PRESENTACIÓN

ADIOSES, AUSENCIAS Y RETORNOS


Dinos en pocas palabras y sin dejar el

sendero, lo más que decir se pueda, denso, denso.

MIGUEL DE UNAMUNO.



Todo libro como todo hombre encierra en sí mismo una historia; así, los Resúmenes de obras famosas tienen la suya. Una historia propia que se remonta veinte años atrás y en la cual mi vida se halla inmersa, una historia a la que estoy sujeto por un cordón umbilical del cual no he podido desligarme. Estos resúmenes son fruto de mi pasión por la literatura, una pasión más fuerte y más intensa que cualquiera que haya sentido alguna vez. En el verano de 1982 fui contratado por un prestigioso colegio que buscaba mejorar su servicio académico. Como profesor principal del curso de literatura me encontré con un alumnado que tenía un común denominador: las ansias de aprender y conocer con el menor esfuerzo.

Con el entusiasmo y la impetuosidad propios de la juventud, elabore un programa de lo más variado donde los alumnos pudieran tener acceso a autores peruanos, españoles, latinoamericanos y europeos. Como sucede siempre, y ahora con mayor intensidad, encontré alumnos reacios a la lectura de obras voluminosas de difícil entendimiento, que exigían del lector un esfuerzo inusual, ¿Qué hacer? ¿Cómo prescindir de los hexámetros homéricos, de los tercetos de Dante, de la magia maquiavélica de un Yago o de una lady Macbeth, de los intrincados monólogos interiores de un Faulkner o un Joyce? ¿Y qué de los cuantiosos cursos que nuestros alumnos llevan en la secundaria con sus tediosas, torturantes y estériles tareas? Pero también existía una verdad que aunque dolorosa para mí, era muy cierta: “No solo de literatura vive el hombre común”. Había entonces que encontrar una solución al problema. Un toque divino me trajo la feliz ocurrencia de contar en horas de clase las obras que a mis alumnos no podían leer. El aula se convirtió entonces en una suerte de oyentes ansiosos por escuchar las locuras de José Arcadio Buendía, los sueños mesiánicos de Antonio Conselheiro, la transformación de Gregorio Samsa en insecto, los trasnochados remordimientos de madame Bovary o la afilada prosa de Manual González Prada, convertido yo, apasionado y eufórico narrador, en el mango del estilete. Y qué decir de la emoción y satisfacción que producían los versos de Neruda, Vallejo, Chocano, Buesa, Bécquer, Baudelaire o Espronceda cuando salían de mis labios en mis intentos declamatorios; esa avidez de mis alumnos fue satisfecha con creces. Sin saber cómo ni en qué momento, fui elaborando argumento de las obras narradas que, con el tiempo, fueron convirtiéndose en contenidos más amplios y consistentes hasta llegar a los resúmenes tal como se les conoce hoy. Estos resúmenes, ya agrupados en libros, me enseñaron a vivir la literatura con una entrega total, a la manera flaubertiana: con la literatura todo, sin la literatura nada. Esta experiencia fue para mí contundente y definitiva para aferrarme a mi propia obsesión, la de regir mi vida a través de la literatura. La de vivir literariamente, una vida como la de aquellos escritores que han llenado mis desvelos y vigilias con sus obras, en suma, decidirme definitivamente a ser como ellos.

Mis amigos desde niño, fueron los libros; el amor de mi vida han sido y seguirán siendo ellos. Nada ni nadie (sólo Dios en mis desvaríos) pueden reemplazarlos. Los amores humanos son fugaces cometas que atraviesan el cielo; la literatura, como yo la vivo y entiendo, es eterna, ella me ha permitido entender y amar a tantos hombres de letras; algunos ya no están, pero no han dejado de estar: Luis Alberto Sánchez, Augusto Tamayo Vargas, Julio Ramón Ribeyro, Guillermo Ugarte Chamorro, César Calvo, Mario Florián, Moreno Jimeno o Gustavo Valcárcel ; otros permanecen todavía iluminando el parnaso cultural de nuestra patria con su voz y presencia infinita: Washington Delgado, Jorge Bacacorzo, Leopoldo Chiappo, Leopoldo Chariarse, Arturo Corcuera, Estuardo Núñez, Vicente Azar, Jorge Puccinelli, Paco Bendezú, Alejandro Romualdo, Alfredo Bryce, Cronwell Jara, Marcos Yauri Montero, Ricardo González Vigil, César Ángeles Caballero, Winston Orrillo, Jesús Cabel O Alberto Valcárcel. Tantos quedan sin nombrar, pero su voz de aliento y estimulo permanecen en mi corazón para que siga adelante en esta difícil y agotadora labor de hacer llegar la obras de tantos hombres inmortales a través de estos resúmenes hechos con tanta dedicación y amor. Las voces de intelectuales extranjeros, conocedores de este trabajo, se sumaron también con su apoyo incondicional: Eliécer Cárdenas y Carlos Calderón Chico, desde Ecuador; Gladys Rossel desde Costa Rica; Manuel Ruano desde Argentina o José Manuel Solá desde Puerto Rico, que con sus opiniones, juicios y críticas han enriquecido estos resúmenes de obras famosas. En el camino de elaboración de los catorce volúmenes que constituyen esta colección me he topado con muchas dificultades; entre ellas, el tener que leer diferentes traducciones de una sola obra para poder trabajar la síntesis con la mayor exactitud posible.

La juventud con que comencé a elaborar estos resúmenes ha quedado atrás, sepultada con sus alegrías efímeras y sus profundas desilusiones (funesta edad de amargas decepciones), pero la emoción y el espíritu juvenil de esos años me han enriquecido con la edad. Los consejos de Sánchez, Tamayo, Florián, Washington Delgado y Reynaldo Naranjo no fueron vanos; ellos me inculcaron la tenacidad para perseverar en la literatura, a pesar del desaliento que nos invade día a día en un mundo de atroz ignorancia, más inhumano, agitado y frívolo como el que nos toca vivir.

Incluyo en esta edición los numerosos juicios que los Resúmenes de obras famosas han merecido durante estos veinte años. Si bien la amistad puede teñir las opiniones favorablemente, lo cual resulta comprensible, debo confesar que todos ellos fueron emitidos antes que surgiera la amistad con los autores de estos comentarios. Hago esta salvedad porque a veces las maledicencias disfrazadas de negro azogue o vulgo bilis se truecan en otras pasiones aún más bajas y urticantes; aguijón y cilicio guiados por la envidia que busca herir injusta y gratuitamente.

No puedo concluir este prólogo sin contar lo anecdótico. Tres anécdotas siempre tengo presentes; la primera es que siendo profesor de una academia preuniversitaria en Chosica, tuve entre mis alumnos al hijo del poeta Víctor Mazzi, buena razón para que cada fin de semana recalara en la casa del poeta para enfrascarnos en amenas charlas literarias, sobre todo de poesía; cómo se le encendían los ojos cuando le citaba lis versos de “Canto Coral” de Romualdo. Todavía guardo la antología de poesía revolucionaria que me obsequio con una sobria dedicatoria. Prometió hacerme un comentario a los Resúmenes de Obras Famosas, lo cual cumplió después de muchísimos años. La segunda está relacionada con Luis Alberto Sánchez, quien me indicó que no valía la pena incluir a Narciso Aréstegui en estas antologías; cuando le manifesté que haciendo un balance sobre el juicio que él me había hecho sobre el escritor cusqueño en su literatura peruana, Aréstegui salía ganando con creces, me contesto muy serio y cambiando de tema: “Así…pues, entonces inclúyalo”; también Luis Alberto tuvo un gesto conmigo que me gratifico muchísimo. Dedico su espacio diario de Radioprogramas del Perú para hablar elogiosamente de los resúmenes de obras famosas.” He llegado a más de un millón de personas”, me dijo. El tercero de ellos y quizá el más curioso tuvo como protagonista a Julio Ramón Ribeyro, quien, a manera de ameno reproche, me dijo que por qué había incluido “La botella de chicha” si era un cuento malísimo. Le di a entender que a mí me gustaba y que consideraba que aquella era una buena razón para figurar en la selección que había hecho, pero que estaba dispuesto a eliminarlo si él hacía lo mismo desterrándolo para siempre de su obra. Ribeyro quedo desconcertado. Una risotada de César Calvo alivio en algo la tensión. Ya a solas con César, le dije que después de lo sucedido no creía que Julio Ramón emitiera juicio alguno sobre los Resúmenes de obras famosas. Calvo, con el rostro serio y el ceño fruncido, me miró fijamente y me lanzo una de sus típicas ocurrencias: “No te preocupes, flaco, si Ribeyro firma hasta lo que escribe”. A los pocos días me llamo el hermano de Julio Ramón diciéndome que éste quería verme. Ya en su departamento barranquino, mirando las tranquilas aguas del Pacifico, me leyó esas pocas líneas imborrables para mí que en este libro he transcrito fielmente. Lo que más me emocionó es que me llamara poeta. ¡Qué laudable generosidad! El lama había descendido desde su Himalaya.

Guillermo Delgado.
Mayo 13 de 2003.

viernes, 22 de noviembre de 2013

VOLUMEN XX





ÍNDICE

·         EL ASNO DE ORO (Lucio Apuleyo)
·         SANTOS VEGA (Hilario Ascasubi)
·         VIDAS PARALELAS (Plutarco)
·         GARABOMBO EL INVISIBLE (Manuel Scorza)






EL ASNO DE ORO

Lucio Apuleyo nació en Madaura (África) el año 114 después de Jesucristo. Estudió filosofía en Atenasy jurisprudencia en Roma, cultivando también su afición a las matemáticas. Viajero incansable, a lo largo de su vida tuvo ocasión de iniciarse en los misterios de las sectas ortodoxas y religiosas asiáticas, por entonces pujantes en Egipto, Grecia y Siria. Casi arruinado, repuso su fortuna mediante el casamiento efectuado con la viuda Emilia Prudencia, natural de Ela (Trípoli), pero muerta ésta fue acusado por sus padres de practicar las artes mágicas, por lo cual fue procesado en Roma el año 158 de nuestra era. Con el fin de justificar esta acusación escribió su “Apología u Oratio de Magia”. Absuelto de esta acusación y rehabilitado, se estableció en la ciudad de Cartago (actual Túnez), donde ejerció la retórica, ya que era notable orador. Murió el 184 d.J.C.

Entre sus obras destacan, aparte de “La metamorfosis o El asno de oro”, que comentaremos adelante, una “Florida” o colección de trozos oratorios; la obra filosófica titulada “De Deo Socratis”, una traducción al latín de la “Aritmética” del matemático helenístico Nicómaco y un “Tratado de Cálculo”, destinado a la enseñanza de esta disciplina a las personas que no supiesen manejarlo. Otras muchas obras de Apueyo se han perdido, como, por ejemplo: “De música”, “De Republica”, “De Proverbiis Naturales quaestiones”, y una traducción de la obra filosófica de Platón titulada “Fedón”. Su pensamiento filosófico puede adscribirse a la escuela neoplatónica.

