LOS DOS HIDALGOS DE VERONA
Comedia de William
Shakespeare en cinco actos, su prosa y su verso, escrita a comienzos de su
carrera (aproximadamente 1594), publicada en el “infolio” de 1616. La trama es la de una típica “comedia de arte”, de manera que
Shakespeare lo empleó como fuente un drama de carácter italiano, como podría
der por ejemplo “La historia de Félix y
Filomena” (1584-1585), o desarrolló de manera semejante una trama muy
sencilla como se encuentra en la “Diana”
del español Jorge de Montemayor (1521-1561), que por regla general se considera
como su fuente. Veamos el resumen de la obra:
Hubo, en otro tiempo,
en Verona, dos amigos que se querían entrañablemente; llamábanse Valentín y
Proteo. Ambos eran jóvenes y apuestos mancebos, pero de caracteres del todo
diferentes, como verá el curioso lector. Valentín era pacífico y honrado, amigo
leal y excesivamente bueno y sincero para creer en la traición ajena. Proteo,
por el contrario, era ardoroso y apasionado, pero voluble, y se dejaba
arrastrar fácilmente de cualquier impulso; siempre tan impaciente para alcanzar
lo que de momento deseaba, que no reparaba en los medios, con tal de conseguir
el fin que apetecía. A pesar de estas diferencias de carácter, Valentín y
Proteo se hallaban muy bien el uno con el otro; pero finalmente las cosas
anduvieron de manera que les fue preciso separarse. Valentín no podía
permanecer en Verona; quería correr mundo y dilatar sus horizontes.
- El joven que no sale
de su tierra, tiene siempre un espíritu mezquino y apocado- decía a Proteo al
querer éste persuadirle que permaneciese en Verona- Si no fuese que estás aquí
prisionero de amor, no consentiría que te quedaras, sino que te obligaría a
venir conmigo a contemplar las maravillas del mundo. Pero ya que amas, sigue
amando y procura ser tan dichoso en tus amores, como quisiera yo serlo, si
alguna vez me alcanzaren los dardos de Cupido.
Decía esto porque
Proteo estaba, en aquel entonces, locamente enamorado de una hermosa joven de
Verona, llamada Julia; y Valentín seguía dando matraca a Proteo hablándole
contra el amor, diciendo que es una locura y que sólo el loco se deja coger en
sus redes. Muy lejos estaba de pensar que a no tardar, caería también él en la
trampa y que había de ser víctima de la perfidia y traición de su amigo.
Proteo, empero, no
pensaba más que en Julia, y por nada del mundo hubiera salido de Verona.
Despidiéronse afectuosamente los dos amigos, y Valentín tomó el camino de la
corte de Milán.
-Él va tras el honor
como yo tras el amor- dijo para sí Proteo al ver partir a su compañero- deja a
sus amigos para honrarlos más mejorándose a sí mismo. Yo también abandono a mí
mismo, a mis amigos y todas las cosas en aras del amor. ¡Ah, Julia, Julia, cómo
has cambiado todo mi ser!, por ti olvido el estudio, pierdo miserablemente el
tiempo, me rebelo contra los más prudentes consejos, tengo en poco a todo el
mundo, mi espíritu pierde sus energías soñando vanamente y mi corazón está
enfermo de inquietud.
Metido estaba Proteo en
estas reflexiones cuando oyó los gritos de Speed, el bufón criado de Valentín,
que exclamaba:
-¡Señor Proteo, Dios os
guarde! ¿Habéis acaso visto a mi amo?
-Acaba de partir de
aquí y va a tomar el barco para Milán- respondió Proteo.- ¿Has entregado ya mi
carta a la señora Julia?
-Sí, señor, y por
cierto que no me dio gratificación alguna- contestó Speed, despechado porque
Julia no le había dado la propina que esperaba.
-Y ¿qué dijo al recibir
la carta?- preguntó ansiosamente Proteo.
-Nada, señor, hizo un
movimiento de cabeza.
-Vamos, dime qué es lo
que te dijo Julia,- insistió Proteo.
-Si quisiereis abrir,
señor, vuestra bolsa…
-Bueno, ahí va esto por
el trabajo que te has tomado. Pero dime, ¿qué es lo que te dijo Julia?
-En verdad, señor, que
me parece que no os gana en generosidad- respondió Speed, metiéndose en el
bolsillo la moneda que le diera Proteo.
-¿Pues qué? ¿Te dio
acaso menos que esto?- preguntó Proteo.
-Mucho menos, pues no
me dio nada- contestó Speed; y como quiera que tan mezquina fue para
recompensar al que le llevaba vuestro corazón con la carta, me temo que va a
ser mezquina con vos para no abriros el suyo. Por lo cual os aconsejo que en
prenda de amor no le deis sino piedras, pues ella es dura como el acero.
-Pero, ¿es que no te
dijo nada?- insistió Proteo.
-Nada, ni siquiera: Ea, amigo, tomad esto en pago de vuestro
trabajo- respondió Speed porfiando en su resentimiento.- En cuanto a vos,
gracias mil por vuestra bondad; pero en adelante llevad vos mismo las cartas.
Ahora voy volando en busca de mi amo.
-¡Ve, pues, en hora
buena!- exclamó Proteo, cansado ya de tanta impertinencia;- ve a salvar el
barco de todo naufragio; a buen seguro que yendo tú a bordo, no correrá peligro
el barco, pues estás destinado a morir en tierra firme según eres de machacón.
Y así que hubo partido
el insolente criado, dijo, para sí: “Procuraré servirme de otro, a buen seguro
que Julia rehusaría mis cartas si hubiese de recibirlas de manos de tan indigno
cartero…”
Lo que en realidad
sucedió fue que la carta no había llegado a manos de quien debía, pues Speed
tomó a Luceta, muchacha de servicio de Julia, por la propia Julia, y a ella se
la dio equivocadamente.
Luceta al ir en busca
de su señora, hallóla en el jardín muy pensativa pues estaba ya enamorada de
Proteo, aunque ella misma no se daba del todo cuenta de ello. Al recibir la
carta de manos de Luceta y decirle ésta que juzgaba que la carta venia de manos
de Proteo, fingió un movimiento de cólera y reprendió ásperamente a la muchacha
por haberse atrevido a aceptarla.
-Toma de nuevo este
papel,- díjole,- y haz que sea devuelto, de lo contrario no te quiero ver jamás
en mi presencia.
-El que se mete a
patrocinar un amor, bien merece el odio por recompensa,- murmuró Luceta.
Hay que tener en cuenta
que la muchacha por los muchos años que servía fielmente en la casa, era
tratada más bien como compañera que como criada de servicio y por lo mismo
estaba acostumbrada a manifestar su opinión sin rodeos y con cierta libertad.
-¿No te vas aún? díjole
Julia con tono severo; pero no bien hubo desaparecido Luceta, entróle a Julia
el remordimiento y decía para sí:
-¡Qué desatentada
estuve al echarla con cajas destempladas de mi presencia, cuando tanta falta me
hace! y ¡qué hipócrita he sido al mostrar indignación, cuando mi corazón se recreaba
en una secreta alegría! He de vencerme a mí misma y desagraviar a la pobre
muchacha: voy a llamarla y le pediré perdón.- ¡Luceta! ven; ven acá, Luceta…
-¿Qué manda mi señora?-
respondió la doncella.
Al verla de nuevo en su
presencia, tomó Julia el aspecto de severidad y reserva de antes y preguntóla:
-¿Es ya hora de comer?
-Ojalá lo fuera y que
mi señora desahogara su mal humor contra los platos más bien que contra su
criada,- respondió con gran soltura Luceta, al tiempo que dejaba caer la carta
en el suelo y la recogía con gran cuidado.
-¿Qué es eso que coges
cautelosamente?- preguntó Julia.
-Nada.
-¿Por qué te agachaste
pues?
-Para coger un papel
que se me había caído.
-Y ese papel ¿no es
nada?
-No, señora; nada que
me pertenezca.
-Déjalo, pues, para
quien sea.
Pero Luceta no quería
que la carta quedase allí en el suelo, pues su intención, al soltarla, había
sido que Julia se enterara de ella. No sabía ella cuán ansiosamente deseaba su
señora tenerla en sus manos, pero era demasiado altiva para reconocerlo. Luceta
no pudo reprimir ciertas palabras insolentes que le vinieron a la boca, lo cual
irritó a su señora, sobre todo al afirmar Luceta que hacia la causa de Proteo.
-¡Basta y de charla, no
tolero tales desplantes!... dijo Julia con resolución, y rompió la carta
echando al suelo los pedazos y diciendo: “¡Anda, vete y no toques estos
papeles!...”
-Ella hace como que no
le gusta, y lo que ella quisiera fuera tener otra ocasión de incomodarse con
una nueva carta,- dijo para sí la sagaz muchacha al retirarse.
