ÍNDICE
·
EL ASNO DE ORO (Lucio Apuleyo)
·
SANTOS VEGA (Hilario Ascasubi)
·
VIDAS PARALELAS (Plutarco)
·
GARABOMBO EL INVISIBLE (Manuel Scorza)
EL ASNO DE ORO
Lucio Apuleyo nació en Madaura (África) el año 114 después de
Jesucristo. Estudió filosofía en Atenasy jurisprudencia en Roma, cultivando
también su afición a las matemáticas. Viajero incansable, a lo largo de su vida
tuvo ocasión de iniciarse en los misterios de las sectas ortodoxas y religiosas
asiáticas, por entonces pujantes en Egipto, Grecia y Siria. Casi arruinado,
repuso su fortuna mediante el casamiento efectuado con la viuda Emilia
Prudencia, natural de Ela (Trípoli), pero muerta ésta fue acusado por sus
padres de practicar las artes mágicas, por lo cual fue procesado en Roma el año
158 de nuestra era. Con el fin de justificar esta acusación escribió su “Apología u Oratio de Magia”. Absuelto
de esta acusación y rehabilitado, se estableció en la ciudad de Cartago (actual
Túnez), donde ejerció la retórica, ya que era notable orador. Murió el 184
d.J.C.
Entre sus obras destacan, aparte de “La
metamorfosis o El asno de oro”, que comentaremos adelante, una “Florida” o colección de trozos
oratorios; la obra filosófica titulada “De
Deo Socratis”, una traducción al latín de la “Aritmética” del matemático helenístico Nicómaco y un “Tratado de Cálculo”, destinado a la
enseñanza de esta disciplina a las personas que no supiesen manejarlo. Otras
muchas obras de Apueyo se han perdido, como, por ejemplo: “De música”, “De Republica”, “De Proverbiis Naturales quaestiones”,
y una traducción de la obra filosófica de Platón titulada “Fedón”. Su pensamiento filosófico puede adscribirse a la escuela
neoplatónica.
Su novela “La metamorfosis o el
Asno de oro” consta de once libros escritos a la manera del género de las
llamadas “Fabulas milesias” de los
griegos y también con influencias de la “sátira menípea”, géneros desarrollados
en la época helenística (s. IV a.J.C.). Su asunto no es original, sino
inspirado en otra obra de igual trama escrita por Luciano de Patras medio siglo
antes, aunque sea un relato autobiográfico del mismo Apuleyo. El aspecto formal
de la novela es una sátira de costumbres y de tipos de la vida, de los
habitantes, en definitiva, de la sociedad integrante del Imperio romano del
siglo II de nuestra era. La novela, en su vertiente biográfica, cuenta las
andanzas de Apuleyo por las ciudades y provincias senatoriales de la península
helénica (Grecia), trazando para el lector hasta el propio aspecto físico del
autor, descrito por boca de su tía Birrena, quien nos dice que Apuleyo era “de buena estatura, ni flaco ni gordo, la
color templada, los cabellos rojos, como ella, los ojos verdes y claros, que
resplandecen en el mirar como ojos de águila; a cualquier parte que lo miréis
es hermoso y tiene decencia, así en el andar como en todo lo otro”. Por
otra parte, la novela nos adentra en la época del emperador Trajano, de origen
hispano, en cuyo mandato el Imperio adquiere su mayor extensión territorial; en
la posterior, de los llamados “emperadores
adoptivos”- modalidad de sucesión en el gobierno del Imperio referida a la
elección de los más aptos, que comienza el año 96 hasta 192 d.J.C. Después
vendrá el periodo denominado de la “diarquia”,
adoptada por el emperador Marco Aurelio (161.180). Posteriormente, su hijo
Conmodo (180-192), adepto al principio de gobierno de dos, volverá a implantar
el principio dinástico o sucesión por vía hereditaria, período que termina con
su asesinato, ocasionando la llamada “anarquía
militar” (193-197), época en la que el Imperio romano es gobernado por
cuatro emperadores. El triunfo del Septimio Severo (193-211) termina con la
anarquía e inaugura la dinastía que llevará su mismo nombre (Severa), período
comenzado en 193 d.J.C. y concluido el año 235- y en la crisis de su tiempo, tanto
en el aspecto social como en el económico, cultural y religioso. Para la mejor
comprensión del lector, dividiremos en epígrafes los aspectos señalados, que ayudaran
a entender y comprender esta novela de Apuleyo en su doble vertiente de sátira
de su época y expresión de los diversos problemas de su tiempo.
El eje de la influencia se desplaza de la península itálica a las
provincias senatoriales romanas, situación que la novela de Apuleyo refleja
perfectamente, referido en su caso concreto geográfico al área económica de
Grecia y el Asia Menor, que alcanza hasta Egipto.
Esto trajo como consecuencia inmediata el descenso de los precios de la
tierra en la península itálica y el abandono de las tierras cultivables debido
a la competencia de estas “provincias senatoriales”
en todos los mercados. En el siglo II aumenta la población de las ciudades y la
emigración de los campesinos a éstas como expresión de la agudización de los
problemas agrarios; las quintas latifundistas, de las que son propietarios los
romanos ricos, quedan constituidas en unidades de producción autárquica y el
campesino se ve sujeto a la gleba o servidumbre si quiere subsistir,
ocasionando más tarde, en el siglo III, la definitiva ruralización del Imperio
y el trasvase de toda actividad de la ciudad al campo (Bajo Imperio). Pero, por
entonces, cuando Apuleyo escribe su novela dándonos una idea de las ciudades de
Grecia y Asia Menor, éstas están en una situación pujante. El mismo nos
describe la ciudad de Hipata, “que es en
medio de Tesalia, a donde por todo el mundo es fama que hay muchos
encantamientos de arte mágica”. Arte mágica que necesitaba a personas que
tuvieran bien cubiertas sus necesidades, pues solía emplearse ésta en las artes
amatorias o eróticas. En otro pasaje de su libro nos cuenta por boca de su tía
Birrena, rica ciudadana, lo que aquélla pensaba de su ciudad, urbe de una de
las provincias senatoriales, Tesalia, la cual le dice a Apuleyo que “a cuanto
yo puedo saber, en templos y baños y otros edificios precedemos a todas las otras
ciudades. Además de esto, somos ricos de alhajas de casa. Aquí hay mucha
libertad y seguridad, hay grandes negociaciones y mercaderías, cuando vienen
mercaderes romanos; tanta seguridad y reposo para los extranjeros como tendrían
en su casa. Basta decir que somos el retiro y reposo de placeres para todos los
de otras provincias que aquí vienen”. En otro de los libros que componen “La metamorfosis o El asno de oro”
cuenta que Demócratas, rico ciudadano y tirano de la ciudad de Plateas, en
Tebas (Grecia), tenía “jugadores de
esgrima…, cazadores muy ligeros para correr, en otra parte había hombres
condenados a muerte, que los engordaba para que los comiesen las bestias
bravas”. Poseía también gladiadores, por lo general hombres condenados a
muerte, y criados de todo tipo, que le ayudaban en la preparación de las
fiestas públicas que solía dar para regocijo de todo el pueblo. La provincialización
del Imperio queda plasmada en el ámbito literario y artístico, ya que de casi
todos los prosistas ciudadanos del Imperio, que escribieron en latín, su lengua
materna solía ser otra, a más de proceder de las provincias, como es el caso de
Apuleyo o los escritores y satíricos hispanos. El ejército romano destacado en
los “limes” (fronteras) del Imperio,
ejercito en su mayoría de origen provincial, comienza a intervenir
decisivamente en la crisis de sucesión imperial, ya que entre 166 y 180 d.J.C.
se produce la primera alarma de irrupción de los llamados “pueblos barbaros” o germanos, presionados por sus hermanos étnicos
(germanos orientales). Por estos años tiene lugar la guerra contra los partos,
que desguarnece más las fronteras imperiales. Es la crisis política y de desmembración
territorial del Imperio, paliada con la llegada de la dinastía Severa; pero
sólo contenida, porque a partir de ahora el Imperio romano camina hacia su
extinción. El campesinado, sobre todas las clases sociales, sufre las
consecuencias de la aparición de las “quintas
latifundistas”, rebelándose contra los ricos mediante la adopción de una
modalidad de lucha arcaica y de rebelión primitiva: el bandolerismo. Como
veremos a lo largo de la narración de Apuleyo, los bandidos de este tipo antes
descritos, aparecerán más de una vez, diciéndonos el propio autor que la
inseguridad en los caminos y vías de comunicación era frecuente en su tiempo.
Cabría decir mejor anarquía religiosa, pues desde que los romanos habían
tomado contacto con el Próximo Oriente y Grecia las religiones de aquellos
países que estaban bajo su mandato o dominio habían echado raíces en las
concepciones religiosas del Imperio, en particular en la cabeza y corazón de
éste, Roma, la “civitas” (metrópoli)
por excelencia, y así “el espíritu
científico, el racionalismo de algunas filosofías, el formalismo de los
paganismos oficiales no han podido resistir las corrientes de religiosidad y
misticismo” (Roger Remoudon). La lucha social de la plebe oprimida adopta
ritos mistéricos de religiones orientales o se adhiere a concepciones
religiosas que predican la igualdad entre todos los hombres, pues “la tendencia religiosa más importante de la
época asciende desde el bajo pueblo a las clases superiores” (Arnold Hauser). El propio Apuleyo nos
cuenta su entrada en la religión de Isis y Osiris, religión mistérica y de
culto secreto, espiritualista (abstinencia y castidad eran dos de las reglas
principales). Pero si bien todos los habitantes del Imperio eran devotos o adscritos
a alguna religión, no existe una unidad religiosa, aunque la gran mayoría de
las gentes del Imperio admitían a todos los dioses, de todas las
nacionalidades, excepto cristianos y judíos. Pero el Dios de los judíos se
convierte en nacional, mientras que el de los cristianos se declara universal;
de ahí la colisión que el cristianismo tendrá con las creencias del Imperio,
con la religión oficial del Estado, convirtiéndose en un objeto de
persecuciones como las de Esmirna, Antioquia y Alejandría durante todo el siglo
II d.J.C. Comienza a sentirse, en el malestar social de las gentes, el efecto
causado por las doctrinas igualitarias, de origen oriental o del neoestoicismo,
parte de cuyas doctrinas serían empleadas como arma política de sustentación
popular del régimen en la política de los emperadores de la dinastía Severa.