Su novela “La metamorfosis o el Asno de oro” consta de once libros escritos a la manera del género de las llamadas “Fabulas milesias” de los griegos y también con influencias de la “sátira menípea”, géneros desarrollados en la época helenística (s. IV a.J.C.). Su asunto no es original, sino inspirado en otra obra de igual trama escrita por Luciano de Patras medio siglo antes, aunque sea un relato autobiográfico del mismo Apuleyo. El aspecto formal de la novela es una sátira de costumbres y de tipos de la vida, de los habitantes, en definitiva, de la sociedad integrante del Imperio romano del siglo II de nuestra era. La novela, en su vertiente biográfica, cuenta las andanzas de Apuleyo por las ciudades y provincias senatoriales de la península helénica (Grecia), trazando para el lector hasta el propio aspecto físico del autor, descrito por boca de su tía Birrena, quien nos dice que Apuleyo era “de buena estatura, ni flaco ni gordo, la color templada, los cabellos rojos, como ella, los ojos verdes y claros, que resplandecen en el mirar como ojos de águila; a cualquier parte que lo miréis es hermoso y tiene decencia, así en el andar como en todo lo otro”. Por otra parte, la novela nos adentra en la época del emperador Trajano, de origen hispano, en cuyo mandato el Imperio adquiere su mayor extensión territorial; en la posterior, de los llamados “emperadores adoptivos”- modalidad de sucesión en el gobierno del Imperio referida a la elección de los más aptos, que comienza el año 96 hasta 192 d.J.C. Después vendrá el periodo denominado de la “diarquia”, adoptada por el emperador Marco Aurelio (161.180). Posteriormente, su hijo Conmodo (180-192), adepto al principio de gobierno de dos, volverá a implantar el principio dinástico o sucesión por vía hereditaria, período que termina con su asesinato, ocasionando la llamada “anarquía militar” (193-197), época en la que el Imperio romano es gobernado por cuatro emperadores. El triunfo del Septimio Severo (193-211) termina con la anarquía e inaugura la dinastía que llevará su mismo nombre (Severa), período comenzado en 193 d.J.C. y concluido el año 235- y en la crisis de su tiempo, tanto en el aspecto social como en el económico, cultural y religioso. Para la mejor comprensión del lector, dividiremos en epígrafes los aspectos señalados, que ayudaran a entender y comprender esta novela de Apuleyo en su doble vertiente de sátira de su época y expresión de los diversos problemas de su tiempo.

El eje de la influencia se desplaza de la península itálica a las provincias senatoriales romanas, situación que la novela de Apuleyo refleja perfectamente, referido en su caso concreto geográfico al área económica de Grecia y el Asia Menor, que alcanza hasta Egipto.

Esto trajo como consecuencia inmediata el descenso de los precios de la tierra en la península itálica y el abandono de las tierras cultivables debido a la competencia de estas “provincias senatoriales” en todos los mercados. En el siglo II aumenta la población de las ciudades y la emigración de los campesinos a éstas como expresión de la agudización de los problemas agrarios; las quintas latifundistas, de las que son propietarios los romanos ricos, quedan constituidas en unidades de producción autárquica y el campesino se ve sujeto a la gleba o servidumbre si quiere subsistir, ocasionando más tarde, en el siglo III, la definitiva ruralización del Imperio y el trasvase de toda actividad de la ciudad al campo (Bajo Imperio). Pero, por entonces, cuando Apuleyo escribe su novela dándonos una idea de las ciudades de Grecia y Asia Menor, éstas están en una situación pujante. El mismo nos describe la ciudad de Hipata, “que es en medio de Tesalia, a donde por todo el mundo es fama que hay muchos encantamientos de arte mágica”. Arte mágica que necesitaba a personas que tuvieran bien cubiertas sus necesidades, pues solía emplearse ésta en las artes amatorias o eróticas. En otro pasaje de su libro nos cuenta por boca de su tía Birrena, rica ciudadana, lo que aquélla pensaba de su ciudad, urbe de una de las provincias senatoriales, Tesalia, la cual le dice a Apuleyo que “a cuanto yo puedo saber, en templos y baños y otros edificios precedemos a todas las otras ciudades. Además de esto, somos ricos de alhajas de casa. Aquí hay mucha libertad y seguridad, hay grandes negociaciones y mercaderías, cuando vienen mercaderes romanos; tanta seguridad y reposo para los extranjeros como tendrían en su casa. Basta decir que somos el retiro y reposo de placeres para todos los de otras provincias que aquí vienen”. En otro de los libros que componen “La metamorfosis o El asno de oro” cuenta que Demócratas, rico ciudadano y tirano de la ciudad de Plateas, en Tebas (Grecia), tenía “jugadores de esgrima…, cazadores muy ligeros para correr, en otra parte había hombres condenados a muerte, que los engordaba para que los comiesen las bestias bravas”. Poseía también gladiadores, por lo general hombres condenados a muerte, y criados de todo tipo, que le ayudaban en la preparación de las fiestas públicas que solía dar para regocijo de todo el pueblo. La provincialización del Imperio queda plasmada en el ámbito literario y artístico, ya que de casi todos los prosistas ciudadanos del Imperio, que escribieron en latín, su lengua materna solía ser otra, a más de proceder de las provincias, como es el caso de Apuleyo o los escritores y satíricos hispanos. El ejército romano destacado en los “limes” (fronteras) del Imperio, ejercito en su mayoría de origen provincial, comienza a intervenir decisivamente en la crisis de sucesión imperial, ya que entre 166 y 180 d.J.C. se produce la primera alarma de irrupción de los llamados “pueblos barbaros” o germanos, presionados por sus hermanos étnicos (germanos orientales). Por estos años tiene lugar la guerra contra los partos, que desguarnece más las fronteras imperiales. Es la crisis política y de desmembración territorial del Imperio, paliada con la llegada de la dinastía Severa; pero sólo contenida, porque a partir de ahora el Imperio romano camina hacia su extinción. El campesinado, sobre todas las clases sociales, sufre las consecuencias de la aparición de las “quintas latifundistas”, rebelándose contra los ricos mediante la adopción de una modalidad de lucha arcaica y de rebelión primitiva: el bandolerismo. Como veremos a lo largo de la narración de Apuleyo, los bandidos de este tipo antes descritos, aparecerán más de una vez, diciéndonos el propio autor que la inseguridad en los caminos y vías de comunicación era frecuente en su tiempo.

Cabría decir mejor anarquía religiosa, pues desde que los romanos habían tomado contacto con el Próximo Oriente y Grecia las religiones de aquellos países que estaban bajo su mandato o dominio habían echado raíces en las concepciones religiosas del Imperio, en particular en la cabeza y corazón de éste, Roma, la “civitas” (metrópoli) por excelencia, y así “el espíritu científico, el racionalismo de algunas filosofías, el formalismo de los paganismos oficiales no han podido resistir las corrientes de religiosidad y misticismo” (Roger Remoudon). La lucha social de la plebe oprimida adopta ritos mistéricos de religiones orientales o se adhiere a concepciones religiosas que predican la igualdad entre todos los hombres, pues “la tendencia religiosa más importante de la época asciende desde el bajo pueblo a las clases superiores” (Arnold Hauser). El propio Apuleyo nos cuenta su entrada en la religión de Isis y Osiris, religión mistérica y de culto secreto, espiritualista (abstinencia y castidad eran dos de las reglas principales). Pero si bien todos los habitantes del Imperio eran devotos o adscritos a alguna religión, no existe una unidad religiosa, aunque la gran mayoría de las gentes del Imperio admitían a todos los dioses, de todas las nacionalidades, excepto cristianos y judíos. Pero el Dios de los judíos se convierte en nacional, mientras que el de los cristianos se declara universal; de ahí la colisión que el cristianismo tendrá con las creencias del Imperio, con la religión oficial del Estado, convirtiéndose en un objeto de persecuciones como las de Esmirna, Antioquia y Alejandría durante todo el siglo II d.J.C. Comienza a sentirse, en el malestar social de las gentes, el efecto causado por las doctrinas igualitarias, de origen oriental o del neoestoicismo, parte de cuyas doctrinas serían empleadas como arma política de sustentación popular del régimen en la política de los emperadores de la dinastía Severa. Nace el sincretismo religioso. La mentalidad del mundo greco-latino, cuya expresión ultima es el sistema filosófico neoplatónico, contenida en la doctrina de uno de sus más eximios representantes. Plotino, que “ve en lo bello un rasgo esencial de lo divino” (A. Hauser), se convierte ahora en una grosera religiosidad doméstica y ritualista, esterilizada, que hace clamar a Apuleyo que “ya no hay entre las gentes placer ninguno, ni gracia, ni hermosura; pero todas las cosas están rusticas, groseras y sin atavío; ya ninguno se casa ni nadie tiene amistad con mujer ni amor de hijos, sino todo lo contrario, sucio y feo y para todos enojoso”. Por esta razón se intercala en el relato un cuento, el más famoso de los que componen este libro de “La metamorfosis o El asno de oro”, titulado cuento de Psiches y Cupido, que posee un sentido propio para lo que Apuleyo pretende decir y criticar acerca de la perdida de los valores; su traducción literal es: “Cuento del Alma y del Amor. De esta unión nacerá el Deleite”. “La metamorfosis o El asno de oro” posee un interés especial como documento vivo de las practicas mágicas y hechiceriles practicadas en el siglo II que Apuleyo conocía a la perfección, pues, como anteriormente hemos escrito, él mismo fue acusado de practicarlas. Incluiremos la descripción de tal aspecto en este epígrafe, porque en la Antigüedad, y aún muchísimo después, la Magia era inseparable de las prácticas religiosas. En el libro se escribe principalmente sobre la “magia erótica”, aspecto de la magia que estaba ligado preferentemente a los deseos de ambos sexos. Este tipo de magia nos lo contará Apuleyo a través de Sócrates, amigo de un tal Aristemenes, que relata una de las historias intercaladas en el relato principal. Este habla de una mujer que él conocía, llamada Meroe, “muy astuta hechicera, que puede bajar los cielos, hacer temblar la tierra, cuajar las aguas, deshacer los montes, invocar diablos, conjurar muertos, resistir a los dioses, oscurecer las estrellas, alumbrar los infiernos”, y también podía hacer “que dos enamorados… se amen muy fuertemente, no solamente de aquí, de los naturales, pero aun de los de las Indias, etíopes y antípodas, es en comparación de su saber, cosa muy liviana, etíopes y antípodas, es, en comparación de su saber, cosa muy liviana y de poca importancia”. Además de este aspecto mágico existía en la Antigüedad greco-latina la denominada por los etnólogos “magia benéfica”, ejercida por profesionales con determinadas divinidades y que el propio Estado mantenía. Al lado de ésta se encontraba la “magia negra”, que desde sus orígenes más remotos es “secreta, nocturna, antisocial y maléfica en esencia” (J. Caro Baroja); posee un escenario propio para sus prácticas, la noche, y determinadas divinidades, como Selene, Diana, Hécate, pertenecientes a lo que se ha llamado “ciclo catónico-lunar”, divinidades cargadas casi siempre de un peculiar significado sexual: “son las diosas vírgenes de un lado o los del amor misterioso de otro, no las grandes diosas madres, para las cuales el amor es, ante todo, fecundidad”. “El mundo de la magia maléfica… es el mundo del deseo, del deseo sin freno puede decirse” (J. Caro Baroja). El mal agüero, el mal de ojo, el transformarse una persona en ave por medio de un ungüento por las palmas de las manos, uñas y cabellos (metamorfosis) era corriente como practica de hechicería. En la brujería, magia y hechicería lo importante no es aquel que la realiza (el mago, brujo, hechicero), sino aquel que cree ver sus efectos, a través de las formulas rituales, como aquella que nos escribe Apuleyo: “Por los dioses de la tierra, por los elementos de Natura, por el silencio de la noche, por el crecimiento del Nilo y por la munición y reparo hecho por las golondrinas al crecimiento de este rio cerca del castillo de Copto, y por los secretos de Menfis, y por la trompa de la diosa Isis”. De suma importancia eran los instrumentos y los “medios” mediante los cuales el maleficio podía ser llevado a efecto, instrumentos y medios que Apuleyo señala en su relato, refiriéndose a la mujer de su amigo Milón, que practicaba la hechicería y tenía “especias odoríferas, láminas de cobre con ciertos caracteres que no se pueden leer, clavos y tablas de navíos que se perdieron en la mar y fueron llorados. Asimismo tenía allí delante de sí muchos miembros y pedazos de cuerpos muertos a hierro, huesos de cabeza y quijadas sin dientes de bestias fieras”. A continuación la hechicera pasa a realizar su maleficio y “entonces abrió un corazón, y vistas las venas y fibras cómo bullían, comenzó a rociarlo con diversos licores; ora con agua de fuente, ora con leche de vacas, ora con miel silvestre”. Como exponente de la práctica generalizada de la magia negra o maléfica y de que la gente creía y esperaba en ella, a la vez que era temida, las leyes griegas y romanas prohibían su práctica.