-¡Ah! ¡Ojalá pudiese yo
encolerizarme contra esta carta!- exclamó Julia al hallarse sola y recoger
ansiosamente algunos de los pedazos- ¡Oh viles manos que habéis hecho añicos
palabras tan tiernas! ¡Para expiar mi culpa voy a besar cada uno de estos
fragmentos! Mira…; aquí dice: amable Julia; mejor diría cruel Julia, pues cruelmente me he portado. ¡Oh viento juguetón, no
esparzas ni te lleves ninguno de estos fragmentos antes que yo logre
reconstruir toda la carta.- Y al decir esto iba recogiendo cuidadosamente los
papelitos, acariciándolos con sus manos.
-Señora, la comida está
en la mesa y vuestro padre os aguarda- dijole Luceta.
-Vamos pues allá,-
respondió Julia.
-¿Y los papeles?-
preguntó Luceta:- ¿han de quedar acaso en el suelo, como si fuesen cuentos de
Maricastaña?
-Si te parece que valen
la pena, recógelos.
-No, sino que temo que
se van a resfriar- repuso Luceta riéndose a hurtadillas.
-Veo que estás muy
celosa de guardarlos- replicó Julia.
-¡Ah señora, vos podéis
decir lo que veis!...- dijo Luceta con gran aplomo.
- También yo veo las cosas
tales cuales son, aunque vos creáis que tengo telarañas en los ojos.
-Ea , vámonos juntas-
dijo Julia.
En un principio habíase
excusado Proteo de acompañar a su amigo Valentín, pero pronto comprendió que no
podría permanecer en Verona. En aquel tiempo era creencia general que para la
completa educación de la juventud había que viajar por el extranjero, y en este
sentido habló, con gran copia de razones, un tío de Proteo.
-Mucho me sorprende,
decía, que su padre le permita pasar la juventud en su tierra natal, mientras
otros, inferiores a él en posición, envían a sus hijos al extranjero para que
se perfeccionen, cada uno en su profesión, éste en la carrera de las armas,
aquél en descubrir tierras desconocidas, otro en terminar o ampliar sus
estudios en las universidades. Proteo es apto si no para todas, por lo menos
para alguna de estas cosas, y será para él una notable desventaja cuando llegue
a ser hombre de posición el no haber viajado.
-No es que no haya
pensado en ello, Antonio- respondió el padre de Proteo- Estoy convencido de que
pierde lastimosamente el tiempo y que buena falta le hará la experiencia del
mundo, sin la cual no se puede llegar a ser hombre de provecho.
Y convino con su
hermano en que lo mejor fuera enviar a Proteo a donde estaba Valentín, o sea a
la corte del duque de Milán. Así, pues, dióse orden a Proteo que se aprestase a
partir al día siguiente, y de nada sirvieron las protestas del mancebo, el cual
estaba cautivo del amor de Julia, aunque, a decir verdad, le consolaba el saber
que la joven había ya consentido en corresponderle.
Efectivamente, al
momento de partir le dijo Julia poniéndole en su dedo la sortija que ella
llevaba:
-Toma este recuerdo de
tu querida Julia, y no me olvides en tu ausencia.
-¿Olvidarte? jamás.
¡Sea la primera de mi desventura la hora en que deje de pensar en ti… Toma tú
también mi sortija, y sellemos con este trueque nuestro mutuo amor.
Entre tales protestas
de amor y fidelidad llegó para Proteo la hora de partir y en efecto partió para
Milán, quedando Julia en Verona.
Muchas y muy sabias
máximas había proferido Valentín al hablar con Proteo, sobre la locura de los
que se entregan en brazos del amor, y no podía él pensar que al poco tiempo de
su llegada a Milán había de caer en los lazos de Cupido y hallarse en aquella
triste situación en que se lamentaba de ver a su amigo. Tenía el duque de Milán
una hermosa hija llamada Silvia, de quien se enamoró perdidamente Valentín
correspondiéndole la joven de tal manera que privadamente y en secreto se
prometieron mutua fidelidad, procurando empero no dar publicidad a sus
relaciones para no incurrir en la desaprobación del padre de la joven, el cual
favorecía a otro pretendiente llamado Thurio, mancebo rico y de noble alcurnia,
aunque libertino y en extremo presuntuoso.
El duque de Milán,
conforme al criterio de la época, teníase por señor absoluto de su hija y en
consecuencia, con perfecto derecho para imponerle su voluntad en materia de
matrimonio como bien le pareciese, sin tener para nada en cuenta las
inclinaciones de la joven. No dejaba él de sospechar que se amaban Silvia y
Valentín, pues había echado de ver ciertas cosas que la gentil pareja no se
recataba de hacer, contando con la ignorancia del padre. Varias veces había
estado éste a punto de apartar a Valentín de su corte y por ende de la compañía
de su hija, pero temiendo que un celo indiscreto le indujese a error y
perjudicarse a Valentín sin merecerlo, resolvió no obrar de ligero, sino más bien
emplear hábiles recursos para descubrir lo que hubiese de verdad en su
sospecha. Por de pronto ejerció gran vigilancia sobre Silvia y temiendo alguna
tentativa de evasión por parte de los enamorados, dispuso que se trasladase la
habitación de Silvia a una torre sita en lo más alto del palacio y que se le
entregara a él la llave de la misma todas las noches.
Así estaban las cosas
cuando, con gran regocijo de Valentín, llegó Proteo a la corte de Milán.
Llevado de su afecto de sincera amistad, ensalzó Valentín hasta las nubes las
prendas y buenas cualidades de su amigo al duque de Milán y a Silvia, y por el
amor que Silvia profesaba a Valentín, ésta dispensó a Proteo una acogida muy
cariñosa.
¡Ah y cuán mal pago dio
Proteo a Valentín por sus pruebas de amistad! A pesar del amor que jurara a
Julia, a pesar de su antigua amistad con Valentín; apenas vio Proteo a Silvia,
dejándose llevar del ímpetu del amor hacia ella. Ni el sentimiento de fidelidad
al amigo, ni los juramentos de amor hechos en Verona a Julia fueron parte para
que refrenase aquel su temperamento enfermizo y débil hasta la exageración; al
contrario, aflojó las riendas y no miró sino la manera de satisfacer sus ansias
amorosas prefiriendo el amor de Silvia al de Julia, aun a costa de la traición
y la deshonra.
Su tarea no le debió
parecer imposible, sino muy fácil, ya que Valentín, incapaz de sospechar nada
malo, había de abandonarse completamente en manos del que consideraba fiel
amigo, facilitando más bien inconscientemente los medios de que el perverso
amigo consumara su traición. Con toda la inocencia de que es capaz la buena fe,
reveló Valentín a Proteo que son saberlo el duque, él y Silvia se habían jurado
fidelidad y, más aun, que estaban ya convenidos sobre la hora de su boda y la
manera cómo habían de llevar a cabo la fuga del hogar paterno. Como quiera que
Silvia dormía de noche en la torre Valentín subiría allá con una escalera de
cuerda y bajarían ambos por la misma: aquella misma noche habían de llevarse a
cabo estos planes, y Valentín iba ya a procurarse las cuerdas para hacer la
escalera y practicar el asalto.
Escuchó Proteo la
relación de los proyectos de su amigo y el hombre vil y apocado determinó hacer
saber al padre de Silvia las maquinaciones de Valentín, pensando, en su vileza
que serían otras tantas facilidades para conseguir el fin que pretendía, pues
ya preveía él que Valentín sería desterrado de la corte y con esto se le
allanaría el camino para conquistar a Silvia. Bien sabía él que el padre de
Silvia favorecía las aspiraciones del pretendiente Thurio, pero poco le daba
que temer aquel insulso hidalgo, pues muy a poca costa había de oponerse a sus
intenciones armándole alguna zancadilla.
No perdió un momento
Proteo en poner en práctica sus traidores planes y, en efecto, el resultado fue
tan rápido como eficaz. Con fingida repugnancia y aparentando hipócritamente
que iba a cumplir con un deber sagrado, manifestó al duque de que no
descubriría su traición y le sugirió además el medio de enredar a Valentín de
manera que pareciese que él por sí mismo había descubierto el complot.
Efectivamente, siguiendo el duque la indicación de Proteo, llamó aparte a Valentín
y le pidió que le indicara el medio más a propósito para raptar a una mujer,
recluida y baja llave para que nadie pudiese penetrar en su habitación, que
estaba en lo más alto de un castillo.
-La cosa más fácil del
mundo- contestó Valentín. Y no pensando, en su inocencia, que hubiese de por
medio zancadilla ninguna, le sugirió el medio de que él pensaba servirse
aquella misma noche. Continuó pues:
-Una escalera de
cuerda, con unos garfios en el extremo para colgarla, y escalar la habitación
en sonde se halla la mujer.
-Pero ¿cómo puedo yo
llevar la escalera sin ser notado?
-Muy fácil, señor,
llevadla debajo de la capa- respondió Valentín.
-¿Habrá de ser una capa
larga como la tuya?
