma, decidirme definitivamente a ser como ellos.

Mis amigos desde niño, fueron los libros; el amor de mi vida han sido y seguirán siendo ellos. Nada ni nadie (sólo Dios en mis desvaríos) pueden reemplazarlos. Los amores humanos son fugaces cometas que atraviesan el cielo; la literatura, como yo la vivo y entiendo, es eterna, ella me ha permitido entender y amar a tantos hombres de letras; algunos ya no están, pero no han dejado de estar: Luis Alberto Sánchez, Augusto Tamayo Vargas, Julio Ramón Ribeyro, Guillermo Ugarte Chamorro, César Calvo, Mario Florián, Moreno Jimeno o Gustavo Valcárcel ; otros permanecen todavía iluminando el parnaso cultural de nuestra patria con su voz y presencia infinita: Washington Delgado, Jorge Bacacorzo, Leopoldo Chiappo, Leopoldo Chariarse, Arturo Corcuera, Estuardo Núñez, Vicente Azar, Jorge Puccinelli, Paco Bendezú, Alejandro Romualdo, Alfredo Bryce, Cronwell Jara, Marcos Yauri Montero, Ricardo González Vigil, César Ángeles Caballero, Winston Orrillo, Jesús Cabel O Alberto Valcárcel. Tantos quedan sin nombrar, pero su voz de aliento y estimulo permanecen en mi corazón para que siga adelante en esta difícil y agotadora labor de hacer llegar la obras de tantos hombres inmortales a través de estos resúmenes hechos con tanta dedicación y amor. Las voces de intelectuales extranjeros, conocedores de este trabajo, se sumaron también con su apoyo incondicional: Eliécer Cárdenas y Carlos Calderón Chico, desde Ecuador; Gladys Rossel desde Costa Rica; Manuel Ruano desde Argentina o José Manuel Solá desde Puerto Rico, que con sus opiniones, juicios y críticas han enriquecido estos resúmenes de obras famosas. En el camino de elaboración de los catorce volúmenes que constituyen esta colección me he topado con muchas dificultades; entre ellas, el tener que leer diferentes traducciones de una sola obra para poder trabajar la síntesis con la mayor exactitud posible.

La juventud con que comencé a elaborar estos resúmenes ha quedado atrás, sepultada con sus alegrías efímeras y sus profundas desilusiones (funesta edad de amargas decepciones), pero la emoción y el espíritu juvenil de esos años me han enriquecido con la edad. Los consejos de Sánchez, Tamayo, Florián, Washington Delgado y Reynaldo Naranjo no fueron vanos; ellos me inculcaron la tenacidad para perseverar en la literatura, a pesar del desaliento que nos invade día a día en un mundo de atroz ignorancia, más inhumano, agitado y frívolo como el que nos toca vivir.

Incluyo en esta edición los numerosos juicios que los Resúmenes de obras famosas han merecido durante estos veinte años. Si bien la amistad puede teñir las opiniones favorablemente, lo cual resulta comprensible, debo confesar que todos ellos fueron emitidos antes que surgiera la amistad con los autores de estos comentarios. Hago esta salvedad porque a veces las maledicencias disfrazadas de negro azogue o vulgo bilis se truecan en otras pasiones aún más bajas y urticantes; aguijón y cilicio guiados por la envidia que busca herir injusta y gratuitamente.

No puedo concluir este prólogo sin contar lo anecdótico. Tres anécdotas siempre tengo presentes; la primera es que siendo profesor de una academia preuniversitaria en Chosica, tuve entre mis alumnos al hijo del poeta Víctor Mazzi, buena razón para que cada fin de semana recalara en la casa del poeta para enfrascarnos en amenas charlas literarias, sobre todo de poesía; cómo se le encendían los ojos cuando le citaba lis versos de “Canto Coral” de Romualdo. Todavía guardo la antología de poesía revolucionaria que me obsequio con una sobria dedicatoria. Prometió hacerme un comentario a los Resúmenes de Obras Famosas, lo cual cumplió después de muchísimos años. La segunda está relacionada con Luis Alberto Sánchez, quien me indicó que no valía la pena incluir a Narciso Aréstegui en estas antologías; cuando le manifesté que haciendo un balance sobre el juicio que él me había hecho sobre el escritor cusqueño en su literatura peruana, Aréstegui salía ganando con creces, me contesto muy serio y cambiando de tema: “Así…pues, entonces inclúyalo”; también Luis Alberto tuvo un gesto conmigo que me gratifico muchísimo. Dedico su espacio diario de Radioprogramas del Perú para hablar elogiosamente de los resúmenes de obras famosas.” He llegado a más de un millón de personas”, me dijo. El tercero de ellos y quizá el más curioso tuvo como protagonista a Julio Ramón Ribeyro, quien, a manera de ameno reproche, me dijo que por qué había incluido “La botella de chicha” si era un cuento malísimo. Le di a entender que a mí me gustaba y que consideraba que aquella era una buena razón para figurar en la selección que había hecho, pero que estaba dispuesto a eliminarlo si él hacía lo mismo desterrándolo para siempre de su obra. Ribeyro quedo desconcertado. Una risotada de César Calvo alivio en algo la tensión. Ya a solas con César, le dije que después de lo sucedido no creía que Julio Ramón emitiera juicio alguno sobre los Resúmenes de obras famosas. Calvo, con el rostro serio y el ceño fruncido, me miró fijamente y me lanzo una de sus típicas ocurrencias: “No te preocupes, flaco, si Ribeyro firma hasta lo que escribe”. A los pocos días me llamo el hermano de Julio Ramón diciéndome que éste quería verme. Ya en su departamento barranquino, mirando las tranquilas aguas del Pacifico, me leyó esas pocas líneas imborrables para mí que en este libro he transcrito fielmente. Lo que más me emocionó es que me llamara poeta. ¡Qué laudable generosidad! El lama había descendido desde su Himalaya.

Guillermo Delgado.
Mayo 13 de 2003.

viernes, 22 de noviembre de 2013

VOLUMEN XXI





ÍNDICE

·         EL ARPA Y LA SOMBRA (Alejo Carpentier)
·         LA GUERRA Y LA PAZ (León Tolstoi)
·         CUENTOS PRETÉRITOS (Manuel Beingolea)
·         EL HOMBRE MEDIOCRE (José Ingenieros)
·         MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES (William Shakespeare)







EL ARPA Y LA SOMBRA

Novela del escritor cubano Alejo Carpentier, publicado en 1979. Esta obra, como la novela “Concierto barroco”, es una obra breve, pero esto no significa que no sea una de las obras maestras del narrador cubano. La novela parte de la pretendida beatificación de Cristóbal Colón, que cuenta en un libro León Bloy y que por tres veces propusieron dos pontífices del siglo pasado, y crea una historia desmitificadora, crítica, llena de humor, un “irreverente relato”, como él decía, que es el último de sus juegos históricos. Curiosamente justifica el tema, tras tantos años de éxito con la fórmula de lo real maravilloso, escudándose en el aserto de Aristóteles que dice no ser oficio de poeta “el contar las cosas como sucedieron sino como debieran o pudieran haber sucedido”.

Alejo Carpentier suscribió en 1927 un Manifiesto que en embrión presentaba ya algunos postulados políticos de la todavía lejana Revolución cubana; varios de sus firmantes, entre ellos el narrador cubano, fueron encarcelados. Tras la salida de la cárcel su situación era insostenible, y decidió huir de Cuba aprovechando la documentación de Robert Desnos, poeta surrealista francés que había ido a Cuba a participar en el Congreso de la Prensa Latina en representación de un periódico de Buenos Aires. De esta forma Carpentier se alejó de Cuba cuando el vanguardismo comenzaba a dar sus frutos.

Puesto que la obra gira en torno al Descubridor de América, Cristóbal Colón, sería conveniente hacer una síntesis histórica de su paso por América. A finales del siglo XV, un marino un tanto estrafalario, que se decía genovés y conocedor de todos los mares, seguía a los reyes y su corte en demanda de ayuda para una empresa más amplia. Si idea, entre genial y equivocada, consistía en llegar a las costas orientales de Asia navegando hacia Occidente.

Nadie había intentado entonces la realización de semejante proyecto, que ni siquiera se sabía si era posible. Desde luego, los cálculos de Cristóbal Colón estaban equivocados, y venían a colocar al Japón poco más o menos donde está la isla de Cuba. (De aquí que el error perdurase aún después del descubrimiento). Los dictámenes de los expertos españoles- atenidos científicamente a los conocimientos de la época- resultaron, en líneas generales, desfavorables al proyecto, y, por otra parte, los Reyes Católicos habían concedido, desde los tratados de Alcacovan-Toledo, vía libre a los portugueses “versus indos”, por la vía de Oriente. ¿Hasta qué punto acceder a los deseos de Cristóbal Colón significaba faltar a los pactos? Se explican las dudas.

Pero al fin, en 1492, quedó autorizada y patrocinada la expedición, que lo mismo podía perderse para siempre en el océano que proporcionar a Occidente las más insospechadas perspectivas en todos los campos posibles: desde el económico y financiero hasta el evangélico. Organizada la expedición, gracias sobre todo a los buenos oficios de los hermanos Pinzón, salió Cristóbal Colón de la costa de Huelva con las embarcaciones “Pinta”, “Niña” y “Santa María” y, tras una breve escala en Canarias, inició la travesía atlántica, la expedición alcanzó tierra en Guanahaní, que Colón bautizó San Salvador. Sucesivamente tocaron otras islas del mismo archipiélago y, por último, Cuba, ya en las grandes Antillas, y La Española, donde el descubridor hizo construir un primer establecimiento colonizador, el llamado fuerte Navidad. Al regreso de la expedición, Cristóbal Colón fue recibido triunfalmente en Barcelona por los Reyes Católicos, y en seguida realizó su segundo viaje, en el que descubrió el archipiélago de las pequeñas Antillas, Puerto Rico y Jamaica, además de circunnavegar en buena parte de Cuba y realizar una fundación (La Isabela) en La Española, ya que el fuerte Navidad había sido destruido por los indígenas. Todavía realizó Cristóbal Colón dos viajes más: en el tercero descubrió la costa continental, desembocadura del Orinoco y las islas de Trinidad y Cubagua. Fue entonces cuando atravesó el descubridor sus primeras dificultades graves como virrey, dada su escasa capacidad de gobierno y la radical contraposición entre sus ideas y las de los españoles que lo acompañaban, empeñados en prolongar en América la vieja tradición repobladora y colonizadora heredada de la Reconquista. Llegadas a España nuevas alarmantes de la situación en La Española, enviaron los reyes en visita de inspección al comendador de Calatrava, que apresó a Cristóbal Colón y a sus hermanos Bartolomé y Diego, que habían ejercido cargos de responsabilidad en la isla, y los envió a España. La reina se apresuró a desagraviar al navegante, y todavía pudo realizar este cuarto viaje (1502), pero se le prohibió expresamente, que tocase en La Española.

En esta ocasión Cristóbal Colón descubrió la costa de América Central, entre Honduras y Panamá. Ya por entonces los llamados “viajes menores” habían permitido diseñar un amplio trazo del perfil oriental del continente, desde el Darién hasta el Río de la Plata. Sin embargo, Cristóbal Colón, que murió dos años después de su regreso, nunca llegó a sospechar que las tierras por él descubiertas no tenían nada que ver con Asia; en tal sentido, el descubrimiento intelectual de Nuevo Mundo cabe atribuirlo a Américo Vespuccio.

No es totalmente cierto, por último, que Cristóbal Colón muriera en la pobreza; conservaba el crédito que le otorgaban sus intactos privilegios, y su hijo Diego, al casar con una sobrina del duque de Alba, había de entroncar a su familia con uno de los más ilustres linajes castellanos. Fue enterrado provisionalmente en la cartuja de Las Cuevas (Sevilla); más adelante su hijo Diego, virrey de la Española, lo trasladó a la catedral de Santo Domingo. Como es sabido, el gran navegante no se expresa de manera correcta en ningún idioma. En su castellano se encuentran portuguesismos claros: por ejemplo, un deter por detener en la relación del tercer viaje. A su vez, cuando escribe en italiano no deja de incurrir en groseras faltas que revelan que no era este el idioma en que redactaba sus múltiples escritos normalmente. Esto es lógico. En efecto, Cristóbal Colón es ante todo un hombre de mar, y, por tanto, este marino estaba acostumbrado a chaparrear mil lenguas sin lograr expresarse bien en ninguna. A diario y durante sus años mozos el Almirante hubo de enterarse con sus compañeros en la jerga que entonces se llamaba “levantisca”, esto es, del Levante, del Mediterráneo en general; esto, sin embargo, de más encanto a unos relatos de viajes ya de por si interesantes para un lector de nuestros días. Relatos que, a pesar de todos los barbarismos, alcanzan a veces una sorprendente altura literaria, y que constituyen un documento histórico de primera magnitud para comprender una de las páginas más interesantes y de más trascendencia de la historia de las Humanidad: la conquista y colonización de América, amplio el horizonte del mundo hasta entonces conocido y explorado por Occidente, el cual se limitaba prácticamente a la cuenca del Mediterráneo, cuna de la civilización occidental, a Europa, la norte de África y el Próximo Oriente. Luego de esta necesaria introducción, vayamos al contenido de la novela de Carpentier.

La novela de Carpentier consta de tres partes simbólicas tituladas “El arpa”, “La mano” y “La sombra”. Tres partes que constituyen tres etapas en el proceso de desmitificación de la figura histórica del Descubridor del Nuevo Mundo.

La primera parte, relativamente corta, es en realidad una especie de introducción en la que se nos presentan las condiciones en las cuales se le ocurre al Papa Pio IX, a partir de una experiencia concreta en América Latina cuando todavía era joven sacerdote al servicio del Cardenal Giovanni Muzzi arzobispo de Philippoli en Macedonia, la idea de hacer canonizar a Colón y, por consiguiente, de presentar un proceso de beatificación como etapa previa (Pio IX, cuyo nombre era Giovanni Mastai Forretti, nacido en Senigallia. Papa de 1846 hasta su muerte. Vio el término pontificio incorporado por la fuerza a Italia, y convocó el Concilio Vaticano I que proclamó la infalibilidad papal. Autor de la encíclica Quanta Cura y del Sillabus de 1864, oponiéndose a las ideas democráticas que entonces estaban en boga. Fue el pontífice de más largo reinado. NOTA DEL AUTOR).

La misión apostólica en América Latina de la que forzaba parte el joven protagonista, había sido llamada por O´Higgins, jefe de la joven República chilena que sabía que España soñaba con restablecer en América la autoridad de su ya muy menguado imperio colonial, luchando denodadamente por ganar batallas decisivas en la banda occidental del continente, antes de ahogar en otras partes, mediante una auténtica guerra de reconquista- y para ello no escatimaría los medios- las recién conseguidas independencias. Y sabiendo que la fe no puede extirparse de súbito como se acaba, en una mañana, con un gobierno virreinal o una capitanía general , y que las iglesias hispanoamericanas dependían, hasta ahora, del episcopado español, sin tener que rendir obediencia a Roma, el libertador de Chile quería sustraer sus iglesias a la influencia de la ex metrópoli- cada cura español sería mañana un aliado de posibles invasores-, encomendándolas a la autoridad suprema del Vaticano, más débil que nunca en lo político, y que bien poco podía hacer en tierras de ultramar fuera de lo que correspondería a una jurisdicción de tipo meramente eclesiástico. Así se neutralizaba un clero adverso, conservador y revanchista, poniéndoselo sin embargo- ¡y no podría quejarse de ello!-.

La obra empieza en 1864, momento en que el papa Pío IX está por firmar la propuesta de beatificación de Cristóbal Colón, etapa previa a su canonización, y se termina a fines del siglo XIX, en el momento en que finaliza el proceso de beatificación. En este período real de menos de cuarenta años, se concentran, en realidad, unos cuatro siglos y medio de Historia que abarcan el nacimiento, la vida y la muerte del personaje principal (Cristóbal Colón), el descubrimiento del Nuevo Mundo, y todo el largo período de la Conquista, de la Colonización y de la Independencia política de América Latina. La misión apostólica salió de Génova el 5 de octubre de 1823 hacia “las inmensidades siderales”, la misión se presentaba para el joven Mastai como la repetición de aquella “prodigiosa empresa”, realizada más de tres siglos atrás por un ilustre genovés que “habría de dar al hombre una cabal visión del mundo en que vivía, abriendo a Nicolás Copérnico las puertas que le dieron acceso a una incipiente exploración del infinito.

Para mostrar el peso de Génova en la historia del mundo, el futuro papa Pío IX evoca entonces la figura de otro ilustre genovés, el Almirante Andrea Doria, que mandó en un principio la armada de Francisco primero de Francia y luego la de Carlos V y que, al final del relato, se encontrará con el fantasma de Cristóbal Colón (Andrea Doria 1468-1560. Marino genovés. Fue Capitán general del Levante. Estuvo a las órdenes de Francisco I, pero pasó a prestar servicios a Carlos V. Obtuvo victorias navales sobre los turcos y conquistó a Túnez. Al poder tomar Génova se le llamó “Libertador”. NOTA DEL AUTOR).