Nace el sincretismo religioso. La mentalidad del mundo greco-latino, cuya
expresión ultima es el sistema filosófico neoplatónico, contenida en la
doctrina de uno de sus más eximios representantes. Plotino, que “ve en lo bello un rasgo esencial de lo
divino” (A. Hauser), se
convierte ahora en una grosera religiosidad doméstica y ritualista,
esterilizada, que hace clamar a Apuleyo que “ya
no hay entre las gentes placer ninguno, ni gracia, ni hermosura; pero todas las
cosas están rusticas, groseras y sin atavío; ya ninguno se casa ni nadie tiene
amistad con mujer ni amor de hijos, sino todo lo contrario, sucio y feo y para
todos enojoso”. Por esta razón se intercala en el relato un cuento, el más famoso
de los que componen este libro de “La
metamorfosis o El asno de oro”, titulado cuento de Psiches y Cupido, que
posee un sentido propio para lo que Apuleyo pretende decir y criticar acerca de
la perdida de los valores; su traducción literal es: “Cuento del Alma y del Amor. De esta unión nacerá el Deleite”. “La
metamorfosis o El asno de oro” posee un interés especial como documento
vivo de las practicas mágicas y hechiceriles practicadas en el siglo II que
Apuleyo conocía a la perfección, pues, como anteriormente hemos escrito, él
mismo fue acusado de practicarlas. Incluiremos la descripción de tal aspecto en
este epígrafe, porque en la Antigüedad, y aún muchísimo después, la Magia era
inseparable de las prácticas religiosas. En el libro se escribe principalmente
sobre la “magia erótica”, aspecto de
la magia que estaba ligado preferentemente a los deseos de ambos sexos. Este
tipo de magia nos lo contará Apuleyo a través de Sócrates, amigo de un tal
Aristemenes, que relata una de las historias intercaladas en el relato
principal. Este habla de una mujer que él conocía, llamada Meroe, “muy astuta hechicera, que puede bajar los
cielos, hacer temblar la tierra, cuajar las aguas, deshacer los montes, invocar
diablos, conjurar muertos, resistir a los dioses, oscurecer las estrellas,
alumbrar los infiernos”, y también podía hacer “que dos enamorados… se amen muy fuertemente, no solamente de aquí, de
los naturales, pero aun de los de las Indias, etíopes y antípodas, es en
comparación de su saber, cosa muy liviana, etíopes y antípodas, es, en
comparación de su saber, cosa muy liviana y de poca importancia”. Además de
este aspecto mágico existía en la Antigüedad greco-latina la denominada por los
etnólogos “magia benéfica”, ejercida
por profesionales con determinadas divinidades y que el propio Estado mantenía.
Al lado de ésta se encontraba la “magia
negra”, que desde sus orígenes más remotos es “secreta, nocturna, antisocial y maléfica en esencia” (J. Caro Baroja); posee un escenario
propio para sus prácticas, la noche, y determinadas divinidades, como Selene,
Diana, Hécate, pertenecientes a lo que se ha llamado “ciclo catónico-lunar”, divinidades cargadas casi siempre de un
peculiar significado sexual: “son las
diosas vírgenes de un lado o los del amor misterioso de otro, no las grandes
diosas madres, para las cuales el amor es, ante todo, fecundidad”. “El mundo de
la magia maléfica… es el mundo del deseo, del deseo sin freno puede decirse” (J.
Caro Baroja). El mal agüero, el mal de ojo, el transformarse una persona en ave
por medio de un ungüento por las palmas de las manos, uñas y cabellos
(metamorfosis) era corriente como practica de hechicería. En la brujería, magia
y hechicería lo importante no es aquel que la realiza (el mago, brujo,
hechicero), sino aquel que cree ver sus efectos, a través de las formulas
rituales, como aquella que nos escribe Apuleyo: “Por los dioses de la tierra, por los elementos de Natura, por el
silencio de la noche, por el crecimiento del Nilo y por la munición y reparo
hecho por las golondrinas al crecimiento de este rio cerca del castillo de
Copto, y por los secretos de Menfis, y por la trompa de la diosa Isis”. De
suma importancia eran los instrumentos y los “medios” mediante los cuales el maleficio podía ser llevado a
efecto, instrumentos y medios que Apuleyo señala en su relato, refiriéndose a
la mujer de su amigo Milón, que practicaba la hechicería y tenía “especias odoríferas, láminas de cobre con
ciertos caracteres que no se pueden leer, clavos y tablas de navíos que se
perdieron en la mar y fueron llorados. Asimismo tenía allí delante de sí muchos
miembros y pedazos de cuerpos muertos a hierro, huesos de cabeza y quijadas sin
dientes de bestias fieras”. A continuación la hechicera pasa a realizar su
maleficio y “entonces abrió un corazón, y
vistas las venas y fibras cómo bullían, comenzó a rociarlo con diversos licores;
ora con agua de fuente, ora con leche de vacas, ora con miel silvestre”.
Como exponente de la práctica generalizada de la magia negra o maléfica y de
que la gente creía y esperaba en ella, a la vez que era temida, las leyes
griegas y romanas prohibían su práctica.
Como trama novelesca ya dijimos al comienzo que esta narración no era
original. La prosa de Apuleyo está cargada de helenismos, es reiterativo su
sentido narrativo y la sucesión de novelitas intercaladas en el relato
principal resulta a veces pesado para el propio lector, pues casi todas carecen
de originalidad, excepto el cuento de Psiche y Cupido. No obstante, el relato
resulta entretenido; pero la importancia para el lector moderno reside en la
descripción de la vida diaria y la mentalidad de las gentes y la del propio
autor. Apuleyo, como un relato que es de la sociedad provinciana del siglo II
d.J.C.
Veamos el resumen de la obra:
PRIMER LIBRO
Lucio Apuleyo, deseando saber arte mágica, se fue a la provincia de
Tesalia, donde estas artes se sabían; en el camino se juntó a dos caminantes y
andando en aquel camino se juntó a dos caminantes y andando en aquel camino
iban cantando ciertas cosas maravillosas e increíbles de un embaucador y de dos
brujas hechiceras que se llamaban Moreo y Panthia, y luego dice de cómo llegó a
la ciudad de Hipata y de su huésped Milón, y lo que la primera noche le aconteció
en su casa. Lee y verás cosas maravillosas.
SEGUNDO LIBRO
Mientras Lucio Apuleyo andaba muy curioso en la ciudad de Hipata,
mirando todos los lugares y cosas, conoció a su tía Birrena, que era una dueña
rica y honrada: y declara el edificio y estatuas de su casa, y cómo fue con
mucha diligencia avisado que se guardase de la mujer de Milón, porque era gran
hechicera; y cómo se enamoró de la moza de casa, con la cual tuvo sus amores; y
del gran aparato del convite de Birrena, donde aprende algunas fabulas
graciosas y de placer; y cómo guardó uno a un muerto, por lo cual le cortaron
las narices y orejas, y después cómo Apuleyo tornó de noche a su posada,
cansado de haber muerto, no a tres hombres, sino a tres odres.
TERCER LIBRO
Al día siguiente, la justicia, con sus ministros y hombres de pie,
vinieron a la posada de Apuleyo y como a un homicida lo llevaron preso ante los
jueces. Y cuenta de la mucha gente que se juntó a verlo. Y de cómo el promotor
le acusó como a hombre asesino y cómo él defendía su inocencia por argumentos
de grande orador; y cómo vino una vieja que parecía ser madre de aquellos
muertos, a los cuales, por mandato de los jueces, Apuleyo descubrió por que la
burla pareciese. Donde se levantó tan gran risa entre todos, que fue con esto
celebrada con gran placer la fiesta del dios de la risa. Fotis, su amiga, le
descubrió la causa de los odres. Añade luego cómo él vio a la mujer de Milón
untarse con ungüento mágico y transfigurarse en ave; de lo cual le tomó tan
gran deseo que por error de la bujeta del ungüento, por tomarse ave se
transfiguró en asno. En fin, dice el robo de la casa de Milón, de donde, hecho
asno, lo llevaron los ladrones, cargado, con las otras bestias, con las
riquezas de Milón.
CUARTO LIBRO
Apuleyo, convertido en asno, cuenta elocuentemente las fatigas y
trabajos que padeció en su larga peregrinación, andando en forma de asno y
reteniendo el sentido de hombre: entromete a su tiempo diversos casos de los
ladrones. Asimismo escribe de un ladrón que se metió en un cuero de osa para
ciertas fiestas que se habían de hacer, y también inserta una fábula de
Psiches, la cual está llena de doctrina y deleite.
QUINTO LIBRO
En este quinto libro sigue la historia de Psiches y los amores que con
ella tuvo el dios Cupido, y de cómo le vinieron a visitar sus hermanas; y de la
envidia que hubieron de ella, por cuya causa, creyendo Psiches lo que le
decían, hirió a su marido Cupido de una llaga, por la cual cayó de una cumbre de
su felicidad y fue puesta en tribulación. A la cual, Venus, como a enemiga,
persigue muy cruelmente, y finalmente, después de haber pasado muchas penas,
fue casada con su marido Cupido, y las bodas celebradas en el cielo.
SEXTO LIBRO
Después de haber buscado con mucha fatiga a Cupido y después de lo que
le avisó Ceres y del mal acogimiento que halló en Juno, Psiches, de su propia
voluntad, se ofreció a Venus; y luego escribe la subida de Venus al cielo, y
cómo pidió ayuda a los dioses; y con cuánta soberbia trataba a Psiches, mandándole
que apartase de un montón grande de todas las simientes cada linaje de granos
por su parte, y que le trajese el vellocino de oro; y del licor del lago
infernal le trajese un jarro lleno; asimismo le trajese una bujeta llena de la
hermosura de Proserpina; todas las cuales cosas hechas por ayuda de los dioses,
Psiches casó con su Cupido en el consejo de los dioses. Y sus bodas fueron
celebradas en el cielo, del cual matrimonio nació el Deleite.