-No, señor duque;
cualquier capa sirve para esto.
-Pero ¿cómo habré de
llevar la capa?- insistió el duque. Ea, tráeme acá tu capa y enséñame
prácticamente la manera de ponérmela.
No pudo negarse
Valentín a lo que le pedía el duque. Tomó éste de sus manos la capa y halló en
ella no sólo la carta en que Valentín decía a Silvia que aquella noche iba a
ser la última de su cautiverio, sino también la escalera de cuerda de que iba a
hacer uso para su intento.
Desahogó entonces el
duque su ira contra el aturdido mancebo, diciéndole:
-¡Anda de acá, vil
usurpador, esclavo presuntuoso y atrevido!..- y con una arenga de duras y
denigrantes palabras ordenó a Valentín que saliera inmediatamente de la corte y
de sus dominios y que no volviera a poner los pies en ellos, si no quería pagar
con la vida su temeraria osadía.
Apenas el duque de
Milán hubo dejado a Valentín y hallándose aún éste bajo el abatimiento en que
tal desgracia le sumiera, vino Proteo al duque a garantizarle que la sentencia
de destierro había ya sido publicada.
Silvia, a pesar de
todo, permanecía fiel y adicta a Valentín, y con gemidos y lágrimas imploraba
su perdón postrada a los pies de su padre, pero éste se mostraba implacable,
repitiendo que pagaría Valentín con la vida su audacia, si llagaba a poner de
nuevo los pies en sus dominios. Es más, encolerizóse contra su hija al ver
que abogaba por su prometido, de tal
manera, que la mandó encerrar en una cárcel.
El taimado Proteo
aconsejaba a Valentín que partiera sin tardanza de Milán, exhortándole a que no
perdiera la confianza prometiéndole que protegería sus asuntos amorosos y aun
ofreciéndole a servirle de intermediario para hacer llevar sus cartas a manos
de Silvia. Habiendo conseguido precipitar la salida de Valentín volvió Proteo a
entrevistarse con el duque de Milán para notificarle que se habían ya cumplido
sus órdenes.
-Mi hija esta afligida
por la partida de Valentín- díjole el Duque.
-No importa, señor-
replicó Proteo; el tiempo borrará esta aflicción.
-Así lo creo yo- repuso
el Duque;- por más que el señor Thurio no opina lo mismo.-Y en seguida empezó a
sondear a Proteo para que le indicase cuál era el mejor medio para distraer a
Silvia del amor que sentía por Valentín y para encauzar este mismo afecto hacia
el señor Thurio.
Convinieron ambos en
que lo mejor fuera que Proteo no perdiese ocasión de hablar mal de Valentín y a
su vez deshacerse en alabanzas del señor Thurio. De esta manera tendría Proteo
fácil acceso y la puerta abierta para conversar a sus anchas con Silvia, la
cual se alegraría de verle por causa de su amigo.
Parecióle muy bien a
Proteo el recurso, pero añadió que no era ello suficiente, sino que Thurio de
su parte tenia también que hacer algo para ganar la voluntad de Silvia. Indicó
que el mejor medio seria que procurase recrearla con la música y poesía y que
para ello, él se encargaba de traer una compañía de músicos que tocasen debajo
de la ventana de su habitación. Thurio respondió que pondría en práctica aquel
plan aquella misma noche, pues conocía a varios jóvenes diestros en el arte
musical y él tenía escrito un canto que sería muy a propósito para el caso. En
cuanto al Duque, le pareció muy bien la idea, y les suplicó que llevasen
adelante dicho proyecto hasta realizarlo.
Entretanto Julia estaba
en Verona, muy triste y desconsolada por la ausencia de Proteo, y sus ansias
crecieron de tal manera que determinó partir para Milán con objeto de tener
cerca de sí al objeto de sus amores. Su muchacha de servicio Luceta, que era
mujer dotada de gran sentido común, procuró disuadirla de su intento, pero todo
fue inútil, pues Julia no escuchó razón ninguna.
-El ansia me devora-
decía Julia,- y mucho me temo que la tristeza no acabe conmigo, si he de estar
mucho tiempo lejos de Proteo… Si supieses por experiencia lo que es amar con
pasión, comprenderías cuán inútil es emplear semejantes razones.
Considerando que en su
calidad de joven y bien parecida, había de llamar grandemente la atención el
verla viajar sola por el mundo, determinó Julia disfrazarse de paje, y a este
efecto encargó a Luceta que le facilitase cuanto juzgase necesario para
representar este papel con toda propiedad y sin que nadie notara la menor cosa.
En vano quiso persuadirla Luceta de que, haciendo esto, podría ser que
desmereciese del afecto de Proteo.- Además los hombres son variables- decíale-
y a menudo fingen un afecto y pasión que no sienten en su interior.
A lo cual Julia
respondió indignada que aunque los hombres fueran tales, Proteo no era
ciertamente así y que estaba segurísima de que no había de ser burlada su
fidelidad.
-Su palabra- decía,- es
una escritura y sus juramentos inquebrantables, su amor es sincero, sus
pensamientos inmaculados, sus lágrimas puros mensajeros venidos del cielo, su
corazón está tan lejos del engaño y la falsedad, como el cielo de la tierra.
-¡Quisiera Dios que
podáis probar ser tal, cuando lleguéis allá!...- dijo la prudente muchacha.
Así, pues, la amante y
fiel Julia púsose en camino para Milán. ¡Infeliz y cuitada niña, cuán poco
sospechaba el triste recibimiento y acogida que le aguardaba!
Pronto echó de ver
Proteo que el procedimiento empleado para conquistar a Silvia no daba los
resultados apetecidos. Había ya sido de primero traidor a la amistad de
Valentín y ahora quería traicionar al señor Thurio, pero su segunda traición no
había de ser de mayor éxito que la primera. Silvia era demasiado bien nacida
para dejarse seducir por un hombre sin palabra; por lo cual, al hacerle
protestas de fidelidad, echábale ella en cara su falta de lealtad al amigo
ausente, y al albar su hermosura, recordábale el perjurio que cometiera
quebrantando la fe debida a Julia. Pero a pesar de estos reproches, cuanto más
rechazado era Proteo, tanto más crecía su admiración y más se encendía su
pasión por Silvia. Bien conocía lo indigno de su proceder respecto a Valentín y
a Julia, pero faltábale la fuerza de voluntad necesaria para vencer la
tentación y dominarse a sí mismo.
Según lo convenido,
trajo aquella noche el señor Thurio una compañía de músicos y se dio una
encantadora serenata en los alrededores del palacio del duque de Milán, debajo
de las ventanas de la habitación de Silvia.
La letra del canto
decía así:
¿Quién es Silvia, la joven que el anhelo
forma de los zagales? Es la pura,
la graciosa y discreta criatura
que admiran de consumo
tierra y cielo.
¿Es tan tierna cual bella? Su ternura
iguala a su belleza: el Amor ciego
medicina a su mal buscó y sosiego,
y en los ojos lo halló
de Silvia pura.
¡Cantad a Silvia pues! ¡Sea bendecida
la beldad que en su hechizo a los mortales
sobrepuja; y de flores celestiales
tejedle la guirnalda
merecida!
No era sola Silvia la
que escuchaba aquellos acentos, otro testigo tenía Proteo, sin él saberlo, ni
siquiera sospecharlo.
A su llegada a Milán,
había hecho Julia indagaciones sobre su infiel amante, y dado éstas tan buen
resultado que, el patrón de la casa en donde Julia se hospedara, conocedor de
la vida y hechos de Proteo, ofrecióse a llevarla al lugar de la serenata para
que viese por sus propios ojos al hombre por quien preguntaba, y así podría ser
ella misma testigo de la inconstancia del amante. Efectivamente fue allá
disfrazada, como iba, de paje y presenció toda la escena. Allí vio cómo, a
pesar de sus juramentos de entero amor
hacia ella, se atrevía ahora a hacer el amor a otra mujer. ¡Pobre Julia! ¡cuán
menguado placer había de causarle aquella dulce música y qué mal habían de
sonar en sus oídos las notas de amorosa melodía! ¡Cómo contrastaban con el
áspero y torturador acento de las palabras del perjuro amante!
-¿Este señor Proteo, de
quien hablamos visita acaso muy a menudo a esta joven?- preguntó Julia a su
huésped.
-No os diré sino lo que
sé de boca de su criado Launce,- respondió el patrón,- y es, que la quiere con
delirio.
-¡Tate!.. helos aquí
dijo Julia, amparándose con la sombra para no ser vista; y oyó a Proteo que
decía:
-¡Tened animo!, señor
Thurio, voy a hacer vuestra causa con tal destreza, que no dudo reconoceréis
que soy maestro en el arte de urdir intrigas amorosas.
-¿En la fuente de San
Gregorio- respondió Proteo.
-Hasta luego pues.
Y quedó solo Proteo.