Llegado a Chile, al ver la importancia de las iglesias y conventos, el fervor de la Semana Santa y el vigor de la fe, el futuro papa tuvo la revelación de una América más inquieta, profunda y original de lo que esperaba con una humanidad en efervescencia, inteligente y voluntariosa, siempre inventiva aunque a veces desnortada, generadora de un futuro que sería preciso aparear con el de Europa. Es entonces que el futuro Pío IX pensó que el elemento unificador podría ser la fe. Pasando revista a los diferentes santos del Nuevo Mundo no encuentra ninguno capaz de desempeñar ese papel. Entonces es cuando piensa en Cristóbal Colón, el portador de Cristo, que se le aparece como el mejor antídoto contra las ideas de los enciclopedistas franceses y de los filósofos Voltaire y Rousseau que han penetrado en América contribuyendo a su independencia política y, como lo ha podido observar, siguen influyendo en los gobiernos del argentino Bernardino Rivadavia y del nuevo presidente chileno Freire. De tal forma que, en el espíritu del futuro Pío IX, Cristóbal Colón, convirtiéndose en santo planetario, podría ser el elemento unificador entre europeos e hispanoamericanos.


“No. Lo ideal, lo perfecto, para compactar la fe cristiana en el viejo y nuevo mundo, hallándose en ello un antídoto contra las venenosas ideas filosóficas que demasiados adeptos tenían en América, sería un santo de ecuménico culto, un santo de renombre ilimitado, un santo de una envergadura planetaria, incontrovertible, tan enorme que mucho más gigante que el legendario Coloso de Rodas, tuviese un pie asentado en esta orilla del continente y el otro en los finisterres europeos abarcando con la mirada por sobre el Atlántico, la extensión de ambos hemisferios. Un San Cristóbal, Christophoros, Portador de Cristo, conocido por todos, admirado por los pueblos, universal en sus obras, universal en su prestigio. Y, de repente como alumbrado por una iluminación interior pensó Mastai en el Gran Almirante de Fernando e Isabel”.


La segunda parte del libro, en la que Cristóbal Colón, en su lecho de muerte, está esperando a su confesor, se presenta, en cierta forma, como una especie de novela dentro de la novela. A lo largo de las 131 páginas que constituyen esta segunda parte de la novela, Alejo Carpentier trata de persuadir al lector de que toda la historia de Cristóbal Colón no ha sido más que farsa o impostura, como lo subraya el símbolo cervantino anacrónico del Retablo de las Maravillas. Dice el mismo Colón… “cuando me asomo al laberinto de mi pasado en esa hora última, me asombro ante mi natural vocación de farsante, de animador de antruejos, de armador de ilusiones, amanera de los saltabancos que en Italia, de feria en feria- y venían a menudo a Savona- llevan sus comedias, pantomimas y mascaradas. Fui trujimán de retablo, al pasear de trono en trono mi Retablo de Maravillas”.

Gracias a la técnica de confesión que presupone un tono de sinceridad, el descubridor del Nuevo Mundo “hablará, lo dirá todo”. Es así que Carpentier intenta crear un ambiente favorable a la desmitificación del héroe y de su empresa de descubrimiento, pretendiendo mostrarlo no tal como lo hizo la leyenda, sino tal como fue realmente o, por lo menos, tal como hubiera podido ser, como señala en la advertencia a su novela.


“En 1937, al realizar una adaptación radiofónica de El libro de Cristóbal Colón de Claudel para la emisora Radio Luxemburgo me sentí irritado por el empeño hagiográfico de un texto que atribuía sobrehumanas virtudes al Descubridor de América. Más tarde me topé con un increíble libro de León Bioy, donde el gran escritor católico solicitaba nada menos que la canonización de quien comparaba, llanamente, con Moisés y San Pedro.

Lo cierto es que dos pontífices del siglo pasado. Pio nono y León XIII, respaldados por 850 obispos, propusieron por tres veces la beatificación de Cristóbal Colón a la Sacra Congregación de Ritos, pero ésta, después de un detenido examen del caso, rechazó rotundamente la postulación.

Este pequeño libro sólo debe verse como una variación (en el sentido musical del término) sobre un gran tema que sigue siendo, por lo demás, misteriosísimo tema… Y diga el autor, escudándose con Aristóteles, que no es oficio del poeta (o digamos del novelista) “el contar las cosas como sucedieron, sino como debieron o pudieron haber sucedido”.


La tercera parte es la continuación de la primera. Estamos en Roma a fines del siglo XIX y aístimos a la reconstrucción grotesca del proceso de beatificación del Gran Almirante de la Mar Océana, con actores vivos y muertos que, gracias a la magia del verbo, han recobrado vida para la circunstancia, el Postulador José Baldi, León Bloy el impugnador de la leyenda negra de la conquista, el Presidente, el Protonotario, el Abogado del Diablo, Schiller, y los testigos de cargo, Víctor Hugo, Julio Verne, Alfonso de Lamartine y Bartolomé de las Casas, todas las épocas confundidas, sin hablar de la presencia del fantasma invisible del mismo Cristóbal Colón en busca de una identidad que no ha podido hallar en la confesión ni en la muerte. Entonces todo viene tratado por Alejo Carpentier a contratiempo y en contrasentido bajo la forma de una comedia burlesca, o más bien de una ópera bufa, en un ambiente temporal y espacial totalmente esperpéntico ya que en el tiempo y el espacio novelescos se confunden el espacio y el tiempo reales con el tiempo y espacio míticos. Todo ello nos conduce a la caída del héroe que, hallándose solo en la Plaza de San Pedro, pudo saborear la amargura de su propio fracaso recordando los versos de la tragedia “Medea” de Séneca que le había servido de libro de cabecera, antes de desaparecer para siempre.


“..Y mientras empezaban a sonar claras campanas en aquel melodía romano, se recitó los versos que parecían aludir a su propio destino: “Tifis, que había domado las ondas / tuvo que entregar el gobernalle a un piloto de menos experiencia / que, lejos de los predios paternos, / no recibiendo sino una humilde sepultura / bajó al reino de las sombras oscuras”… Y en el preciso lugar de la plaza desde donde, mirándose, hacia los peristilos circulares cuatro columnas parecen una sola, el Invisible se diluyó en el aire que lo envolvía y traspasaba, haciéndose uno con la transparencia del éter”


Es así como Cristóbal Colón regresa a la muerte de donde había intentado fugarse, la novela al mito del que había pretendido liberarse. Intenta rescatar de la advertencia que el autor hace a su novela, la cual ya hemos citado anteriormente, que Carpentier intenta prevenirse contra las futuras críticas que, como veremos más adelante, el lector avisado le podría hacer a propósito de las libertades que se toma con la verdad histórica. Pues, si bien es cierto que en su conjunto el escritor sigue, en la presentación de los sucesos relativos a la biografía de Cristóbal Colón y la realización de su empresa de descubrimiento, la historiografía oficial y el relato del viaje del mismo Colón. En cambio, en la interpretación de dichos acontecimientos y de la biografía del Almirante se aparta de la historia panegírica oficial.
Conviene señalar también que en la reconstrucción del itinerario histórico del Descubridor del Nuevo Mundo, apelará varias veces a la leyenda para apoyar la tesis de la impostura que defiende en su novela. Uno de esos grandes lo constituye, por ejemplo, el episodio en que Maestre Jacobo de cuenta al futuro Almirante la saga de los Normans o vikingos. Asimismo, cuando la reina Isabel la Católica entra en escena, lo puramente histórico deja paso a lo novelesco y origina uno de los mejores momentos del relato. Las relaciones apasionadas entre Colón y la Reina no dejan de ser, sin embargo, reveladoras de la personalidad enigmática del Descubridor de Nuevo Mundo igual que del sentido político de la reina, porque están inmersas en un sustrato histórico perfectamente dibujado en el que cada uno de los dos amantes desempeñan su propio papel político.
                           


    

LA GUERRA Y LA PAZ
Novela histórica del escritor ruso León Tolstoi, cuyo argumento se inicia en el año 1805.

Las noticias que llegan de Francia causan profunda emoción. Todo el mundo está hondamente preocupado. Napoleón Bonaparte se ha hecho proclamar emperador de los franceses, y entre los miembros de su familia reparte reinos y principados como si se tratase de feudos hereditarios.

Meses antes, como medida de represalia contra una conjuración tramada por los nobles y los realistas franceses emigrados, Napoleón había ordenado la invasión de un territorio extranjero para detener al joven duque de Enghien, hijo del príncipe Enrique de Borbón, al que hace fusilar, sin proceso.

Ahora ya no es sólo la Francia revolucionaria, sino el mismo Napoleón quien inspira horror a las cortes europeas.

La opinión de la Santa Rusia ortodoxa está soliviantada, y en los salones aristocráticos se comentan con indignación los espantosos acontecimientos que se están desarrollando en Francia.

Estamos en vísperas de la jornada que desembocará en la batalla de Austerlitz.

Una tarde del 1805, en el salón de Ana Pavlovna Scherer, dama de honor de la zarina, están reunidos algunos de los más importantes personajes de la nobleza de San Petersburgo, entre ellos el príncipe Basilio Kuraguín, hombre astuto, melifluo y hábil diplomático, que anda tras una mujer rica para uno de sus hijos, el depravado Anatolio, y un marido acaudalado para su hermosísima hija Elena.

Otro prócer que por su preeminencia atrae la atención de los reunidos, es el príncipe Andrés Bolkonski, oficial de órdenes del generalísimo Kutusov y uno de los jóvenes más brillantes e inteligentes de la capital.

La conversación transcurre animadamente, cuando llega un nuevo invitado que, de golpe, crea una nota discordante en aquel ambiente mundano y reaccionario.

El recién llegado es un jovenzuelo de gruesos lentes, alto y recio, de atuendo excéntrico y un aire poco propicio al agrado de los reunidos. Se llama Pedro, y es hijo natural del viejo conde Besukov, personaje famoso en tiempo de Catalina. Acaba de regresar del extranjero, adonde su padre le había enviado a instruirse, y vino a la capital con la esperanza de abrirse camino en la vida; pero él, en vez de preocuparse de lo que convenía a su porvenir, se había entregado a una vida disoluta bajo la guía de Anatolio, el corrompido hijo del príncipe Kuraguín.

Es ésta la primera vez que Pedro se asoma a un salón aristocrático, y, desde su aparición, no hace más que cometer ligerezas. En una reunión en la que se moteja al gran corso llamándole “el nuevo Atila, el Anticristo, el asesino”, se permite sostener que Napoleón es un genio, que la muerte del duque de Enghien fue necesidad política y que Rusia vive muy atrasada en punto a las corrientes ideológicas imperantes. Las opiniones de este jovenzuelo imprudente ponen en grave aprieto a la dueña de la casa y a todos los presentes. El único que se muestra inclinado a compartir los juicios de Pedro, es el joven príncipe Andrés.

Terminada la reunión, Pedro se va a cenar con el príncipe Andrés, quien le anuncia que la guerra estallará ciertamente y que él está decidido a incorporarse al Estado Mayor de Kutusov, que mandará el ejército ruso en la campaña que se avecina. Su esposa, la bella princesa Lisa, residirá con su hija, la princesita Maria, en Lissia-Gori, una finca cercana a Moscú, donde vive el padre de Andrés, el viejo príncipe Nicolás.

El viejo conde Besukov se halla hace días entre la vida y la muerte; junto a la cabecera de su cama se han reunido precipitadamente los parientes, y, antes que nadie, el príncipe Basilio, uno de los presuntos herederos por parte de su esposa. El conde Besukov es uno de los próceres más acaudalados de toda Rusia, y no tiene hijos legítimos. Se asegura que ha escrito una carta en la que solicita del Zar la legitimación de Pedro, que convertiría a éste en heredero de su inmensa fortuna; y como la famosa carta existe, se confabulan los parientes para hacerla desaparecer, tratando de evitar que cuando expire el viejo conde Besukov, Pedro sea el único heredero de sus cuantiosos tesoros.

Fracasada la maniobra, el príncipe Basilio maquina el medio de sacarle el mayor partido posible al nuevo conde Besukov. Se lo lleva a su casa y le convence para que se case con su hija Elena, que goza fama de ser la joven más bella de Rusia.

Entre las familias cuyo trato frecuenta Pedro, figura la de los Rostov. El conde Elías tiene un corazón de oro; su casa está abierta a todo el mundo y la mesa puesta para cuantos quieran comer con él. Gasta sin tino, con absoluta despreocupación del estado de su hacienda, que va de mal en peor.

Tan generosa y afectiva como él es la condesa Natalia, su mujer.

El hijo mayor, Nicolás, es un gallardo mozo de veinte años. Oficial de la Guardia, arde en deseos de batirse por la Santa Rusia y por el zar. Siente tierna pasión por una prima suya, Sonia, pobre y hermosa, a la que los Rostov han acogido en su casa. Nicolás le ha prometido cuando vuelva de la guerra se casará con ella.

La hija mayor, Vera, es una joven sesuda e inteligente. Tiene relaciones con un amigo de Nicolás, también oficial de caballería. El menor de los hermanos, Petia, es casi un niño. Pero la más interesante de todos, las más traviesa, las más adorable, es Natacha, una muchachita de catorce años a la que apodan el Cosaco familiarmente; todos la quieren por la viveza de carácter y sus muestras de ingenio.

Pero todos estos aristócratas no tardarán en sumirse en hondas preocupaciones, porque la guerra contra Napoleón ha comenzado. Nicolás y el príncipe Andrés parten para el frente.

La única preocupación del príncipe Andrés se reduce a no dejar sola a Moscú a su esposa la princesa Lisa, próxima a dar a luz. El príncipe toma la determinación de llevarla a sus vastas posesiones de Lissia-Gori, donde reside su padre, el irascible príncipe Nicolás Bolkonski.

El viejo príncipe vive con la princesita María, sobrina y ahijada suya, muchacha angelical, aunque algo tosca. Con todo, es hombre de tierno corazón y adora a su sobrina; pero dominado por su mentalidad de antiguo guerrero, la atormenta, obligándola al estudio constante de las matemáticas, sometiéndola a cálculos algebraicos y haciéndola víctima de sus furiosos accesos de ira por cualquier nonada.

Cuando llega el hijo para anunciarle su propósito de marchar a la guerra, no pude menos que aprobar su resolución. A su modo de ver, Bonaparte no pasa de ser un aventurero afortunado al que el ejército de la Santa Rusia derrotaría en un santiamén si tuviera al frente un buen general, como lo fue su viejo amigo Suvarov.

-      Ve, y cumple con tu deber - le dice el padre-, Recuerda que eres hijo de Nicolás Bolkonski.

Le entrega una carta de presentación para el generalísimo Kutusov, le abraza, y, para que no advierta el hijo su emoción, lo echa bruscamente de su estudio, y se encierra en él.

El príncipe Andrés es un idealista de espíritu romántico. Le angustia la monótona vida burguesa que discurre entre conversaciones de salón y cotorreos, y admira a Napoleón porque su genio militar ha logrado conmover hasta los cimientos de la vieja Europa feudal.

También siente anhelos de gloria, y parte a la guerra dominado por la idea de hacer algo grande que le distinga entre todos; concebir, por ejemplo, un nuevo plan de ataque que equivalga para él lo que el sitio de Tolón fue para Bonaparte.

Pero en el Cuartel General de Kutusov no encuentra más que oficiales alemanes llenos de presunción, que trazan planes complicados y ridículos, y al viejo general en jefe, que, escéptico y fatalista, no le presta atención. Sin embargo, en medio de tantos estrategas de gabinete, Kutusov es el único que tiene ideas claras.

Sabe que Napoleón es una especie de Aníbal con el que nadie puede enfrentarse en campo abierto, porque los recursos de su ingenio militar son inagotables, y todo su afán estriba en hacer comprender que lo único que procede es adoptar contra él la táctica de Fabio, consiste en rehuir los combates y ganar tiempo; pero nadie le hace caso.

Un jactancioso general alemán ha preparado un plan en el que se pasa revista a las veintisiete hipótesis que, según él, prevén todos los posibles movimientos de Napoleón. El príncipe Andrés, tras haber llevado a cabo una misión en Viena, donde presencia el desorden provocado por la caída de Ulm, se encuentra ahora en el Gran Cuartel general ruso, que prepara, con la intervención personal del zar y del emperador de Austria, los planes de campaña que han de presidir la terrible batalla de Austerlitz.

Los dos ejércitos se hallan frente a frente a uno y a otro lado de una vasta extensión de estanques helados. Durante la noche, en la colina donde acampa el ejército francés, humean las hogueras de los vivaques y se oyen los gritos de los soldados que aclaman al emperador.

El príncipe Adres tiembla de ansiedad. La aurora del siguiente día iluminará la gloria que conquistará en la batalla. Se batirá como un gran héroe. Junto a él se halla otro oficial con vivos deseos de batirse: Nicolás Rostov. Había visto aquella mañana al emperador Alejandro I, y con el ardoroso entusiasmo de su alma juvenil, quería ofrendarle la vida.

Apuesta el alba terrible.