Como trama novelesca ya dijimos al comienzo que esta narración no era original. La prosa de Apuleyo está cargada de helenismos, es reiterativo su sentido narrativo y la sucesión de novelitas intercaladas en el relato principal resulta a veces pesado para el propio lector, pues casi todas carecen de originalidad, excepto el cuento de Psiche y Cupido. No obstante, el relato resulta entretenido; pero la importancia para el lector moderno reside en la descripción de la vida diaria y la mentalidad de las gentes y la del propio autor. Apuleyo, como un relato que es de la sociedad provinciana del siglo II d.J.C.

 Veamos el resumen de la obra:


PRIMER LIBRO

Lucio Apuleyo, deseando saber arte mágica, se fue a la provincia de Tesalia, donde estas artes se sabían; en el camino se juntó a dos caminantes y andando en aquel camino se juntó a dos caminantes y andando en aquel camino iban cantando ciertas cosas maravillosas e increíbles de un embaucador y de dos brujas hechiceras que se llamaban Moreo y Panthia, y luego dice de cómo llegó a la ciudad de Hipata y de su huésped Milón, y lo que la primera noche le aconteció en su casa. Lee y verás cosas maravillosas.


SEGUNDO LIBRO

Mientras Lucio Apuleyo andaba muy curioso en la ciudad de Hipata, mirando todos los lugares y cosas, conoció a su tía Birrena, que era una dueña rica y honrada: y declara el edificio y estatuas de su casa, y cómo fue con mucha diligencia avisado que se guardase de la mujer de Milón, porque era gran hechicera; y cómo se enamoró de la moza de casa, con la cual tuvo sus amores; y del gran aparato del convite de Birrena, donde aprende algunas fabulas graciosas y de placer; y cómo guardó uno a un muerto, por lo cual le cortaron las narices y orejas, y después cómo Apuleyo tornó de noche a su posada, cansado de haber muerto, no a tres hombres, sino a tres odres.


TERCER LIBRO

Al día siguiente, la justicia, con sus ministros y hombres de pie, vinieron a la posada de Apuleyo y como a un homicida lo llevaron preso ante los jueces. Y cuenta de la mucha gente que se juntó a verlo. Y de cómo el promotor le acusó como a hombre asesino y cómo él defendía su inocencia por argumentos de grande orador; y cómo vino una vieja que parecía ser madre de aquellos muertos, a los cuales, por mandato de los jueces, Apuleyo descubrió por que la burla pareciese. Donde se levantó tan gran risa entre todos, que fue con esto celebrada con gran placer la fiesta del dios de la risa. Fotis, su amiga, le descubrió la causa de los odres. Añade luego cómo él vio a la mujer de Milón untarse con ungüento mágico y transfigurarse en ave; de lo cual le tomó tan gran deseo que por error de la bujeta del ungüento, por tomarse ave se transfiguró en asno. En fin, dice el robo de la casa de Milón, de donde, hecho asno, lo llevaron los ladrones, cargado, con las otras bestias, con las riquezas de Milón.


CUARTO LIBRO

Apuleyo, convertido en asno, cuenta elocuentemente las fatigas y trabajos que padeció en su larga peregrinación, andando en forma de asno y reteniendo el sentido de hombre: entromete a su tiempo diversos casos de los ladrones. Asimismo escribe de un ladrón que se metió en un cuero de osa para ciertas fiestas que se habían de hacer, y también inserta una fábula de Psiches, la cual está llena de doctrina y deleite.


QUINTO LIBRO

En este quinto libro sigue la historia de Psiches y los amores que con ella tuvo el dios Cupido, y de cómo le vinieron a visitar sus hermanas; y de la envidia que hubieron de ella, por cuya causa, creyendo Psiches lo que le decían, hirió a su marido Cupido de una llaga, por la cual cayó de una cumbre de su felicidad y fue puesta en tribulación. A la cual, Venus, como a enemiga, persigue muy cruelmente, y finalmente, después de haber pasado muchas penas, fue casada con su marido Cupido, y las bodas celebradas en el cielo.


SEXTO LIBRO

Después de haber buscado con mucha fatiga a Cupido y después de lo que le avisó Ceres y del mal acogimiento que halló en Juno, Psiches, de su propia voluntad, se ofreció a Venus; y luego escribe la subida de Venus al cielo, y cómo pidió ayuda a los dioses; y con cuánta soberbia trataba a Psiches, mandándole que apartase de un montón grande de todas las simientes cada linaje de granos por su parte, y que le trajese el vellocino de oro; y del licor del lago infernal le trajese un jarro lleno; asimismo le trajese una bujeta llena de la hermosura de Proserpina; todas las cuales cosas hechas por ayuda de los dioses, Psiches casó con su Cupido en el consejo de los dioses. Y sus bodas fueron celebradas en el cielo, del cual matrimonio nació el Deleite.


SÉPTIMO LIBRO

La historia que Luciano escribió en un libro, Apuleyo la repitió en muchos, constando largamente cada cosa por sí, porque no pareciese que era intérprete de obra ajena, sino hacedor de historia nueva, y porque en la variedad de las cosas, que suele ser muy agradable, prendiese, halagase y deleitase a los lectores sin darles enojo. Así que ahora cuenta cómo de mañana uno de aquellos ladrones vino de fuera y contaba a los otros en qué manera culpaban a Apuleyo y le imputaban el robo y destrucción que se había hecho en la casa de Milón, y que a ninguno de los ladrones culpaban de tan gran crimen, salvo sólo a Apuleyo, que era capitán y autor de toda esta traición, porque nunca más había aparecido: lo cual oyendo Apuleyo, que estaba hecho asno, gemía entre sí, quejándose amargamente que era tenido por culpado no siéndolo, y por traidor siendo bueno, y que no podía defender su causa. Entreteje algunas fabulas muy graciosas y la maldad de un mozo que traía leña con él, y otros engaños de mujeres.


 OCTAVO LIBRO

En este libro se contiene la desdichada muerte del marido de Carites, y de cómo ella sacó los ojos a su enamorado Trasilo; y cómo ella misma, de su propia voluntad, se mató, y la mudanza que hicieron sus criados después de su muerte; y cuenta muy lucidamente de ciertos echacuervos de la diosa Siria, diciendo de sus vicios y suciedades y cómo se cortaban los miembros para ganar dineros, y después cómo se descubrieron los engaños que traían.


NOVENO LIBRO

En este noveno libro cuenta la astucia del asno cómo escapó de la muerte; de donde se siguió otro mayor peligro, que creyeron que rabiaba, y con el agua que bebió vieron que estaba sano. Cuenta asimismo de una mujer que engañaba a su marido, porque su enamorado, diciendo que quería comprar un tonel viejo, burló al marido. Ítem el engaño de las suertes que traían aquellos sacerdotes de la diosa Siria y cómo fueron tomados con el hurto; y de cómo fue vendido a un tahonero, donde cuenta la maldad de su mujer y de otras; y después fue vendido a un hortelano; y de la desdicha que vino a toda la gente de casa; y cómo un caballero lo tomó al hortelano, y el hortelano lo tomó por fuerza al caballero y se escondió con el asno, donde después fue hallado.


“-Veis aquí el fiel compañero de mi marido; éste es aquel noble cazador; éste es el marido mucho amado; esta mano es aquella diestra que derramó mi sangre; éste es el pecho que pensó y compuso aquellos engañosos rodeos y palabras para mi destrucción y pérdida; estos son los ojos a quien yo en mal hora agradé, los cuales, en alguna manera sospechando las tinieblas perpetuas que les habían de venir, previnieron su pena; pues duerme seguro y sueña bien a tu placer, que yo no te heriré con cuchillo ni con espada; nunca plega a Dios que tal haga, porque no te iguale con mi marido en semejante género de muerte. Pero siendo tú vivo morirán tus ojos y no verás cosa alguno sino cuando durmieres; yo haré que tú sientas ser más bienaventurada la muerte de tu enemigo que la vida que tú hubieres, porque, cierto, tú, no verás lumbre y habrás menester quien te guie; a Carites no tendrás ni gozaras de sus bodas, ni te alegrarás con el reposo de la muerte, ni habrás placer con el deseo de la vida; pero andarás como una estatua, incierto, andando entre el sol y el infierno, que ni sepas si te has de contar con los vivos o con los muertos; y andarás mucho tiempo buscando la mano que quebró tus ojos y no hallarás, la cual en la pena y turbación es muy miserable y llena de toda angustia, que no sepas de quién te puedas quejar; además de esto, yo sacrificaré y aplacaré la sepultura de Lepolemo con la sangre de tus ojos, y asimismo haré sacrificio con estos tus ojos a su ánima santa. Más, ¿por qué soy causa yo que por esta mi tardanza tú ganes alguna dilación de tu tormento y por ventura tú ahora sueñas o piensas en mis pestíferos abracijos? Así que, dejadas las tinieblas del sueño, vela y despierta a otra ceguedad de pena, alza y levanta la cara vacía de lumbre, reconoce la venganza, entiende tu desdicha, cuenta tus mancillas. De esta manera pluguieron tus ojos a la mujer casta y limpia; de esta manera alumbraron las hachas de las bodas al tálamo de tu casamiento. En esta manera tendrás las diosas del matrimonio por vengadoras y tendrás la ceguedad por compañía y perpetuo estimulo de conciencia.