Asomóse en aquel mismo momento Silvia al balcón de su habitación que caía
encima del sitio en donde había tenido lugar la serenata.
-Buenas noches, señora-
dijo saludándola Proteo.
-Buenas noches, ambles
jóvenes, y mil gracias por tan dulce música. ¿Con quién tengo el gusto de
hablar?
-Con un hombre- respondió
Proteo,- cuya voz reconoceríais en seguida, si penetraseis la sinceridad de su
corazón.
-¿El señor Proteo, a lo
que parece?..
-El mismo, vuestro
servidor, noble señora.
-Y ¿cuál es vuestro
deseo?
-Cumplir siempre los de
vuestra merced.
-Muy justo es el
vuestro. El mío es que os retiréis al instante de aquí y que os vayáis a
dormir, ¡hombre solapado, falso, perjuro y desleal amigo! ¿Pensáis acaso que
soy tan frívola y tan estúpida, que me deje seducir por vuestras lisonjas,
sabiendo a cuántos habéis engañado con vuestras vanas palabras? ¡Ea! Andad, y dirigíos
más bien a la señora de vuestros pensamientos, que yo (lo juro por esta luna
que nos alumbra) estoy tan lejos de acceder a vuestra pretensión, que os
desprecio por vuestra indigna conducta y aun doy por mal empleado el tiempo que
gasto en hablar con vos.
-¿Ignoráis acaso que la
joven a quien aludía murió ya?- repuso Proteo.
-Aun suponiendo que así
sea- respondió Silvia,- ¿acaso no vive Valentín, vuestro amigo, de quien sabéis
muy bien que es mi prometido? ¿No os da vergüenza el faltar tan palpablemente a
la lealtad de amigo?
-He oído,- repuso
Proteo,- que murió también Valentín.
-Haced, pues, cuenta –
añadió Silvia,- que también yo estoy muerta, pues estada seguro que mi amor le
sigue hasta la tumba y está sepultado con él.
-Amable señora,
permitidme que lo desentierre y lo saque a la luz del día- dijo Proteo.
-Id más bien a la tumba
de vuestro difunto amor y despertadle si podéis, y si no, sepultaos también con
él.
-Señora, y que mostráis
un corazón tan duro para mí- replicó Proteo,- por lo menos complaced mi amor
dándome vuestro retrato, pues ya que estáis entregado a otro, yo ya no soy sino
una sombra, y a la vuestra consagraré mi amor.
-No me avengo en manera
alguna- respondió Silvia,- a ser vuestro ídolo; pero ya que sienta bien a
vuestro pérfido corazón el admirar a las sombras e idolatrar en vanas formas,
enviad mañana por mí retrato y os lo entregaré. Así, pues, quedad con Dios.
-¡Cielos! ¡Qué noche
voy a pasar! Ni más ni menos que la del reo que está en capilla- dijo Proteo.
La pobre Julia oyó toda
la conversación que habían tenido su perjuro amante y Silvia. Ya no era posible
dudar por más tiempo de su mala fe; pero como su amor era profundo y sincero,
no pudo convencer a su corazón para que se determinase a aborrecer a aquel
hombre y abandonarle para siempre. Todo esto sucedía estando Proteo de huésped
en Milán, en la misma casa en que Julia se había hospedado; pero como quiera
que andaba tan preocupado con la comedia que estaba representado, no se le
ocurrió que aquel extraño joven, llamado Sebastián, pudiese ser la propia
Julia, que él suponía estar en Verona. Sin embargo, algo había en él que le
llamaba la atención: sus maneras distinguidas y su aspecto de joven honrado y
fiel le indujeron a tomarle como paje, substituyéndolo a Launce, cuyo carácter
ligero y cuyas bufonadas habían, más de una vez, puesto en ridículo a su señor.
Triste era por demás la
situación de la cuitada Silvia: su amante, desterrado de Verona; ella, reducida
a un duro encierro por su hosco y déspota padre, y, como si esto no fuera
suficiente, amenazábale el obligado enlace con un pretendiente a quien
detestaba de corazón. ¿Qué remedio podía esperar a tanto infortunio? Difícil
era hallarlo; pero no por esto perdió la esperanza, ni se abatió de espíritu.
Había, en aquel
entonces, en la corte de Milán un caballero, amigo suyo, en quien ella podía
confiar, llamado Eglamor; hombre prudente, compasivo, servicial, que sabía
también de penas y tristezas, pues había perdido a su amorosa y fiel compañera,
y la herida de su corazón no se había aún cicatrizado.
A él, pues, acudió
Silvia en su apuro, manifestándole cuán ansiosa estaba de ver a Valentín y cómo
se había propuesto partir a Mantua, en donde sabía que se hallaba aquél;
pedíale, pues, que la acompañase en el viaje por ser los caminos muy
peligrosos, pues en su lealtad y caballerosidad fiaba. No dejó de comprender el
caballero lo delicado del caso; pero compadecido de la desgracia de la dama y
reconociendo que el duque obraba inhumanamente al obligar a su hija a contraer
matrimonio contra su voluntad, accedió el señor Eglamor, y tomaron el acuerdo
de ponerse en camino aquella misma tarde.
Apenas se había separado
Eglamor de Silvia, cuando recibió ésta un recado de Proteo reclamándole el
retrato que le prometiera la noche de la serenata. Poco pensaba Proteo que el
que mandaba con este encargo era la propia Julia, aunque disfrazada bajo la
forma del nuevo y advenedizo paje. Y no fue sólo el encargo del retrato lo que
confió, sino que además le dio una sortija para que la entregara a Silvia,
aquella mismísima sortija que como prenda de amor recibiera de manos de Julia
al despedirse de ella en Verona y sobre la cual tantos juramentos de amor y
fidelidad hiciera.
Horrible fue aquel
golpe para el corazón de Julia, o digamos Sebastián (pues éste era el nombre
que había tomado), y tremenda la lucha que se entabló en su espíritu; pero
siguiendo adelante en sus propósitos, cumplió fielmente el encargo. En cuanto a
Silvia, a pesar de la repugnancia que le causaba el proceder desleal de aquel
amante intruso, entregó el retrato porque no podía negarlo después de haberlo
prometido; pero ni quiso leer la carta, ni aceptar la sortija.
-Señora- dijo
amablemente Sebastián;- mi señor os manda esta sortija.
-¡Una infamia más del
que os envía!..- respondió Silvia.- Yo
misma he oído mil veces de su boca que esta sortija se la dio Julia al
despedirse en Verona. ¡Si el perverso caballero profanó con su dedo esta
sortija, no voy yo a hacer con el mío tamaña ofensa a Julia!
Julia quedó
profundamente conmovida y su corazón agradecidísimo por la generosa simpatía de
Silvia, sobre todo cuando ésta le preguntó por Julia, manifestándole cuánto se
interesaba por ella y la compasión que le inspiraba.
-¡Pobre joven, triste y
abandonada!- dijo Silvia.- ¡Verdaderamente es digna de lástima su situación!...
Ahora bien, toma, noble mancebo, esta bolsa de dinero; te hago este obsequio en
gracia de tu señora, pues veo que también tú la amas. Adiós.
-Ella os dará las
gracias, si es que llega a tener la dicha de conoceros- exclamó Julia mientras
Silvia se retiraba con su servidumbre.- ¡Oh virtuosa joven, qué bella y amable
es! ¡No dudo de que el entusiasmo de mi señor se resfriará al ver lo mucho que
se interesa por el bien de mi señora.
Y volvió algo más
consolada, a presencia de Proteo.
Por su parte Silvia
huyó aquella noche de Milán en compañía del señor Eglamor, tal como habían
convenido. La noticia empero llegó a oídos de su padre, quien inmediatamente se
puso en marcha para perseguirlos, acompañado de Thurio, Proteo y Sebastián.
Sucedió que, al atravesar un peligroso bosque, el señor Eglamor y Silvia
cayeron en manos de unos bandidos. Eglamor hizo cuanto pudo por escapar de
ellos, pero no pudo en sus manos Silvia, la cual fue llevada a presencia del
capitán, al propio tiempo que llegaba Proteo para rescatar, no sin grandes
dificultades, a la cautiva.
Ahora bien, el jefe o
capitán de aquella partida no era otro que Valentín, quien en su viaje a Mantua
había caído prisionero de aquellos salteadores, los cuales reconociendo en él a
un joven honrado y valiente, le nombraron jefe de su banda. El por su parte,
viendo que no se trataba de facinerosos, sino más bien de jóvenes expulsados de
Milán por sus travesuras y a quienes el deseo de correr aventuras había
inclinado a seguir aquel modo de vida, consintió en ser uno de ellos, diciendo:
-Acepto vuestra oferta,
y seré uno de vosotros; pero siempre con la condición de no injuriar a las
mujeres ni molestar en nada a los pobres caminantes.