Desde lo alto de una colina, rodeado de su Estado Mayor, Napoleón observa los torpes movimientos de los ejércitos aliados. Con su genio infalible ha adivinado el plan de los sapientísimos oficiales alemanes, y apenas se rasga la niebla matinal, se quita un guante y da la orden de ataque. Los franceses llevan a cabo una maniobra habilísima contra el flanco del ejército austrorruso, que es rechazado hacia la región pantanosa. La artillería francesa dispara contra el hielo de los estanques, que se deshace, y los regimientos aliados son engullidos uno tras otro.

El desastre es inmenso.

El regimiento de Nicolás Rostov es destruido, y él se salva a duras penas. Cuando el príncipe Andrés advierte que todo se ha perdido, empuña una bandera y se lanza a la lucha. A los pies de su caballo revienta una granada, el animal cae destripado y el jinete rueda por el suelo gravemente herido.
Cuando el herido se recobra, ve que en el campo de batalla es casi de noche.

Las derrotadas tropas austrorrusas se retiran desordenadamente: en la desolada llanura de Austerlitz, yacen muertos o heridos cuarenta mil hombres.

Andrés abre los ojos. Tendido de espaldas, no pude moverse; pero tiene despejada la mente. Fija su estática mirada en un espectáculo, nuevo para él, que le oprime el corazón. En el cielo profundo flotan unos blancos cirros. ¡Qué cosa tan inmensa, qué placidez transpira el infinito cielo azul, y qué insignificante es la vida ante tanta grandeza! ¿Cómo era posible que hasta entonces no hubiese posado su vista en el cielo, lugar donde mora Dios? Comparado con él, todo es mezquino y despreciable en la tierra, hasta Napoleón. Y he aquí que Napoleón se aproxima, seguido de su Estado Mayor. Tras la victoria, recorre el campo de batalla. Ante el príncipe Andrés detiene el caballo, y al reconocer por el uniforme del caído que es un oficial del Estado Mayor enemigo, y ver junto a él una bandera, exclama:

-¡Qué honrosa muerte!
Y tras ordenar que sea recogido y curado el oficial, sigue adelante.

Mientras tanto, en Lissia-Gori se desarrollan otros acontecimientos interesantes. Como sabemos, el príncipe Basilio buscaba una mujer rica para su hijo Anatolio, y Ana Scherer, después de aquella velada que se había celebrado en sus salones, le habló a la princesa Lisa sobre la conveniencia de un matrimonio entre la princesa María Bolkonski y el joven Kuraguin. Sabia la princesa Lisa que su cuñada no era feliz con aquel padre despótico y procuró facilitar un encuentro entre los dos jóvenes. Y, en efecto, después de haber partido el príncipe Andrés a incorporarse, había llegado a Lissia-Gori el príncipe Basilio y solicitando del viejo Bolkonski permiso para visitarle en unión de su hijo, con el fin de pedir oficialmente la mano de María para Anatolio.

“El rey de Prusia” advierte al punto que aquel aventurero de Anatolio no acude a él por amor a María, sino atraído por la considerable dote de la joven, y acoge a los visitantes con un humor de perros. Por su parte, la princesa Lisa se afana durante toda la mañana para elegantizar a su cuñadita; la chica es ruda, y con el vestido nuevo y el peinado especial que le han hecho para tal día aún resulta más ordinaria.

Anatolio Kuraguín era un guapo mozo y la princesa María pensó con agrado en la posibilidad de desposarse con él. Pero, ¿sería bueno? ¿La querrá verdaderamente? Pronto estaría en condiciones de saberlo por sí misma. Aquel mismo día hizo una observación de la mayor importancia: Kuraguín, sin preocuparse de su prometida, se dedica a cortejar a la hermosa señorita Bourienne, joven francesa que desempeña en la casa el papel de señorita de compañía. Así es que ya no dudó de la vileza de aquel tipo. Con este convencimiento, al ser preguntada por su padre, se niega a acceder a la petición del príncipe Basilio, y dice en presencia de su prometido:

-No, no quiero casarme; deseo continuar viviendo a tu lado.

En esto llega al castillo la noticia de la derrota de Austerlitz, y, casi simultáneamente, la de la muerte del príncipe Andrés, que no figura en la relación de los heridos ni de los que lograron huir. Así es que todos lo dan por muerto.

La noticia no le es comunicada a la pobre princesa Lisa en atención a su delicada salud. Pocos días más tarde, se ve obligada a guardar cama. Todos rodean con ansia el lecho de la enferma cuando avisan los criados que se ha detenido una carrosa a la puerta. La princesa María cree que debe ser algún extranjero que ignora el ruso, y echándose un mantón sobre los hombros, sale a ver quién es el que llega. Un hombre envuelto en un abrigo de nieve, avanza hacia la joven. La princesita lo reconoce es seguida: es el príncipe Andrés, pálido, demacrado, con la mirada apagada. Y se abrazan afectuosamente.

María le ha esperado sin creer un momento en su supuesta muerte. Andrés llega a tiempo para asistir a la agonía de su esposa. Aquella misma noche, la princesa Lisa da a luz un niño y exhala su último suspiro en brazos del resucitado de Austerlitz.

Al mismo tiempo se han registrado tristes acontecimientos en casa de Pedro Besukov. Su matrimonio con Elena Kuraguín ha sido una desdicha. Desde el primer momento Elena da pruebas de su carácter irreflexivo y atolondrado. No cabe acuerdo entre ella y el honesto y solícito Pedro. En seguida surgen graves disgustos entre los conyugues. Pedro, por una ligereza de su mujer, tiene que batirse con un oficial. Besukov hiere a su adversario, y extinguido el interés que pudo haberle inspirado su esposa, la abandona a su suerte y se reconcentra en sí mismo. Quiere renovarse espiritualmente, dar un contenido moral a su vida y lanzarse resueltamente por el camino del bien. Durante un viaje, conoce en el tren a un individuo que se erige en su director espiritual y que le aconseja afiliarse a una sociedad secreta que tiene por finalidad la renovación del mundo bajo la enseña de la libertad del pensamiento y de la fraternidad de todos los hombres. También se entrevista con el príncipe Andrés, por el que siente, además de respeto, un afecto profundo; y le encuentra muy desanimado y lleno de preocupaciones respecto al porvenir. Desde el desastre de Austerlitz, ha cambiado de un modo sorprendente: es ahora un escéptico que ha adoptado una amarga filosofía y hace gala de un egoísmo que no concuerda con sus generosos sentimientos. La muerte de su mujer le ha afligido hondamente: se siente solo y la vida carece de sentido para él. Su única ocupación consiste en asistir a su padre, a quien el zar ha designado para ocupar un alto mando militar en el distrito.

Pasados seis años de la jornada de Austerlitz, el príncipe Andrés tiene que ir un día a la residencia de los condes de Rostov por un motivo relacionado con los deberes militares de su padre. Natacha es ya una joven encantadora que causa admiración a cuantos la tratan. Y Natacha y Andrés se encuentran. La joven he oído hablar del príncipe como de un alto personaje. Toda la nobleza de Moscú había comentado, enternecida, la historia del joven príncipe Bolkonski, coronel y ayudante de órdenes del generalísimo Kutusov. Habiendo caído enarbolando una bandera en Austerlitz, como un verdadero héroe, se le había sido recogido en el campo de batalla por orden de Napoleón y curado por el propio médico del emperador. Y él, en un impulso romántico, sin estar restablecido de sus heridas, había retornado a su hogar con el tiempo preciso para recoger el último suspiro de su esposa.

Los Rostov acogieron con gran respeto y con su habitual afabilidad al príncipe Andrés, el cual halló en Natacha una joven sumamente interesante.
Aquella noche no pudo dormir Andrés. Dejando el lecho se asomó al balcón para contemplar el plenilunio. En la ventana del piso superior que daba sobre su estancia, conversaban dos mujeres. La noche era divinamente hermosa: argéntea claridad inundaba la campiña: todo era paz y silencio, sólo interrumpido por la dulce voz de una de las jóvenes que se hallaban en la ventana de arriba y que expresaba con ingenuo entusiasmo sus íntimos sentimientos ante el espectáculo que ofrecía la naturaleza. Decía que hubiera querido tener alas para volar en aquella maravillosa noche de luna. La joven era Natacha.

El príncipe Andrés se siente fascinado por la gracia exuberante de la muchacha. Y la pide en matrimonio. Natacha se queda aturdida al oírlo; pero la petición la hace feliz. Se resiste a creer en su inaudita fortuna. La familia está entusiasmada. El príncipe Andrés no es sólo el más célebre de todos los oficiales jóvenes del Ejercito, sino también muy rico y especialmente considerado por todos los cortesanos por su arrogancia y heroísmo.

Pero el viejo Bolkonski acoge la noticia con frialdad. Adora a su hija, hasta el punto de ser el único con quien se muestra sociable. Este matrimonio improvisado de un viudo de treinta y cinco años con una muchacha que aún no ha cumplido los veinte, sin dote y de una familia desordenada por la prodigalidad de los padres, no le hace gracia. Y cuando Natacha va a Lissia-Gori para conocer a María y a su futuro suegro, el viejo príncipe no disimula el deseo de poner rápido fin a la entrevista.

Lo sucedido exaspera a Natacha. Tras semejante humillación, está convencida de que en casa de su esposo su presencia no merecía más que una simple tolerancia. En tal estado de ánimo, una noche asiste a un baile en el que conoce al joven Anatolio, hijo del príncipe Kuragruin, que ostenta su brillante uniforme. También conoce a su hermana Elena, y en su compañía se siente como embriagada. Anatolio y Elena la tratan con una simpatía que contrasta con la frialdad que ha encontrado en casa de Andrés, donde sólo había recibido humillaciones que la habían desilusionado. A impulsos de estos sentimientos, no obstante ser una chica juiciosa, se deja dominar por los halagos de Anatolio y acepta el plan que éste le propone: sus padres no consentirán que se case con otro hombre, una vez prometida al príncipe Andrés. Lo mejor es que huyan juntos, aquella misma noche, y se casen ante el cura de un pueblo próximo.

Se separan con este propósito. Pero alguien vigila a Natacha: María Dimitrievna, amiga de la familia. Y cuando Anatolio, acompañado de unos amigos, llega en una troica a escasa distancia de la morada de los Rostov, advierte que su plan ha sido descubierto. Natacha está encerrada en su cuarto, sin poder salir, y la servidumbre vigila todas las puertas.

El golpe es terrible para el príncipe Adres. Experimenta la más dolorosa desilusión de su vida. Busca a Anatolio para matarle en un duelo; pero los acontecimientos se precipitan: Napoleón le declara nuevamente la guerra a Rusia, y al frente de un ejército de seiscientos mil hombres ha hollado los confines de la patria. El príncipe Andrés se despide de su anciano padre, de la princesa María y de su hijito Nicolenka, y parte a la guerra.

Finaliza el mes de junio de 1812. Andrés llega al Cuartel General del Ejército. El entusiasmo es enorme. Los soldados lucharán hasta morir, en defensa de la Santa Rusia y para rechazar al invasor. También están en campaña Nicolás Rostov, que ostenta el grado de capitán, y su hermano menor, Petia, aún imberbe, que se ha inscrito como cadete.

El emperador Alejandro se encuentra entre sus generales. El avance de Napoleón es incontenible. Los rusos se retiran incendiando pueblos y ciudades y dejando ante el invasor un desierto desolado. El generalísimo Kutusov sigue rodeando de generales alemanes, petulantes y presuntuosos, que trazan sobre los mapas planes infalibles para pulverizar a Napoleón; pero esta vez no prevalece su opinión, y Kutusov persiste en la retirada general.

El viejo Bolkonski está consternado. Ha tenido que abandonar su residencia de Lissia-Gori y refugiarse en Moscú con la princesa María y su nietecito. Su corazón se ha debilitado. No coordina las ideas y lee en las cartas de Andrés cosas que sólo existen en su imaginación. Está convencido de que Napoleón no pasará del Niemen, cuando ya está en las puertas de Moscú.

Un buen día decide regresar a Lissia-Gori, resuelto a instalarse en su casa para esperar a los franceses.

-Me defenderé mientras pueda y me haré matar entre los muros de mi casa- declara el viejo.

Se pone su uniforme de general, con todas las condecoraciones, y se va a comunicarle su decisión al comandante militar del distrito; pero a los pocos pasos le sobreviene un ataque apoplético, y conducido a su casa muere tras larga agonía.

Mientras tanto, el ejército ruso que defiende Moscú se dispone a hacerle frente al ejército invasor. Se lucha encarnizadamente por parte de uno y otro bando; truena la artillería, las posiciones son desesperadamente defendidas; pero acaba triunfando el genio de Napoleón. Los rusos inician la retirada. Antes de empezar, el príncipe Andrés cae mal herido en el vientre, y es recogido en estado agónico. En el momento en que lo transportan en brazos, reconoce a otro oficial, retirado del campo de batalla por tener una pierna destrozada por una bala de cañón: es Anatolio Kuraguín, que expía sus culpas muriendo por la patria.

El ejército ruso se retira de las posiciones y abandona Moscú, que ocupan los franceses. Pero de los cuatro ángulos de la ciudad surgen llamaradas que amenazan devorarlo todo: en pocas horas queda Moscú envuelta en llamas y los invasores sólo contemplan un montón de ruinas.

El pánico se apodera de la retaguardia. La nobleza ha huido hacia el Norte antes de la entrada de los franceses. Una de las familias nobles fugitivas es la de Rostov.

En su retirada, los soldados rusos requisan el forraje para sus caballos. Nicolás Rostov llega a la casa de campo de los Bolkonski, en Bogucharovo, en busca de heno para los caballos de su regimiento. Ignora que esta finca pertenece al príncipe Andrés, prometido de su hermana. Frente a la casa, unos campesinos hablan animadamente, lo que le hace suponer que allí ocurre algo anormal. Pregunta por la dueña de la casa, y un campesino le conduce a donde está como trastornada por el terror. Había dado orden de preparar el carruaje para huir antes de que llegaran los franceses; pero los criados se resisten a hacerlo.

Cuando ve a Nicolás Rostov, con uniforme de oficial, se adelanta hacia él y con sus luminosos ojos arrasados en lágrimas le suplica que la proteja y que facilite su marcha del pueblo.

Nicolás se siente conmovido ante aquella jovencita que está sola en medio de tantos horrores. Se inclina respetuosamente ante la damita, y sale de la estancia en busca de los campesinos.

-A ver, ¿quién es vuestro jefe?- les grita, fuera de sí-. Que se presente ese traidor a quien voy a castigar.

Es tanta la energía del oficial que los rebeldes se someten y uncen los caballos al carruaje. Y la princesa María, escoltada por Nicolás y sus compañeros de armas, reanuda la marcha hacia el Norte.

Después de una cura de urgencia en un hospital de campaña, el príncipe Andrés es trasladado a una de las ambulancias que se dirigen hacia el Norte y que por el camino encuentra a la columna de fugitivos en que van los Rostov.

La noticia de la llegada del oficial herido se esparce al punto y llega a oídos de Natacha, que exige verle. Andrés ha sido trasladado a una isba, donde yace a la par que otros heridos. Natacha se persona en ella: el príncipe está tendido en un pobre lecho, dominado por la fiebre. La joven le contempla un momento y se aproxima al herido. Sin decir una palabra se arrodilla junto al lecho. El príncipe le sonríe y le toma una mano.

En medio de su agonía, indiferente a todo, recobra fuerzas al ver a aquella joven a la que soñó un día hacerla su esposa.

Durante varias semanas Natacha asiste al herido con solicitud de hermana. Andrés delira a veces, y en los momentos de lucidez se alegra al ver a la joven a su lado, y pide que le traigan un libro: los Evangelios.

Finalmente, el herido se agrava y muere.

Pedro Besukov, que ha luchado heroicamente en defensa de Moscú, concibe un plan desesperado y temerario, una vez ocupada la ciudad por los franceses.

Sabe que Napoleón, el verdadero responsable de tanto desastre, se ha instalado e en el Kremlin. Besukov entrará a la ciudad y se enfrentará con el tirano para darle muerte, vengando así a todo el pueblo ruso.

Penetra en Moscú y presencia los terribles excesos de la soldadesca francesa, entregada al saqueo; antes de que pueda alcanzar el Kremlin, es detenido. Como el espantoso invierno ruso ha comenzado, el ejército de Napoleón inicia la retirada, y Pedro es incorporado a un convoy de prisioneros.

Pero desmoralizados los franceses en su retirada, deshacen la formación y cada cual huye por donde se puede. Pedro, ya libre, retorna a su hogar porque la guerra ha terminado desastrosamente para el invasor.

Y entonces, muerta su esposa, se casa con Natacha, mientras que Nicolás Rostov desposa a la princesa María, con lo que se restaura un tanto la economía familiar, tan malparada a consecuencia de la guerra y las deudas.






CUENTOS PRETÉRITOS


Manuel Beingolea es un escritor modernista nacido en Lima en 1875 y muerto en Barranco en 1953. De espíritu sencillo y poético, tan solo escribió dos libros, una novela corta: Bajo las lilas (1923) y Cuentos pretéritos (1933).