SÉPTIMO LIBRO
La historia que Luciano escribió en un libro, Apuleyo la repitió en
muchos, constando largamente cada cosa por sí, porque no pareciese que era intérprete
de obra ajena, sino hacedor de historia nueva, y porque en la variedad de las
cosas, que suele ser muy agradable, prendiese, halagase y deleitase a los
lectores sin darles enojo. Así que ahora cuenta cómo de mañana uno de aquellos
ladrones vino de fuera y contaba a los otros en qué manera culpaban a Apuleyo y
le imputaban el robo y destrucción que se había hecho en la casa de Milón, y
que a ninguno de los ladrones culpaban de tan gran crimen, salvo sólo a
Apuleyo, que era capitán y autor de toda esta traición, porque nunca más había
aparecido: lo cual oyendo Apuleyo, que estaba hecho asno, gemía entre sí,
quejándose amargamente que era tenido por culpado no siéndolo, y por traidor
siendo bueno, y que no podía defender su causa. Entreteje algunas fabulas muy
graciosas y la maldad de un mozo que traía leña con él, y otros engaños de
mujeres.
OCTAVO LIBRO
En este libro se contiene la desdichada muerte del marido de Carites, y
de cómo ella sacó los ojos a su enamorado Trasilo; y cómo ella misma, de su
propia voluntad, se mató, y la mudanza que hicieron sus criados después de su
muerte; y cuenta muy lucidamente de ciertos echacuervos de la diosa Siria,
diciendo de sus vicios y suciedades y cómo se cortaban los miembros para ganar
dineros, y después cómo se descubrieron los engaños que traían.
NOVENO LIBRO
En este noveno libro cuenta la astucia del asno
cómo escapó de la muerte; de donde se siguió otro mayor peligro, que creyeron
que rabiaba, y con el agua que bebió vieron que estaba sano. Cuenta asimismo de
una mujer que engañaba a su marido, porque su enamorado, diciendo que quería
comprar un tonel viejo, burló al marido. Ítem el engaño de las suertes que
traían aquellos sacerdotes de la diosa Siria y cómo fueron tomados con el
hurto; y de cómo fue vendido a un tahonero, donde cuenta la maldad de su mujer
y de otras; y después fue vendido a un hortelano; y de la desdicha que vino a
toda la gente de casa; y cómo un caballero lo tomó al hortelano, y el hortelano
lo tomó por fuerza al caballero y se escondió con el asno, donde después fue
hallado.
“-Veis aquí el fiel compañero de mi marido; éste es
aquel noble cazador; éste es el marido mucho amado; esta mano es aquella
diestra que derramó mi sangre; éste es el pecho que pensó y compuso aquellos
engañosos rodeos y palabras para mi destrucción y pérdida; estos son los ojos a
quien yo en mal hora agradé, los cuales, en alguna manera sospechando las
tinieblas perpetuas que les habían de venir, previnieron su pena; pues duerme
seguro y sueña bien a tu placer, que yo no te heriré con cuchillo ni con
espada; nunca plega a Dios que tal haga, porque no te iguale con mi marido en
semejante género de muerte. Pero siendo tú vivo morirán tus ojos y no verás
cosa alguno sino cuando durmieres; yo haré que tú sientas ser más
bienaventurada la muerte de tu enemigo que la vida que tú hubieres, porque,
cierto, tú, no verás lumbre y habrás menester quien te guie; a Carites no
tendrás ni gozaras de sus bodas, ni te alegrarás con el reposo de la muerte, ni
habrás placer con el deseo de la vida; pero andarás como una estatua, incierto,
andando entre el sol y el infierno, que ni sepas si te has de contar con los
vivos o con los muertos; y andarás mucho tiempo buscando la mano que quebró tus
ojos y no hallarás, la cual en la pena y turbación es muy miserable y llena de
toda angustia, que no sepas de quién te puedas quejar; además de esto, yo
sacrificaré y aplacaré la sepultura de Lepolemo con la sangre de tus ojos, y
asimismo haré sacrificio con estos tus ojos a su ánima santa. Más, ¿por qué soy
causa yo que por esta mi tardanza tú ganes alguna dilación de tu tormento y por
ventura tú ahora sueñas o piensas en mis pestíferos abracijos? Así que, dejadas
las tinieblas del sueño, vela y despierta a otra ceguedad de pena, alza y
levanta la cara vacía de lumbre, reconoce la venganza, entiende tu desdicha,
cuenta tus mancillas. De esta manera pluguieron tus ojos a la mujer casta y
limpia; de esta manera alumbraron las hachas de las bodas al tálamo de tu
casamiento. En esta manera tendrás las diosas del matrimonio por vengadoras y
tendrás la ceguedad por compañía y perpetuo estimulo de conciencia.
“En esta manera habiendo hablado y profetizado,
Carites sacó un alfiler de la cabeza e hirió con él los ojos de Trasilo, y
dejándolo así ciego del todo, en tanto que con el dolor no sentido desechaba la
embriaguez de aquel sueño, ella arrebató la espada desnuda que su marido Lepolemo
se solía ceñir y echó a correr furiosamente por medio de la ciudad, que por
cierto yo no sabía qué mal era que quería hacer, y así se fue corriendo lasta
la sepultura de su marido. Nosotros y todo el pueblo, sin quedar nadie en casa,
seguimos tras ella, apercibiendo unos a otros que le quitásemos la espada de
sus furiosas manos; pero Carites se sentó cerca de la sepultura de Lepolemo, y
echando a unos y a otros con la espada en la mano, después que vio los llantos
y lloros de los que allí están, dijo:
“-Apartad, señores, de vosotros estas lagrimas
importunas; apartad el llanto, que es ajeno a mis virtudes, porque yo me vengué
del cruel matador de mi marido, yo he punido y castigado al ladrón y malvado
robador de mis bodas; ya es tiempo que con esta espada busque el camino para
irme a donde estaba mi Lepolemo.
“Y después que hubo contado por orden todas las
cosas que su marido le reveló en el sueño, asimismo en qué manera y con cuánta
astucia había engañado a Trasilo, se dio con la espada por debajo del pecho
derecho, y así cayó muerta y revuelta en su propia sangre; finalmente, no
pudiendo hablar claro, se le salió el ánima. Entonces los criados de la
mezquina Carites corrieron presto, y con mucha diligencia lavado el cuerpo, en
aquella misma sepultura la enterraron, dando perpetua compañera a su marido.
Trasilo, vistas todas estas cosas que por él habían pasado, no pudiendo hallar
género de muerte que satisficiese a su presente tribulación y teniéndose por
muy cierto que ninguna espada ni cuchillo podía bastar a la gran traición por
él cometida, si hizo llevar al sepulcro de Lepolemo, y estando allí, dijo así:
“-¡Oh, ánimas enemigas, veis aquí dónde viene la
víctima y sacrificio de su propia voluntad para vuestra venganza!
“Y diciendo esto, se lanzó en el sepulcro, y
cerradas las puertas de la tumba, deliberó por hombre sacar de sí el ánima,
condenada por su sentencia.”
(“El asno de oro”, Lucio Apuleyo; Club Internacional del libro,
Madrid-1998. Págs.: 161-162)
DÉCIMO LIBRO
En este décimo libro se contiene la ida del
caballero con el asno a la ciudad, y la hazaña grande que una mujer hizo por
amores de su hijastro y cómo el asno fue vendido a dos hermanos, de los cuales
uno era pastelero y otro cocinero; y luego cuenta la contención y discordia que
hubo entre los dos hermanos por los manjares que el asno hurtaba y comía. Y de
la buena vida que tuvo a todo su placer con un señor que lo compró, y de cómo
se echó con una dueña que se enamoró de él, y de cómo fue otra mujer condenada
a las bestias, y una fábula del juicio de París; en fin, cómo el asno huyó del
teatro donde se hacían aquellos juegos.
UNDÉCIMO LIBRO
Este último libro excede a todos los otros, en él
se dice algunas cosas simplemente, y muchas de historia verdadera, y otras
muchas sacadas de los secretos de la filosofía y la religión de Egipto. En el
principio explica con gran elocuencia una oración no de asno, más de teólogo,
que hizo a la Luna, y luego la respuesta y benévola instrucción de la Luna a
Lucio Apuleyo; la copiosa y muy discreta descripción de la pompa sacerdotal; la
reformación de asno en hombre, comidas las rosas; la entrada que hizo en la religión
de Isis y Osiris; la abstinencia de su castidad. Otra oración muy devota a la
Luna, y, tras de esto, la feliz tornada hacia Roma, donde, ordenando en las
cosas sagradas de allí, fue puesto en el colegio de los principales sacerdotes.
SANTOS VEGA
Novela en verso del argentino Hilario Ascasubi
(1807-1875) publicada por vez primera en París en 1872. En Montevideo. Ascasubi
comenzó a publicar un poema que tituló “Los mellizos o Rasgos dramáticos de la
vida del gaucho en las campañas y praderas de la República Argentina”, que dejó
inconcluso (1850); más de veinte años transcurrieron antes que volviera sobre
él; en París, donde vivía por entonces, se entregó apresuradamente a concluir
su viejo proyecto y en unos ocho meses completó su larguísimo poema, de más de
doce mil versos. Sinteticemos la vida del escritor.