-No hay que hablar de
esto; detestamos tales fechorías- dijo uno de ellos;- por lo cual, está
tranquilo y ven con nosotros confiadamente. Vamos a presentarle a los otros
compañeros, te mostraremos nuestros tesoros, y de todo lo nuestro puedes
disponer a tu antojo.
El día de la aventura
de Silvia, quiso la suerte que Valentín se hallase solo en el bosque al pasar
por él el señor Eglamor y la fugitiva, y que viese, oculto detrás de unos
matorrales, cómo Proteo, se acercaba, acompañado de Silvia y el pajecito Sebastián.
-Señora- oyó que decía
Proteo; servicio es éste que os hago a vos y por vos únicamente he puesto en
peligro mi vida, aunque sé muy bien que no vais a tener para nada en cuenta lo
que por vos haga vuestro siervo. Sin embargo, una recompensa espero de vos, y
ésta es una dulce mirada. No puedo pediros merced más pequeña, y estoy seguro
de que no podéis darme otra inferior a ésta.
-¡Cielos! ¡Qué
villanía!... ¿será esto un sueño?...- dijo para sí Valentín, espantado de la
traición de su amigo. Procuró empero calmar su espíritu y esperó pacientemente
a ver cómo terminaba aquella escena.
-¡Ah y qué desdichada
soy!- murmuró Silvia.
-¡Y yo más infeliz
aún!- repuso el pajecito.
-¡Más me hubiera
valido- exclamó Silvia- caer en las garras de un hambriento león, o ser
devorada por una bestia salvaje, que no que el falso Proteo viniese a
rescatarme!... ¡Oh cielos, sedme testigos del amor que profeso a Valentín, cuya
vida me es tan querida como mi propia alma! ¡A la medida que mi corazón le
idolatra, detesta al falso y perjuro Proteo! ¡Ea pues (increpa a Proteo) idos
de mi presencia y no me importunéis más!
Viendo Proteo que las
palabras dulces y los halagos no podían nada para conquistar el corazón de
Silvia, airado, asió bruscamente de ella; al ver lo cual saltó Valentín y
tocándole en la espalda le dijo:
-¡Miserable!... ¡suelta!...
¡aparta esas brutales manos, indigno y falso amigo!
-¡Valentín!...
-¡Hombre mal nacido! ¡Amigo
desleal- prosiguió Valentín, desfogando su coraje contra aquel villano.- ¡Ah
traidor, tú has frustrado todas mis esperanzas!; menester era que lo viese con
mis propios ojos para creerlo. Ahora ya no puedo decir que tengo un amigo en
este mundo; tú me has probado lo contrario; ¿con quién pues podré confiar, si
el más allegado y más íntimamente unido conmigo es mi perjuro? ¡Proteo!, gran
pena me da el pensar que no puedo tener confianza en ti: tú eres la causa de
que me considere, de hoy en adelante, en el mundo, como un extranjero,
desconocido de todos sus semejantes: la herida más profunda es la que abre en
el corazón un amigo, y el amigo infiel es el peor de lo enemigos.
Los justos reproches de
Valentín hicieron mella en el ánimo de Proteo, ya de suyo impresionable: en su
remordimiento imploró el perdón del amigo ofendido y éste fue tan noble y
generoso, que perdonó la ofensa: es más, en el impulso del momento, le ofreció
hacer renuncia a su favor, de los derechos que sobre Silvia tenía. Al
pensamiento de que iba a perder para siempre a Proteo cayó Julia al suelo
desvanecida.
-Mira este joven cómo
se ha caído- dijo Proteo.
-¿Qué os pasa, joven?-
exclamó Valentín;- ¡Ea! Mirad, hablad, decidnos lo que tenéis.
-Ah señor!- exclamó el
pajecito;- mi amo me encargó que trajese una sortija a la señora Silvia, y
ahora me doy cuenta que he dejado de cumplir el encargo.
-Y ¿dónde está la
sortija?- preguntó Proteo.
-Hela aquí; ésta es.
-¿Cómo?...- replicó
Proteo; si ésta es la sortija que yo di a Julia al despedirme de ella en
Verona.
-¡Oh! Perdón, señor; me
había equivocado,- dijo Julia, haciendo como que volvía de su error y sacando
otra sortija;- ésta es la sortija que vos enviasteis a Silvia.
-Pero ¿cómo habéis
obtenido esta sortija- preguntó Proteo fijándose en la primera.- ¡Si es la que
entregué a Julia al salir de Verona!...
-Sí, y la misma Julia
me la entregó a mí y la propia Julia es quien aquí la ha traído- respondió el
paje.
-¿Cómo?... ¡Julia!...
-Reconoce finalmente en
mí, ¡oh Proteo!, a la que fue objeto de tus muchos juramentos, que ella
conservó tiernamente grabados en su corazón- exclamó Julia quitándose el
disfraz: -¡cuántas veces, oh Proteo, has querido arrancarlos con tus perjurios!
Avergüénzate de verme vestida de esta manera; avergüénzate de pensar que me ha
sido preciso vestirme con este traje impropio de mi sexo y aun deshonroso, si
el que puede jamás serlo el disfraz inspirado por el amor: en el concepto del
pudor, es mucho menos vergonzoso para una mujer el cambiar de vestido que para
un hombre el cambiar de sentimientos.
-¡Ah! ¡Cambiar de
sentimientos!...- repitió por lo bajo Proteo, víctima de los remordimientos de
su conciencia- ¡Oh y qué verdad es ésta!
-¡Ea!- exclamó Valentín;-
dadme ambos la mano, que quiero yo tener la dicha de contribuir al feliz
término de vuestras contiendas. ¡Lástima fuera que dos corazones que tanto se
aman, estuvieran por más tiempo enemistados!
-Al cielo pongo por
testigo- exclamó Proteo,- que no deseo otra cosa.
-Y yo no menos;- repuso
Julia.
Y es de creer que le
tornadizo mancebo guardó en adelante fidelidad a su dama.
Así estaban las cosas
cuando llegaron los bandoleros llevando cautivos al duque de Milán y al señor
Thurio.
-¡Compañero!-
exclamaron al divisar a Valentín- ¡una presa, una buena presa!...
-¡Alto, amigos!- repuso
Valentín;- soltad la presa; es mi señor, el duque de Milán.- Y dirigiéndose al
duque, añadió: -Bien venido seáis, señor, a la presencia de un desdichado a
quien desterrasteis de vuestros dominios.
-¡Señor Valentín!...
-Y aquí está Silvia, y
Silvia me pertenece- interrumpió el señor Thurio adelantándose.
-¡Atrás!- increpóle
Valentín,- ¡atrás, si no queréis pagar con la vida vuestra osadía! No digáis
que Silvia es vuestra. Aquí está ella; pero no la toquéis a un hilo de la ropa,
si queréis regresar sano y salvo a Milán.
-Señor Valentín-
respondió Thurio acobardado;- no me preocupo ya de ella. Loco me parecía quien
expusiese su vida por una joven de la cual no es correspondido; no pretendo
pues que sea mía, quedaos vos en buena hora con ella.
-Esto no te hace menos
cobarde, ni se excusa en manera alguna, de abandonarla tan fácilmente, después
de lo mucho que hiciste por conquistarla y obtener su mano- dijo el duque
indignado.- Ahora,- prosiguió,- ¡oh Valentín! por la memoria y humor de mis
antepasados rindo homenaje a tu valor; eres verdaderamente digno del amor de
una emperatriz. Desde ahora te doy palabra que olvido todos los disgustos que
me las dado y que no te guardaré rencor alguno. Valentín, eres un caballero y
como a tal, te entrego a Silvia; tuya es, porque te la has ganado.
-¡Gracias mil,
magnifico señor; es un don éste que me hace verdaderamente feliz! Ahora, por el
amor de vuestra hija voy a pediros un favor.
-Pide lo que quieras- respondió
el duque; -no puedo negarte cosa alguna.
-Ved a todos esos mis
compañeros de aventuras; son unos desgraciados como yo mismo, desterrados de su
patria por intemperancias propias de la juventud, pero en su interior personas
honradas y dispuestas a llevar una vida de trabajo y una conducta
irreprochable, si vuestra benignidad les perdona y levanta el castigo bajo el
cual gimen lejos de su patria.
Concedió el duque, de
buena voluntad, el perdón a aquellas infelices, quienes regresaron gozosos a
Milán, en donde se celebraron las alegres fiestas de dos bodas, a cual más
interesante. La de Valentín con Silvia y la de Proteo con Julia.
Esta obra es notable
por los gérmenes de caracteres y de situaciones que Shakespeare desarrollará en
obras sucesivas: numerosos son los puntos de contacto en este sentido con “Romeo y Julieta” y “El Mercader de Venecia” por ejemplo
los criados de Valentín y Proteo, es decir, Speed y Luceta, introducen el
elemento cómico, sobre todo Luceta con
su perro Crab.
VENUS Y ADONIS
Todavía Shakespeare no ha pasado de autor teatral.