Sencillos e ingeniosos resultan los cuentos del peruano, que dulcifican una época decadentista de ilusiones perdidas inscrita a principios de siglo. Como la mayoría de prosistas los de la época, Beingolea hubo de beber de las fuentes del realismo y el naturalismo; este último entró a América a través de Goncourt, Maupassant, Zola, Chéjov, Gorki, etc. Beingolea era contemporáneo de Javier Viana, de Carlos Reyles y seguramente hubo de presenciar el rotundo éxito del mejor cuentista de la época: Horacio Quiroga (Cuentos de amor, locura y muerte) (1917). Sin embargo son precisamente, la lucidez y creatividad del peruano los elementos que van a hacer que la cuentística de su país tome un ritmo de continuidad. Los cuentos de Beingolea rescatan ese humor y gracia que son precisos para sobrevivir en una sociedad clasista y selectiva, añade otros argumentos: picardía e ironía en una sociedad donde la apariencia y el lujo, así sean fingidos, puedan resolver el futuro y el destino de las personas. Llama poderosamente la atención el cuento Mi corbata en que se revive al pícaro desde una visión más psicológica que física.

El narrador recibe como regalo una corbata:


“Me la regaló Martha, una provincianita a quien seduje con mi aplomo y mis modales de limeño. Estaba hecha de un retazo de seda rosa, oriundo quizá de algún vestido en receso, y sobre ella la donante había bordado con puntadas gordas e ingenuas multitud de florecillas azules, que no pude reconocer si eran miosotis. Me la envió encerrada en una caja de jabón de Windsor, que olía muy bien”.

(En El Cuento Peruano hasta 1919, Selección, Prólogo y Notas de Ricardo González Vigil, volumen II; ediciones COPE, Lima 1992)



A partir de esta situación, se configura un relato interesante y picaresco que prosigue con la exposición de los anhelos del narrador: el amor de Martha y un empleo de cincuenta soles harán de él un hombre completamente feliz.


Yo por aquel tiempo era un pobrete que me comía los codos y andaba de Ceca en Meca, galopando tras de un empleo en alguna oficina del Estado.

Ser amanuense era entonces mi mayor ambición. Cincuenta soles de sueldo eran para mí, inestimable tesoro, que sólo muy escasos mortales podían poseer. ¡Oh, cincuenta soles de sueldo! ¡Con esa suma asegurada hubiera yo doblado el cabo de la felicidad! ¿Qué cómo? Cuando se es amado, a pesar de ser pobre, una gran confianza en el porvenir nos alienta. Y la dulce serranita me amaba. Muchos pretendientes había despachado por mi causa. Felices horteras endomingados que le hacían la rueda, mientras le vendían media vara de surach o un corte de indiana. Así como así, eran mejores que yo los tales horteras desde el punto de vista matrimonial. Tenían regulares sueldos y lo que ellos llamaban las rebuscas, cosas que, probablemente, yo me moriría sin conocer. Pero Marta los mandaba a paseo sin escucharlos siquiera. Solo yo era el preferido. Quizá me encontraba distinto también a los jóvenes de su tierra, sentimentales y turbulentos. A mí no me disgustaba la muchacha. Tenía bonito pelo, ojos tiernos, y tocaba en el piano «Al pie del Misti» con bastante sentimiento. Con ella y mis 50 soles hubiera sido feliz! Lo único que parecía apenarla era mi poca fe. Mi carencia de religión. - «Cree usted en Dios? » - me preguntaba a menudo.

-       «Naturalmente» - le respondía yo.

-       «No es bastante, es preciso cumplir con la iglesia, es preciso creer».


La verdad es, que yo no creía sino en mi pobreza. Sólo se cree en Dios a partir de 50 soles de sueldo.

(Ibídem págs. 693 – 694)


El narrador recibe una invitación para tomar el té en una mansión limeña; asiste luciendo la corbata que ha recibido y se encuentra con la resistencia de las damas de la reunión; todas ellas rehúsan bailar con él, y cuando interroga a otro joven acerca de las razones de su fracaso, recibe una respuesta tajante:

“Tiene usted una corbata imposible. Lo mejor que puede usted hacer es largarse, joven”. Sale avergonzado y ofendido de la reunión, pero desde ese momento se fija en su mente aquel mundo seductor, de elegancias y exquisiteces y, al contrastarlo con la vida pobre que lleva, decide ingresar a ese universo; “a todo trance como se pudiera, sin reparar en los medios”.

Las tretas del pícaro comienzan cuando decide hacerse confeccionar un traje de excelente calidad y hacer que su patrona lo pague con la promesa de que dará empleo a los familiares de ella cuando ingrese en el Ministerio de Hacienda; con el préstamo que recibe no solamente paga el traje sino que adquiere otros y logra entrar en la sociedad, donde conoce a una dama aristocrática con la cual se casa, se hace rico y además de ello célebre, pues se convierte en diputado y senador; el relato finaliza con el recuento que hace el narrador sobre su nueva situación; concluye manifestando que, a pesar de su riqueza, de su esposa, de sus hijos y de su posición social, no es feliz.
   

Pero aquí, entre nos, os confesaré que no soy feliz. Mi mujer es cariñosa, es cierto. ¡Me anuda cada corbata! Pero me parece que piensa más en sus trajes que en su marido. Mis hijos también piensan más en sus caballos que en su padre. Yo me he vuelto ambicioso y pienso más en la «cosa pública» que en mi mujer y en mis hijos. Más feliz hubiera sido con arequipeñita. Oh! ¡Esa que me quería arrancado y por mí mismo! Con ella y mis 50 soles hubiera vivido ignorado, sin ambiciones que me consumen, ni desengaños que me torturan. ¿Qué habrá sido de ella? A veces, cuando estoy muy triste, saco del fondo de mi gaveta la corbata que me regaló y me enternezco recordando a Marta y aspirando ese olor ya desvanecido del jabón de Windsor. Decididamente la verdadera dicha debe oler a jabón de Windsor.

(Ibídem, pág. 699).

No ha tratado Beingolea de reeditar un arcaísmo, el del pícaro que inventó Lizardi para generar la novela latinoamericana; aquí la delicadeza y el gusto del pícaro dejan una reminiscencia: la del azar de la vida y la nostalgia por una felicidad imposible.

Biengolea dibuja con rasgos ágiles y en una prosa fresca y amena relatos de esa época del esteticismo finisecular; fontana de donde brotó el hilo de agua generador de la novela latinoamericana.

Otro cuento es “Levitación”, narración que se inicia en una reunión donde unas honorables damas hacían los honores a un exquisito té verde, se produjo un debate sobre si no sería científico el éxtasis de algunos santos. Las señoras presentes pusieron el grito en el cielo alegando que los santos no pertenecían a la ciencia sino a la religión. Unos sostuvieron que la gente plebeya tenía más predisposición al éxtasis que los miembros de otras clases sociales por la sencillez de vida que llevaban. Cuando la discusión tomaba visos de zipizape, intervino unos de los presentes con la finalidad de calmar los ánimos y aclarar en algo el asunto. Era un viejecillo cenceño que se entretenía liando un cigarrillo de papel, costumbre que sin duda lo retrotraía a sus tiempos.

El viejo dijo que no era bueno mezclar lo divino con los humano.


“Confundir lo espiritual con lo temporal me parece la peor de las confusiones. Los santos no tiene que ver nada con estas cuestiones científicas ni seudo – científicas. Un santo es tan fatalmente santo como un bandido es fatalmente bandido. Se nace con una vocación y ésta no está sujeta a ninguna influencia extraña”.

(“Levitación”, en Biblioteca de cultura peruana contemporánea, volumen X, Selección de Estuardo Núñez, Ediciones del Sol, 1963; pág. 35).


Para probar que no es santo quien no debe ni puede serlo, el viejo refirió la historia de un pobre cholo bizcochero que vivía en un callejón del barrio “Las Cruces”.

Resulta que el pobre hombre quedaba muchas veces arruinado por regalar su mercancía a menesterosos que se la pidiesen. El cholo era todo bondad, todo generosidad, todo desprendimiento.

 Ya lo habían despedido de varias panaderías por andar regalando los pasteles. Cuando los dueños de las pastelerías le reprochaban que primero era la obligación que la devoción, el pobre bizcochero contestaba que tenía la certidumbre de haber sido premiado por Dios en alguna época no lejana, refiriendo que a veces creía verlo en sueños y que se le presentaba en forma de un señor de buen talante que lo exhortaba a continuar así con bondadosa sonrisa. Los encuentros divinos eran breves. Un día un grupo de personas le insinuaron al bizcochero que había una forma de “perfeccionamiento espiritual” que se lograba por medio de la abstinencia y la castidad. El bizcochero puso en práctica los consejos recibidos y, según su testimonio, sintió que le iba mejor que antes, sintiendo, desde que abrazó vida tan severa, más aptitud, como si se derritiese en un arrebato místico, que arrancándolo del suelo, lo empujaba a regiones paradisiacas, algo así como el tránsito del que disfrutan  los bienaventurados.


Las personas que por esta senda lo encaminaron, temerosas por el resto de razón del pobre hombre, querían disuadirlo ahora, restituyéndole a sus antiguas prácticas, pero éste, cada vez más convencido, las instó para que presenciasen uno de sus arrebatos. Cedieron a su exigencia y una noche, constituidos en su pobre cuarto sin más ajuar que una cama mísera, unos cuantos objetos y algo como un altarillo improvisado donde nuestro beato en ciernes había puesto un crucifijo y otros atributos místicos, esperaron los acontecimientos. Ante el crucifijo postróse en oración el bizcochero y, efectivamente, fe de los que tan aconsejaron, que después de todo eran creyentes y buenos cristianos o superchería, ello es que le vieron alzarse del suelo y remontarse hacia el cielo raso. Alguno agregó que un resplandor le circundaba las sienes. El milagro corrió por todo el barrio y se dio aviso al vicario, a algunos devotos y a otras personas más. Pero la elevación del oblato reposteril fue muy exigua, apenas si se levantó una vara del suelo; indudablemente no estaba bien preparado aún. Nuevos días pasó en mayores abstinencias hasta que ya creyéndose casi perfecto, hizo reunir de nuevo a los mismos concurrentes. Esta vez era indudable que llegaría más alto que otras. Los circunstantes vieron, en efecto, que después de larga oración y prolongadísimo recogimiento, el bizcochero se elevaba más que la primera vez y al fin llegó a elevarse tanto, que tocó con su cabeza el techo de la habitación y entonces, en medio de su gran fervor y de la general sorpresa, acordóse sin duda de que era bizcochero, pues al sentir sobre su cráneo lo duro del techo, creyendo que tenía su tabla de bizcochos sobre la cabeza, empezó a pregonar como si estuviera en la calle y con su mejor voz: ¡Pan de Guatemala! ¡Pan de Guatemala!

Inmediatamente, como si se hubiera deshecho el conjuro, cayó de tan elevada posición al suelo del cuarto, quedando bastante maltrecho.
Una risotada general estalló en el auditorio y el viejecillo encendiendo su cigarrillo, sin inmutarse, puso fin al relato diciendo:

-       Ya ven ustedes que no es santo a pesar de todo lo que haga, quien tiene vocación de bizcochero…

El té hirviendo en las tazas, esperaba…

(Ibídem; págs. 35 – 36).



En el cuento “El guarda – agujas”, Beingolea narra la historia de Esteban un guarda – agujas, quien está casado con Crisanta, con la cual vive en una garita cerca a la estación de trenes. Conviene aclarar que un guarda – agujas es el empleado que en los cambios de vía de los ferrocarriles tiene a su cargo el manejo de las agujas, para que cada tren marche por la vía que le corresponde; el factor es el empleado que en las estaciones de ferrocarriles cuida de la recepción, expedición y entrega de los equipajes, encargos, mercancías y animales transportados.

Dada esta información, diremos que debido a su condición de guardagujas Esteban se halla casi esclavo de su cargo, sin mucho margen para ausentarse de su puesto de trabajo, por la frecuente circulación de trenes. Una tarde en que Crisanta lleva a “Huáscar”, un perro vagabundo que se ha encariñado con ellos, a bañar a una acequia cercana a la garita donde viven, conoce a un tal Nicasio Rovira, mocetón mestizo de chino y mulata quien empieza a enamorarla. Tanto insistió Nicasio que Crisanta termina siendo su amante. El pobre Esteban se mantiene ajeno a la infidelidad de su mujer, atento a su trabajo de guardagujas.


La línea férrea serpenteaba entre dos tapias con los rincones negros de hollín. Tras de éstas extendíase el campo. Potreros verdes como la superficie de un billar con pintojo ganado; acequias estrechas en el linde; inclinados y chatos espinos y despeinados sauces, desbordándose sobre ese largo cintajo gris de las tapias que las retamas manchan de azufre de trecho en trecho. Luego maizales tupidos temblequeando sobre un cielo de yeso juntamente con los pentagramas vacíos del teléfono; más allá potreros desherbados o removidos con apelotonamientos de tierra; alrededor, arboles, viñedos, tierras de sembrío donde siempre había inclinado un sombrero de esparto, o donde un hombre con los pantalones remangados hasta más arriba de las corvas, removía la tierra con una azada.

Elevábanse lejanos los pinos de Miraflores como espinas dorsales de pescados enormes, cobijando las rojas casitas, los altibajos, las veletas.
Más acá el matadero rojo y chato perdíase al fin de una hondonada. Al lado opuesto los molinos de viento del Barranco y las cuatro torres de su Iglesia franciscana que la hacen parecer un elefante boca arriba. Y atrás de la garita, la cerrillada de Lima a Lurín cortando el horizonte con sus plomizas jorobas. En medio del campo blanquecía aislado y solitario algo: el osario de Miraflores.

(Cuentos Pretéritos, Manuel Beingolea, selección de Francisco Cabello Espejo; Ediciones de la Biblioteca Universitaria; Lima, 1967; pág. 76)



Pero como lo malo no tarda en hacerse evidente, Crisanta y su amante son sorprendidos bajo un nisperal en unos arrumacos nada santos por una mujer de lengua viperina llamada Romualda.

“- Oye viejo, tu mujer te la pega. La he visto de trapicheo con el injerto Rovira. Ya tú lo conoces…”

A esteban le dio un vuelco al corazón ante tan nefasta como nefanda noticia. Encara a su mujer, le da unas cuantas “caricias”, pero al final termina perdonándola. De ahí para adelante la vida de Crisanta se convierte en una prisión.

Esteban prohibió a su mujer después de su aventura “que no pasara del umbral, de suerte que la mujer, apenada, volvíase de un lado, para otro entre esas cuatro paredes que ya conocía hasta el martirio. El tiempo le sobraba para hacer sus cosas y, después, se quedaba mirando las arañas del techo.

Sólo una cosa parecía entusiasmarla: la fuga.

Una mañana Esteban despertó y no encontró a su mujer. Lo primero que se le vino en mente fue que se había fugado. La buscó tenazmente por todos lados y no la encontró.


A veces se imaginaba que todo era una broma y que Crisanta quizá ya estaría en la garita. Quería regresar pero, ¿y si no es cierto? Pensaba en la suprema desolación de la garita a aquella hora trágica, sin ella, ¡sin su chola! No, no era precisa buscarla. Y entonces, ya poseído de una actividad febril, recorrió la avenida de Chorrillos y regresando luego, registro otra vez el Barranco, fue por el camino de Surco, lo vio todo, lo revolvió todo como se puede revolver un archivo para dar con un dato importante. Cuando la luz del alba vino, pudo vérsele envejecido de diez años, blanco de polvo, con la pistola herrumbrosa, enorme como una llave de iglesia. Iba de huerto en huerto, llamando, preguntando, inquiriendo, alicaído como un perro hambriento, uno de esos perros que ya no esperan sino el bocado municipal.

Cuando se orientó para salir al camino, serían ya las ocho de la mañana. No se oía en los barrios solitarios sino ruido de panes removidos en los cestos de los panaderos, escobas empedernidas barriendo patios empedrados, todos esos ruidos matinales, ¡ese mezquino y triste despertar de los barrios pobres!

Al llegar a la garita, encontró a dos hombres, con la gorra encasquetada donde figuraba la placa de latón de la “Empresa”. No supuso qué podía ser.
-       ¡Hola amigo! – díjole uno de ellos- ¿qué ha sido de su vida?

Esteban no contestó.

-       El jefe de estación nos manda decirle a usted que puede marcharse. ¡Y tiene razón! ¿Cómo diablos ha dejado usted pasar de largo dos trenes? Pudo usted emborracharse y venir… hay tiempo para todo…

Esteban silencioso, sin valor, vencido, incapaz de discutir, de sincerarse, de protestar, entró en la garita e hizo un lío con algunas cacharpas que poseía, pues lo demás era de la Empresa, lo ató al extremo de un palo y tomó la línea  en dirección a Lima. ¿A dónde iba? No lo sabía. A seguir su vida errante y monótona como esas paralelas de la vía, encorvado al paso de su lío y su infortunio.

El sol recalentaba las tapias grises, sobre las que, gallinazos, saltaban cojeando. Las retamas ostentaban su alegre amarillo, los campos extendíanse verdes hasta los cerros azules, los pájaros gorjeaban entre los matorrales.