Nació Hilario Ascasubi, el autor de Santos de Vega, como si hubiera
presentido su destino, en el marco que dio a tantas de sus composiciones; a
campo raso, bajo una carreta que hacia la travesía de Córdoba a Buenos Aires,
en el año 1807. Este primer episodio de su vida, que pareciera haber marcado su
destino literario, también fue como una
preanunciación de su ambular constante. En 1819 partió enganchado a
bordo de un buque argentino con rumbo a la Guayana francesa. De allí pasó a
Estados Unidos, y no volvió a la patria hasta 1822, para ir a radicarse a
Salta, donde fundó con la primera prensa argentina la Revista de Salta, y publicó su primera producción de poeta
autodidacto. Más tarde fue a Bolivia; volvió a Buenos Aires, y se hizo militar,
figurando en la batalla de Ituzaingó, así como en todas las guerras de la Banda
Oriental. Cayó prisionero de Rosas en 1837, pero de este cautiverio se evade
dos años después, yendo a parar a Montevideo. Se hace panadero, gana mucho y
contribuye a la guerra contra Rosas con grandes sumas. Traba amistad con la
flor y la nata de los proscriptos. Con innumerables seudónimos, empieza en
Montevideo su tarea de payador político, volviendo a la poesía que había
olvidado desde los tiempos de la Revista
de Salta, en que compuso su “Canto a la victoria de Ayacucho”. Durante su
permanencia en la ciudad uruguaya hace cantar a sus gauchos contra Rosas y
reúne sus composiciones bajo el seudónimo de Paulino Lucero, como después
publicó las “versadas” que escribiera en Buenos Aires contra Urquiza con el
seudónimo de Aniceto el Gallo. Estuvo con Mitre, en Cepeda, alcanzando hasta el
grado de coronel, y, cuando terminó esa campaña trasladóse a Francia con una
misión del Gobierno, y se quedó a vivir en París hasta 1869, fecha en que hizo
un viaje a Buenos Aires para retornar a la capital francesa, donde publicó en
1872 sus obras completas: Paulino Lucero, Aniceto el Gallo y Santos Vega. Murió
en 1875. En las dos primeras de las obras citadas se reúne la abundante
cantidad de redondillas, décimas, romances y composiciones de corte popular en
que, con vena feliz, él, que se había llamado a sí mismo “gauchi -poeta
argentino”, hizo una poesía de campamento, atacando crudamente a sus enemigos
políticos.
Su producción es más constructiva en Santos Vega o Los mellizos de La Flor, obra en la que, dando carta de ciudadanía
poética al mito de Santos Vega recogido por Mitre, pone en boca del payador la
relación de la vida de los protagonistas, lo que le sirve para pintar con vivos
colores y agudeza de observación el campo argentino y la existencia de sus
pobladores a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Este poema constituye
un venero abundante de materiales poéticos, expresados en versos floridos y
sencillos.
La acción, sencillísima, se remonta a los últimos
años de la Colonia, y se desarrolla en un ambiente campesino, idealizado, en el
que Santos Vega, el legendario Payador, vencido por el diablo, andaba errante
por el campo, y se nos presenta, más que como protagonista de una tradición
gauchesca, como relator del poema.
Las figuras centrales de la trama son los dos
mellizos Luis y Jacinto, raptados por los indios, y cuyas vidas transcurren por
muy distintos cauces, pues si la de Jacinto es ejemplar en su marcha hacia el
bien, la de Luis viene a ser una autentica encarnación del mal.
Lo esencial en esta obra es la permanente nota
costumbrista, conseguida casi siempre con un ingenio y profundo sentimiento del
natural, que no excluye, ni mucho menos, un hondo sentido poético. Los ataques
de los indios, el baile, la cabalgada, la amanecida, son escenas descritas con gran
animación y verismo.
Ascasubi, con los seudónimos de Paulino Lucero y
Aniceto, el Gallo, cuyos nombres figuran más tarde como títulos de periódicos y
libros, escribió multitud de sátiras y ataques a la tiranía de Rosas, en quien
personificaba el odio a la libertad y la brutal imposición de la servidumbre,
Santos Vega queda consagrado en la obra de Ascasubi como el prototipo del
gaucho.
“La
Indiada, El Malón”
Siempre
al ponerse en camino
a dar
un malón la indiada
se
junta a la madrugada
al
redor de su adivino,
quien
el más feliz destino
a
todos los asigura,
y las
anima y apura
a que
marchen persuadidos
y harán la buena ventura.
Pero
al invadir la indiada
se
siente, porque, a la fija,
del
campo la sabandija
juye
delante asustada,
y
envueltos en la manguiada
vienen
perros cimarrones,
zorros,
avestruces, liones,
gamas,
liebres y venaos,
y
cruzan atribulaos,
por entre las poblaciones.
Entonces
los ovejeros
coliando
bravos torean,
y
también revolotean
gritando
los teruteros,
pero,
eso sí, los primeros
que
anuncian la novedá
con
toda seguridá,
cuando
los indios avanzan,
son
los chajases que lanzan
volando: “¡chajá! ¡chajá!”
Y
atrás de esas madrigueras
que los salvajes espantan,
campo ajuera
se levantan,
como
nubes, polvaderas
preñadas
todas enteras
de
pampas desmelenaos,
que al
trote largo apuraos,
sobre
sus potros tendidos,
cargan
pegando alaridos
y en media luna formaos.
Desnudos
de cuerpo entero
traen
sólo encima del lomo
prendidos,
o no sé cómo,
sus
guillapices de cuero
y unas
tiras de plumero
por
las canillas y brazos;
de ahí
grandes cascabelazos
del
caballo en las testera;
y se
pintan de manera
que horrorizan de fierazos.
Y como
ecos del infierno
suenan
roncas y confusas,
entre un enjambre de chuzas,
rudas
trompetas de cuerno;
y
luego atrás, en lo externo,
del
arco que hace la indiada,
viene
la mancarronada
cargando
la toldería,
y
también la chinería
y hasta de a tres ennancada.
Ansí
es que cuando pelean
con
los cristianos que acaso
en el
primer cañonazo
tres o
cuatro indios voltean,
en cuanto
remolinean
juyen
como exhalaciones;
y, al
ruido de los latones,
las
chinas al disparar
empiezan
luego a tirar
al suelo pichigotones.
Pero,
cuando vencedores
salen
ellos de la empresa,
los
pueblos hechos pavesa
dejan
entre otros horrores;
y no
entienden de clamores,
porque
ciegos atropellan,
y así forzan
y degüellan
niños,
ancianos, y mozos;
pues
como tigres rabiosos
en ferocidá descuellan.
De
ahí, borrachos, en contiendas
entran
los más mocetones,
para
las reparticiones
de las
cautivas y prendas;
y por
fin con las haciendas
de
todo el pago se arrean;
y
cuando rasas humean
las
casas de los cristianos,
los
indios pampas ufanos
para el disierto trotean…
(“Santos
Vega”, Hilario Ascasubi, en “Literatura Americana y
Argentina”; Editorial Kapelus,
Buenos Aires 1940; págs.: 406-407).
VIDAS PARALELAS
Son las Vidas paralelas cincuenta biografías de
varones ilustres de la antigüedad, que el autor ofrece pareadas- salvo las
cuatro últimas-, estableciendo casi siempre una comparación entre los dos
personajes biografiados- uno griego y otro latino-. Como esas comparaciones
faltan algunas veces, otras son brevísimas, y nunca añaden nada nuevo a los
datos consignados en las biografías, he prescindido de ellas en el extracto
para reducir algo su extensión. Es triste observar que para un filósofo y
moralista como lo fue Plutarco, los varones más ilustres y dignos de pasar a la
Historia no fueron generalmente los sabios ni los bienhechores de la humanidad,
sino los caudillos que con sus luchas y ambiciones causaron mayores daños e
hicieron derramar más sangre.
Desde el años 1517, en
que se imprimió en Florencia por vez primera la traducción de esta famosa obra,
se multiplicaron las ediciones hasta alcanzar cifras superadas por muy pocos
libros, pues durante los siglos XVI, XVII y parte del XVIII puede decirse que
las Vidas paralelas fueron de
obligada lectura, no solo para los amantes de las letras, sino para los muchos
individuos que se deleitaban con los relatos de hazañas y empresas guerreras;
lo cual hizo que el libro de Plutarco se disputase el favor de los lectores con
las obras de mística y asuntos religiosos y con los absurdos libros de
caballerías. Actualmente, sin embargo, aunque tengan un rotundo éxito de venta
cuantas ediciones de las Vidas se
hagan - puesto que venderse, se siguen vendiendo -, serán contadísimas las
personas que se animen a emprender su lectura, y menos aun las que, después de
emprenderla, tengan paciencia y brío para soportarla y darle cima. Pues lo
cierto es que, para aquellos que no estén interesados especialmente en estudios
históricos, la obra de Plutarco - a la cual han acudido en busca de materiales
los historiadores de todas las épocas y no pocos dramaturgos, como el propio
Shakespeare - resulta hoy terriblemente abrumadora. Para mí, al menos, lo ha
sido muchísimo, no solo por su pesadez intrínseca y por el enrevesado estilo de
su traductor, sino por el predominio de los relatos de ambiciosas intrigas y de
combates que llenan sus páginas y que no pueden ser gratos a un pacífico hombre
de estudio. Porque desgraciadamente, las curiosas noticias relativas a
costumbres y supersticiones de los tiempos y lugares en que actuaron los
biografiados constituyen una mínima parte del conjunto de la obra.
El extracto que sigue a
continuación, aunque bastante extenso, resulta una brizna levísima de pluma en
comparación con el pesadísimo original. Es decir, que no puede juzgarse de este
por aquel, ya que mis modestas y pacienzudas notas quizá estén dotadas de
cierta amenidad a ratos, por su claridad y concisión, aunque me haya sido
forzoso reducir en ellas la parte anecdótica y más agradable del texto de
Plutarco para dar lugar preferente a los hechos más notables de la vida pública
de los personajes biografiados.
Y, para terminar,
considero útil advertir a mis lectores que pueden confiar en que absolutamente
todos los datos que consigno están sacados de un modo directo y fiel del
original, según es mi costumbre invariable; y, por consiguiente si se encuentra
alguna discrepancia- que las hay, aunque pocas- entre dichos datos y los que
aparecen en las obras de algunos historiadores o en determinadas enciclopedias,
ignoro quien tendrá de su parte la razón; pero sé que lo que yo escribo es
copia exacta, aunque abreviado, de lo que escribió Plutarco o, al menos de lo
que consta en la traducción del señor Sanz Romanillos. Lo único ajeno al autor
y al traductor son las fechas que pongo entre paréntesis junto al nombre de
cada biografiado. Hechas estas advertencias, paso a reseñar la famosa obra.