“En esta manera habiendo hablado y profetizado, Carites sacó un alfiler de la cabeza e hirió con él los ojos de Trasilo, y dejándolo así ciego del todo, en tanto que con el dolor no sentido desechaba la embriaguez de aquel sueño, ella arrebató la espada desnuda que su marido Lepolemo se solía ceñir y echó a correr furiosamente por medio de la ciudad, que por cierto yo no sabía qué mal era que quería hacer, y así se fue corriendo lasta la sepultura de su marido. Nosotros y todo el pueblo, sin quedar nadie en casa, seguimos tras ella, apercibiendo unos a otros que le quitásemos la espada de sus furiosas manos; pero Carites se sentó cerca de la sepultura de Lepolemo, y echando a unos y a otros con la espada en la mano, después que vio los llantos y lloros de los que allí están, dijo:

“-Apartad, señores, de vosotros estas lagrimas importunas; apartad el llanto, que es ajeno a mis virtudes, porque yo me vengué del cruel matador de mi marido, yo he punido y castigado al ladrón y malvado robador de mis bodas; ya es tiempo que con esta espada busque el camino para irme a donde estaba mi Lepolemo.

“Y después que hubo contado por orden todas las cosas que su marido le reveló en el sueño, asimismo en qué manera y con cuánta astucia había engañado a Trasilo, se dio con la espada por debajo del pecho derecho, y así cayó muerta y revuelta en su propia sangre; finalmente, no pudiendo hablar claro, se le salió el ánima. Entonces los criados de la mezquina Carites corrieron presto, y con mucha diligencia lavado el cuerpo, en aquella misma sepultura la enterraron, dando perpetua compañera a su marido. Trasilo, vistas todas estas cosas que por él habían pasado, no pudiendo hallar género de muerte que satisficiese a su presente tribulación y teniéndose por muy cierto que ninguna espada ni cuchillo podía bastar a la gran traición por él cometida, si hizo llevar al sepulcro de Lepolemo, y estando allí, dijo así:

“-¡Oh, ánimas enemigas, veis aquí dónde viene la víctima y sacrificio de su propia voluntad para vuestra venganza!

“Y diciendo esto, se lanzó en el sepulcro, y cerradas las puertas de la tumba, deliberó por hombre sacar de sí el ánima, condenada por su sentencia.”

(“El asno de oro”, Lucio Apuleyo; Club Internacional del libro, 
Madrid-1998. Págs.: 161-162)  


DÉCIMO LIBRO

En este décimo libro se contiene la ida del caballero con el asno a la ciudad, y la hazaña grande que una mujer hizo por amores de su hijastro y cómo el asno fue vendido a dos hermanos, de los cuales uno era pastelero y otro cocinero; y luego cuenta la contención y discordia que hubo entre los dos hermanos por los manjares que el asno hurtaba y comía. Y de la buena vida que tuvo a todo su placer con un señor que lo compró, y de cómo se echó con una dueña que se enamoró de él, y de cómo fue otra mujer condenada a las bestias, y una fábula del juicio de París; en fin, cómo el asno huyó del teatro donde se hacían aquellos juegos.


UNDÉCIMO LIBRO

Este último libro excede a todos los otros, en él se dice algunas cosas simplemente, y muchas de historia verdadera, y otras muchas sacadas de los secretos de la filosofía y la religión de Egipto. En el principio explica con gran elocuencia una oración no de asno, más de teólogo, que hizo a la Luna, y luego la respuesta y benévola instrucción de la Luna a Lucio Apuleyo; la copiosa y muy discreta descripción de la pompa sacerdotal; la reformación de asno en hombre, comidas las rosas; la entrada que hizo en la religión de Isis y Osiris; la abstinencia de su castidad. Otra oración muy devota a la Luna, y, tras de esto, la feliz tornada hacia Roma, donde, ordenando en las cosas sagradas de allí, fue puesto en el colegio de los principales sacerdotes.
 




SANTOS VEGA

Novela en verso del argentino Hilario Ascasubi (1807-1875) publicada por vez primera en París en 1872. En Montevideo. Ascasubi comenzó a publicar un poema que tituló “Los mellizos o Rasgos dramáticos de la vida del gaucho en las campañas y praderas de la República Argentina”, que dejó inconcluso (1850); más de veinte años transcurrieron antes que volviera sobre él; en París, donde vivía por entonces, se entregó apresuradamente a concluir su viejo proyecto y en unos ocho meses completó su larguísimo poema, de más de doce mil versos. Sinteticemos la vida del escritor.

Nació Hilario Ascasubi, el autor de Santos de Vega, como si hubiera presentido su destino, en el marco que dio a tantas de sus composiciones; a campo raso, bajo una carreta que hacia la travesía de Córdoba a Buenos Aires, en el año 1807. Este primer episodio de su vida, que pareciera haber marcado su destino literario, también fue como una  preanunciación de su ambular constante. En 1819 partió enganchado a bordo de un buque argentino con rumbo a la Guayana francesa. De allí pasó a Estados Unidos, y no volvió a la patria hasta 1822, para ir a radicarse a Salta, donde fundó con la primera prensa argentina la Revista de Salta, y publicó su primera producción de poeta autodidacto. Más tarde fue a Bolivia; volvió a Buenos Aires, y se hizo militar, figurando en la batalla de Ituzaingó, así como en todas las guerras de la Banda Oriental. Cayó prisionero de Rosas en 1837, pero de este cautiverio se evade dos años después, yendo a parar a Montevideo. Se hace panadero, gana mucho y contribuye a la guerra contra Rosas con grandes sumas. Traba amistad con la flor y la nata de los proscriptos. Con innumerables seudónimos, empieza en Montevideo su tarea de payador político, volviendo a la poesía que había olvidado desde los tiempos de la Revista de Salta, en que compuso su “Canto a la victoria de Ayacucho”. Durante su permanencia en la ciudad uruguaya hace cantar a sus gauchos contra Rosas y reúne sus composiciones bajo el seudónimo de Paulino Lucero, como después publicó las “versadas” que escribiera en Buenos Aires contra Urquiza con el seudónimo de Aniceto el Gallo. Estuvo con Mitre, en Cepeda, alcanzando hasta el grado de coronel, y, cuando terminó esa campaña trasladóse a Francia con una misión del Gobierno, y se quedó a vivir en París hasta 1869, fecha en que hizo un viaje a Buenos Aires para retornar a la capital francesa, donde publicó en 1872 sus obras completas: Paulino Lucero, Aniceto el Gallo y Santos Vega. Murió en 1875. En las dos primeras de las obras citadas se reúne la abundante cantidad de redondillas, décimas, romances y composiciones de corte popular en que, con vena feliz, él, que se había llamado a sí mismo “gauchi -poeta argentino”, hizo una poesía de campamento, atacando crudamente a sus enemigos políticos.

Su producción es más constructiva en Santos Vega o Los mellizos de La Flor, obra en la que, dando carta de ciudadanía poética al mito de Santos Vega recogido por Mitre, pone en boca del payador la relación de la vida de los protagonistas, lo que le sirve para pintar con vivos colores y agudeza de observación el campo argentino y la existencia de sus pobladores a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Este poema constituye un venero abundante de materiales poéticos, expresados en versos floridos y sencillos.

La acción, sencillísima, se remonta a los últimos años de la Colonia, y se desarrolla en un ambiente campesino, idealizado, en el que Santos Vega, el legendario Payador, vencido por el diablo, andaba errante por el campo, y se nos presenta, más que como protagonista de una tradición gauchesca, como relator del poema.

Las figuras centrales de la trama son los dos mellizos Luis y Jacinto, raptados por los indios, y cuyas vidas transcurren por muy distintos cauces, pues si la de Jacinto es ejemplar en su marcha hacia el bien, la de Luis viene a ser una autentica encarnación del mal.

Lo esencial en esta obra es la permanente nota costumbrista, conseguida casi siempre con un ingenio y profundo sentimiento del natural, que no excluye, ni mucho menos, un hondo sentido poético. Los ataques de los indios, el baile, la cabalgada, la amanecida, son escenas descritas con gran animación y verismo.

Ascasubi, con los seudónimos de Paulino Lucero y Aniceto, el Gallo, cuyos nombres figuran más tarde como títulos de periódicos y libros, escribió multitud de sátiras y ataques a la tiranía de Rosas, en quien personificaba el odio a la libertad y la brutal imposición de la servidumbre, Santos Vega queda consagrado en la obra de Ascasubi como el prototipo del gaucho.


            “La Indiada, El Malón”
Siempre al ponerse en camino
a dar un malón la indiada
se junta a la madrugada
al redor de su adivino,
quien el más feliz destino
a todos los asigura,
y las anima y apura
a que marchen persuadidos
y harán la buena ventura.
Pero al invadir la indiada
se siente, porque, a la fija,
del campo la sabandija
juye delante asustada,
y envueltos en la manguiada
vienen perros cimarrones,
zorros, avestruces, liones,
gamas, liebres y venaos,
y cruzan atribulaos,
por entre las poblaciones.
Entonces los ovejeros
coliando bravos torean,
y también revolotean
gritando los teruteros,
pero, eso sí, los primeros
que anuncian la novedá
con toda seguridá,
cuando los indios avanzan,
son los chajases que lanzan
volando: “¡chajá! ¡chajá!”  
Y atrás de esas madrigueras
 que los salvajes espantan,
campo ajuera se levantan,
como nubes, polvaderas
preñadas todas enteras
de pampas desmelenaos,
que al trote largo apuraos,
sobre sus potros tendidos,
cargan pegando alaridos
y en media luna formaos.
Desnudos de cuerpo entero
traen sólo encima del lomo
prendidos, o no sé cómo,
sus guillapices de cuero
y unas tiras de plumero
por las canillas y brazos;
de ahí grandes cascabelazos
del caballo en las testera;
y se pintan de manera
que horrorizan de fierazos.
Y como ecos del infierno
suenan roncas y confusas,
 entre un enjambre de chuzas,
rudas trompetas de cuerno;
y luego atrás, en lo externo,
del arco que hace la indiada,
viene la mancarronada
cargando la toldería,
y también la chinería
y hasta de a tres ennancada.
Ansí es que cuando pelean
con los cristianos que acaso
en el primer cañonazo
tres o cuatro indios voltean,
en cuanto remolinean
juyen como exhalaciones;
y, al ruido de los latones,
las chinas al disparar
empiezan luego a tirar
al suelo pichigotones.
Pero, cuando vencedores
salen ellos de la empresa,
los pueblos hechos pavesa
dejan entre otros horrores;
y no entienden de clamores,
porque ciegos atropellan,
y así forzan y degüellan
niños, ancianos, y mozos;
pues como tigres rabiosos
en ferocidá descuellan.
De ahí, borrachos, en contiendas
entran los más mocetones,
para las reparticiones
de las cautivas y prendas;
y por fin con las haciendas
de todo el pago se arrean;
y cuando rasas humean
las casas de los cristianos,
los indios pampas ufanos
para el disierto trotean…

(“Santos Vega”, Hilario Ascasubi, en “Literatura Americana y Argentina”; Editorial Kapelus, Buenos Aires 1940; págs.: 406-407).