Cuando Esteban desapareció en la curva, uno de los hombres de gorrita dijo:
-       ¡Hase visto sinvergüenza!

(Ibídem; págs. 91 – 92).








EL HOMBRE MEDIOCRE


Obra del escritor José Ingenieros (1877-1925); es uno de los ensayos más importantes escritos en América y que hace de este argentino ilustre uno de los más famosos literatos de nuestro continente.

Cuando el desarrollo de la función de pensar alcanza cierto grado, la imaginación puede anticiparse a la experiencia. Por eso las ilusiones son a veces más eficaces que la experiencia para dirigir la conducta. El sentido de la realidad evoluciona hacia el ideal, que se presenta como un límite y que tiende a la perfección en distintas direcciones, distintas, pero nunca antagónicas, sino convergentes. Clásica es la doctrina de que el ideal de la ciencia es la verdad, el de la moral el bien y el del arte la belleza. Sin ideales no sería posible el progreso humano.

Los espíritus elementales y de poco vuelo sustituyen fácilmente el idealismo por la superstición. El espíritu superior necesita de la crítica y de la inconformidad para elevarse en el anhelo de perfección, al revés del espíritu inferior, fácil a la adaptación y a los hábitos colectivos. Siempre habrá, forzosamente, idealistas y mediocres.

Los idealistas románticos son exagerados porque son insaciables. El idealismo estoico funde a su filosofía con un concepto sublimado de la dignidad humana. La lucha entre el idealismo y a mediocridad es constante. Su símbolo plástico más cabal pudiera serlo el alado Perseo de Benvenuto Cellini, exhibiendo la cabeza de Medusa, cuyo cuerpo convulso pretende inútilmente reavivarse bajo los pies del héroe.

Literalmente, el hombre mediocre es el hombre médico, el cual psicológicamente se da en todas las clases sociales, y que al formar en la inmensa colectividad de su condición se torna, como esta, natural y necesaria. En la escala de la inteligencia humana la mediocridad representa el claroscuro entre el talento y la estulticia. El aurea mediocritas de Horacio se refiere, claro es, a la limitación placentera que elige el selecto, o algunos selectos, quienes, precisamente por serlo, rechazan las pompas vanas y las asechanzas del poder y la gloria.

Nota genérica del hombre mediocre es su falta de sello distintivo, su despersonalización, lo que le permite vegetar moldeado por el medio “como era fundida en el cuño social”. No es desdeñable porque es útil, pero la definición de sus cualidades linda con el comentario humorístico. Lombroso llegó en su definición a la repulsa satírica cuando, contestando a un periodista norteamericano, manifestó que “el hombre normal” (que, por lo demás, no existe) “tenía buen apetito, era trabajador, ordenado, agonista, aferrado a sus costumbres, paciente, respetuoso de toda autoridad, animal doméstico”.

Lombroso llama hombre normal al que Heine y Schopenhauer llaman “filisteo”, contraponiendo el artista al burgués, sin preocuparse siquiera de valorar este. Pero el burgués, el filisteo, es, como cualquier otro hombre, un valor social, y es su aporte colectivo lo que le amerita en sus funciones.   

Por lo pronto, el mediocre, a expensas de su capacidad mimetista, se halla mucho más facultado para compenetrarse con el alma de la sociedad en que vive que el superior con su originalidad. Y hay que partir para juzgarle del hecho de que ser mediocre no es una culpa, y no siéndolo, su conducta es legítima. Como elemento social estático más que dinámico, el hombre mediocre es naturalmente conservador y rutinario. Como sistema social de defensa, la rutina desempeña el papel de primer orden, ya que sin ese freno el impulso que comportan los hombres selectos o geniales, siempre accidentes en la evolución humana, despeñaría a las sociedades.

Ahora bien: los mediocres representan a menudo un gran peligro en el seno de aquellas, pues el freno, si paraliza y estaciona, destruye los valores superlativos, organiza la vulgaridad resistente a la selectividad y crea una barrera opuesta al ingenio y al buen gusto. Cuando actúa en el campo intelectual, el hombre mediocre, hombre sin ideales, hace del arte un oficio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta. Convierte el amor en sensualidad.

Una pasión frecuente en los mediocres es la envidia. En ellos trabaja a la par la mentira; en cambio, nunca les excita la emulación, que es rectilínea y no teme a la verdad. Esta tónica suele ser gris y se muestra constantemente en el carácter del hombre vulgar, que alberga un sordo afán de nivelarlo todo y siente horror por la individualización excesiva.

Centrando el tema en el desarrollo vital, afirma Ingenieros que cuando este llega a su culmen en el espíritu del hombre superior, el hombre superior se aleja hasta el máximum de la mediocridad, pero que esta le espera en la vejez con la regresión sistemática del intelecto. Por último, decrepitud inferioriza al viejo ya mediocre.

En la época moderna, el aprovechamiento de las grandes aptitudes está constreñido sin cesar por la acción en la vida pública de lo que Ingenieros llama la “piara”. Estima que las facciones políticas son adversas a todas las originalidades. Cada piara ostenta, a manera de estado mayor, un plantel de hombres distinguidos, bandera que la permite adueñarse del poder parapetándose en el blasón intelectual de algunos selectos.

Tendencia general en el autor de este libro es la de identificar a la democracia con lo que él llama la mediocracia, recurriendo a la frase de Platón, “la democracia es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre los malos”. Siguiendo esta línea negativa, señala los grandes males que originan los partidos políticos, compuestos de “serviles que merodean por los Congresos en virtud de la flexibilidad de sus espinazos”. “Los deshonestos son legión: asaltan el Parlamento para entregarse a especulaciones lucrativas. Venden su voto a empresas que muerden las arcas del Estado; prestigian proyectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus discursos a tanto por minuto.”

La creación del clima mediocre lleva consigo el triunfo de las masas dirigidas por charlatanes. En fin, las mediocracias- Ingenieros no emplea nunca el término consagrado de “mesocracia”- fomentan el ejercicio de la servidumbre. Es un hecho evidente que la naturaleza se opone a toda nivelación y que necesita del caso excepcional para realizarse sin prescindir de la clase común de los individuos, de las masas. En orden al desarrollo regular de la sociedad, la aristocracia del mérito no puede ser sustituida por los valores comunes. La desigualdad es la fuerza y esencia de toda selección. El hombre de genio necesita un clima propicio. Cuando una raza, un arte, una ciencia o un credo preparan su advenimiento o pasan por una renovación fundamental, el hombre extraordinario aparece personificando nuevas orientaciones de los pueblos y de las ideas.
En este punto se detiene José Ingenieros para hacer una semblanza de Sarmiento, el gran educador, proselitista y escritor argentino, en cuya célebre obra Facundo se fija con caracteres decisivos un espíritu propiamente americano. Sarmiento fue un genio, un apóstol, un incomprendido, objeto de ataque y de burla para todos los espíritus vulgares, entre los que pasó desdeñoso de su hostilidad y de sus peligros, para “sembrar a todos los vientos, en todas las horas, en todos los surcos”.


Sus pensamientos fueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie americana, entreabriendo la visión de cosas futuras. Pensaba en tal alto estilo que parecía tener, como Sócrates, algún demonio familiar que alucinara su inspiración Ciclope en su faena, vivía obsesionado por el afán de educar; esa idea gravitaba en su espíritu como las grandes moles incandescentes en el equilibrio celeste, subordinando a su influencia todas las masas menores de su sistema cósmico.

Tenía la clarividencia del ideal y había elegido sus medios: organizar civilizando, elevar educando. Todas las fuentes fueron escasas para saciar su sed de aprender; todas las inquinas fueron exiguas para cohibir su inquietud de enseñar. Erguido y viril siempre, astabandera de sus propios ideales, siguió las rutas por donde le guiara el destino, previendo que la gloria se incuba en auroras fecundas por los sueños de los que miran más lejos. América le esperaba. Cuando urge construir o tramutar, fórmase el clima del genio: su hora suena como fatídica invitación a llenar una página de luz. El hombre extraordinario se revela auroralmente, como si obedeciera a una predestinación irrevocable.

Facundo es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo feudal. Crear una doctrina justa vale ganar una batalla para la verdad; mas cuesta presentir un ritmo de civilización que acometer una conquista. Un libro es más que una intención: es un gesto. Todo ideal puede servirse con el verbo profético. La palabra de Sarmiento parece bajar de un Sinaí. Proscripto en Chile, el hombre extraordinario encuadra, por entonces su espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar clamoroso.

Llegan hasta él gemidos de pueblos que hinchan de angustia su corazón: parecen ensombrecer el cielo taciturno de su frente, inquietada por un relampagueo de profecías. La pasión enciende las dantescas hornallas en que forja sus páginas y ellas retumban con sonoridad plutoniana en todos ámbitos de su patria. Para medirse busca el más grande enemigo, Rosas, que era también genial en la barbarie de su medio y de su tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos en los apóstrofes de Facundo, asombroso enquirdión que parece un reto de águila, lanzado por las cumbres más conspicuas del planeta.

Su verbo es anatema: tan fuerte es el grito que, por momentos la prosa se enronquece. La vehemencia crea su estilo, tan suyo que, siendo castiza, no parece español. Sacude a todo un continente con la sola fuerza de su pluma, adiamantada por la santificación del peligro y del destierro. Cuando un ideal se plasma en un alto espíritu, bastan gotas de tinta para fijarlo en páginas decisivas; y ellas, como si en cada línea llevasen una chispa de incendio devastador, llegan al corazón de miles de hombres, desorbitan sus rutinas, encienden sus pasiones, polarizan su aptitud hacia el ensueño naciente. La prosa del visionario vive: palpita, aprende, conmueve, derrumba, aniquila. En sus frases diríase que se vuelca el alma de la nación entera, como un alud. Un libro, fruto de imperceptibles vibraciones cerebrales del genio, tórnase tan decisivo para la civilización de una raza como la irrupción tumultosa de infinitos ejércitos.

 Y su verbo es sentencia: queda herida mortalmente una era de barbarie, simbolizada en un nombre propio. El genio se encumbra así para hablar, intérprete de la historia. Sus palabras no admiten rectificación y escapan a la crítica. Los poetas debieran pedir sus ritmos a las mareas del Océano para loar líricamente la perennidad del gesto magnifico: ¡Facundo!

Dijo primero. Hizo después…

La política puso a prueba su firmeza: gran hora fue aquella en que su Ideal se convirtió en acción.

Presidió la República contra la intención de todos: obra de un hado benéfico. Arriba vivió batallando como abajo, siempre agresor y agredido. Cumplía una función histórica. Por eso, como el héroe del romance, su trabajo fue la lucha, su descanso pelear.

Se mantuvo ajeno y superior a todos los partidos, incapaces de contenerlo. Todos lo reclamaban y lo repudiaban alternativamente: ninguno, grande o pequeño, podía ser toda una generación, todo un pueblo, toda una raza, y Sarmiento sintetizaba una era en nuestra latinidad americana. Su acercamiento a las facciones, compuestas por amalgamas de subalternos, tenía reservas y reticencias, simples tanteos hacia un fin claramente previsto, para cuya consecución necesitó ensayar todos los medios. Genio ejecutor, el mundo parecíale pequeño para abarcarle entre sus brazos; sólo pudo ser el suyo el lema inequívoco: “las cosas hay que hacerlas; mal pero hacerlas”.

Ninguna empresa le pareció indigna de su esfuerzo; en todas llevó como única antorcha su Ideal. Habría preferido morirse de sed antes que abrevarse en el manantial de la rutina. Miguelangelesco escultor de una nueva civilización, tuvo siempre libres las manos para golpear tiranías, para aplaudir virtudes, para sembrar verdades a puñados. Entusiasta por la Patria, cuya grandeza supo mirar como la de una propia hija, fue también despiadado con sus vicios, cauterizándolos con la benéfica crueldad de un cirujano.
La unidad de su obra es profunda y absoluta, no obstante las múltiples contradicciones nacidas por el contraste de su conducta con las oscilaciones circunstantes de su medio. Entre alternativas externas, Sarmiento conservó la línea de su carácter hasta la muerte. Su madurez siguió la orientación de su juventud; llegó a los ochenta años perfeccionando las originalidades que había adquirido a los treinta. Se equivocó innumerables veces, tantas como sólo puede concebirse en un hombre que vivió pensando siempre. Cambio mil veces de opinión en los detalles, porque nunca dejó de vivir; pero jamás desvió la pupila de lo que era esencial en su función. Su espíritu salvaje y divino parpadeaba como un faro, con alternativas perturbadoras. Era un mundo que se obscurecía y se alumbraba con sosiego incesante sucesión de amaneceres y de crepúsculos fundidos en el todo uniforme del tiempo. En ciertas épocas pareció nacer de nuevo con cada aurora; pero supo oscilar hasta lo infinito sin dejar nunca de ser el mismo.

Miró siempre hacia el porvenir, como si el pasado hubiera muerto a su espalda; el ayer no existía, para él, frente al mañana. Los hombres geniales y los pueblos en decadencia viven acordándose de dónde vienen: los hombres geniales y los pueblos fuertes sólo necesitan saber dónde van. Vivió inventando doctrinas o forjando instituciones, creando siempre, en continuo derroche de imaginación creadora. Nunca tuvo paciencias resignadas, ni esa imitativa mansedumbre del que se acomoda a las circunstancias para vegetar tranquilamente. La adaptación social depende del equilibrio entre lo que se inventa y lo que se imita; mientras el hombre vulgar es imitativo y se adapta perfectamente, el hombre de genio es creador y con frecuencia inadaptado. La adaptación es mediocrizadora; rebaja al individuo a los modos de pensar y sentir que son comunes a la masa, borrando sus rasgos propiamente personales. Pocos hombres, al finalizar su vida, se libran de ella; muchos suelen ceder cuando los resortes del espíritu sienten la herrumbre de la vejez. Sarmiento fue una excepción. Había nacido “así” y quiso vivir como era, sin desteñirse en el semitono de los demás.

A los setenta años tocóle ser abanderado en la última guerra civil movida por el espíritu colonial contra la afirmación de los ideales argentinos; en La Escuela Ultrapampeana, escrita a zarpazos, se cierra el ciclo del pensamiento civilizador iniciado con Facundo. En esas horas crueles, cuando los fanáticos y los mercaderes le agredían para desbaratar sus ideales de cultura laica y científica, en vano habría intentado Sarmiento rebelarse a su destino. Una fatalidad incontrastable le había elegido portavoz de su tiempo, hostigándole a perseverar sin tregua hasta el borde mismo de la tumba. En pleno arreciar de la vejez siguió pensando por sí mismo, siempre alerta para avalancharse contra los que desplumaban el ala de sus grandes ensueños: habría osado desmantelar la tumba más gloriosa si hubiera entrevistado la esperanza de que algo resucitaría de entre las cenizas.

Había gestos de águila prisionera en los desequilibrios de Sarmiento. Fue “inactual” en su medio: el genio importa siempre una anticipación. Su originalidad pareció rayana en desvarío. Hubo, ciertamente, en él un desequilibrio: mas no era intrínseco en su personalidad, sino extrínseco, entre ella y su medio. Su inquietud no era inconstancia, su labor no era agitación. Su genio era una suprema cordura en todo lo que a sus ideales tocaba: parecía lo contrario por contraste con la niebla de mediocridad que le circuía.

Tenía los descompaginamiento que la vida moderna hace sufrir a todos los caracteres militares; pero la revelación más indudable de su genialidad está en la eficacia de su obra a pesar de los aparentes desequilibrios. Personificó la más grande lucha entre el pasado y el porvenir del continente, asumiendo con exceso la responsabilidad de su destino. Nada le perdonaron los enemigos del Ideal que él representaba; todo le exigieron los partidarios. El mayor equilibrio posible en el hombre común es exiguo comparado con el que necesita tener el genio; aquél soporta un trabajo igual a uno y éste lo emprende equivalente a mil. Para ello necesita una rara firmeza y una absoluta precisión ejecutiva. Donde los otros se apunan, los genios trepan; cobran mayor pujanza cuando arrecian las borrascas; parecen águilas planeantes en su atmosfera natural.

La incomprensión de estos detalles ha hecho que en todo tiempo se atribuyera a insania la genialidad de tales hombres concretándose al fin la consabida hipótesis de su parentesco con la locura, cómoda de aplicar a cuantos se elevan sobre los comunes procesos del raciocinio rutinario y de la actividad doméstica. Pero se olvida que inadaptado no quiere decir alienado; el genio no podría consistir en adaptarse a la mediocridad.

El culto de lo acomodaticio y lo convencional, halagador para los sujetos insignificantes, implica presentar a los grandes creadores como predestinados a la degeneración o al manicomio. Es falso que el talento y el genio pueblen los asilos; si enloquecen, por acaso, diez hombres excelentes, encuéntranse a su lado un millón espíritus vulgares: los alienistas estudiaran la biografía de los diez e ignorantes la del millón. Y para enriquecer sus catálogos de genios enfermos incluirán en sus listas a hombres ingeniosos, cuando no a simples desequilibrados intelectuales que son “imbéciles con la librea del genio”.