Teseo y Rómulo
A) Teseo. Con la escasa amenidad inherente a un relato prolijo en el que se
mezclan lo fabuloso, lo mitológico y lo histórico, cuenta Plutarco cómo Egeo,
cuya ascendencia se remota a Erecteo, primer rey de Atenas, se ayuntó con Etra,
hija de Piteo, por consejo de la Pitia que pronunciaba los oráculos de Apolo; y
de ese ayuntamiento nació Teseo. Egeo, que había partido para Atenas, dejó a
Etra el secreto del escondite donde había guardado unos coturnos y una espada
que habrían de pertenecer a su descendiente, si era varón y tenía fuerzas para
remover la piedra que ocultaba el deposito, como así sucedió cuando Teseo
alcanzó edad para ello. Entonces Etra, cumpliendo el mandato de Egeo, reveló a
su hijo el secreto de su nacimiento y le encaminó a Atenas en busca de su
padre.
Teseo hizo el viaje por
tierra, venciendo diversos peligros. En el Epidauro mató a Perifetes, que le
quiso estorbar en su camino; en el istmo de Corinto dio muerte a Sinis
Pitnocampte y se ayuntó con Periguna, hija de este, haciéndola madre de
Melanipo; mató a la cerda de Cromión o Cromyona, llamada la Faia; en los
confines de Megara quitó la vida a Escirón; en Eleusis, a Cercyon; y, al fin,
llegó a la ciudad, donde fue reconocido por su padre, que antes le había
querido envenenar aconsejado por Medea.
Egeo declaró sucesor
suyo a Teseo, y este, después de triunfar de los celosos Palántidas, dio muerte
al toro Maratonio y luego, en Creta, al Minotauro, saliendo del Laberinto
ayudado por Ariadna, con la que regresó teniéndola que abandonar en Chipre con
motivo de una tempestad y muriendo ella poco después. Cuando llegó a la vista
del Ática, se olvidó de poner a su nave la vela blanca que había de anunciar el
feliz retorno, y, creyendo su padre que había perecido, se arrojó por un precipicio
y perdió la vida.
Reconocido Teseo como
sucesor de su padre, reunió en una sola ciudad a todos los habitantes del Ática
que Vivian diseminados, y dio el nombre de Atenas a esa gran ciudad. Estableció
la distinción entre patricios, labradores y artesanos y emprendió otras varias
reformas. Hizo un viaje al Ponto Euxino, y triunfó en la lucha con las
Amazonas. Se apoderó arteramente de Helena, todavía pequeña, lo cual dio lugar
a que los Tindáridas, unidos con los principales de Atenas, descontentos del
mando de Teseo, entablaran guerra con este, que pereció al caer por un
precipicio, empujado por Licomedes, según dijeron algunos. Sus restos fueron
hallados por intervención milagrosa después de la guerra médica y trasladados
por Cimón a Atenas, donde se les tributaron grandes hombres.
B) Rómulo. Luego de exponer las diversas opiniones acerca del dudoso origen del
nombre de Roma y del no menos dudoso del supuesto fundador de la ciudad,
Rómulo, y de su hermano Remo, cuenta Plutarco la leyenda que pasaba por mas
cierta, según la cual Rómulo y Remo descendían de los reyes de Alba-
descendientes, a su vez, de Eneas-, por parte de una hija de Amulio, hermano de
Numitor, la cual, no obstante haber sido consagrada a Vesta para que no tuviera
sucesión, concibió y dio a luz los dos gemelos, cuya accidentada y fabulosa
infancia relata el autor, sin admitir la leyenda del amamantamiento por la
loba.
Luego de intervenir Rómulo
y Remo en unas rencillas entre las gentes de Amulio y de Numitor, restablecido
el orden y muerto Amulio, marcharon de Alba y se decidieron a fundar una ciudad
en el territorio donde pasaron sus primeros días; con motivo de una discusión
acerca de la forma y emplazamiento de la futura Roma, perdió la vida Remo,
según algunos a manos del propio Rómulo, quedando este como único fundador y
jefe.
Ocúpase Plutarco de la
organización dada a la nueva ciudad (cuerpos militares, populus, patricios, senado) y de los progresos de la misma,
relatando el famoso rapto de las sabinas y sus consecuencias favorables y
adversas, entre estas últimas las luchas con los sabinos de distintas ciudades,
que culminaron con la traición de Tarpeya, hija de Tarpeya, y con la salida de
las antiguas raptadas a poner paz entre los combatientes, cancelado los
rencores y sustituyéndolos por una amistosa unión en lo futuro.
Después de dar noticias
del origen atribuido a diversas fiestas romanas (Matronales, Carmentales,
Lupercales…) y del paulatino engrandecimiento de este pueblo, refiere el autor
la guerra con los veyanos, última en que intervino Rómulo con fabuloso valor y éxito, y después de la
cual cayó en el engreimiento y en el fausto, hasta que se realizó su prodigiosa
desaparición, atribuida por unos al descontento del Senado por abusos de poder
que entrañaban menosprecio para ese organismo, y considerada como un rapto
milagroso de los dioses según la versión que se extendió hábilmente y acabó por
adquirir fuerza de cosa verdadera.
Licurgo y Numa
A) Licurgo. Comienza Plutarco por declarar que nada puede decirse acerca del
linaje, peregrinación, muerte y tiempo en que vivió y legisló Licurgo, dando
como más probable la opinión de que fue segundo hijo de Eumono, rey de Esparta,
y hermano de Polydectes, que sucedió a su padre.
Muerto Polydectes,
parecía Licurgo llamado a sucederle, y fue designado para reinar; mas poco
después supo que la viuda de su hermano había quedado encinta, y aunque ella se
brindó a provocarse el aborto y casarse con su cuñado para reinar juntos, él no
pasó por semejante trato, si bien fingió que lo aceptaba con la variante de que
la infame mujer debería dejar que la gravidez llegase a su término natural y
que él se encargaría de hacer desaparecer el fruto; pero al nacerle un sucesor
varón su hermano le colocó en el trono y quedó él como tutor.
Gobernaban entonces en
Esparta dos reyes al mismo tiempo, y Licurgo se hizo querer pronto por sus
virtudes y acertados mandatos; más la cuñada y sus parientes y adeptos
empezaron a propalar contra él la calumnia de que pensaba atentar contra la
vida del rey niño para ocupar su puesto. Al conocer tales rumores, decidió
evitar con su ausencia toda sospecha y partió, dirigiéndose en primer lugar a
Creta, donde estudió el moderado y austero régimen de gobierno que allí
imperaba; marchó luego al Asia para comparar, según dijeron, las costumbres
cretenses con las de los jonios, y, por último, afirman los egipcios que
también visitó su país, tomando nota de la separación que allí se hacía de la
clase de los guerreros, para adoptar futuras determinaciones que aplicó en su
patria. Los lacedemonios, sus conciudadanos, le echaban mucho de menos y le
pidieron que volviese a Esparta; antes de hacerlo pasó por Delfos para
consultar al oráculo, y la Pitia le llamó “caro a los dioses y dios más bien
que hombre”, anunciándole que su gobierno aventajaría a todos.
Entre las innovaciones
que Licurgo hizo como gobernante y legislador se señalan: la creación del
Senado, compuesto por veintiocho ancianos asesores de los reyes, a cuyo lado se
ponían para contrarrestar a la democracia y, viceversa, daban vigor al pueblo
para evitar la tiranía; dividió a los ciudadanos en secciones, de las cuales
llamó a unas tribus y a las otras
fratrias; estableció reglas para tomar acuerdos en las asambleas y para la
elección de senadores; ordenó el reparto de tierras, “porque siendo terrible la
desigualdad y diferencia, por la cual muchos pobres y necesitados sobrecargaban
la ciudad, y la riqueza se acumulaba en muy pocos, era preciso desterrar la
insolencia, la envidia, la corrupción, el regalo y, principalmente, los dos
mayores y más antiguos males: la riqueza y la pobreza”; con igual fin
estableció la vida uniforme, fijando a todos una renta máxima, bastante a
cubrir sus necesidades; anuló toda la moneda antigua de oro y plata,
sustituyéndola por la de hierro, con muy poco valor en mucho volumen,
desterrando con esto las artes de lujo e inútiles e impidiendo la compra de
efectos extranjeros, pero fomentando, en cambio, la producción de lechos,
sillas, jarros y demás cosas necesarias.
Claro es que tales
innovaciones le atrajeron el odio de los ricos, en especial cuando, queriendo
perseguir aún más el lujo y el ansia de riqueza, ordenó las comidas en común,
prohibiendo que nadie comiera en su casa y reglamentando, austera y
minuciosamente, el consumo que había de hacerse en los banquetes comunes, y
cuando mandó que por las noches se retirasen todos a casa sin farol ni luz
alguna, “para que se acostumbrasen a andar resueltamente y sin miedo”.
Considerando como la más preciosa función del legislador el cuidado de la
educación, tomó esta tan de lejos, que estableció reglas para los matrimonios y
la procreación de los hijos, dando detalladas disposiciones para la enseñanza
de los mismos en las diferentes edades, no siendo dueños los padres de criarlos
a su gusto, sino que habían de entregar los niños al Consejo de ancianos, los
cuales disponían de su crianza y educación, si eran robustos y bien
conformados, y ordenaban que se los privase de la vida en caso contrario, ya
que esto “era más conveniente para ellos y para la ciudad que vivir”.
Extiéndese Plutarco en
un relato minucioso y ameno de los detalles referentes a las ceremonias
matrimoniales, elasticidad admitida en la fidelidad conyugal- en favor de la
selección de la descendencia-, y modo de ser educados los jóvenes y aun los
adultos, ya que a nadie se le dejaba vivir según su gusto ni dedicarse a las
artes mecánicas, para que no se afanasen por allegar caudal, estando
encomendado el cultivo de la tierra a los ilotas. Acabó Licurgo con los pleitos
al acabar con el dinero; y las danzas, los regocijos, los convites, la caza, el
gimnasio y las tertulias ocupaban toda la vida de los espartanos cuando no
tenían que militar.