VIDAS PARALELAS

Son las Vidas paralelas cincuenta biografías de varones ilustres de la antigüedad, que el autor ofrece pareadas- salvo las cuatro últimas-, estableciendo casi siempre una comparación entre los dos personajes biografiados- uno griego y otro latino-. Como esas comparaciones faltan algunas veces, otras son brevísimas, y nunca añaden nada nuevo a los datos consignados en las biografías, he prescindido de ellas en el extracto para reducir algo su extensión. Es triste observar que para un filósofo y moralista como lo fue Plutarco, los varones más ilustres y dignos de pasar a la Historia no fueron generalmente los sabios ni los bienhechores de la humanidad, sino los caudillos que con sus luchas y ambiciones causaron mayores daños e hicieron derramar más sangre.

Desde el años 1517, en que se imprimió en Florencia por vez primera la traducción de esta famosa obra, se multiplicaron las ediciones hasta alcanzar cifras superadas por muy pocos libros, pues durante los siglos XVI, XVII y parte del XVIII puede decirse que las Vidas paralelas fueron de obligada lectura, no solo para los amantes de las letras, sino para los muchos individuos que se deleitaban con los relatos de hazañas y empresas guerreras; lo cual hizo que el libro de Plutarco se disputase el favor de los lectores con las obras de mística y asuntos religiosos y con los absurdos libros de caballerías. Actualmente, sin embargo, aunque tengan un rotundo éxito de venta cuantas ediciones de las Vidas se hagan - puesto que venderse, se siguen vendiendo -, serán contadísimas las personas que se animen a emprender su lectura, y menos aun las que, después de emprenderla, tengan paciencia y brío para soportarla y darle cima. Pues lo cierto es que, para aquellos que no estén interesados especialmente en estudios históricos, la obra de Plutarco - a la cual han acudido en busca de materiales los historiadores de todas las épocas y no pocos dramaturgos, como el propio Shakespeare - resulta hoy terriblemente abrumadora. Para mí, al menos, lo ha sido muchísimo, no solo por su pesadez intrínseca y por el enrevesado estilo de su traductor, sino por el predominio de los relatos de ambiciosas intrigas y de combates que llenan sus páginas y que no pueden ser gratos a un pacífico hombre de estudio. Porque desgraciadamente, las curiosas noticias relativas a costumbres y supersticiones de los tiempos y lugares en que actuaron los biografiados constituyen una mínima parte del conjunto de la obra.

El extracto que sigue a continuación, aunque bastante extenso, resulta una brizna levísima de pluma en comparación con el pesadísimo original. Es decir, que no puede juzgarse de este por aquel, ya que mis modestas y pacienzudas notas quizá estén dotadas de cierta amenidad a ratos, por su claridad y concisión, aunque me haya sido forzoso reducir en ellas la parte anecdótica y más agradable del texto de Plutarco para dar lugar preferente a los hechos más notables de la vida pública de los personajes biografiados.
Y, para terminar, considero útil advertir a mis lectores que pueden confiar en que absolutamente todos los datos que consigno están sacados de un modo directo y fiel del original, según es mi costumbre invariable; y, por consiguiente si se encuentra alguna discrepancia- que las hay, aunque pocas- entre dichos datos y los que aparecen en las obras de algunos historiadores o en determinadas enciclopedias, ignoro quien tendrá de su parte la razón; pero sé que lo que yo escribo es copia exacta, aunque abreviado, de lo que escribió Plutarco o, al menos de lo que consta en la traducción del señor Sanz Romanillos. Lo único ajeno al autor y al traductor son las fechas que pongo entre paréntesis junto al nombre de cada biografiado. Hechas estas advertencias, paso a reseñar la famosa obra.

Teseo y Rómulo

A) Teseo. Con la escasa amenidad inherente a un relato prolijo en el que se mezclan lo fabuloso, lo mitológico y lo histórico, cuenta Plutarco cómo Egeo, cuya ascendencia se remota a Erecteo, primer rey de Atenas, se ayuntó con Etra, hija de Piteo, por consejo de la Pitia que pronunciaba los oráculos de Apolo; y de ese ayuntamiento nació Teseo. Egeo, que había partido para Atenas, dejó a Etra el secreto del escondite donde había guardado unos coturnos y una espada que habrían de pertenecer a su descendiente, si era varón y tenía fuerzas para remover la piedra que ocultaba el deposito, como así sucedió cuando Teseo alcanzó edad para ello. Entonces Etra, cumpliendo el mandato de Egeo, reveló a su hijo el secreto de su nacimiento y le encaminó a Atenas en busca de su padre.

Teseo hizo el viaje por tierra, venciendo diversos peligros. En el Epidauro mató a Perifetes, que le quiso estorbar en su camino; en el istmo de Corinto dio muerte a Sinis Pitnocampte y se ayuntó con Periguna, hija de este, haciéndola madre de Melanipo; mató a la cerda de Cromión o Cromyona, llamada la Faia; en los confines de Megara quitó la vida a Escirón; en Eleusis, a Cercyon; y, al fin, llegó a la ciudad, donde fue reconocido por su padre, que antes le había querido envenenar aconsejado por Medea.

Egeo declaró sucesor suyo a Teseo, y este, después de triunfar de los celosos Palántidas, dio muerte al toro Maratonio y luego, en Creta, al Minotauro, saliendo del Laberinto ayudado por Ariadna, con la que regresó teniéndola que abandonar en Chipre con motivo de una tempestad y muriendo ella poco después. Cuando llegó a la vista del Ática, se olvidó de poner a su nave la vela blanca que había de anunciar el feliz retorno, y, creyendo su padre que había perecido, se arrojó por un precipicio y perdió la vida.

Reconocido Teseo como sucesor de su padre, reunió en una sola ciudad a todos los habitantes del Ática que Vivian diseminados, y dio el nombre de Atenas a esa gran ciudad. Estableció la distinción entre patricios, labradores y artesanos y emprendió otras varias reformas. Hizo un viaje al Ponto Euxino, y triunfó en la lucha con las Amazonas. Se apoderó arteramente de Helena, todavía pequeña, lo cual dio lugar a que los Tindáridas, unidos con los principales de Atenas, descontentos del mando de Teseo, entablaran guerra con este, que pereció al caer por un precipicio, empujado por Licomedes, según dijeron algunos. Sus restos fueron hallados por intervención milagrosa después de la guerra médica y trasladados por Cimón a Atenas, donde se les tributaron grandes hombres.

B) Rómulo. Luego de exponer las diversas opiniones acerca del dudoso origen del nombre de Roma y del no menos dudoso del supuesto fundador de la ciudad, Rómulo, y de su hermano Remo, cuenta Plutarco la leyenda que pasaba por mas cierta, según la cual Rómulo y Remo descendían de los reyes de Alba- descendientes, a su vez, de Eneas-, por parte de una hija de Amulio, hermano de Numitor, la cual, no obstante haber sido consagrada a Vesta para que no tuviera sucesión, concibió y dio a luz los dos gemelos, cuya accidentada y fabulosa infancia relata el autor, sin admitir la leyenda del amamantamiento por la loba.

Luego de intervenir Rómulo y Remo en unas rencillas entre las gentes de Amulio y de Numitor, restablecido el orden y muerto Amulio, marcharon de Alba y se decidieron a fundar una ciudad en el territorio donde pasaron sus primeros días; con motivo de una discusión acerca de la forma y emplazamiento de la futura Roma, perdió la vida Remo, según algunos a manos del propio Rómulo, quedando este como único fundador y jefe.

Ocúpase Plutarco de la organización dada a la nueva ciudad (cuerpos militares, populus, patricios, senado) y de los progresos de la misma, relatando el famoso rapto de las sabinas y sus consecuencias favorables y adversas, entre estas últimas las luchas con los sabinos de distintas ciudades, que culminaron con la traición de Tarpeya, hija de Tarpeya, y con la salida de las antiguas raptadas a poner paz entre los combatientes, cancelado los rencores y sustituyéndolos por una amistosa unión en lo futuro.

Después de dar noticias del origen atribuido a diversas fiestas romanas (Matronales, Carmentales, Lupercales…) y del paulatino engrandecimiento de este pueblo, refiere el autor la guerra con los veyanos, última en que intervino Rómulo  con fabuloso valor y éxito, y después de la cual cayó en el engreimiento y en el fausto, hasta que se realizó su prodigiosa desaparición, atribuida por unos al descontento del Senado por abusos de poder que entrañaban menosprecio para ese organismo, y considerada como un rapto milagroso de los dioses según la versión que se extendió hábilmente y acabó por adquirir fuerza de cosa verdadera.


Licurgo y Numa

A) Licurgo. Comienza Plutarco por declarar que nada puede decirse acerca del linaje, peregrinación, muerte y tiempo en que vivió y legisló Licurgo, dando como más probable la opinión de que fue segundo hijo de Eumono, rey de Esparta, y hermano de Polydectes, que sucedió a su padre.

Muerto Polydectes, parecía Licurgo llamado a sucederle, y fue designado para reinar; mas poco después supo que la viuda de su hermano había quedado encinta, y aunque ella se brindó a provocarse el aborto y casarse con su cuñado para reinar juntos, él no pasó por semejante trato, si bien fingió que lo aceptaba con la variante de que la infame mujer debería dejar que la gravidez llegase a su término natural y que él se encargaría de hacer desaparecer el fruto; pero al nacerle un sucesor varón su hermano le colocó en el trono y quedó él como tutor.