Los hombres como Sarmiento pueden caldearse por la excesiva función que desempeñan; los ignorantes confunden su pasión con la locura. Pero juzgados en la evolución de las razas y de los grupos sociales, ellos culminan como casos de perfeccionamiento activo, en beneficio de la civilización y de la especie. El devenir humano sólo aprovecha de los originales. El desenvolvimiento de una personalidad genial importa una variación sobre los caracteres adquiridos por el grupo; ella incuba nuevas y distintas energías, que son el comienzo de líneas de divergencia, fuerzas de selección natural. La desarmonía de un Sarmiento es un progreso, sus discordancias son rebeliones a las rutinas, a los prejuicios, a las domesticidades.

Locura implica siempre disgregación, desequilibrio, solución de continuidad; con breve razonamiento, refutó Bovio, el celebrado sofisma. El genio se abstrae; el alienado se distrae. La abstracción ausenta de los demás, la distracción ausenta de sí mismo. Cada proceso ideativo es una serie; en cada serie hay un término medio y un proceso lógico; entre las diversas series hay saltos y faltan los términos medios. El genio, moviéndose recio y rápido dentro de una misma serie, abrevia los términos medios y descubre la reacción lejana; el loco, saltando de una serie a otra, privado de términos medios, disparata en vez de razonar. Esa es la aparente analogía entre genio y locura; parece que en el movimiento de ambos faltaran los términos medios; pero en rigor, el genio vuela, el loco salta. El uno sobrentiende muchos términos medios, el otro no ve ninguno. En el genio, el espíritu se ausenta de los demás; en la locura, se ausenta de sí mismo. “La sublime locura del genio es, pues, relativa al vulgo; éste, frente al genio, no es cuerdo ni loco: es simplemente la mediocridad, es decir, la media lógica, la media alma, el medio carácter, la religiosidad convencional, la moralidad acomodaticia, la politiquería menuda, el idioma usual, la nulidad de estilo”.

La ingenuidad de los ignorantes tiene parte decisiva en la confusión. Ellos acogen con facilidad la insidia de los envidiosos y proclaman locos a los hombres mejores de su tiempo. Algunos se libran de este marbete: son aquellos cuya genialidad es discutible, concediéndoles apenas algún talento especial en grado excelso. No así los indiscutibles, que viven en brega perpetua, como Sarmiento. Cuando empezó a envejecer, sus propios adversarios aprendieron a tolerarlo, aunque sin el gesto magnánimo de una admiración agradecida. Le siguieron llamando “el loco Sarmiento”.

¡El loco Sarmiento! Esas palabras más que cien libros sobre la fragilidad del juicio social. Cabe desconfiar de los diagnósticos formulados por los contemporáneos sobre los hombres que no se avienen a marcar el paso en las filas; las medianías, sorprendidas por resplandores inusitados, sólo atinan a justificarse, frente a ellos, recurriendo a epítetos despectivos. Conviene confesar esa gran culpa: ningún americano ilustre sufrió más burlas de sus conciudadanos. No hay vocablo injurioso que no haya sido empleado contra él: era tan grande que no bastó el diccionario entero para difamarle ante la posteridad. Las retortas de la envidia destilaron las más exquisitas quintaesencias; conoció todas las oblicuidades de los astutos y todos los soslayos de los impotentes. La caricatura le mordió hasta sangrar, como a ningún otro: el lápiz tuvo, vuelta a vuelta, firmeza de estilete y matices de ponzoña. Como las serpientes que estrangulan a Laocoonte en la obra maestra del Belveder, mil tentáculos subalternos y anónimos acosaron su titánica personalidad, robustecida por la brega.

Los espíritus vulgares ceñían a Sarmiento por todas partes con la fuerza del número, irresponsable ante el porvenir. Y él marchaba sin contar los enemigos, desbordante y hostil, ebrio de batallar en una atmosfera grávida d tempestades, sembrando a todos los vientos, en todas las horas, en todos los surcos. Despreciaba el motejo de los que no le comprendían: la envidia del juicio póstumo era el único lenitivo a las heridas que sus contemporáneos le prodigaban. Su vida fue un perpetuo florecimiento de esperanzas en un matorral de espinas.

Para conservar intactos sus atributos, el genio necesita períodos de recogimiento; el contacto prolongado con la mediocridad despunta las ideas originales y corroe los caracteres más adamantinos. Por eso, con frecuencia, toda superioridad es un destierro. Los grandes pensadores tórnanse solitarios; parecen proscriptos en su propio medio. Se mezclan a él para combatir o predicar, un tanto excéntricos cuando no hostiles, sin entregarse nunca totalmente a gobernantes ni a multitudes. Muchos ingenios eminentes, arrollados por la marea colectiva pierden o atenúan su originalidad, empañados por la sugestión del medio; los prejuicios, más arraigados en el individuo, subsisten y prosperan; las ideas nuevas, por ser adquisiciones personales de reciente formación, se marchitan. Para defender sus frondas más tiernas el genio busca aislamientos parciales en sus invernáculos propios. Si no quiere nivelarse demasiado necesita de tiempo en tiempo, mirarse por dentro, sin que esta defensa de su originalidad equivalga a una misantropía. Lleva consigo las palpitaciones de una época o de una generación, que son su finalidad y su fuerza; cuando se retira se encumbra. Desde su cima formula con firme claridad aquel sentimiento, doctrina o esperanza que en todos se incuba sordamente. En él adquieren claridad meridiana los confusos rumores que serpentean en la historia, se plasmó en Sarmiento, el concepto de la civilización de su raza, en la hora que preludiaba el surgir de nacionalidades nuevas entre el caos de la barbarie. Para pensar mejor, Sarmiento vivió solo entre muchos, ora expatriado, ora proscripto dentro de su país, europeo entre argentinos y argentino en el extranjero, provinciano entre porteños y porteño entre provincianos. Dijo Leonardo que el destino de los hombres de genio es estar ausentes en todas partes.

Viven más alto y fuera del torbellino común, desconcertando a sus contemporáneos. Son inquietos: la gloria y el reposo nunca fueron compatibles. Son apasionados: disipan los obstáculos como los primeros rayos del sol licuan la nieve caída en una noche primaveral. En la adversidad no flaquean: redoblan su pujanza, se aleccionan. Y siguen tras su Ideal, afligiendo a unos, compadeciendo a otros, adelantándose a todos, sin rendirse, tenaces como si fuera lema suyo el viejo adagio: sólo está vencido el que confiesa estarlo. En eso finca su genialidad. Esa es la locura divina que Erasmo elogió en páginas imperecederas y que la mediocridad enrostró al gran varón que honra a todo un continente. Sarmiento parecía agigantarse bajo el filo de las hachas.

(“El hombre mediocre”, José Ingenieros; Editorial Lex. S.A. – Perú 1966; págs.: 120-124)



También la vida y la obra de Ameghino le merecen al comentarista ardientes elogios, significando la grandeza de su espíritu enfocado a la investigación científica, en la que descubrir equivale a crear y encierra una capacidad inventiva. Hay imaginación en la paleontología de Ameghino, como la hay en la física de Ampere y en la cosmología de Laplace, y la hay en la visión civilizadora de Sarmiento, como en la política de César o en la de Richelieu. Todo lo que lleva la marca del genio - termina Ingenieros - es obra de la imaginación, ya sea un capítulo del Quijote o el pararrayos de Franklin.

Del individuo genial al individuo de la grey la distancia es enorme. Que la sociedad para su función armónica y vital necesite de ambos no impide que de la legión de los mediocres sobrevengan verdaderos estragos para aquella misma armonía. El hombre superior y el hombre mediocre difieren como el cristal y la arcilla.   







MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES


Comedia en cinco actos en verso y prosa, de William Shakespeare (1564-1616), escrita en la forma que la poseemos, en 1598, pero probablemente existente ya en redacción de juventud, impresa en 1600 y en 1623. El motivo dramático central, del amante inducido a engaño por medio de una persona que adopta el parecido de su amada- antiguo motivo que ya se encuentra en las “Aventuras de Quereas y Calirroé”, de Caritón de Afrodisia-, Shakespeare lo ha sacado de las “Novelas” de Matteo Bandello (novela XXII) y del “Orlando Furioso” de Ludovico Ariosto. Veamos el resumen de la obra.

De fiesta estaba la ciudad de Mesina por la noticia de haberse puesto fin a la guerra, y de que el victorioso príncipe de Aragón, D. Pedro, iba a hacer en ella su entrada triunfal. Envió éste un mensaje al gobernador Leonato para que aguardase su pronta llegada, y Leonato en persona, acompañado su hija Hero y su sobrina Beatriz, salió a recibir al mensajero del príncipe, preguntándole con gran interés por la salud de sus amigos.

- Y ¿cuántos guerreros hemos perdido en esta campaña?- preguntó Leonardo.

- Alguno que otro, pero ninguno de gran fama,- respondió el mensajero.
- Por esta carta veo- prosiguió Leonato- que D. Pedro dispensó grandes honores a un mancebo florentino, llamado Claudio.

- Si por cierto y que se portó como valiente, pudiendo ponérsele al lado del propio D. Pedro- respondió el mensajero.- Claudio se ha puesto a mayor altura de la que podía esperarse de su edad: bajo el aspecto de manso cordero, ha tenido arranques de valeroso león.

Oyendo tan grandes alabanzas del joven florentino, sintió Hero (la hija del gobernador), inundarse su alma de alegría, aunque se limitó a sonreír y sus mejillas se colorearon de satisfacción.

-Decidme- preguntó entonces Beatriz, la sobrina del gobernador (la cual vivía en casa de su tío y era la íntima amiga y compañera de su única hija)- el señor Mountanto ¿ha vuelto también de la guerra, o fue víctima del hierro enemigo?

-No conozco a nadie de este nombre, señora- respondió el mensajero, con mirada confusa y algo corrido;- no sé qué haya en el ejército quien así se llame.

-¿A quién te refieres, sobrina?- preguntó Leonato.

-Quiere decir, mi primo, el señor Benedicto de Padua; sugirióle Hero.

-¡Oh!, éste sí que ha vuelto a tan divertido y jovial como siempre,- responde el mensajero.
-Decidme ahora por favor, ¿cuántos hombres ha matado y se ha comido el tal?- pregunta Beatriz en tono de chanza.

-Pero primero quisiera saber a cuántos ha muerto, pues al irse a la guerra, yo prometí comerme a todos los que él matase.

-A fe mía, sobrina, que tratáis con harta dureza al señor Benedicto,- dice Leonato; a buen seguro que va a hacernos quedar mal; no dudo de ello.

-Estad cierta, señora- dice el mensajero- que el tal ha prestado excelentes servicios en la campaña.- Y continuó haciéndose lenguas del valor y de las nobles cualidades del hidalgo; pero Beatriz no parecía tomar en serio nada de lo que oía; de todo hacía plato para chancearse.

- No vayáis a juzgar mal a mi sobrina- dijo Leonato (dirigiéndose al mensajero).- Lo que hace, tiene su explicación en la porfía que existe entre ella y el señor Benedicto; no pueden hallarse juntos, que no surja entre ellos una verdadera lucha de ingenio.

En esta conversación estaban, cuando llegó el príncipe de Aragón, con su séquito de hidalgos y caballeros. Leonato dióles una afectuosa bienvenida. El conde Claudio y el señor Benedicto eran antiguos amigos, pues habían estado juntos al servicio del gobernador en su palacio. Ya antes de partir a la campaña, Claudio había mirado más de una vez con simpatía a Hero: en cuanto a Beatriz y Benedicto, pretendían tenerse mutuamente grande antipatía, pero (¡cosa extraña!) en vez de huir de las ocasiones de hablar y comunicarse, aprovechaban todas las que se les ofrecían para dar matraca el uno al otro tan a porfía como les era posible.

En la ocasión presente, no le faltó a Beatriz materia para provocar a Benedicto: tomó ocasión de una broma que él hiciera a D. P edro y Leonato, y allí empezó la contienda.

-Maravíllome, señor Benedicto- díjole Beatriz,- de que sigáis hablando aún; ¿no veis que ya nadie os escucha?

-¡Hola!, señora Desdenes, ¿vos por aquí?; creí que habíais desaparecido del mundo de los vivos.

-¿Cómo puede ser que muera el Desdén, teniendo por constante alimento de su vida al señor Benedicto?- dijo Beatriz.- La Cortesía mismo, se trocaría en desdén, de sólo llegar vos a presencia suya.
-¿Según vos, pues, la Cortesía es una veleta de campanario? Lo cierto es que cuento con la simpatía de cuantas damas trato, excepto vos; y en verdad que quisiera tener un corazón algo más sensible, pues en realidad, no amo a ninguna de ellas,- dijo orgullosamente Benedicto.

-¡Gran fortuna ésta para las damas. De lo contrario, ¡qué importuna seguidilla tendrían que aguantar!- dijo Beatriz.- Gracias al cielo, yo siento como vós en este particular; prefiero oír a mi perro ladrar a la luna, que a un hombre jurar que me ama.

-¡Que Dios os conserve, señora, tal sangre fría!- dijole sumisamente el hidalgo:- así, más de un caballero escapará del peligro de sentirse arañar el rostro.

Sentábale muy bien a Benedicto chancarse siempre con el amor y tomárselo a broma; no asi al joven Claudio, el cual, por su temperamento exaltado y pronto a apasionarse, no se avergonzaba de confesar su amor hacia la señora Hero, y con la favorable ayuda del príncipe de Aragón obtuvo no sólo el consentimiento de la joven, sino también la aprobación del padre de ella. Fijóse la boda para un día de la próxima semana, y el único tormento que tuvo que sufrir el impaciente mancebo, fue la lentitud con que pasaban aquellos días.

Por lo demás, no desperdició Benedicto esta ocasión para chancearse, como era su costumbre, y efectivamente dio suelta a su jovial y alegre inventiva, al pronosticarle D. Pedro y Claudio que también a él le tomaría el turno.

-Antes que me vaya de este mundo- dice D. Pedro,- aun espero veros palidecer y desmedraros de amor.

-¡Qué equivocado andáis D. Pedro!... podré enflaquecer de rabia, de  enfermedad o de pena; pero de amor… jamás- afirma Benedicto.

-Bueno: así sea, y si algún día faltareis a vuestra promesa, se os citará como una poderosa confirmación de lo que vamos diciendo.
-Si así fuese- replica riéndose Benedicto,- que me cuelguen como a un gato y hagan todos blanco en mi cuerpo.

-El tiempo por testigo- dice D. Pedro;- “al toro más cerril el tiempo le somete al yugo.”

-Posible es que el toro montaraz se someta al yugo; pero si esto sucediese al tierno Benedicto, arranquen en buen hora al buey los cuernos y clávenlos en mi frente; píntenme en grotesca figura y debajo de ella en letras muy gordas, por el estilo de aquellas en que se pone: Alquilase un buen caballo, pongan esta inscripción: “Aquí veréis a Benedicto, al hombre casado.”

La rotunda aseveración de Benedicto, de que no caería jamás en los lazos del amor y que no se casaría, y la chanza de Beatriz sobre el mismo tema, hicieron concebir a D. Pedro una maliciosa idea, que no le pareció poco a propósito para pasar divertida la semana que faltaba antes de la boda de Claudio con Hero.

-Os garantizo que no va a pasar en balde el tiempo- dijo a Leonato y Claudio.- Mientras aguardamos tan fausto día, acometeré una empresa digna del valor de Hércules, y será encender el fuego de la pasión en el señor Benedicto y la señora Beatriz. Difícil cosa será, pero posible; y no dudo de conseguirlo, si los tres me prestáis vuestra ayuda.

-Señor, contad conmigo incondicionalmente, aunque preciso me sea perder diez noches seguidas- dice Leonato.

-Lo mismo digo yo- afirma Claudio.

-Por mi parte, señor- dice la hermosa Hero,- haré cuanto pueda para hacer de mi primo un buen esposo.

-A mi parecer, Benedicto no es el marido que ofrece menores esperanzas,- añade el Príncipe.- Al decir esto le hago justicia porque es de noble familia, valeroso a toda prueba y de una honradez acrisolada. Yo os instruiré de cómo os las habéis de componer para hacer caer a vuestra prima y que quede prendada de Benedicto: por lo que a éste toca, yo, con la ayuda de Leonato y Claudio, le trabajaré de manera que, a pesar de su vivo ingenio y temperamento enojadizo, caiga en la trampa y se enamore de Beatriz. Si esto logramos, Cupido ya habrá dejado de ser el arquero por excelencia; su gloria será nuestra, y seremos nosotros los dioses del amor. Venid conmigo y os describiré el plan que he concebido.