Licurgo no dio nunca
leyes escritas, y es fama que hablaba por concisos apotegmas, de los que
Plutarco cita varios. Cuando consideró que su pueblo podía vivir feliz
ateniéndose a sus disposiciones, ordenó- y le juraron cumplirlo- que no fueran
aquellas alteradas mientras él no regresara de Delfos, adonde pensaba dirigirse
para consultar al oráculo. Y habiendo dicho este que la ciudad sería muy
ilustre y celebrada si se mantenía en el gobierno establecido por Licurgo,
envió a Esparta el oráculo escrito y, para no tener que revelar a sus
compatriotas del juramento que le hicieron, se quitó la vida.
La forma de suicidio
elegida fue la de privarse de alimento; y Esparta sobresalió en gobierno y en
gloria entre los griegos durante los quinientos años que observó las leyes de
Licurgo, hasta que se entremetió allí el dinero, y con él la codicia, el ansia
de riqueza y todas las malas pasiones que son consecuencia de estas, y acabó la
vida sencilla, ejercitada y filosófica establecida por aquel.
B) Numa. Dudosos también los datos genealógicos y la época de la vida de Numa,
considera Plutarco cierto su origen sabino y admite la posibilidad de que recibiera
enseñanza de Pitágoras, de quien se dice que fue amigo, pues muchas de sus
disposiciones y creencias están acordes con las doctrinas de aquel. Numa
Pompilio fue elegido para suceder a Rómulo, y se asegura que había nacido el
mismo día de la fundación de Roma. Inclinado a la virtud, su carácter dulce se
fortaleció con la filosofía, librándose de las pasiones y apetitos vulgares,
hasta el extremo de que no se dejó convencer fácilmente para ocupar el alto
puesto a que fue llamado, pues prefería el retiro del campo y de los bosques
sagrados y los lugares solitarios al tráfago de la vida cortesana.
Tenía cuarenta años
Numa cuando fue elegido rey, y lo que más le decidió a encargarse de la misión
que se le confiaba fue el deseo de evitar que los romanos cayesen en
discusiones y en guerra civil por no haber otro candidato que agradase a todos.
Se afirmaba que Numa tenía trato con los dioses y hasta se le consideraba
casado con la ninfa Egeris, que le amaba y le instruía en las cosas divinas; y
durante su reinado explotó hábilmente tales supersticiones para hacer respetar
sus mandatos. Muy poco belicoso, propúsose desde el primer momento desarraigar
de sus súbditos los instintos e impulsos guerreros, y, juzgando que no era cosa
ligera y de poco trabajo conducir y poner en orden de paz a un pueblo tan
exaltado y alborotado, empezó por hacer derivar tales pasiones hacia el amor
por las cosas divinas, ordenando e instituyendo sacrificios, cultos,
procesiones y danzas sagradas, manifestándose como intérprete de los dioses.
Su primera medida fue
disolver la guardia personal de trescientos lanceros que Rómulo había tenido a
sus órdenes, “porque ni quería desconfiar de los que confiaba ni reinar sobre
desconfiados”. Muchas de sus disposiciones parecen hermanas de los dogmas pitagóricos;
así, por ejemplo, su prohibición de imaginar en Dios figura de hombre o de
animal y de hacer estatua ni simulacro alguno de la divinidad, aunque sí
edificó templos y santuarios; no admitía que se diera semejanza a lo santo y
excelente con lo inferior, ni que a Dios se le comprendiera de otro modo que
con el entendimiento. Se atribuye a Numa la creación y reglamentación de los
sacerdotes o pontífices y de las sacerdotisas vestales encargadas del fuego
sagrado, acerca de cuyas instituciones da Plutarco abundantes detalles,
relatando los suplicios a que eran condenadas las vestales que perdían la
virginidad. Alude especialmente a los sacerdotes llamados faciales, encargados
de dirimir las contiendas y conservar la paz.
Entre las demás
disposiciones de Numa cita Plutarco la distribución de la plebe por oficios o
clases- cada una de las cuales podía formar comunidad, tener sus juntas y dar
culto a sus dioses- y la reforma del calendario, que detalla prolijamente.
Murió Numa Pompilio de más
de ochenta años, consumido por la vejez y una lenta enfermedad, habiendo
reinado cuarenta y tres, durante los cuales no se abrieron las puertas del
templo de la guerra, por haber arrancado de raíz toda ocasión para ella.
GARABOMBO, EL INVISIBLE
Novela del escritor peruano Manuel Scorza, nacido
en Lima el 9 de setiembre de 1928. Pasa gran parte de su infancia en
Huancavelica y más tarde estudia en Lima, en el Colegio Militar Leoncio Prado.
Ingresa a la Universidad de San Marcos, donde inicia una actividad política que
lo lleva al exilio a los 20 años de edad. Si bien es inicialmente conocido como
poeta, logra asentarse como un narrador importante en el Perú y el extranjero,
aun cuando en ese entonces muchos críticos de renombre tratan de desmerecer su
labor creativa.
Lo más importante de su obra tal vez se ubique en
lo que se ha denominado “La guerra silenciosa” o “La balada”, una saga épica
que comprende cinco novelas estrechamente relacionadas: Redoble por Rancas (1970), Garabombo
el Invisible (1972), El jinete
insomne (1977), Cantar de Agapito
Robles (1977) y La tumba del
relámpago (1979). Entre su obra poética cabe citar, además, Los adioses (1960), Desengaños del mago (1961), Réquiem para un gentilhombre (1962), El vals de los reptiles (1970), Poesía incompleta (1976) y La danza inmóvil (1983). Scorza realiza
también un importante trabajo como promotor cultural. Parte de su labor se
centra en la organización de festivales del libro en Colombia, Ecuador,
Venezuela, Cuba y otros países de América. En 1963 lanza la primera serie Populibros Peruanos, que propicia la
lectura masiva en el ámbito local.
Muere el 28 de noviembre de 1983 en un accidente
aéreo.
Su obra esta traducida a más de cuarenta lenguas.
La novela, publicada por primera vez en 1972, gira
en torno a la revuelta de las comunidades de Yanahuanca comandadas por Fermín
Espinoza, Garabombo, para recuperar los territorios de Chinche, Uchumarca y
Pacoyán. Después de la matanza ocurrida en un pueblo cercano (narrada en
Redoble por Rancas, novela anterior del mismo Scorza), los campesinos temen
hacer reclamos y provocar enfrentamientos. Además del robo de territorios que
siempre le pertenecieron, ellos deben soportar ser sirvientes sin paga, andar
vestidos con ropas despreciadas por lo hacendados y alimentarse con comida
desechada, todo esto agregado al ultraje de las mujeres vírgenes de la
comunidad.
En este contexto de maltrato contante por parte de
los terratenientes locales y las autoridades militares y políticas, entra a
tallar la figura de Garabombo. Él vuelve de la cárcel; y la comunidad, testigo
de su regreso, considera la posibilidad de organizar una segunda revuelta. El
conocido miento de unos títulos de propiedad que confirman la pertenencia de
las tierras a los campesinos desde el siglo XVIII, acentúan la determinación
revolucionaria.
“-¿Quién habla de queja? Hemos envejecido
reclamando.
“-No se trata de reclamar. ¡No hay nada que
reclamar! (…)
“-¡Hay que recuperar nuestras tierras por la
fuerza!”
El feudalismo imperante en el Perú de los años
sesenta se traduce en el interior del país como un pretexto no sólo para
mantener un régimen social colonial (principalmente subordinado al imperialismo
norteamericano) sino también para dar rienda suelta a la explotación
indiscriminada de los campesinos por parte de poderosos terratenientes y
hacendados.
Las quejas, surgidas en un momento del despertar de
la conciencia campesina, se reducen entonces a pequeños sucesos regionales
constantemente aplacados sin alcanzar resonancia nacional.
Estas son las condiciones en las que se vive en la
época y es la realidad que Scorza pretende reelaborar. En sus propios términos,
“en algunos casos la mera exposición dramática de la situación ya es
explosivamente revolucionaria y provoca consecuencias en la realidad (...) Yo
he dotado de una memoria a los oprimidos del Perú, a los indios del Perú que
eran hombres invisibles de la historia, que eran protagonistas anónimos de una
guerra silenciosa, y que tienen hoy una memoria: poseen estos cinco libros en
los cuales pueden apoyarse y combatir” (1979, entrevista con el periodista
español José Julio Perlado).
El ciclo narrativo bautizado por Scorza como “La
guerra silenciosa” parte de un hecho real de la historia peruana: la lucha de
las comunidades de la sierra central contra los gamonales y principalmente
contra la Cerro de Pasco Cooper Corporation - compañía minera norteamericana
que en la década de los sesenta tenía un importante poder político y
económico-, en pro de la recuperación de sus territorios. Esta problemática es
representada en la obra de Scorza usando personajes de la vida real o
fabulados, con una imaginación que roza el realismo mágico.
Hay escenas de suspenso y una serie de rasgos
propios del pensamiento mítico andino, así como un sentido onírico muy fuerte:
los caballos hablan con las personas, los hombres parecen volver a la vida
luego de muertos… Todo esto se combina con la verosimilitud sostenida en
noticias periodísticas de la época, relativas a los sucesos mencionados, y en
minuciosas descripciones de lugares, pueblos y ciudades absolutamente reales.
Las cinco novelas de Scorza se inscriben en una
tradición narrativa que puede nominarse “La
novela de la rebelión campesina”, muy ligada a la novela indigenista y
neoindigenista y que tiene como antecedentes a novelas tan importantes como El amauta Atusparia (1929) de Ernesto
Reina, El Mundo es ancho y ajeno
(1941) de Ciro Alegría y Todas las
sangres (1964) de José María Arguedas.