No ha impreso nada. He aquí que en este año de 1539 se nos va a revelar como
uno de los más grandes líricos del mundo, dando a la estampa su Venus y Adonis. Es el “primogénito de
mi invención”, dice en carta nuncupatoria al referido conde de Southampton,
afirmación que debe entenderse en el sentido de que quizá el manuscrito datara
de fecha anterior a 1501, sino que lo reservaba sin publicarlo. Este lo dio a
la estampa Ricardo Field, quien obtuvo la licencia de impresión en 18 de abril
de 1503.
Field, que al año siguiente publicó, asimismo, La violación de Lucrecia, era impresor
y paisano de William, de Stratford del Avon, la Alcalá de Henares Inglesa.
Había abandonado su pueblo natal y pasado a Londres, como Shakespeare, en busca
de mejor fortuna. El padre de Field tenia amistad con el de Guillermo, y sin
duda Ricardo, que arribó a Londres hacia 1579 de aprendiz de impresor- contaba
dieciocho años-, procuró, al correr del tiempo, la protección del joven
comediante que ya gozaba de cierto prestigio. Pocas noticias más han podido
hallarse sobre la amistad de ambos stratfordianos- el padre de Field falleció
en 1502-; empero, las conocidas bastan para explicar la publicación de los
primeros poemas de Shakespeare. Ricardo luego de establecido, se ofrecería
incondicionalmente al dramaturgo; o éste, necesitando imprenta, recurrió a su
paisano.
Sea lo que fuere (acabaron pleiteando), la obra
apareció sin que figurase el nombre del autor en la portada, sino sólo debajo
de la referida carta nuncupatoria al conde de Southampton. Ella nos muestra la
amistad que ya unía al dramaturgo con aquel magnate, asiduo concurrente a los
teatros y protector de los escritores del tiempo, amistad que con el transcurso
de los años había de seguir afirmándose hasta convertirse en íntima.
Abundaban a la sazón en Londres los cenáculos
literarios (especie de nuestras pasadas academias), con sus bandos de eufuístas
y clasicistas, donde se discutían las últimas modas, las últimas conquistas
métricas; algo semejante a lo que veinte años después acontecía entre nosotros
con los gongoristas y conceptistas. John Lyly revolucionaba el estilo con sus Euphues (1580), anticipándose al
cultismo que luego se extendió por toda Europa y trajo a España don Luis
Carrillo y Sotomayor. La fuente, empero, era Antonio de Guevara.
Sin las exageraciones de John Lyly, tomando un
término medio entre eufuístas y clasicistas, aprehendiendo lo mejor de los dos
grupos, Shakespeare causó el asombro con la publicación de Venus y Adonis, que vino a dejar muy atrás a todos los poetas de la
época, por cuanto el único rival de importancia, Cristóbal Marlowe, moría a
poco, según antes indicamos.
Shakespeare adoptaba- con muchas restricciones, por
cierto- el estilo de John Lyly; empero, mostraba a la par el verdadero camino:
volver a la viva voz de la Naturaleza. El poema, lleno de pujanza juvenil,
matizado de imágenes delicadísimas, de una dulzura en la forma que le valió el
renombre de “melifluo”, de “poeta de la lengua de miel”, era a la
vez un tributo a Ovidio. El Vilia miretur
vulgus de la divisa que campea el frente de la edición armonizaba
perfectamente con el Odi profanum vulgus,
de Horacio, que preconizaba la nueva escuela. Ahora, para avanzar, había que
volver a los clásicos.
Leyendo Venus
y Adonis nótase el poder avasallador del genio, nunca esclavo de los
perjuicios de secta. El maravillosos poema logra la perfección que- siguiendo
semejante línea- no consiguieron Hero y
Leandro, de Marlowe; La reina de las
hadas, de Spenser; el Adone, de
Marino; el Acis y Galatea, de
Carrillo y Sotomayor, y el Polifemo,
de Góngora. Más cercanos de Shakespeare Marino y nuestro Carrillo y Sotomayor,
le quedan muy inferiores por eso mismo, por la esclavitud de la escuela que
siguen, que luego aborta en Góngora. Spenser, empero, queda siempre gran poeta,
solo y atenido a sí. En cuanto a Marlowe, es otro genio, sino que lo trunca el
Destino. Para que exista Shakespeare es preciso que sucumba él. No cabían los
dos en el mismo universo literario.
La leyenda de Venus
y Adonis fue tratada en la antigüedad por Teócrito y Bion. Después, y
principalmente, por Dante y Chaucer, y en el Renacimiento, por varios poetas
españoles, franceses e italianos. El mismo año en que nacía Shakespeare,
Ronsard abordaba cálidamente el tema. Los mencionados Spenser y Marlowe
versificaron el mito. A ellos hay que agregar Roberto Greene y, sobre todo,
Tomás Lodge, que cantó la muerte de Adonis, y el pesar de Venus en las
estancias que sirven de prólogo a sus Scilloes
Metamorphosis, publicado en 1580.
De esta obra extrajo no poco fruto nuestro poeta,
asi como del canto tercero de la referida Reina
de las hadas (The Faerie Queene) y
del corto poemita de Enrique Constable Canto
pastoril de Venus y Adonis.
La fuente primordial, sin embargo, fueron las Metamorfosis o Transformaciones de Ovidio.
Venus, enamorada del joven Adonis, le retrae de que
se entregue a la caza e intenta seducirlo, sin lograrlo; le pide que se
encuentren al día siguiente, pero Adonis quiere ir a la caza del jabalí. En
vano la diosa trata de disuadirlo. Llegada la mañana, Venus oye el ladrar de
los perros de Adonis, y, llena de terror, va en busca del amado, al que
encuentra muerto por la fiera. La obra tiene un aire de familia con su
contemporáneo Hero y Leandro de
Marlowe (1564-1593) y Sesillaes
Metamorphosis de Lodge (1558-1625), que puede haber sugerido a Shakespeare
el metro (la estrofa de seis versos rimados “ababee”). Está en todo y por todo
impregnada del gusto de la época y tiene de admirable, con su serie de
cuadritos voluptuosos postovidianos, un bien definido público de cortesanos
“italianizados”, como entonces se definían los fautores de las modas sociales y
literarias del Continente. Un mismo aire de alejandrinismo meticuloso y
conceptista se desprende de esta obra como del Adonis de G. B. Marino
(1569-1625), entrambos utilizan los mismos motivos, como el del jabalí que no
tiene la intención de herir el costado de Adonis, sino sólo de besarlo, motivo
que se repite en el poemita pseudoteocríteo Sobre
el muerto Adonis.
“…Cuando contemplaba su sombra en un arroyo, los
peces extendían sobre la superficie sus aletas doradas; cuando se aproximaba a
los pájaros, la alegría de éstos era tan grande, que los unos cantaban y los otros
le traían en el pico moras y rojas cerezas maduras. Él los alimentaba con su
presencia, y ellos le alimentaban con sus frutos…
*
…Más este inmundo y horrendo jabalí de hocico
erizado, cuyos rastreros ojos buscan siempre una tumba, jamás vió la belleza de
que estaba revestido. Prueba de ello, la manera con que lo ha tratado. Y si
miró su figura, pienso entonces que su intención fue besarle, y lo mató sin
saberlo…
*
…Es verdad, es verdad; así sucumbió Adonis. Corrió
con su aguda lanza sobre el jabalí, que no afilaba sus defensas contra él, sino
quería desarmarle con un beso, y, acomodándole en su ijada, el amoroso puerco
le hundió inopinadamente el colmillo en su tierno costado…
*
…Si yo hubiera tenido dientes como él, debo
confesarlo, le habría dado muerte la primera vez con mis besos; pero ha muerto,
y ya no bendecirá mi juventud con la suya;…y por ello quedo más maldecida” A
esto cae desplomada en tierra, e impregna el rostro en su sangre coagulada.
*
Mira sus labios; están descoloridos. Se apodera de
sus manos; las halla frías. Murmura en sus oídos el relato de su desesperación,
como si éstos oyeran las palabras dolorosas que pronuncia. Levanta los parpados
que cerraban sus ojos, y, ¡ay!, sólo ve dos lámparas extintas que yacen en la
oscuridad.
*
Dos espejos donde ella, ella misma, se miró mil
veces, y ya no reflejan nada. Perdida la virtud en que antes excedían, cada una
de las bellezas de Adonis está despojada de sus atractivos. “¡Maravilla de los
tiempos!- exclama -. Este es mi despecho: que, estando tú sin hálito, el día
sea aún luminoso…
*
…Pues ya has muerto, ¡ay!, he aquí mi profecía:
desde hoy el amor tendrá por compañero al dolor; los celos serán su escolta; su
comienzo será dulce, más su final, insípido. Alto o bajo, jamás se equilibrará;
de suerte que todos los placeres del amor no compensarán sus sufrimientos…
*
…Será falso, voluble y lleno de fraude; el mismo
soplo le verá nacer y quedar marchito. Su fondo estará emponzoñado, y la cima,
impregnada de dulzuras, que engañaran la vista más penetrante, hará excesivamente
débil al cuerpo más vigoroso; herirá al sabio de mutismo y otorgará la palabra
al necio.