Ahora bien, entre los caballeros del séquito del príncipe de Aragón, había uno cuya manera de ser difería grandemente de la de Claudio y Benedicto. Este era D. Juan, hermanastro del príncipe, hombre intratable, envidioso y suspicaz. A nadie prodigaba su afecto; pero sentía una aversión especial a su hermanastro y tenía un vivo rencor hacia el florentino señor Claudio por ser éste el favorito del príncipe. D. Juan había hecho por largo tiempo ruda oposición a su hermano, pero últimamente habíase reconciliado con él, y de su conducta dependía que continuase por el camino del favor y prosperase, o que cayese de nuevo en la desgracia. D. Juan empero no tenía interés en acentuar su adhesión a la causa del príncipe, y así, aunque sus criados Borachio y Conrado le aconsejaban que ocultase sus resentimientos y tomase parte activa y sincera en los regocijos, D. Juan lo rehusó sin ambages, diciendo:

-Más quisiera yo ser vil gusano de la tierra, que rosa abierta en honor de mi hermano. Mucho mejor me siento viéndome despreciado de todos, que no amoldando mi conducta para captarme las simpatías por medio de la vil adulación o el fingimiento. Así como nadie podrá decir de mí, que soy un buen adulador, así tampoco habrá quien me usurpe el mérito de ser un enemigo franco y descubierto. Se tiene confianza en mí, pero amordazado; se me deja en libertad, pero atado de pies y manos; por esto he resuelto no cantar ya más dentro de la jaula. Si me quitasen la mordaza, mordería de firme y si fuese libre, haría lo que me viniese en gana. Entretanto déjeseme ser cual soy, y no intente nadie cambiar mi carácter.

La noticia de que el apuesto joven Claudio iba a contraer matrimonio con la hija del gobernador de Mesina, sacó de quicio a D. Juan.

-Este advenedizo- dijo D. Juan,- tiene la culpa de que yo haya caído en el abismo en que me hallo; así, pues, si puedo atravesarme en su camino, me tomaré el desquite a maravilla y con gran placer mío.
Sus dos criados Borachio y Conrado, tan malvados como su propio amo, pusiéronse incondicionalmente a sus órdenes para ejecutar cualquier plan de venganza que él propusiese, y poco tardó Borachio en acudir a él diciéndole que ya había dado con un medio infalible para estorbar la boda de Claudio.

-Un obstáculo, un impedimento, sea el que fuere, bastará a quitarme el peso que llevo encima y me oprime cual losa de plomo,- dice D. Juan.- enfermo estoy de pura aversión a este hombre, cuanto se opusiere al logro de sus deseos, secundará los míos. ¿Cuál es el recurso que tienes para impedir esta boda?

-Muy sencillo, señor, aunque nada noble, pero tan encubierto, que, aunque se descubriere no se me podrá jamás tachar de rastrero ni cobarde o mal nacido- dice Borachio.

-Dime pronto cuál es.

-Si mal no recuerdo, di, hace un año cuenta a vuestra merced, de los favores de que soy objeto de parte de Margarita, la doncella de Hero.

-Sí, lo tengo presente- dice D. Juan.

-Bueno, pues a la hora que yo quiera de la noche, puedo hacer que Margarita esté a la ventana de la habitación de su señora.
-Y ¿qué ves tú en ello- pregunta D. Juan,- que pueda ser bastante para estorbar el matrimonio?... ¿tan activo te parece este veneno para matar la boda?

-A vuestra merced incumbe preparar este veneno. Id a vuestro hermano el príncipe y decidle que ha comprometido gravemente su honor dando su consentimiento al ilustre Claudio (y cuidad de ponerlo en las nubes fingiendo tenerlo en grande estima) para casarse con una mujer como Hero, la cual tiene otro amor.

-Y ¿cómo probaré mi aserto?- pregunta D. Juan.

-Con un hecho palpable y bastante- dice Borachio,- para de un solo golpe, sorprender la buena fe de vuestro hermano, torturar a Claudio, perder a Hero y matar a Leonato. ¿Os parece poco el resultado?

-Con tal que logre torturarlos, no me detendré ante cualquier cosa por arriesgada que sea- responde D. Juan.

-¡Ea pues!- dícele Borachio,- buscad una ocasión para hallar solos a D. Pedro y al conde Claudio, y aseguradles que Hero está enamorada de mí: fingid que no os mueve otra cosa que el celo por el buen nombre, tanto del príncipe, como de Claudio; afirmad que hacéis esta revelación no sólo por el honor de vuestro hermano que ha preparado este enlace, sino también por la honra de su amigo, cuya buena fe se intenta sorprender dándole por esposa a una mujer indigna de él. A buen seguro que no van a dar fe a vuestras palabras si no trajereis una prueba convincente: para ello rogadles que, la noche antes de la boda, se pongan cerca de a donde da la ventana de Hero. Yo entretanto arreglaré las cosas de manera que vean a Margarita hablarme a mí llamándome Borachio; y yo la llamaré a ella Hero: la prueba de la infidelidad de Hero será tan concluyente que Claudio quedará convencido y todos los preparativos de la boda se suspenderán y ésta no habrá lugar.

-Sea cual fuere el resultado de la estratagema, voy a poner en práctica tu plan- dice D. Juan.- Por tu parte has cuanto creas conducente para el buen éxito de la empresa, y cuenta con mil ducados de recompensa.

-Haced vos bien el papel de acusador, que el de muñidor corre de mi cuenta,- responde Borachio.

Paseábase solo Benedicto en el jardín de Leonato, diciendo para sí:

“No concibo cómo un hombre que ve por sí mismo cuán insensato es el que se somete al imperio del amor, pueda, enamorándose de una mujer, caer en la insigne locura que él ha ridiculizado tantas veces en los demás: tal, a mi ver, es Claudio. Conocíle (lo recuerdo muy bien) cuando no había para él música más deliciosa que el pífano y el timbal, mientras que ahora prefiere el tamboril y el caramillo; conocíle cuando hubiera andado con gusto diez millas a trueque de poder contemplar una buena armadura, mientras que ahora pasará diez noches de claro en claro estudiando combinando la manera de cortar un jubón. Su modo de hablar era ordinariamente liso y llano, a guisa de hombre honrado y además militar, mientras que ahora está hecho un pedante; su conversación semeja un fantástico banquete, con tan variadas palabras, como platos. ¿Es posible que viendo yo ahora con serenos ojos este cambio en el espíritu ajeno, sufra yo más adelante semejante metamorfosis? No puedo decirlo; no lo  creo; no juraría empero que el amor no me transforme en ostra, de la noche a la mañana; pero lo que juro es que antes de convertirme en ostra, no me hará caer el amor en tal abismo de locura. ¿Tal mujer es bonita? Bueno. ¿Tal otra es prudente? Mejor. ¿Tal otra es virtuosa? Mucho mejor. Pero mientras todas estas gracias no se hallen juntas en una mujer, no habrá mujer alguna que me cautive el corazón. Si así fuere, esta mujer habrá de ser rica (por supuesto), prudente y virtuosa, de lo contrario no querré saber de ella: bonita; si no, no la miraré jamás a la cara: amable, pues de no ser así, no me acercaré a ella: noble; si no, no la tomo, así sea un ángel; ha de ser graciosa en el hablar y excelente música: en cuanto a sus cabellos, serán del color que Dios disponga. ¡Ah! he aquí al príncipe nuestro señor. Voy a esconderme detrás de esta glorieta.

Y escondióse prontamente Benedicto, al ver que asomaban D. Pedro, Claudio y Leonato, acompañados de algunos músicos.

-¡Ola!, vamos a ver si nos recreáis con alguna buena música- exclama D. Pedro sentándose en un banco que cerca de la glorieta había.- Mirad a dónde ha ido a esconderse Benedicto- añade en voz baja, dirigiéndose a Claudio.

-Bien, bien, señor mío- responde Claudio:- cuando la música haya terminado, le daremos en qué entender.

-Ven, Baltasar- dícele D. Pedro;- repite esta canción.

Por lo cual empezaron a rasguear las cueras de sus instrumentos, y Baltasar cantó:

Basta de suspiros, señores, basta;
Siempre el engaño distinguió a los hombres;
Un pie puesto en el mar y otro en la arena,
Es la inconstancia su inherente dote.      
Basta de suspirar; dejadlos quietos,
Va la alegría a vuestras almas torne
Y a vuestros ayes de dolor sucedan.

Regocijadas voces:
Tra – ra – lá, tra – ra – lá.

No cantéis ya más lúgubres cantos
De pesadas y estúpidas penas:
Siempre fueron falaces los hombres,
Siempre verde será primavera.
Basta de suspirar; dejadlos quietos,
Va la alegría a vuestras alma torne,
Y a vuestros ayes de dolor sucedan.
Regocijadas voces
Tra – ra – lá, tra – ra – lá.


-¡Bravo!- exclama el príncipe;- por mi vida, que es ésta una bonita canción. Baltasar, ya puedes ingeniarte para procurarnos una buena orquesta para mañana por la noche, pues queremos que toque debajo de la ventana de Hero.

-Haré cuanto pueda por conseguirlo, señor- responde Baltasar.

-Muy bien, adiós… Eh, Leonato; ¿no me dijiste el otro día que Beatriz estaba enamorada del señor Benedicto?- continuó D. Pedro, al retirarse la banda de músicos.

-Ea, adelantémonos un paso- dice Claudio al oído a don Pedro; pronto cazaremos al pájaro.- Y levantando la voz para que Benedicto lo oyera añadió: -Jamás hubiera yo creído que esta mujer pudiese prendarse de un hombre…

-Ni yo tampoco- dice Leonato; pero lo más gracioso del caso es que se ha enamorado del señor Benedicto, hombre a quien antes detestaba, si hay que creer a las visibles manifestaciones que hizo siempre de desvío.

-¿Es posible? ¿Soplará el viento de este lado?- murmura atónito Benedicto desde su escondrijo.
-Confiésoos, señor- prosiguió Leonato,- que no sé qué pensar de ello; pero no podéis imaginaros a qué extremos la lleva la pasión por este hombre.

-Pero ¿es que ha declarado ya su pasión a Benedicto?- pregunta D. Pedro.

-No, y jura que jamás se la declarará, y que ésta es precisamente la causa de su suplicio- responde Leonato.

-Así es- replica Claudio:- y Beatriz da la razón: “¿Cómo puedo (dice) escribirle que le amo, después de tantas pruebas de desdén como le he dado?”- “Yo calculo lo que haría él por lo que haría yo si él me escribiese (añade), que me mofaría de él; y eso, que le amo de veras”- dice Leonato.

-Y ¡la pobrecita, en esta lucha de ansias y vacilaciones llora y solloza, goléase el pecho y arráncase los cabellos!...- dice Claudio.

-La exaltación de mi sobrina es tan grande que a veces me hace temer que atente contra su vida;- dice Leonato.

-Si se obstina, pues, en no declararse- replica D. Pedro,- bueno sería que hubiese, quien se encargase de ello.

-¿Para qué?- pregunta Claudio.- Tomaríalo Benedicto a broma y habría de ello un nuevo motivo de tormento para la pobre muchacha.

-¡Obra meritoria haría, pardiez, quien colgase de un palo a este criminal!- exclamaba D. Pedro indignado.- ¡Una joven tan amable y cumplida!..

-¡Y de un talento superior para todo!...- añade Claudio.

-Para todo, menos para amar a Benedicto, replica D. Pedro.

-¡Ah, señor, lo lamento justísimamente, no sólo como tío sino también como tutor que soy de la pobre muchacha!- dice Leonato.

-¡Ojalá me hubiese tomado a mí como objeto de su afección!- dice D. Pedro;- pues con gusto me hubiera casado con ella. Ahora bien, Leonardo, daos prisa a hablar del asunto a Benedicto, pues estoy impaciente por Beatriz, y hay que saber qué es lo que responde Benedicto, para ir de acuerdo.

-No le digáis nada, señor- dice Claudio- Beatriz seguirá más bien los dictados de la razón, ahogará su amor.

-Imposible- exclama Leonato- primero morirá en la refriega Beatriz; su corazón no lo resistirá.

-Bueno- dice D. P edro- hablaremos de ello a vuestra hija. Yo quiero mucho a Benedicto, y me atrevo a esperar que examinándose fríamente a sí mismo, confesará con toda humildad que no es digno de tan cumplida mujer.

-¿Os venís con nosotros señor? La comida está a punto- dice Leonato.

-Si después de todo esto, no enloquece por ella, ya no confío en nada- dice Claudio, chanceándose, al retirarse los conspiradores.

-Ahora, vamos a armar el mismo lazo a Beatriz- dice don Pedro- esto correrá a cargo de vuestra hija y de su doncella. Lo chusco será que cada uno se creerá ser objeto de la pasión del otro, siendo así que no habrá nada de verdadero: será una escena muy graciosa… Hagamos que Beatriz le invite a comer.

Así que hubieron desaparecido de allí, salió Benedicto de su escondrijo, profundamente impresionado por cuanto les oyera decir.

-¡Pobre muchacha!- decía para sí- Ella verdaderamente me ama, y yo he de corresponder a este amor ¡Y qué censuras se me han dirigido! ¡Parece mentira! ¿Decir que yo he de corresponder a su amor con desdenes y que ella querrá más morir que darme una prueba de afecto?.. No, yo no había pensado casarme… Yo no puedo tampoco parecer orgulloso, antes bien he de poner término a mis altivos desdenes. ¡Dichoso aquel que oye censurar sus defectos y tiene ocasión de enmendarse de ellos! Dicen que Beatriz es bella; es una verdad de la que yo soy testigo. Que es virtuosa; es verdad y no pienso lo contrario. Que tiene talento y que da de ello pruebas, si no es al amarme a mí: efectivamente no es ésta una gran prueba de talento, pero tampoco lo es de locura, ya que yo voy a enamorarme perdidamente de ella. Ya puedo prepárame a oír sarcasmos y burlas por lo mucho que he hablado contra el amor y el matrimonio; pero ¿acaso no puede cambiar de opinión el hombre?.. Cuando yo decía que moriría soltero, no pensé jamás que viviría hasta la fecha de mi casamiento. Pero… ¡cuidado!... que viene Beatriz… ¡Vive Dios que es una guapa mujer! Y me parece que observó en ella señales de amor…
Ignorando lo que ocurriera poco antes, adelántase Beatriz, y con su habitual manera burlona de hablar, dice a Benedicto:

-Muy a pesar mío, se me ha diputado para invitaros a tomar asiento en nuestra mesa.

-Hermosa Beatriz- contesta Benedicto- gracias por la molestia que os habéis tomado.

-No, al contrario; pues no me he tomado yo mayor molestia para merecer estas gracias que me dais, que la que os habéis tomado vos para dármelas- responde fríamente Beatriz- estad seguro que, de haberme causado tal encargo la menor pena, lo hubiera rehusado.

-Así, pues, ¿para vos ha sido un placer el cumplirlo?- objeta Benedicto.

-Sí, el mismo que se experimenta al tomar un cuchillo para matar una corneja- dice riendo Beatriz- ¿Acaso no tenéis apetito? Ea, pues, adiós.

Y le volvió muy tranquilamente la espalda.

-¡Ah!... “Muy a pesar mío se me ha diputado para invitaros a tomar asiento en nuestra mesa…” Aquí hay doble sentido- dijo para sí Benedicto- “No me he tomado yo menor molestia para merecer estas gracias que me dais, que la que os habéis tomado vos para dármelas…” Es como si dijera: “La molestia que me tomo por vos es tan dulce como el agradecimiento que mostráis”. Si no tengo, pues, compasión de ella, soy un villano; si no la amo, soy un judío. Voy a procurarme su retrato.

El mismo lazo que pusieran D. Pedro, Claudio y Leonato para coger a Benedicto, prepararon para Beatriz, su prima Hero y sus doncellas Margarita y Úrsula. Procuraron que Beatriz fuese al jardín, y una vez allí, creyéndose que nadie la veía, oyó cómo discurrían ellas sobre el amor de Benedicto. Las tres mujeres hablaron en el mismo sentido que lo habían hecho ellos, tratando de la confiada afección de Benedicto, de sus muchas y buenas cualidades y del temor que tenia de disgustar a Beatriz si descubría de algún modo su pasión. Decían que era lástima que la señora Beatriz fuese tan altiva y recalcitrante, y que no se atreverían jamás a abogar por Benedicto, por temor a que ella tomase a risa sus palabras y le sirviesen de materia para nuevas chanzas y burlas.
-A pesar de todo, yo, en vuestro lugar, le hablaría, y quisiera saber su parecer- dijo Úrsula a Hero.

-No- replicó Hero;- mucho mejor me parece ver a Benedicto y aconsejarle que combata su pasión.

Cumplido esmeradamente su cometido, retiráronse las señoras, dejando a Beatriz maravillada de cuanto había oído y trocada completamente su altivez en un peregrino sentimiento de amor.

Difícil cosa era que el cambio de conducta de Benedicto no trascendiese; por lo cual D. Pedro y Claudio se empeñaron en afirmar que estaba enamorado, y empezaron a marearle sin piedad. Benedicto recibía sus bromas con visible disgusto, ni hurtar el cuerpo a las acometidas de que era objeto: ellos, a pesar de todo, seguían echándole en cara su concentración y ensimismamiento y el contiene de seriedad y preocupación que había adoptado.

Pero la jovialidad y el buen humor habían de convertirse pronto para ellos en melancolía.