Las novelas de Manuel Scorza han suscitado, por lo
general, elogios y reproches excesivos, en consonancia más con la
grandilocuencia de las declaraciones del propio Scorza, que con las virtudes y
limitaciones de Redoble por Rancas e Historia
de Garabombo, el invisible.
Pero desde el primer contacto con cualquiera de las
novelas percibimos que la realidad se encuentra transfigurada por la fantasía y
la hipérbole (con ribetes caricaturescos y grotescos). Y, sin embargo, Scorza
juzga que sus páginas son “desvaídas
descripciones de la realidad”, insinuando que la crónica a pesar de exasperante
(lo cual comulgaría con su carácter fuertemente hiperbólico) resulta tímida e
insegura ante las proporciones de los acontecimientos verdaderos. Se trata, en
verdad, de otra muestra del placer con que Scorza asume la desmesura, la
exageración, la hipérbole: no importa que en sus volúmenes los ríos detengan
sus aguas, las casas se doblen de espanto, los caballos se amotinen, los
personajes vivan centenares de años insomnes y el tiempo se desoriente hasta
estallar fuera de todo cauce; no importa la “palidez”
de la “crónica” no puede competir con
la “desenfrenada realidad” de la
Guerra Callada.
Tamayo Vargas y Alejandro Losada han reflexionado
sobre la perspectiva narrativa de Scorza, sobre su apego a la conciencia
anónima de las baladas. De manera similar al narrador de “Los funerales de la Mamá Grande”, de García Márquez, Scorza quiere
contarnos lo que ocurrió para que no lo “adulteren”
los historiadores (El jinete insomne).
La crónica aspira entonces a contener la memoria popular; el autor, a erigirse
en escriba de testimonios representativos. Lo cual implica, entre otras
consecuencias, la asunción de una subjetividad proclive a la maravilla y el
abandono del tono épico. Pero el problema reside en que dicha asunción y dicho
abandono no son constantes ni dosificados, provocando un grave desajuste en el
relato: el narrador no coincide perfectamente con la conciencia colectiva, lo
sentimos ajeno y distante al mundo que nos pinta (entre otras marcas de dicho
distanciamiento, citemos el regodeo en la metáfora y la ironía que mira la
pertinencia de las descripciones y el vigor de los episodios).
Por otra parte, las baladas remiten al problema la
fantasía, ya que la voz popular amoneda sus gestas ancestrales en poemas
impregnados por sus creencias y mitos (es decir, para nuestra autosuficiencia “occidental” deformados por su “mentalidad primitiva”). Scorza es
consciente de la trascendencia de este factor y lo acoge permanentemente,
muchas veces con auténtico virtuosismo. Sus novelas tejen y entretejen la “realidad” y la “fantasía” hasta tornarse inclusive “exasperantemente fantásticas” (verbigracia, el Serafín indio del Cantar de Agapito Robles), siguiendo el
rumbo de lo que Anderson Imbert apela “Realismo
Mágico”:
“el narrador, en vez de presentar la magia como si
fuera real, presenta la realidad como si fuera mágica. Entre la disolución de
la realidad (magia) y la copia de la realidad (realismo) el realismo mágico se
asombra como si asistiera al espectáculo de una nueva Creación. Visto con ojos
nuevos a la luz de una nueva mañana, el mundo es, si no maravilloso, al menos
perturbador. En esta clase de narraciones los sucesos, siendo reales, producen
la ilusión de irrealidad”.
(El realismo mágico y otros ensayos; Caracas, Monte Ávila Edts. 1997; p. 19).
Scorza debe mucho- en algunos pasajes, demasiado- a
tres maestros del realismo mágico en Hispanoamérica: García Márquez, Carpentier
y Rulfo. Y, a través de ellos, a las grandes figuras de la literatura
fantástica hispanoamericana (el realismo mágico, en buena medida, compagina el
regionalismo de un Gallegos con las ficciones de un Borges), sin olvidarnos de
la ya trajinada parodia de los libros de caballerías y la narración cervantina.
Losada ha afirmado que Scorza es el primer narrador
peruano que utiliza los mecanismos fantásticos para testimoniar. Y ése es
precisamente el objetivo secreto de Cien
años de soledad, El reino de este mundo y
Pedro Páramo. El talento de
Scorza no debe ser regateado, sobre todo teniendo en cuenta el proceso de
depuración perceptible libro a libro. Al contrario, debería admitirse que sus
novelas constituyen un itinerario valioso dentro de la narrativa peruana
actual. Igualmente, confiar en una decantación mayor de su mundo narrativo,
todavía tan afectado y retórico; sus imágenes, por ejemplos, trasuntan
demasiado alegorismo intelectual: Raymundo Herrera cabalga infatigablemente,
congelado en sus 63 años de edad desde el siglo XVIII, incapaz de conciliar el
sueño, porque “lo único que permanece es
nuestra queja”, porque sus ojos no se “hartan de mirar- generación tras
generación- los mismos reclamos, los mismos quebrantos, los mismos engaños, los
mismos desalientos” (p. 169). Y así como el Jinete Insomne constituye un
símbolo intelectualizado de dos siglos y medio de inútil confianza en la
justicia de la ley, muchos personajes y lugares se encuentran sacrificados en
aras de la claridad del “mensaje” de
la obra, careciendo del encanto y la ambigüedad de los seres que habitan ese
Macondo y esa Comala inolvidables.
La incomprensible muerte de Scorza (por lo trágico)
como la de César Calvo, llevó al destacado crítico literario Ricardo Gonzales
Vigil a escribir dos artículos que aparecieron en el diario “El Comercio” de Lima. Transcribo
fielmente ambos artículos por la calidad del contenido y porque ellos nos
acercan íntimamente a la vida y a la obra del escritor peruano.
DEL
MITO A LA HISTORIA
¡Qué difícil intentar un balance de la rica
trayectoria de Manuel Scorza, el ilustre escritor nacido en Lima en 1928 y
recientemente fallecido en una catástrofe aérea en España! Concentrándonos en
su legado cultural, sin abordar su nada desdeñable participación en la política
nacional (como joven aprista, como colaborador de las luchas campesinas de
Cerro de Pasco, como candidato del FOCEP, etc.), tendríamos que ponderar sus
dotes como novelista, poeta y ensayista polémico.
Apasionado, torrencial, Scorza imprimió con el sello
de la exuberancia cada una de sus empresas culturales. Por ejemplo, llevó a
cabo las ediciones masivas de mayor éxito y trascendencia cultural que hayan
aparecido jamás en el Perú; recordemos que en 1956, en la Plaza San Martín, se
llegó a vender una colección a razón de diez mil títulos por hora. También, a
través de innumerables artículos, entrevistas y congresos, sostuvo con
vehemencia la importancia de nuestra literatura (“primer territorio libre de América Latina”, según su célebre
variante del “cliché” ideológico que
otros conceden a Cuba), la urgencia de acabar con el imperialismo
norteamericano, la necesidad revolucionaria de atreverse a ser feliz, etc.
Ese ardor nutre también, por cierto, su valiosa
obra poética, la cual celebra los temas sociales (destacando Las imprecaciones, 1955, su mejor
poemario) y amorosos (preferimos, en este caso, Los adioses, 1960). Scorza fue un exponente relevante del grupo
aprista de los Poetas del Pueblo y una de las voces más cristalinas y
armoniosas de la llamada “Generación del
50”.
Pero, a nuestro parecer, la energía creadora de
Scorza alcanzó su máxima expresión en la novela, mediante libros que,
traducidos a unos 30 idiomas, le han conferido fama mundial. Siendo básicamente
un poeta (con dotes para la lírica y la épica), Scorza pertenece al linaje de
quienes plasman mejor su temple poético en el espacio abarcador de la novela y
en la fluidez de la prosa; un linaje al que pertenecen sus admirados Cervantes,
García Márquez y José maría Arguedas.
Scorza logró culminar la empresa más ambiciosa de
la novela peruana de los años 70: el ciclo titulado La Guerra Silenciosa, integrado por Redoble por Rancas (1970), Garabombo
el Invisible (1972), El jinete
insomne (1977), Cantar de Agapito
Robles (1977) y La tumba del relámpago
(1979). Dejó, en cambio, inconclusa la trilogía El fuego y la ceniza, de la cual pudimos leer este año la primera
novela: La danza inmóvil (1983).
Mientras que las luchas campesinas en Cerro de Pasco a fines del 50 y comienzos
del 60 fueron el eje temático de las masacres con que finaliza cada pieza de La Guerra Silenciosa; la saga de El fuego y la ceniza abordaría a las
guerrillas desde los años 60 hasta llegar al Ayacucho actual, presentando las
frustraciones de personajes que optan moralmente entre la Pasión y el Deber, el
Amor y la Revolución, la Realidad y la Imaginación.
Subrayemos aquí el estatuto singular de La Guerra Silenciosa dentro del
Indigenismo peruano y, por otro lado, dentro de la corriente latinoamericana
del Realismo Mágico o Maravilloso. Scorza era consciente de ello, a pesar de
que se lo excluía frecuentemente de los estudios peruanos sobre dichas
tendencias: “Yo cierro la novela
indigenista justamente dándole una épica y sacándola de la mítica para llevarla
a la realidad”. (Dominical de “El
Comercio”, 28-III-1982).
En la saga de Scorza asistimos al tránsito del
pensamiento mágico-mítico del hombre andino (tan bien retratado por Arguedas,
Ciro Alegría y Eledoro Vargas Vicuña) a una concepción “realista” (léase socialista, de impronta marxista y raíces
racionalistas, empiristas y materialistas) de la estructura social y la
dinámica histórica. Sus personajes comprueban, de novela en novela, de masacre
en masacre, que la esperanza mesiánica resulta inoperante para destruir la
dominación capitalista. Sirva de ejemplo el fracaso del milenarismo del Serafín
indio en Cantar de Agapito Robles.
La toma de conciencia culmina en La
tumba del relámpago cuando se destruye la Torre del Futuro, en el capítulo
38. Se deja de creer en un Destino prefijado, el cual figuraría anunciado en
los ponchos tejidos por la ciega doña Añada; se comprende que el porvenir
depende de la acción libre e irreversible de los hombres.