Gobernaban entonces en Esparta dos reyes al mismo tiempo, y Licurgo se hizo querer pronto por sus virtudes y acertados mandatos; más la cuñada y sus parientes y adeptos empezaron a propalar contra él la calumnia de que pensaba atentar contra la vida del rey niño para ocupar su puesto. Al conocer tales rumores, decidió evitar con su ausencia toda sospecha y partió, dirigiéndose en primer lugar a Creta, donde estudió el moderado y austero régimen de gobierno que allí imperaba; marchó luego al Asia para comparar, según dijeron, las costumbres cretenses con las de los jonios, y, por último, afirman los egipcios que también visitó su país, tomando nota de la separación que allí se hacía de la clase de los guerreros, para adoptar futuras determinaciones que aplicó en su patria. Los lacedemonios, sus conciudadanos, le echaban mucho de menos y le pidieron que volviese a Esparta; antes de hacerlo pasó por Delfos para consultar al oráculo, y la Pitia le llamó “caro a los dioses y dios más bien que hombre”, anunciándole que su gobierno aventajaría a todos.

Entre las innovaciones que Licurgo hizo como gobernante y legislador se señalan: la creación del Senado, compuesto por veintiocho ancianos asesores de los reyes, a cuyo lado se ponían para contrarrestar a la democracia y, viceversa, daban vigor al pueblo para evitar la tiranía; dividió a los ciudadanos en secciones, de las cuales llamó a unas tribus y a las otras fratrias; estableció reglas para tomar acuerdos en las asambleas y para la elección de senadores; ordenó el reparto de tierras, “porque siendo terrible la desigualdad y diferencia, por la cual muchos pobres y necesitados sobrecargaban la ciudad, y la riqueza se acumulaba en muy pocos, era preciso desterrar la insolencia, la envidia, la corrupción, el regalo y, principalmente, los dos mayores y más antiguos males: la riqueza y la pobreza”; con igual fin estableció la vida uniforme, fijando a todos una renta máxima, bastante a cubrir sus necesidades; anuló toda la moneda antigua de oro y plata, sustituyéndola por la de hierro, con muy poco valor en mucho volumen, desterrando con esto las artes de lujo e inútiles e impidiendo la compra de efectos extranjeros, pero fomentando, en cambio, la producción de lechos, sillas, jarros y demás cosas necesarias.

Claro es que tales innovaciones le atrajeron el odio de los ricos, en especial cuando, queriendo perseguir aún más el lujo y el ansia de riqueza, ordenó las comidas en común, prohibiendo que nadie comiera en su casa y reglamentando, austera y minuciosamente, el consumo que había de hacerse en los banquetes comunes, y cuando mandó que por las noches se retirasen todos a casa sin farol ni luz alguna, “para que se acostumbrasen a andar resueltamente y sin miedo”. Considerando como la más preciosa función del legislador el cuidado de la educación, tomó esta tan de lejos, que estableció reglas para los matrimonios y la procreación de los hijos, dando detalladas disposiciones para la enseñanza de los mismos en las diferentes edades, no siendo dueños los padres de criarlos a su gusto, sino que habían de entregar los niños al Consejo de ancianos, los cuales disponían de su crianza y educación, si eran robustos y bien conformados, y ordenaban que se los privase de la vida en caso contrario, ya que esto “era más conveniente para ellos y para la ciudad que vivir”.

Extiéndese Plutarco en un relato minucioso y ameno de los detalles referentes a las ceremonias matrimoniales, elasticidad admitida en la fidelidad conyugal- en favor de la selección de la descendencia-, y modo de ser educados los jóvenes y aun los adultos, ya que a nadie se le dejaba vivir según su gusto ni dedicarse a las artes mecánicas, para que no se afanasen por allegar caudal, estando encomendado el cultivo de la tierra a los ilotas. Acabó Licurgo con los pleitos al acabar con el dinero; y las danzas, los regocijos, los convites, la caza, el gimnasio y las tertulias ocupaban toda la vida de los espartanos cuando no tenían que militar.

Licurgo no dio nunca leyes escritas, y es fama que hablaba por concisos apotegmas, de los que Plutarco cita varios. Cuando consideró que su pueblo podía vivir feliz ateniéndose a sus disposiciones, ordenó- y le juraron cumplirlo- que no fueran aquellas alteradas mientras él no regresara de Delfos, adonde pensaba dirigirse para consultar al oráculo. Y habiendo dicho este que la ciudad sería muy ilustre y celebrada si se mantenía en el gobierno establecido por Licurgo, envió a Esparta el oráculo escrito y, para no tener que revelar a sus compatriotas del juramento que le hicieron, se quitó la vida.

La forma de suicidio elegida fue la de privarse de alimento; y Esparta sobresalió en gobierno y en gloria entre los griegos durante los quinientos años que observó las leyes de Licurgo, hasta que se entremetió allí el dinero, y con él la codicia, el ansia de riqueza y todas las malas pasiones que son consecuencia de estas, y acabó la vida sencilla, ejercitada y filosófica establecida por aquel.

B) Numa. Dudosos también los datos genealógicos y la época de la vida de Numa, considera Plutarco cierto su origen sabino y admite la posibilidad de que recibiera enseñanza de Pitágoras, de quien se dice que fue amigo, pues muchas de sus disposiciones y creencias están acordes con las doctrinas de aquel. Numa Pompilio fue elegido para suceder a Rómulo, y se asegura que había nacido el mismo día de la fundación de Roma. Inclinado a la virtud, su carácter dulce se fortaleció con la filosofía, librándose de las pasiones y apetitos vulgares, hasta el extremo de que no se dejó convencer fácilmente para ocupar el alto puesto a que fue llamado, pues prefería el retiro del campo y de los bosques sagrados y los lugares solitarios al tráfago de la vida cortesana.

Tenía cuarenta años Numa cuando fue elegido rey, y lo que más le decidió a encargarse de la misión que se le confiaba fue el deseo de evitar que los romanos cayesen en discusiones y en guerra civil por no haber otro candidato que agradase a todos. Se afirmaba que Numa tenía trato con los dioses y hasta se le consideraba casado con la ninfa Egeris, que le amaba y le instruía en las cosas divinas; y durante su reinado explotó hábilmente tales supersticiones para hacer respetar sus mandatos. Muy poco belicoso, propúsose desde el primer momento desarraigar de sus súbditos los instintos e impulsos guerreros, y, juzgando que no era cosa ligera y de poco trabajo conducir y poner en orden de paz a un pueblo tan exaltado y alborotado, empezó por hacer derivar tales pasiones hacia el amor por las cosas divinas, ordenando e instituyendo sacrificios, cultos, procesiones y danzas sagradas, manifestándose como intérprete de los dioses.

Su primera medida fue disolver la guardia personal de trescientos lanceros que Rómulo había tenido a sus órdenes, “porque ni quería desconfiar de los que confiaba ni reinar sobre desconfiados”. Muchas de sus disposiciones parecen hermanas de los dogmas pitagóricos; así, por ejemplo, su prohibición de imaginar en Dios figura de hombre o de animal y de hacer estatua ni simulacro alguno de la divinidad, aunque sí edificó templos y santuarios; no admitía que se diera semejanza a lo santo y excelente con lo inferior, ni que a Dios se le comprendiera de otro modo que con el entendimiento. Se atribuye a Numa la creación y reglamentación de los sacerdotes o pontífices y de las sacerdotisas vestales encargadas del fuego sagrado, acerca de cuyas instituciones da Plutarco abundantes detalles, relatando los suplicios a que eran condenadas las vestales que perdían la virginidad. Alude especialmente a los sacerdotes llamados faciales, encargados de dirimir las contiendas y conservar la paz.

Entre las demás disposiciones de Numa cita Plutarco la distribución de la plebe por oficios o clases- cada una de las cuales podía formar comunidad, tener sus juntas y dar culto a sus dioses- y la reforma del calendario, que detalla prolijamente.

Murió Numa Pompilio de más de ochenta años, consumido por la vejez y una lenta enfermedad, habiendo reinado cuarenta y tres, durante los cuales no se abrieron las puertas del templo de la guerra, por haber arrancado de raíz toda ocasión para ella.









GARABOMBO, EL INVISIBLE

Novela del escritor peruano Manuel Scorza, nacido en Lima el 9 de setiembre de 1928. Pasa gran parte de su infancia en Huancavelica y más tarde estudia en Lima, en el Colegio Militar Leoncio Prado. Ingresa a la Universidad de San Marcos, donde inicia una actividad política que lo lleva al exilio a los 20 años de edad. Si bien es inicialmente conocido como poeta, logra asentarse como un narrador importante en el Perú y el extranjero, aun cuando en ese entonces muchos críticos de renombre tratan de desmerecer su labor creativa.

Lo más importante de su obra tal vez se ubique en lo que se ha denominado “La guerra silenciosa” o “La balada”, una saga épica que comprende cinco novelas estrechamente relacionadas: Redoble por Rancas (1970), Garabombo el Invisible (1972), El jinete insomne (1977), Cantar de Agapito Robles (1977) y La tumba del relámpago (1979). Entre su obra poética cabe citar, además, Los adioses (1960), Desengaños del mago (1961), Réquiem para un gentilhombre (1962), El vals de los reptiles (1970), Poesía incompleta (1976) y La danza inmóvil (1983). Scorza realiza también un importante trabajo como promotor cultural. Parte de su labor se centra en la organización de festivales del libro en Colombia, Ecuador, Venezuela, Cuba y otros países de América. En 1963 lanza la primera serie Populibros Peruanos, que propicia la lectura masiva en el ámbito local.

Muere el 28 de noviembre de 1983 en un accidente aéreo.

Su obra esta traducida a más de cuarenta lenguas.

La novela, publicada por primera vez en 1972, gira en torno a la revuelta de las comunidades de Yanahuanca comandadas por Fermín Espinoza, Garabombo, para recuperar los territorios de Chinche, Uchumarca y Pacoyán. Después de la matanza ocurrida en un pueblo cercano (narrada en Redoble por Rancas, novela anterior del mismo Scorza), los campesinos temen hacer reclamos y provocar enfrentamientos. Además del robo de territorios que siempre le pertenecieron, ellos deben soportar ser sirvientes sin paga, andar vestidos con ropas despreciadas por lo hacendados y alimentarse con comida desechada, todo esto agregado al ultraje de las mujeres vírgenes de la comunidad.

En este contexto de maltrato contante por parte de los terratenientes locales y las autoridades militares y políticas, entra a tallar la figura de Garabombo. Él vuelve de la cárcel; y la comunidad, testigo de su regreso, considera la posibilidad de organizar una segunda revuelta. El conocido miento de unos títulos de propiedad que confirman la pertenencia de las tierras a los campesinos desde el siglo XVIII, acentúan la determinación revolucionaria.

“-¿Quién habla de queja? Hemos envejecido reclamando.

“-No se trata de reclamar. ¡No hay nada que reclamar! (…)

“-¡Hay que recuperar nuestras tierras por la fuerza!”