Tramado cuidadosamente su malicioso plan con la ayuda de su criado Borachio, hízole D. Juan encontradizo con Claudio y el príncipe de Aragón, y hablóles en el sentido que conviniera con Borachio y Conrado, a saber; que Hero era indigna de casarse con Claudio porque estaba enamorada de Borachio, y que si querían persuadirse de la verdad de lo que les decía, fuesen, aquella noche, a la calle a donde daba la ventana de la habitación de Hero, y allí la verían hablar con Borachio.

Al principio mostráronse incrédulos D. Pedro y Claudio, pero D. Juan hablaba con gran aplomo, y concluyó diciendo:

-Si queréis seguirme, veréis lo suficiente para convenceros, y cuando hayáis visto y oído algo más, obrad como convenga y el caso merezca.

-Si viere, esta noche, algo que me impida casarme mañana con ella- dice Claudio- voy a confundirla y avergonzarla de todo el mundo en la misma iglesia, en donde había de tener lugar nuestro enlace.

-Y con el mismo afecto con que os ayudé a obtener su mano, os ayudaré para denostarla- dijo D. Pedro.

Ahora bien, los vigilantes de las calles de Mesina eran un hato de viejos mentecatos que creían cumplir con su deber sólo con darse alguna vuelta por el barrio y apartarse, en lo posible, de cualquiera que les pudiese acarrear alguna molestia. Su jefe era el condestable Dogberry, tan ignorante y estúpido como pagado de sí mismo; sin embargo, en la noche anterior a la boda, esos flamantes guardianes diéronse maña para hacer una detención que había de tener provechosas consecuencias.

Apenas había terminado Dogberry la serie de sus ridículas instrucciones a la cuadrilla de vigilantes y despedídosede de ellos, cuando se vio venir a dos transeúntes en dirección opuesta el uno del otro, y que al topar se pusieron a hablar. Eran Borachio y Conrado, los dos criados del perverso D. Juan.

La calle estaba completamente obscura y al parecer desierta, y como quiera que en aquel mismo instante empezó a lloviznar, los dos transeúntes se acogieron debajo del alero de un tejado. Recelando de que tramaran algún delito, los vigilantes ocultáronse cerca de ellos y así oyeron cómo Borachio declaraba a Conrado todo el proceso de su villanía.

-Sábete, pues, amigo Conrado- dice Borachio- que esta noche he cortejado a Margarita, la doncella de la señora Hero, llamándola con el nombre de su señora. Recostada en la ventana de la habitación de aquella, me dio mil cariñosos adioses. Olvidaba decirte que el príncipe, Claudio y mi amo, avisados por mi señor D. Juan, presenciaron, escondidos en el jardín, esta afectuosa entrevista.

-¿Y han creído que hablabas con Hero?- dice Conrado.

-Los dos (el príncipe y Claudio) sí; pero al demonio de mi amo, no se le ocultó que era la mismísima Margarita. Engañados por la obscuridad de la noche y, principalmente, por mi villanía que confirmaba todas las calumnias inventadas por don Juan, retiróse de allí furioso Claudio, jurando que saldría al encuentro de Hero en la iglesia, la mañana siguiente, según habían convenido y que allí, delante de todo el cortejo, le echaría en cara cuanto había visto y le haría volver a su casa sin marido.

Apenas había terminado Borachio su razonamiento cuando los vigilantes detuvieron a ambos: ellos, al sentir la repentina agresión, reconocieron que no podían resistirse y que no les quedaba otro recurso que someterse y dejarse llevar presos.

A la mañana siguiente reunióse una brillante comitiva en la catedral de Mesina para asistir a la boda del conde Claudio con la joven Hero: acompañaban a ésta su prima Beatriz y Leonato, quien había de llevarla al altar. Vestida de blanco y con su velo nupcial estaba la joven de pie, y delante de ella el apuesto conde Claudio, resplandeciendo los hilos de oro de que estaba recamado su traje se novio.

-Habéis venido aquí para uniros a esta mujer, ¿no es verdad?- preguntó el fraile.

-No- dijo Claudio.

Grande extrañeza causó en los presentes aquella breve respuesta, pero Leonato corrigióla diciendo:

-No, sino para ser unido con ella; y vos, padre, para unirlos vinisteis.

-Señora- preguntóle el fraile- ¿venís para enlazar con este conde?
-Para esto- respondió Hero en voz baja, pero firme.

-Si alguno de los dos supiese del otro algún secreto impedimento para el enlace, por Dios y por su alma le conjuro a que lo manifieste- dijo el fraile.

-¿Sabéis alguno, Hero?- preguntóle severamente Claudio.

-Ninguno, señor mío,- respondió Hero cándidamente y en tono de admiración.

-Y vos, conde ¿sabéis alguno?

-Me atrevo a responder en su nombre: ninguno- dijo Leonato.

-¡Oh, y lo que se atreven a hacer los hombres! ¡Y lo que llega a hacer! ¡Lo que hacen todos los días sin saber lo que se hacen! Exclamó Caludio en un arrebato de indignación. Y volviéndose a Leonardo, le dijo: -Permitidme, señor: al darme vuestra hija por esposa ¿obráis libre y espontáneamente?

-Hijo mío, tan libre y espontáneamente, como Dios me la dio - respondió Leonato.

-Y ¿qué puedo daros yo en retorno de un tan rico y preciso don?- preguntó el conde.

-Nada, sino que se la devolváis- responde D. Pedro.

-Amable príncipe- dijo Claudio- me habéis dado una lección de noble agradecimiento: aquí la tenéis, Leonato; tomadla de nuevo, que vuestra es.

Hecho esto, dirigió Claudio, según había prometido, ante toda la concurrencia su terrible acusación contra Hero, afirmando que no la quería por mujer. Estimulado por su furor contra lo que él calificaba de perversidad y engaño (pues el rubor y modestia de la joven no era a su juicio más que fingimiento e hipocresía), refirió cómo él y el príncipe la habían visto, la noche antes, hablando desde la ventana con un rufián. En vano fue que Hero protestase de su inocencia, pues nada podía destruir la evidencia de lo que ellos habían visto con sus propios ojos.

Falta de fuerzas para soportar tan cruel y asombrosa calumnia, cayó Hero desmayada al suelo. D. Pedro, Claudio y don Juan salieron de la iglesia; dispersáronse los convidados, atónitos por lo que acababan de presenciar, y quedaron con la desdichada Hero, Leonato, Beatriz, Benedicto y el fraile.

-¿Cómo está?- preguntó Benedicto, acercándose hacia donde estaba Beatriz ocupada en retornar a su prima.

-¡Muerta, creo!... –exclamó Beatriz desesperada- ¡Auxilio, tío!... Hero ¿qué tienes? ¡pobre Hero!... ¡Tío! ¡Señor Benedicto! ¡Padre!

-¡Oh muerte! Tú eres el mejor velo que desearse podía, para cubrir su vergüenza- dice el padre- con el corazón lacerado.

-¡Ea, querida Hero, amada prima!- exclama Beatriz, al ver que la joven empieza a abrir los aturdidos ojos.

-¡Animo, señora!- dice afectuosamente el fraile.

-¿Con que, al fin abres los ojos?- dice Leonato.

-Sí, y ¿por qué no los había de abrir?- replica el fraile.

En medio de tan terrible accidente y sin investigar la verdad o falsedad del hecho, declaró Leonato que nada mejor que la muerte podía haber reparado el deshonor de Hero, y que por lo mismo nada para ella tan deseable; y que si el espíritu de la joven había de tener resistencia para sobrevivir a tamaño oprobio, él mismo la ayudaría a morir, con sus propias manos.

-¡Calma, señor, calma!- repuso Benedicto- Por mi parte estoy tan pasmado, que no sé qué decir sobre esto.

-¡Por Dios y por mi alma, que mi prima ha sido víctima de la calumnia!- exclama Beatriz.

Toma entonces la palabra el fraile y sale en defensa de la inocencia de Hero: sus palabras son tan claras y convincentes, que el mismo Leonato empieza a pensar que se ha calumniado torpemente a su hija. El misterio pues, que daba descubierto (como decía Benedicto); el príncipe y Claudio eran hombres honrados, incapaces de urdir tan infamante calumnia, y si se habían dejado sorprender en su buena fe, no podía ser sino obra de D. Juan, que se deleitaba en tramar planes tan inicuos.

Siguiendo pues el parecer del bueno del fraile, convinose en que, por de pronto, Hero permanecería en el retiro, de manera que todo el mundo creyese que había muerto. Así la calumnia se pondría de manifiesto en virtud del remordimiento que se esperaba tendrían los autores, y la victima seria desagraviada y compadecida de todos; pues es cosa por demás sabida que el mundo no aprecia en su justo mérito lo que valen las personas o las cosas, hasta que no las pierde o se ve desposeído de ellas. Lo mismo había de sucederle a Claudio, cuando supiese que Hero había muerto por lo que de ella había dicho: el dulce recuerdo de sus amores renacería en su alma y se arrepentiría de haberla acusado sin conocimiento de causa.

-Señor Leonato- dijo Benedicto- dejaos convencer por el fraile- Y aunque sabéis cuan íntima es la amistad que me une al príncipe y a Claudio, os juro por mi honor proceder en este asunto tan discretamente y con tanta justicia como trata vuestra alma con vuestro cuerpo.

Así se convino, y el buen fraile y Leonato tomaron a Hero por su cuenta, para poner en ejecución el plan que concibieran.
Ya solos Benedicto y Beatriz, manifestóle ésta su justa indignación por la calumnia de que se había hecho victima a su prima, y aunque de momento creyó Bnedicto se aquella la ocasión más propicia para declararle su amor e hizo cuanto pudo para no desperdiciarla, todo fue en vano, pues Beatriz no tenía otra idea que la de vengar a su inocente prima: esto era lo que le torturaba el alma.

-¡Ah, si yo fuese hombre!...- exclamaba, animada de un vehemente deseo de castigar a aquellos cobardes que se convinieran para vilipendiar a Hero. Y concluyó diciendo a Benedicto que si realmente la amaba, tomase sobre sí la venganza de Hero, matando a Claudio.

-¡Matar a Claudio!...

Perplejo estuvo Benedicto… No, no podía ser; Claudio era amigo suyo…; pero amaba a Beatriz, y la generosa y profunda simpatía de ésta hacia su desdichada prima, no podía dejar de prevalecer sobre el caballeroso proceder de Benedicto.

-¿Creéis sinceramente que el conde Claudio calumnió a Hero?- pregunta formalmente Benedicto.

-No me cabe la menor duda; tan segura estoy de ello como de que lo pienso y de que mi alma alienta dentro de mí.

-Basta pues- exclama Benedicto- Os doy palabra: le desafiaré. Dadme a besar vuestra mano, y voy allá. Por esta mano juro, que Claudio me dará cuenta de sus actos. Id vos a consolar a vuestra prima. A mí me toca decir que está muerta; quedad con Dios.

Benedicto, el burlón, el chocarrero Benedicto, el alegre decidor de la corte del príncipe, dio prueba en aquella ocasión de ser un cumplido caballero, digno aspirante a la mano de la bizarra Beatriz.

En cumplimiento de su promesa fue a buscar a Claudio, a quien halló en compañía de D. Pedro. Hacía muy poco que los dos hidalgos habían tenido una violenta entrevista con Leonardo, en la que éste les había reprochado agriamente su conducta. No estaban muy tranquilos de su hecho, pero persistían afirmando que habían obrado con rectitud. Al aparecer Benedicto, reanimáronse esperando poder pasar un rato de buen humor a costa de él, pero Benedicto no estaba para chanzas, y con gran tranquilidad de espíritu entregó el billete de desafío a Claudio y despidiéndose cortésmente del príncipe de Aragón.

-Señor mío, gracias por vuestras finezas- dijóle Benedicto- pero he de renunciar a vuestra compañía. Vuestro hermano D. Juan ha huído de Mesina; entre todos habéis dado muerte a una inocente y encantadora mujer. En cuanto a ese imberbe hidalgo, volveremos a vernos, entretanto y hasta entonces, la paz sea con él.

-Parece que habla en serio- responde Claudio- y esto, no lo dudo, por amor a Beatriz.

-¿Os ha provocado?- pregunta D. Pedro.

-Ciertamente y en debida forma- responde Claudio.

-¡Qué cosa tan chocante es ver a un hombre andar por el mundo vestido como los demás, pero falto de entendimiento!- dice desdeñosamente D. P edro.

Pero la tranquilidad del príncipe y de Claudio iba a sufrir un serio quebranto. Acercáronse los vigilantes trayendo consigo a Borachio y Conrado, a quienes capturaran la noche anterior, y la infame calumnia púsose de manifiesto. Llamóse a Leonato a toda prisa.

-¿Sois vos el malvado cuyo emponzoñado aliento mató a mi inocente hija?- preguntó a Borachio.

-Sí, yo, y nadie más que yo.

-No, villano, no- replica Leonato- Calúmniaste a ti mismo. He aquí a dos hombres de posición (el tercero, su cómplice, se ha fugado) que han puesto mano en todo esto. Gracias, príncipe, por haber dado muerte a mi hija; podéis hacer constar este acto en la lista de vuestras proezas; pensadlo bien.

Claudio gemía bajo el peso del remordimiento más atroz; no se atrevía a pedir perdón al afligido Leonato, y así le suplicó que escogiese la venganza que mejor le pareciese y que le impusiese la pena que quisiese. Asociósele también D. Pedro en la confesión de su falta y en la expresión de arrepentimiento.

-No os puedo mandar que volváis de nuevo a mi hija a la vida- díceles Leonato- pero lo que sí os ruego es que proclaméis a la faz de todo el pueblo de Mesina la inocencia de la víctima: cubrid su tumba con un epitafio y cantadlo esta misma noche. Mañana por la mañana venida a mi casa (dice, dirigiéndose a Claudio) y ya que no habéis podido ser mi yerno, por lo menos seréis mi sobrino, pues mi hermano tiene una hija que es casi la estampa de mi hija muerta. Tomadla por mujer como hubierais tomado a su prima, y quedaré vengado.

Parecióle bien a Claudio esta transacción y pensó llevar adelante tal designio. Aquella misma noche fue a la iglesia con gran acompañamiento y leyó en voz alta el siguiente verso:

Entregada a la muerte por las lenguas
calumniadoras, Hero aquí reposa:
la muerte resarcióla de estas menguas
dándole fama perennal, gloriosa.
Así la vida que una lengua infama
vive en la muerte con ilustre fama.


-¡Oh epitafio! en esta tumba quedarás colgado para alabar a Hero cuando mi lengua enmudezca;- añadió poniendo el rollo en el sepulcro de la familia de Leonato.
Al día siguiente acudía a casa de Leonato otro grupo de convidados para asistir a otra boda. Las mujeres llevaban, todas, la cara tapada, y la novia aguardó a que se pronunciasen las palabras por las que Caludio tomaba por esposa a una desconocida: quitóse entonces el velo y apareció cual era, o sea la propia Hero con su encantador semblante.

Benedicto había también anunciado al fraile que deseaba contraer matrimonio con Beatriz y que Leoato le había dado su consentimiento. Así, pues, acercóse Benedicto al grupo de mujeres que tenían aún la cara tapada, para hallar a su novia, y llamó a Beatriz por su propio nombre.

-Yo soy Beatriz- dijo- ¿qué me queréis?

-¿Acaso no me amáis?- pregunta Benedicto.

-¡Ah, no! No más de lo que dicta la razón- respondió Beatriz en tono provocativo.

-Entonces- repuso Benedicto- vuestro tío el príncipe y Claudio han sido miserablemente engañados, pues han jurado que me amabais.
Beatriz se echó a reír, y preguntó a su vez.

-Pero ¿me amáis o no me amáis, Benedicto?

-A fe mía no, no más de lo que dicta la razón.
-Entonces- replica Beatriz- mi prima Margarita y Úrsula han sido miserablemente engañadas, pues me han jurado que me amáis.

-Ellos han jurado que casi estabais enferma de tanto amarme- dice Benedicto.

-Ellas han jurado que estabais casi muerto de amor por mí- replica Beatriz.

-Nada de esto… Así, pues, ¿no me amáis?

-No; si no es con un afecto de pura amistad- responde Beatriz con indiferencia.

-Ea, sobrina, venid acá; estoy seguro de que amáis a este hombre- dice Leonato.

-Y en cuanto a él, no dudo en jurar que está enamorado de ella- dice Claudio.

-Venid conmigo- dícele Benedicto- os tomo más que por amor, por compasión.

-No quiero rehusaros- dice Beatriz- pero por esta luz que nos alumbra, cedo a la persuasión y en parte también al deseo de salvaros la vida, porque me han asegurado que de lo contrario, os moriríais de pura consunción de ánimo.
-¡Silencio!- interrumpe Benedicto- voy a cerrar esta boca.- Y contuvo su alegre charla con un beso de amor.

-¡Ha, ha, ha!- decía riéndose D. Pedro, maliciosamente.- ¿Qué me contáis de bueno, Benedicto hombre casado?


Pero la felicidad del amante triunfó de todas las burlas que se pudiesen hacer de él y no hubo corazón jovial que recordare con mayor alegría aquel día de bodas, que el de los dos esposos Beatriz y Benedicto.