*
…Será económico y también desordenado; enseñará a
la edad provecta a medir pasos de baile e impondrá la reserva al libertino
desconcertado; arruinará al rico y enriquecerá al pobre; unirá la locura
frenética a la apacible candidez; hará del joven un viejo y del anciano un
niño…
*
…Sospechará donde no haya motivos de temor; no
tendrá temor donde deba sentir el mayor recelo; será complaciente y a la vez
demasiado severo, y tanto más engañoso cuanto parezca más justo. Será perverso
bajo el disfraz de franco, e infundirá miedo al valiente y valor al cobarde…
*
…Engendrará guerras y funestos tumultos;
introducirá la discordia entre el hijo y el padre; será súbdito y obediente
esclavo de todos los descontentos, como una materia seca y combustible es
esclava y súbdita del fuego. Pues la muerte me ha llevado mi amor en su
primavera, los que mejor amen no disfrutarán de sus amores.”
*
Esto dicho, el doncel, que yacía muerto junto a
ella, desapareció ante su vista como si se hubiese evaporado, y de su sangre,
fluente sobre el suelo, brotó una flor purpúrea, matizada de blanco, perfecta
imagen de sus pálidas mejillas y de la sangre vertida en gotas esféricas sobre
su blancura.
*
Venus, inclinando la cabeza, aspira el aroma de la
tierna flor nacida y lo compara con el aliento de su Adonis, y dice que esta
flor reposará en su seno, ya que él ha sido arrebatado de ella por la muerte.
Troncha el tallo, y de la incisión escápase una savia verdosa, que ella compara
a las lágrimas.
*
“¡Pobre flor- dice-, dulce retoño de un ser más
balsámico aún: de esta guisa mojaba tu padre los ojos a la menor contrariedad!
Crecer para sí era su inclinación, como ha sido la tuya; más sabe que tanto da
que te marchites en mi pecho como en su sangre…
*
…¡Aquí estuvo el lecho de tu padre: aquí, en mi
seno! Tú eres el más cercano a su sangre, y te corresponde en herencia. ¡Ven!
¡Reposa en el hueco de esta cuna; mi corazón palpitante te mecerá día y noche!
¡No dejaré transcurrir un minuto en una hora sin besar la flor de mi dulce
amor!”
*
Así, fatigada del mundo, se aleja de aquel lugar y
apareja sus palomas de plumaje argentino; mediante cuya viva existencia su
señora es transportada rápidamente, con su aligero carro, a través de los
cielos vacíos; ellas dirigen su carrera hacia Pafos, donde su reina promete
entrar en clausura y no dejase ver jamás.
(“Venus y Adonis” en “Obras Completas”; William Shakespeare, Aguilar S.A., Madrid-1951
págs.: 2092-2094).
LOS DOS HERMANOS
Publio Terencio, llamado el Africano, había nacido
en Cartago; fue en Roma esclavo de Terencio Lucano, el cual, cautivado por su belleza e
inteligencia, le procuró una educación liberal, devolviéndole muy pronto la
libertad. Algunos autores creen que había sido cautivo, pero Fenestella
demuestra la imposibilidad absoluta de tal aserto. Efectivamente, el nacimiento
y muerte de Terencio acaecieron entre el final de la segunda Guerra Púnica y el
principio de la tercera, de haber sido hecho prisionero por los númidas o los
gétulos, no habría podido caer en manos de un general romano, pues que antes de
la destrucción de Cartago no existió comercio alguno entre italianos y
africanos. Vivió en intimidad con muchas familias nobles, pero de manera
especial con Escipión el Africano y con Lelio, y hasta hay quien cree que debió
su amistad a las gracias exteriores de su persona. Tal opinión es igualmente
refutada por Fenestella, quien sostiene que Terencio era más viejo que ambos.
Cornelio Nepote asegura, no obstante, que los tres eran de una misma edad, y
Porcio, en el pasaje siguiente, deja adivinar que existieron entre ellos
relaciones íntimas: “Mientras ambicionaba los ardientes placeres de los nobles
y sus falsas alabanzas; mientras que, con ávido oído, escucha las palabras de
Africano; mientras esperaba que su belleza le proporcionara un sitio en las
cenas de Furio y de Lelio; mientras se creía amado por ellos y esperaba que por
su juventud seria invitado con frecuencia a la casa de Alba, iban disipándose
sus haberes y hundiéndose él poco a poco en la última miseria.
Entonces, ocultándose a todas las miradas, se
retiró a un rincón de Grecia, muriendo en Stimfale. De este modo, una ciudad de
Arcadia fue la tumba de Terencio. No alcanzó de Publio Escipión ningún auxilio;
ninguno de Lelio; de Furio, ninguno. Esos tres amigos nobles gozaron, durante
aquel tiempo, todas las dulzuras de una vida feliz, sin que él recibiera de
ellos ni siquiera el modesto presente de una casa alquilada, para que un pobre
esclavo pudiese, cuando menos, llevar la noticia de que en ella había muerto su
dueño.”
Escribió seis comedias. Cuando presentó a los
ediles su Andriana, que era la
primera, le contestaron que la leyese antes a Cerio. Este, cuando Terencio fue
a verle, estaba cenando, y el poeta muy pobremente vestido, empezó, según
dicen, su lectura sentado en un taburete cerca de su juez. Pero, leídos los
primeros versos, Cerio le hizo sentar a su lado, le invitó a cenar e hizo que
le leyera después la obra entera, rindiéndole, durante la lectura, frecuentes
testimonios de admiración. Esta obra y las otras cinco alcanzaron de parte del público
una favorable acogida. No obstante, Volcatio, enumerándolas todas, dice:
“Escoger la Hecira, que es la sexta
de sus obras.” Eunuco fue
representada dos veces en un día, y alcanzó un precio no alcanzado hasta
entonces por ninguna comedia, pues llegó a la suma de ocho mil sestercios; ésta
es la razón de que tal suma forme ordinariamente parte del título. Varron
prefiere el principio de los Adelfos
incluso a la introducción de Menandro. Es opinión muy acreditada que Terencio
aceptaba para sus obras la ayuda de Lelio y de Escipión, con los cuales vivió
en relaciones íntimas. El mismo favoreció tal opinión, no defendiéndose nunca
de ella con excesivo calor. En el epilogo de Los Adelfos, dice, por ejemplo: “Críticos malévolos acusan al poeta
de hacerse ayudar siempre por nobles personajes en la composición de sus obras,
creyendo con esto formular contra él una terrible acusación. Pero él considera
como su más alta gloria haber sabido despertar interés en hombres a quienes
todos admiran, que gozan del favor del pueblo, y de los cuales apenas hay nadie
que no haya recibido favores en la paz, en la guerra y por cuestiones particulares,
sin que se hayan envanecido por ello.”
Parece, sin embargo, que el haberse defendido tan
débilmente debióse a su convencimiento de que esta opinión era grata a Escipión
y a Lelio; tal opinión no ha hecho sino crecer después de ellos y perpetuarse.
Q. Mununio, en el discurso que pronunció para su
propia defensa, dijo lo siguiente: Publio
el Africano, llevó a la escena, bajo el nombre de Terencio, el fruto de sus
horas libres. Nepote pretende saber de fuente cierta que encontrándose C.
Lelio cierta vez en Puzzola el día de las calendas de marzo, y habiendo venido
su mujer a avisarle que era ya hora de sentarse a la mesa, rogóle él que no le
interrumpiera; que habiendo, por fin, ido al encuentro de sus invitados a la
sala de comer, les dijo que nunca había escrito con tanta inspiración, y que
apremiado por ellos para que les leyese lo que había compuesto, recitó los
siguientes versos.
Es, a fe mía, Licio un redomado bribón, por haberme
atraído aquí con sus bellas promesas, etc.
Santra es de parecer que si Terencio hubiese tenido
necesidad de ayuda para sus composiciones no se habría dirigido ni a Escipión
ni a Lelio, que eran todavía muy jóvenes, sino a Sulpicio Galo, hombre de gran
saber y que dio el ejemplo de hacer representar comedias en los Juegos Consulares,
o bien a Q. Fabio Labeón y a M. Posupilio, ambos consulares y ambos poetas.
Terencio no designó, en efecto, a jóvenes como colaboradores suyos, sino a
hombres ya maduros, cuyos talentos en la paz, en la guerra y en los negocios
había ya experimentado el pueblo. Después de haber publicado sus comedias salió
de Roma cuando no tenía aún treinta y cinco años, ya sea para escapar a la
acusación de haber dado por suyos trabajos de otro, ya para estudiar los usos y
costumbres de Grecia, a fin de reproducirlos después en sus escritos, pero no
regresó ya de allí. Volcutio ha escrito a propósito de su muerte:
“Cuando Afer hubo publicado seis comedias partió
para Asia. Una vez embarcado no se le volvió a ver, de modo que no sabemos nada
de su vida.”