El feudalismo imperante en el Perú de los años sesenta se traduce en el interior del país como un pretexto no sólo para mantener un régimen social colonial (principalmente subordinado al imperialismo norteamericano) sino también para dar rienda suelta a la explotación indiscriminada de los campesinos por parte de poderosos terratenientes y hacendados.

Las quejas, surgidas en un momento del despertar de la conciencia campesina, se reducen entonces a pequeños sucesos regionales constantemente aplacados sin alcanzar resonancia nacional.

Estas son las condiciones en las que se vive en la época y es la realidad que Scorza pretende reelaborar. En sus propios términos, “en algunos casos la mera exposición dramática de la situación ya es explosivamente revolucionaria y provoca consecuencias en la realidad (...) Yo he dotado de una memoria a los oprimidos del Perú, a los indios del Perú que eran hombres invisibles de la historia, que eran protagonistas anónimos de una guerra silenciosa, y que tienen hoy una memoria: poseen estos cinco libros en los cuales pueden apoyarse y combatir” (1979, entrevista con el periodista español José Julio Perlado).

El ciclo narrativo bautizado por Scorza como “La guerra silenciosa” parte de un hecho real de la historia peruana: la lucha de las comunidades de la sierra central contra los gamonales y principalmente contra la Cerro de Pasco Cooper Corporation - compañía minera norteamericana que en la década de los sesenta tenía un importante poder político y económico-, en pro de la recuperación de sus territorios. Esta problemática es representada en la obra de Scorza usando personajes de la vida real o fabulados, con una imaginación que roza el realismo mágico.

Hay escenas de suspenso y una serie de rasgos propios del pensamiento mítico andino, así como un sentido onírico muy fuerte: los caballos hablan con las personas, los hombres parecen volver a la vida luego de muertos… Todo esto se combina con la verosimilitud sostenida en noticias periodísticas de la época, relativas a los sucesos mencionados, y en minuciosas descripciones de lugares, pueblos y ciudades absolutamente reales.

Las cinco novelas de Scorza se inscriben en una tradición narrativa que puede nominarse “La novela de la rebelión campesina”, muy ligada a la novela indigenista y neoindigenista y que tiene como antecedentes a novelas tan importantes como El amauta Atusparia (1929) de Ernesto Reina, El Mundo es ancho y ajeno (1941) de Ciro Alegría y Todas las sangres (1964) de José María Arguedas.

Las novelas de Manuel Scorza han suscitado, por lo general, elogios y reproches excesivos, en consonancia más con la grandilocuencia de las declaraciones del propio Scorza, que con las virtudes y limitaciones de Redoble por Rancas e Historia de Garabombo, el invisible.

Pero desde el primer contacto con cualquiera de las novelas percibimos que la realidad se encuentra transfigurada por la fantasía y la hipérbole (con ribetes caricaturescos y grotescos). Y, sin embargo, Scorza juzga que sus páginas son “desvaídas descripciones de la realidad”, insinuando que la crónica a pesar de exasperante (lo cual comulgaría con su carácter fuertemente hiperbólico) resulta tímida e insegura ante las proporciones de los acontecimientos verdaderos. Se trata, en verdad, de otra muestra del placer con que Scorza asume la desmesura, la exageración, la hipérbole: no importa que en sus volúmenes los ríos detengan sus aguas, las casas se doblen de espanto, los caballos se amotinen, los personajes vivan centenares de años insomnes y el tiempo se desoriente hasta estallar fuera de todo cauce; no importa la “palidez” de la “crónica” no puede competir con la “desenfrenada realidad” de la Guerra Callada.

Tamayo Vargas y Alejandro Losada han reflexionado sobre la perspectiva narrativa de Scorza, sobre su apego a la conciencia anónima de las baladas. De manera similar al narrador de “Los funerales de la Mamá Grande”, de García Márquez, Scorza quiere contarnos lo que ocurrió para que no lo “adulteren” los historiadores (El jinete insomne). La crónica aspira entonces a contener la memoria popular; el autor, a erigirse en escriba de testimonios representativos. Lo cual implica, entre otras consecuencias, la asunción de una subjetividad proclive a la maravilla y el abandono del tono épico. Pero el problema reside en que dicha asunción y dicho abandono no son constantes ni dosificados, provocando un grave desajuste en el relato: el narrador no coincide perfectamente con la conciencia colectiva, lo sentimos ajeno y distante al mundo que nos pinta (entre otras marcas de dicho distanciamiento, citemos el regodeo en la metáfora y la ironía que mira la pertinencia de las descripciones y el vigor de los episodios).

Por otra parte, las baladas remiten al problema la fantasía, ya que la voz popular amoneda sus gestas ancestrales en poemas impregnados por sus creencias y mitos (es decir, para nuestra autosuficiencia “occidental” deformados por su “mentalidad primitiva”). Scorza es consciente de la trascendencia de este factor y lo acoge permanentemente, muchas veces con auténtico virtuosismo. Sus novelas tejen y entretejen la “realidad” y la “fantasía” hasta tornarse inclusive “exasperantemente fantásticas” (verbigracia, el Serafín indio del Cantar de Agapito Robles), siguiendo el rumbo de lo que Anderson Imbert apela “Realismo Mágico”:


“el narrador, en vez de presentar la magia como si fuera real, presenta la realidad como si fuera mágica. Entre la disolución de la realidad (magia) y la copia de la realidad (realismo) el realismo mágico se asombra como si asistiera al espectáculo de una nueva Creación. Visto con ojos nuevos a la luz de una nueva mañana, el mundo es, si no maravilloso, al menos perturbador. En esta clase de narraciones los sucesos, siendo reales, producen la ilusión de irrealidad”.

(El realismo mágico y otros ensayos; Caracas, Monte Ávila Edts. 1997; p. 19).


Scorza debe mucho- en algunos pasajes, demasiado- a tres maestros del realismo mágico en Hispanoamérica: García Márquez, Carpentier y Rulfo. Y, a través de ellos, a las grandes figuras de la literatura fantástica hispanoamericana (el realismo mágico, en buena medida, compagina el regionalismo de un Gallegos con las ficciones de un Borges), sin olvidarnos de la ya trajinada parodia de los libros de caballerías y la narración cervantina.

Losada ha afirmado que Scorza es el primer narrador peruano que utiliza los mecanismos fantásticos para testimoniar. Y ése es precisamente el objetivo secreto de Cien años de soledad, El reino de este mundo y Pedro Páramo. El talento de Scorza no debe ser regateado, sobre todo teniendo en cuenta el proceso de depuración perceptible libro a libro. Al contrario, debería admitirse que sus novelas constituyen un itinerario valioso dentro de la narrativa peruana actual. Igualmente, confiar en una decantación mayor de su mundo narrativo, todavía tan afectado y retórico; sus imágenes, por ejemplos, trasuntan demasiado alegorismo intelectual: Raymundo Herrera cabalga infatigablemente, congelado en sus 63 años de edad desde el siglo XVIII, incapaz de conciliar el sueño, porque “lo único que permanece es nuestra queja”, porque sus ojos no se “hartan de mirar- generación tras generación- los mismos reclamos, los mismos quebrantos, los mismos engaños, los mismos desalientos” (p. 169). Y así como el Jinete Insomne constituye un símbolo intelectualizado de dos siglos y medio de inútil confianza en la justicia de la ley, muchos personajes y lugares se encuentran sacrificados en aras de la claridad del “mensaje” de la obra, careciendo del encanto y la ambigüedad de los seres que habitan ese Macondo y esa Comala inolvidables.

La incomprensible muerte de Scorza (por lo trágico) como la de César Calvo, llevó al destacado crítico literario Ricardo Gonzales Vigil a escribir dos artículos que aparecieron en el diario “El Comercio” de Lima. Transcribo fielmente ambos artículos por la calidad del contenido y porque ellos nos acercan íntimamente a la vida y a la obra del escritor peruano. 

  
DEL MITO A LA HISTORIA

¡Qué difícil intentar un balance de la rica trayectoria de Manuel Scorza, el ilustre escritor nacido en Lima en 1928 y recientemente fallecido en una catástrofe aérea en España! Concentrándonos en su legado cultural, sin abordar su nada desdeñable participación en la política nacional (como joven aprista, como colaborador de las luchas campesinas de Cerro de Pasco, como candidato del FOCEP, etc.), tendríamos que ponderar sus dotes como novelista, poeta y ensayista polémico.
Apasionado, torrencial, Scorza imprimió con el sello de la exuberancia cada una de sus empresas culturales. Por ejemplo, llevó a cabo las ediciones masivas de mayor éxito y trascendencia cultural que hayan aparecido jamás en el Perú; recordemos que en 1956, en la Plaza San Martín, se llegó a vender una colección a razón de diez mil títulos por hora. También, a través de innumerables artículos, entrevistas y congresos, sostuvo con vehemencia la importancia de nuestra literatura (“primer territorio libre de América Latina”, según su célebre variante del “cliché” ideológico que otros conceden a Cuba), la urgencia de acabar con el imperialismo norteamericano, la necesidad revolucionaria de atreverse a ser feliz, etc.

Ese ardor nutre también, por cierto, su valiosa obra poética, la cual celebra los temas sociales (destacando Las imprecaciones, 1955, su mejor poemario) y amorosos (preferimos, en este caso, Los adioses, 1960). Scorza fue un exponente relevante del grupo aprista de los Poetas del Pueblo y una de las voces más cristalinas y armoniosas de la llamada “Generación del 50”.

Pero, a nuestro parecer, la energía creadora de Scorza alcanzó su máxima expresión en la novela, mediante libros que, traducidos a unos 30 idiomas, le han conferido fama mundial. Siendo básicamente un poeta (con dotes para la lírica y la épica), Scorza pertenece al linaje de quienes plasman mejor su temple poético en el espacio abarcador de la novela y en la fluidez de la prosa; un linaje al que pertenecen sus admirados Cervantes, García Márquez y José maría Arguedas.

Scorza logró culminar la empresa más ambiciosa de la novela peruana de los años 70: el ciclo titulado La Guerra Silenciosa, integrado por Redoble por Rancas (1970), Garabombo el Invisible (1972), El jinete insomne (1977), Cantar de Agapito Robles (1977) y La tumba del relámpago (1979). Dejó, en cambio, inconclusa la trilogía El fuego y la ceniza, de la cual pudimos leer este año la primera novela: La danza inmóvil (1983). Mientras que las luchas campesinas en Cerro de Pasco a fines del 50 y comienzos del 60 fueron el eje temático de las masacres con que finaliza cada pieza de La Guerra Silenciosa; la saga de El fuego y la ceniza abordaría a las guerrillas desde los años 60 hasta llegar al Ayacucho actual, presentando las frustraciones de personajes que optan moralmente entre la Pasión y el Deber, el Amor y la Revolución, la Realidad y la Imaginación.