Esta evolución del mito a la historia (para Thomas
Mann, central en la aventura humana; véase el ciclo de José y sus hermanos) es completamente novedosa en el Indigenismo y
carece de antecedentes conocidos en el Regionalismo y el Realismo Maravilloso
de América Latina. Para ritualizar esa honda transformación sociocultural
Scorza entreteje las pautas y los recursos expresivos del Realismo Maravilloso
y del Realismo Social, concediendo cada vez más peso a éste sobre aquél.
Vencidas las deficiencias de las dos primeras novelas, El jinete insomne, Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago brillan como volúmenes de gran calidad
artística. Como conjunto, la saga de Scorza es una de las cumbres de la épica
latinoamericana.
(El Comercio,
2 diciembre 1983).
MANUEL
SCORZA O LA TUMBA DEL RELÁMPAGO
Escribo estas hondamente conmocionado por la muerte
del gran escritor Manuel Scorza. No sé qué decir, cómo reaccionar ante esta
pérdida irreparable para la cultura nacional y las letras latinoamericanas. Sí,
una catástrofe aérea se ha ensañado con el vuelo liberador de la imaginación,
ha fulminado al relámpago poderoso de la palabra. Sabemos que esta tumba será
vana; nada podrá contra el hermoso y palpitante mensaje que nos ha legado
Scorza. Pero, por ahora, el dolor nos sacude. Nada nos consuela de las páginas
que el relámpago dejó sin alumbrar en su vuelo interrumpido.
Nuestra mente ha asociado de inmediato la imagen de
Scorza con la del relámpago en pleno vuelo iluminador. Hemos conocido pocas
personas tan fulgurantes, apasionadas y vehementes como Scorza, tan llenas de
energía, de ganas de vivir y de vitalizar el orbe entero. Hemos leído pocos
textos tan vibrantes, torrenciales y polémicos como los de Scorza, tan
impregnados de desmesura, de entrega ferviente- a la vez gozosa y dolorosa - a
la existencia, sobre todo a la experiencia de las clases populares.
Scorza era un relámpago cabal, un heraldo del amor,
la justicia, la libertad, la revolución y la creación artística como fuerzas
humanizadoras. Se complacía, en los últimos años, en afirmar que la verdadera
revolución es la Felicidad. Una Felicidad que exige aniquilar en alguna medida,
de un modo u otro, las relaciones sociales que amordazan las fuerzas
humanizadoras mencionadas, las cuales no deberían ser vistas como opuestas sino
como complementarias. Entendía Scorza que nuestro continente había logrado
expresarse con autenticidad en la creación literaria, pero pugnaba aún por
transformar revolucionariamente la realidad social; por eso sostenía que la
Literatura era el “primer territorio libre de América Latina”.
Consciente de las enormes dificultades que exige la
ruta hacia la Felicidad como proyecto colectivo, gran conocedor de las
frustraciones históricas de las demandas populares, Scorza concedió especial
relieve en sus obras a la muerte, a la masacre, a la ceniza. A la luz de su
travesía truncada, todo ello semeja una premonición de su trágico final.
Incluso nos sentimos impulsados a dedicarle algunos títulos de sus escritos: Requiem para un Gentilhombre, Redoble…, La
tumba del relámpago, El fuego y la ceniza.
Invisible
para los críticos
No sólo nos enerva que Scorza estaba en plena
producción, y que cabía esperar mucho de sus próximos libros. Nos enerva mucho
más que haya fallecido sin haber recibido en el Perú el reconocimiento que su
obra merecía. Casi siempre por razones extra-literarias o por juicios
valorativos precipitados (fácilmente “exigentes”),
se le negó acá la audiencia que obtuvo en diversas partes del mundo.
Resulta cómodo elogiarlo ahora. Meditemos en el
injusto trato propinado a un escritor tan valioso. Exijamos en adelante a
nuestros críticos mayor rigor, ponderación y profundidad.
Ya en 1977, al hacer nuestro primer comentario
sobre Scorza, abogábamos por una “lectura
ponderada e imparcial” de sus novelas. Cinco años después, cada vez más
conscientes de la importancia de sus relatos, comprobábamos que la situación no
había cambiado suficientemente, a pesar de los aportes críticos de Alejandro
Losada y Tomás Escajadillo. Calificándolo en una entrevista como un autor “invisible” en su propia patria, pudimos
afirmar: “En los años 70, Manuel Scorza (Lima,
1928) ha sido víctima de una de las mayores injusticias de nuestra historia
literaria. En contraste con su enorme éxito internacional (sus obras han sido
traducidas a más de 30 idiomas), los críticos peruanos, en la mayoría de los
casos, le han concedido escasa o ninguna importancia”. (Dominical,
28-3-1982).
Precisamente en dicha entrevista Scorza arremete
contra las opiniones de connotados críticos peruanos. Nada más elocuente que el
desafío que planteo al final de sus declaraciones: “¿Por qué no salen a polemizar conmigo? Por una razón muy simple: en el
Perú no hay un crítico capaz para polemizar conmigo”. Al respecto, hace
pocas semanas, en carta fechada en París el 13 de setiembre, agradeciéndonos
nuestra nota sobre La danza inmóvil
(que, dicho sea de paso, no fue complaciente ni benévola, cf. Dominical,
15-5-1983), Scorza nos decía: “Te
agradezco lo que dices de la novela. Conoces el aprecio que tengo por tu
crítica y por la nueva crítica peruana ajena a las guerras civiles de la otra
generación”.
El
legado de Scorza
Scorza quedará como un editor singular, un poeta
valioso y un novelista de talla latinoamericana, además de un luchador social
de apreciable trayectoria. Antes del boom de los años 60, Scorza lanzó a
precios verdaderamente irrisorios ediciones de decenas de miles de ejemplares,
en su mayoría de autores peruanos y latinoamericanos. Sus recordados Festivales
del Libro y Populibros Peruanos cumplieron una labor cultural invalorable.
Sabemos que en los últimos años, dos décadas después, Scorza proyectaba
efectuar empresas editoriales similares.
Por otro lado, fue un inspirado poeta de la “Generación del 50”. Feliz exponente de
la poesía “social” (participó en el
grupo aprista de Los Poetas del Pueblo), en la estela de Neruda, publicó Canto a los mineros de Bolivia (1952)
y, mejor aún, Las imprecaciones
(1955), donde el verso discurre armonioso y cristalino, triste y tierno,
solidario y esperanzado.
Los
adioses (1960) marcó otro
punto alto de su obra poética, esta vez celebrando el amor. Los elementos
visionarios y simbólicos aumentaron en las páginas ora amorosas, ora sociales,
de Desengaños del mago (1961) y El vals de los reptiles (1970), aunque
sin cuajar artísticamente de modo destacable. En cambio, Requiem para un gentilhombre (1962) prolongó, con acierto, la
dicción luminosa de Las imprecaciones
y Los adioses, sus dos mejores
poemarios.
Finalmente, Scorza fue un novelista memorable. Como
en los casos de José María Arguedas, Eleodoro Vargas Vicuña y Cesar Calvo, su
aliento creador básicamente poético se explaya mejor en los relatos que en los
poemarios. Las novelas de Scorza devienen, en gran medida, en poemas
lírico-épicos en prosa.
Erigió el vigoroso mural La Guerra Silenciosa (previamente titulado Balada) con las novelas Redoble
por Rancas (1970), Garabombo el
invisible (1972), El jinete insomne
(1977), Cantar de Agapito Robles
(1977) y La tumba del relámpago (1979). La tercera novela depuró
considerablemente los defectos estilísticos de las dos primeras (imitación
excesiva de García Márquez, tendencia al ornamento retorico, etc.), permitiendo
que Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago posean méritos
sobresalientes.
Juzgado en conjunto, el ciclo de La Guerra Silenciosa es la expresión más notable de la novela peruana en la década del
70, y una de las cumbres de la épica latinoamericana, enaltecida por uno de los
temas más grandiosos y significativos abordado por las letras de nuestro
continente: las rebeliones campesinas de Cerro de Pasco a fines de los años 50
y comienzos del 60. Scorza participó en dichas luchas campesinas y, a modo de
portavoz de la gesta colectiva, hilvanó su testimonio como una “crónica
exasperantemente real” en la que los sucesos y personajes reales son retratados
desde la óptica real-maravillosa (mágica, mítica) del pueblo.
Después de La
Guerra Silenciosa, Scorza publicó La
danza inmóvil (1983), primera novela de la trilogía El fuego y la ceniza. Debían seguirle Segundo movimiento y Retablo
ayacuchano. Esta nueva saga abordaría las luchas guerrilleras, hasta llegar
a las acciones recientes de Sendero Luminoso. Y lo haría en forma problemática,
con personajes “contradictorios, hombres
con conflictos internos y problemas personales”. Así en La danza inmóvil los protagonistas se
debatían entre el Eros y la Revolución, la pasión y el deber, el deseo y la
frustración, la realidad y la imaginación. Así, Segundo movimiento enfocaría “la
lucha armada en América Latina… vista desde el ángulo de un hombre que desertó
del combate para salvar su vida, y gastarla en una vida de actos míseros,
rutinarios, empobrecedores. ¿Qué era mejor? ¿Vivir o morir? ¿O vivir para qué?”
(El Noticiero Cultural, Madrid, 22-2-1983).
El cambio de tema, óptica, tono y lenguaje
introducido en La danza inmóvil fue
patente. Teniendo en cuenta el dominio creciente que Scorza lograra en La Guerra Silenciosa, sorteando las
fallas artísticas del inicial Redoble
por Rancas, estimamos que las siguientes novelas de El fuego y la ceniza iban a limar los defectos de La danza inmóvil.
De todos modos, de las seis novelas de Scorza por
lo menos tres (El jinete insomne, Cantar
de Agapito Robles y La tumba del
relámpago) son admirables. Y las otras tres no carecen de interés;
contienen varios pasajes memorables.
(Dominical,
4 diciembre 1983).