Q. Consconio dijo que, regresando de Grecia,
pereció en el mar, perdiéndose con él ciento ocho obras traducidas de Menandro.
Sostienen otros que murió en Estimpalo (Arcadia) o en Leucade, bajo el
consulado de Cn. Cornelio Dolabella y de Marco Fulario Nobilior, a consecuencia
de una grave enfermedad causada por el pesar que le produjo la pérdida de su
bagaje; habíalo enviado por delante en una nave, y en ella iban también las
últimas obras que había compuesto.
Terencio era, a lo que dicen, de corta talla, muy
delgado y de color cetrino. Dejó una hija, que casó, que casó en seguida con un
caballero romano. Poseía en la vía Apia, cerca de la villa de Marte, jardines
de veinte arpendes, por lo cual me asombra que Porcio haya dicho de él: “No
consiguió de Publio Escipión ningún auxilio, ninguno de Lelio; de Furio,
ninguno. Estos tres amigos nobles gozaron todos las duzuras de una existencia
felix, mientras él estaba en la miseria; y no recibió de ellos ni siquiera el
modesto presente de una casa alquilada, para que su pobre esclavo pudiese,
cuando menos, llevar la noticia de que en ella había muerto su dueño.”
Afranio le prefiere a todos los cómicos, y ha
escrito de él en sus Compitales: “No
hay uno siquiera que pueda ser comparada a Terencio.”
Volcatio, en cambio, no se limita a colocarle
después de Nervo, Plauto y Cecilio, sino que le antepone incluso Licinio y
Atilio. Cicerón en su Limon hace de
él el elogio siguiente: “Tú también, Terencio, el único que en elegante estilo
has sabido dar al latín las bellezas de Mecandro; tú haces escuchar a la
muchedumbre silenciosa todo cuanto de más agradable y más dulce ha dicho él.”
También C. César ha emitido juicio sobre Terencio:
“También a ti - ha escrito-, oh segundo Menandro, también a ti se te colocará
en el primer puesto; y bien merecido lo tienes, por haber cuidado tanto de la
pureza de la lengua. ¡Ah! Si en tus escritos la fuerza se hubiese unido a la
suavidad, tu superioridad cómica nada tendría que envidiar a Grecia, y no
sufrirías los desdenes a que te expone este defecto. El vigor es la única
cualidad que echo de menos en ti, ¡y con qué amargura, oh Terencio!”
“Los dos hermanos” es la última de las seis
comedias de Terencio, escrita y representada en 160 a. de C. Dos parejas de
hermanos, una de viejos, Mición y Demea, y una de jóvenes, Esquino y Ctesifón,
ofrecen ejemplos de lo que pueden influir en el ánimo del hombre el
temperamento personal y la educación social. De los dos hijos de Demea, Mición
ha adoptado a su sobrino Esquino y le ha educado con la más generosa
liberalidad, “a la moderna”, mientras Ctesifón, que ha permanecido con su padre
en el campo, ha sido educado en la antigua. El contraste entre ambos formas de
educación se produce desde el principio porque la comedia comienza con un
escándalo promovido por Esquino, que ha entrado en casa del alcahuete Sanión,
raptando a la bella Baquis. Este es, pues, el resultado de la educación “a la
moderna” dada por Mición a su hijo adoptivo. Pero este rapto no es más que una
muestra del amor fraternal de Esquino por Ctesifón. Este es el enamorado de
Baquis y no Esquino que, por el contrario, alimenta un amor sincero por una
muchacha libre, con quien querría casarse aunque ella no tiene dote: Pánfila.
Ésta, que está esperando ser madre y vive solo por el amor de Esquino, recibe
la noticia del rapto de Baquis con indecible dolor. Todos sus sueños de
matrimonio, al que Mición no se opondría después del nacimiento del niño, se
desvanecen para la pobre Pánfila que no sabe de quién es amante Baquis. Un
amigo de la familia, Egión, se interesa por la situación lastimosa de la joven,
y está decidido a recurrir a la ley para hacer valer los derechos de la
muchacha encinta. Egión es amigo de Demea, y éste, al saber la nueva bribonada
busca de Mición para decidir de común acuerdo lo que debe hacerse. Pero todo se
aclara: Mición se ha enterado del verdadero objeto del rapto y por ello da su
consentimiento a que Esquino se case con Pánfila. Mucho más difícil será
aclarar a los ojos de Demea el escándalo de Ctesifón enamorado de Baquis. El
anciano ha creído siempre que ese muchacho, crecido en el campo y ajeno a los
halagos y corrupción de la ciudad, era un muchacho ejemplar; pero todo se
revela cuando al entrar de pronto en su casa, encuentra a su hijo en dulce
coloquio y magnifico banquete con su amante. Es el derrumbamiento de todo su
sistema educativo, y la victoria del método liberal y moderno, que ha seguido su
hermano. Para no ser menos que él, en lugar de reprender y castigar a sus
hijos, se convence de repente de la bondad de las ideas educativas de su
hermano: facilita el casamiento de Pánfila con Esquino, obtiene la libertad de
los esclavos que han tomado parte en la intriga. Concede a Ctesifón que compre
a Baquis y se la lleve a casa como concubina. El modelo de esta obra es de
Menandro, pero el arreglo de la obra original debe haber sido muy libre, hasta
el punto de que se hallan incongruentes y discontinuidades que en el original
no debían de existir. Es significativo que, en esta su última comedia, Terencio
haya llevado a su punto culminante lo que había sido siempre tema fundamental
de su teatro; las relaciones entre los hijos y los padres, que se resuelve en
el conflicto entre las exigencias de una generación nueva y la experiencia de la antigua. Aquí la
tesis se hace a veces explicita y el dialogo se aproxima entonces a la forma de
conversación filosófica tan grata a la antigüedad, desde Platón a Cicerón. Por
esto la estructura de la comedia está realizada con particular cuidado del
equilibrio entre los diversos elementos; y los motivos bufonescos, más
numerosos que en otras comedias de Terencio, parecen querer reanimar la
lentitud de algunas escenas. Pero aun presentado en forma de tesis, el problema
no interesa al autor tanto por el mismo como por los aspectos dramáticos que
derivan de él; a Terencio no le preocupa establecer cuál puede ser el mejor de
los dos diversos métodos de educación, ni si corresponden a la juventud o a la
madurez los derechos de dirigir una vida. En la rápida conversión de Demea a
los nuevos sistemas, hay la misma ironía que sonríe ante la perplejidad de
Mición cuando cree que su extremada liberalidad ha impulsado a su hijo a sus
excesos: en realidad, entre jóvenes y viejos no hay comprensión posible; y los
sistemas educativos cualesquiera que sean, no consiguen nunca tener sujeta la
generación que cree a la que se extingue. El contraste entre la preocupación de
Demea y Mición con la instintiva independencia, de los dos jóvenes, es el
verdadero motivo que anima la comedia. En fin de cuentas los dos viejos
hermanos quedaron igualmente alejados y excluidos de la felicidad que han
concedido y se sentirán igualmente solos.
Terencio es un poeta de salón que quiso
aristocratizar la comedia latina, escribió René Pichón.
Nacido en Cartago, Publio Terencio Afer fue
conducido a Roma como esclavo; pero el senador Terencio Lucano, asombrado de su
talento y sensibilidad, le dio una esmerada educación y lo puso en libertad.
Como sus predecesores, Cecilio y Plauto, imitó la
comedia nueva griega; pero, educado, a diferencia de éstos, en un ambiente
aristocrático, dejó de lado las intrigas tradicionales y los personajes característicos
para dedicarse al estudio de caracteres. Con él la comedia ganó en sutileza y
verosimilitud, pero perdió lirismo y vigor.
Hay en Terencio un propósito deliberado de
transformar la comedia latina; según sus propias palabras, no quiere mostrar,
como otros dramaturgos, “esclavos que corren, viejos cascarrabias, parásitos
glotones, calumniadores impúdicos, ávidos mercaderes de esclavos”, sino crear
una comedia burguesa, sentimental y sicológica. En los prólogos de sus obras
expone y defiende sus teorías.
Sólo se conservan seis piezas de Terencio; en casi
todas ellas se pone en evidencia la técnica teatral latina llamada
“Contaminatio” (contaminación), que consistía en fundir dos obras griegas para
crear una nueva obra. No debe extrañar esto, pues la literatura latina fue, durante
mucho tiempo, adaptación o traducción de la literatura griega.
Terencio no fue un escritor popular; demasiado
sutil para el pueblo y no suficientemente fino para el público especializado,
luchó entre dos fuerzas antagónicas sin triunfar. A pesar de ello, sus
personajes- retratos, no caricaturas como las de Plauto - inundaron con su
placidez la literatura latina: “Soy hombre y nada de lo humano me es extraño”.