Subrayemos aquí el estatuto singular de La Guerra Silenciosa dentro del Indigenismo peruano y, por otro lado, dentro de la corriente latinoamericana del Realismo Mágico o Maravilloso. Scorza era consciente de ello, a pesar de que se lo excluía frecuentemente de los estudios peruanos sobre dichas tendencias: “Yo cierro la novela indigenista justamente dándole una épica y sacándola de la mítica para llevarla a la realidad”. (Dominical de “El Comercio”, 28-III-1982).   

En la saga de Scorza asistimos al tránsito del pensamiento mágico-mítico del hombre andino (tan bien retratado por Arguedas, Ciro Alegría y Eledoro Vargas Vicuña) a una concepción “realista” (léase socialista, de impronta marxista y raíces racionalistas, empiristas y materialistas) de la estructura social y la dinámica histórica. Sus personajes comprueban, de novela en novela, de masacre en masacre, que la esperanza mesiánica resulta inoperante para destruir la dominación capitalista. Sirva de ejemplo el fracaso del milenarismo del Serafín indio en Cantar de Agapito Robles. La toma de conciencia culmina en La tumba del relámpago cuando se destruye la Torre del Futuro, en el capítulo 38. Se deja de creer en un Destino prefijado, el cual figuraría anunciado en los ponchos tejidos por la ciega doña Añada; se comprende que el porvenir depende de la acción libre e irreversible de los hombres.

Esta evolución del mito a la historia (para Thomas Mann, central en la aventura humana; véase el ciclo de José y sus hermanos) es completamente novedosa en el Indigenismo y carece de antecedentes conocidos en el Regionalismo y el Realismo Maravilloso de América Latina. Para ritualizar esa honda transformación sociocultural Scorza entreteje las pautas y los recursos expresivos del Realismo Maravilloso y del Realismo Social, concediendo cada vez más peso a éste sobre aquél. Vencidas las deficiencias de las dos primeras novelas, El jinete insomne, Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago brillan como volúmenes de gran calidad artística. Como conjunto, la saga de Scorza es una de las cumbres de la épica latinoamericana.

(El Comercio, 2 diciembre 1983).


MANUEL SCORZA O LA TUMBA DEL RELÁMPAGO

Escribo estas hondamente conmocionado por la muerte del gran escritor Manuel Scorza. No sé qué decir, cómo reaccionar ante esta pérdida irreparable para la cultura nacional y las letras latinoamericanas. Sí, una catástrofe aérea se ha ensañado con el vuelo liberador de la imaginación, ha fulminado al relámpago poderoso de la palabra. Sabemos que esta tumba será vana; nada podrá contra el hermoso y palpitante mensaje que nos ha legado Scorza. Pero, por ahora, el dolor nos sacude. Nada nos consuela de las páginas que el relámpago dejó sin alumbrar en su vuelo interrumpido.

Nuestra mente ha asociado de inmediato la imagen de Scorza con la del relámpago en pleno vuelo iluminador. Hemos conocido pocas personas tan fulgurantes, apasionadas y vehementes como Scorza, tan llenas de energía, de ganas de vivir y de vitalizar el orbe entero. Hemos leído pocos textos tan vibrantes, torrenciales y polémicos como los de Scorza, tan impregnados de desmesura, de entrega ferviente- a la vez gozosa y dolorosa - a la existencia, sobre todo a la experiencia de las clases populares.

Scorza era un relámpago cabal, un heraldo del amor, la justicia, la libertad, la revolución y la creación artística como fuerzas humanizadoras. Se complacía, en los últimos años, en afirmar que la verdadera revolución es la Felicidad. Una Felicidad que exige aniquilar en alguna medida, de un modo u otro, las relaciones sociales que amordazan las fuerzas humanizadoras mencionadas, las cuales no deberían ser vistas como opuestas sino como complementarias. Entendía Scorza que nuestro continente había logrado expresarse con autenticidad en la creación literaria, pero pugnaba aún por transformar revolucionariamente la realidad social; por eso sostenía que la Literatura era el “primer territorio libre de América Latina”.

Consciente de las enormes dificultades que exige la ruta hacia la Felicidad como proyecto colectivo, gran conocedor de las frustraciones históricas de las demandas populares, Scorza concedió especial relieve en sus obras a la muerte, a la masacre, a la ceniza. A la luz de su travesía truncada, todo ello semeja una premonición de su trágico final. Incluso nos sentimos impulsados a dedicarle algunos títulos de sus escritos: Requiem para un Gentilhombre, Redoble…, La tumba del relámpago, El fuego y la ceniza.


Invisible para los críticos

No sólo nos enerva que Scorza estaba en plena producción, y que cabía esperar mucho de sus próximos libros. Nos enerva mucho más que haya fallecido sin haber recibido en el Perú el reconocimiento que su obra merecía. Casi siempre por razones extra-literarias o por juicios valorativos precipitados (fácilmente “exigentes”), se le negó acá la audiencia que obtuvo en diversas partes del mundo.

Resulta cómodo elogiarlo ahora. Meditemos en el injusto trato propinado a un escritor tan valioso. Exijamos en adelante a nuestros críticos mayor rigor, ponderación y profundidad.

Ya en 1977, al hacer nuestro primer comentario sobre Scorza, abogábamos por una “lectura ponderada e imparcial” de sus novelas. Cinco años después, cada vez más conscientes de la importancia de sus relatos, comprobábamos que la situación no había cambiado suficientemente, a pesar de los aportes críticos de Alejandro Losada y Tomás Escajadillo. Calificándolo en una entrevista como un autor “invisible” en su propia patria, pudimos afirmar: “En los años 70, Manuel Scorza (Lima, 1928) ha sido víctima de una de las mayores injusticias de nuestra historia literaria. En contraste con su enorme éxito internacional (sus obras han sido traducidas a más de 30 idiomas), los críticos peruanos, en la mayoría de los casos, le han concedido escasa o ninguna importancia”. (Dominical, 28-3-1982).

Precisamente en dicha entrevista Scorza arremete contra las opiniones de connotados críticos peruanos. Nada más elocuente que el desafío que planteo al final de sus declaraciones: “¿Por qué no salen a polemizar conmigo? Por una razón muy simple: en el Perú no hay un crítico capaz para polemizar conmigo”. Al respecto, hace pocas semanas, en carta fechada en París el 13 de setiembre, agradeciéndonos nuestra nota sobre La danza inmóvil (que, dicho sea de paso, no fue complaciente ni benévola, cf. Dominical, 15-5-1983), Scorza nos decía: “Te agradezco lo que dices de la novela. Conoces el aprecio que tengo por tu crítica y por la nueva crítica peruana ajena a las guerras civiles de la otra generación”.


El legado de Scorza 

Scorza quedará como un editor singular, un poeta valioso y un novelista de talla latinoamericana, además de un luchador social de apreciable trayectoria. Antes del boom de los años 60, Scorza lanzó a precios verdaderamente irrisorios ediciones de decenas de miles de ejemplares, en su mayoría de autores peruanos y latinoamericanos. Sus recordados Festivales del Libro y Populibros Peruanos cumplieron una labor cultural invalorable. Sabemos que en los últimos años, dos décadas después, Scorza proyectaba efectuar empresas editoriales similares.

Por otro lado, fue un inspirado poeta de la “Generación del 50”. Feliz exponente de la poesía “social” (participó en el grupo aprista de Los Poetas del Pueblo), en la estela de Neruda, publicó Canto a los mineros de Bolivia (1952) y, mejor aún, Las imprecaciones (1955), donde el verso discurre armonioso y cristalino, triste y tierno, solidario y esperanzado.
Los adioses (1960) marcó otro punto alto de su obra poética, esta vez celebrando el amor. Los elementos visionarios y simbólicos aumentaron en las páginas ora amorosas, ora sociales, de Desengaños del mago (1961) y El vals de los reptiles (1970), aunque sin cuajar artísticamente de modo destacable. En cambio, Requiem para un gentilhombre (1962) prolongó, con acierto, la dicción luminosa de Las imprecaciones y Los adioses, sus dos mejores poemarios.

Finalmente, Scorza fue un novelista memorable. Como en los casos de José María Arguedas, Eleodoro Vargas Vicuña y Cesar Calvo, su aliento creador básicamente poético se explaya mejor en los relatos que en los poemarios. Las novelas de Scorza devienen, en gran medida, en poemas lírico-épicos en prosa.

Erigió el vigoroso mural La Guerra Silenciosa (previamente titulado Balada) con las novelas Redoble por Rancas (1970), Garabombo el invisible (1972), El jinete insomne (1977), Cantar de Agapito Robles (1977) y La tumba del relámpago (1979). La tercera novela depuró considerablemente los defectos estilísticos de las dos primeras (imitación excesiva de García Márquez, tendencia al ornamento retorico, etc.), permitiendo que Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago posean méritos sobresalientes.

Juzgado en conjunto, el ciclo de La Guerra Silenciosa es la expresión más notable de la novela peruana en la década del 70, y una de las cumbres de la épica latinoamericana, enaltecida por uno de los temas más grandiosos y significativos abordado por las letras de nuestro continente: las rebeliones campesinas de Cerro de Pasco a fines de los años 50 y comienzos del 60. Scorza participó en dichas luchas campesinas y, a modo de portavoz de la gesta colectiva, hilvanó su testimonio como una “crónica exasperantemente real” en la que los sucesos y personajes reales son retratados desde la óptica real-maravillosa (mágica, mítica) del pueblo.

Después de La Guerra Silenciosa, Scorza publicó La danza inmóvil (1983), primera novela de la trilogía El fuego y la ceniza. Debían seguirle Segundo movimiento y Retablo ayacuchano. Esta nueva saga abordaría las luchas guerrilleras, hasta llegar a las acciones recientes de Sendero Luminoso. Y lo haría en forma problemática, con personajes “contradictorios, hombres con conflictos internos y problemas personales”. Así en La danza inmóvil los protagonistas se debatían entre el Eros y la Revolución, la pasión y el deber, el deseo y la frustración, la realidad y la imaginación. Así, Segundo movimiento enfocaría “la lucha armada en América Latina… vista desde el ángulo de un hombre que desertó del combate para salvar su vida, y gastarla en una vida de actos míseros, rutinarios, empobrecedores. ¿Qué era mejor? ¿Vivir o morir? ¿O vivir para qué?” (El Noticiero Cultural, Madrid, 22-2-1983).

El cambio de tema, óptica, tono y lenguaje introducido en La danza inmóvil fue patente. Teniendo en cuenta el dominio creciente que Scorza lograra en La Guerra Silenciosa, sorteando las fallas artísticas del inicial Redoble por Rancas, estimamos que las siguientes novelas de El fuego y la ceniza iban a limar los defectos de La danza inmóvil.

De todos modos, de las seis novelas de Scorza por lo menos tres (El jinete insomne, Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago) son admirables. Y las otras tres no carecen de interés; contienen varios pasajes memorables.

(Dominical, 4 diciembre 1983).